5
Charlotte sabía que Gracie tenía algo que explicar a Pitt, por su conversación con Tellman de la tarde anterior, pero estaba teniendo una mañana llena de tropiezos y no pudo quedarse en la cocina el tiempo suficiente para escuchar. El día anterior había sido tibio y soleado, pero ahora soplaba un viento frío y amenazaba con llover. Las ropas que había preparado para Jemima, la cual estaba a punto de marcharse al colegio, no estaban bastante calientes. Jemima estaba muy seria y no formuló sus quejas habituales sobre el pichi, señal de que tenía alguna preocupación. Esto último era lo más urgente.
Averiguar la naturaleza exacta de la dificultad requirió un interrogatorio paciente y minucioso, y la respuesta, articulada con seriedad, recordó a Charlotte que a los nueve años las cuestiones sociales ya han adquirido una importancia enorme. La solución acertada al problema de cómo aceptar favores de la cabecilla reconocida de las veintitantas alumnas de la clase era un tema de gran trascendencia. Había que estar a la altura de las deudas contraídas. Las negativas debían explicarse sin ofender, a riesgo de verse expulsada del círculo mágico de las favorecidas.
Dispensó al problema el trato serio que merecía. Ella no había ido al colegio. Como tenía dos hermanas había sido educada en casa por una institutriz, pero los principios eran los mismos que en la sociedad adulta, y la estructura jerárquica, en ocasiones, igual de duradera. La exclusión, en todo caso, dolía igual.
El resultado fue que Daniel, dos años menor que Jemima, percibió que ocurría algo importante y que él quedaba fuera.
Optó por dar golpes, armar jaleo, tirar cosas al suelo y hacer comentarios en voz alta, como si hablara consigo mismo. Su objetivo, sin embargo, era llamar la atención de su madre.
Por eso, una vez estuvo solucionado lo de Jemima, Charlotte decidió acompañar a Daniel al colegio en lugar de que lo hiciera Gracie. A su regreso, después de haber terminado con la colada, decidido cuánta vida les quedaba exactamente a los calcetines y a qué camisas había que girar los cuellos y puños (trabajo que odiaba), era media mañana. Fue entonces cuando se sentó en la cocina para tomar una taza de té, y Gracie le explicó lo que le había contado Tellman acerca de la personalidad extraña y contradictoria de Albert Cole.
—Te felicito —dijo Charlotte con sinceridad.
—Le di de cenar. Nada especial, sólo cordero frío y col con patata. ¿Le parece bien? —contestó Gracie, roja de satisfacción.
—Perfecto —le aseguró Charlotte—. Por esa información puedes darle la mejor comida que haya en casa. Hasta se la compraría.
Pensó para sí que la comida era secundaria. Lo que atraía al inspector era estar con Gracie. Charlotte había notado que se ponía un poco rojo, y que todos sus esfuerzos no conseguían evitar cierto endulzamiento en la mirada. Nada, sin embargo, había sido tan conmovedor como la incomodidad y la compasión de Tellman cuando Gracie había tenido que digerir la destrucción de sus sueños en Ashworth Hall.
Prefirió no decirlo para no avergonzar a Gracie y no alentar la sospecha de que sus vivencias más personales ocasionaran reflexiones y planes ajenos.
—No hace falta —dijo la muchacha—. Se daría demasiados aires. Ahora, que algo hay que darle.
—Desde luego. Lo dejo a tu criterio.
Charlotte no dejaba de pensar en las palabras de Tellman sobre Cole. Creía a Balantyne en todos los aspectos (la falsedad del acto de cobardía en Abisinia y, cómo no, el asesinato de Cole), pero cuanto más sabía más difícil le parecía demostrarlo. De momento no había dicho nada a Pitt sobre el chantaje, pero su conciencia le impedía callar mucho más tiempo. Por otro lado, y en vista de la situación similar de Cornwallis, seguro que él ya tenía en cuenta la posibilidad.
Sintió la necesidad de comentárselo a alguien de absoluta confianza, alguien que además de discreto fuera buen conocedor de la clase de personas a la que pertenecían Cornwallis y Balantyne, así como del mundo en que se movían. La tía abuela Vespasia cumplía ambos requisitos a la perfección. Rondaba los ochenta y cinco años, su posición social era incuestionable y había sido la mujer más hermosa de Londres, quizá de toda Inglaterra. Solía acertar en sus juicios personales, y Charlotte no conocía a nadie que los expresara con una lengua tan afilada, compensada por el don de no herir a nadie. También tenía la valentía de seguir los dictados de su conciencia y luchar por las causas en que creía sin parar mientes en los gustos ajenos. Charlotte le profesaba mayor afecto que a nadie.
—Voy a visitar a lady Vespasia Cumming-Gould —anunció a Gracie cuando se levantó de la mesa—. Creo que necesitamos su opinión sobre el caso.
—Dudo que sepa mucho de alguien como Albert Cole —dijo Gracie, sorprendida—. No pasó de soldado raso, y por lo que dice el señor Tellman era ladrón. Parece que discutió con su cómplice por lo que se habían llevado, y que salió perdiendo. Dice el señor Pitt que parecía que se hubiera peleado a puñetazos.
La idea tuvo sobre Charlotte un efecto bastante tranquilizador. Parecía lógico. Persistía sin embargo, como dato inquietante, el hallazgo de la caja de rapé.
—Puede que robaran algo más —continuó Gracie como si le adivinara los pensamientos. Estaba al lado del fregadero con el trapo en la mano—. Quizá el otro se olvidara la caja por las prisas, pero se llevara el resto. Quizá huyera al ver al farolero.
—Es posible —asintió Charlotte. No podía decirle a Gracie ni a nadie que Balantyne había entregado la caja. ¿Quién era Cole, el autor de las cartas o un simple mensajero? También era posible que se la hubiera robado al chantajista por pura e insólita casualidad—. De todos modos me parece que iré a ver a lady Vespasia —declaró—. Probablemente coma fuera.
Gracie la miró de manera penetrante, pero se limitó a darse por enterada.
Charlotte subió y dedicó varios minutos a escoger el vestido adecuado. En ocasiones, cuando se había visto en la necesidad de dar una imagen más sofisticada o llamativa de lo que permitía su limitado vestuario, la tía Vespasia le había regalado vestidos, capas o sombreros que ella ya no utilizaba. En tales ocasiones la doncella de la anciana los adaptaba al cuerpo de Charlotte, más opulento, además de actualizarlos y aumentar su comodidad en detrimento de otros valores más en boga en la época en que se los había puesto Vespasia. Ésta siempre había sido muy aficionada a la ropa, y no estaba dispuesta a seguir la moda sino a precederla.
La única pega era que Vespasia era octogenaria y más delgada que gruesa. Tenía el pelo blanco y los gustos caros, como correspondía a su posición social. Charlotte era una treintañera de hermoso pelo castaño y piel dorada. Se imponían algunos arreglos.
Escogió un modelo de muselina azul claro con mangas espectaculares y un pequeño polisón verde unido a una chaquetilla, el cual compensaba la delicadeza del vestido solo, sofisticado en Vespasia pero un poco insípido en Charlotte. En cuanto a sombrero, tenía uno de color claro que conjuntaba con el vestido. Salió a las doce menos cuarto, bastante satisfecha con el resultado. La única manera de desplazarse yendo vestida de aquella manera era llamar a un coche (a menos que se tuviera uno de propiedad, por supuesto).
Llegó a casa de Vespasia poco después de mediodía. Le abrió la doncella, que a aquellas alturas la reconocía perfectamente.
Vespasia estaba sentada a pleno sol en su habitación favorita, que se abría al jardín. Llevaba su vestido preferido, de encaje color marfil enriquecido por el suave brillo de varias ristras de perlas. Su perrita blanca y negra, estirada hasta entonces a sus pies, se levantó y recibió a Charlotte con entusiasmo. Vespasia permaneció sentada, pero se le iluminó la cara de alegría.
