3

Charlotte Pitt descansaba cómodamente en el salón con los pies apoyados en el taburete de costura, un agradable fuego en la chimenea y una apasionante novela en las manos, cuando oyó abrirse la puerta de la entrada. Pese a que le complacía el regreso de Pitt, dejó el libro casi con renuencia. Estaba en medio de una dramática escena entre dos amantes.

Jemima bajó por la escalera corriendo y gritando:

—¡Papá! ¡Papá!

—Llegas temprano —comentó Charlotte cuando Pitt se acercó a besarla.

A continuación, volcó su atención en los niños. Jemima le contaba con entusiasmo lo que había aprendido aquel día en el colegio sobre la reina Isabel y la Armada española. Simultáneamente, Daniel intentaba hablarle de las locomotoras de vapor y el fantástico tren que quería ir a ver o, mejor aún, montar en él. Incluso sabía el precio del billete, añadió con la cara resplandeciente de esperanza.

Transcurrió casi una hora hasta que Pitt se quedó a solas con Charlotte y pudo ponerla al corriente respecto a los extraordinarios acontecimientos de Brunswick Gardens.

—¿De verdad crees que el reverendo Parmenter ha perdido por completo el control y la ha empujado por la escalera? —preguntó ella, sorprendida—. ¿Puede demostrarse?

—No lo sé. —Pitt estiró las piernas y apoyó los pies en el guardafuegos. Era su postura preferida. Cada invierno se le chamuscaban las zapatillas y ella tenía que comprarle otras nuevas.

—¿No es posible que simplemente se haya caído? —insistió Charlotte—. No sería la primera que se cae por una escalera.

—No, pero cuando alguien tropieza o resbala no exclama «¡No, no!», acompañado del nombre de otra persona —observó Pitt—. Además, allí no había nada con qué tropezar. Es una escalera de caoba, sin alfombra ni varillas que puedan estar sueltas.

—Una mujer podría enredarse los pies con su propia falda si el dobladillo se hubiera descosido —dijo Charlotte pensativamente—. ¿No es una posibilidad?

—No. Lo he comprobado. El dobladillo estaba perfectamente.

—O dar sencillamente un traspié —prosiguió Charlotte—. ¿Tenía los zapatos en buen estado? ¿No había nada suelto o roto? ¿Un tacón flojo, un cordón desatado? A mí me ha ocurrido más de una vez.

—Ni tacones flojos ni cordón alguno —contestó él con un asomo de sonrisa—. Sólo una mancha oscura que, según ha averiguado Tellman, proviene de una sustancia derramada en el invernadero, y eso significa que Mallory Parmenter ha mentido al declarar que no la había visto esta mañana.

—Quizá él haya salido un momento del invernadero por alguna razón —sugirió Charlotte—. Puede que ella, al entrar, no lo haya encontrado allí.

—No, Mallory no se ha movido del invernadero, o habría pisado esa misma mancha al salir —aclaró Pitt—. Tellman también ha verificado ese detalle.

—¿Puede tener eso alguna importancia?

—Probablemente no. Quizá signifique sólo que estaba asustado y ha dicho una mentira estúpida. Él no sabía que Unity Bellwood había pronunciado unas palabras antes de caer.

—¿Podría ella haber gritado «¡No, no!» a una persona y después llamar al reverendo Parmenter pidiendo auxilio? —aventuró Charlotte de inmediato—. Quiero decir primero «¡No, no!» y luego el tratamiento de él para que acudiera en su ayuda.

Pitt se incorporó parcialmente, aguzando la atención.

—Podría ser… podría ser. Al menos lo tendré en cuenta. El reverendo admite que han sostenido una violenta discusión, pero jura que no ha abandonado el gabinete en ningún momento.

—¿Qué motivo podría tener Mallory para matarla? —preguntó Charlotte—. ¿El mismo?

—No…, vive entregado a su vocación, o como mínimo eso parece, y en todo caso no tiene dudas. —Pitt fijó la mirada en el fuego, observando cómo se asentaban las brasas. Tendría que avivarlo dentro de unos minutos—. Por lo poco que sé hasta ahora, da la impresión de que Parmenter atraviesa una crisis de fe, y era el cuestionamiento intelectual de la religión planteado por Unity Bellwood lo que lo indignaba. Por lo visto, Mallory no padece ese conflicto.

—¿Y quiénes son los otros sospechosos?

Pitt apretó los labios y miró a Charlotte; ella no consiguió interpretar la expresión de sus ojos, brillantes, de un gris muy claro.

—¿Quiénes son los otros? —repitió Charlotte, notando un estremecimiento de aprensión.

—Una de las hijas que tenía cierta antipatía a Unity, pero sin gran virulencia, por lo que he podido apreciar… y el coadjutor.

Charlotte descartó a la hija. Conocía a Pitt lo suficiente para saber con toda certeza que era el coadjutor quien lo preocupaba.

—¡Vamos, sigue!

Pitt vaciló, como si buscara la manera de decirlo. Tomó aire y lo expulsó lentamente.

—El coadjutor es Dominic Corde…

Por un fugaz instante Charlotte pensó que se trataba de una broma de mal gusto, pero enseguida comprendió que Pitt hablaba en serio. Surcaba su frente una profunda arruga que aparecía sólo cuando algo le inquietaba en extremo y no alcanzaba a entenderlo.

—¡Dominic! ¡Nuestro Dominic! —dijo ella.

—Nunca había pensado en él como «nuestro», pero supongo que es una forma como otra de decirlo —confirmó Pitt—. Ha tomado el hábito…, ¿te imaginas?

—¿Dominic?

Parecía imposible. Los recuerdos asaltaron a Charlotte con la misma fuerza que si fuera transportada físicamente diez años atrás. De pronto se vio otra vez en Cater Street, en la casa de sus padres, soportando la exasperación de su madre porque no se comportaba debidamente, ni alentaba a pretendientes apropiados. Charlotte creía que nunca amaría a nadie salvo a Dominic. Sentía un gran afecto por su hermana Sarah, naturalmente, pero también unos intensos celos. Luego, con la muerte de Sarah, el mundo entero se sumió en un caos. Dominic mostró sus flaquezas. En el plazo de una semana pasó de ser un ídolo de oro a un ídolo de barro. Charlotte sufrió una amarga decepción, mezclada con dolor y miedo.

Al final aprendió a amar a Pitt, no como un sueño o un ideal sino como hombre real, humano, a veces exasperante, falible, desafiante, pero dotado de un valor y una honradez que Dominic jamás había poseído. Y en cuanto a Dominic, Charlotte había desarrollado una amistad basada en la tolerancia y cierta ternura. Aun así, era incapaz de imaginar a Dominic dedicando su vida a la Iglesia.

—¿Dominic es coadjutor en casa del reverendo Parmenter? —preguntó alzando la voz, todavía incrédula.

—Sí —contestó Pitt, mirándola con atención, escrutando su rostro—. Dominic es la otra persona que podría haber matado a Unity Bellwood.

—¡No ha podido ser él! —dijo Charlotte al instante.

La mirada de Pitt se ensombreció.

—Probablemente no —convino—. Pero alguien la ha empujado.

Charlotte guardó silencio, buscando otra explicación, algo que diera sentido a lo poco que sabía, que no sonara ridículo y defensivo cuando lo dijera, pero no se le ocurrió nada. Pitt se inclinó y echó más carbón al fuego. Finalmente, después de veinte minutos sin otro sonido que el tictac del reloj, los chasquidos de las brasas y el ruido de la lluvia contra los cristales de la ventana, Charlotte abordó otro tema. Su hermana Emily estaba de viaje por Europa, y en sus cartas desde Italia incluía un sinfín de anécdotas y descripciones. Le habló de la última, escrita desde Nápoles, donde describía vívidamente la bahía, el Vesubio y su excursión a Herculano.

A las once de la mañana siguiente, tras asegurarse mediante discretas preguntas de que Pitt se dedicaría a examinar las pruebas forenses e informar a Cornwallis, Charlotte se apeó de un cabriolé de alquiler ante el número diecisiete de Brunswick Gardens y tiró del cordón de la campanilla. Reparó en que las persianas estaban echadas y había un pequeño crespón en la puerta. Incluso habían cubierto de paja la calzada para amortiguar el ruido de los cascos de los caballos, pese a que Unity no era de la familia.

Cuando salió a atenderla un lúgubre mayordomo, ella le sonrió.

—Buenos días, señora. ¿En qué puedo servirle?

