4

Al llegar a casa, Pitt recibió las noticias de Tellman por boca de Gracie y lo entristeció profundamente el hecho de que las pruebas parecieran relacionar más estrechamente a Albert Cole y Balantyne. Se propuso ordenar al inspector que averiguara todo lo posible acerca de Cole, con preferencia por sus antecedentes de robo o tentativas de extorsión. En realidad le parecía imposible que en la vida de Balantyne hubiera algo que pudiera convertirlo en víctima de una de ellas. Ya hacía años que las tragedias del pobre general habían sido expuestas con violencia a la luz pública, sin que quedara ningún recoveco de amargura por iluminar.

Recordó una vez más las circunstancias cuando pasó al lado del vendedor de periódicos y le oyó pregonar los titulares:

—¡Aparece un cadáver delante de la casa de un general! ¡El asesinato de un viejo soldado en Bedford Square trae de cabeza a la policía! ¡Léanlo todo y saquen sus propias conclusiones! ¿Quiere uno, señor? Gracias ¡Tenga!

Pitt cogió su ejemplar, lo abrió y sintió aumentar su ira y consternación a medida que avanzaba en la lectura. El texto era demasiado vago para ser llevado a los tribunales, pero la insinuación quedaba clara: puesto que Balantyne era general, seguro que en algún momento había tenido al muerto a sus órdenes. Los unía algún vínculo de amor u odio, conocimiento, venganza o conspiración. Ni siquiera faltaba una alusión velada a la traición, tan sutil que a algunos podía pasarles desapercibida, pero no a todos. Nada de lo dicho carecía de cierta verosimilitud.

Y todo era capaz de hundir a Balantyne.

Dobló el periódico, se lo puso debajo del brazo y siguió caminando hasta la comisaría de Bow Street.

Justo después de que entrara llegó un agente a decirle que tenía un mensaje: el subcomisionado Cornwallis deseaba verlo de inmediato. No había declarado el motivo.

Pitt volvió a levantarse sin mirar nada de lo que tenía encima de la mesa. Lo primero que temió fue que Cornwallis hubiera recibido otra carta donde figuraran las condiciones por las que el chantajista guardaría silencio. Se le ocurrieron todas las posibilidades, desde simple dinero a información sobre casos delictivos, y hasta manipulación de pruebas.

No se tomó la molestia de dejar un mensaje a Tellman, el cual se las arreglaría perfectamente solo. El inspector no necesitaba instrucciones de Pitt ni de nadie para investigar la vida y costumbres de Albert Cole.

Salió a la calle, caminó hasta Drury Lane y cogió un coche. El vehículo dio media vuelta y se dirigió hacia el sur sin que su ocupante prestara atención a nada: el resto del tráfico, la mañana bulliciosa y soleada, la discusión de dos carreteros que transportaban cerveza, los cocheros dejando paso a una espléndida carroza fúnebre en perfecta armonía con cuatro caballos negros adornados con penachos del mismo color… Tres manzanas más allá tampoco se fijó en un cupé abierto cuyas pasajeras, seis chicas guapas, reían coquetas y movían sus sombrillas, poniendo en peligro a todos los vehículos de tiro que pasaran lo bastante cerca para ser golpeados por los mencionados adminículos.

Lo introdujeron al despacho de Cornwallis, a quien encontró como tantas otras veces al lado de la ventana que daba a la calle. Oyéndolo entrar, Cornwallis giró sobre sus talones. Estaba pálido, con ojeras y los labios tensos.

—Buenos días —dijo mientras Pitt cerraba la puerta—. Pase. —Señaló las sillas de delante de la mesa con un vago ademán, pero él siguió de pie y en equilibrio inestable, como si tuviera intención de empezar a pasearse por el despacho en cuanto gozara de la atención completa de Pitt—. ¿Conoce a Sigmund Tannifer?

—No.

Cornwallis lo miraba fijamente. Tenía el cuerpo tenso y las manos en la espalda.

—Es un banquero con mucho renombre en la City y un gran poder en los círculos financieros.

Pitt aguardó.

Cornwallis empezó a pasearse de manera compulsiva: cinco pasos en un sentido, media vuelta veloz y cinco en el contrario, como si el despacho fuera la cubierta de un barco con el viento a favor y a punto de entrar en combate.

—Anoche me llamó —dijo atropelladamente—. Parecía… angustiado. —Llegó al final y dio otra media vuelta, mirando a Pitt de reojo—. No quiso decirme de qué se trataba, pero me preguntó por el caso de Bedford Square, concretamente quién lo investigaba. —Giro y vuelta—. Le dije que usted y me pidió verlo… en privado… lo antes posible; esta mañana, de hecho. —Volvió a acercarse con las manos cruzadas en la espalda—. Yo le pregunté si tenía información sobre el caso, pensando que quizá le hubieran robado a él o a algún conocido… algún vecino de Bedford Square. —Se detuvo con mirada de desconcierto, muy desmejorado—. Dijo que no sabía nada, que se trataba de otro asunto, privado y muy grave. —Se aproximó al escritorio y entregó un papelito a Pitt—. Tenga la dirección. Está en casa esperándolo.

Pitt cogió el papel y lo leyó de un vistazo. Tannifer vivía en Chelsea.

—Sí, señor. Voy enseguida.

—Perfecto. Gracias. —Por fin se quedó quieto Cornwallis—. Comuníqueme de qué se trata. Estaré de vuelta antes que usted… o eso creo.

—¿De vuelta? —preguntó Pitt.

—¿Cómo? Ah, sí. —Cornwallis espiró con lentitud—. Tengo que ir a mi club, el Jessop. Confieso que no tengo ganas ni tiempo. —Esbozó una sonrisa para disimular un poco lo primero. Le tenía pavor a visitar el club, como si hubiera alguna posibilidad de que sus amigos y colegas ya conocieran el contenido de la carta y le dieran crédito (o como mínimo dudaran)—. Pero tengo que ir —explicó—. Es un comité de caridad, demasiado importante para faltar. Para los niños. —Lo dijo un poco avergonzado, y se apresuró a dar media vuelta para recoger el sombrero y salir después de Pitt.

Pitt tomó un coche y, nuevamente ensimismado, pidió que lo llevaran a Queen Street, justo al lado del embarcadero de Chelsea. Era un barrio bonito, próximo al Jardín Botánico, allende la fachada del hospital de Chelsea y el amplio espacio de Burton’s Court. El final de la calle desembocaba directamente en el río, que estaba azul y gris y reflejaba el sol.

Llamó a la puerta del número apuntado en el papel y enseñó su tarjeta al lacayo que la abrió. Le franquearon el acceso a un vestíbulo con suelo enlosado y varias alfombras persas, cuyas paredes estaban adornadas por una gama completa de armas históricas, desde una espada de cruzado a dos pares de pistolas de duelo y dos estoques, pasando por un sable napoleónico. Poco después lo condujeron a un estudio con paredes de madera cuya puerta se abrió a los cinco minutos de espera, dando paso a un hombre alto y de pelo negro. Era un personaje que llamaba la atención, si bien de facciones demasiado poderosas, demasiado carnosas para ser calificado de apuesto.

Pitt le calculó unos cincuenta y cinco años, amén de una fortuna considerable. Su ropa era de un corte intachable, y de una tela que por su caída quizá llevara algo de seda. Lo mismo indicaba el lustre de su corbata.

—Gracias por venir, superintendente. Ha sido muy amable. Póngase cómodo, se lo ruego. —Señaló las sillas de cuero oscuro y gastado, y en cuanto vio sentado a Pitt en una de ellas hizo lo propio con la del lado opuesto, pero lejos de relajarse permaneció erguido y con las manos juntas. No delataba un nerviosismo a flor de piel, pero se observaba en él una profunda inquietud.