—¡Qué sorpresa, querida! Ya tenía ganas de que vinieras. Llevo una temporada de aburrimiento supino. Está visto que no hay nadie con un mínimo olfato para lo imprevisible. Dicen y hacen todos exactamente lo que espero de ellos. —Expresó su desagrado con un gesto elegante del hombro—. Hasta adivino lo que se pondrán. Todo muy a la moda, pero sin el menor interés. Es espantoso. Empiezo a tener miedo de estar vieja. Tengo la impresión de saberlo todo… ¡y no me gusta! —Arqueó las cejas—. ¿Qué sentido tiene estar vivo si nunca te cogen completamente por sorpresa, si no te dispersan las ideas como el viento las hojas, obligándote a recogerlas y volver a juntarlas hasta descubrir una imagen nueva y diferente? Si no puedes sentir pasión ni sorpresa es que estás muerto. —Miró a Charlotte con censura y afecto—. Lo que llevas tú sí que no lo había previsto. ¿Puede saberse de dónde sacas este vestido?
—Es de los tuyos, tía Vespasia.
Charlotte se inclinó para besarla en la mejilla. Vespasia arqueó todavía más las cejas.
—¡Válgame Dios! Haz el favor de no contárselo a nadie, porque me moriría de vergüenza.
Charlotte no sabía si ofenderse o reír. Tenía ganas de ambas cosas.
—¿Tan horrible es?
Vespasia le hizo señas de retroceder un poco y dedicó al vestido un examen largo y severo.
—Es que no me sienta bien el azul claro —le explicó Charlotte.
El desagrado de su tía parecía centrarse en la adición del color verde.
—Combinado con un crema sí —respondió Vespasia—. El verde que llevas es demasiado fuerte. ¡Parece que te hayas caído al mar y hayas salido cubierta de algas!
—¡Ah! ¿Y parezco una ahogada, como la dama de Shalott[1]? —preguntó Charlotte.
—Menos serena —dijo Vespasia con mordacidad—, y no me obligues a seguir. Ahora deja que te lo quite y te encuentre algo mejor.
Se levantó y, apoyada en su bastón con mango de plata, condujo a su sobrina al vestidor, que estaba en el piso de arriba. Charlotte la siguió sin rechistar.
Mientras revisaba su colección de chales y accesorios, la anciana dejó escapar un comentario inocente.
—Imagino que estarás preocupada por el lamentable incidente de Bedford Square. Recuerdo que tenías amistad con Brandon Balantyne.
Inevitablemente, Charlotte se puso muy roja. Ella no lo habría dicho así. Contempló la espalda elegante de Vespasia, que palpaba una pieza de seda de color crema plateado meditando cómo quedaría. Cualquier protesta contra las palabras empleadas equivaldría a quedar en evidencia. Respiró hondo.
—Me disgusta, sí. Fui a verlo, pero no se lo digas a Thomas, por favor. Él no lo sabe. Es que… lo hice por impulso, sin pensar. Sólo quería… manifestarle mi amistad… —se quedó sin palabras.
Vespasia dio media vuelta con la prenda de seda en las manos, que era suave como una gasa y tenía un poco de brillo.
—Esto le dará vida —dijo con decisión—. Lo de aquí es un mantón. Esto se pasa por el polisón y luego por delante. Quedará más vistoso. Fuiste a verlo porque le tienes afecto y querías que supiera que este incidente no cambia vuestra relación. Es normal. —Su expresión adquirió más seriedad y un matiz de dulzura—. ¿Cómo estaba? —Miró a Charlotte muy atentamente, y al detectar sus emociones se entristeció ella misma—. Mal.
—Lo están chantajeando —contestó Charlotte, sorprendida de que la afectara tanto el simple hecho de decirlo, como si para ella también fuera una novedad—. Por algo que no hizo, pero no puede demostrarlo.
Vespasia permaneció callada cierto tiempo, pero su rostro delataba un silencio reflexivo, no de indiferencia o falta de comprensión.
Charlotte tuvo la súbita y escalofriante sensación de que su tía sabía o adivinaba algo que a ella se le pasaba por alto. Aguardó con un nudo en la garganta.
—¿Por dinero? —dijo la anciana, casi como si no esperara una respuesta afirmativa.
—Por nada. De momento, sólo… sólo para demostrar que el chantajista tiene poder.
—Ya. —Vespasia pasó el pañuelo de seda por encima de los hombros de su sobrina nieta y lo anudó con pericia. Después hizo varios retoques, pero el movimiento de sus dedos era maquinal—. Ya está —dijo al acabar—. ¿Así te gusta más?
Charlotte se miró en el espejo. Le quedaba mucho mejor, pero era un hecho sin importancia.
—Sí, gracias. —Se volvió—. Tía Vespasia…
Su tía, sin embargo, ya caminaba hacia la escalera, por la que descendió cogida a la baranda (cosa que no habría hecho uno o dos años atrás). Charlotte tomó conciencia de su fragilidad, y le dolió un poco darse cuenta de lo mucho que la quería. Quiso decírselo, pero tuvo miedo de incurrir en exceso de confianza. A fin de cuentas no eran parientes de verdad, ni era el momento adecuado.
Cuando llegó al pie de la escalera, la anciana se dirigió al salón de mañana, que ahora estaba completamente soleado.
—Tengo un amigo —dijo, pensativa—: el juez Dunraithe White.
Charlotte la alcanzó y entraron juntas en la luminosa estancia. El jarrón verde del centro de la mesa estaba lleno de rosas blancas, las primeras del año. El sol se filtraba por las hojas y hacía dibujos en la alfombra.
—Dice Thelonius que últimamente ha tomado decisiones bastante… peculiares, que no cuadran con su comportamiento habitual. Ha emitido dictámenes que en el mejor de los casos merecen el adjetivo de excéntricos.
Thelonius Quade también era juez, además de sempiterno admirador de Vespasia. Veinte años atrás había estado muy enamorado, hasta el punto de querer casarse con ella, pero Vespasia había juzgado excesiva la diferencia de edad. El juez seguía enamorado, pero su relación se había enriquecido con una sólida amistad.
La anciana tomó asiento en su sillón favorito, cerca de la ventana, y soltó el bastón. La perrita blanca y negra sacudió la cola de alegría. Su dueña miró a Charlotte de hito en hito.
—¿Tú qué crees? ¿Estará enfermo o…? —empezó Charlotte, hasta darse cuenta de su lentitud de reflejos—. ¡Sospechas que también lo chantajean!
—Creo que sufre una fuerte presión —precisó Vespasia—. Lo conozco desde hace muchos años y siempre ha sido escrupulosamente honrado. A lo único que da más importancia que a su deber de juez es a su amor por su esposa Marguerite. No tienen hijos, y es posible que se hayan consolado mutuamente hasta conseguir una intimidad mayor que en muchos otros casos.
Charlotte se sentó delante de ella y se colocó bien el vestido recién mejorado. Vacilaba en pasar a la siguiente pregunta, pero su preocupación por Balantyne le confería una audacia superior a la habitual.
—Las decisiones que dices ¿son a favor de alguien en concreto, de algún interés?
Por los ojos de Vespasia pasó la chispa de la comprensión, y una tristeza irónica.
