Capítulo VII
EL odio que sentía Wilson le empujaba a avanzar por la selva sin tener en cuenta para nada las continuas llamadas por radio de aquel inepto de Gálvez.
Wilson había decidido hacer la guerra por su cuenta y ganarla. Estaba seguro que si conseguía atrapar o destruir a Sandoval, tendría luego a Reinaldo Cortés en la palma de su mano y le podría manejar a su antojo. Le exigiría como premio que le regalara alguna de sus muchas plantaciones.
Aquélla era su gran oportunidad para convertirse en un hombre importante y no estaba dispuesto a desaprovecharla.
Avanzó con sus hombres por la selva en dirección a Cruces, sin descanso, infatigablemente, y de repente uno de ellos, un tipo llamado Flores, le hizo una indicación para que se detuviera.
—¡Alto! —gritó Wilson.
Saltó de su jeep y fue corriendo hacia él. El mercenario estaba de cuclillas escarbando el fangoso suelo con un dedo.
—¿Qué pasa, Flores?
—Han estado aquí no hace mucho. Tres o cuatro horas a lo sumo. Luego han seguido hacia el norte.
—Bien, nosotros también iremos hacia allí. ¡En marcha!
Wilson quería aprovechar las últimas horas del día.
Cuando llevaban una media hora de camino, vieron aparecer un helicóptero.
—¿Deber de ser ese hijo de perra de. Gálvez! —gruñó—. ¡Lo va a estropear todo!
En efecto, Wilson no se había equivocado. El helicóptero tomó tierra cerca del grupo y el comisario descendió de su interior y corrió hacia el capataz, que se pie en su jeep, le miraba con el odio reflejado en sus ojos.
—¿Qué diablos quiere, comisario? —gritó Wilson.
—¡Acordamos que ésta sería una misión que llevaríamos a cabo entre los dos, Wilson! ¡Pero usted no ha cumplido el trato y está haciendo la guerra por su cuenta! Le exijo que…
—¡Comisario, usted no es nadie para exigirme nada! ¡Yo hago lo que me da la gana!
—¿Es su última palabra?
—¡Sí!
—¡Entonces me veré obligado a detenerle por obstruir la labor de la justicia, Wilson!
—¡Inténtelo!
Después de pronunciar aquella palabra, los hombres de Wilson dirigieron sus armas hacia el comisario Gálvez. Este entornó los ojos y asintió con la cabeza.
—Está bien, Wilson —masculló—. Usted gana por ahora. Pero le juro que cuando esto haya terminado, nos veremos las caras…
El capataz soltó una sonora carcajada.
* * *
—Me muero de calor, Sandoval… —le dijo la prisionera—. ¿Hay por aquí algún lugar donde pueda tomar un baño?
—Desde luego. En esa hondonada hay un riachuelo. Dolores la acompañará.
—¿Y por qué no me acompaña usted?
—¿Es un capricho?
Cristina asintió con la cabeza.
—De acuerdo. Vamos.
Dolores les vio alejarse y apretó con fuerza la metralleta que tenía entre las manos y por unos segundos estuvo tentada de seguirles, pero luego cambió de opinión. No quería mostrarse como una estúpida celosa, así que se tragó la rabia que sentía en aquellos momentos.
Cuando llegaron al riachuelo, Cristina acarició el agua con sus manos.
—¡Está deliciosa! —exclamó.
Luego, sin mediar palabra alguna, comenzó a desnudarse sin importarle en absoluto el que Sandoval la estuviera mirando.
—¿Y usted ¿no se baña? —le preguntó al guerrillero.
—No.
—¡Usted se lo pierde, Sandoval! —exclamó Cristina y después se introdujo en el agua. Sandoval sabía de sobras que podía poseer a aquella belleza en cuanto se lo propusiese, pero aquél no era el momento oportuno. Estaban sobre un volcán y no había tiempo para veleidades.
Sin embargo, era tan difícil resistirse…
Jamás en toda su vida había visto a una mujer con un cuerpo como aquél.
Cristina, de pie, se arrojaba agua sin parar y Sandoval observó aquellas gotas que resbalaban por sus hermosos pechos y por su vientre, descolgándose hacia los muslos. Ella le sonrió, burlona e incitándole.
—Le gusta jugar con los hombres, ¿verdad? —le preguntó Sandoval.
—Depende de la clase de hombres. Hay algunos a los que ni siquiera me molesto en mirar. Pero usted es distinto. No sea estúpido, Sandoval. Si le gusto, aquí me tiene. No me resistiré. Ni usted se arrepentirá.
—Estoy seguro de que no. Pero ahora no es el momento…
—Luego, quizá sea demasiado tarde.
—Es posible que tenga razón y que me arrepienta toda mi vida por no haber poseído a una mujer como usted, Cristina… pero ahora, tengo otras cosas en las que pensar. —¿Tanto odia a mi marido?
—Sí, porque él y algunos otros están haciendo mucho daño a este país con su maldita ambición. San Miguel está en manos de hombres como Reinaldo Cortés. A los demás no nos queda nada, ni siquiera el derecho a la propia vida. ¡Así que antes de morirnos de hambre, tenemos el deber de luchar por nuestra supervivencia!