A Pitt se le ocurrieron varias preguntas, pero se las guardó. Dejaría hablar libremente a Tannifer.

—Tengo entendido que investiga el desgraciado incidente de Bedford Square —dijo el dueño de la casa, tanteando el terreno.

—Sí —contestó Pitt—. En estos momentos un inspector indaga en la vida del muerto con el objetivo de averiguar qué hacía en la plaza. Solía moverse por Holborn. Vendía cordones en una esquina de Lincoln’s Inn Fields.

—Sí. —Tannifer asintió—. He leído en el periódico que había sido soldado. ¿Es cierto?

—En efecto. ¿Sabe algo de él, señor Tannifer?

El banquero sonrió.

—Nada, por desgracia. —Se le borró la sonrisa—. Sólo quería hablar con usted por lo que da a entender la prensa acerca de la posible implicación del pobre Balantyne. No cabe duda de que es usted un hombre perspicaz y discreto, merecedor de la plena confianza de Cornwallis. De lo contrario no le habría asignado un caso de estas características. —Observaba a Pitt con gran detenimiento, formándose una opinión de él.

Pitt consideró que holgaba contestar. Una negativa dictada por la modestia habría estado fuera de lugar. Tannifer estaba resultando ser todo un experto en el caso.

Apretó los labios.

—Señor Pitt, he recibido una carta muy inquietante. Podría ser calificada de chantaje, de no ser porque no pide nada.

La impresión dejó a Pitt casi sin aliento. Era lo último que esperaba. El opulento banquero en cuya presencia se hallaba no tenía el aspecto angustiado de Cornwallis, pero quizá se debiera a que aún no había evaluado toda la importancia de lo que significaba la carta. Tarde o temprano llegarían la tensión, el miedo y las noches en vela.

—¿Cuándo la recibió, señor Tannifer?

—En el último reparto de la tarde —contestó el banquero—, e informé a Cornwallis sin dilación. Como nos conocemos hace tiempo, consideré que podía tomarme la libertad de acudir a él directamente y hasta ir a molestarlo a su casa. —Respiró muy hondo y vació los pulmones, relajando los hombros de manera voluntaria—. Verá usted, señor Pitt, me encuentro en una posición muy delicada. Mis posibilidades de seguir con mi carrera, de ser útil a alguien, dependen por completo de la confianza. —Miró a Pitt a la cara para ver si lo entendía, y apareció en sus ojos un asomo de duda. Quizá esperara demasiado.

—¿Puedo ver la carta? —pidió Pitt.

Tannifer se mordió el labio y cambió de postura, pero no opuso resistencia.

—Cómo no. Está aquí, en la esquina de la mesa.

La señaló con una mano, como si le diera reparo el mero hecho de volver a tocarla.

Pitt se levantó y levantó el sobre de la superficie bruñida donde descansaba. El nombre y la dirección habían sido confeccionados con letras recortadas de los periódicos, pero tan minucioso y preciso era el recorte, estaban tan bien pegadas, que a primera vista parecían impresas.

El matasellos correspondía a la zona centro y a la tarde anterior. La abrió y leyó la única hoja que contenía.

Señor Tannifer:

El ejercicio de sus dotes financieras le ha granjeado riqueza y respeto, siempre con dinero ajeno. Ambas cosas se basan en la confianza de la gente, que no pone en duda su honradez. ¿Pensarían lo mismo si supieran que en una ocasión no fue usted ni mucho menos tan escrupuloso, y que incrementó su fortuna personal usando fondos desfalcados a sus clientes?

Warburton y Pryce, al parecer. Ignoro la suma, y es posible que ni usted la recuerde. Quizá no llegara a conocerla. ¿Para qué contar lo que no pensaba devolver? ¿Tiene usted sentido del absurdo?

Debe de tenerlo, o no permitiría a nadie confiarle su dinero. ¡Yo no lo haría!

Quizá llegue el día en que nadie lo haga.

Eso era todo. El sentido estaba clarísimo, como en la carta de Cornwallis, y al igual que en ésta no se pedía nada ni se formulaban amenazas concretas y explícitas. Sin embargo la dureza, la malevolencia y el peligro no podían ser más claros.

Pitt miró a Tannifer, que lo observaba casi sin pestañear.

—¡Ya lo ve! —dijo el banquero con acritud, como si el sosiego fuera un mero y fino barniz—. No pide nada, pero la amenaza está presente. —Se inclinó hacia la mesa, arrugándose la chaqueta—. ¡Es completamente falso! No he robado medio penique en toda mi vida, y creo poder demostrarlo con tiempo suficiente y una auditoría minuciosa de los libros del banco.

Se quedó mirando a Pitt, escudriñando sus ojos y su cara como si anhelara vivamente percibir esperanza o comprensión.

—Pero el simple hecho de que hiciera tal cosa o la creyera necesaria —continuó— sembraría la duda. Basta con una insinuación para hundirme; a mí y al banco, a menos que me despidan. La única solución sería dimitir. —Hizo un gesto amplio y un poco torpe con las manos—. Y aun así habría gente que lo interpretaría como un reconocimiento de culpa. ¡Dios mío! ¿Qué puedo hacer?

Pitt habría querido darle una respuesta que le infundiera la esperanza que tanto ansiaba, pero no había ninguna manera de hacerlo sin incurrir en falsedad.

¿Debía decirle que no era el único?

—¿Lo sabe alguien más? —preguntó, señalando la carta.

—Sólo mi mujer —contestó Tannifer—. Se dio cuenta de mi estado y tuve que elegir entre contarle la verdad o inventar una mentira. Siempre he confiado plenamente en ella, y se la enseñé.

Pitt pensó que había sido un error. Temía que la esposa del banquero se asustara tanto que no supiera disimular su congoja, y hasta sintiera la necesidad de confiar en terceros, como pudiera ser su madre o una hermana.

Tannifer debió de leerle los pensamientos en la cara, porque sonrió y dijo:

—No tema, señor Pitt. Mi esposa es una mujer de lealtad y valentía excepcionales. Confío en ella más que en nadie.

Era una afirmación poco habitual. Bien pensado, sin embargo, Pitt habría dicho lo mismo de Charlotte. Por eso se ruborizó un poco y se sintió culpable por haber menospreciado a la señora Tannifer sin ninguna prueba.

—Le pido disculpas —dijo, arrepentido—. Sólo pensaba…

—Es natural —lo interrumpió el banquero, restando importancia al incidente y sonriendo por primera vez—. Por lo general tendría usted razón. No hay motivo para avergonzarse.

Asió la cuerda de la campanilla y tiró de ella. Poco después aparecía un lacayo.

—Haga el favor de llamar a la señora Tannifer —le ordenó Tannifer. Cuando estuvieron a solas volvió a mirar a Pitt con seriedad—. ¿Qué ayuda puede prestarnos, superintendente? ¿Cómo debo comportarme respecto a esta… amenaza?

—Lo primero es no contársela a nadie —repuso Pitt con mirada grave—. No propicie la menor sospecha. Piense en alguna causa verosímil a la que atribuir su angustia en previsión de que repare alguien en ella. Es preferible no fingir que va todo bien, porque se arriesgaría a no ser creído. No dé pábulo a las especulaciones.

—Claro, claro. —Tannifer asintió con la cabeza.