—Buenos días. —Charlotte sacó una tarjeta de visita y se la entregó—. Lamento importunarlos en un momento tan desafortunado, pero creo que se aloja aquí el señor Dominic Corde. Es mi cuñado. Hace varios años que no nos vemos, pero desearía ofrecerle mi enhorabuena por su reciente ordenación. —Evitó cualquier mención concreta de la muerte de Unity. Posiblemente la noticia no había aparecido en los periódicos, y aunque se hubiera publicado, en una casa como aquélla verían con malos ojos que las damas leyeran esa clase de cosas. Era mucho mejor fingir ignorancia.

—Muy bien, señora. Si es tan amable de entrar, iré a ver si el señor Corde está en casa.

El mayordomo la guio a través del zaguán y de un extraordinario vestíbulo que Charlotte de buena gana habría contemplado con mayor detenimiento. La dejó en un salón de mañana decorado en un estilo sólo algo menos exótico que el vestíbulo y, llevándose su sombrero y su capa salpicados de lluvia, fue presumiblemente a preguntar al coadjutor si en efecto tenía una cuñada y, en tal caso, si deseaba verla.

Habían transcurrido apenas diez minutos cuando se abrió la puerta. Charlotte se dio de inmediato media vuelta y vio a Dominic, con diez años más, unos toques de gris en el pelo, y mucho más atractivo de como ella lo recordaba. La madurez le favorecía; los sufrimientos por los que había pasado, fueran cuales fuesen, sin duda habían puesto fin a su juvenil aspecto de antes. La antigua arrogancia había dado paso a una apariencia de mayor sensatez. A pesar de todo, resultaba en extremo chocante verlo con un alzacuello blanco.

Inesperadamente, Charlotte fue incapaz de articular palabra.

—¡Charlotte! —Dominic se acercó a ella con una melancólica sonrisa en los labios—. Thomas debe de haberte informado de la tragedia que ocurrió ayer aquí.

—En realidad he venido a felicitarte por tu vocación y ordenación —dijo Charlotte con una cortesía un tanto envarada y no del todo sincera.

Él sonrió más abiertamente, y esta vez con cierto humor.

—Nunca se te ha dado bien mentir.

—¡Sí se me da bien! —repuso ella al instante—. Bueno…, no demasiado mal.

—Se te da fatal. —La miró de arriba abajo—. No es necesario preguntarte cómo estás, pues resulta evidente que estás muy bien. ¿Cómo siguen Emily… y tu madre?

—Gozan de excelente salud, gracias. Mi madre ha vuelto a casarse —comunicó Charlotte, considerando que quizá no era el momento idóneo para decir que su nuevo marido era diecisiete años menor que ella, actor y judío.

—Buena noticia. Me alegra saberlo. —Obviamente imaginaba a Caroline con un hombre mayor que ella, de posición sólida y respetable, probablemente un viudo.

La anterior determinación de Charlotte se desvaneció.

—Su actual esposo es actor —dijo, ruborizándose—. Es mucho más joven que ella, y en extremo apuesto. —Le complació ver la expresión de asombro que se dibujó en el semblante de Dominic.

—¿Cómo?

—Joshua Fielding, se llama —continuó Charlotte, observándolo con satisfacción—. Es uno de los mejores actores del ambiente teatral londinense en estos momentos.

Dominic se relajó. La tensión desapareció de sus hombros y la familiar sonrisa asomó nuevamente a sus labios.

—Por un momento he creído que hablabas en serio.

—Ya puedes creerlo —confirmó Charlotte—. Es la verdad. Sólo he omitido el detalle de que la abuela nunca la ha perdonado, porque él es judío. Ni siquiera vive bajo el mismo techo que ellos. Se obstinó tanto en su negativa que cuando mi madre llevó a cabo su propósito de todos modos, a la abuela no le quedó más remedio que marcharse. Actualmente vive con Emily y Jack, y no le entusiasma porque apenas hay nada de que quejarse, aparte del hecho de que no tiene con quién hablar. En particular ahora, ya que Emily y Jack están de vacaciones en Italia.

—¿Jack? —preguntó Dominic, mirándola con curiosidad, y una expresión casi risueña.

—Cuando George murió, también Emily volvió casarse. Jack es miembro del Parlamento —explicó Charlotte—. Aún no lo era cuando contrajeron matrimonio, pero ahora sí.

—¿Tanto tiempo hace desde la última vez que nos vimos? —En su asombro, Dominic no pudo evitar levantar demasiado la voz, pero la alegría de ver a Charlotte quedaba de manifiesto en su semblante—. Por lo que cuentas, se diría que han pasado décadas. ¿Tú sigues igual que antes?

—Sí, por supuesto. ¡Pero tú no!

Charlotte lanzó una elocuente mirada al alzacuello. Dominic se lo tocó tímidamente.

—No. No, han sucedido muchas cosas desde entonces.

No entró en detalles, y por un momento se produjo un incómodo silencio. De pronto se abrió la puerta y apareció una llamativa mujer. Tenía los ojos muy grandes y separados, y unos rasgos poco corrientes que revelaban una mezcla de sentido del humor y fortaleza. Era menuda y en extremo elegante. Llevaba un vestido oscuro, muy sencillo, como si pretendiera producir un efecto de austeridad, y sin embargo el canesú revelaba un primoroso corte que era cualquier cosa menos austero. Lejos de parecer una prenda de luto, el vestido realzaba su tez clara y su grácil figura.

Dominic se volvió al oírla entrar.

—Señora Parmenter, permítame que le presente a mi cuñada, la señora Pitt. Charlotte, la señora Parmenter.

—Mucho gusto, señora Pitt —saludó Vita educadamente, y examinó a Charlotte con la mirada, evaluando no sus ingresos o posición social, como habrían hecho otras mujeres, sino su piel, sus ojos y labios, y las atractivas formas de sus hombros y su seno. Sonrió con frialdad.

—El gusto es mío, señora Parmenter —respondió Charlotte con una sonrisa, como si no hubiera notado que la observaba—. He venido a dar la enhorabuena a Dominic por su vocación. Es una magnífica noticia. Me consta que mi madre y mi hermana se alegrarán también por él.

—Deben de haber perdido el contacto durante un tiempo —señaló Vita con un tono no claramente crítico pero enarcando un poco sus cejas perfectas.

—Lamentablemente, así ha sido. Sin embargo, pese a mi satisfacción por esta oportunidad de reunirme de nuevo con él, deseo ofrecerle mis condolencias por el suceso que lo ha hecho posible. Siento mucho lo ocurrido.

—Me asombra que lo sepa ya —dijo Vita, sorprendida. Sus sensuales labios se curvaron en una sonrisa casi imperceptible—. Debe de leer usted las primerísimas ediciones de los periódicos.

Charlotte simuló extrañeza.

—¿Ha salido ya en los periódicos? No lo sabía. Pero no podía saberlo, claro está, porque no los he leído. —Dejó en el aire la insinuación de que ella no se dedicaba a esas cosas.

Vita quedó momentáneamente desconcertada.

—¿Y cómo se ha enterado, pues, de nuestra tragedia? No es precisamente un tema de conversación muy extendido.

—Me lo ha dicho el superintendente Pitt, a quien me unen lazos familiares: es mi esposo.

—¡Ah! —Por un instante dio la impresión de que Vita se echaría a reír. Perdió el control de la voz, que alcanzó un tono peligrosamente cercano a la histeria—. Ah…, ya veo. Eso lo aclara todo. —No explicó a qué se refería, pero una curiosa expresión asomó fugazmente a sus ojos—. Ha sido una gentileza que haya venido de visita —añadió, ya más serena—. Imagino que tendrán muchas cosas que contarse después de tanto tiempo. Como es lógico, en estos momentos no recibimos invitados, pero si le apetece almorzar con nosotros, sea bienvenida.

Dominic le dirigió una mirada de agradecimiento, y ella respondió con una sonrisa.

—Gracias —aceptó Charlotte sin darle tiempo a cambiar de idea.

Vita asintió con la cabeza y luego se volvió hacia Dominic.

—No se olvidará de pasar a recoger la cinta negra por nosotros, ¿verdad? —preguntó, tocándole brevemente el brazo con los dedos.

—No, claro que no —se apresuró a contestar Dominic, mirándola a los ojos.

—Gracias —musitó ella—. Y ahora, si me perdonan…

Cuando Vita salió, Dominic indicó a Charlotte que tomara asiento y él se sentó enfrente.

—Pobre Vita —dijo con sincero pesar, reflejándose en su rostro lástima y a la vez una cálida admiración—. Esto ha sido una experiencia terrible para ella. Pero supongo que tú lo sabes tan bien como yo. —Se mordió el labio, y el arrepentimiento afloró en su mirada—. Los dos conocimos ese mismo horror, el miedo que aumenta día a día. En este caso, lo peor es que todos sabemos que el culpable ha sido alguien de la casa, y las mayores sospechas recaen en el propio reverendo Parmenter. Imagino que Thomas ya te ha puesto al corriente.