—Todavía no. Según Thelonius son puramente erráticas y desacertadas, y eso que es un juez que solía meditarlo todo mucho y sopesar todos los factores. —Frunció el entrecejo—. Es como si las tomara pensando en otra cosa. Al saberlo me quedé muy preocupada. Pensé que podía ser una enfermedad, y es posible que lo sea. Hace dos o tres días lo vi y tenía muy mala cara, como de dormir poco, pero aparte de eso estaba como distraído. La idea del chantaje sólo se me ha ocurrido al oírte explicar lo de Brandon Balantyne. —Movió un poco las manos—. ¡Pueden insinuarse tantas cosas sin que el afectado esté en situación de desmentirlas! Basta pensar en la ridiculez de Tranby Croft para darse cuenta de lo fácil que es hundir a una persona con una palabra inoportuna, una simple acusación, independientemente de que pueda demostrarse.
—¿Gordon-Cumming acabará mal? —preguntó Charlotte—. Y otra cosa: ¿es inocente?
Sabía que Vespasia tendría cierta familiaridad con los principales afectados, y probablemente supiera mucho de sus vidas privadas.
La anciana movió un poco la cabeza.
—No sé si es inocente, pero podría serlo. Para empezar, ni siquiera tendría que haberse planteado. El caso se ha tratado fatal. Lo lógico, cuando pensaron que hacía trampas, era dar por terminado el juego sin pedirle que firmara ninguna promesa de no volver a jugar a cartas, porque era como reconocer su culpabilidad. El hecho de condenar a uno de los participantes era una incitación a que hablara alguien de ello, y desde entonces el escándalo era inevitable. Lo habría previsto cualquiera con dos dedos de frente. —Sacudió la cabeza con impaciencia.
—¡Pero tiene que haber algún remedio contra esta amenaza de chantaje! —protestó Charlotte—. Es una injusticia pavorosa. Podría ocurrirle a cualquiera.
Vespasia estaba muy tensa, y la inquietud le grababa arrugas donde no solía haberlas.
—Lo que me preocupa es lo que pueda pedir el chantajista. ¿Dices que a Balantyne todavía no le ha puesto ninguna condición?
—No… sólo una caja de rapé… que apareció en el cadáver del hombre asesinado delante de su puerta. —Notó que se le crispaban lo dedos—. Thomas, lógicamente, lo sabe todo del crimen, porque se lo han asignado, pero hay algo más…
—Algo peor —dijo Vespasia en voz baja. Más que una pregunta era una conclusión.
—Sí. También chantajean al subcomisionado de policía Cornwallis, y vuelve a ser por un hecho del pasado donde no puede demostrar su inocencia.
—¿Concretamente cuál?
—Atribuirse un acto de valor ajeno.
—¿Y el general Balantyne?
—Pánico delante del enemigo, y permitir que lo encubriera otra persona.
—Ya. —Vespasia parecía muy preocupada. Conocía de sobra una amarga verdad: que aquella clase de rumores podía volver prácticamente insoportable la vida de una persona, aunque se tratara de simples murmuraciones y la víctima pusiera el mayor empeño en desmentirlos. Sobraban ejemplos de acusaciones menos malévolas que en el mejor de los casos habían llevado a que la persona afectada abandonara por completo la vida pública y se instalara en lo más remoto de Escocia, o incluso abandonara Gran Bretaña y se expatriara sin objetivo. En el peor habían provocado suicidios.
—Tenemos que luchar —dijo Charlotte con vehemencia—. No podemos consentirlo.
—Tienes razón. Lo que no sé es si tenemos alguna posibilidad de victoria. Los chantajistas tienen todas las ventajas. —Volvió a usar el bastón para levantarse. La perrita la imitó, abandonando su posición estirada—. Emplean métodos que nosotras no podríamos ni querríamos usar —prosiguió—. Atacan desde la oscuridad. No hay nadie más cobarde. Primero comeremos y luego iremos a casa de los White.
Dunraithe y Marguerite White residían en Upper Brook Street, entre Park Lane y Grosvenor Street. Charlotte y Vespasia se apearon del carruaje bajo el sol intenso de mediodía. Vespasia dominaba el arte de visitar en días «de recibir» (uno o dos al mes), cuando las casas estaban abiertas a cualquier persona que tuviera suficiente relación con sus dueños. En realidad todas las «visitas matutinas» se celebraban por la tarde: de tres a cuatro las más formales y ceremoniosas, de cuatro a cinco las que no lo eran tanto y de cinco a seis las de los íntimos.
Había, sin embargo, una serie de ventajas asociadas a la buena cuna y el paso del tiempo. Cuando Vespasia decidía infringir las normas nadie se quejaba, salvo los que querían hacerlo pero no se atrevían, y aun éstos formulaban sus críticas muy de tapadillo (si llegaban a oídos importunos, además, las negaban).
Afortunadamente no se trataba de un día «de recibir», por lo que la señora White estaba sola. Una doncella un poco perpleja se llevó la tarjeta de Vespasia y volvió al cabo de un rato para anunciar que la señora las recibiría.
Charlotte estaba demasiado preocupada por los temas que motivaban su visita para fijarse en la casa y su mobiliario. Percibió vagamente cuadros con marcos macizos y dorados, bastante roble tallado y cortinas con flecos.
Marguerite White estaba de pie en el salón, al lado de una chaise longue cubierta de cojines de la que parecía acabar de levantarse. Era esbelta, blanca de piel y con el cabello oscuro y abundante. Tenía los ojos hundidos, los párpados carnosos y las cejas finas. Era una mujer hermosa, pero la principal impresión que se llevó Charlotte fue que no era robusta y que el menor esfuerzo la fatigaría. Llevaba un vestido oscuro de muselina que desde luego no se habría puesto en caso de prever alguna visita.
Otra sorpresa todavía mayor fue encontrar tras ella a su marido, poco más alto que ella, ligeramente grueso y ancho de hombros. A pesar de su físico robusto y la jovialidad de sus facciones, el señor White también parecía convaleciente. Su piel carecía de color, y tenía ojeras muy marcadas.
—¡Vespasia! ¡Cuánto me alegro!
Hacía un esfuerzo de cortesía y se le notaba en la voz el buen talante, pero no consiguió disimular del todo su sorpresa por la visita, acrecentada por la presencia de una desconocida como Charlotte.
Vespasia lo saludó efusivamente e hizo las presentaciones de rigor. No faltaron los clásicos comentarios sobre la salud y el tiempo, ni el ofrecimiento del té, a pesar de que a esa hora nadie esperara una respuesta afirmativa.
—No, gracias —dijo Vespasia con una sonrisa, mientras se sentaba en el ancho sofá y se alisaba la falda con un gesto conciso, señal de que pensaba quedarse.
Marguerite puso cara de perplejidad, pero no había ninguna manera de evitarlo como no fuera incurrir en la peor grosería. Por otro lado, su reacción al ver a Vespasia había sido indicio suficiente de que le tenía afecto y quizá un poco de temor.
Charlotte, que estaba nerviosa, tomó asiento preguntándose qué decir en aquella situación a la vez tan absurda e importante. Algo halagador pero inocuo, sin duda. Echó un vistazo por la ventana.
—Tiene usted un jardín exquisito, señora White.
Marguerite puso cara de alivio. Debía de tratarse de un tema que le procuraba muchas satisfacciones, porque se le relajaron los músculos del rostro y se le iluminaron los ojos.
—¿Le gusta? —preguntó con entusiasmo—. Yo preferiría que fuera más grande, pero hacemos lo posible por dar sensación de espacio.
—Es admirable cómo lo consigue. —Charlotte no tuvo que mentir—. Ya quisiera yo tener tanta maña. ¿O debería decir arte? Dudo que pueda aprenderse.
—¿Le apetece verlo de más cerca? —propuso Marguerite.
Vespasia no deseaba otra cosa. Tenía intención de insinuarlo a la primera oportunidad, y he aquí que su sobrina lo lograba en los primeros minutos de visita.
Charlotte se volvió hacia ella. Los buenos modales le exigían informarse de si podía aceptar.