Se oyeron golpes suaves en la puerta, que se abrió poco después y reveló a una mujer cuyo aspecto, a simple vista, parecía bastante anodino. Era de estatura mediana, un poco delgada y de hombros angulosos; debajo del vestido, que casi no tenía polisón, las caderas se adivinaban demasiado estrechas para ajustarse a la moda, e incluso a la idea de feminidad. Su pelo rubio oscuro poseía una ondulación natural. Sus facciones no eran hermosas: la nariz carecía de elegancia, y los ojos, grandes y azules, miraban muy fijamente. En su boca delicada se leía una extraña vulnerabilidad. Lo llamativo era el porte. Aquella mujer estaba dotada de una gracia peculiar que la habría llevado a destacar en cualquier multitud, y su atractivo crecía cuanto más se la miraba.

Los dos hombres se levantaron.

—Parthenope, te presento al superintendente Pitt, de Bow Street —dijo Tannifer—. Viene a propósito de la maldita carta.

—¡Cuánto me alegro! —se apresuró ella a contestar. Su voz era cálida y un poco ronca. Miró a Pitt con seriedad—. ¡Es diabólico! El que la ha escrito es el último en creer en lo que dice. Utiliza la amenaza de una mentira para hacer daño y… Algo quiere, pero ignoro qué. ¡Ni siquiera lo dice! ¿Cómo podemos luchar contra él? —Se aproximó a su marido y unió su brazo con el suyo de manera casi inconsciente. Era un gesto a la vez espontáneo e intensamente protector.

—En primer lugar compórtese con naturalidad —repitió Pitt, dirigiéndose esta vez a Parthenope Tannifer—, pero si alguien se da cuenta de que está nerviosa justifíquelo de otra manera. No intente engañarlo con una negativa en la que no creería.

—El hermano de mi esposa está en India, concretamente en Manipur, de donde llegan noticias bastante inquietantes. —Viendo que Pitt asentía con la cabeza, el banquero siguió hablando—. Sabrá usted que en septiembre del año pasado hubo un golpe en palacio. Los nuestros lo interpretaron como una rebelión, y en marzo de este año nuestro representante en Assam se puso al mando de cuatrocientos gurkhas y marchó sobre Imphal, la capital de Manipur, para entablar conversaciones. A su llegada fueron capturados y muertos.

Frunció el entrecejo, como si aún no diera crédito al resto de la historia.

—Parece —dijo— que no quedó ningún oficial con rango suficiente, por lo que la joven viuda del agente político condujo fuera de la ciudad a los oficiales británicos y gurkhas supervivientes, atravesando la jungla y subiendo por las montañas en dirección a Assam. Fueron rescatados por una tropa de gurkhas que llegaba en dirección contraria. —Se permitió una breve risa—. Siempre puedo decir que estoy preocupado por él. Deberían creerme.

Miró a Parthenope, que expresó su conformidad con un brillo de imaginación y orgullo en la mirada. Pitt recondujo sus pensamientos desde los sucesos insólitos de Manipur a la presente y lamentable situación en Londres. La idea de que dos destacados personajes sufrieran la amenaza de una forma peculiar de desprestigio público, sin que en ningún caso se les pidiera un precio, le dio escalofríos.

También lo obligó a preguntarse si el general Balantyne no sería la tercera víctima del plan, del cual no habría hablado por miedo o vergüenza. En su caso, la amenaza era naturalmente mayor: la aparición de un cadáver delante de su puerta había despertado la atención pública y las pesquisas de la policía.

¿Era Albert Cole el chantajista?

Parecía muy poco probable. Las reflexiones de Pitt llevaban a descartarlo. Cogió la carta de Tannifer y la releyó. Su estilo elaborado no podía deberse a un simple soldado convertido en vendedor ambulante de cordones.

Sin embargo, llevaba en el bolsillo la caja de rapé del general, objeto que había resultado carecer de valor pero no de belleza ni probablemente de unicidad.

Tannifer y Parthenope lo miraban con atención.

—¿Se ha guardado algo importante, superintendente? —preguntó el primero, preocupado—. Me inquieta la expresión de su cara.

Parthenope estaba rígida y con la boca torcida por el miedo.

Pitt tomó una decisión rápida.

—No es usted el único que sufre las amenazas del autor de la carta, señor Tannifer… —calló al ver asombro en la cara del banquero, y algo que podía interpretarse como alivio.

—¡Qué horror! —estalló Parthenope, tensando todo el cuerpo y apartando su brazo del de Tannifer. Juntó estrechamente las manos por delante—. ¿A quién más…? ¡Perdón, perdón! Qué estúpida pregunta. Comprendo que no puede decírnoslo. Sé que lo contrario implicaría explicar nuestra difícil situación a otras personas.

—No, señora Tannifer —corroboró Pitt—, le garantizo que jamás hablaría de ella sin su permiso. Se trata, al igual que su marido, de un hombre de honor, un personaje destacado cuya reputación nunca había sido puesta en entredicho. Se le acusa de una falta que le repugna más que cualquier otra; por desgracia no puede demostrar su inocencia, que es completa. De momento no puede, aunque es posible que una labor concienzuda se lo facilite. El acto que se le achaca también pertenece al pasado, y muchas de las personas que podrían haberlo desmentido han muerto.

—¡Pobre! —dijo Parthenope con compasión. Tenía la cara arrebolada y la mirada franca—. ¿Qué podemos hacer, señor Pitt?

Éste anhelaba encontrar una respuesta que infundiera ánimos a la mujer del banquero y le diera la sensación de participar en la lucha, pero su siguiente intervención iba dirigida a su esposo.

—El culpable debe quedar definido por una serie de condiciones —dijo, pensativo—. Es necesario que conozca el incidente que motiva la carta. ¿Tuvo alguna divulgación?

—Ninguna. —Tannifer se animó—. Sí, entiendo lo que dice: sólo puede tratarse de alguien que lo vivió o lo supo a través de uno de los implicados. Es cierto que las posibilidades quedan muy restringidas, pero ha aludido usted a más de una condición. ¿Cuál es la otra?

—Es necesario que desee algo de usted, algo que le sea de provecho. Una manera de saber algo más acerca de su identidad es que piense usted qué puede hacer por él, aparte, claro está, de pagarle una suma de dinero.

Tannifer frunció el entrecejo.

—¿No cree que vaya a pedirme dinero, una vez que se sienta seguro de su poder?

—Es posible —repuso Pitt—. ¿Es usted un hombre rico, con fondos a su disposición?

Tannifer vaciló.

—Pues… A corto plazo no podría pagar sumas elevadas, y vender propiedades lleva su tiempo…

—¡Influencia! —intervino Parthenope con impetuosidad—. Claro, es lo más lógico. —Miró a Tannifer y después a Pitt—. ¿Tiene influencia la otra víctima, superintendente?

—Sí, señora Tannifer, más influencia que dinero. Posee mucha en ciertos ámbitos.

Apareció una sonrisa amarga en la boca de Tannifer.

—Deduzco que no se refiere a Brandon Balantyne, cuya influencia actual es nula. —Sacudió ligeramente la cabeza, gesto extraño de desesperación—. Este caso es repugnante, superintendente. Rezo por que pueda ayudarnos.

Parthenope también miró a Pitt con gravedad, pero no añadió nada a las palabras de su marido.

—¿Podría hacer una lista, señor Tannifer? —sugirió Pitt.

—Por supuesto. Se la enviaré a Bow Street en cuanto la haya terminado —prometió el banquero, tendiéndole la mano—. Gracias por venir, señor Pitt. Deposito en usted toda mi confianza. La de los dos. Le ruego que dé las gracias de mi parte a Cornwallis por enviarlo a usted con tanta rapidez.

Pitt se marchó abrumado por los malos presentimientos y la sensación de que las cartas a Cornwallis y Tannifer delataban un poder mucho mayor de lo que había imaginado en un inicio. No tenían nada de torpe o precipitado, ni procedían de un hombre codicioso que quisiera sacar dinero del conocimiento de un error. Todo lo contrario: se trataba de un plan trazado con esmero, y probablemente con tiempo; un plan cuyo objetivo era ganar poder mediante la corrupción de una serie de personajes influyentes.