—Por encima —admitió Charlotte. Deseó ofrecer alguna clase de consuelo, pero ambos sabían que era imposible. Deseó también prevenirlo contra los riesgos de la situación, pero los dos habían experimentado ya todos los peligros posibles: los obvios, como decir o hacer insensateces, o callarse la verdad para encubrir aquellos pequeños actos de estupidez o mezquindad que uno prefería no poner en conocimiento de los demás, y de los cuales todo el mundo escondía alguno que otro; y las trampas menos obvias, como el deseo de ser sincero y decir algo que a uno le parecía la verdad, para descubrir luego, cuando ya era demasiado tarde, que sólo conocía la mitad de la verdad, y que el resto alteraba las cosas por completo. Era muy fácil juzgar y muy difícil aprender a olvidar. Uno veía mucho más de lo que quería ver de las flaquezas y vulnerabilidades de las vidas ajenas.

Charlotte se inclinó un poco.

—Dominic, ten mucho cuidado —dijo impulsivamente—. No te… —se interrumpió y sonrió burlándose de sí misma—. Iba a decir «No te precipites», pero es una tontería. Y luego iba a decir «No intentes resolverlo tú solo» y «No intentes rescatar a nadie». Creo que será mejor que no diga nada. Simplemente haz lo que consideres correcto.

Dominic le devolvió la sonrisa, relajándose realmente por primera vez desde la llegada de Charlotte.

Sin embargo el almuerzo se desarrolló en un clima de máxima tensión. La comida era excelente. Plato tras plato, empezando por una sopa, seguida de un pescado en su punto, y después carne con verduras, los comensales hicieron escaso aprecio de lo que se les servía. Ramsay Parmenter había decidido comer con su familia y la invitada. Presidió la mesa, bendiciéndola con fría formalidad antes de comenzar. Charlotte no pudo evitar la impresión de que el reverendo hablaba como si se dirigiera a un grupo de concejales en una reunión pública, y no a un Dios bondadoso que debía de conocerlo infinitamente mejor de lo que él se conocía a sí mismo.

Todos contestaron «Amén» al unísono y empezaron a comer.

—¿No podríamos conseguir, además de las cintas, un poco de gasa tupida para hacer velos? —preguntó Clarice con la cuchara de sopa a medio camino de la boca—. Seguramente Dominic no tendrá inconveniente en ir a buscarla a la mercería, ¿verdad?

—Ningún inconveniente —respondió Dominic de inmediato.

—Por mí no os molestéis —dijo Tryphena con aspereza—. No pienso ir a ninguna parte donde se requiera sombrero.

—Si llueve, necesitarás un sombrero para salir al jardín —señaló Clarice—. Y conociendo la primavera inglesa, tenemos la lluvia aún más asegurada que la muerte o los impuestos.

—No estás muerta, y no tienes dinero, con lo cual tampoco pagas impuestos —replicó Tryphena.

—Precisamente —convino Clarice—. Y padezco la lluvia con frecuencia. —Miró a Dominic—. ¿Sabrás lo que has de traer?

—No. Pero pediré a la señora Pitt que me acompañe, y sin duda ella me orientará.

—No se moleste, por favor. —Vita miró a Charlotte con una sonrisa—. No es nuestra intención abusar de usted de esa manera.

Charlotte le devolvió la sonrisa.

—Ayudaré con mucho gusto. Y me encantaría tener la ocasión de charlar con Dominic y oír sus noticias.

—La mercería no está lejos de aquí —comentó Tryphena con tono cáustico, inclinándose de nuevo sobre el plato de sopa. La luz se reflejaba en su cabello claro, convirtiéndolo en un halo—. A media hora como mucho.

—Dominic va a encargarse de los preparativos para el funeral de Unity —explicó Vita—. En las actuales circunstancias, parece lo más apropiado. —Contrajo levemente las facciones, pero no añadió nada más.

—¡El funeral! —Tryphena levantó repentinamente la cabeza—. Supongo que te refieres a alguna celebración en la iglesia, algo con mucha pompa y boato, y todo el mundo de luto para exhibir un dolor falso. Para eso queréis la gasa negra. ¡Sois todos unos hipócritas! Si no sentíais el menor aprecio por ella cuando vivía, ¿de qué sirve sentarse ahora en solemnes hileras como cuervos en una cerca y fingir un afecto inexistente?

—¡Basta ya, Tryphena! —prorrumpió Vita con severidad—. Ya conocemos tus sentimientos y no necesitamos oírlos de nuevo, y menos en la mesa.

Tryphena apartó la vista de su madre y la fijó en Ramsay.

—¿Imaginas que tu Dios te cree? —inquirió con voz crispada y ofensiva—. Dios debe de ser un necio si se deja engañar por tus poses. ¡A mí no me engañas! Ni a nadie que te conozca. —Se volvió hacia Mallory—. ¿Por qué todos tratáis a Dios como si fuera idiota? Empleáis un lenguaje grandilocuente y os explicáis una y otra vez, como si Él no os hubiera entendido a la primera. Le habláis como a las ancianas que están sordas y un poco seniles.

Clarice se mordió el labio y se tapó la boca con la servilleta, emitiendo extraños ruidos guturales como si se hubiera atragantado.

—¡Tryphena, mide tus palabras o deja la mesa! —ordenó Vita con tono tajante. Ni siquiera miró a Ramsay; posiblemente había perdido toda esperanza de que él saliera en defensa de sí mismo o de sus creencias.

—Eso mismo haces tú —dijo Clarice en actitud desafiante, bajando de nuevo la servilleta.

—¡Yo nunca hablo a Dios! —Tryphena volvió de inmediato la cabeza y clavó una mirada iracunda en su hermana—. Es ridículo. Sería como hablarle a Alicia en el País de las Maravillas o al Gato de Cheshire.

—Si quieres un público más receptivo, mejor será que te dirijas a la Liebre de Marzo o el Sombrerero Loco —sugirió Clarice—. Están lo bastante chiflados para escuchar hasta la saciedad tu cantinela sobre la economía social, el amor libre, la libertad artística y el permiso generalizado para que cada cual haga lo que se le antoje y espere que después otro recoja los pedazos.

—¡Clarice! —exclamó Vita con el cuerpo en tensión y mirada severa—. Con eso, no ayudas a nadie. Si eres incapaz de decir algo apropiado para la ocasión, haz el favor de callarte.

—Clarice nunca dice nada apropiado para ninguna ocasión —dijo Tryphena con amargo desdén.

Charlotte comprendía la actitud de Tryphena. Por alguna razón, la muerte de Unity Bellwood le había provocado un dolor que no podía contener, y volcaba su ira en todos aquellos que no compartían su sensación de pérdida y soledad, o no exteriorizaba su miedo. Charlotte observó a Ramsay Parmenter, sentado a la cabecera de la mesa, presidiéndola nominalmente pero de hecho ajeno a todo.

Volviéndose hacia Vita, vio en su rostro el atisbo de un arraigado cansancio y se preguntó cuántas veces en el pasado, ante la pasividad de Ramsay, se habría visto obligada a tomar las decisiones, a marcar los límites del comportamiento. Quizá era ésa la expresión máxima de la soledad, no el dolor por la pérdida de un ser querido sino el aislamiento producido por la incapacidad de compartir en vida, el hecho de sentirse atado al cascarón de los propios sueños cuando la substancia ha desaparecido.

—Bueno, por suerte la Iglesia compensará nuestras deficiencias y dirá todo lo que sea apropiado. —Mallory entregó el plato de sopa a la criada que recogía la vajilla—. Al menos hasta donde pueda llegar.

—Llega ya bastante lejos —respondió Dominic—. El resto está en manos de Dios.

Mallory se volvió al instante hacia él.

—¿Quién nos ha dado los sacramentos de la confesión y la absolución para salvarnos, y la extremaunción destinada a prepararnos para aceptar Su gracia y hallar al final la salvación a pesar de nuestros pecados y flaquezas? —Con visible esfuerzo, mantenía las manos quietas sobre el mantel blanco de hilo, los largos y delgados dedos extendidos y rígidos.

—¡Eso es una inmoralidad! —exclamó Tryphena indignada—. Según tú, al final todo se reduce a una simple cuestión de magia. Pronunciando el sortilegio oportuno, las culpas desaparecerán. Eso es una verdadera infamia. —Miró uno por uno a los demás—. ¿Cómo puede alguien creerse una cosa así? Es monstruoso. En estos tiempos prevalecen la razón y la ciencia. Incluso en el Renacimiento tenían ideas más avanzadas que…

—No la Inquisición —señaló Clarice, enarcando sus cejas oscuras—. Quemaban en la hoguera a todos aquéllos cuyas creencias diferían de las de la Iglesia.

