3

El caso del cadáver encontrado en Bedford Square preocupaba a Pitt, pero no tanto ni con tanta urgencia como el problema de Cornwallis. De momento, en lo concerniente a averiguar la identidad del muerto y el motivo de su presencia nocturna en la plaza, podía hacer poco que no se le diera igual de bien a Tellman. Seguía considerando como hipótesis más probable la de un robo con final trágico. Deseaba con fervor que Balantyne no tuviera nada que ver, que el muerto hubiera empezado por robar la casa del general y llevarse la caja de rapé y lo hubieran matado al cogerlo in fraganti en otro lugar, quizá por accidente. El asesino había recuperado sus pertenencias pero había dejado la caja de rapé por miedo a que su posesión lo incriminase.

Debía de tratarse de un lacayo o mayordomo de otra casa. Una vez que se hubiera descubierto a cuál pertenecía harían falta grandes dosis de tacto, pero el resultado final no se vería alterado ni por toda la discreción del mundo. Por lo demás, Pitt confiaba en que Tellman fuera igual de diestro que él en el rastreo. Él, mientras tanto, haría lo posible por ayudar a Cornwallis.

Salió de casa como cada mañana, pero en lugar de dirigirse a Bow Street o Bedford Square tomó un coche de caballos y pidió al cochero que lo llevase al almirantazgo.

Mucho tuvo que insistir y discutir para que le facilitaran el historial naval del HMS Venture sin explicar para qué lo quería. Gracias al empleo abundante de palabras como tacto, reputación y honor, logró a media mañana, sin haber dado nombres, estar sentado en una salita soleada y leer lo que había pedido.

El informe era sencillo: hallándose de servicio el teniente John Cornwallis, un marinero había resultado herido mientras trataba de arrizar el sobrejuanete de mesana en medio de una borrasca que se agravaba por momentos. Cornwallis afirmaba de su puño y letra haber subido a ayudarlo y haberlo devuelto a cubierta en estado de semiinconsciencia. Decía que en los últimos metros lo había ayudado el marinero de primera Samuel Beckwith.

Beckwith era analfabeto, pero su informe oral, puesto por escrito por otra persona, coincidía con el de su superior. No se observaba ninguna discrepancia con la versión oficial. Su relación se limitaba a pocas frases, palabras sencillas sobre la página blanca que no decían nada sobre la dimensión humana de los participantes, los rugidos del viento y el mar, el balanceo de la cubierta, el pavor del marinero atrapado en el mástil… y en peligro de caer sobre unas planchas de madera que le romperían los huesos o en unas profundidades cavernosas que lo engullirían sin rescate posible. Cualquier persona que cayera en ellas desaparecería para siempre, como si jamás hubiera existido, jamás hubiera estado vivo, reído o tenido esperanzas.

El texto no decía nada sobre la calidad de los participantes, su valor o cobardía, prudencia o insensatez, mendacidad o franqueza. Pitt conocía a Cornwallis, o al hombre en que se había convertido como subcomisionado de policía: taciturno, de una honradez a prueba de bombas, poco familiarizado con la política e ignorante de sus trapacerías.

Pero no conocía al de quince años atrás, al teniente enfrentado con el peligro físico y la posibilidad de la admiración y el ascenso. ¿Se trataría acaso del único error de un hombre por lo demás honorable?

Lo dudaba. Un engaño de aquella envergadura habría dejado huellas más profundas. Si Cornwallis hubiera aprovechado la oportunidad de recibir una recompensa que no le correspondía y atribuirse el mérito del valor ajeno, ¿no estaría condenado a dejar una mancha de mentira en todo lo que tocase? ¿No lo habría atormentado durante toda su carrera el miedo a que Beckwith contara la verdad? ¿No habría elaborado una defensa contra aquella posibilidad, sabiéndose amenazado en cada momento? ¿Y no se habría notado en sus demás acciones?

¿Se lo habría explicado a Pitt?

¿O llegaba su arrogancia a creerse capaz de utilizarlo sin que se diera cuenta?

Esto último distorsionaba tanto la imagen que Pitt tenía de Cornwallis que lo desechó por prácticamente imposible.

Quedaba, pues, la duda de si el chantajista creía en la verdad de lo que afirmaba o tan sólo en que su víctima no podría demostrar lo contrario.

Cornwallis afirmaba que Beckwith había muerto, pero ¿tenía algún pariente o conocido a quien hubiera explicado el episodio a una luz más heroica, falseándolo un poco a su favor? ¿Le habría dado crédito esa persona, como haría sin duda un hijo o un sobrino?

O, por qué no, una hija. Una mujer era igual de capaz que un hombre de recortar letras en un periódico y formular una amenaza.

Decidió aprovechar su estancia en el almirantazgo para recabar toda la información que pudiera sobre la carrera naval de Cornwallis, y sobre Samuel Beckwith, con preferencia por el paradero de sus familiares vivos, en caso de haberlos.

Una vez más tuvo que recurrir a todas sus dotes de persuasión para que le entregaran un resumen muy abreviado de la carrera de Cornwallis, restringido a los datos que en gran medida ya eran de dominio público, como lo que pudieran haber observado otros miembros de la marina.

En dos años había sido ascendido y trasladado a otro barco. En 1878 y 1879 había estado en los mares de China y se había destacado en el bombardeo de Borneo contra los piratas.

Un año después había asumido el mando por primera vez y había participado en varias acciones de escaso relieve en el Caribe, principalmente escaramuzas con negreros que proseguían sus negocios en África Occidental.

En 1889 se había retirado con todos los honores y una hoja de servicios sin mácula. Sólo constaba una lista de los barcos donde había prestado servicio y los rangos por él ostentados.

Pitt comparó su carrera con la de Samuel Beckwith, truncada por su muerte en alta mar (lo había lanzado por la borda un mástil derribado por una tormenta). Había muerto soltero, dejando una hermana que por aquel entonces residía en Bristol y a quien se habían enviado los efectos y la paga retrasada del difunto. Constaba como «señora Sarah Tregarth», junto a su dirección.

Beckwith, sin embargo, había sido analfabeto, mientras que la carta recibida por Cornwallis estaba escrita con buen estilo y contenía varias palabras complejas. ¿Era posible que Sarah Beckwith, hermana de un analfabeto, hubiera alcanzado semejante maestría?

Lo confirmaría una carta discreta a la policía de Bristol.

Leyó la lista de barcos donde había servido Cornwallis y copió una docena de nombres de integrantes de sus tripulaciones, incluidos los del capitán y el teniente de navío del Venture.

A continuación enseñó su lista al hombre que había estado ayudándolo y pidió las direcciones de los que no estuvieran de servicio.

El hombre lo miró con suspicacia y leyó la lista.

—Éste murió en combate hace diez años —dijo, mordiéndose el labio. Pasó al siguiente—. Éste está retirado y se ha marchado a vivir al extranjero, no sé si a Portugal. Éste vive en Liverpool. Éste aquí, en Londres. —Alzó la mirada—. ¿Qué quiere de ellos, superintendente?

—Información —repuso Pitt con una sonrisa forzada—. Necesito averiguar la verdad acerca de un incidente, a fin de impedir graves perjuicios. Un delito —añadió para recalcar la urgencia de su cometido y evitar dudas sobre su derecho de injerencia.

—Ah… Por supuesto. Tardaré un poco. ¿Tiene inconveniente en regresar más o menos dentro de una hora?

Pitt tenía hambre y sobre todo sed, por lo que aceptó con gusto la propuesta y salió a comprarse un bocadillo de jamón y una taza de té cargado en un puesto callejero. Los consumió muy a gusto en una esquina, tomando el sol y observando a los transeúntes. Vio pasar a varias niñeras con sus delantales y sus cochecitos, o vigilando a niños un poco mayores que jugaban con aros o cabalgaban palos con cabeza de caballo. Un niño que jugaba con una peonza no hizo caso cuando lo llamaron. Las niñas, con sus pichis de volantes, daban pasitos cortos con la cabeza en alto, imitando a sus mayores. Pitt pensó en Jemima con ternura, y en lo deprisa que había crecido: empezaba a tener en cuenta su aspecto físico, consciente de que le faltaba poco para hacerse mujer. Los años transcurridos desde sus primeros pasos se le antojaron meses a su padre.