Y a pesar de las palabras de Tannifer acerca del retiro de Balantyne, Pitt no pudo evitar preguntarse si también sería víctima de un chantaje. Estaba seguro de que el general tenía miedo de algo, y de que ese algo guardaba relación con la caja de similor hallada en el bolsillo de Albert Cole. ¿Cómo había llegado a manos de este último? La respuesta aclararía muchas cosas sobre la causa de su muerte.

Regresó a Bedford Square con el firme propósito de volver a hablar con Balantyne y tratar de sonsacarle algo. No descartaba preguntarle directamente si había recibido una carta. El lacayo, sin embargo, le informó de que el general había salido a primera hora sin decir en qué momento regresaría. No se esperaba que lo hiciera antes de la cena.

Pitt dio las gracias al criado y fue a la City para indagar sobre Tannifer, su reputación y categoría como banquero y, de ser posible, la influencia que pudiera tener sobre las economías ajenas. También quería saber si existía alguna relación entre él y Cornwallis, e incluso Balantyne.

Charlotte no tenía ninguna intención de dejar que el general Balantyne persiguiera por su cuenta al chantajista. Por eso a la mañana siguiente unió sus fuerzas a las de él. Se encontraron en la escalinata del Museo Británico, donde volvió a reconocerlo a varios metros de distancia, pese a la gran cantidad de transeúntes y la presencia de media docena de personas que esperaban o conversaban entre sí. Lo que llamaba la atención (seguramente más de lo que sospechaba el propio general) era su porte exageradamente erguido. Charlotte pensó que parecía esperar la carga inminente de un pelotón con bayonetas o una horda de guerreros zulúes.

La cara de Balantyne se iluminó al verla, pero su alegría, por lo demás evidente, no consiguió aliviar su tensión.

—Buenos días, señora Pitt —dijo, descendiendo a la acera para ir a su encuentro—. Es usted muy generosa por prestarme su ayuda y sacrificar su tiempo a una búsqueda que podría no dar frutos.

—No hay batalla que merezca ese nombre sin el riesgo del fracaso —le recordó ella con tono enérgico—. Cuando empiezo las cosas no necesito la seguridad del éxito.

El general se ruborizó un poco.

—No pretendía dar la impresión de que pongo en duda su coraje…

Ella le dirigió una sonrisa efusiva.

—Lo sé. Lo interpreto como simple abatimiento por ser víctima de algo tan cobarde, y por tener que luchar contra un enemigo invisible. —Caminó por Great Russell Street con paso decidido; no tenía la menor idea de adónde se dirigían, pero era mejor que quedarse parados—. ¿Por quién empezamos?

—Geográficamente, el más cercano es James Carew —contestó él—. Vive en William Street, cerca del parque. —Levantó el brazo para detener un coche. Ofreció la mano a Charlotte para ayudarla a subir y tomó asiento a su lado con la espalda derecha y la mirada perdida. Ya había dado la dirección al cochero, el cual empezó a sortear con rapidez a carros y carretas, ómnibus y coches de caballos.

Charlotte tenía a punto varios temas de conversación, pero miró de reojo a su acompañante y pensó que cualquiera de ellos significaría una intromisión en sus pensamientos. Prefirió guardar silencio. Era evidente que una simple charla, lejos de atenuar la angustia de Balantyne, lo irritaría insoportablemente. Habría sido la prueba de que Charlotte no entendía la hondura de sus preocupaciones.

Se apearon en William Street.

Cuando llamaron a la puerta de la dirección que les habían facilitado, un lacayo les dijo que James Carew había emprendido una aventura en las Montañas de la Luna. No sabían si volvería ni cuándo.

—¡Las Montañas de la Luna! —dijo Charlotte, caminando velozmente hacia Albany Street con un remolino de faldas, mientras Balantyne intentaba no quedarse atrás—. ¡Necio impertinente!

Él la cogió del brazo y la retuvo con una suave presión.

—Están en Ruwenzori, en el centro de África —explicó—. Fueron descubiertas por el mismo Henry Stanley de quien ya le hablé. ¿Se acuerda? Hace dos años…

—¿Dos años? —Charlotte estaba sorprendida.

—Las descubrió hace dos años —aclaró él—, en 1889.

—Ah. —Ella redujo el paso y recorrió unos metros en silencio, sintiéndose un poco tonta—. ¿Cuál es el siguiente? —preguntó al llegar a Albany Street.

—Martin Elliott —contestó él sin mirarla. Lo dijo con tan poca esperanza que Charlotte olvidó su irritación.

—¿Dónde vive?

—En York Terrace. Podríamos ir caminando… a menos que… —titubeó. Se le notaba en la cara que acababa de ocurrírsele la posibilidad de que ella no quisiera caminar tanto o no estuviera acostumbrada.

—Por supuesto —dijo ella con firmeza—. Hace un día estupendo, y el paseo nos dará la oportunidad de hacer planes para después de haber visto al señor Elliott. Si conoce al culpable o es él, dirá cualquier cosa menos la verdad. ¿Qué clase de persona es?

Balantyne se mostró desconcertado.

—Apenas lo recuerdo. Era bastante mayor que yo, oficial de carrera de una familia con larga tradición militar. Me parece que era rubio y había pasado la infancia en la frontera escocesa, pero no recuerdo si fue en el lado inglés o el escocés.

Recayó en su anterior silencio, y caminó mirando el suelo como si estudiara el pavimento.

Charlotte se concentró en las pruebas de que disponían. El cadáver de Cole había sido encontrado delante de la puerta de Balantyne con la caja de rapé en el bolsillo. Veinticinco años atrás había servido en la misma campaña abisinia que el general. El autor de la carta aún no había pedido nada a excepción de la caja de rapé, como prenda, y Balantyne, demasiado consciente del daño que podían hacerle, no había podido negársela.

—¿Qué podrían querer aparte de dinero? —dijo en voz alta.

Él, sorprendido, giró sobre sus talones.

—¿Qué?

Charlotte repitió la pregunta.

Balantyne desvió la mirada, mientras poco a poco enrojecían sus mejillas.

—Quizá el mero ejercicio del poder —respondió—. Hay gente que lo tiene como meta.

Ella habló por impulso, sin tiempo para dudas que pudieran destruir su arrojo, ni para una prudencia que derivara en algo más de tacto.

—¿Sabe quién podría ser?

El general se detuvo y la miró azorado.

—No. ¡Ojalá! —Se ruborizó levemente—. Perdone, pero es que es uno de los aspectos más desagradables de esta situación. Pienso en todos mis conocidos, en todas las personas que he considerado amigas mías o como mínimo dignas de respeto, al margen de que me fueran más o menos simpáticas, y ahora dudo. La carta empieza a contaminar mi visión de la gente. De repente, sin quererlo, me pregunto si lo saben, si conocen mis temores y al verme sonríen en secreto, esperando que pierda los nervios. Y todos serán inocentes menos uno. —Apareció en sus ojos una ira amarga—. Es uno de los grandes males de la acusación secreta: lo venenosa que es, su capacidad de destruir lentamente la confianza en unas personas que deberían merecerte el mayor aprecio y respeto. ¿Y los inocentes? ¿Cómo pretendo que me perdonen por no haber sabido que lo eran y haber albergado la menor sospecha? —Bajó la voz—. ¿Cómo voy a perdonarme yo?

Una mujer que paseaba a un perrito pasó junto a ellos, pero Balantyne estaba tan angustiado que ni siquiera la saludó con el sombrero (gesto que en él era tan automático que en circunstancias normales lo habría ejecutado sin pensar).

