7
Una vez Pitt se hubo marchado para visitar a sir Guy Stanley, Charlotte cogió el periódico y releyó la noticia. No sabía si Stanley había sido amenazado por el chantajista, ni qué le había pedido. De hecho no importaba, porque las demás víctimas sentirían lo mismo: horror y compasión por él y miedo por sí mismas. El resultado sería el mismo tanto si se trataba de una coincidencia como de una advertencia expresa: el aumento de la presión, que esta vez amenazaba con volverse insoportable.
Expuso brevemente sus intenciones a Gracie, subió al piso de arriba y se puso el vestido amarillo de la primera vez, porque era el que la daba mayor sensación de seguridad. Después se dirigió a pie a Bedford Square.
La indignación y los nervios la acompañaron hasta el umbral de la casa de los Balantyne. Cuando se abrió la puerta, explicó con la mayor sencillez que venía a visitar al general, siempre y cuando estuviera en casa y quisiera recibirla.
Ocurrió, sin embargo, que al cruzar el vestíbulo topó con lady Augusta, la cual, magníficamente vestida de marrón y oro, bajaba por la escalera justo cuando Charlotte llegaba al pie de ella.
—Buenos días, señora Pitt —dijo con frialdad la mujer del general, arqueando las cejas—. ¿De qué desastre todavía ignorado viene a compadecerse? ¿Ha ocurrido alguna catástrofe de la que mi marido todavía no me haya informado?
Charlotte estaba demasiado furiosa para dejarse intimidar. Además tenía fresca su visita a Vespasia y se le había pegado una parte de la insuperable confianza en sí misma de la anciana. Detuvo, pues, sus pasos y miró a la señora Balantyne con la misma frialdad.
—Buenos días, lady Augusta. Le agradezco su interés, aunque bien pensado no me sorprende, dado el afecto y generosidad con que siempre ha juzgado a los demás. —Vio que Augusta se ponía roja de rabia, pero no le hizo caso—. La respuesta a su pregunta depende de si baja usted por primera vez o ya lo ha hecho antes. ¿Para desayunar, quizá? —Volvió a ignorar la evidente irritación de su interlocutora—. Las noticias, por desgracia, son penosas. Ha aparecido un artículo difamatorio sobre sir Guy Stanley, y no hablemos, porque no las he leído, de las nuevas y deplorables revelaciones sobre el caso Tranby Croft, que son el pan de cada día.
—¿Cómo sabe que son deplorables si no las ha leído? —replicó Augusta.
Charlotte, fingió una leve sorpresa.
—Considero deplorable que un mero y triste incidente entre caballeros que jugaban a cartas se haya convertido en la comidilla del país —contestó—. ¿He errado en atribuirle la misma opinión?
El rostro de Augusta estaba tenso.
—¡Por supuesto que no! —dijo con los dientes apretados.
—Me alegro —murmuró Charlotte, anhelando la aparición salvadora de Balantyne.
Augusta, que no se dejaba vencer con facilidad, reanudó el ataque.
—Ya que su visita no guarda relación con el caso Tranby Croft, deduzco que se debe a la suposición de que el infortunio de sir Guy Stanley nos afecta en algo. Yo, sin embargo, no tengo constancia de conocer a dicho caballero.
—¿No? —dijo Charlotte con vaguedad, como si el comentario fuera del todo irrelevante (y así era).
Augusta ya no disimulaba su irritación.
—¡No! Conque ¿por qué se imagina que estoy tan afectada por su infortunio, merecido o no, para precisar la compasión de usted, señora Pitt? Sobre todo a… —Echó un vistazo al voluminoso reloj del vestíbulo—. ¡Las nueve y media de la mañana! —Su tono expresaba a las claras la extravagancia de una visita a una hora tan insólita.
—Claro —convino Charlotte, sorprendentemente tranquila y deseando con más fervor que antes la aparición del general—. Si se me hubiera ocurrido que pudiera estar… preocupada le habría enviado mi tarjeta y habría venido a las tres.
—En ese caso, además de haber hecho el viaje en balde —replicó Augusta, mirando otra vez el reloj— llega usted un poco temprano.
Charlotte le sonrió, mientras buscaba con desespero una respuesta. Aparte de su deseo de ver a Balantyne no le gustaba ser vencida por una mujer a la que detestaba; no porque la hubiera perjudicado a ella de obra o palabra, sino por la frialdad con que trataba a su propio marido.
—Su indiferencia sólo puede entenderse como que desconoce el respeto del general Balantyne por sir Guy —dijo con una simpatía tan ostentosa como falaz—. Lo contrario sería demasiado poco caritativo; cruel, en verdad… y nadie osaría atribuirle a usted ese defecto.
Augusta aspiró una bocanada de aire y volvió a expulsarla.
Se oyeron pasos por el corredor y apareció en el vestíbulo el general Balantyne, que al ver a Charlotte se acercó a ella y dijo:
—¡Señora Pitt! ¿Cómo está?
Estaba demacrado por los nervios, el miedo y la angustia. Tenía oscura y muy fina la piel de alrededor de los ojos, y se le habían marcado más las arrugas de la boca.
Charlotte se volvió hacia él con grandísimo alivio, señal de que se desentendía de Augusta.
—Muy bien —contestó, sosteniendo la mirada del general—, pero afectada por la noticia. No lo había previsto y todavía no sé cómo reaccionar. Thomas ha ido a verlo, como es natural, pero no sabré qué ha averiguado hasta esta noche, suponiendo que quiera comentármelo.
Balantyne miró a Augusta y reparó en su expresión. Charlotte no se volvió.
Augusta hizo un ruidito como si quisiera decir algo, pero renunció. Su partida produjo un taconeo y un frufrú de faldas.
Charlotte siguió sin volverse.
—Su visita es muy amable —dijo Balantyne con voz queda—. Reconozco que me alegro enormemente de verla.
La condujo hacia el estudio y le abrió la puerta. El interior era cálido, luminoso y acogedor por la frecuencia con que se usaba. Estaba haciendo un verano tan caluroso que no hacía falta encender la chimenea. La mesita estaba adornada con un jarrón grande y vidriado de color verde, lleno de lirios que perfumaban toda la habitación, y parecían absorber el sol que entraba por los altos ventanales.
El general cerró la puerta.
—¿Ha leído el periódico? —dijo ella.
—Sí. Conozco bastante a Guy Stanley, pero debe de encontrarse en un estado, el pobre… indescriptible. —Se tocó la frente y se estiró el pelo hacia atrás—. Claro que ni siquiera estamos seguros de que esté en la misma situación que el resto, pero no me atrevo a pensar lo contrario. Casi parece irrelevante; la noticia ha demostrado cómo se nos puede hundir con un susurro, una simple insinuación. ¡Como si no lo supiéramos… desde lo de Tranby Croft! Aunque en el caso de Gordon-Cumming considero posible que sea culpable.
Palideció e hizo una mueca de dolor.
—¡Pero qué digo, por Dios! —añadió—. No sé nada de él aparte de rumores, los cotilleos del club, fragmentos de conversación cogidos al vuelo… Es exactamente lo mismo que nos ocurrirá a nosotros, a todos. —Se acercó a una de las butacas de cuero con paso vacilante y se dejó caer—. ¿Qué esperanza nos queda?
Charlotte tomó asiento delante de él.
—El caso de Gordon-Cumming no es del todo igual —dijo con firmeza—. Nadie pone en duda que jugaran al bacará, y la reputación anterior del señor Gordon-Cumming justifica que haya muchas personas que lo consideren capaz de hacer trampas. Parece que ya había levantado algunas dudas. En su caso, general, ¿había circulado algún rumor, por ínfimo que fuera, de que pudiera entrarle pánico delante del enemigo?
—No. —Balantyne irguió un poco la cabeza y esbozó una sonrisa—. Es un consuelo, pero no impedirá que siga habiendo mucha gente con ganas de creer lo peor. Antes nunca había oído que se cuestionase el honor e integridad de Stanley. Ahora… Ya ha visto la prensa. Dudo que pueda interponer una querella por difamación. ¡Está escrito de manera tan sutil! Además ¿qué podría demostrar? Y aunque pudiera, ¿hay alguna indemnización cuyo valor pueda compararse al de la reputación perdida? Cuando están en juego el amor y el honor, el dinero no soluciona casi nada.
Era verdad. Discutírselo, además de inútil, habría sido ofensivo.