—A todos no —rectificó Ramsay con pedantería—. Sólo a quienes habían sido bautizados cristianos y después incurrían en la herejía.

—¿Y cuál es la diferencia? —preguntó Tryphena, alzando la voz de pura incredulidad—. ¿Estás diciendo que eso lo justificaba?

—Estoy corrigiendo una tergiversación —contestó Ramsay—. Sólo podemos hacer las cosas lo mejor que sabemos, de acuerdo con nuestra fe y nuestro entendimiento. Celebraremos un funeral por Unity y observaremos las formalidades de la Iglesia anglicana. Dios sabrá que hemos hecho por ella lo que creíamos correcto y le concederá Su misericordia y perdón.

—¡Perdón! —Desbordada por las emociones, Tryphena elevó aún más la voz, ahora aguda y estridente—. No es Unity quien necesita perdón, sino la persona que la mató. ¿Cómo puedes sentarte ahí tranquilamente y hablar de perdón como si fuera ella quien obró mal? ¡Valiente ridiculez! —Echó la silla atrás bruscamente, casi volcándola, y se puso en pie—. No puedo seguir escuchando esos disparates ni un segundo más. Esto es una casa de locos. —Se marchó del comedor sin volver la vista atrás, empujando con todas sus fuerzas la puerta de vaivén y tropezando casi con el lacayo que entraba con el siguiente plato.

—Lo siento —musitó Vita, mirando a Charlotte con expresión apesadumbrada—. Me temo que realmente está muy afectada. Ella y Unity mantenían una estrecha relación. Confío en que sepa usted disculparla.

—Naturalmente. —Charlotte dio la única respuesta posible. Ella misma había soportado suficiente vida familiar para tener sobrada experiencia en esa clase de escenas. Un leve rubor tiñó sus mejillas con el recuerdo de unas cuantas que ella misma había provocado, más de una debida a su enamoramiento de Dominic—. También yo he sufrido la pérdida de seres queridos y sé lo alterada que una puede llegar a estar.

Vita le dirigió una sonrisa radiante y vacía.

—Gracias. Es usted muy generosa.

Clarice observaba a Charlotte con curiosidad, pero no dijo nada. Durante el resto del almuerzo Dominic y Vita intercambiaron comentarios intrascendentes y Charlotte participó a fin de mantener una apariencia de cortesía. Ramsay asentía cuando era oportuno, y preguntó educadamente la opinión de Charlotte en una o dos ocasiones. Mallory no intentó siquiera intervenir en la conversación, y Clarice guardó un discreto silencio, poco habitual en ella.

A primera hora de la tarde Charlotte acompañó a Dominic tal como él le había pedido. Viajaron en el segundo carruaje de la familia. Era descubierto, pero no llovía y soplaba una brisa suave, así que a Charlotte le bastó taparse las piernas con una manta para sentirse a gusto. Dominic, después de dar instrucciones al cochero, se sentó junto a ella.

—Te agradezco que hayas venido —dijo Dominic con tristeza cuando se pusieron en marcha—. Lamento que hayamos vuelto a vernos en estas circunstancias. El almuerzo ha sido un desastre. Estamos todos muy susceptibles y perdemos el control al mínimo roce.

—Lo sé —respondió Charlotte con delicadeza—. Recuerdo perfectamente…

—Sí, claro que lo recuerdas. —Dominic esbozó una fugaz sonrisa—. Lo siento.

—Han ocurrido tantas cosas desde la última vez que nos vimos…

—Tú no has cambiado apenas. —Dominic se volvió de cara a ella y la contempló detenidamente—. Tienes el cabello igual que antes. —Se advertía admiración en su mirada, y Charlotte sintió un cálido placer que la avergonzó, aunque no habría renunciado a él.

—Gracias —dijo, aceptando el halago, y sonrió a su pesar—. Han pasado unos cuantos años, y me gustaría pensar que he ganado un poco en sensatez. Tengo dos hijos…

—¿Dos? —Dominic se sorprendió—. Yo recuerdo a Jemima.

—Tengo también un niño, dos años menor. Se llama Daniel. Ha cumplido ya los seis. —No pudo disimular totalmente el orgullo y la ternura que sentía—. Tú en cambio sí has cambiado, y mucho. ¿Qué ha sido de tu vida? ¿Cómo conociste a Ramsay Parmenter?

Una mezcla de humor y aflicción se reflejó en la mirada de Dominic.

—¿Otra vez indagando? —preguntó.

—No —aseguró Charlotte, aunque no era del todo verdad. «Indagar» se había convertido en un hábito para ella, pero en ese momento pensaba principalmente en Dominic y en cómo podía afectarle aquella tragedia. Por otra parte, no conseguía alejar de su mente la imagen de Ramsay Parmenter sentado a la cabecera de la mesa en el comedor de su casa, sumido aparentemente en un estado de total confusión—. No —repitió—. Tan distinto te veo que deduzco que han debido de ocurrirte cosas extraordinarias. Y noto que estás muy preocupado por el reverendo, no sólo por las repercusiones que esto pueda tener para su familia sino por su propio malestar interior. No crees que él empujara a Unity Bellwood intencionadamente, ¿verdad? —Era una afirmación más que una pregunta.

Dominic dudó durante un largo rato antes de contestar, y cuando lo hizo, habló despacio, con la frente arrugada y la vista al frente, perdida en el bullicio del tránsito.

—Sería una acción impropia del hombre que conozco —dijo por fin—. Cuando conocí a Ramsay, me hallaba en el punto más bajo de mi vida. Cada día se me antojaba un desierto gris sin nada en el horizonte aparte de la misma lucha de siempre carente de sentido. —Se mordía nerviosamente el labio inferior como si aún el recuerdo de aquella época siguiera perturbándolo, la conciencia de que era posible sentir esa absoluta incapacidad incluso para la esperanza. Era un abismo cuya existencia resultaba en sí misma temible, y la oscuridad de ese abismo se reflejaba en sus ojos.

Charlotte deseó preguntar cómo había llegado a ese punto, pero eso sería una intromisión, y ella no tenía derecho a saberlo. Se preguntó si guardaba relación con la muerte de Sarah, pese a que esa crisis espiritual debió de producirse varios años después. Deseó tocarlo, pero eso sería también demasiado personal. Había pasado mucho tiempo desde que se conocían bien, y era imposible salvar la distancia en un instante.

—Me despreciaba a mí mismo —prosiguió Dominic, todavía sin mirarla, y hablando en un susurro para que el cochero no lo oyera.

—¿Por sentir desesperación? —dijo ella con dulzura—. Ésa no es razón para despreciarse. No es un pecado. Sí, ya sé que la doctrina religiosa sostiene lo contrario, pero a veces uno no puede evitarlo. Quizá la autocompasión sí lo sea, pero no la auténtica desesperación.

—No —corrigió Dominic, y soltó una sarcástica risotada—. No me despreciaba por mi abatimiento; estaba abatido porque me despreciaba. Y tenía una causa. —Apretó los puños sobre el regazo. Charlotte vio brillar la piel de los guantes al tensarse sobre los nudillos—. No tengo intención de explicarte lo despreciable que llegué a ser, porque no quiero que te formes esa imagen de mí, aunque sea algo del pasado. Pero me había convertido en un ser absolutamente egoísta, no pensaba en nadie más, vivía sólo el presente y sin más objetivo que mis apetitos inmediatos. —Movió ligeramente la cabeza en un gesto de arrepentimiento—. Ésa no es vida para ninguna criatura con la facultad de pensar. Es un comportamiento infrahumano, una manera de malgastar la vida, una negación de la mente, el espíritu, el alma. Equivale a matarse mediante el abandono de todo aquello que merece la pena valorarse o amarse. No hay en ello bondad, ni valor, ni honor, ni dignidad. —Lanzó una breve mirada a Charlotte y desvió la vista de nuevo—. Me despreciaba por no ser prácticamente nada de lo que podría haber sido. Estaba echando a perder todas mis posibilidades. No es lícito condenar a alguien que ha carecido de oportunidades, pero sí a quienes las han tenido y las han desperdiciado por cobardía, pereza o deshonestidad.

Varias excusas acudieron a la mente de Charlotte, pero adivinó en su semblante que Dominic no las consideraría una muestra de amabilidad por su parte, sino incapacidad para comprenderlo, así que permaneció en silencio. En ese momento entraban en una calle con tiendas a ambos lados, y no tardarían en llegar a la mercería.

—¿Y Ramsay Parmenter te ayudó? —preguntó Charlotte, instándolo a continuar.

Dominic enderezó de nuevo los hombros y una leve sonrisa apareció en sus labios como si el recuerdo le resultara grato.