Charlotte obedeció al impulso de tender la mano y apoyársela en el brazo, ejerciendo cierta presión.

—Debe perdonarse —dijo, muy seria—. En cuanto a los demás, no tendrán necesidad de hacerlo por el simple motivo de que no sabrán nada. Quizá sea el objetivo del chantajista: desmoralizarlo tanto que cuando pida lo que quiera lo encuentre dispuesto a dárselo sólo para librarse del miedo y las dudas y conocer la identidad del enemigo para saber de una vez por todas quiénes son sus amigos.

Apretó un poco el brazo del general y notó que tensaba la musculatura, pero sin apartarse.

—He recibido otra carta —dijo él, mirándola a la cara—. Se parecía mucho a la primera: recortes del Times pegados a una hoja. Ha llegado con el primer correo del día.

—¿Qué ponía? —preguntó ella, haciendo un esfuerzo de contención. Había que evitar a toda costa que advirtiera su nerviosismo.

El general tragó saliva. Estaba muy pálido y se notaba que le costaba reproducir las palabras.

—Que si mis amigos se enteraran de que fui un cobarde que huyó de la batalla, fue salvado por un soldado raso y no quiso reconocer su vergüenza, prefiriendo ser encubierto por él, me rechazarían y cambiarían de acera para no cruzarse conmigo. —Volvió a tragar saliva con un movimiento doloroso de la garganta. Tenía la voz ronca—. Que mi esposa, que ya ha padecido tanto, sufriría el golpe de gracia, y mi hijo se vería obligado a renegar de su apellido para no ver destruida su carrera. —Miró a Charlotte con dolor e impotencia—. Y en todo ello no hay una sola palabra de verdad. Se lo juro por Dios.

—No he dudado de usted en ningún momento —dijo ella con calma. La intensidad del sufrimiento del general surtió el extraño efecto de implantar en Charlotte la firme resolución de luchar en su defensa hasta agotar sus fuerzas o imaginación—. Jamás permita que se crea victorioso —dijo con convicción—; a menos, claro está, que sea como ardid para lograr que se delate. Ahora mismo, sin embargo, no me parece beneficioso en ningún sentido.

Él reemprendió la marcha. Se cruzaron con media docena de personas que reían o hablaban entre sí: mujeres de finísima cintura y voluminosas faldas, con flores y plumas en el sombrero, y hombres con chaqueta de verano. La calzada soportaba un flujo continuo de carruajes.

Encontraron el antiguo domicilio de Elliott y fueron informados de que había muerto dos meses antes por una enfermedad del hígado.

Comieron en un restaurante pequeño y tranquilo, esforzándose ambos por no perder el ánimo. Después tomaron el ferrocarril subterráneo y cruzaron toda la ciudad hasta llegar a Woolwich en busca de Samuel Holt. Para Charlotte fue una experiencia extraordinaria y completamente novedosa, a pesar de que se la había contado Gracie. Le pareció claustrofóbica y ruidosa. El tren corría a toda máquina por túneles larguísimos que parecían tubos, y rugía como cien bandejas de hojalata cayendo en un suelo de piedra. Reconoció, con todo, que el viaje había sido notablemente corto. Salieron al viento racheado y tibio del norte del río, sólo a dos manzanas de la casa de Holt.

Éste tuvo mucho gusto en recibirlos, a pesar de que no podía levantarse del sillón (de lo cual se disculpó, un poco avergonzado). Había quedado inválido por viejas heridas y el reuma, pero contestó rotundamente que había participado en la expedición abisinia y la recordaba perfectamente. ¿En qué podía ayudarlos?

Charlotte y Balantyne aceptaron los asientos que les ofrecía.

—¿Recuerda el asalto al tren de suministros en la llanura de Arogee? —dijo Balantyne, ansioso e incapaz de disimular su esperanza.

—¿Arogee? ¡Cómo no! —Holt asintió—. Fue horrible.

Balantyne se inclinó hacia él.

—¿Recuerda que hubo un grupo reducido de soldados que sucumbieron al pánico bajo el fuego enemigo?

Holt reflexionó con una mirada vidriosa y ausente en sus ojos azules, como si retrocediendo un cuarto de siglo volviera a ver las llanuras de Abisinia, los cielos brillantes, la tierra seca y los colores de los combatientes.

—Horrible —repitió—. Así se mueren muchos. El pánico es lo peor.

—¿Se acuerda de mí?

Miró al general con los ojos entrecerrados.

—Balantyne —dijo, complacido.

—¿Se acuerda de que volví en busca de los heridos? —preguntó ansiosamente el general—. Mi caballo cayó y yo acabé en el suelo, pero tardé poco en levantarme. Cogí a Manders y lo ayudé a ponerse a salvo. Tenía un balazo en la pierna. Usted fue en busca de Smith.

—Ah, sí… Smith. Sí, me acuerdo. —Holt lo miró con una sonrisa encantadora y los ojos muy abiertos—. ¿En qué puedo ayudarlo, señor?

—¿Se acuerda de lo que le digo?

—¡Pues claro! Fue espantoso. —Sacudió la cabeza, y el sol iluminó su pelo blanco—. Lástima, porque eran hombres valientes.

El rostro de Balantyne se ensombreció.

—¿Los abisinios?

Holt frunció el entrecejo.

—No; los nuestros. Me acuerdo de que los chacales… se comían a los muertos. ¡Qué horror! ¿Por qué me lo pregunta? —Parpadeó varias veces—. ¿Perdió a muchos amigos?

Las facciones de Balantyne se contrajeron. Su lobreguez parecía acusar la muerte de una esperanza.

—Simples recuerdos —contestó apoyándose en el respaldo—. Diferencias de opinión con otra persona.

—Pregúnteselo a Manders y se lo dirá. Si no llega a rescatarlo usted el pobre se habría muerto, eso está clarísimo. Es lo que habría hecho cualquier oficial como Dios manda. ¿Quién lo niega? —Holt estaba azorado y molesto—. Se derramó mucha sangre. Todavía me acuerdo de la peste de los cadáveres.

La angustia le crispó la cara. Charlotte miró a Balantyne y vio que también estaba afectado por el triste recuerdo.

—Era buena gente —murmuró Holt con tristeza—. Manders no estaba entre las bajas, ¿verdad?

—Lo mataron en India pocos años después —dijo Balantyne en voz baja.

—¡Vaya! Qué lástima. Es que perdí la cuenta. ¡Con tantos muertos!

Se quedó callado, observando al general. Éste respiró hondo, se levantó y tendió la mano.

—Gracias, Holt. Le agradezco que haya tenido tiempo para mí.

El viejo soldado se quedó sentado en su silla con cara de satisfacción, estrechando con fuerza y prolongadamente la mano de Balantyne. Le brillaban los ojos de alegría.

—Gracias, general —dijo—. Su visita me ha alegrado mucho.

Cuando salieron a la calle, Charlotte estaba impaciente por mirar a su amigo y comprobar su alivio.

—¡Ya está demostrado! —dijo, exultante—. El señor Holt estaba con usted y podrá negar rotundamente la acusación.

—Por desgracia no —contestó Balantyne, esforzándose tanto por dominar sus emociones que eludió mirarla—. En Magdala no hubo bajas. Lo cierto es que en toda la campaña sólo perdimos a dos hombres. Naturalmente que hubo muchos heridos, pero sólo dos muertos.

Charlotte no entendía nada.

—Pero ¿y el olor? —protestó, sin resignarse a lo que acababa de oír—. Él se acordaba.

—Abisinios. En Arogee, cuando lo del tren de suministros, eran setecientos, y en Magdala ni lo sé. Mataban a sus prisioneros y los arrojaban por encima de la muralla. Es de lo peor que he visto.