Vespasia sonrió como si no tuviera importancia.
—Por supuesto, querida. Aprovecha que hace sol y puedes verlo en todo su esplendor. Seguro que la señora White no tendrá ningún reparo en que te acerques lo suficiente para admirar la delicadeza de los detalles.
—En absoluto —asintió Marguerite—. Es una de las virtudes que tenemos casi todos los jardineros: nos encanta presumir, pero en general no nos molesta compartir ideas. —Se volvió hacia su marido—. ¿Verdad que no te importa? Casi nunca viene nadie cuyo interés exceda la simple tolerancia de mi pasión. ¡Me tienen tan cansada los buenos modales vacíos!
—Adelante, querida —dijo él con dulzura.
En ese momento cambió su actitud hacia Charlotte. Por su expresión y su manera de relajar los hombros al caminar hacia la cristalera para abrírsela a las dos, quedó claro que Charlotte se había granjeado su amistad con un simple gesto.
Una vez ambas estuvieron fuera y sus elegantes siluetas se desplazaron por el césped contra el telón de fondo de los árboles (entre macetas de flores de colores claros expuestas al sol y el dramático contraste de las petunias blancas con las llamas oscuras de los cipreses), el señor White cerró las dos hojas y volvió con Vespasia.
—Te veo cansado, Dunraithe —dijo ella amablemente.
Él permaneció de pie, un poco ladeado.
—Ayer tardé en dormirme, pero es normal. Nos pasa a todos.
Vespasia no podía perder el valioso tiempo que le concedía el paseo de Marguerite por el jardín. Estaba segura de que Dunraithe no le diría nada en su presencia, porque siempre se había desvivido por protegerla de cualquier disgusto. El riesgo contrario era precipitarse y que él se sintiera víctima de una intromisión. En ese caso, además de no ayudarlo habría dañado una preciada amistad.
—Es verdad —asintió con un ligero encogimiento de hombros, como si se tuviera en menos. De repente se le ocurrió una idea. No había tiempo para evaluar sus méritos. El jardín era pequeño, y Charlotte sólo podría retener a Marguerite un tiempo limitado—. Yo últimamente también duermo menos.
—¡Vaya! Pues lo lamento —dijo él con una sonrisa ausente. No se le ocurrió preguntar por el motivo. Iba a hacer falta una franqueza mucho mayor que la deseada.
—Es por culpa de unas aprensiones —dijo Vespasia.
Esta vez a White ya no le sería tan fácil contestar sin comprometerse.
—¿Aprensiones? —Por fin estaba interesado de verdad—. ¿Tienes miedo de algo, Vespasia?
—Sí, pero no por mí —contestó ella mirándolo a los ojos—, sino por mis amigos, aunque supongo que en el fondo viene a ser lo mismo. Nuestras penas y alegrías dependen de los seres queridos.
—Claro. —White lo dijo con una intensidad inesperada—. Son la base de nuestra existencia. Si no pudiéramos querer sólo viviríamos a medias… o menos; y lo que poseyéramos no tendría ningún valor, ni nos daría ninguna alegría.
—Tampoco penas —añadió ella.
A White se le enturbió la mirada, y en su rostro apareció una embarazosa ternura. De pronto tenía las emociones al desnudo. Vespasia siempre habría sabido que quería a Marguerite, pero ahora adivinó la profundidad de aquel amor, así como su vulnerabilidad. No pudo evitar preguntarse si Marguerite White era tan frágil como creía su marido. La respuesta, sin embargo, sólo tenía derecho a darla él.
—No, claro —dijo White, o susurró—. No se puede separar una cosa de otra.
Ella se mantuvo a la expectativa, pero la respuesta no tuvo segunda parte. O White estaba demasiado absorto en sus emociones o consideraba indiscreto hacerle preguntas personales.
Vespasia respiró hondo y espiró en silencio.
—Cuando ves que sufre un amigo de verdad y que puede llegar a perderlo todo, lo único que quieres es ayudarlo. —Lo dijo mirando atentamente a White.
Éste irguió bruscamente la cabeza y tensó el cuerpo como si las palabras de su amiga hubieran sido un puñetazo. El miedo flotaba por toda la sala, silenciosa e iluminada por el sol que bañaba el jardín. Aun así no dijo nada.
Vespasia no podía ni quería renunciar.
—Necesito que me aconsejes, Dunraithe. Por eso he venido a una hora tan inoportuna. ¿O acaso crees que tengo la costumbre de presentarme sin avisar a las tres de la tarde?
Por la cara de White pasó una expresión fugaz de humor dolorido.
—Tú tienes que disculparte menos que nadie. ¿Cómo quieres que te ayude?
¡Por fin!
—Una persona que me merece gran afecto —contestó ella—, y cuyo nombre prefiero callar por motivos que comprenderás enseguida, está siendo sometida a un chantaje.
Calló. La expresión de White no sufrió el menor cambio; permaneció, de hecho, más impasible de lo normal, pero se le pusieron rojas las mejillas, y después cenicientas. Ya no podía dudarse que también figurara entre las víctimas.
¿Sospecharía él hasta qué punto lo había delatado el cambio de color? ¿Había notado el acaloramiento de su piel y la sucesiva palidez? Vespasia lo miró a los ojos, pero le quedó la duda. Sólo continuó porque la única alternativa era la retirada.
—Por algo que en realidad no hizo. —Esbozó una sonrisa—. Lo que ocurre es que no puede demostrarlo. Sucedió hace muchos años, y ahora depende de la palabra de unas personas cuya memoria deja que desear o cuyo testimonio podría no bastar. —Se encogió muy levemente de hombros—. Supongo que sabes como yo que una mera insinuación, por nimia que sea, puede causar un daño irreparable, al margen de su veracidad. Muchas veces, la gente a la que se querría admirar peca de poco caritativa cuando tiene delante la oportunidad de causar revuelo con rumores. No hay que ir muy lejos para comprobarlo.
Él quiso decir algo, pero tragó saliva convulsivamente.
—Siéntate, Dunraithe —dijo ella con suavidad—. Hazme caso. Pareces mareado. Quizá te convenga un brandy solo, aunque creo que te ayudaría más una palabra de amistad. A ti también te agobia algo. Se daría cuenta cualquiera, no sólo los amigos. Yo te he confesado lo que me preocupa, y ahora me siento mejor, tanto si puedes aconsejarme como si no. La verdad es que no me imagino qué consejo podrías darme. ¿Qué se puede hacer contra el chantaje?
White rehuyó su mirada y contempló las rosas de la alfombra Aubusson, donde tenía apoyados los pies.
—No lo sé —contestó con voz ronca—. Si pagas, lo único que consigues es seguir empantanándote; estableces un precedente y le demuestras al canalla que le tienes miedo y cederás.
—Es uno de los inconvenientes. —Ella lo observó—. ¿Sabes qué ocurre? Que no ha pedido nada.
—¿Que no ha… pedido nada?
White lo dijo muy pálido, con voz forzada.
—De momento, no —prosiguió hablando con serenidad—. Mi amigo, claro está, tiene miedo de que tarde o temprano lo haga. La pregunta es: ¿qué pedirá?
—¿Dinero? —La pregunta tenía un matiz esperanzado, como si una petición de dinero casi fuera un alivio.
—Imagino que sí —contestó ella—. En caso contrario quizá se trate de algo mucho más desagradable. Es un hombre influyente. La peor posibilidad es que le exijan un acto corrupto… un abuso de poder…
White cerró los ojos y su amiga tuvo miedo de que se desmayara.
—¿Por qué me lo cuentas, Vespasia? —susurró él—. ¿Qué sabes?