—La sentencia sólo tendría valor ejemplar —reconoció ella—, y supongo que lo único que se conseguiría con acudir a los tribunales sería dar a la gente la oportunidad de formular nuevas acusaciones. Las de ahora, además, están escogidas con tanta inteligencia que no se puede demostrar su falsedad. Se nota que el culpable lo ha tenido en cuenta. —Se inclinó un poco, dejando que el sol le dorara el borde de la manga—. De todos modos no hay que darse por vencidos. Seguro que queda algún superviviente de la emboscada en Abisinia que recuerde lo ocurrido y cuyo testimonio tenga credibilidad. Hay que seguir buscando.
El semblante del general no dejaba traslucir ninguna esperanza. Intentó adoptar una expresión decidida, pero fue un gesto maquinal, carente de convicción.
—Claro que sí. He estado pensando a quién nos queda acudir —sonrió a medias—. Uno de los aspectos más desagradables del caso es que se empieza a sospechar de todo el mundo. Me esfuerzo por no pensar en la identidad del chantajista, pero de noche, cuando no duermo, me asaltan malos pensamientos. —Se le tensó la boca—. Procuro no alimentarlos, pero pasan las horas y veo que lo he hecho. Ya no puedo pensar en nadie sin sospechas. Después de tanto tiempo sin poner en duda la rectitud y amistad de ciertas personas, de repente los veo como extraños y recelo de todas sus acciones. Mi vida ha sufrido un cambio radical, porque la veo de manera diferente. Me interrogo sobre todo lo bueno… ¿Es posible que sólo sea una pantalla, y que detrás haya engaños y traiciones secretas? —La miró sin disimular su congoja—. Con esas ideas me traiciono a mí mismo. Atento contra lo que deseo ser y creía haber sido. —Bajó la voz—. Quizá sea el efecto más nocivo de su ataque: enseñarme una parte de mí mismo que hasta hoy desconocía.
Charlotte entendió a qué se refería. Lo leía claramente en la persona del general: aislada, asustada, sola y vulnerable, viendo disolverse en pocos días todas las certezas construidas a lo largo de los años.
—No se trata de usted —dijo con dulzura, estirando el brazo y tocándole la tela de la manga, no la mano—. El ser humano es así. Podría estar cualquiera en su lugar. La única diferencia es que la mayoría no lo sabemos, ni somos capaces de imaginarlo cuando es ajeno a nuestra experiencia. Hay cosas que están fuera del alcance de la imaginación.
El general guardó silencio por unos instantes. La miró en una ocasión, y había en sus ojos una calidez, una ternura que ella no estuvo muy segura de saber interpretar. Pasó el momento, y Balantyne aspiró.
—He pensado en otras personas a quienes preguntar por la campaña abisinia —dijo con calculada despreocupación—. También tengo que ir a almorzar a mi club. —No pudo ocultar la tensión que se había apoderado repentinamente de sus ojos y sus labios—. Preferiría no ir, pero tengo obligaciones ineludibles… y que no eludiré. No pienso permitir que este mal trago me lleve a quebrantar mis promesas.
—Naturalmente que no —asintió ella, apartando la mano y levantándose poco a poco. Habría deseado proteger de ello al general, pero la única defensa contra la derrota es no ceder y plantar cara al enemigo, visible o secreto. Le sonrió con cierta languidez—. Cuente, por favor, con que lo ayudaré en lo que pueda.
—Ya lo hago —dijo él con voz suave, ruborizándose—. Gracias.
Dio media vuelta, caminó hacia la puerta del pasillo y se la abrió.
Ella salió al pasillo e hizo un gesto al lacayo.
Pitt estaba en el salón de Vespasia, luminoso y tranquilo, y miraba el jardín por la ventana en espera de que ella bajara de la planta superior. La tarde estaba demasiado poco avanzada para hacer visitas de cortesía, sobre todo a una mujer de su edad, pero la de Pitt se debía a una necesidad urgente y no había querido exponerse al riesgo de no encontrarla en casa (cosa muy probable si hubiera esperado hasta una hora más conveniente).
Las lilas blancas seguían perfumando el aire, y en aquel lugar apartado de la calle el silencio casi se podía tocar. A falta de viento, el follaje no susurraba. En una ocasión cantó un tordo, pero el calor engulló rápidamente sus trinos.
Oyó abrir la puerta y se volvió.
—Buenos días, Thomas.
Vespasia entró apoyándose un poco en el bastón. Llevaba un vestido de encaje de colores crudo y marfil, con un largo collar de perlas que le llegaba casi hasta la cintura y reflejaba la luz. Pitt sonrió, a pesar del motivo de su visita.
—Buenos días, tía Vespasia —contestó, disfrutando de que le dejara utilizar aquel tratamiento—. Siento molestarte a estas horas, pero se trata de algo demasiado importante para arriesgarme a no encontrarte en casa.
Ella movió la mano con delicadeza, queriendo expresar que no tenía importancia.
—Dejaré las visitas para otra día. No había ninguna importante. Sólo eran una manera de matar la tarde y cumplir una especie de obligación. Puedo esperar perfectamente hasta mañana o la semana que viene.
Caminó por la alfombra y se sentó en su butaca favorita, de cara al jardín.
—Eres muy generosa —contestó él.
Ella lo miró con franqueza.
—¡Bobadas! Sabes perfectamente que las charlas de sociedad me matan de aburrimiento. Si vuelvo a oír a una tonta comentando el compromiso de Annabelle Watson-Smith daré una respuesta que me escandalizará hasta a mí. Pensaba visitar a la señora Purves. Me extraña que en su casa aún haya alguna lámpara entera, porque tiene una risa capaz de romper el cristal. Me conoces demasiado para andarte con zalamerías.
—Perdón —se disculpó él.
—Así me gusta. ¡Y siéntate, por Dios, que me dará tortícolis!
Pitt, obediente, ocupó la butaca de delante. Ella le dirigió una mirada inquisitiva.
—Supongo que vienes por lo que le ha pasado al pobre Guy Stanley. ¿Has averiguado si es otra de las víctimas? —Encogió un solo hombro—. Aunque no lo sea y sólo se trate de la coincidencia de dos tragedias, el efecto sobre los demás será el mismo. Me imagino lo afectado que estará Dunraithe White. Esto es gravísimo, Thomas.
—Lo sé. —Resultaba extraño hablar de tanta maldad y dolor infligido a conciencia en aquella hermosa sala, tan sencilla y perfumada por las flores—. Y aún no conoces todo su alcance. Esta mañana he estado en casa de sir Guy, y la situación es peor de lo que suponía. Se ha confirmado que lo amenazaron igual que a los demás…
—Y él se negó —concluyó Vespasia, muy seria—. Y he aquí la terrible venganza, junto con un aviso a los demás.
—No. Ojalá.
Ella enarcó las cejas.
—No lo entiendo. Sé directo, Thomas, por favor. No soy demasiado frágil para ninguna respuesta. He vivido muchos años y he visto más cosas de lo que imaginas.
—No es ninguna evasiva —dijo él sinceramente—. ¡Ojalá la respuesta fuera tan sencilla como que sir Guy recibió una petición y se negó a satisfacerla! Pero lo único que le pidieron fue una petaca con baño de plata, una prenda, como supongo que lo fue la caja de rapé de Balantyne: algo personal que simbolizase el poder del chantajista. Sir Guy le entregó la petaca a través de un mensajero. El escándalo de hoy se ha producido sin avisar, como simple demostración de poder. Sir Guy ha tenido la mala suerte de ser el elegido, pero podría haber sido cualquier otro.
Ella lo miró fijamente, absorbiendo sus palabras.
—A menos que sir Guy no tenga nada que le interese al chantajista —prosiguió él, pensando en voz alta— y fuera elegido para quedar en evidencia y asustar a los demás.
—Conque ni siquiera tuvo la oportunidad. —Vespasia estaba pálida y hablaba con la espalda recta, la barbilla en alto y las manos cruzadas en el regazo. Jamás delataría pánico o desesperación, puesto que la habían educado para controlar sus emociones, pero el primer sol de la tarde iluminaba en ella una rigidez que delataba un profundo dolor—. No ha podido decir ni hacer nada que influyera en el resultado. Hasta dudo que la acusación que se le imputa tenga algo de cierta.
—Él dice que no —confirmó Pitt—, y yo le creo, pero he venido por otro motivo. En el caso de sir Guy Stanley no se me ocurre ninguna ayuda que pedirte, pero sí en otro.