—Pero si Holt… ha dicho… —balbuceó ella.

—Está mal de la cabeza. ¡Pobre! —El general caminaba deprisa y muy erguido—. Tiene momentos de lucidez. Yo creo que al marcharnos sí que se acordaba de mí. Durante el resto del tiempo se sentía solo… y con ganas de complacernos.

Charlotte, que le veía la cara de perfil, percibió su dolor y lo ronco de su voz. Balantyne caminaba a gran velocidad, tanto que ella tuvo que recogerse la falda y dar zancadas sin que él se diera cuenta. Lo acompañó en silencio con algún que otro saltito para no quedarse rezagada. Lo único que podía ofrecerle era su lealtad.

Tellman estaba ocupadísimo con sus indagaciones en la vida reciente de Albert Cole. Empezó en Lincoln’s Inn Fields con un par de cordones. Encontró la esquina habitual del difunto y vio que ya la ocupaba otra persona, un hombre delgado en cuyo rostro, por lo demás jovial, destacaba una nariz más larga de lo normal.

—¿Quiere cordones?

El nuevo vendedor le enseñó un par que Tellman cogió y examinó de cerca.

—No los encontrará mejores —le aseguró el hombre.

—¿Son del mismo proveedor que los del que estaba aquí hasta hace poco? —dijo Tellman, fingiendo simple curiosidad.

El vendedor titubeó, porque no estaba seguro de qué respuesta lo beneficiaba más. Un vistazo a la cara de Tellman no aclaró sus dudas.

—Sí —se decidió a contestar.

—¿Quién era el anterior?

—Cómpremelos a mí, jefe. Tengo los mejores cordones de todo Londres.

Tellman sacó la suma pertinente, que era baja.

—Sigo queriendo saber dónde los consigue. Es para la policía.

El hombre palideció.

—¡No son robados!

—Ya lo sé. Quiero averiguar todo lo posible sobre Albert Cole, que estaba aquí antes que usted.

—¿El que la palmó?

—Ése. ¿Lo conocía?

—Sí, por eso tengo el puesto. ¡Qué mala pata! Era buena persona. Había sido soldado hasta que le pegaron un tiro, no sé si en África. Lo que ya no sé es qué carajo hacía en Bedford Square.

—¿Robar? —sugirió Tellman con dureza.

El vendedor se puso tenso.

—Perdone, pero eso no se dice sin poderlo demostrar. Albert Cole era un hombre honrado que sirvió a su país, y espero que encuentren al cerdo que lo mandó al otro barrio.

—Cuente con ello —prometió Tellman—. Pero a lo que iba: ¿de dónde sacaba los cordones?

—Era buena persona —dijo el proveedor de cordones cuando lo encontró Tellman. Hizo un gesto entristecido con la cabeza—. Londres ya no es una ciudad segura. Si matan a un hombre tranquilo que no hacía daño a nadie es que la policía no hace bien su trabajo.

Tellman ignoró la crítica.

—¿Tenía problemas económicos?

—Claro, como cualquiera que venda cordones en una esquina —dijo el otro con mal tono—. ¿Usted se gana la vida con esto o lo hace por afición?

Tellman tuvo que esforzarse mucho para no perder los estribos. Se acordó de su padre, que cuando él era niño se levantaba a las cinco de la mañana, salía de las dos habitaciones que ocupaba la familia en Billingsgate y se dedicaba a llevar fardos y cajas todo el día en el mercado de pescado. Por la tarde sustituía a un cochero amigo suyo y podía llegar a trabajar hasta medianoche. Lo hacía las cuatro estaciones, tanto en verano, cuando los embotellamientos eran diarios y el aire caliente apestaba a estiércol (o cuando la lluvia obstruía las cunetas, las calles se llenaban de porquería y la luz de las farolas iluminaba adoquines negros y brillantes), como en invierno, cuando el viento agrietaba la piel y las herraduras resbalaban peligrosamente por el hielo. No lo arredraba ni la niebla más espesa.

—Sólo tengo lo que gano —dijo con un matiz de rabia en la voz—, y mi padre podría enseñarle a cualquiera el sentido de la palabra trabajo, incluido usted.

El proveedor de cordones retrocedió un paso; no lo asustaban las palabras del inspector, sino el pozo de ira que había destapado sin darse cuenta. Tellman se calmó, aunque la herida del recuerdo seguía sin cicatrizar. Se le apareció la cara chupada de su padre, agobiado por el frío y las preocupaciones y demasiado cansado para cualquier cosa que no fuera comer y dormir. Había tenido catorce hijos, de los cuales vivían ocho. En cuanto a su mujer, cocinaba, lavaba, cosía, barría, limpiaba cubos de agua y los acarreaba, fabricaba jabón con lejía y potasa y velaba noches enteras a los niños o los vecinos enfermos. Era ella quien amortajaba a los muertos, que en demasiadas ocasiones eran familiares suyos.

La mayoría de los colegas de Tellman en la policía no se imaginaba el significado real del agotamiento, el hambre y la pobreza; creía conocerlo, pero no era así. En cuanto a la gente como el general Brandon Balantyne, con su carrera comprada, vivía en otro mundo, como si fuera más que humano, e infrahumanos Tellman y los suyos. De hecho respetaba más a sus caballos. ¡Mucho más! Y les daba mejor vida: establo caliente, buena comida y una palabra de afecto al final de la jornada.

No obstante, y a pesar del sobresalto, el proveedor no supo darle ningún dato nuevo acerca de Albert Cole, a excepción de que era un negociante completamente honrado y no podía achacársele ninguna irregularidad en su trabajo, como no fuera algún día de enfermedad. Se había esfumado un día y medio antes de que apareciera su cadáver en Bedford Square; el proveedor, sin embargo, aseguró desconocer el motivo de su presencia en la plaza.

Tellman volvió a coger el ómnibus hasta Red Lion Square, donde visitó las casas de préstamo y preguntó por Albert Cole. Nadie lo conocía de nombre, pero el dueño del tercer establecimiento visitado dio señas de reconocerlo por la descripción de Tellman, sobre todo el corte de la ceja izquierda.

—Se parece a un hombre que venía bastante a menudo —dijo con resignación—, siempre con algo más o menos suculento. La última vez fue un anillo de oro.

—¿Un anillo de oro? —preguntó Tellman—. ¿De dónde lo sacaba?

—Dijo que lo había encontrado —contestó el prestamista, mirándolo sin pestañear—. A veces baja a las cloacas y encuentra de todo.

Se rascó la nariz con irritación.

—¿A las cloacas?

—Sí. —Asintió con la cabeza—. Hay oro, diamantes… de todo.

—Ya lo sé —dijo Tellman—. Por eso es tan caro conseguir un trecho donde patrullar, y el que se mete en territorio ajeno se gana una buena paliza.

El prestamista parecía nervioso. Por lo visto no esperaba que Tellman estuviera tan familiarizado con aquella clase de actividades.

—¡Pues es lo que dijo! —replicó con brusquedad.

Tellman lo fulminó con la mirada.

—¿Y usted se lo creyó?

—Sí. ¿Por qué no? ¿Cómo iba a saber si era verdad o mentira?

—¿No tiene nariz?

—¿Nariz?

El prestamista, sin embargo, había captado el sentido de la pregunta. Las personas que se dedicaban a hurgar en las cloacas desprendían un olor inconfundible, igual que las que bajaban al río con cedazos en busca de tesoros ocultos.

—Conque ladrón —dijo Tellman con amargura—. Pero claro, usted eso no lo sabe. ¿Cuántas veces vino?

El prestamista, que estaba muy incómodo, volvió a rascarse la nariz.