—Sólo lo que te he dicho, y que temo que no sea la única víctima. Dunraithe… Tengo mucho miedo de que exista una conspiración a escala considerablemente más vasta que la de la angustia de un hombre, y hasta de dos. Ninguna reputación, por justa que sea, puede preservarse mediante un acto deshonroso, posiblemente mayor que aquel de que se acusa en falso a su dueño.
De pronto White la miró a los ojos, embargado por la rabia y la desesperación.
—Ignoro cuánto sabes; no sé si es el motivo de tu visita, ni sé hasta qué punto es ficticio tu amigo. —Hablaba con brusquedad, casi con enfado—. Pero confieso que también están chantajeándome por una falta que no cometí. Sin embargo, no me arriesgaré a que la divulgue nadie. ¡Nadie! Con tal de que no hable le pagaré lo que pida. —Temblaba, y tenía tan mala cara que parecía a punto de sufrir un colapso.
—Mi amigo es tan real como tú. —Vespasia no quería que él creyera que le había mentido, aunque fuera con buena intención—. Ignoraba que fueras otra víctima. Sólo lo he pensado al ver tu mala cara, y no sabes cuánto lo lamento. Es el delito más repugnante. —Pasó a expresarse con mayor fervor—. Sin embargo hay que luchar, y si hay que hacerlo juntos, que así sea. Es necesario que confiemos el uno en el otro. Mi amigo ha sido acusado de cobardía delante del enemigo, pecado que además de resultarle odioso lo avergonzaría hasta extremos insoportables.
—Lo siento. —Cada palabra era una agonía. Vespasia no dudó de la sinceridad y la pasión con que las pronunciaba, porque se le leían en la cara, la postura del cuerpo y la contracción de los hombros—. Pero la divulgación del acto de que se me acusa sería una tortura demasiado grande para Marguerite, y eso no pienso consentirlo, haga lo que haga el chantajista. Es inútil que intentes disuadirme, Vespasia. Estoy dispuesto a todo con tal de evitar que le hagan daño. Además, acabaría deshecha.
No era el momento de andarse con evasivas ni con diplomacia. Charlotte y Marguerite podían volver en el instante menos pensado. Charlotte ya había prolongado milagrosamente la conversación sobre jardinería.
—¿De qué te acusan? —preguntó Vespasia.
Su amigo estaba pálido, y una vez más tuvo que hacer un gran esfuerzo para contestar.
—De tal vez ser el padre del hijo de uno de mis mejores amigos. —Respiró con esfuerzo—. El marido falleció hace poco tiempo y ni siquiera puede negarlo. —Levantó la voz—. ¡Desde luego que no! Era su hijo, y por nada del mundo habría pensado lo contrario. Por desgracia, cualquier asomo de duda destruiría la reputación de la madre y la mía, sobre todo porque éramos amigos. Hasta podría cuestionarse el derecho del hijo a heredar el título de su padre, y su fortuna, que es grande. —Arrugó la cara y se le quebró la voz—. Si alguien me creyera capaz de algo así, Marguerite se moriría. Es… muy frágil, ya lo sabes. Nunca ha sido fuerte, y últimamente ha sufrido… ¡No pienso permitirlo!
—Pero tú no has hecho nada malo —señaló Vespasia—. Ni tú ni Marguerite tenéis nada de que avergonzaros.
Él contrajo los labios. El sol que entraba por las ventanas iluminó una mueca de desdén.
—¿Y tú crees que la gente se dejaría convencer? ¿Toda? Habría cuchicheos, miraditas… —profirió una risa burlona—. Siempre habría algún entrometido que le contara los rumores a Marguerite, a modo de advertencia o por simple maldad.
—Conclusión: que harás lo que te pida —dijo Vespasia—. La primera vez, la segunda… y quién sabe si la tercera. ¡Para entonces ya tendrás algo de que avergonzarte, y su dominio sobre ti será real! —Se inclinó un poco—. ¿Hasta dónde llegarás? Tú eres juez, Dunraithe. Tu compromiso con la justicia debe tener prioridad sobre todo.
—¡Sobre Marguerite no! —White casi gritaba y tenía los puños apretados—. La he querido casi toda mi vida, y haré lo que sea por protegerla.
Vespasia no dijo nada. No hacía falta insistir en que si White traicionaba la confianza puesta en él y vendía su honor también destrozaría a Marguerite. Seguro que él lo leía en sus ojos. No soportaba ver más allá del primer peligro e ir solucionándolos uno por uno, pagar el precio y pensar en el siguiente con la esperanza de esquivarlo de alguna manera. Con algo de suerte el chantajista sería derrotado a tiempo por otra persona.
Se abrió la cristalera y entraron Charlotte y Marguerite inmersas en una ráfaga de viento, sol y movimiento de faldas. Marguerite tenía las mejillas encendidas y parecía entusiasmada, feliz.
Dunraithe hizo un esfuerzo supremo por sojuzgar el dolor y el miedo que exudaba poco antes por todos los poros. Su expresión sufrió un cambio radical. Enderezó el cuerpo y sonrió a las dos mujeres, haciendo partícipe a Charlotte de su afecto.
—Tienen un jardín absolutamente precioso —dijo ella con sincera admiración—. Cuando se posee el don de saber lo que hay que hacer y la destreza de cumplirlo, el resultado es una maravilla. Confieso que siento una envidia sana.
—Me alegro mucho de que le haya gustado —dijo él—. ¿Verdad que tengo una esposa inteligente? —Su orgullo era enorme, expresión de un gozo sin atenuantes. Marguerite se puso radiante de felicidad.
Trajeron té, y como eran casi las cuatro se sentaron todos para media hora más de conversación trivial. Siguieron las despedidas, y la orden de avisar al carruaje.
De camino a Keppel Street, Vespasia contó a Charlotte lo que había averiguado.
—Temo que sea bastante más grave de lo que habíamos imaginado —dijo, extremadamente seria—. Lo siento, querida, pero ya no puedes ocultarle a Thomas lo que sabes del chantaje a Brandon Balantyne. Sé que no será fácil explicarle cómo lo has averiguado, pero no tienes alternativa.
Charlotte la miró fijamente.
—¿Crees que es una especie de conspiración, tía Vespasia?
—¿A ti no te lo parece? Cornwallis, Balantyne, y ahora Dunraithe White.
—Sí, supongo que sí. ¡Ojalá hubiera pedido dinero!
—Seguiría siendo necesario pararle los pies —señaló la anciana—. El dinero sólo es el principio.
—Supongo que sí.
Tal como había predicho Vespasia, la conversación no fue fácil, pero Charlotte abordó el tema en cuanto llegó Pitt a casa. Por una vez volvió temprano, se quitó los zapatos, entró en la cocina y encontró a su mujer guardando la vajilla limpia. Ella se lo comentó enseguida, porque una vez tomada la decisión no estaría tranquila hasta cumplirla. Había ensayado varias veces, pero nunca a su entera satisfacción.
—Thomas, quería decirte algo sobre el caso Bedford Square. No sé si es relevante; espero que no, pero me parece necesario que lo sepas.
No era su manera de hablar habitual. Por eso él, que estaba lavándose las manos en el fregadero, se volvió con cara de sorpresa.
Ella estaba en el centro de la cocina con media docena de platos en la mano. Respiró hondo y tomó la palabra sin dejarle tiempo para preguntas o interrupciones.
—He pasado la tarde con tía Vespasia. Un amigo suyo, el juez Dunraithe White, está siendo víctima del mismo chantajista que amenaza al señor Cornwallis.
Él se puso tenso.
—¿Cómo lo sabes? ¿Se lo ha dicho él a Vespasia? —Su tono agudo revelaba incredulidad.