Las cejas plateadas de la anciana se arquearon.
—¿Otro?
—Esta mañana he sido convocado por la señora Tannifer. Ha oído la noticia y está muy preocupada…
—¿Tannifer? —lo interrumpió ella—. ¿Quién es?
—La esposa del banquero Sigmund Tannifer. —Por unos instantes había olvidado que Vespasia no lo conocía.
—¿Otra víctima?
—En efecto. Su esposa es una mujer valiente y con carácter, a quien Tannifer no ocultó la verdad.
Los labios de Vespasia insinuaron una sonrisa.
—Deduzco que el supuesto delito del señor Tannifer no era de naturaleza marital.
—No; financiera. —Él también cedió a aquel momento de fugaz humorismo—. Un abuso de confianza con el dinero de sus clientes. Es un delito feo, y la menor sospecha de que fuera cierto lo hundiría, pero no es tan personal. La señora Tannifer lo apoya incondicionalmente.
—Y estará asustada, como es natural.
—Sí. —Asintió con la cabeza—. Pero también algo más: decidida a luchar en todos los frentes. Me ha llamado porque había sorprendido una conversación telefónica entre su marido y Leo Cadell, quien por lo visto detenta un cargo importante en el Ministerio de Asuntos Exteriores. —Se quedó callado, porque en la cara de Vespasia había aparecido un dolor nuevo y en los dedos de sus manos una ligera crispación—. He venido a preguntarte si lo conoces, y veo que sí.
—Desde hace años —contestó ella en voz baja. Vio que Pitt se inclinaba un poco y carraspeaba—. A su mujer la conozco desde que nació. De hecho soy su madrina. Asistí a su boda… hace veinticinco años. Leo siempre me ha caído bien. Dime qué puedo hacer.
—Lo siento. Tenía la esperanza de que lo conocieras, pero lamento que sea de una manera tan íntima. —Eran palabras sinceras. Frente a aquella desgracia de múltiples tentáculos, frente a la propagación del dolor y el miedo, él seguía sin saber dónde buscar, y menos cómo responder al ataque—. ¿Se te ocurre alguna relación entre Balantyne, Cornwallis, Dunraithe White, Tannifer y Cadell? ¿Algo en común?
—No —dijo ella, sin detenerse a reflexionar—. Ya he pasado demasiadas horas pensando si los une algún sector de influencia o de poder, algún parentesco, por ínfimo que sea, y me sorprendería que fueran algo más que simples conocidos. Me he planteado la posibilidad de que hubieran perjudicado a la misma persona, aunque no fuera de manera consciente, pero Cornwallis estaba en la marina y Balantyne en infantería. Que yo sepa Dunraithe nunca ha estado en el extranjero y siempre ha trabajado en la jurisprudencia. Dices que Tannifer es banquero, y Leo pertenece al Ministerio de Exteriores. Aunque hubieran ido al mismo colegio no podrían haber coincidido porque no son de la misma generación. Calculo que Brandon Balantyne no le lleva menos de quince años a Leo Cadell. —Parecía confusa, desorientada.
—Lo he intentado todo —reconoció él—. He investigado sus intereses económicos, sus inversiones, su afición por el juego o los deportes y no me consta que estén ligados por nada. Si hay algo tiene que pertenecer a un pasado muy remoto. Se lo he preguntado a Cornwallis, que es el único a quien puedo interrogar en detalle, y jura que hasta hace un par de años sólo conocía a Balantyne.
—Tendré que ir a ver a Theodosia. —Vespasia se puso en pie, aceptando a disgusto la mano de Pitt (que se había levantado con mayor presteza)—. Todavía no estoy decrépita, Thomas —dijo con cierta frialdad—, aunque tampoco salto como tú.
Pitt sabía que no estaba enfadada con él, sino con sus limitaciones, y más en aquellas circunstancias, sintiéndose incapaz de proteger a sus amigos y avanzando a diario en el amargo descubrimiento de hasta qué punto era grave la amenaza.
—Gracias por escucharme —dijo, caminando a su lado—. Te ruego que no hagas ninguna promesa de confidencialidad a menos que sea la única manera de averiguar la verdad. Necesito saber todo lo que te cuenten.
Ella se volvió para mirarlo con sus ojos hundidos, entre grises y plateados.
—Soy tan consciente como tú del peligro que se corre en este caso, Thomas, y no sólo del daño que podría infligir a los hombres y mujeres afectados, sino a la corrupción que se cierne sobre la sociedad y que caerá sobre ella si alguno de esos hombres sucumbe a lo que le piden. Aunque sea algo trivial, y ni siquiera ilegal, el hecho de que puedan dejarse convencer por instigación ajena es el primer síntoma de una enfermedad mortal. Conozco a esos hombres, querido Thomas. He conocido a otros parecidos durante toda mi vida. Entiendo su sufrimiento y su temor. Entiendo su vergüenza por no saber contraatacar. Sé el valor que dan a la estima de sus pares.
Pitt asintió con la cabeza. Estaba todo dicho.
Vespasia se apeó de su carruaje en la acera de delante de la casa de Leo y Theodosia Cadell. Era un poco temprano para visitas, salvo las más formales (y por tanto más opuestas a su intención), pero no tenía ganas de esperar. Theodosia podía dejar dicho al lacayo que no estaba en casa para nadie. Podía escoger entre diversas excusas, como que tenía enfermo a un pariente mayor. No respondería a la verdad, puesto que la salud de Vespasia era inmejorable, pero serviría. Lo que sí estaba, y mucho, era angustiada.
Dijo a su cochero que llevara el carruaje a las caballerizas, donde no lo viera nadie. Ya le avisaría cuando quisiera marcharse. Permitió que antes de obedecer tirara de la campanilla.
La doncella la llevó al salón, grande y antiguo, con cortinas de color burdeos y unos jarrones chinos que nunca le habían gustado. Eran un regalo de bodas de una tía a quien nunca habían querido herir en sus sentimientos. Theodosia no tardó en llegar.
—Buenos días, querida. —Vespasia la examinó en profundidad. Los treinta y cinco años de diferencia se notaban todavía menos que de costumbre. Theodosia también había sido una belleza, quizá no tan excepcional como ella pero sí de las que hacían girarse las cabezas (y algunos, no pocos, corazones). Su negrísimo cabello ya tenía hebras blancas, no sólo en las sienes sino encima de la frente. Sus ojos negros eran espectaculares, y sus pómulos conservaban su límpido perfil, pero en su piel había manchas oscuras y una falta de color que delataba falta de sueño. Sus movimientos eran rígidos, sin la elegancia habitual.
—¡Tía Vespasia! —Ningún cansancio o miedo eran capaces de mitigar la alegría del saludo—. ¡Qué agradable sorpresa! Si hubiera sabido que venías habría avisado a la servidumbre de que no estoy para nadie más. ¿Cómo te encuentras? ¡Tienes un aspecto magnífico!
—Estupendamente, gracias —contestó Vespasia—. Una buena modista puede hacer muchas cosas, pero milagros no. Un corsé puede enderezarte el cuerpo y darte una postura inmejorable, pero con la cara no hay corsé que pueda.
—Tu cara está muy bien. —Theodosia parecía sorprendida y ligeramente divertida.
—Eso espero, aparte de algunas huellas del paso del tiempo —dijo Vespasia con ironía—; en tu caso, sin embargo, no puedo ser tan amable sin faltar a la verdad. Te veo muy preocupada.
—¡Vaya por Dios! ¿Tanto se me nota? Creía haberlo disimulado mejor.
Vespasia se ablandó.
—Casi nadie se daría cuenta, pero yo te conozco desde que eras un bebé. Además —añadió—, he utilizado suficientes arreglos exteriores para saber cómo se hacen.
—Por desgracia duermo mal —dijo Theodosia, dirigiéndole una mirada fugaz—. Es una tontería, pero quizá me acerque a la etapa de la vida en que ya no se trasnocha sin penitencia. Odio reconocerlo.
—Querida —dijo Vespasia con dulzura—, la persona que trasnocha suele levantarse tarde, y tú estás en excelente situación para dormir hasta mediodía. Si duermes mal es porque estás enferma o te preocupa demasiado algo para quitártelo de la cabeza al acostarte. Me inclino por lo segundo.
La intención de negarlo se veía tan clara en la expresión de Theodosia que quizá estuviera a punto de hacerlo con palabras, pero su resistencia se derrumbó contra la mirada fija de la anciana. Lo que no hizo fue dar explicaciones.