—Sí. Con su caridad y la firmeza de su fe, vio en mí muchas más cosas de las que yo mismo veía. —Prorrumpió en una risa entrecortada—. Tuvo la paciencia de perseverar conmigo, de tolerar mis errores y mi autocompasión, mis interminables dudas y temores, de ayudarme sin cesar hasta conseguir que creyese en mí mismo tan firmemente como él creía. No sabría decirte cuántas horas y días y semanas fueron necesarias, pero Ramsay no cejó en ningún momento.

—No tomaste el hábito por complacerlo, ¿verdad? —preguntó Charlotte, y se arrepintió al instante. La duda misma ofendía, y no era ésa su intención—. Disculpa…

Dominic se volvió a mirarla, ahora con una amplia sonrisa. Su aspecto físico había mejorado con la edad. Su rostro era menos atractivo en un sentido obvio, pero las arrugas le conferían un aire más sutil, más refinado. Ya no había en él nada insulso o incompleto. Era un atractivo mayor porque poseía un contenido.

—Tampoco en eso has cambiado —dijo Dominic, moviendo la cabeza en un gesto de negación—. Eres la misma Charlotte de siempre, diciendo lo que piensas en cuanto lo piensas.

—¡Sí he cambiado! —afirmó ella de inmediato—. Lo hago con mucha menos frecuencia. Puedo ser diplomática y taimada si es necesario. Y puedo guardar silencio y escuchar.

—¿Y no expresar tu opinión cuando te enardeces a causa de la estupidez, la injusticia o la hipocresía? —preguntó Dominic, enarcando las cejas—. ¿O reírte en el momento menos oportuno? No me digas eso, por favor. Me niego a aceptar que el mundo que conozco haya cambiado tanto simplemente porque me he metido a clérigo. Ciertas cosas deberían permanecer inalterables.

—Estás burlándote de mí, y hemos llegado ya a la mercería —dijo Charlotte alegremente, notando en su interior una pequeña burbuja de calidez—. ¿Quieres que entre yo y compre la cinta y la gasa?

—Te estaría muy agradecido. —Dominic sacó varios chelines del bolsillo y se los dio—. Gracias.

Charlotte regresó casi un cuarto de hora después, subió al coche con la ayuda del lacayo y entregó a Dominic el paquete y el cambio. El carruaje se puso de nuevo en marcha.

—No —dijo Dominic, contestando a su anterior pregunta—. No tomé el hábito por complacer a Ramsay. Habría sido indigno de él, o de mí, y desde luego habría prestado un flaco servicio a los feligreses que algún día tendría a mi cargo.

—Lo sé —contestó Charlotte, arrepentida—. Perdona por haberlo preguntado. Me preocupaba porque habría sido muy fácil caer en ello. La gratitud ejerce un gran peso en todos nosotros y deseamos corresponder de algún modo. Es natural, ¿y qué mejor manera de honrarlo que tratar de ser como él? ¿Acaso no hemos realizado todos alguna vez una buena acción por razones equivocadas?

—Sí, por supuesto —convino Dominic—. Y otras veces obramos mal por una buena razón. Pero yo entré en la Iglesia porque creo en su doctrina y porque a ella quiero consagrar mi vida. No por gratitud, o para refugiarme del pasado o del fracaso, sino porque lo deseaba. Tengo fe en su sentido y su finalidad. —Lo dijo con plena convicción, sin el menor atisbo de duda.

—Bien —musitó Charlotte—. No era necesario que me lo dijeras, pero me complace saberlo. Me alegro por ti…

—Si sintieras el menor cariño por mí, deberías… —se interrumpió, sonrojándose intensamente—. No… no quería decir…

Charlotte se rio sin reservas, pese a que notaba un ligero rubor en sus propias mejillas.

—Ya lo sé. Y sí, claro que siento cariño por ti. Además de ser mi cuñado, te considero un amigo desde hace mucho tiempo. Estoy muy contenta de que te hayas encontrado a ti mismo.

Dominic dejó escapar un suspiro.

—Pues no estés tan contenta. Por lo visto, soy incapaz de ayudar en modo alguno al pobre Ramsay. ¿De qué sirve mi fe si no puedo ayudar a otra persona, a quien me ha dado casi todo lo que tengo? —Volvió a fruncir el entrecejo—. ¿Por qué hallo tal vacío en mí cuando se me presenta la oportunidad de devolverle parte de lo que me dio? ¿Por qué no se me ocurren las palabras adecuadas? Él sí supo ayudarme a mí.

—Quizá no existan palabras adecuadas —contestó ella, procurando decir lo que pensaba sin causarle aflicción ni mermar en él la fortaleza y compasión que admiraba.

El coche se detuvo al llegar al cruce. Ante ellos pasó un landó descubierto, y en su interior un grupo de elegantes muchachas rio disimuladamente y fingió no mirar a Dominic. Fracasaron de manera estrepitosa. Cuando se alejaban, una de ellas se giró por completo en su asiento. Al parecer, Dominic permaneció ajeno al revuelo que había causado. En otro tiempo su reacción habría sido muy distinta.

—Entonces debe de existir un momento adecuado y un gesto adecuado —adujo con tono apremiante—. ¡Tiene que haber algo que pueda hacer! Él nunca se rindió conmigo, y créeme, habría sido lo más fácil. Era obstinado, lo discutía todo, me enfurecía conmigo mismo, y también con él por su empeño en hacerme salir airoso de aquello y su fe en mis posibilidades. Fue un esfuerzo colosal. Yo lo aborrecía por obligarme a realizarlo, por pretender convencerme de que merecía la pena intentarlo.

—¿Deseabas ser ayudado? —preguntó Charlotte.

Él la miró.

—¿Insinúas que Ramsay no lo desea?

—No lo sé. ¿Tú qué crees?

Dominic abrió los ojos desmesuradamente.

—Hablas como dando por supuesto que creo que Ramsay asesinó a Unity.

En eso tenía razón.

—¿Y lo crees? —insistió Charlotte—. ¿Por qué haría una cosa así? ¿Tan seria amenaza representaba ella para su paz de espíritu? ¿Cómo puede un escéptico conseguir que se tambalee una fe verdadera? —Escrutó el semblante de Dominic—. ¿O no es ésa la fuente del conflicto? ¿Era hermosa Unity, aunque no fuese en un sentido convencional?

—Era… —Su mirada se ensombreció. Algo en él dejó de mostrarse con la misma franqueza que hasta ese momento, y Charlotte lo percibió de inmediato, una huida de la intimidad que compartía hacía apenas un instante—. Era una mujer rebosante de vitalidad, de vida… —Buscaba las palabras precisas—. Cuesta imaginarla muerta. —Pareció sorprenderse al decirlo—. Supongo que aún no acabo de admitirlo. Hará falta un tiempo…, quizá semanas. Una parte de mí todavía espera que Unity regrese mañana y dé su opinión sobre todo esto, que nos diga qué significa y qué deberíamos hacer. —Una fugaz sonrisa, con una mezcla de humor y amargura, se dibujó en sus labios—. Tenía opiniones para todo.

—¿Y siempre las expresaba? —preguntó Charlotte.

—¡Sí, desde luego!

Charlotte lo observó, tratando de descifrar la expresión de Dominic por su perfil mientras él mantenía la vista fija en la barandilla y el tapizado de cuero de la parte delantera del coche. Ignoraba si él había sentido algún aprecio por Unity Bellwood. De pronto creía advertir en su rostro cierta relajación, casi alivio por el hecho de que ella hubiera desaparecido, como si con su muerte se hubiera quitado un peso de encima; pero instantes después descubría tristeza en su semblante, la opresiva sensación que se experimenta ante la proximidad de una muerte violenta. Fugazmente, Charlotte advirtió incluso una mueca de sorna en sus labios, como si se riese de sí mismo, pero Dominic no ofreció explicación alguna al respecto.

—¿Tú también trabajabas con ella? —preguntó Charlotte. En realidad deseaba saber si Unity le inspiraba simpatía, pero no se atrevía a plantear la cuestión directamente. No tenía derecho a hurgar en sus sentimientos. La amistad entre Charlotte y Dominic era tenue, fruto más de unos años de proximidad que de una comprensión o confianza profundas. Habían compartido muchas experiencias, sentido juntos dolor y miedo. Volviendo la vista al pasado, la situación actual parecía un calco de aquélla, pero por entonces ellos eran muy distintos, estaban muy separados, tenían conciencia únicamente de su propia soledad.

—No —contestó Dominic, aún con la mirada al frente, como si le interesara el trayecto que recorrían—. Ella colaboraba exclusivamente en los estudios personales de Ramsay. Yo no tenía nada que ver con eso. Pronto me destinarán a alguna parroquia en otra parte. Mi presencia aquí, al igual que la de Mallory, es sólo temporal.