En su primer encuentro con Balantyne, Pitt ni siquiera era padre. Cuando el general había perdido a su única hija de la peor manera imaginable, Jemima farfullaba sus primeras palabras, que solía ser Charlotte la única en entender.

El recuerdo convirtió al bocadillo en serrín. ¿Cómo era posible no morir de tanta pena? Tuvo ganas de volver corriendo a casa y cerciorarse por partida doble (o triple) de que Jemima estuviera bien. Quiso tenerla en brazos, vigilarla las veinticuatro horas del día, tomar todas las decisiones en su lugar, decidir adónde iba, con quién entablaba amistad…

Era una ridiculez que sólo le granjearía el justo odio de su hija.

¿Cómo era posible que la gente soportara tener hijos, verlos crecer y equivocarse, verlos sufrir y hasta morir, o padecer dolores peores y más inexplicables que la muerte? ¿Habría obtenido Balantyne alguna ayuda o consuelo de Augusta? ¿Qué efecto había tenido el sufrimiento compartido? ¿Unirlos o convertirlos en seres más aislados, más solos en su dolor?

¿Qué nueva tragedia se les echaba encima? Quizá hubiera hecho mal en delegarlo en Tellman, pero no podía dejar a Cornwallis en la estacada.

Tiró el resto del bocadillo, apuró la taza de té y volvió al almirantazgo. No tenía tiempo para estar ocioso.

Empezó por el teniente Black, que había sido segundo de a bordo de Cornwallis en los mares de China. Estaba de permiso y posiblemente no tardara mucho en recibir otra misión. Como vivía en South Lambeth, Pitt cogió un coche y cruzó el río.

Tuvo la suerte de encontrar en casa al teniente, dispuesto a recibirlo, y el infortunio de que las palabras de Black fueran demasiado honorables para aportar datos de interés. Su lealtad profesional hacia un colega de oficialidad era tan grande que borró cualquier individualidad y significado de sus comentarios. Las declaraciones de Black decían mucho del propio teniente, de su manera de ver el mundo, su encendido patriotismo y fidelidad al cuerpo donde había pasado toda su vida adulta, pero reducían a Cornwallis a un nombre, un rango y una serie de deberes bien cumplidos. En ningún momento lo presentó como un ser humano, ni para bien ni para mal.

Pitt le dio las gracias y buscó el siguiente nombre de su lista. Tomó otro coche y se dirigió hacia el norte, a Chelsea. Al cruzar el puente de Victoria contempló los barcos de recreo llenos de mujeres con vestidos claros, sombreros de colores vivos y bufandas, hombres con la cabeza expuesta al sol y niños vestidos de marineros que comían manzanas caramelizadas y pirulíes de menta a rayas. Las notas de los organillos atronaban el aire, disputándoselo con gritos, carcajadas y el ruido del oleaje.

El teniente Durand resultó ser un hombre muy distinto. Era delgado, de facciones afiladas, más o menos de la misma edad que Cornwallis pero todavía en activo.

—¡Pues claro que me acuerdo! —dijo con ímpetu.

Lo condujo a una salita muy acogedora, llena de recuerdos de la marina (probablemente de varias generaciones) y con vistas a un jardín lleno de flores de verano. Se notaba que era una casa de larga tradición familiar, y a juzgar por los retratos vistos por Pitt en el pasillo, Durand procedía de un linaje distinguido de oficiales de marina, muy anterior a Trafalgar y la época de Nelson.

—Siéntese —dijo el teniente, señalando una butaca muy gastada. Él ocupó la de delante—. ¿Qué quiere saber?

Pitt ya había expuesto el motivo de su visita, pero esta vez debía formularlo con mayor destreza y averiguar algo acerca de Cornwallis.

—¿Qué cualidades lo hacían apto para el mando?

Durand no disimuló su sorpresa. Si algo esperaba no era aquello.

—Da usted por sentado que lo consideraba buen capitán —dijo con las cejas arqueadas, mirando a Pitt de manera muy directa y socarrona. Tenía la cara quemada por el viento, las cejas rubias y ralas.

—He supuesto que lo diría —contestó Pitt—, y quería algo menos neutro. ¿Me equivocaba?

—La lealtad antes que la sinceridad. ¿No le sirve? —Seguía presente el matiz humorístico. Como Durand estaba sentado de espaldas a la ventana, Pitt tenía a la vista el soleado jardín.

—En absoluto. —Se apoyó en el respaldo, que era muy cómodo—. En ocasiones es lo único que encuentro.

—Desde el punto de vista naval puede ser un defecto —señaló el teniente con un matiz de amargura—. Además el mar no tiene esa sentimentalidad. No perdona nada. No hay nada como el mar para saber si una persona da la talla. Al final, el único honor es la verdad.

Pitt lo observó con detenimiento, sensible a la viva emoción que se adivinaba en sus palabras. Podía tratarse de ira, o de la convicción de que se había producido una injusticia o tragedia.

—Y dígame, teniente: ¿Cornwallis era buen capitán?

—Era buen marinero —contestó Durand—. Comprendía el mar. En cierto modo me parece que lo quería, en la medida en que podía sentir amor por algo.

Era un comentario extraño, dicho sin afecto. La expresión de Durand, a contraluz, era de difícil lectura.

—¿Sus hombres confiaban en él? —prosiguió Pitt—. ¿Se fiaban de sus capacidades?

—¿Capacidades para qué? —Durand no estaba dispuesto a dar ninguna respuesta a la ligera. Había decidido ser franco, lo cual le impedía facilitar las cosas con evasivas.

Pitt se vio obligado a concentrarse y clarificar sus ideas. ¿Qué quería decir?

—Para tomar las decisiones correctas en una tormenta, conocer las mareas, el viento, la…

Durand sonrió.

—Usted no es marino, ¿verdad? —No era una pregunta, sino una afirmación hecha con paciencia (y hasta condescendencia, porque había reaparecido el humor)—. Me imagino que querrá saber si era meticuloso, por ejemplo. Sí, en extremo. ¿Sabía leer las cartas de navegación, calcular la posición del barco e interpretar el tiempo? Sí, las tres cosas. ¿Era previsor y hacía planes con antelación? Como el que más. De vez en cuando cometía algún error. En esos casos, ¿sabía pensar con rapidez, adaptarse y salir del paso? Siempre, aunque a veces con más éxito que otras. No se libró de sufrir algunas pérdidas. —Hablaba con voz neutra, atento a no expresar sus emociones.

—¿De barcos? —Pitt estaba horrorizado—. ¿De hombres?

—No, señor Pitt; en ese caso lo habrían retirado del servicio mucho antes.

—¿No lo retiraron por ellas? —preguntó Pitt con excesiva prontitud.

—No que yo sepa —dijo Durand, reclinando un poco la espalda sin apartar la vista de su interlocutor—. Sospecho que fue algo tan sencillo como ver que su carrera se había estancado y cansarse de ella. Tenía ganas de volver a tierra firme, y cuando le presentaron una alternativa cómoda la aceptó.

Pitt reprimió la fuerte tentación de hacer un comentario ácido sobre la situación presente de Cornwallis, porque la necesidad de obtener información le prohibía indisponerse con su interlocutor. Era evidente que Durand tenía en mal concepto a su antiguo capitán. Quizá la causa, en gran medida, fuera el acceso de Cornwallis al rango superior, mientras él seguía en el servicio sin pasar de teniente.

—¿Qué más preguntaría si conociera un poco el mar? —dijo Pitt con cierta afectación, tratando de ocultar sus sentimientos.

Durand no parecía haberse dado cuenta. El ángulo de su cabeza y sus hombros, recortado a contraluz, indicaba concentración. Tenía muchas ganas de hablar.