—Comprenderás que no ha sido fácil —contestó ella, dejando los platos en la mesa y dándole a él un trapo limpio—, pero son amigos desde hace mucho tiempo. Yo he distraído a su mujer, que es buenísima jardinera. Ya te lo contaré más a… ¡No, luego! —se interrumpió ella misma apresuradamente—. Vespasia ha hablado a solas con el señor White y él le ha confesado su situación. Está loco de miedo y de preocupación, pero lo acusan de ser el padre del hijo mayor y heredero de uno de sus mejores amigos. Ahora que ha muerto el amigo y ya no puede desmentirlo, el chantajista sostiene que pensaba denunciar al señor White…
Pitt hizo una mueca, señal de que comprendía lo doloroso de la maniobra. Dejó el trapo en el respaldo de una silla.
—Y ha dicho el señor White que si se entera su esposa se moriría. Es una mujer muy frágil. Por eso no tienen hijos. El señor White la adora, y pagará el precio que sea con tal de que no se divulgue.
Pitt encorvó los hombros y metió las manos en los bolsillos.
—Van tres. Cornwallis, White, y hoy me he enterado del tercero: un tal Tannifer, un banquero de la City acusado de estafar a sus clientes.
—¿Otro? —Charlotte estaba sobrecogida. Empezaba a parecerle que tenía razón Vespasia, y que era un problema de mayor amplitud y gravedad que un simple chantaje individual por dinero.
Pitt la miró con seriedad.
—¿Se te ha ocurrido que también chantajeen al general Balantyne? Ya sé que es una idea desagradable, por lo del cadáver en su puerta, pero no puedo soslayarla sólo porque no me guste.
Era el momento.
—Ya lo chantajean.
Charlotte observó a su marido para ver si se lo tomaba a mal. Pitt no se movió, pero en sus ojos luchaban toda clase de emociones: la rabia, la sorpresa, la compasión, la comprensión y algo que ella, por unos instantes, tomó por el rencor de sentirse traicionado. Siguió hablando atropelladamente para suavizar la tensión.
—Fui a manifestarle mi solidaridad por la nueva tragedia… sobre todo porque la prensa había desenterrado lo de Christina, como si no bastara con sufrirlo una vez. —La expresión de Pitt ya no tenía nada de ambigua: reflejaba una gran compasión, el recuerdo de un dolor indescriptible, no suyo sino de Balantyne, y la comprensión de lo que había hecho ella—. Sabía que le pasaba algo más, algo muy grave —prosiguió, sonriéndole por primera vez—, y le ofrecí mi amistad por si le servía de consuelo. Me dijo, muy avergonzado, que están chantajeándolo por un episodio inexistente de hace veinticinco años, durante la campaña de Abisinia, pero que no puede demostrar su falsedad. La mayoría de los demás implicados están muertos, en el extranjero o chochos.
Hizo una pausa para respirar y continuó.
—A él tampoco le han pedido dinero ni nada, pero tiene otra carta muy amenazadora. La acusación los hundiría a todos: a él, a lady Augusta (que no es santo de mi devoción) y a Brandy. Está intentando encontrar a alguien que estuviera con él en Abisinia y pueda ayudarlo, pero de momento no lo ha conseguido. ¿Qué podemos hacer, Thomas? ¡Es espantoso!
Él guardó silencio.
—Thomas…
—¿Qué?
—Perdona que haya tardado tanto en contarte lo del general Balantyne. Quería ver si averiguaba algo y demostraba su inocencia.
—Y no querías decírmelo para que no sospechara que mató a Albert Cole, porque la caja de rapé era suya —dijo Pitt serenamente—. ¿Se la dio él a Cole?
—No, al chantajista. Se la pidieron en prenda y la recogió un chico que iba en bicicleta. —Permaneció a la expectativa de lo que dijera su marido. ¿Se enfadaría mucho? Había hecho mal en no decírselo.
Él la miró.
Ella sintió calor en las mejillas, pero no habría dudado en actuar igual ante los mismos hechos. Estaba convencida de la inocencia de Balantyne. El general necesitaba que lo defendieran, y no podía esperarse que lo hiciera Augusta.
Pitt sonrió de manera peculiar. A veces resultaba inquietante lo mucho que la conocía.
—Se aceptan las disculpas, aunque no se crean del todo —dijo con dulzura—. Te sugiero que en tus horas libres leas el Quijote.
Charlotte hizo una mueca y bajó la mirada.
—¿Listo para cenar?
—Sí.
Pitt se sentó a la mesa y esperó a que ella pusiera los platos, guardara el resto de la vajilla, terminara de preparar la cena y la sirviera.
Vespasia desconocía lo de Sigmund Tannifer, pero los datos de que disponía la preocupaban tanto que hasta recurrió al teléfono (aquel instrumento prodigioso) a fin de preguntar a su amigo Thelonius Quade si podía visitarlo aquella misma tarde.
Él formuló una contrapropuesta: visitarla él, y Vespasia estaba lo suficientemente cansada para aceptar con gratitud. Con otra persona quizá se hubiera negado, e incluso con dureza, porque no estaba dispuesta a hacer concesiones a la edad más allá de las puramente obligatorias, y menos en presencia de otras personas. Thelonius, sin embargo, era una excepción. Con el tiempo, Vespasia se había dado cuenta de que su amor había trascendido la fascinación inicial por una belleza que le había durado hasta bien entrada la sesentena, y cuyos fundamentos pervivían en ella. Ahora era amor por su persona y las experiencias compartidas a lo largo de toda una vida, así como de un siglo turbulento; siglo que empezaba, al menos para ella, cuando el emperador Napoleón había puesto en peligro la propia existencia de Gran Bretaña. Aún se acordaba de Waterloo. Entonces la reina Victoria todavía era una niña relativamente desconocida.
Ahora también era una anciana que vestía de negro y presidía los destinos de una cuarta parte del mundo. Los mares estaban surcados por barcos de vapor, y la orilla del Támesis iluminada con luz eléctrica.
Thelonius llegó un poco antes de las ocho y le dio un beso en la mejilla. Vespasia percibió un olor pasajero a piel aseada y ropa limpia de algodón, y sintió el calor del cuerpo de su amigo.
Después Thelonius retrocedió.
—¿Qué ocurre? —preguntó con ceño—. Te veo muy preocupada.
Se hallaban en el salón de la casa. Fuera aún lucía el sol. Faltaban dos horas para que oscureciera, pero el aire, no obstante el fulgor dorado del astro, empezaba a enfriarse.
Él se sentó, sabiendo cuánto la irritaba tener que mirar hacia arriba.
—He pasado varias horas con Charlotte —empezó ella—. Hemos visitado a Dunraithe White, y mucho me temo que tus temores sobre él fueran fundados. Me confesó el motivo de su congoja. Es peor de lo que sospechabas.
Thelonius se inclinó hacia ella con arrugas en su rostro delgado y amigable.
—¿Verdad que tenías miedo de que fuera demencia senil? —preguntó ella.
Él asintió con la cabeza.
—Sí, en el peor de los casos sí. ¿Qué te ha dicho para que lo consideres todavía más grave?
—Que están chantajeándolo.
—¡A Dunraithe White! —Estaba horrorizado—. Me resisto a creerlo. No he conocido a nadie de una rectitud tan sistemática como la suya, ni de una honradez tan evidente. ¿Qué causa puede haber dado a un chantajista? No me cabe en la cabeza, y menos que esté dispuesto a pagar por su silencio. —La compasión y la inquietud le llenaban la cara de arrugas, pero seguía presente una incredulidad de fondo.
Vespasia lo entendió. Dunraithe White sólo era vulnerable por su amor a Marguerite, y eso era justamente lo que daba más miedo. Para ser consciente de ello, el chantajista tenía que ser una persona de cierta confianza, pues de lo contrario no habría perdido el tiempo en intentarlo.
Thelonius la observaba, pendiente de la respuesta.