Charlotte tenía la impresión de que Dominic omitía algo mucho más importante que los detalles de que le hablaba.

—Pero debías de verla en las comidas y las veladas, en los momentos en que no trabajaban —señaló—. Debes de saber algo de ella y de lo que el reverendo Parmenter sentía por ella… —Estaba presionándolo, pero su propia ansiedad no le permitía contenerse.

—Sí, claro —concedió Dominic, tirando de la manta que servía de abrigo a Charlotte al ver que empezaba a resbalar de sus piernas—. La conocía como se conoce a alguien con quien… con quien no existen percepciones o creencias comunes. Cualquier esfuerzo parece inútil. Tendremos que tratar de darle sentido para que los demás lo comprendan. Supongo que ésa es mi función…, dar sentido al dolor y la confusión, y a acciones tan horrendas que parecen más allá de toda posible justificación. ¿No tienes frío?

—No, estoy bien, gracias —respondió Charlotte. Su propio bienestar no le importaba en lo más mínimo; apenas lo notaba. Con total sinceridad, añadió—: Se requiere mucho valor. —Por primera vez desde que Dominic apareció en Cater Street como pretendiente de Sarah, hacía más de catorce años, sintió por él una admiración basada en el hombre que era, no en la belleza de su rostro. Ahora no se trataba de un espejismo, no la preocupaba el hecho de que él colmara sus sueños o necesidades. Sonrió sin darse cuenta—. Si puedo ayudarte en algo, no dudes en decírmelo.

Dominic se volvió hacia ella.

—Así lo haré. —Apoyó su mano en la de ella en un momentáneo gesto de afecto—. Ojalá supiera cómo. Yo mismo busco paso a paso la manera de ayudar.

El carruaje se detuvo. Habían llegado a la funeraria y era preciso cumplimentar formalidades: horarios, lugares, elecciones. Dominic se apeó y ofreció la mano a Charlotte.

Isadora Underhill observaba a su esposo pasear de un lado a otro del salón, atusándose el ralo cabello de vez en cuando. Estaba acostumbrada a verlo preocupado por una u otra razón. Era un poco mayor que ella, y obispo de una diócesis en la que vivían muchas personas influyentes. Había siempre alguna crisis que reclamaba su atención. Muchas obligaciones recaían en él y su esposa, pero cuando no se requería su colaboración, Isadora había aprendido a ocuparse en otros asuntos bien acompañada de gente, bien a solas. Disfrutaba mucho con la lectura, especialmente de libros sobre las vidas de hombres y mujeres de otros países u otras épocas. Durante la primavera y el verano pasaba muchas horas en el jardín, llevando a cabo más trabajo físico del que su marido consideraba conveniente. Pero, en complicidad con el jardinero, habían llegado al acuerdo tácito de que él se atribuiría el mérito de buena parte de lo que en realidad era obra de ella si por casualidad el obispo reparaba en algo y hacía algún comentario, cosa que ocurría con escasa frecuencia. El obispo no distinguía una malvarrosa de una camelia, y no tenía más que una muy vaga noción de los cuidados que exigía la belleza que lo rodeaba.

—¡Francamente es lo peor que nos ha ocurrido jamás! —exclamó el obispo—. Creo que no te das cuenta de la gravedad del hecho, Isadora. —Interrumpió su ir y venir y miró fijamente a su esposa con el entrecejo fruncido y finas arrugas de rabia alrededor de la boca.

—Comprendo que es un suceso luctuoso —respondió ella, enhebrando su aguja de bordar con un hilo de seda de color rojo intenso—. La muerte de una persona joven es siempre motivo de tristeza. Y diría que sus aptitudes académicas se echarán mucho de menos. Por lo que he oído contar, era una mujer brillante. —Colocó la madeja a un lado, entre las otras.

—¡Por el amor de Dios! —dijo él, exasperado—. No me has prestado la menor atención. Ése no es el problema. Francamente, podrías como mínimo dejar la costura un rato y escucharme con los cinco sentidos. —Señaló con indignación las rosas bordadas—. Esa tarea es intrascendente, y este otro asunto es desolador.

—No veo por qué la muerte ha de desolarte —replicó con sensatez—. Es un hecho triste, pero por desgracia nos llega noticia de una u otra muerte muy a menudo, y ésa es una de las razones por las que debemos agradecer una fe…

—¡El problema no es la muerte de esa condenada mujer! —atajó el obispo, moviendo la cabeza en un tajante gesto de negación. Vestía un traje oscuro, polainas y un alzacuello muy alto—. Claro que es triste, pero nos encontramos con la muerte continuamente. Forma parte de la vida, y es inevitable. Disponemos de muy diversas maneras de hacerle frente, tanto para nuestro propio consuelo como para el de los deudos. Como ya sabrías, si estuvieras escuchando, ésa no es la cuestión.

Tras su evidente irritación, Isadora percibió un temor genuino y perentorio que no recordaba haber notado nunca antes. Empujó las sedas hacia la caja donde las guardaba.

—¿Cuál es, pues, la cuestión? —preguntó.

—¡Ya te lo he dicho! La empujaron escalera abajo y se rompió el cuello. Ahora las sospechas recaen en el propio Ramsay Parmenter.

Isadora se sobresaltó, asaltándola de pronto una sensación de ansiedad y frío. Conocía a Ramsay Parmenter. Siempre le había inspirado simpatía; su actitud era invariablemente amable, pero en los últimos tiempos Isadora había intuido en él una infelicidad que no podía olvidar ni pasar por alto. De repente, como consecuencia de unas cuantas palabras, su simpatía por él se convirtió en lástima.

—No, no me lo habías dicho —protestó con intenso pesar—. Eso es realmente espantoso. ¿De dónde surge esa sospecha? ¿Por qué? ¿Por qué iba Ramsay Parmenter a empujar a alguien por una escalera? ¿Fue un accidente? ¿Perdió Ramsay el equilibrio y la empujó sin querer? No bebe, ¿verdad?

El obispo la miró con manifiesto enojo.

—¡No, claro que no bebe! ¿De dónde sacas semejante ocurrencia? Por Dios, Isadora, yo mismo hablé en su favor para que le otorgaran un obispado. El arzobispo de Canterbury no se olvidará de eso… y tampoco el sínodo.

Isadora no se inmutó por el tono de su esposo. Hasta la menor falta de decoro lo alteraba enormemente, y ella estaba ya acostumbrada.

—El canónigo Black bebía mucho —le recordó—. Nadie lo sabía porque era capaz de andar derecho incluso en los momentos de mayor ebriedad.

—Eso eran habladurías malintencionadas —desmintió él—. Tú más que nadie deberías abstenerte de escucharlas, y ya no digamos de repetirlas. Ese pobre hombre padecía un defecto del habla.

—Ya lo sé. Un defecto conocido como coñac Napoleón. —Isadora no pretendía ser desconsiderada de manera gratuita, pero en ciertas ocasiones la diplomacia se transformaba en cobardía y era inaceptable—. Por su bien, no deberías haber hecho la vista gorda.

El obispo enarcó las cejas.

—Permíteme que sea yo quien decida cuáles son mis obligaciones, Isadora. El canónigo Black es agua pasada. De nada sirve volver a hablar del tema. En estos instantes hay un asunto considerablemente más grave sobre el que debo tomar una decisión, y muchas cosas dependen de ello. Pesa sobre mí una enorme responsabilidad.

Isadora estaba confusa.

—¿Qué decisión puedes tú tomar, Reginald? Debes ofrecer tu apoyo al pobre reverendo Parmenter y su familia, pero más no podemos hacer. ¿Crees que debería ir a visitarlos mañana, o es demasiado pronto?

—Sin duda es demasiado pronto. —Descartó la sugerencia con un gesto de su cuidada mano, en la que lucía una sortija con una gran cornalina engastada.

Isadora estaba acostumbrada a sus manos, fuertes y macizas, de dedos anchos, pero nunca las había encontrado atractivas, y se sentía culpable por ello.

—Ocurrió ayer —añadió el obispo—. Me he enterado esta mañana, hace sólo media hora. La decisión es cómo debo actuar. Aún no dispongo de suficiente información. He dado vueltas y más vueltas en la cabeza a la carrera de Parmenter. ¿Qué podría haberlo desequilibrado hasta el punto de que ahora se contemple la posibilidad de que sea culpable de algo así?

Isadora lo miró con incredulidad.

—¿Qué quieres decir, Reginald? ¿Insinúas que se trata de algo peor que un accidente?

—Yo no, la policía —respondió él con aspereza, juntando sus cejas rubias—. Y por tanto debo aceptarlo. No puedo eludir la realidad, me guste o no. Si la policía presenta cargos contra él, podrían llegar a acusarlo de algo tan horrendo como el asesinato.