—¿Era buen jefe? —dijo—. ¿Le importaban sus hombres? ¿Los conocía individualmente? —Se encogió ligeramente de hombros—. No, nunca dio esa impresión; ellos, en todo caso, no lo creían así. ¿Gozaba del aprecio de sus oficiales? Apenas lo conocían. Era un hombre introvertido, celoso de su intimidad. Tenía la dignidad del capitán, pero también el aislamiento de un hombre frío. No es lo mismo. —Hablaba observando el rostro de Pitt y vigilando sus reacciones—. ¿Poseía el don de comunicar a la tripulación su fe en ella y en la misión asignada al barco? —continuó—. No. No tenía sentido del humor, campechanía ni humanidad visible. ¿Por qué cree que destacó Nelson entre sus contemporáneos? Por su mezcla de genio y humanidad. Su extraordinario coraje y previsión se compensaban con una vulnerabilidad absoluta a las penas y desgracias propias de la gente normal. —Su voz se endureció—. Cornwallis carecía de ella. La tripulación respetaba sus dotes de marino, pero no le tenía afecto. —Respiró—. Y para ser buen capitán hay que inspirarlo. Es lo que alienta a los hombres a ir más allá de su deber, a trascender lo que se espera de ellos, a ser audaces, sacrificarse y conseguir lo que estaría fuera del alcance de una tripulación de menor entidad, aunque el barco fuera el mismo.

La exposición, cierta o no, había sido magistral, como Pitt tuvo que reconocer para sí. Él tenía otra imagen de Cornwallis, y pocos deseos de cambiarla. Si se quedaba, si seguía escuchando, era a la vez por probidad y miedo. Temía que se le notara en la cara, y encontraba molesta la idea de quedar expuesto ante Durand.

—Ha hecho usted alusión a la valentía —dijo Pitt después de carraspear, esforzándose por que su voz no traicionara su antipatía hacia el teniente ni sus lealtades—. ¿Cornwallis era valiente?

Durand se puso tenso.

—Indudablemente —reconoció—. Nunca le vi pasar miedo.

—No es exactamente lo mismo —observó Pitt.

—No… Por supuesto que no. Es más: supongo que son cosas opuestas —convino Durand—. Me imagino que alguna vez sí que lo pasaría, ya que lo contrario denotaría estupidez, pero tenía un control gélido de su persona, ese control que esconde todas las emociones. No se le apreciaba ninguna humanidad —repitió—. Pero no, cobarde no era.

—¿Físicamente? ¿Moralmente?

—Físicamente seguro que no. —Durand vaciló—. Moralmente lo ignoro. En el mar hay pocas decisiones morales de envergadura. Las que tomó en la época en que estuve a su servicio no lo fueron. Creo que es un hombre de ideas demasiado ortodoxas para ser un aventurero moral. Si lo que pregunta es si se emborrachaba o actuaba con abandono… ¡No! No le recuerdo la menor indiscreción. —La última frase estaba llena de un extraño desdén—. Ahondando en su pregunta… Sí, es posible que fuera un cobarde moral, temeroso de coger la vida por los cuernos y… —Perdió el hilo de la metáfora y se encogió de hombros, señal de que estaba satisfecho. Había pintado el retrato que deseaba, y lo sabía.

—Hombre de pocos riesgos —resumió Pitt.

El juicio de Durand había sido cruel, ideado para hacer daño, pero quizá en su ignorancia de lo que estaba en juego hubiera dicho exactamente lo que quería oír Pitt: no que Cornwallis fuera demasiado honrado para atribuirse el mérito de otro hombre, sino que era demasiado cobarde moralmente para correr ese riesgo. El miedo a que lo descubrieran lo habría paralizado.

Durand adoptó una postura cómoda, con el sol en la espalda.

Pitt se quedó otro cuarto de hora, le dio las gracias y se marchó, contento de huir del ambiente claustrofóbico de envidia que flotaba en aquella casa acogedora, con sus retratos familiares de hombres que habían tenido éxito y confiado en que las futuras generaciones siguieran sus pasos y suministrasen nuevas y más rutilantes imágenes, con galones dorados y rostros orgullosos.

Al día siguiente Pitt localizó a dos marineros de primera y un cirujano naval. El primero era MacMunn, que se había retirado después de un ataque pirata en Borneo que lo había dejado con una sola pierna. Vivía con su hija en una casa pequeña y arreglada, de alfombras remendadas y muebles lustrosos con olor a cera. Habló sin hacerse de rogar.

—¡Sí, sí! Me acuerdo mucho del señor Cornwallis. Era estricto pero justo. Siempre muy justo. —Asintió varias veces con la cabeza—. ¡Qué rabia les tenía a los matones! No podía ni verlos. ¡Hay que ver cómo los castigaba! No era demasiado aficionado al látigo, pero cuando veía a alguien abusar de los que tenía a sus órdenes le dejaba la espalda en carne viva.

—¿Era un hombre duro? —preguntó Pitt, temiendo la respuesta.

MacMunn rio.

—¡Qué va! ¡Ni mucho menos! El señor Farjeon, ése sí era duro. —Hizo una mueca que le tiró hacia abajo las comisuras de los labios—. Para mí que le habría gustado pasar por la quilla a más de uno. Tendría que haber vivido en la época de los azotes por toda la flota. ¡Entonces sí que habría disfrutado!

—¿En qué consistían? —Pitt no estaba muy versado en historia naval. MacMunn lo miró con los ojos entornados.

—Te ponían en un bote, te paseaban por todos los barcos de la flota y te daban latigazos en cada cubierta. ¿Qué le parece?

—¡Una muerte segura! —protestó Pitt.

—Sí —asintió MacMunn—, aunque si el médico del barco era bueno lo dejaba a uno tan dormido que ni se enteraba. Según mi abuelo se morían deprisa. Fue artillero en Waterloo.

Al decirlo, el marinero se irguió de manera inconsciente, y Pitt le sonrió sin saber muy bien por qué, salvo por una herencia compartida y la conciencia del valor y el sacrificio.

—¿O sea que Cornwallis no era duro ni injusto? —dijo con calma.

—¡No, por Dios! —MacMunn desechó la idea con un movimiento de la mano—. Sólo tranquilo. A mí la idea de ser oficial nunca me ha gustado. Me parece… no sé, como muy solitario. —Dio un sorbo ruidoso a su taza de té—. Cada cual tiene su sitio, y cuando corres peligro da igual qué rango tengas, porque siempre hay compañeros. En cambio cuando eres el único no puedes hablar con los de arriba ni ellos contigo, ni tampoco hablar con los de abajo. Cuando eres oficial la gente espera que siempre tengas razón, y el señor Cornwallis se lo tomaba muy en serio. No sabía relajarse. ¿Me entiende?

—Sí, creo que sí. —Pitt recordó una decena de ocasiones en que Cornwallis había estado a punto de sincerarse y se había reportado en el último momento—. Es un hombre muy reservado.

—Eso. En fin, supongo que el que quiere ser capitán no tiene más remedio. Como te equivoques o parezcas débil se te come el mar. Te vuelves duro, pero también leal. En el señor Cornwallis siempre se podía confiar. Era un poco cuadriculado, pero honrado como pocos. —MacMunn sacudió la cabeza—. Me acuerdo de que una vez tuvo que castigar a uno que había hecho algo malo; ahora mismo no me acuerdo de qué, pero no era gran cosa. Lo que pasa es que las normas decían que había que azotarlo. Lo dijo alguien, creo que el contramaestre. Se notaba que el señor Cornwallis no quería. El contramaestre era un malnacido; pero claro, en un barco no se puede romper la disciplina porque te vas a pique. —El recuerdo del incidente le arrancó una mueca—. Luego el señor Cornwallis lo pagó caro. Se pasó varios días dando vueltas por la cubierta, hecho una fiera. Sufría tanto que parecía que lo hubieran azotado a él. —Respiró hondo—. El contramaestre cayó por la borda, y el señor Cornwallis se desvivió por saber si lo habían empujado. —Otra mueca—. Al final no se supo.

—¿Y era verdad? —preguntó Pitt.

MacMunn sonrió, enseñando los dientes por encima de la taza.

—¡Pues claro! Pero nos pareció que en el fondo el señor Cornwallis no quería enterarse.

—Y no se lo dijeron.

—Exactamente. Como era buena persona no queríamos ponerlo en dificultades, y si llega a enterarse cuelga al culpable del penol. ¡Aunque se le partiera el alma, y aunque por gusto hubiera sido él el primero en tirar al contramaestre! —Sacudió la cabeza—. Tenía la imaginación mal puesta. Era el colmo de la compasión, pero se lo tomaba todo demasiado al pie de la letra, ¿sabe?