—¿Me dejas que te cuente algo sobre un amigo? —preguntó Vespasia.
—Por descontado. —Theodosia se relajó un poco. La presión se había suavizado. Se apoyó en el respaldo, formando una elegante voluta con la falda, y prestó atención a su madrina.
—Me abstengo de entrar en detalles sobre su historia y circunstancias —empezó a decir Vespasia—. Prefiero que no adivines su nombre, por motivos que entenderás de inmediato. Es posible que a él no le importara explicarte sus apuros, pero la decisión es suya.
Theodosia asintió con la cabeza.
—Lo comprendo. Si no quieres no hace falta que me digas nada.
—Es militar, y con una hoja de servicios brillante —explicó Vespasia sin apartar la mirada del rostro de su ahijada—. Ahora está retirado, pero tuvo una carrera larga y honrosa. Era muy valiente y con dotes de mando. Mereció la estima de sus amigos y de los que no le tenían tanto afecto.
Theodosia escuchaba atentamente, pero su interés no superaba la mera educación. Era mucho más fácil que ser interrogada acerca de sus preocupaciones. Tenía las manos en el regazo, y su anillo de perlas y esmeraldas reflejaba la luz.
—La vida le ha deparado muchos sufrimientos —continuó Vespasia—, como a casi todos, pero hace poco que le ha ocurrido un percance inesperado.
—Lo lamento —dijo Theodosia, compasiva. A juzgar por su mirada, esperaba alguna discordia doméstica o revés económico; desgracias, en suma, que podían afectar a casi cualquier persona.
La voz de Vespasia no se alteró.
—Recibió una carta, naturalmente anónima, hecha con recortes del Times… —Vio que Theodosia se ponía tensa y juntaba fuertemente las manos, pero fingió no darse cuenta—. El texto, que estaba bien escrito, lo acusaba de cobardía delante del enemigo; algo ocurrido muchos años atrás, durante una de nuestras campañas menos importantes.
Theodosia tragó saliva y respiró más deprisa, como si se esforzara por no quedarse sin aire y le resultara sofocante aquella sala cálida y acogedora. Quiso decir algo, pero renunció.
Vespasia habría preferido no seguir, pero dejar a medias el relato no habría servido de nada ni habría ayudado a nadie.
—La amenaza de desvelar los detalles del incidente, que es enteramente falso, estaba bastante clara —dijo—, al igual que su efecto desastroso no sólo sobre mi amigo sino sobre su familia, como es natural. Él es inocente, pero ha transcurrido mucho tiempo y ocurrió en un país extranjero con el que apenas mantenemos relaciones, conque será prácticamente imposible verificarlo. Siempre es más difícil demostrar la inexistencia de un hecho que su existencia.
Theodosia estaba pálida, y su vestido azul grisáceo cubría un cuerpo tan tenso que parecía que la tela no diera de sí.
—Lo extraño —prosiguió Vespasia— es que el autor de la carta no pedía nada, ni dinero ni favores. Que yo sepa ya ha mandado dos.
—¡Qué horror! —susurró Theodosia—. ¿Y qué piensa hacer tu amigo?
—Tiene pocas opciones. —Vespasia la observó con atención—. Tampoco estoy segura de que sea consciente de que no es la única víctima.
Theodosia se sobresaltó.
—¿Qué? Digo… ¿Tú crees que hay más?
—Sé de cuatro, y considero posible que haya uno más. ¿Tú no, querida?
Theodosia se humedeció los labios y titubeó en silencio. El reloj del vestíbulo dio el primer cuarto. Cantó un pájaro en el jardín, detrás de los altos ventanales. Al otro lado de la tapia se oían gritos de niños jugando.
—Le prometí a Leo que no se lo contaría a nadie —dijo al fin Theodosia. Su cara de angustia, sin embargo, delataba verdaderas ansias de explicárselo a alguien.
Vespasia se mantuvo a la espera.
El pájaro seguía cantando, y repetía sin descanso el mismo reclamo. Era un mirlo, encaramado a la copa soleada de un árbol.
—Supongo que ya lo sabes —se decidió a decir su ahijada—. No sé por qué vacilo tanto, como no sea porque la acusación es… ¡tan estúpida, y al mismo tiempo tan real! Casi… casi no es verdad… pero… —suspiró—. ¿Por qué me justifico? No importa. No cambia nada. —Miró a Vespasia sin flaquear—. Leo también ha recibido dos de esas cartas donde se le acusa sin pedir nada. Sólo lo avisan de que la divulgación de los cargos sería su fin; el suyo, el mío… y el de sir Richard Aston.
Vespasia estaba perpleja. No se le ocurría ninguna acusación que pudiera afectar simultáneamente a Leo, Vespasia y Aston. Este último era el superior de Leo en el Ministerio de Asuntos Exteriores, además de un político de carrera brillante y mucha influencia. Su mujer estaba emparentada con algunas de las familias más aristocráticas del país. Era un hombre cautivador, tan ingenioso como inteligente.
Theodosia rio, pero fue un sonido hueco, una carcajada sin alegría.
—Veo que no se te había ocurrido —observó—. El responsable del ascenso de Leo fue sir Richard.
—Lo ascendió únicamente por méritos —repuso Vespasia—, como ha quedado demostrado; no obstante, y aunque no fuera así, ascender a alguien por encima de sus capacidades es un error, pero no un delito, y menos de Leo o tuyo.
—Tu confianza en mí te vuelve ingenua —dijo Theodosia con un matiz de amargura—. Lo que insinúa la carta es que Leo pagó por su ascenso.
—¡Bah! ¡Patrañas! —Vespasia se las sacudió de encima, pero sin convicción ni alivio—. A Aston le sobra el dinero, y Leo no tiene bastante para pagarle nada que mereciera la pena. Además has dicho que tú estás implicada, o en todo caso has dado a entender que desempeñaste un papel más grande que el de correr el peligro de hundirte con él. —Se le ocurrió una idea a media frase, idea que le repugnaba por afecto hacia Theodosia, pero que en otra persona, alguien que le fuera indiferente, podría haber creído. Como harían otros.
—Veo que al final lo has entendido —dijo su ahijada con dulzura—. Tienes razón: la carta sostenía que la admiración de sir Richard por mí superaba los límites de la amistad, que Leo le vendió mis favores amorosos en pago de su ascenso y que sir Richard aceptó. —Acompañó la explicación con una mueca, mientras se retorcía las manos en el regazo—. La única parte que tiene algo que ver con la realidad es que yo era consciente de que sir Richard, en efecto… me deseaba, pero nunca hizo ninguna sugerencia molesta, y menos avances. Simplemente me sentía… un poco violenta por su posición respecto a mi marido. —Apretó la mandíbula—. ¿Tengo que pedir perdón? Yo entonces era guapa. Podría darte veinte o treinta nombres de mujeres que lo eran igual que yo.
—No hace falta que te justifiques —señaló Vespasia con un destello de humor—. Te aseguro que lo entiendo.
Theodosia se sonrojó.
—Perdona. Claro que lo entiendes, y mejor que yo. Seguro que a lo largo de tu vida has despertado mucha envidia y resquemor. Comentarios, insinuaciones…
Vespasia irguió un poco la cabeza.
—No es del todo agua pasada, querida. Quizá el cuerpo se entumezca un poco y se canse más deprisa; los apetitos carnales se atenúan, el pelo se aclara, el rostro acusa el paso de los años y lo que se ha hecho con ellos, pero la pasión y la necesidad de ser amada no desaparecen. Tampoco, por desgracia, los celos y los miedos.
—Mejor —dijo Theodosia después de un breve silencio—. Ser así es sufrir, pero creo que lo prefiero. ¿Cómo puedo ayudar a Leo?
—Callando —repuso Vespasia—. Si haces el menor intento de negarlo harás que la gente tenga ideas que hasta entonces no había tenido. Te aseguro que sir Richard no te lo agradecería, y lady Aston menos; es una mujer difícil, bastante dominante, y lo mejor que puede decirse de su aspecto es que se parece a un perro de raza, de esos que tienen dificultades de respiración. Lástima.
Theodosia fracasó en su tentativa de reír.
—No creas —dijo—; en el fondo es bastante simpática, y aunque empezara como un matrimonio dinástico creo que él la quiere mucho. Tiene sentido del humor e imaginación, dos cosas que duran más que la belleza.