—Unas seis o siete, creo, pero no sabía que fuera un ladrón. Siempre tenía una buena excusa. Lo había tomado por un…

—Sí, uno de los que buscan por las cloacas —dijo Tellman en su lugar—. Ya lo ha dicho antes. ¿Siempre traía joyas? ¿Alguna vez vino con cuadros, adornos o cosas así?

—¿De la cloaca? —La voz del prestamista ascendió una octava—. ¡Puede que no sepa tanto de esa gente como usted, pero hasta yo sé que a nadie se le caen cuadros por el desagüe!

El inspector sonrió enseñando los dientes.

—Usted y cualquier prestamista que compre anillos de oro a los que registran las cloacas. Si esos objetos fueran trigo limpio no habría ninguna necesidad de deshacerse de ellos de mala manera.

El prestamista lo miró con agresividad.

—¿Y qué sé yo de dónde los sacaba? Si robaba es cosa suya. ¿Tiene alguna pregunta más? Si no ya puede ir saliendo de mi tienda, porque me espanta a la clientela.

Tellman se marchó enfadado y perplejo. Aquella imagen de Albert Cole no se parecía en nada a la que le habían dado anteriormente.

Comió tarde en la taberna Bull and Gate, de High Holborn, a pocos metros de la esquina donde Cole había vendido cordones. Quizá el difunto la hubiera visitado alguna vez para resguardarse del frío, aunque sólo fuera para pedir una jarra de cerveza y una rebanada de pan.

Él pidió su jarra con un suculento y grueso bocadillo de ternera y salsa de rábano picante, y escogió su asiento con el objetivo de trabar conversación con algún cliente habitual. Empezó a comer. Tenía hambre. Había caminado toda la mañana, y fue un alivio sentarse. Hacía poco tiempo que se preocupaba por su vestuario. En los últimos dos meses había comprado algunas prendas: una chaqueta azul marino y dos camisas, todo ello de primera mano. Había que tener dignidad. En lo que más gastaba, sin embargo, era en botas cómodas, artículo al que ya había dedicado una parte generosa de su primer sueldo.

Dio un mordisco al pan y pensó en el bizcocho de Gracie. La comida casera, y consumida en la mesa de la cocina, tenía algo que la volvía más digestiva que la mejor carne consumida y pagada en un local anónimo. La personalidad de Gracie era una mezcla curiosa: a veces hablaba como una persona independiente y hasta mandona, pero trabajaba para Pitt, vivía en su casa y no tenía hogar propio. Estaba las veinticuatro horas del día a disposición del amo de la casa.

Comió el bocadillo de ternera pensando en la muchacha: tan menuda (piel y huesos), no respondía al modelo de mujer atractiva para la mayoría de los hombres. No había nada que abrazar. Pensó en otras mujeres que le hubieran gustado: Ethel, rubia y de piel suave, curvilínea y afable. Su matrimonio con Billy Tomkinson había sido un duro golpe. La facilidad con que pensaba en ello, hasta con una sonrisa, dejó al inspector sorprendido.

¿Qué opinión habría tenido Gracie de Ethel? Se le ensanchó la sonrisa, creyendo oír su comentario: «¡Vaya pedazo de inútil!». Imaginó la expresión tolerante y burlona de su rostro, de ojos grandes y facciones pequeñas y marcadas. Gracie era fuerte. Tenía todo el valor y determinación del mundo. Era incapaz de dejar a nadie en la estacada, como lo era de huir. Siempre plantaba cara, como un pequeño terrier. Y sabía diferenciar el bien y el mal. Su conciencia era de hierro; no, de acero, afilada… y brillante. ¡Qué extraña importancia adquirían esas cosas cuando se meditaban a fondo!

Y tampoco era fea, no. Tenía su atractivo. Su cuello, tan terso, era una hermosura, y sus orejitas las más finas que había visto Tellman en su vida. Otra cosa bonita que tenía, las uñas, ovaladas, siempre rosadas y limpias.

¡Basta de ridiculeces! Menos soñar despierto y más dedicarse a su trabajo. Debía averiguar muchas más cosas acerca de Albert Cole. Pidió otra pinta de cerveza y entabló conversación con un hombre alto que estaba de pie en la barra.

Una hora después salió de la taberna sin haber oído nada malo sobre Cole. En opinión del encargado, y de otros clientes con quienes había hablado, era un buen hombre, simpático, trabajador, honrado a carta cabal y prudente en sus gastos, aunque siempre dispuesto a pagar una ronda cuando le correspondía.

Alguna tarde en que llovía y hacía demasiado mal tiempo para vender cordones, Cole pedía tres o cuatro pintas y las hacía durar horas. Entonces contaba anécdotas de su carrera militar. Podía tratarse de historias de la última guerra en Europa o de las hazañas de su regimiento, que había estado al mando del mismísimo duque de Wellington y se había distinguido en la lucha contra el francés durante las guerras napoleónicas. En contadas ocasiones, y después de mucha insistencia (siendo como era hombre modesto, y hasta callado en lo relativo a sus propios actos), hablaba de la campaña de Abisinia. Consideraba que el general Napier era tan buen militar como el mejor, y se enorgullecía enormemente de haber estado a sus órdenes.

Al salir de la taberna, la rabia y confusión mental de Tellman habían llegado a su ápice. Las opiniones contrapuestas sobre Cole no tenían sentido. Presentaba dos caras: una, la de un hombre honrado y perfectamente normal que había servido a su país, vivía en una pensión, se ganaba la vida en una esquina vendiendo cordones a la gente acomodada de Lincoln’s Inn Fields y bebía con los amigos en el Bull and Gate; otra, la de un ladrón que vendía su botín a un prestamista, probablemente robara casas en zonas como Bedford Square y lo había pagado con la vida.

Además le habían encontrado la caja de rapé en el bolsillo.

Bien, pero si lo habían asesinado por querer robar a alguien… ¿qué hacía fuera de la casa, y no dentro?

¿Era posible que le hubieran golpeado en otro lugar, dándolo por muerto, y que él se hubiera marchado a rastras? ¿Había subido hasta la puerta del general Balantyne en busca de ayuda?

Tellman caminó deprisa por High Holborn en dirección este y dobló por Southampton Row para ir a Theobald’s Row, que caía al norte. Tenía intención de proseguir sus investigaciones.

Ninguna de ellas le aclaró la situación. Un recitador ambulante que salmodiaba las últimas noticias y rumores para entretener a los transeúntes relataba en verso la muerte de Cole. Tellman le pagó una buena suma y se enteró de que Cole era un hombre normal, ligeramente serio pero buen vendedor de cordones y con buena fama en el barrio. Se le conocían gestos de bondad, como dar una taza de caldo a la florista o el regalo de un par de cordones a un anciano, y tenía palabras amables para todo el mundo.

Un policía de la comisaría de la zona, que había visto dibujada su cara en el periódico, lo identificó como un simple ladronzuelo más pendenciero que otros que vivía en el este de Shoreditch (zona que había sido el último destino del agente). Al individuo en cuestión le faltaba un trozo de ceja, despoblada por una cicatriz infantil. Era mala persona, propenso a ataques de furia, y se había enemistado con uno (si no varios) de los vendedores de objetos robados que trabajaban por Shoreditch y Clerkenwell.

Una prostituta lo calificó de chistoso y gastador y lamentó que hubiera muerto.

Cuando Tellman abandonó el barrio de Lincoln’s Inn Fields y High Holborn ya era demasiado tarde para pasar por Bow Street, pero las contradicciones de la personalidad de Albert Cole lo afectaban demasiado para no informar a Pitt lo antes posible.

Reflexionó por espacio de varios minutos. Aún era de día, pero faltaba poco para las ocho. Habían pasado muchas horas desde el bocadillo del Bull and Gate. Estaba sediento y cansado, y le dolían las piernas. Soñaba con una buena taza de té y tiempo para sentarse (al menos media hora, y preferiblemente una entera).