—Sí, me parece que sí —contestó Pitt—. ¿Le parece posible que se atribuyera el mérito de la valentía de otra persona?

MacMunn lo miró con incredulidad.

—¡Antes se habría dejado colgar por culpa de otro! El que lo haya dicho, además de mentiroso es tonto. ¿Quién ha sido?

—No lo sé, pero tengo la intención de averiguarlo. ¿Estaría dispuesto a ayudarme, señor MacMunn?

—¿Yo?

—Sí. Por ejemplo: ¿el capitán Cornwallis tenía enemigos personales, gente que le tuviera envidia o rencor?

MacMunn, que se había olvidado del té, arrugó la cara.

—No sé qué decirle. No querría mentir. Yo no le conozco ninguno, pero nunca se sabe cómo va a reaccionar una persona cuando ve que no lo ascienden y a otros sí, o que le echan algo en cara. El que es honrado sabe que cada cual responde de sus actos… pero…

Se encogió de hombros.

MacMunn, sin embargo, tenía poco que aportar en un sentido concreto. Viendo que no servía de nada insistir, Pitt le dio las gracias y se marchó con ánimos renovados, como si el encuentro con algo limpio hubiera disuelto la sensación de abatimiento que le había dejado la entrevista con Durand. Había desaparecido un miedo interno.

A primera hora de la tarde se encontraba en Rotherhithe con el marinero de primera Lockhart, hombre taciturno y ligeramente bebido que no le proporcionó ningún dato interesante acerca de Cornwallis, a quien parecía recordar como un capitán a la vez temido y respetado por su tripulación. Lockhart tenía antipatía a todos los oficiales de rango superior, y así lo dijo. Fue el único tema en que dio una respuesta que excediera el monosílabo.

Horas después el aire permanecía caliente e inmóvil, la ciudad había quedado envuelta por una especie de bruma y el río era como una cinta de plata. Pitt subió por la cuesta que llevaba desde el embarcadero al hospital naval de Greenwich, donde trabajaba el señor Rawlinson, antiguo cirujano de la marina.

Lo encontró ocupado y tuvo que esperar más de media hora en una salita; la espera, sin embargo, fue bastante cómoda, amenizada por visiones y sonidos que se salían de lo rutinario.

Rawlinson llegó con el cuello de la camisa blanca abierto y las mangas recogidas, como si hubiera trabajado duro. Tenía manchas de sangre en los brazos y otras partes del cuerpo. Era un hombre alto y fornido, de cara ancha y amable.

—¿De la comisaría de Bow Street? —dijo con curiosidad, examinando a Pitt de pies a cabeza—. ¡Espero que no se haya metido en líos nadie del hospital! Por otro lado, estamos bastante lejos de su territorio.

—Descuide. —Pitt se apartó de la ventana por la que había estado contemplando el agua y el tráfico del puerto de Londres—. Sólo quería hacerle unas preguntas acerca de un oficial que sirvió con usted en tiempos pasados. John Cornwallis.

Rawlinson puso cara de incredulidad.

—¡Cornwallis! ¡No me dirá que lo investigan! Pero ¿no estaba en la policía? A menos que fuera el Ministerio del Interior…

—No; en la policía. —Parecía inevitable dar explicaciones. Pitt había prometido ser discreto, pero ¿cómo hacerlo y ser de alguna ayuda a su amigo?—. Se trata de un incidente del pasado que ha sido… malinterpretado —repuso con cautela—. Estoy investigándolo de parte del capitán Cornwallis.

Rawlinson apretó los labios.

—Yo era el cirujano de a bordo, señor Pitt. Pasaba mucho tiempo en la cubierta inferior, donde llevan a los heridos y los operamos.

Un clíper remontaba la corriente del río en dirección a los muelles de Surrey, y su espléndido velamen desplegado reflejaba la luz del sol. Era un espectáculo de cierta tristeza, como el declinar de una época.

—Ajá… Pero ¿conocía a Cornwallis? —insistió Pitt, volviendo a lo que tenía entre manos.

—Sí, cómo no —dijo Rawlinson—. Navegué a sus órdenes, pero el cargo de capitán de barco no es muy sociable. Si nunca ha estado en alta mar es probable que ignore el poder que concentra el capitán, y el necesario aislamiento que le impone ese poder. —Hizo el gesto maquinal de limpiarse las manos en los pantalones, sin pensar que los mancharía de sangre—. Para ser buen capitán hay que mantener cierta distancia con la tripulación, incluido el resto de los oficiales.

Dio media vuelta y condujo a Pitt por una puerta acristalada que daba a una espaciosa galería. Unos escalones los llevaron hasta el césped, desde donde se divisaba en pendiente una panorámica del río.

Pitt fue tras él escuchando sus palabras.

—El concepto de tripulación se basa en una jerarquía muy estricta. —Rawlinson hablaba moviendo las manos—. Si hay demasiada familiaridad los hombres pierden el respeto al capitán. Debe parecerles un poco sobrehumano, próximo a la infalibilidad. Si perciben su lado vulnerable, sus dudas, flaquezas o miedos, perderá una parte de su poder. —Miró a Pitt de reojo—. Es algo que sabe cualquier buen capitán, y que sabía Cornwallis. A mi juicio se adecuaba a su carácter; era un hombre tranquilo, solitario por voluntad propia. Se tomaba el cargo muy en serio.

—¿Era buen capitán?

Rawlinson sonrió y siguió caminando por la hierba, bañada por el sol. La brisa del río olía a sal. Las gaviotas daban vueltas por el cielo, entre fuertes chillidos.

—Sí —contestó—. La verdad es que mucho.

—¿Por qué se retiró? —preguntó Pitt—. Es relativamente joven.

Rawlinson se detuvo, y por primera vez parecía a la defensiva.

—Disculpe, señor Pitt, pero ¿a usted en qué le concierne?

—Alguien se propone hacerle daño —contestó Pitt, mirando al médico a la cara— perjudicar su reputación. Si quiero defenderlo debo conocer la verdad.

—¿Quiere saber lo peor que pueden decir de él sin faltar a la verdad?

—Sí.

Rawlinson gruñó.

—¿Y qué motivos tengo para no sospechar que sea usted el enemigo?

—Pregúnteselo a Cornwallis.

—En ese caso, ¿por qué no le pregunta usted por lo mejor y lo peor de su carrera? —La pregunta fue hecha con ironía pero sin mala intención. Rawlinson cruzó sus brazos manchados de sangre y sonrió.

—Por el simple motivo, señor Rawlinson, de que no solemos vernos igual que los demás —repuso Pitt—. ¿También quiere que se lo explique?

Rawlinson se relajó.

—No. —Reanudó su paseo, haciendo señas a Pitt de que lo acompañase—. Cornwallis era un hombre valiente —dijo—, tanto física como moralmente. Quizá le faltara un poco de imaginación. Tenía sentido del humor, pero lo demostraba poco. Sus diversiones eran sosegadas. Le gustaba leer. Sobre todos los temas. Poseía dotes sorprendentes de acuarelista; pintaba el reflejo de la luz en el agua con una sensibilidad que siempre me dejaba asombrado, porque revelaba una faceta de su personalidad completamente distinta. Te dabas cuenta de que a veces el genio no es lo que pones sino lo que dejas de poner. Conseguía transmitir… —Dibujó un círculo con las manos—. ¡El aire! ¡La luz! —rio—. Nunca me habría imaginado que tuviera tanta… audacia.

—¿Era ambicioso? —Pitt trató de formular una pregunta que propiciase una respuesta sincera, no un acto de lealtad. Rawlinson reflexionó.

—Creo que a su manera sí, pero no se advertía a simple vista, como en otras personas. Más que parecer sobresaliente lo que quería era serlo. Su orgullo, su mayor anhelo, no tenía por objeto las apariencias, sino la realidad. —Miró rápidamente a Pitt, para ver si lo entendía—. Por eso… —Buscó una manera de expresar lo que pensaba—. Por eso a veces parecía distante, y para alguna gente hasta evasivo. Yo creo que no, que era un hombre complejo, diferente de ellos. Se exigía más que nadie, pero no porque quisiera complacer o impresionar a los demás.