—En eso tienes razón —asintió Vespasia—. Son virtudes más gratificantes, pero la mayoría de la gente no se ha dado cuenta. ¡La belleza, además, tiene un impacto tan inmediato! Pregúntale a cualquier chica de veinte años si prefiere ser guapa o divertida; me sorprendería que encontraras a una sobre veinte que escogiera el humor. En cuanto a Lucy Aston, no cabe duda de que figura entre las otras diecinueve.
—Lo sé. ¿Sólo puedo hacer eso, tía Vespasia? ¿Nada?
—De momento no se me ocurre ninguna otra manera —insistió Vespasia—, pero si Leo recibe una carta donde le pidan algo bajo coacción haz lo posible por disuadirlo. Hazlo por el amor que le tengas, o por ti. Sea cual sea el precio del escándalo que provoque el chantajista haciendo pública su acusación, será pequeño en comparación con lo destructor que sería ceder. Además de que no es ninguna garantía de silencio, como demuestra el caso de Guy Stanley, sumaríais al precio el verdadero deshonor de lo que os obligaría a hacer. El chantajista puede perjudicar vuestra reputación, pero los únicos capaces de perjudicar vuestro honor sois vosotros. No lo permitáis. —Se inclinó un poco y miró detenidamente a su ahijada—. Dile a Leo que puedes aguantar cualquier cosa mala que se diga de ti y las consecuencias a que dé lugar, pero que no debe permitir que ese hombre lo convierta en su igual o en un instrumento de su maldad.
—Descuida —prometió Theodosia. De pronto tendió el brazo y estrechó la mano de Vespasia entre las suyas—. Gracias por venir. Yo no habría tenido valor para ir a tu casa, pero ahora me siento más fuerte y bastante segura de lo que hay que hacer. Sabré ayudar a Leo.
Vespasia asintió con la cabeza.
—Resistiremos juntos —prometió—. Somos muchos y no dejaremos de luchar.
Tellman, entretanto, investigaba con denuedo los últimos días de la vida de Josiah Slingsby. Alguien lo había asesinado con premeditación, o en el transcurso de una pelea. Había que resolver el crimen, tanto si guardaba relación con el intento de chantaje como si no. Era el caso por el que había empezado todo y no había que perderlo de vista por ocupado que estuviera Pitt en otras cosas. Tellman preveía que en un momento u otro la pista que estaba siguiendo se cruzaría en el camino del general Balantyne, y quizá fuera más fácil llegar a la intersección desde aquel ángulo que investigando directamente a Balantyne, cosa, por otro lado, que también sería necesaria.
Empezó por descubrir dónde había residido Slingsby. Fue una tarea aburrida y que le llevó mucho tiempo, pero no entrañaba ninguna dificultad para alguien acostumbrado a la mezcla de amenazas, trucos y pequeños sobornos necesaria para tratar con los negociantes de objetos robados, las prostitutas y los encargados de cierta clase de pensiones, las que a cambio de pocos peniques prestaban acomodo nocturno a huéspedes que desearan mantenerse a distancia de la policía. Los dueños se limitaban a aceptar el dinero sin hacer preguntas sobre la clientela, gente que en ningún caso era afecta a la ley y el orden y cuyas ocupaciones era preferible no comentar.
Adoptando la actitud de los mendigos y rateros que rondaban por la zona, Tellman entabló conversación con un hombre con torso de barril y el pelo muy corto, señal de que había salido hacía poco de la cárcel. A pesar de su físico imponente, tenía tos de perro y ojeras de cansancio.
Por él averiguó que Slingsby solía trabajar en consorcio con un tal Ernest Wallace, de triste fama por su talento para trepar por las cañerías y hacer funambulismo por las cornisas y alféizares, además de por su mal genio.
Pasó el resto del día en Shoreditch, averiguando todo lo posible acerca de Wallace. Casi nada era bueno. Por lo visto inspiraba dos cosas: antipatía y bastante miedo. Se le daba bastante bien la rama del hurto que había escogido, y disfrutaba de ganancias elevadas y regulares. Hasta entonces no lo había tocado el brazo de la ley, que quizá tuviera constancia de sus actividades pero carecía de pruebas contra él. Sí se había peleado con todos sus compinches, y Tellman encontró a dos o tres con cicatrices.
En aquel barrio se partía del principio de que la colaboración con la policía nunca debía llegar al extremo de traicionar a un igual, aunque hubiera que pagarlo con la vida. Tellman era consciente de que era el enemigo, pero la venganza podía buscarse en más de una dirección. Debía encontrar a alguien a quien Wallace hubiera hecho suficiente daño para estar dispuesto a disfrutar con su caída y aceptar el precio. Quizá se pudiera influir en la discusión con una dosis de miedo y otra de provecho.
Dedicó otro día entero a visitar bulliciosas tabernas y mercados, donde recibió infinitos empujones y codazos y donde, pese a llevar vacíos los bolsillos, se los cortaron con tanta destreza que no notó el contacto de los dedos ni el cuchillo. Compraba bocadillos en puestos callejeros, se paseaba por calles húmedas esquivando la basura y oyendo el correteo de las ratas y mezclaba amenazas y lisonjas, pero acabó por encontrar a la persona que buscaba. No se trataba de un hombre, sino de una mujer que había abortado como consecuencia de una paliza de Wallace, a quien odiaba tanto que estaba dispuesta a cualquier cosa con tal de vengarse.
Para interrogarla Tellman tuvo que extremar la prudencia. No había que forzarla, porque si decía algo con la intención de hundir a Wallace no lo aceptaría ningún tribunal.
—Busco a Slingsby —insistió.
La mujer estaba apoyada en la oscura pared de ladrillos de la calle, con la cara iluminada a medias. Flotaba sobre ellos la bruma de las chimeneas, y los envolvía un fuerte hedor a aguas residuales.
—Pues encuentre a Ernie Wallace y tendrá a Joe —contestó—. Joe Slingsby es el único que quiere trabajar con él, o quería, porque ahora ya no sé. —Hizo ruido por la nariz—. Hace una semana tuvieron una pelotera que no le cuento; sí, una semana, porque fue la misma noche que la pelea que se armó en el Goat and Compasses. Ernie casi mata a Joe, el muy cerdo. Desde entonces no he vuelto a ver a Joe. Debió de coger las de Villadiego. —Volvió a hacer ruido con la nariz y se limpió la boca con el dorso de la mano—. Yo si fuera él habría vuelto y le habría dado un navajazo en las costillas. ¡Cabrón de mierda! Si me dejara acercarme lo haría ahora mismo, pero se lo olería y es demasiado listo para andar solo por los callejones.
—Pero ¿está segura de que esa noche, hace una semana, estaba Joe Slingsby con él?
Tellman intentaba disimular su agitación. Se percató del atropello de sus palabras, debido a la impaciencia. Ella también lo notó.
—Acabo de decírselo. —Se lo quedó mirando—. ¿Está sordo o qué? No sé dónde está Joe; desde entonces no le he visto el pelo, pero sí que sé dónde está Ernie Wallace. Lleva unos días tirando el dinero como si fuera rico.
Tellman tragó saliva.
—¿Cree que entraron a robar en una casa, que se pelearon por el botín y que ganó Wallace?
—¡Pues claro! —dijo ella con desdén—. ¿Qué si no? ¡Anda con el tío listo!
—Puede que sea verdad… —Había que tener mucho cuidado. Tellman le dio la espalda y se fingió dudoso—. Y puede que no.
La mujer escupió en el suelo.
—¡Como si le importara a alguien! —le espetó, retrocediendo un paso.
—¡A mí sí! —Él la cogió del brazo—. Tengo que encontrar a Ernie Wallace. Me interesa estar seguro de lo que pasó.
—¡Pues Joe no se lo dirá! —dijo ella, burlona—. Lo que está claro es que salió perdiendo.
—¿Cómo lo sabe? —insistió el inspector.
—¡Hombre, pues porque lo vi! ¿Cómo quiere que lo sepa?
—¿Slingsby hizo algún comentario sobre tomarse la revancha? ¿Adónde fue después?
—Ni idea. A ninguna parte. —Liberó el brazo con un fuerte estirón—. Como si estuviera muerto. —Su rostro sufrió un cambio repentino—. ¡Jo! ¡Pues igual sí lo estaba! Desde entonces no lo ha visto nadie.
—En ese caso —dijo Tellman mirándola a los ojos—, si puede demostrarse, Ernie Wallace será acusado de homicidio y lo ahorcarán.