¡Lo primero, sin embargo, era el deber!

Iría a dar el parte a Keppel Street. Sí, era la opción correcta. No tardaría ni veinte minutos.

Llegó con los pies ardiendo y las piernas destrozadas, pero no encontró en casa a Pitt ni a su mujer. Le abrió la puerta Gracie, con delantal almidonado y aspecto descansado.

—Ah… —dijo el inspector, consternado. Se le había acelerado el pulso—. Lástima, porque me urgía explicarle lo que he averiguado hoy.

—Pues si es tan importante más vale que pase —contestó ella, abriendo más la puerta y mirándolo con una mezcla de satisfacción y desafío.

Debía de tener mucha curiosidad por Albert Cole.

—Gracias —dijo él con gran formalidad, antes de seguirla y esperar a que cerrara la puerta.

Se dejó conducir por el pasillo que llevaba a la cocina, donde encontró el olor hogareño de siempre: madera fregada, ropa limpia y vapor.

—Siéntese —ordenó ella—. Si se queda aquí en medio no puedo seguir con mis cosas. ¿O pretende que lo esquive?

Tellman obedeció, notándose la boca igual de seca que las calles por las que había venido.

Gracie lo observó de pies a cabeza con mirada crítica, desde el pelo peinado hacia atrás hasta las botas polvorientas.

—Parece un conejo muerto de hambre. Seguro que lleva varias horas sin probar bocado. Tengo un cordero frío muy bueno, con patatas y verdura. ¿Quiere col con patata, que se hace en un momento?

Se agachó sin aguardar a la respuesta, sacó la cacerola del armario y la colocó encima del fuego. También puso agua a calentar con gesto maquinal.

—Si sobra… —dijo él, respirando hondo.

—¡Pues claro, hombre! —contestó ella sin mirarlo—. A ver, ¿qué es lo que venía a decir y qué era tan importante? ¿Ha descubierto algo?

—¡Pues claro! —Tellman imitó su tono—. He investigado la vida de Albert Cole y es un misterio.

Se apoyó en el respaldo, cruzó los brazos y en aquella postura más cómoda observó a Gracie, que se movía rápidamente por la cocina. Ella cortó una cebolla de la ristra que tenía colgada en la puerta de la despensa, la puso en la tabla de picar, deshizo un trozo de manteca en la cacerola y, con rapidez de experta, empezó a cortar la cebolla en cubitos que echó en la manteca hirviendo. El olor era tan agradable como el sonido. Daba gusto ver trabajar a una mujer.

—¿Qué tiene de misteriosa —dijo ella—, aparte de quién lo mató, por qué lo mató y por qué lo dejaron delante de la puerta del general?

—Que era un buen soldado que sirvió a su reina y su país en un regimiento de primera, se licenció por heridas de guerra y se dedicó a vender cordones en la calle —repuso él—, pero también era un ladrón pendenciero que fue a robar a Bedford Square y se equivocó de casa.

Gracie giró sobre los talones para mirar al inspector.

—¿O sea que lo ha resuelto todo? —dijo con los ojos muy abiertos.

—No, claro que no —replicó él con cierta dureza. Le habría gustado ofrecerle una solución brillante, quizá antes que Pitt, pero sólo disponía de fragmentos que no encajaban.

Ella siguió mirándolo y se le suavizó la expresión.

Tellman pensó que a su manera era francamente guapa, pero con carácter, no como aquellas muñequitas desaboridas.

—¿Dicen que era buena persona y a la vez ladrón? —preguntó ella.

—No, la misma gente no —contestó él—. Parece que tenía dos facetas opuestas, pero no sé por qué. No tenía familia ni jefes o compañeros de trabajo a los que impresionar.

—¡Uy!

Un fuerte estallido de manteca hizo que Gracie se volviese. Removió la cebolla con un cucharón, mezcló la col y la patata chafada y las echó en la cacerola. Mientras se doraban, cortó tres porciones generosas de cordero frío y las dejó en uno de los platos azules y blancos. Después puso el cubierto a Tellman, preparó té, le llevó una taza y sacó de la despensa la jarra de la leche mientras removía el cordero.

Una vez que estuvo todo listo lo sirvió y se lo puso a él delante. La taza humeaba. Sintiendo que se le escapaba una sonrisa, el inspector quiso adoptar una expresión menos entusiasta… y menos transparente.

—Gracias —dijo, rehuyendo la mirada de Gracie—. Es usted muy amable.

—No se merecen, señor Tellman —contestó ella mientras se servía una taza de té y tomaba asiento delante de él. Entonces se acordó del delantal y volvió a levantarse con presteza para quitárselo. Esta vez se sentó con más finura—. Y ¿de dónde ha sacado tanta información? Más vale que le diga al señor Pitt algo que tenga sentido, y no cosas sueltas.

Tellman expuso todos los hechos y opiniones contradictorios que había recabado en los últimos dos días, esforzándose por no hablar con la boca llena. Pensó en sugerirle que lo apuntara todo para evitar olvidos, pero no estaba seguro de que supiera escribir. Sabía que la señora Pitt le había enseñado a leer, pero no era lo mismo, y no quería avergonzarla.

—¿Se acordará de todo? —preguntó. Nunca había comido una col con patatas tan buena, pero se había excedido.

—Por supuesto —contestó ella con gran dignidad—. Tengo una memoria perfecta. ¡Qué remedio! Sólo sé escribir desde que entré en esta casa.

El inspector quedó ligeramente avergonzado. Iba siendo hora de marcharse. Prefería que Pitt no volviera a casa y lo encontrara ahí sentado, justo después de disfrutar de una opípara cena. La cocina era acogedora hasta el último detalle: el olor a limpio, el calor, el suave silbido del agua hirviendo, Gracie con la cara roja y los ojos relucientes…

La vida de Albert Cole no era lo único confuso. Lo era igualmente estar sentado ahí y haber dado el parte a Gracie como si fuera su superior, mientras se dejaba servir, mimar y poner cómodo por ella.

—Tengo que irme —dijo a su pesar, apartando la silla—. Dígale al señor Pitt que seguiré investigando a Cole. Si solía pelearse por su botín es posible que muriera por eso. Debo averiguar con quién trabajaba.

—Se lo diré —prometió ella—. Quizá sea la explicación. Tiene más lógica que lo demás.

—Gracias por la cena.

—¡Si sólo era col con patata!

—Estaba buenísimo.

—De nada.

—Buenas noches, Gracie.

—Buenas noches, señor Tellman.

¡Qué ceremonioso! ¿Debía decirle que se llamaba Samuel? No. ¡Valiente tontería! Como si a ella le importara algo su nombre de pila. Gracie había estado enamorada de aquel criado irlandés de Ashworth Hall. Además no estaban de acuerdo en nada importante: la sociedad, la política, la justicia, los derechos y obligaciones del hombre… Ella estaba contentísima con ser criada, mientras que él encontraba deplorable la idea de serlo, además de contraria a la dignidad de cualquier ser humano.

Avanzó por el pasillo con paso decidido.

—Lleva deshecho el lazo de la bota —señaló ella amablemente.

Se vio obligado a agacharse y atarlo, para no arriesgarse a tropezar en su camino hacia la puerta.

—Gracias —masculló, furioso.

—No hay de qué —contestó ella—. Lo acompaño hasta la puerta. Es por buena educación. La señora Pitt haría lo mismo.

Él se puso derecho y la miró fijamente.

Ella sonrió con alegría.

Tellman dio media vuelta y fue hacia la salida, seguido por los pasos ligeros y rápidos de Gracie.