Pitt lo acompañó en silencio, pensando que si él no hablaba lo haría el doctor.

Acertó.

—No sé si sabe que perdió a su padre bastante pronto, creo que a los once o doce años: edad suficiente para conocerlo desde una perspectiva de niño, pero no para decepcionarse o cuestionarlo.

—¿Su padre también era marino?

—¡No, en absoluto! —se apresuró a decir Rawlinson—. Era un pastor inconformista, de fe profunda y sencilla, y lo bastante valiente para practicarla y predicarla.

—Veo que conoce al capitán más de lo que había dado a entender.

Rawlinson se encogió de hombros.

—Es posible. Lo cierto es que sólo fue una noche. Tuvimos una refriega bastante dura con un barco de esclavos. Lo abordamos, pero era de teca y se incendió. —Miró a Pitt—. Ya veo que no le dice nada. Lógico. Las astillas de teca son puro veneno, no como las de roble —explicó—. Tuvimos unos cuantos heridos, pero nuestro primer oficial, que era un buen hombre por quien el señor Cornwallis tenía gran afecto, estaba bastante grave. El capitán me ayudó a extraer las astillas y ayudarlo en lo posible, pero le entró fiebre y pasamos la noche en vela. Durante el día y la noche siguientes nos turnamos.

Llegó al sendero de gravilla y reemprendió el ascenso de la cuesta con Pitt a su lado.

—Me dirá que no es el trabajo de un capitán —continuó—, y tendrá razón, pero nos encontrábamos muy lejos de la costa y el barco de esclavos ya había sido vencido. Él hacía una guardia en cubierta, y la siguiente conmigo. —Apretó la mandíbula—. Sabe Dios cuándo dormiría, pero salvamos a Lansfield, que sólo perdió un dedo. Fue entonces cuando hablamos. Es lo habitual en las guardias nocturnas, cuando la gente está desesperada y no hay ayuda que prestar. Después ya no nos vimos demasiado, salvo cuando lo dictaba el deber. Supongo que me he quedado con su imagen de esa noche, con la linterna amarilla iluminando su cara demacrada por la inquietud: furioso, impotente y tan cansado que apenas conseguía mantener erguida la cabeza.

Pitt juzgó inútil preguntar si Cornwallis era capaz de atribuirse un acto de valentía ajena. Dio las gracias a Rawlinson y dejó que volviera junto a sus pacientes. Él, por su parte, descendió hacia el río bajo los últimos rayos del sol, dirigiéndose hacia el embarcadero, donde podría tomar un trasbordador que, pasando por Deptford, Limehouse, Wapping, la Torre de Londres, el puente de Londres y el de Southwark, lo dejara al fin, probablemente, en Blackfriars.

Ahora sabía mucho más sobre Cornwallis, y estaba si cabía más resuelto a defenderlo del chantajista; en contrapartida sabía casi tan poco como antes acerca de la identidad de este último, a excepción de que cada vez era más difícil creer que una persona que hubiera estado a las órdenes de Cornwallis creyera sinceramente en la acusación.

Recordó el estilo del mensaje y su corrección gramática, así como su ortografía y léxico. No se debía a un simple marinero, ni probablemente a un familiar, como pudiera ser una esposa o una hermana. Si se trataba del hijo o hija de un miembro de aquella profesión, su posición social había mejorado mucho desde la infancia.

Cuando llegó a la orilla, con el olor a sal y algas en la nariz, la humedad del aire en la piel y el oleaje en los oídos (interrumpido por los chillidos de las gaviotas, tan ligeras en su vuelo), supo que le quedaba un largo camino por recorrer.

Esa mañana, Charlotte abrió la primera entrega de cartas y encontró una a su nombre que barrió los años interpuestos como el viento las hojas. Antes de abrirla ya estuvo segura de que la enviaba el general Balantyne. El texto era muy breve:

Querida señora Pitt:

Ha sido muy generosa preocupándose por mi bienestar y ofreciendo una amistad renovada en circunstancias tan difíciles.

Esta mañana pienso dar un breve paseo por el Museo Británico. Estaré en la sección egipcia hacia las once y media. Si se halla libre de otras ocupaciones y pasa por ahí, me complacerá en extremo verla.

Su humilde servidor,

Brandon Balantyne.

Era una manera estirada y muy formal de declararse necesitadísimo de la amistad que le ofrecían, pero la propia existencia de la carta manifestaba con suma claridad los sentimientos de su autor.

Charlotte dobló la hoja con un movimiento rápido y se levantó de la mesa de la cocina para echarla al fuego. La carta fue consumida al instante por una llamarada voraz que borró cualquier rastro de ella.

—Salgo —dijo a Gracie—. Tengo ganas de ir a ver la sección egipcia del Museo Británico. No sé cuándo volveré.

Gracie le lanzó una mirada fugaz y preñada de curiosidad, pero se abstuvo de preguntas.

—Sí, señora —dijo con los ojos muy abiertos—. Ya me ocupo yo de todo.

Charlotte subió al piso de arriba y sacó su segundo mejor vestido de verano; no el amarillo pastel, que era el mejor (ya se lo había puesto la primera vez), sino otro de muselina rosa y blanca que le había regalado Emily, por no hallarlo tan favorecedor como esperaba.

Ir al Museo Británico era un pequeño paseo, razón sin duda de que lo hubiera elegido el general. Charlotte salió a las once y diez para estar a y media en la sección egipcia. Era un encuentro de amigos, no una cita amorosa ni de sociedad donde el retraso pudiera ser considerado de buen gusto o interpretado como recatada indecisión.

Llegó a las once y veinte y enseguida vio al general, muy tieso y con las manos en la espalda. Le daba la luz en el cabello, entre rubio y gris. Su figura transmitía una acendrada soledad, como si la gente que lo rodeaba formara parte de una gran unidad que sólo lo excluía a él. Saltaba a la vista que esperaba a alguien, porque la contemplación de los cuerpos momificados que tenía delante, o de las tallas intrincadas y el oro de los sarcófagos, habría hecho que moviera más los ojos.

Charlotte se acercó a él, pero su presencia no fue advertida.

—General Balantyne…

Él se volvió con rapidez, y su alegría inicial se trocó en vergüenza por no haber reprimido sus emociones.

—Señora Pitt… Gracias por venir… A menos que yerre en suponer…

Charlotte sonrió.

—Naturalmente que no —lo tranquilizó—. Siempre había tenido ganas de ver la sección egipcia, pero no conozco a nadie a quien le interese, y si viniera sola podrían confundirme con una clase de mujer sumamente indeseable, además de llamar una atención que no deseo.

—¡Ah! —Por lo visto el general no había tenido en cuenta aquella posibilidad. Ser hombre le confería una libertad que daba por supuesta—. Claro, claro. Veámosla, pues.

Lo había entendido mal. Lo cierto era que Charlotte podría haber ido al museo en cualquier momento, con Emily, su tía abuela Vespasia o la mismísima Gracie. Su intención había sido dar una pincelada de humor que pusiera más cómodo al general.

—¿Ha estado en Egipto? —preguntó mirando el sarcófago.

—No; o sí, pero sólo de paso. —Titubeó un poco y siguió hablando como si hubiera tomado una gran decisión—. He estado en Abisinia.

Charlotte lo miró fugazmente.

—¿De veras? ¿Y por qué? ¿Por interés en el país, me refiero, o en una misión? Ignoraba que hubiéramos luchado en Abisinia.

Balantyne sonrió.

—Hemos luchado en casi todas partes, mi querida señora. Le sería difícil mencionar algún lugar en cuyos asuntos no nos hayamos entrometido.

—¿Y por qué nos entrometimos en Abisinia? —preguntó ella con interés, además del deseo de que el general hablara a gusto de algo.

—Es una historia absurda. —Balantyne seguía sonriendo.

—Perfecto —dijo ella—. Tengo debilidad por las historias absurdas, y cuanto más lo sean mejor. Cuéntemela.

Él le ofreció el brazo, y emprendieron juntos un lento paseo de pieza en pieza sin fijarse en ninguna.