—Sí que puede demostrarse, sí… —Ella sostuvo su mirada con los ojos muy abiertos—. Descuide, que me ocupo yo. Se lo juro. ¡Déjelo en mis manos!
Cumplió su palabra. Las pruebas eran más que suficientes. Tellman se llevó a dos agentes, con quienes encontró y arrestó a Ernie Wallace acusándolo del asesinato de Josiah Slingsby. No obstante, y a pesar de la sutileza o persistencia del interrogatorio (o de las amenazas o promesas que le fueron hechas), Wallace juraba haber dejado el cadáver de Slingsby en el callejón donde había caído y haber abandonado el lugar del crimen con toda la rapidez de sus piernas.
—¿Por qué coño iba a llevar el jodido cadáver a Bedford Square? —quiso saber con asombro—. ¿Para qué? ¿Qué se creen, que en plena noche habría arrastrado a un fiambre por medio Londres sólo para dejárselo a alguien delante de la puerta? ¿Para qué?
La idea de poner el recibo de los calcetines de Albert Cole en el bolsillo del cadáver lo condujo a poner seriamente en duda la cordura de Tellman.
—¡Usted está loco! —resopló con los ojos muy abiertos—. ¿De qué coño habla? ¿Calcetines? Soltó una carcajada.
Tellman salió ensimismado de la comisaría de Shoreditch y hundió las manos en los bolsillos de manera maquinal, sin darse cuenta de que imitaba a Pitt. Creía en las palabras de Wallace por el simple motivo de que tenían lógica. El detenido había matado a Slingsby durante una pelea violenta y estúpida, debida a un mal genio incontrolado y una discusión por dinero. Era un crimen sin la menor premeditación, ni anterior ni posterior.
Entonces… ¿Quién había metido el recibo de los calcetines en el bolsillo de Slingsby, y de dónde lo sacaba? ¿Dónde estaba Albert Cole? ¿Vivo o muerto? Y lo más importante: ¿por qué?
Sólo se le ocurrió una respuesta: para hacerle chantaje al general Brandon Balantyne.
El calor hacía temblar el aire. Se desprendía de los adoquines como un oleaje, y los muros de ladrillo visto que limitaban la calle producían un efecto claustrofóbico. Los caballos que trotaban entre las varas de los coches y los carros estaban oscuros por el sudor. El aire estaba cargado de olor a estiércol. Tellman, sin embargo, lo prefería al de cloaca, más asfixiante y pegajoso.
En una esquina había un recitador ambulante rodeado por un grupo pequeño de oyentes, desgranando versos sobre el caso Tranby Croft y el afecto del príncipe de Gales por lady Frances Brooke. Su versión de la historia dejaba bastante mejor parado a Gordon-Cumming que al heredero del trono o sus amigos.
Tellman se detuvo a escuchar durante un par de minutos y lanzó al narrador una moneda de tres peniques. Después cruzó la calle y prosiguió su camino.
¿Qué quería el chantajista? ¿Dinero o un acto corrupto? Además, para que Balantyne cediera hacía falta algo más que el cadáver de Slingsby, aunque fuera confundido con el de Albert Cole. La respuesta sólo podía tenerla el propio general. Seguiría las indicaciones de Pitt: investigarlo más a fondo. Lo haría, eso sí, con la mayor discreción y sin decirle nada a Gracie. Al pensarlo se ruborizó, y quedó tan sorprendido como enojado por el sentimiento de culpa que le producía esto último después de haberle dado su palabra (al menos implícita) de que la ayudaría.
Hundió las manos en los bolsillos y caminó dando zancadas por la acera, con los hombros encorvados, los labios apretados y en el fondo de la garganta un resto de olores a madera podrida, hollín y aguas residuales.
Empezó a primera hora de la mañana siguiente repasando lo que sabía del historial militar de Balantyne. Entender sus puntos flacos (el motivo de que tuviera enemigos y la identidad de éstos) exigía conocerlo. Según lo poco que había averiguado Tellman por el procedimiento de seguirlo, era un hombre frío y metódico cuyos pocos placeres eran solitarios.
Enderezó los hombros y apretó el paso, completamente seguro de que quedaba mucho por averiguar, más de lo que guardaba relación con el chantaje y la persona que había movido el cadáver de Josiah Slingsby para dejarlo en el umbral del general. Quizá no importara demasiado desde el punto de vista policial; Tellman había arrestado a Wallace y lo había acusado de homicidio, pero el chantaje también era un delito, fuera quien fuese la víctima.
No deseaba hablar con oficiales, gente que compartía el origen y posición social de Balantyne, compradores de cargos que cerrarían filas contra la investigación con la misma naturalidad que contra cualquier enemigo que atacara la comodidad y privilegio de sus vidas. Quería hablar con simples soldados que no tuvieran demasiada arrogancia para contestarle de hombre a hombre y alabar o reprender con sinceridad. Con ellos podría conversar en posición de igualdad y pedirles detalles, opiniones y nombres.
Tardó tres horas en dar con Billy Treadwell, que hasta cinco años antes había pertenecido al ejército indio. Ahora regentaba una taberna junto al río. Era un hombre delgado, narigudo y de sonrisa fácil, con los dientes torcidos y muy blancos. Los dos del medio estaban rotos.
—¿El general Balantyne? —dijo con tono jovial en el patio del Red Bull, apoyado en un barril—. Entonces era mayor. La verdad es que hace tiempo, pero sí que me acuerdo, sí. ¡Cómo no! ¿Por qué lo pregunta? —No lo dijo de manera agresiva, sino con curiosidad. Los años en India le habían tostado la piel, y no daba la impresión de estar molesto por aquella ola de calor excepcional. Entrecerró los ojos para que no lo deslumbrara el reflejo del sol en el agua, pero no buscó la sombra.
Tellman se sentó en el murito de ladrillo que separaba el patio del pequeño huerto. El sonido del río, que no se veía, era un fondo sonoro agradable, pero el calor le quemaba la piel y tenía los pies ardiendo.
—¿Verdad que estuvo a sus órdenes en India? —preguntó.
Treadwell lo miró con la cabeza un poco ladeada.
—Si no lo supiera no me lo preguntaría. ¿Qué pasa? ¿Para qué quiere saberlo?
Durante el viaje en barco de vapor Tellman había intentado encontrar una respuesta satisfactoria, pero seguía teniendo dudas porque no quería influir en lo que le dijera Treadwell.
—No puedo explicárselo del todo, porque es confidencial —dijo lentamente—. Creo que se fragua un delito y que el general podría ser una de las víctimas. Quiero evitarlo.
—¿Y por qué no lo avisa? —dijo Treadwell.
Era una pregunta razonable. Desvió la mirada hacia un vapor que pasaba cerca de la orilla y debió de preguntarse si eran los de aduanas.
—No es tan sencillo. —Tellman tenía la respuesta preparada—. También queremos detener al delincuente. Créame, si el general pudiera nos ayudaría.
Treadwell le devolvió su atención.
—¡Eso sí me lo creo! —dijo—. Era el colmo de la rectitud. Con él siempre sabías a qué atenerte; no como otros, y no digo nombres.
—¿Era estricto con el reglamento? —preguntó Tellman.
—No especialmente. —Treadwell dejó de lado sus negocios y se concentró en el inspector—. Si le parecía justificado saltárselo, no dudaba. Sabía que si les pides a tus hombres que mueran por una causa es necesario que crean en ella, igual que es necesario que crean en su oficial si tienen que obedecerle sin entender el motivo de sus órdenes.
—¿Las órdenes no se cuestionan? —dijo Tellman, incrédulo.
—Pues claro que no —contestó Treadwell desdeñosamente—, pero algunas se obedecen… digamos que poco a poco, y en otras se tiene confianza.
—¿Y en el caso de Balantyne?
—Confianza. —Lo dijo sin dudar—. Sabía lo que tenía entre manos. Nunca delegaba en nadie lo que pudiera hacer personalmente. Hay hombres que mandan desde la retaguardia, pero él no. —Se sentó encima del barril para hacer memoria. El sol le hacía entrecerrar un poco los ojos, pero su calor no lo afectaba—. Me acuerdo de que una vez, estando en la frontera noroeste… —Su mirada se volvió ausente—. ¡Qué montañas! Tendría que verlas: unos picos enormes y blancos que no se acababan nunca. Seguro que hacían agujeros en el suelo del cielo.
Respiró hondo.