—No es culpable de nada —dijo ella con suavidad— como no sea del deseo de proteger a Marguerite de unos rumores cuya falsedad no los hace menos hirientes.
Acto seguido le explicó la reacción de Dunraithe.
Thelonius permaneció callado.
La perrita blanca y negra dormía al sol, entre suaves ronquidos y algún que otro gemido en sueños.
—Comprendo —acabó diciendo él—. Tienes razón: es mucho peor de lo que temía.
—Accederá a lo que le pidan —dijo ella gravemente—. He intentado convencerlo con argumentos racionales. Le he dicho que ahora no tiene nada de que avergonzarse, que Marguerite lo entenderá, pero que si el chantajista consigue obligarlo a algo ya tendrá un motivo de vergüenza y ella también se enterará.
—¿Y Dunraithe no lo había pensado?
—Creo que tiene demasiado miedo por ella para hacer previsiones con más de un día de antelación —contestó Vespasia—. El miedo puede tener ese efecto: paralizar la voluntad o la capacidad de ver lo que es demasiado horrible.
—¿Y es verdad que su mujer sea tan frágil? —Thelonius parecía dividido entre el miedo a ser grosero y la necesidad de preguntarlo. Ella meditó bastante la respuesta. Pensó en lo que sabía de Marguerite White después de tantos años, relacionó sus recuerdos y se preguntó cómo los había interpretado entonces y de qué otra manera podía interpretarlos a la luz de los hechos posteriores.
—Es posible que no —dijo al fin, hablando lentamente—. Lo que está claro es que nunca ha tenido buena salud, aunque no sabría concretarte su grado de enfermedad. Como mínimo tiene cuarenta y cinco años, y es posible que alguno más, señal de que en su juventud debieron de atribuirle una fragilidad superior a la real. Le dijeron que no podía tener hijos porque sería jugarse la vida.
Él ponía la misma atención en escucharla que en mirarla.
Vespasia quería ser justa, pero se le acumularon los recuerdos y con ellos las dudas. Se alegraba de estar hablando con Thelonius, una persona querida, por la que no quería ser tenida en mal concepto, pero en quien confiaba lo suficiente para atreverse a permitir que viera lo que en ella había de vulnerable, quizá temeroso, débil o no exactamente bello. La juzgaría con ojos de amigo.
—¿Y? —dijo él, animándola a seguir.
—También está acostumbrada a verse como alguien que debe ser protegido, a quien no hay que poner nervioso ni pedir demasiado. Dunraithe la ha mimado, claro que con la mejor intención, y es posible que haya extremado sus desvelos hasta extremos poco prudentes. Si ella hubiera tenido más contacto con la realidad quizá se hubiera fortalecido, al menos mentalmente. Cuando tenemos a alguien que nos proteja, haga frente a todas las adversidades en nuestro lugar y lo considere un privilegio, lo normal es que optemos por la huida.
—¿Sería capaz de soportarlo? —preguntó él, mirando a Vespasia fijamente con los ojos muy abiertos.
—No lo sé —repuso ella—. Me lo he preguntado varias veces y me he planteado todas las medidas posibles, incluida la de precipitar una crisis para hacer que el villano dé la cara. Casi no me atrevo a pensar qué ocurrirá si pide a Dunraithe algo que suponga un abuso de autoridad…
Thelonius le tocó la mano suavemente, sin ejercer ninguna presión. Ella se fijó con sorpresa en lo huesuda que era la de su amigo, y en lo visibles que eran las venas. Había envejecido mucho más que la cara, que conservaba intacto el perfil de la nariz, la intensidad de la mirada y la carnosidad de los labios. ¡Era tan natural proteger a un ser querido, alguien a quien se considerara vulnerable y en quien se depositara una ardiente lealtad! Alguien en cuya ausencia no existiría felicidad, risa ni alegrías o penas compartidas; alguien (y quizá fuera lo más importante) por quien saberse amado.
—La respuesta, querido, es que en los dos casos, tanto si Marguerite es capaz de superarlo como si no —dijo con convicción—, Dunraithe nunca estaría lo bastante seguro para arriesgarse. Debemos partir del hecho de que si le ponen alguna condición la aceptará.
Thelonius se apoyó en el respaldo.
—En ese caso tendré que ejercer una vigilancia rigurosa sobre todas sus decisiones, lo cual no me apetece en absoluto. No pienso preguntarte de qué lo acusa la persona en cuestión, pero quizá deba saber si se trata de un delito penalizado que pueda afectar a su posición.
—No, es puramente moral —contestó ella con una sonrisa ladeada—. Si estuviera penalizado nuestras cárceles quedarían repletas y el parlamento vacío.
—Ah… —Él correspondió a su sonrisa—. Conque de ésos. Comprendo. En el caso de Dunraithe me costaría creerlo, pero me doy cuenta de lo difícil que sería para Marguerite, aunque supiera que era falso. A veces la risa es la más cruel de las sentencias.
Era necesario contarle el resto.
—Hay más, Thelonius. Más y peor.
Hubo algo en su voz, una nota de temor, que lo sobresaltó. ¡Vespasia tenía miedo de tan pocas cosas! Frente a un acto de maldad, su reacción habitual era enfadarse.
—¿De qué se trata?
—Dunraithe White no es el único. John Cornwallis y Brandon Balantyne también están siendo chantajeados, y es casi seguro que por la misma persona… o personas.
—¿Brandon Balantyne? —El asombro desorbitó la mirada de Thelonius—. ¿John Cornwallis? Me resulta… casi imposible de creer. Y has dicho «personas». ¿Crees que podría haber más de un culpable?
Ella suspiró. De repente se sentía agotada por el esfuerzo de imaginar cosas tan desagradables.
—Tal vez. De momento no ha habido ninguna exigencia. Dunraithe no es un hombre rico, pero tiene mucho poder e influencia. Es juez. Corromper a un juez es algo terrible, un golpe en la raíz de la única barrera que existe entre la gente y la injusticia. Significa una pérdida de confianza en que la sociedad proteja a sus miembros, en última instancia del caos y la ley de la selva.
Vio en su cara que estaba de acuerdo. Él no la interrumpió.
—En el caso de John Cornwallis puede decirse casi lo mismo —prosiguió Vespasia—. No es rico, pero en tanto que subcomisionado de policía tiene mucho poder. Si la policía está corrompida, ¿qué nos protegerá de la violencia o el robo? El orden empieza a desgastarse, y la gente, que no confía en los demás, se toma la justicia por su mano. Lo que no entiendo es lo de Brandon Balantyne.
Vio que su amigo no le seguía el hilo.
—¿Él te ha dicho que lo chantajeen? —preguntó Thelonius de inmediato.
—No; a Charlotte. Está muy preocupada, porque lo quiere mucho. Ése es otro problema.
Tampoco esta vez fue comprendida. Lo leyó en los ojos de su amigo.
—No —dijo con una sonrisa—, no me refiero a nada de eso. —Contestaba así a una pregunta que aún no había sido formulada—. Pero Charlotte no se da cuenta de que quizá el afecto de él por ella sea superior a lo que creen los dos. —Movió la otra mano, dejando la idea para otro momento—. Estoy asustada, Thelonius. ¿Qué querrá el chantajista? Si ejercita su poder con suficiente destreza podría causar daños incalculables. ¿Qué otros afectados puede haber?
Thelonius había palidecido.
—Lo ignoro, querida, pero creo que debemos tener en cuenta la posibilidad de que haya más y no podamos encontrarlos, ni adivinar su identidad. El caso, Vespasia, puede ser gravísimo. Quizá esté en juego mucho más que la reputación de una o varias personas, que ya es importante. ¿Crees posible convencer a Brandon Balantyne de que resista la presión?