—La crisis estalló en enero de 1864 —empezó a relatar—, pero hacía tiempo que se fraguaba. El emperador de Abisinia, que se llamaba Teodoro…

—¡Teodoro! —repitió ella con incredulidad—. No suena muy abisinio, que se diga. Debería ser un nombre… qué sé yo… ¡africano! Disculpe. ¡Siga, por favor!

—Era de origen muy humilde. Su primer trabajo fue de escriba, pero ganaba tan poco que prefirió dedicarse al bandidaje. Se le dio tan bien que a los treinta y siete años fue coronado emperador de Abisinia, Rey de Reyes y Elegido de Dios.

—¡Veo que he subestimado el bandidaje! —Charlotte profirió una risa aguda—. No sólo en su aceptabilidad social, sino en su peso político.

La sonrisa de Balantyne se ensanchó.

—Por desgracia estaba bastante loco. Escribió una carta a la reina…

—¿Nuestra reina o la suya? —lo interrumpió ella.

—¡La nuestra! Victoria. Teodoro deseaba enviarle una delegación a modo de denuncia contra la opresión a que lo sometían los musulmanes, a él y otros buenos cristianos de Abisinia. Le pidió formar una alianza contra ellos.

—¿Y la reina no quiso? —preguntó Charlotte. Se habían detenido delante de una piedra bellísima con grabados jeroglíficos.

—Nunca lo sabremos —contestó él—, porque la carta llegó a Londres en 1863 pero fue extraviada por algún funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores. A menos que no se les ocurriera qué contestar. En suma, que Teodoro se enfadó mucho y metió en prisión al cónsul británico en Abisinia, el capitán Charles Cameron. Lo torturaron en el potro y lo azotaron con un látigo hecho de piel de hipopótamo.

Charlotte lo miró sin saber si hablaba del todo en serio. Vio en sus ojos que sí.

—¿Y entonces qué pasó? ¿Enviaron al ejército en su rescate?

—No. El Ministerio de Asuntos Exteriores se apresuró a encontrar la carta, redactó una respuesta en que solicitaba la liberación de Cameron y la entregó a un asiriólogo turco que se llamaba Rassan, pidiéndole que la llevara a su destino. La carta llevaba fecha de mayo de 1864, pero sólo llegó a las manos del emperador de Abisinia en enero del segundo año contando desde entonces. Teodoro recibió calurosamente a Rassan… y lo encerró con Cameron.

—¿Y entonces enviamos al ejército?

—No. Teodoro volvió a escribir a la reina y en esta ocasión le pidió obreros, maquinaria y un fabricante de municiones. —La sorna hacía temblar las comisuras de los labios del general.

—¿Y enviamos al ejército? —concluyó Charlotte.

Él la miró de reojo.

—Tampoco. Enviamos a un ingeniero de caminos con seis peones.

Ella levantó un poco la voz sin poder evitarlo.

—¡No me lo creo!

Él asintió con la cabeza.

—Llegaron hasta Massawa, esperaron medio año y los llamaron otra vez a Inglaterra. —La expresión del general recuperó su seriedad—. Pero en julio de 1867 el secretario de Estado para India telegrafió al gobernador de Bombay preguntando cuánto se tardaría en organizar una expedición, y en agosto el gabinete optó por la guerra. En septiembre enviaron un ultimátum a Teodoro. Entonces zarpamos. Yo vine de India y me uní a las tropas del general Napier: caballería bengalí, zapadores y mineros de Madrás, infantería nativa de Bombay y un regimiento de caballería de Sind. Se sumó a nosotros un regimiento británico, el treinta y tres de infantería, aunque en realidad estaba compuesto en su mitad por irlandeses. También llevábamos casi cien alemanes, y cuando desembarcamos cerca de Zula había turcos, árabes y africanos de todas las procedencias. Recuerdo que informó de ello un corresponsal joven que se llamaba Henry Stanley y estaba fascinado por África.

Dejó de hablar y se quedó mirando la pieza que tenían delante, un relieve de alabastro que representaba un gato. Era una obra exquisita, pero el rostro de Balantyne no reflejaba la menor admiración, sólo vergüenza y dolor.

—¿Luchó usted en Abisinia? —preguntó Charlotte.

—Sí.

—¿Fue una guerra cruenta?

Él expresó su negativa con un gesto casi imperceptible, un mero temblor.

—Ni más ni menos que las demás. Siempre hay miedo, mutilaciones y muerte. Te preocupas por los tuyos y los ves reducidos a la mínima expresión de una persona, y elevados a lo máximo: terror y valentía, egoísmo en unos y nobleza en otros, hambre, sed, dolor… un dolor espantoso. —Evitaba mirarla, como si no pudiera decirle a los ojos lo que sentía—. Es algo que borra todas las pretensiones, tuyas y de los demás.

Charlotte no sabía si interrumpirlo. Aumentó un poco la presión sobre su brazo.

Él permaneció en silencio.

Ella aguardó. Pasaba gente, y algunos se volvían a mirarlos. Se preguntó vagamente qué pensarían, y no le importó.

El general aspiró profundamente y exhaló en silencio.

—No quería hablar de batallas. Perdone.

—¿Qué deseaba decirme? —preguntó ella con dulzura.

—Pues… quizá… —Él volvió a titubear.

—Después, si quiere, lo olvido —prometió ella.

El general contrajo los labios en una dura sonrisa. Seguía concentrado en su interior, no en Charlotte.

—En aquella campaña hubo una acción en que caímos en una emboscada. Se saldó con treinta heridos, entre ellos el oficial al mando. Fue una especie de fiasco. Yo recibí una bala en el brazo, pero sin gravedad.

Charlotte aguardó a que siguiera, sin darle prisas.

—Recibí una carta. —Balantyne lo dijo con dificultad y el rostro tenso, como si tuviera que arrancarse las palabras a la fuerza—. Su autor me acusa de ser la causa de aquella derrota… De… de cobardía con el enemigo, de ser responsable de las heridas de mis compañeros. Sostiene… que me entró pánico y fui rescatado por un soldado raso, pero que se encubrió el hecho para salvar el honor del regimiento y su moral. Es mentira, pero no puedo demostrarlo. —No dijo que la difusión de la calumnia lo hundiría. Daba por supuesto que Charlotte lo sabía.

Así era, y como ella cualquiera, sobre todo en un momento en que el caso Tranby Croft aparecía en todos los periódicos y las conversaciones. Hasta la gente menos acostumbrada a ocuparse de aquel sector de la sociedad hablaba de él y acechaba el decurso de los acontecimientos, impaciente por asistir a una catástrofe.

Debía contestar con inteligencia. Bien estaba la compasión, pero no tenía utilidad práctica, y el general necesitaba ayuda.

—¿Qué le pedían? —dijo en voz baja.

—Una caja de rapé, como simple prenda de buena voluntad.

Charlotte se llevó una sorpresa.

—¿Una caja de rapé? ¿Tiene valor?

Él profirió una risa seca y brutal, burlándose de sí mismo.

—No… Unas guineas. Es de similor, pero bonita. Muy original. La reconocería cualquiera como mía. Es una prueba de que estoy dispuesto a pagar. Para algunos sería una confesión de culpa. —Crispó los dedos, y Charlotte sintió en los suyos la dureza de los músculos de su brazo—. En realidad sólo es una señal de mi pánico… que es justamente de lo que me acusan. —La amargura de su voz lindaba con la desesperación—. Pero nunca he dado la espalda al enemigo físico. Sólo al mental. ¡Qué extraño! Nunca había sospechado que me faltara valor moral.

—No es cierto —dijo ella sin la menor vacilación—. Se trata de una estrategia de aplazamiento… hasta que conozcamos la fuerza del enemigo y algo más de su naturaleza. El chantaje es un acto de cobardía, quizá el mayor. —Era tal su indignación, tan violenta, que ni siquiera se había dado cuenta del uso que había hecho de la primera persona del plural.

Él movió la otra mano y suave, fugazmente, tocó los dedos de Charlotte que estaban en contacto con su brazo. Después dio media vuelta y echó a caminar hacia la siguiente vitrina, donde había varias piezas antiguas de cristal.