—El caso —prosiguió— es que el coronel ordenó al mayor Balantyne que se llevara a unos cuarenta hombres (entre ellos yo), subiera por el puerto y sorprendiera a los patanes por detrás. Era bastante nuevo en el noroeste y no conocía a los patanes. El mayor Balantyne intentó convencerlo y le dijo que eran de los mejores guerreros que había, gente lista, dura y que no huía de nada. —Sacudió la cabeza y suspiró con fatiga—. Pero el coronel ni caso. Era uno de esos inútiles que siempre creen que tienen la razón. —Miró a Tellman para comprobar que estuviera atento a la historia.
—¿Y entonces? —lo animó el inspector, moviendo nerviosamente los pies. Sentía resbalar las gotas de sudor por su espalda.
—El mayor no tuvo más remedio que cuadrarse —continuó Treadwell—. «Sí, señor. No, señor». Orden recibida. Pero en cuanto no nos vieron desde el puesto dijo en voz alta que se le había estropeado la brújula, nos ordenó dar media vuelta y siguió su plan: atacar a los patanes por dos flancos y en vez de defender nuestras posiciones seguir marchando. Pegamos unos cuantos tiros y desaparecimos antes de que hubieran averiguado por dónde llegábamos.
Miró con atención a Tellman, atrapado inevitablemente por el relato.
—¿Ganaron?
—¡Que si ganamos, dice! —contestó Treadwell con una sonrisa burlona—. Pues claro, y se llevó todo el mérito el coronel. Se puso como una fiera, pero ya no había remedio. El muy cretino se puso firme y les escuchó decir lo listo que era. ¡Hasta les dio las gracias! Claro, qué iba a hacer.
—¡Pero si había sido idea del mayor! —protestó Tellman—. ¿No se lo dijo al que estuviera al mando?
Treadwell sacudió la cabeza.
—Se nota que no ha estado en el ejército. —Su tono era al mismo tiempo conmiserativo y teñido de una especie de protección, quizá hacia los inocentes de este mundo—. Nunca se pone en evidencia a los camaradas, aunque se lo busquen, y menos el mayor, que era de la vieja guardia: lo aceptaba todo sin rechistar. Yo lo he visto tan hecho polvo que casi se caía, pero seguía caminando. Claro, es que no quería fallarles a sus hombres. Es lo que se llama ser oficial, al menos buen oficial. Siempre hay que ser un poco mejor que el resto. Si no ¿cómo podrían seguirte?
Salió una tremenda risotada por la puerta abierta del local. Tellman frunció el entrecejo.
—¿A usted le caía bien? —preguntó.
Treadwell no entendía la pregunta.
—¿Cómo que si me caía bien? Era el mayor. Los oficiales no caen ni bien ni mal. Los quieres o los odias. Los que te caen bien son los amigos, los que marchan a tu lado, no en cabeza.
Tellman conocía la respuesta antes de preguntar, pero necesitaba oírla.
—¿Usted quería u odiaba al mayor?
Treadwell sacudió la cabeza.
—¡Si no le viera la cara lo tomaría por tonto! ¿No acabo de decirle que era de los mejores?
Tellman estaba confundido. Tenía la obligación de creer a Treadwell porque la luz de sus ojos era demasiado clara, al igual que su regocijo delante de alguien que por ser ajeno al ejército no captaba lo que a él le parecía evidente.
Le dio las gracias y se marchó. ¿Qué le había ocurrido a Balantyne para convertirse en lo que era, un hombre frío y solitario? ¿A qué se debía que Treadwell tuviera una imagen tan… irreconocible de él?
El siguiente soldado que encontró se llamaba William Sturton. Era otro hombre de extracción humilde que había llegado a sargento después de muchos años en el ejército y estaba orgullosísimo de ello. Se movía con dificultad por culpa del reuma, y la sombra moteada del banco del parque donde se sentó le iluminaba el pelo blanco y las patillas. Se moría de ganas de hablar, rememorar las glorias del pasado con aquel joven que no las conocía y parecía tan interesado.
—¿Que si me acuerdo del coronel Balantyne? Por supuesto —dijo con la cabeza erguida, una vez Tellman se hubo presentado—. Estaba al mando cuando entramos en Lucknow después del gran motín. No he visto nada igual.
Después de tantos años, sus facciones estaban tensas por el esfuerzo de controlar la angustia con que seguía recordando el episodio. Tellman no alcanzaba a imaginar lo que estaría viendo en su fuero interno. Él conocía la pobreza, el crimen y la enfermedad; conocía los estragos del cólera en los arrabales y había visto cadáveres helados de mendigos, viejos y niños sin hogar; conocía el terrible sufrimiento nacido de la impotencia y la indiferencia, pero nunca había estado en una guerra. El asesinato individual era una cosa, y otra muy distinta e inimaginable una cruenta masacre. Sólo podía adivinarlo y observar la cara del sargento. Lo animó a seguir.
—Dice que entraron…
—Sí. —Sturton tenía la mirada ausente y los ojos vidriosos—. Lo que me pudo fue ver a las mujeres y los niños. Estoy acostumbrado a ver hombres cortados en pedazos.
—¿Y el coronel Balantyne? —dijo Tellman para reconducir la conversación. No quería oír más detalles. Conocía el episodio por lecturas y por lo que le habían explicado en el colegio, más que suficiente para saber que no le gustaba.
Una ráfaga de brisa hizo temblar las hojas, haciéndolas murmurar como las olas en la playa. Se oyó a lo lejos una risa de mujer.
—Nunca se me olvidará la cara del coronel. —Sturton estaba perdido en el pasado. Se encontraba en India, no en una tarde de verano inglés mucho más tibia—. Parecía un cadáver. Tuve miedo de que se cayera del caballo. Al bajar tropezó, y cuando caminó hacia el primer montón de muertos le temblaban las rodillas. Había visto muchos en el campo de batalla, pero no era lo mismo.
Tellman intentó imaginárselo y le entraron náuseas. Se preguntó por la naturaleza y la hondura de los sentimientos de Balantyne. ¡Su imagen actual era tan fría e inflexible!
—¿Y qué hizo? —preguntó.
Sturton no lo miró. Sus pensamientos seguían en Lucknow, a treinta y cuatro años de distancia.
—Estábamos todos igual de afectados —dijo en voz baja—. Se hizo cargo el coronel; estaba blanco como el papel y le temblaba la voz, pero dio las órdenes necesarias y nos explicó cómo había que registrar los edificios para estar seguros de que no hubiera ninguna emboscada. Vaya, que no hubiera nadie escondido. —En su voz vibraba el orgullo de haber cumplido su deber y haber sobrevivido para vivir unos tiempos más clementes—. Ordenó cercar el perímetro y poner guardias por si volvían —añadió sin mirar al inspector, que estaba sentado a su lado—. Envió a los más jóvenes para que no vieran a los muertos. En la tropa había algunos que estaban muy impresionados. Ya le he dicho que eran las mujeres, algunas hasta con bebés. El coronel dio la vuelta al montón para ver si había alguien vivo. No sé cómo fue capaz. Yo no habría podido, pero bueno, para eso es coronel.
—Era coronel porque le compró su padre los galones —dijo Tellman. Inmediatamente después, y sin saber por qué, lamentó el comentario.
Sturton lo miró con un desprecio mitigado por la paciencia. Se le notaba en la expresión que no lo consideraba digno de recibir explicaciones.
—Usted no tiene ni idea de lo que es el deber, la lealtad ni nada. Si no, no habría dicho una estupidez tan grande —replicó—. A un hombre como el coronel Balantyne lo habríamos seguido hasta el fin del mundo, y orgullosos, no se crea. Nos ayudó a enterrar a los muertos y después rezó por ellos. De noche, cuando hace calor, cierro los ojos y me parece oír su voz. No es que llorara (¿cómo iba a llorar?), pero tenía el horror pintado en la cara. —Suspiró y guardó silencio.
Esta vez Tellman no se atrevió a interrumpirlo. Lo embargaban unas emociones extrañas y desasosegadoras. Intentó imaginarse al general con muchos años menos y una vida interior poblada de emociones como la rabia, el dolor y la compasión, todo ello disimulado por un esfuerzo brutal porque era su deber y tenía que acaudillar a sus hombres sin que por bien de ellos dudaran de su oficial ni le observaran ninguna debilidad. No era el Balantyne a quien creía conocer.
Sturton salió de sus cavilaciones.