Isadora deseó negarse a admitirlo, pero habría sido una necedad. Reginald nunca habría dicho una cosa así si no fuera verdad. Lo observó mientras él se daba media vuelta y reanudaba sus paseos arriba y abajo, abriendo y cerrando los puños. Nunca lo había visto tan nervioso ni tan angustiado; los músculos de su cuerpo recio estaban tan tensos que la chaqueta le tiraba en los hombros.

—¿Crees que es posible? —susurró.

Él se detuvo.

—Claro que es posible, Isadora. En el interior de las personas hay a veces una oscuridad cuya existencia los demás desconocemos. —Se enfurecía con ella porque tenía que darle explicaciones, y sin embargo las habría dado en cualquier caso; él siempre lo explicaba todo, y ella había dejado de decirle que lo entendía hacía ya mucho tiempo—. Parmenter es un hombre que nunca ha desarrollado plenamente su potencial —prosiguió el obispo, alzando un dedo en un gesto admonitorio—. Recuerda cuando lo conocimos. Poseía talento. Tenía un brillante futuro por delante. Ya entonces podía haber llegado a obispo. Tenía todas las dotes necesarias, discernimiento intelectual, habilidad personal. Era un predicador magnífico. —Su voz se crispaba más y más a cada frase—. Poseía tacto, inteligencia, buen juicio, dedicación, y unos antecedentes familiares idóneos. Hizo un excelente matrimonio. Vita Parmenter sería una gran baza para cualquier hombre. ¿Y dónde está ahora? —Miró a Isadora como si esperase que ella diera la respuesta, pero no aguardó—. Ha perdido la… esperanza en el futuro que antes tenía, la… dedicación a los cometidos de la Iglesia. En algún punto se ha desviado del buen camino, Isadora. Y me pregunto cuánto se ha desviado.

También Isadora había advertido un cambio en Ramsay Parmenter con el paso de los años. Pero mucha gente cambiaba. A veces por razones de salud, a veces por infelicidad personal, a veces a causa de una decepción o simplemente del hastío. Se requería un gran valor para mantener la pasión y la energía de la juventud. Aun así, sintió la necesidad de defender a Ramsay. Ni siquiera lo pensó; fue una reacción instintiva.

—Obviamente debemos dar por supuesto que fue un accidente, a menos que nos enteremos de algo que descarte esa posibilidad. Debemos ser leales con él…

—¡Debemos nuestra lealtad a la Iglesia! —rectificó él—. Los buenos sentimientos, en el lugar que les corresponde, son muy loables, pero aquí se trata de una cuestión de principios. Estoy en la obligación de contemplar la posibilidad real de que sea culpable. Todos somos débiles. Todos adolecemos de tentaciones y flaquezas, tanto de la carne como del espíritu. Yo tengo mucha más experiencia del mundo que tú, querida. Conozco mejor la humanidad y sus aspectos oscuros de lo que tú, gracias a Dios, los conocerás jamás. Son cosas de las que una mujer nunca debería enterarse, y menos aún presenciar. Pero debo prepararme para lo peor. —Levantó ligeramente el mentón, como si previese el golpe en cualquier momento, incluso en aquel salón tranquilo y confortable con una maceta de jacintos tempranos bañados por el sol matutino.

Isadora se habría indignado de no ser por el genuino temor que oía en su voz crispada y veía en la apretada tracería de arrugas formada alrededor de su boca. Nunca lo había notado tan inquieto. A lo largo de sus treinta años de matrimonio lo había visto afrontar muchas decisiones difíciles, muchas tragedias en las que había tenido que consolar a los afligidos y encontrar las palabras adecuadas para todos. Le constaba que había actuado como mediador en delicadas rivalidades internas entre clérigos ambiciosos, que se había visto obligado a comunicar malas noticias, tanto personales como profesionales, a mucha gente. Por lo general, había salido airoso. Su confianza en sí mismo se caracterizaba por la serenidad y se basaba en una certidumbre interior.

Quizá había sido pura fachada y ella no se había dado cuenta, ya que en ese momento se hallaba en un estado de agitación extrema. Isadora no podía dejar de advertir el incipiente pánico que estaba adueñándose de él, y no temía por Ramsay Parmenter sino por sí mismo, porque había asumido el compromiso de recomendarlo.

—¿Por qué haría una cosa así? —preguntó, intentando reconfortarlo con la idea de que aquello no podía ser verdad. Ciertamente una acción semejante no concordaba con la personalidad del hombre que había visto docenas de veces todos los años. Últimamente lo había encontrado más adusto que de costumbre. Dudó en usar la palabra «aburrido»; si lo hacía, sólo Dios sabía hasta dónde podía llegar. Posiblemente encontraría aburridos a muchos destacados miembros del clero. Era una idea indecorosa que prefería no considerar.

Él la miró con impaciencia.

—En fin —respondió—, la razón obvia que primero acude a la mente es que Parmenter mantenía una conducta deshonesta respecto a ella.

—¿Quieres decir que tenía una aventura con ella? —preguntó Isadora. ¿Por qué su esposo lo expresaba todo con aquellos retorcidos eufemismos? Oscurecían el significado, pero no lo modificaban.

El obispo hizo una mueca de aversión.

—Preferiría que no fueras tan directa, Isadora —censuró—. Pero si no puedes evitarlo, entonces digamos que sí, que eso es lo que me temo. Ella era una mujer atractiva, y según me han informado, su reputación en ese terreno distaba mucho de ser admirable. Habría sido mucho mejor si Parmenter hubiera contratado los servicios de un hombre para su traducción…, como le aconsejé en su día, ¿recuerdas?

—Lo recuerdo —respondió Isadora con expresión ceñuda—. Dijiste que concederle una oportunidad a una joven era algo digno de encomio. Era más liberal y un buen ejemplo de tolerancia moderna.

—¡Tonterías! Ésas fueron las palabras de Parmenter —contradijo él, malhumorado—. Me da la impresión de que tu memoria ya no es lo que era.

Isadora lo recordaba con toda exactitud. Trataron el tema sentados en aquel mismo salón. Ramsay Parmenter se inclinó en su asiento y enumeró los méritos académicos de Unity Bellwood, añadiendo que se proponía contratarla de manera temporal, siempre y cuando el obispo diera su permiso. Reginald meditó en ello por un momento, la vista fija en el fuego y los labios apretados. Era noviembre, y un día especialmente frío. El mayordomo les había servido coñac, y Reginald lo agitaba con suavidad en la copa; a la luz del fuego, parecía ámbar. Finalmente dictaminó que demostraba una actitud liberal y progresista. Debía fomentarse el estudio sin discriminación alguna. La Iglesia debía predicar con el ejemplo en cuanto a la moderna tolerancia, valorando a las personas en virtud de sus méritos.

Alzó la vista y miró a su esposo, de pie ante ella, el entrecejo fruncido, el alzacuello un poco más alto de un lado que de otro, los hombros henchidos por la tensión. No valía la pena discutir. En cualquier caso, él se negaría a aceptarlo.

—La cuestión es —declaró el obispo— cómo minimizar el perjuicio que este hecho ocasionará a la Iglesia, cómo evitar que el trabajo de mujeres y hombres cristianos en su conjunto se vea obstaculizado por el escándalo que este asunto puede suscitar si no se maneja con acierto. ¿No imaginas los titulares de los periódicos? «Obispo en ciernes asesina a su querida». —Cerró los ojos como si lo hubiera traspasado una punzada de dolor físico, su rostro pálido y desencajado.

Isadora se lo imaginaba perfectamente, pero su mayor preocupación era Vita Parmenter y la conmoción y la angustia que sentiría, que en realidad ya debía de estar sintiendo. Por bien que Vita conociera a su marido, por más que confiara en él, sucumbiría al pánico ante la posibilidad de que lo acusaran. A veces personas inocentes pagaban por otros con su sufrimiento, o incluso con la muerte. Y el propio Ramsay debía de experimentar un caos de emociones, todas ellas dolorosas por igual, tanto si era culpable como si no. Aquella situación debía de ser una pesadilla para él.

—Quizá consiga persuadirlo para que alegue locura —comentó el obispo, mirando a Isadora—. Sin duda está completamente loco. Ningún hombre en su sano juicio se embarcaría en una aventura amorosa con una mujer como Unity Bellwood, perdería luego todo contacto con la moralidad, con sus creencias más arraigadas y con todas las enseñanzas recibidas, y finalmente la asesinaría en un arrebato de histeria. Alegando locura, no faltaría a la verdad. —Asintió con la cabeza, resuelto a convencer a su esposa—. No puede culparse a un loco, sino sólo compadecerlo. Y naturalmente confinarlo en algún lugar adecuado. —Se inclinó—. Sería atendido en la mejor y más segura institución que encontremos. Recibiría los cuidados necesarios. Sería lo mejor para todos.