Charlotte lo siguió con presteza.

—Me niego a involucrarla —dijo él—. Sólo se lo he dicho porque… porque necesitaba contárselo a alguien y sabía que en usted podía confiar.

—¡Claro que puede! —dijo ella en un arrebato—. Pero no pienso mantenerme al margen y ver que lo torturan por algo que no ha hecho. Y no lo digo porque en caso contrario me desentendiera. Todos cometemos errores, o tenemos momentos de debilidad, miedo o estupidez. Ya es castigo suficiente el hecho en sí. —Se colocó al lado del general, pero esta vez no unió su brazo al de él. Balantyne no la miraba—. ¡Plantaremos cara!

Se volvió hacia ella.

—¿Cómo? Ignoro por completo quién la ha escrito.

—Pues habrá que averiguarlo —replicó ella—, o ponerse en contacto con alguien que estuviera en la batalla y pueda desmentir lo que dice el chantajista. Es necesario confeccionar una lista de todas las personas que tengan conocimiento del episodio.

—Todo el ejército —dijo él con una vaga sonrisa.

Charlotte estaba decidida.

—¡Ánimo, general! ¡Fue una escaramuza en Abisinia, no Waterloo! Además ocurrió hace veintitrés años. Ni siquiera estarán todos vivos.

—Veinticinco —la corrigió él con una dulzura repentina en la mirada—. ¿Qué le parece si empezamos durante el almuerzo? No estamos en el lugar más indicado para redactar nada.

—Por supuesto —aceptó ella—. Gracias. —Volvió a cogerle el brazo—. Será un comienzo excelente.

Comieron juntos en un pequeño y acogedor restaurante. Si Charlotte hubiera estado menos preocupada habría disfrutado de aquella comida exquisita en cuya elaboración no había tomado parte, pero el problema era demasiado grave y absorbía por completo su atención.

Balantyne se esforzó por rememorar los nombres de todas las personas de cuya participación en los hechos de Abisinia tuviera constancia. Logró acordarse de todos los oficiales, pero en cuestión de soldados rasos no pudo pasar de la mitad.

—Seguro que figuran en los archivos militares —dijo con cierto desánimo—, aunque dudo que nos sirva de ayuda. ¡Ha pasado tanto tiempo!

—Como mínimo se acuerda una persona —señaló Charlotte—. El que envió la carta tiene alguna relación con la batalla. Los encontraremos. —Releyó la hoja del cuadernillo de notas que había comprado el general antes de ir al restaurante. Había quince nombres—. ¡Imagino que en el ejército conocerán sus domicilios!

Las facciones del general se llenaron de pesar.

—Después de tanto tiempo es posible que se hayan mudado a otra región, o quizá a otro país. También, como ha observado usted, podrían estar muertos.

Charlotte percibió su sufrimiento y comprendió su miedo. Ella lo había sentido en varias ocasiones: no el terror agudo y próximo a la náusea asociado con el dolor o la destrucción físicos, sino el miedo frío e insidioso a perder algo, a sufrir de mente o corazón; miedo a la soledad, la vergüenza, la culpa y el desierto de la falta de amor. Ella, que no estaba amenazada, debía tener fuerzas para los dos.

—Lo que está claro es que la persona que buscamos sigue viva, e imagino que residirá en Londres —dijo—. ¿Adónde envió la caja de rapé?

El general abrió mucho los ojos.

—Pasó a buscarla un mensajero, un chico en bicicleta. Hablé con él pero desconocía su destino. Sólo sabía que había recibido dinero de un hombre con quien se reuniría en el parque al atardecer. La única descripción que supo darme fue que llevaba una chaqueta y una gorra de tela, ambas a cuadros. Lo más probable es que sea un disfraz, porque no se me ocurre ningún otro motivo para vestirse así. Ignoro si se trata del chantajista. Es posible que actuase por delegación. —Respiró hondo—. Pero tiene usted razón: está aquí en Londres. Hay algo que no le he dicho… El hombre que apareció muerto delante de mi puerta tenía la caja de rapé en el bolsillo.

—Ah… —Charlotte sintió un escalofrío al darse cuenta de cómo lo interpretaría cualquier miembro de la policía, incluido Pitt—. Comprendo. —Ahora se explicaba mejor el miedo de Balantyne.

Éste la observaba, dispuesto a hacer frente a su cólera, sus críticas o su cambio de postura.

—¿Sabe quién es? —preguntó ella mirándolo a los ojos.

—No. Fui al depósito de cadáveres por indicación de Pitt con la esperanza de reconocerlo, pero no me resultó familiar.

—¿Es posible que fuera soldado?

—Sin duda.

—¿Y que se tratara del chantajista?

—No lo sé. En cierto modo lo deseo, porque significaría que está muerto. —Crispó los dedos que tenía apoyados en el mantel, y tuvo que hacer un esfuerzo consciente para no cerrar los puños. Charlotte lo advirtió en que su mano se tensaba y destensaba—. Pero yo no lo maté… y ¿quién pudo haberlo hecho… en el umbral de mi casa? ¿Quién sino el verdadero chantajista, para llamar sobre mí la atención de la policía? —Se había puesto a temblar muy ligeramente—. Cada vez que pasa el cartero estoy pendiente de que llegue otra carta diciéndome qué quiere. Como no se lo daré divulgará la historia, y quién sabe si no se la contará a la policía.

—En ese caso debemos encontrar a alguien que estuviera presente y pueda desmentirla —dijo ella con más rabia y esperanza que convicción—. Seguro que usted tiene amigos o conocidos que puedan ayudarlo a encontrar a estas personas. —Señaló la lista—. ¡Empecemos cuanto antes!

Él no dijo nada, pero la angustia de su expresión y el cansancio de su postura traslucían su nula confianza en el éxito. Sólo lo intentaba porque la rendición no entraba en su manera de ser, aunque estuviera convencido de la derrota.

Tellman estaba seguro de que Albert Cole tenía algo que ver con el general Balantyne, y decidió a averiguar el qué. Una vez que hubo agotado las fuentes inmediatas de conocimiento sobre el general volvió a la carrera militar de Cole. Era la posibilidad más evidente.

Al consultar el historial de su regimiento, el 33.º de infantería, vio que había participado en la campaña abisinia de 1867-1868. Era el punto de contacto con los años de Balantyne en India, enviado a África en una breve misión. ¡Exacto! De repente todo cuadraba. Habían servido juntos. El motivo de la presencia y ulterior asesinato de Cole en Bedford Square era un episodio de aquella campaña.

Sintió que se le aceleraba el pulso por el entusiasmo. Debía ir a Keppel Street para informar a Pitt de aquella noticia tan importante.

Tomó el ómnibus, bajó en Tottenham Court Road y caminó unos cien metros hasta la casa de los Pitt.

Llamó al timbre y retrocedió un paso. Le abriría Gracie, por supuesto. Se pasó los dedos por la parte interior del cuello de manera inconsciente, como si le apretara, y después por el cabello, que peinó hacia atrás sin necesidad. Tenía la boca un poco seca.

Se abrió la puerta. Gracie parecía sorprendida. Lo miró a los ojos, alisándose el delantal a la altura de las caderas.

—Vengo a informar al señor Pitt —dijo Tellman de manera un poco brusca.

—Pues entonces será mejor que pase, ¿no? —dijo ella sin darle tiempo a explicarse de manera más cortés.

Se apartó para dejar que entrara. Él aceptó y recorrió el pasillo hasta la cocina oyendo el repiqueteo de sus botas en el suelo de linóleo. Los pies de Gracie, que iba tras él, hacían un ruido más suave, femenino, a pesar de que su dueña era menuda como una niña.

Tellman entró en la cocina pensando encontrar a Pitt sentado a la mesa, y al no verlo reparó en su error: claro, estaría en el salón. Como no era una visita social hablarían en la cocina, no en la parte delantera de la casa.

Se detuvo en el centro de la estancia, rígido y receptivo a la calidez del ambiente, los olores a pastel, ropa limpia y vapor del agua puesta a hervir, así como a las minúsculas partículas de carbón. El primer sol de la tarde entraba por la ventana e iluminaba las piezas de porcelana a franjas azules y blancas del aparador. Junto al fuego dormitaban dos gatos, uno rojizo y blanco y el otro negro como el carbón de los fogones.