—¿Qué quería saber del coronel? No pienso criticarlo porque no hay nada que criticar. Si cree que ha hecho algo malo es que es tonto de remate, más tonto y más ignorante de lo que me había parecido al principio, que ya es decir.
Tellman aceptó el reproche sin quejas, porque estaba demasiado confuso para justificarse.
—No… —dijo lentamente—. No, no creo que haya hecho nada. Busco a una persona que intenta perjudicarlo. Un enemigo. —Reparó en la rabia de Sturton—. Es posible que lo acompañara en la campaña de Abisinia, pero no seguro.
—¿Tiene alguna pista? —dijo Sturton, indignado—. ¿Qué clase de enemigo?
—Alguien con tan pocos escrúpulos que es capaz de querer chantajearlo con una historia falsa —contestó Tellman. Temió haber revelado demasiadas cosas. Tenía la sensación de caminar por arenas movedizas. De repente se movía todo bajo sus pies.
—¡Pues más vale que lo encuentre! —dijo Sturton con furia—. ¡Y pronto! ¡Yo le ayudo! —Se puso tenso, como si fuera a empezar de inmediato.
Tellman vaciló. ¿Por qué no? No estaba en situación de rechazar ninguna ayuda cualificada.
—De acuerdo —aceptó—. Necesito que me diga todo lo que averigüe sobre el ataque al tren de suministros en Arogee, que es el episodio al que se refiere la mentira.
—¡Hecho! —dijo Sturton—. Bow Street, ¿no? Allí estaré.
Durante dos días, el propio Tellman siguió discretamente los pasos de Balantyne. No era difícil, porque el general salía muy poco de casa y caminaba tan ensimismado que nunca miraba a los lados, y mucho menos atrás. El inspector habría podido caminar a su lado sin que lo viera.
La primera salida del general fue en carruaje y en compañía de su esposa, una mujer guapa y morena que a Tellman le pareció intimidadora. Se cuidó mucho de que lo sorprendiera mirándola, aunque fuera por casualidad. Se preguntó por el motivo de que Balantyne la hubiera escogido por esposa… hasta caer en la cuenta de que quizá no lo hubiera hecho. Tal vez se tratara de un matrimonio de conveniencia por cuestiones familiares o pecuniarias. Elegancia no le faltaba, pensó al verla por la acera siguiendo al general casi sin mirarlo y aceptando la mano del cochero para subir al coche descubierto.
Después la señora Balantyne se arregló la falda con un movimiento lleno de pericia y miró al frente. Ni siquiera volvió la cabeza para ver subir a su esposo, ni al contestar a unas palabras suyas. A continuación se anticipó a él en dar al cochero la orden de arrancar.
Tellman se sintió un poco violento por el general, como si hubiera sufrido un desaire. La sensación, además de extraña, lo tomó por sorpresa.
Siguió al matrimonio hasta una exposición de arte a la que no se le permitió acceder. Aguardó a que salieran, cosa que hicieron poco después de una hora. Lady Augusta irradiaba vida, dureza… e impaciencia. Balantyne conversaba animadamente con un hombre de pelo blanco. Se trataban con un respeto que lindaba con el afecto. Tellman se acordó de que el general practicaba la acuarela.
Lady Augusta dio unos golpecitos con la suela del zapato.
Balantyne siguió hablando por espacio de unos minutos. Durante el camino de vuelta ella no le hizo ningún caso, y cuando llegaron a Bedford Square se apeó del vehículo y subió hasta la puerta de la casa sin esperarlo ni mirar hacia atrás.
La segunda salida del general fue en solitario. Caminaba deprisa, pálido y muy fatigado. Dio una moneda de tres peniques al golfillo que barría el cruce con Great Russell Street y un chelín al mendigo de la esquina con Oxford Street.
Llegó al club Jessop y desapareció en su interior, pero tardó menos de una hora en salir. Tellman lo siguió durante todo el camino de vuelta a Bedford Square.
Después regresó a Bow Street y consultó los expedientes antiguos de Pitt para informarse del caso de los asesinatos en Devil’s Acre y la asombrosa tragedia de Christina Balantyne. Su lectura le produjo un sentimiento de horror tan intenso que se le formó un nudo en el estómago, debido a la impotencia, la rabia por un sufrimiento contra el que nada podía, la destrucción intencionada y el dolor.
Cenó poco y deprisa. Su imaginación se había quedado en los oscuros callejones de Devil’s Acre, viendo la sangre en los adoquines, pero de vez en cuando la asaltaban escenas todavía peores: niñas asustadas, de la misma edad que Jemima, la hija de Pitt; niñas cuyos gritos sólo oían otras niñas que compartían su impotencia, encogidas de miedo.
Se preguntó por Christina Balantyne y el general. Quizá en su lugar él también hubiera escogido aficiones solitarias. ¡Ojalá Dios no lo pusiera en situación de saberlo!
A la mañana siguiente, cuando siguió al general, lo hizo con un estado de ánimo muy diferente, y asistió con sorpresa a su encuentro con Charlotte Pitt en la escalinata del Museo Británico.
La alegría que detectó en Balantyne al reconocerla hizo que se sintiera como un intruso, un mirón. Vio en el general una profunda vulnerabilidad, como si experimentase un afecto muy intenso y no se atreviera a confesárselo a sí mismo, y menos a ella.
Presenciando la viva preocupación de Charlotte, su manera de mirarlo a los ojos y su franqueza ilimitada, Tellman se dio cuenta bruscamente de que ella desconocía la naturaleza u hondura de los sentimientos del general. Se le notaba en la cara que tenía miedo por él. Tellman lo habría averiguado con sólo mirarla, aunque no lo supiera por Gracie.
Dieron media vuelta para entrar en el museo, y él los siguió sin plantearse ninguna otra posibilidad. Cuando Charlotte miró de reojo a una mujer que casi le pisaba los talones, el inspector comprendió con un escalofrío que si llegaba a verlo lo reconocería al instante.
Apoyó una rodilla en el suelo e inclinó la cabeza como si se anudara los zapatos, con el resultado de que el hombre de detrás tropezó y recuperó el equilibrio con dificultad, además de con mal humor. El incidente atrajo sobre Tellman una atención mayor que si se hubiera limitado a seguir a la pareja a distancia más discreta. Se enfadó consigo mismo.
En adelante debería quedarse en el lado opuesto de las salas y observarlos a través de su reflejo en las vitrinas de cristal que contenían algunas piezas. Balantyne sólo tenía ojos para Charlotte; ella, no obstante, reconocería a Tellman de perfil, y quizá hasta de espaldas.
Por un tiempo consiguió quedarse detrás de una mujer muy charlatana con vestido negro de bombasí. Amparado por ella, vio desplazarse de sala en sala a Charlotte y Balantyne, que conversaban fingiendo mirar las obras. Ella estaba al corriente del chantaje y el asesinato, y decidida a intervenir en defensa de su amigo. Tellman ya le conocía aquella actitud; quizá el apasionamiento fuera nuevo, pero conocía su talento para involucrarse.
En algunas ocasiones, cuando cambiaban de vitrina, Tellman se veía obligado a fingir gran interés por el objeto que tuviera más cerca. Se hallaban en un lugar donde un hombre solo que no mirara nada llamaría la atención.
Se encontró en proximidad de lo que figuraba en la plaquita como relieve de un palacio asirio, fechado en siete siglos antes de Cristo y complementado por un dibujo imaginario del conjunto del edificio. Su tamaño le produjo un gran asombro. Debía de haber sido magnífico. El nombre del rey que lo había gobernado le resultaba impronunciable. Se sorprendió de que fuera tan interesante. Volvería otro día en que tuviera más tiempo para leer el texto. Hasta podía ir con Gracie.
Ahora tocaba seguir a Charlotte y Balantyne. Casi se le habían escapado.
Empezaba a entender el interés de Charlotte por el caso. Balantyne no era como había creído Tellman. Por lo tanto, se había equivocado e incurrido en varios errores de apreciación. Si podía errar tanto en sus juicios sobre Balantyne, ¿qué decir de toda la gente arrogante y demasiado privilegiada por quien había sentido antipatía y rechazo?
¿Qué de sus ideas preconcebidas?
¿No quedaba, en suma, como una persona ignorante y llena de prejuicios? Alguien a quien Gracie no querría; alguien enfadado consigo mismo, y con las ideas confusas.
Dio media vuelta, salió de la exposición y del museo y bajó por la escalera a pleno sol. Le quedaba mucho que pensar, y su cerebro era un caos. Tanto como sus emociones.