Isadora estaba aturdida por la velocidad con que él había pasado de una duda a una suposición, y luego a una sospecha, para llegar por último a una solución en la que Ramsay Parmenter era juzgado y sentenciado. Había necesitado menos de tres minutos. Ella se sentía al margen de todo eso, como si estuviera presente en el salón sólo en cierto modo. Una parte de ella se encontraba lejos de allí, contemplando a distancia la apacible dignidad del salón con su alfombra estampada de color vino, el suave fuego, el obispo de pie con los puños cerrados ante sí, manifestando su decisión. Pese a lo familiar que le resultaba la presencia física de él, lo veía a la vez como un extraño, una mente y un alma que no conocía en absoluto.

—Aún no sabes nada al respecto. —Las palabras escaparon de su boca antes de que se hubiera parado a considerar cómo reaccionaría él al oírlas—. Quizá no sea culpable de nada.

—No puedo quedarme de brazos cruzados hasta que lo procesen, ¿no crees? —preguntó él airado, retrocediendo para acercarse más al fuego—. Debo tomar medidas para proteger a la Iglesia. Te das cuenta de eso, ¿no? Las consecuencias pueden ser desastrosas. —Le lanzó una mirada acusadora, como si ella fuera corta de entendederas a propósito—. Ya tenemos suficientes enemigos en el mundo moderno sin esta clase de fatalidades. En todas partes hay gente que niega la existencia de Dios, que levanta baluartes intelectuales consagrados a la razón como si ésta fuera una deidad, como si pudiera dar respuesta a todos nuestros deseos y aspiraciones de seguir por el buen camino. —Hendió el aire con un dedo—. Unity Bellwood era sólo una apóstol más del espíritu sin moralidad, del abandono a los más bajos instintos del cuerpo, como si en cierto modo el conocimiento lo eximiera a uno de las reglas que nos gobiernan a los demás. Parmenter estaba muy equivocado al pensar que podía inculcarle mejores ideales, reformarla o, si quieres, convertirla. Era la máxima arrogancia, y ya ves el precio que ha tenido que pagar por ello. —Empezó a pasearse de nuevo, yendo hasta el extremo del salón con enérgicas zancadas, dándose media vuelta y volviendo atrás, dándose otra vez media vuelta y trazando exactamente el mismo camino por la alfombra. Ésta comenzaba a dar señales de desgaste allí donde él pisaba una y otra vez—. Ahora debo pensar qué es lo mejor para todos. No puedo mostrarme tolerante con uno a costa de la mayoría. Ése es un lujo que no me puedo permitir. No es momento de sentimentalismos.

—¿Has hablado con él? —preguntó Isadora, buscando algún pretexto para retrasar sus planes. Sin darse cuenta, había tomado la determinación de luchar contra él.

—Todavía no, pero lo haré, naturalmente. Primero he de pensar qué decir. No puedo presentarme ante Parmenter confiando en la improvisación. Sería injusto con él y podría tener un efecto catastrófico.

Isadora se sintió aún más alejada de él, casi una desconocida. Y lo más doloroso era que deseaba sentirse alejada, distanciarse tanto de los pensamientos que él expresaba como de las acciones que se proponía emprender.

—Quizá te diga algo que lo aclare todo —adujo—. No debes actuar antes de eso. Quedarías en ridículo si lo condenases y después se descubriera que es inocente. ¿Qué pensaría la gente entonces de la Iglesia, viendo que había abandonado a uno de los suyos cuando éste más la necesitaba? ¿Y qué me dices del honor, la lealtad o incluso la compasión? —pronunció la última palabra con aspereza, incapaz de seguir conteniendo su ira, sin desear de hecho ocultarla por más tiempo.

El obispo se detuvo en medio del salón y la miró asombrado. Respiró hondo. Parecía preocupado, o incluso asustado.

Isadora deseó sentir lástima por él. Era una situación muy delicada. Al margen de cuál fuera la decisión de su esposo, tenía grandes probabilidades de equivocarse, y sin duda así lo interpretarían muchos. Siempre había gente dispuesta a criticar. Tenían sus propias razones, razones políticas. La política eclesiástica era un hervidero de rivalidades, sentimientos heridos, ambición, culpabilidad, esperanzas frustradas. La mitra del obispo era en muchos sentidos un ornamento tan pesado e incómodo como la corona. Se esperaba demasiado de quien la llevaba, una santidad, una rectitud moral que ningún mortal podía alcanzar.

Y sin embargo, observándolo, Isadora no veía a un hombre luchando denodadamente por obrar de manera justa ante un difícil dilema. En lugar de eso, veía a un hombre buscando la solución más conveniente para no salir él mismo malparado, e incluso a un hombre recreándose en cierta autosuficiencia por considerarse el salvador de la Iglesia bajo tal presión. Se advertía en él asimismo cierta complacencia en el papel de mártir. Ni una sola vez había expresado compasión por ninguno de los miembros de la familia Parmenter, ni dolor por Unity.

—¿Piensas que sería malinterpretado? —preguntó el obispo con seriedad.

—¿Cómo? —dijo Isadora. No sabía de qué hablaba. ¿Acaso había hecho algún comentario que ella no había oído?

—¿Crees que la gente malinterpretaría nuestros motivos? —repitió él, reformulando la pregunta en términos supuestamente más claros.

—Malinterpretaría ¿qué?

—¿Qué va a ser? El hecho de que aconsejáramos a Ramsay Parmenter alegar locura. ¿Dónde tienes puesta la atención? —Arrugas de inquietud surcaban su rostro—. Por lo que has dicho, pareces creer que podría entenderse como una deslealtad o cierta cobardía, como si lo hubiéramos abandonado.

—¿Y no es eso exactamente lo que tú propones, abandonarlo?

El obispo se sonrojó.

—¡No, claro que no! No sé cómo se te ocurre una idea semejante —replicó, indignado—. Pretendo simplemente anteponer los intereses de la Iglesia, y eso significa no sólo hacer lo correcto, sino que además se perciba como correcto. Habría pensado que, después de tantos años, eras capaz de comprender como mínimo una cosa tan elemental como ésa.

Isadora se asombró de su propia ignorancia, pero no por su supuesta incomprensión de aquellos razonamientos, sino por su nula percepción de sí misma, y de su esposo. ¿Cómo era posible que lo conociera tan poco, que hasta entonces no hubiera visto en él ese rasgo? Era una mezquindad que hería tan profundamente que hubiera podido echarse a llorar a causa de la decepción y el sentimiento de soledad.

El obispo hablaba para sí, expresando sus pensamientos en voz alta.

—Quizá deba acudir a Harold Petheridge. Él podría ejercer cierta influencia. Al fin y al cabo, el gobierno tiene un interés directo en el asunto. —Volvió a pasearse—. A nadie le conviene un escándalo, y hay que pensar en la familia. Para ellos, esta situación debe de ser horrible.

Mirándolo, Isadora se preguntó si se había detenido a pensar por un solo instante en el propio Ramsay Parmenter, en los temores que debían de acecharlo, las dudas desgarradoras, la confusión y quizá la culpabilidad. ¿Podía existir mayor soledad que la que él sentía entonces? ¿Se le ocurriría a Reginald ir a ofrecerle alguna clase de ayuda espiritual, el apoyo de un amigo si era inocente, el valor para mantenerse firme y luchar por ser exculpado? O si era culpable, presentarse en su función de pastor para escuchar su confusión y su pecado, y ayudarlo a encontrar alguna forma de arrepentimiento, como mínimo el principio de un largo camino. Isadora necesitaba creer que podía hacerse algo por él. Quizá el hombre que ella conocía se hubiera apartado del buen camino y cometido un terrible error, pero no era un hombre perverso, alguien a quien dejar abandonado como un objeto que ha perdido toda utilidad. ¿Acaso el objetivo de la Iglesia no era, en esencia, difundir el Evangelio entre todas las personas y llamar al arrepentimiento a cuantos escucharan, sin excluir a nadie?

—Irás a ver a Ramsay, ¿verdad? —dijo Isadora con súbito apremio.

El obispo se hallaba junto a la ventana del fondo del salón.

—Sí, claro que iré —contestó, irritado—. Ya me lo has preguntado antes. Es vital que hable con él. Necesito conocer mejor la situación para formarme una idea clara que me permita tomar la mejor decisión posible. —Se arregló la chaqueta—. Voy a mi gabinete. He de serenarme un poco. Buenas noches.

Ella no respondió, y él no pareció notarlo. Salió y cerró la puerta con suavidad.