—¡No se quede ahí parado como una farola! —le espetó Gracie—. Siéntese. —Señaló una de las sillas de madera—. ¿Quiere una taza de té?

—Vengo a comunicar información muy importante al señor Pitt —dijo él fríamente—, no a beber té con usted en la cocina. Vaya a decirle que he llegado. —No se sentó.

—No está en casa —dijo ella, colocando el recipiente del agua en el centro de la placa—. Si es tan importante lo mejor es que me deje a mí el mensaje. Me ocuparé de que lo reciba en cuanto llegue.

Tellman vaciló. Era importante, sí. El agua hervía tentadoramente. Llevaba mucho tiempo sin sentarse, y más sin comer ni beber. Le dolían los pies.

El gato negro se desperezó, bostezó y volvió a dormirse.

—He hecho un bizcocho. ¿Le apetece? —dijo Gracie, desplazándose por la cocina con celeridad. Bajó la tetera e intentó alcanzar la caja del té, que se había quedado al fondo del estante, pero no le sirvió de nada ponerse de puntillas ni saltar. Sí que era bajita.

Tellman se acercó, bajó la caja y se la entregó.

—¡Puedo hacerlo sola! —dijo ella secamente, arrebatándosela—. ¿Qué se cree que hago cuando no está usted?

—Beber agua.

La mirada de Gracie fue como una hoja de afeitar, pero llevó la caja hasta el fogón.

—Pues aproveche para bajar algunos platos —le indicó—. No sé si quiere pastel, pero yo sí comeré.

El inspector obedeció. Quizá fuera mejor dejarle a ella el mensaje. De esa manera tardaría lo mínimo en llegar hasta Pitt.

Se sentaron cara a cara, tiesos y muy formales, dando sorbos a un té demasiado caliente y comiendo un bizcocho delicioso.

Tellman expuso los datos sobre Albert Cole, el treinta y tres de infantería, la expedición a Abisinia y la llegada de Balantyne procedente de India.

Ella escuchó con gran seriedad, como si la contrariasen las noticias.

—Se lo diré —prometió—. ¿Y usted cree que el asesino es el general Balantyne?

—Es posible. —No quiso comprometerse. Si lo afirmaba y acababa demostrándose que estaba equivocado, Gracie le perdería el respeto.

—¿Y ahora qué piensa hacer? —preguntó ella con gravedad, mirándolo fijamente.

—Averiguar todo lo posible acerca de Cole —contestó él—. Debía de tener alguna razón para buscar a Balantyne después de tanto tiempo. Casi ha pasado un cuarto de siglo.

Gracie se inclinó hacia él.

—Seguro que es algo muy importante, y si lo averigua tendrá que decírselo al señor Pitt… esté donde esté y haga lo que haga. Yo le aconsejo que venga aquí y nos deje el mensaje a la señora Pitt o a mí. Con la gente de postín, como los generales, puede ponerse la cosa muy fea. No decida nada usted sólito. —Lo miró con profunda inquietud—. De hecho… lo mejor es que informe a la señora Pitt antes que a nadie; puede que le ayude, porque también es de buena familia. Así impedirá que se equivoquen usted y el señor Pitt, que no son de la misma clase. —Se leía en sus ojos el anhelo de que Tellman la entendiese.

Era una simple criada, hacía poco tiempo que sabía leer y escribir, y procedía de… cualquier barrio pobre, a saber cuál, pensó el inspector, sin duda parecido al suyo. Podía ser Wandsworth, Billingsgate o un centenar de colmenas humanas, antros de pobreza y opresión. No obstante era mujer, por lo que carecía hasta de la más rudimentaria educación. Tellman, en cambio, había mejorado mucho de posición.

La propuesta, con todo, tenía su lógica.

Gracie le sirvió otra taza y le cortó otro trozo de pastel.

Él aceptó gustoso ambas cosas, sorprendido por sus dotes de cocinera. Le parecía demasiado menuda y escuchimizada para saber algo de comida.

—Venga a contármelo —repitió ella— y me aseguraré de que la señora Pitt le evite líos al señor, porque hay gente influyente que si se equivoca podrían perjudicarlo.

Tellman cada vez se encontraba más a gusto en la cocina. Él y Gracie estaban en desacuerdo sobre toda clase de temas. A ella le quedaba mucho que aprender, sobre todo en temas sociales, de equidad y justicia para el pueblo, pero era bienintencionada y nadie podía acusarla de no luchar por sus creencias.

—No parece mala idea —reconoció. Prefería, dentro de lo posible, que Pitt no se metiera en berenjenales políticos. No lo prefería necesariamente (o no del todo) por lealtad a su superior, por quien seguía albergando sentimientos encontrados, pero había una cuestión de justicia: si el general Balantyne se creía por encima de la ley haría falta mucha destreza y buena labor detectivesca para atraparlo y demostrar su culpabilidad.

—Así me gusta —dijo Gracie con satisfacción, cogiendo un trozo de pastel—. Lo dicho: venga y díganos a mí o a la señora lo que sepa. Así ella se lo dirá al señor y al mismo tiempo lo ayudará a no ser imprudente, con el riesgo de que nunca se sepa la verdad. Piense que una cosa es la puerta principal y otra la de servicio —miró al inspector con atención para cerciorarse de que lo hubiera entendido.

—¡Ya lo sé! —dijo él—. Pero no debería ser así. Los ricos no son mejores soldados que los pobres. ¡Más bien lo contrario!

Ella lo miró inquisitivamente.

—¿Ahora con qué me viene?

—El general Balantyne sólo es general porque su padre le compró el rango —explicó con paciencia. Quizá esperara demasiado de ella—. Seguro que aparte de dar órdenes nunca ha pisado el campo de batalla.

Gracie se movió en la silla, como si le costara demasiado no perder los estribos para estarse quieta.

—Pues si tiene tanto dinero más vale que nos andemos con pies de plomo —dijo, enfadada y sin mirar a Tellman. Después levantó una mirada que echaba chispas—. ¿Seguro que se puede llegar a general por dinero? Y siendo tan rico, ¿qué sentido tiene meterse en el ejército? Es una tontería.

—Usted no lo entendería —dijo él con engreimiento—. Son diferentes de nosotros.

—Cuando les pegan un tiro no —replicó ella al instante—. La sangre es sangre, sea de quien sea.

—Eso lo sabemos usted y yo, pero ellos se creen que la suya no sólo es diferente sino mejor.

Gracie suspiró con toda la paciencia del mundo, como cuando Daniel le llevaba la contraría por principio y desobedecía sólo para ver hasta dónde podía llegar.

—De eso, señor Tellman, usted sabrá mucho más que yo. ¡Qué suerte tiene el señor Pitt de contar con alguien que le ahorre tantas equivocaciones!

—Se hace lo que se puede —dijo él, aceptando el tercer trozo de pastel y permitiendo que volviera a llenarle la taza—. Gracias, Gracie.

Ella gruñó.

Media hora más tarde, sin embargo, cuando el inspector se marchó sin haber visto a Pitt ni a Charlotte, lo asaltó una gran inquietud por lo que acababa de prometer. El día había sido largo y fatigoso. Hacía calor, le dolían los pies y había caminado varios kilómetros sin comer nada aparte de un bocadillo de queso y pepinillos y el bizcocho de Gracie. Ella había conseguido que estuviera a gusto, y él, sin darse cuenta, le había dado su palabra de que le transmitiría cualquier novedad sobre el caso Albert Cole antes que a Pitt. ¡Debía de haber perdido el juicio! Nunca había cometido tamaña estupidez, ni tan opuesta a todo lo que le habían enseñado.

Esto último, de todos modos, no solía disuadirlo de nada. No era de los que obedecían órdenes contra su parecer.

Estaba demasiado cansado para tener la ideas claras. Lo abrumaba únicamente la sensación de estar desorientado, de haber obedecido al impulso más que a su manera de ser, sus costumbres y el proceder habitual.

Sin embargo había dado su palabra… ¡y ni más ni menos que a Gracie Phipps!