—Quizá. —Ella pensó en lo que sabía de Balantyne; vagos recuerdos, su cara de joven, las desgracias que había sufrido desde entonces…—. Se le acusa de cobardía ante el enemigo.
Thelonius se estremeció. No era un hombre muy militar, pero sabía bastante de la guerra y el honor para comprender el alcance de la acusación.
—Ha sufrido tanto… —dijo ella en voz baja—. Pero quién sabe si habiendo pasado por tantas dificultades no será capaz de volver a aguantar la ignominia con más valentía que otros. Confío en que no sea necesario.
—¿Y Cornwallis?
—De atribuirse un acto ajeno de valentía en alta mar. En todos los casos la acusación es la más dolorosa que podría formularse contra el chantajeado. Nos enfrentamos con alguien que conoce bien a sus víctimas y posee una habilidad excepcional para hacerles daño.
—Ciertamente —dijo él, sombrío—, y para derrotarlo hará falta la misma habilidad, además de una buena dosis de suerte.
—Mucha, sí —asintió ella—. Quizá no sea conveniente acudir a la batalla con el estómago vacío. El cocinero tiene espárragos, pan negro y mantequilla, y espero que también haya champán.
—Conociéndote, querida, estoy segura de que sí —aceptó él.
Cornwallis se paseaba por delante de la Royal Academy, presa de un dolor cuya modalidad jamás había experimentado. Estaba acostumbrado a la soledad y las molestias físicas del frío, el agotamiento y los malos alimentos (galletas rancias, panceta en salazón y agua salobre). Mareos, fiebre, heridas… Todo eso había padecido; también, incuestionablemente, el miedo, la vergüenza y una compasión tan desgarradora que parecía insoportable.
Antes de conocer a Isadora Underhill, esposa del obispo Underhill, no sabía lo que era pensar en una mujer con gozo y dolor inextricablemente unidos, anhelar su compañía y tener tanto miedo de hacerle daño o decepcionarla que el mero hecho de imaginarlo le provocara náuseas.
No había nada más dulce que la idea de que ella también sintiera algo por él. ¿Qué? No osaba ni pensarlo. Bastaba con que ella lo tuviera en buen concepto, que lo considerara como un hombre de honor, compasión, valentía y aquella probidad interna que no cedía ni se dejaba afectar por ninguna circunstancia exterior.
En su último encuentro ella había comentado que visitaría la exposición de cuadros de Tissot en la Royal Academy. Si él no iba lo interpretaría como que no deseaba verla. La relación entre ambos era demasiado discreta para que Cornwallis se justificase, como si ella lo esperara. No obstante, si iba, se encontraban (como era inevitable) y entablaban una conversación (y ¿cómo no?), ¿detectaría ella el miedo provocado por la carta? Era sumamente perspicaz. Podía decirse que adivinaba en él emociones que nadie había sospechado. Si en la actual agonía de Cornwallis ella era capaz de caminar a su lado, conversar y no notarlo, ¿qué valor tenía su afecto?
Y en el caso contrario, si se daba cuenta, ¿cómo explicárselo?
Subió por la escalinata y entró en el edificio sin haber llegado a ninguna conclusión. La sala de la exposición estaba anunciada en un cartel. Pasó al lado de la virgen de Fra Angélico, de grave y primorosa belleza; de costumbre habría despertado en su interior una emoción incomparable, pero esta vez apenas le prestó atención. No pensaba entrar en la sala de los Turner, porque su apasionamiento lo habría desbordado.
Sin darse cuenta ya estaba en la exposición de Tissot. Vio a Isadora. Siempre la reconocía a simple vista por la especial inclinación de su cabeza morena. Llevaba un sombrero muy sencillo de ala ancha. Estaba sola, contemplando los cuadros como si fueran muy de su agrado, si bien él sabía que eran demasiado estilizados para su gusto y que prefería los paisajes, las visiones y los sueños.
Caminó hacia ella como impulsado por una fuerza irresistible.
—Buenas tardes, señora Underhill —dijo con sosiego.
Ella le sonrió.
—Buenas tardes, señor Cornwallis. ¿Cómo está usted?
—Muy bien, gracias. ¿Y usted, señora Underhill?
Deseaba decirle lo hermosa que estaba, pero habría incurrido en un exceso grave de confianza. El porte de aquella mujer estaba dotado de una elegancia perfecta, y toda ella de una belleza mucho más profunda y satisfactoria para la mente que la mera perfección de líneas o colores. Se hallaba en la expresión de sus ojos y sus labios. Deseó poder decírselo, pero sólo comentó:
—Hermosa exposición.
—Mucho —contestó ella sin entusiasmo, sonriendo vagamente—. De todos modos, yo prefiero las acuarelas de la sala de al lado.
—Yo también —asintió él—. ¿Vamos a verlas?
—Con mucho gusto —aceptó ella, cogiéndole el brazo.
Pasaron al lado de un grupo reducido de caballeros que admiraban el retrato de una joven con vestido a rayas. La sala contigua estaba prácticamente vacía. Se detuvieron de consuno delante de una marina de pequeño formato.
—¿No le parece que ha captado muy bien el efecto de la luz en el agua? —dijo él con intensa admiración.
—Sí —asintió ella, dirigiéndole una mirada fugaz—. Las pinceladas verdes son acertadísimas. Dan una sensación de frío y transparencia. Es difícil conseguir que el agua parezca líquida.
En su mirada había cierta preocupación, como si hubiera visto en la cara de Cornwallis las huellas del insomnio, el miedo y la desconfianza que empezaban a infiltrarse en todos sus pensamientos, y desde la noche anterior hasta en sus sueños.
¿Qué pensaría si lo supiera? ¿Creería en su inocencia? ¿Comprendería la causa de su miedo? ¿Lo tendría ella a que la acusación fuera creída por otras personas? ¿Querría entonces distanciarse de la vergüenza que implicaba, del embarazo de tener que decir que ella no le daba crédito, explicar el motivo, reparar en las miradas de educada diversión y extrañeza… y avergonzarse?
—¿Señor Cornwallis? —Su voz revelaba cierta preocupación.
—¡Sí! —dijo él de manera un poco precipitada. Sintió que le quemaban las mejillas—. Perdone, estaba abstraído. ¿Pasamos al cuadro siguiente? Encuentro muy agradables las escenas de la vida rural.
¡Qué frase más forzada! Como si fueran dos desconocidos hablando por compromiso. ¡Y qué fría! «Agradables». ¡Qué palabra más tibia para aplicarla a una belleza como aquélla, llena de una paz profunda y perdurable! Miró las vacas blancas y negras que pastaban en la hierba entreverada de sol, y el paisaje estival de colinas que se adivinaba entre los árboles. Era una tierra a la que amaba con pasión. ¿Por qué no podía decírselo?
¿Qué es el amor sin confianza, perdón, paciencia ni ternura? El simple apetito y necesidad físicos, el hecho de gozarse en la compañía del otro, los placeres compartidos, la propia risa o el intercambio de opiniones, sólo demuestran una buena relación. La única manera de ir más allá es dar además de recibir, pagar los costes además de recibir los beneficios.
—Lo veo un poco preocupado, señor Cornwallis —dijo ella con dulzura—. ¿Trabaja en un caso difícil?
Él tomó una decisión.
—Sí, pero pienso olvidarme de él durante media hora. —Hizo el esfuerzo de sonreír y unió su brazo al de la señora Underhill, algo que nunca había hecho—. Contemplaré esta belleza sin tacha, que nada marchita ni destruye, y el hecho de compartirla con usted la multiplicará por dos. Que espere el resto del mundo. No tardaré en reunirme con él.
Ella le devolvió la sonrisa, como si hubiera entendido mucho más que el contenido de sus palabras.
—Sabia decisión, que imitaré.
Y caminó pegada a él sin apartar el brazo.