De repente, Dolores llegó corriendo.
—¿Ocurre algo? —le preguntó Sandoval.
—¡Wilson y algunos hombres se están acercando!
—¡Vístase! —le ordenó el guerrillero a Cristina—. ¡Y tú, Dolores, vigílala!
—Con mucho gusto… —masculló ésta.
Sandoval fue a reunirse con el resto del grupo, agazapados detrás del abrupto follaje. —Esto no me gusta… —murmuró el guerrillero—. No comprendo cómo han podido llegar hasta aquí. ¡Tiene que haberles informado alguien!
—¿Qué hacemos, Sandoval?
—Esperar. No abriremos fuego si no es necesario.
* * *
Flores señaló en dirección al suelo.
—Huellas recientes, Wilson —le dijo—. Están cerca. Muy cerca.
—¡Desplegaos! —gritó el capataz.
Los hombres de Wilson avanzaron lentamente, con sus armas a punto, husmeando a un lado y a otro, con los ojos bien abiertos y los nervios en tensión.
Sandoval por su parte analizó fríamente la situación. El enemigo era muy superior en número y en material. Si abrían fuego contra ellos, no tardarían en aplastarles.
—Nos retiramos —le dijo al hombre que estaba a su lado.
—¿Qué?
—¡He dicho que nos retiramos y ahora mismo! ¡Vamos!
Sandoval y su pequeña guerrilla emprendió la retirada selva adentro, corriendo como gamos, corriendo sin parar durante un buen trecho. Dolores era la encargada de cuidar de la prisionera y cada vez que ésta se caía, la guerrillera la obligaba a levantarse sin ningún miramiento.
Por fin, reventados, se detuvieron en lo más intrincado de la selva donde el follaje era tan espeso que parecía de noche.
Los hombres se dejaron caer al suelo, exhaustos, rotos.
Sandoval, apoyado en un grueso tronco, respiraba entrecortadamente mientras el sudor resbalaba por su frente y por su rostro como si acabara de salir del agua.
Las dos mujeres habían quedado algo rezagadas del grupo, tendidas en el suelo, agotadas.
Después de un largo silencio, Sandoval se dispuso a hablar con sus hombres. —Muchachos, prestad atención…
Las miradas de los guerrilleros se dirigieron al jefe.
—He estado pensando en nuestra situación. No cabe duda de que si Wilson ha llegado hasta aquí, es porque alguien le ha informado. Pero eso no importa ahora. Ya no tiene remedio. Sin embargo, vamos a cambiar de táctica.
—¡Creo que nunca conseguiremos lo que nos hemos propuesto, Sandoval! —exclamó uno de los guerrilleros—. Estamos atrapados porque sabemos que no es sólo Wilson quien nos viene pisando los talones sino también ese miserable de comisario Gálvez.
—¿Crees que no lo sé, Daniel? —le preguntó Sandoval—. ¡Pero no vamos a rendirnos! Todo lo contrario.
—Habla claro de una vez —le pidió Dolores.
—En primer lugar, vamos a cambiar de táctica. Vosotros seguiréis hacia el Norte, hacia la región de Rosales. Allí tenemos amigos y os ayudarán a ocultaros. Eso obligaría a Wilson y a Gálvez a seguirnos.
—¿Y tú? —le preguntó Daniel—. ¿Qué harás tú?
—Yo llevaré a la prisionera a la plantación.
Dolores se levantó de un salto y avanzó decididamente hacia Sandoval.
—¿Qué has dicho? ¿Es que te has vuelto loco?
—Todo lo contrario, Dolores —le respondió Sandoval—. Creo que es lo mejor que podemos hacer dadas las circunstancias. ¿Es que no lo comprendes? En la plantación apenas quedarán hombres. Todos los que había nos están buscando ahora. Reinaldo Cortés recibirá mi visita cuando menos se lo espera…
—No es mala idea —admitió Daniel—. Nosotros entretenemos a esa gentuza mientras tú te presentas con el rehén en la plantación…
—Exacto.
—¡No me gusta! —exclamó Dolores.
—Te guste o no es lo que vamos a hacer —le respondió duramente Sandoval—, Luego, cuando todo haya terminado me reuniré con vosotros en Rosales.
—¡Déjame ir contigo!
—No, Dolores. Tú te quedas con ellos.
La muchacha clavó sus fríos ojos en el guerrillero y luego en la prisionera.
—Sé lo que andas buscando, Carlos… —masculló—. Sé que lo único que quieres es quedarte a solas con ella…
Dolores no pudo seguir hablando porque Sandoval la abofeteó.
—¡No sabes lo que estás diciendo! ¡Esa mujer no me importa nada! ¡Nada! ¡Lo único que me importa es nuestra causa! ¡Métetelo en la cabeza!
Después de aquellos segundos de tensión, Daniel empezó a andar.
—Creo que lo mejor será que emprendamos la marcha. ¡Hasta pronto, Sandoval! —¡Buena suerte, muchachos!
Dolores dirigió una furiosa mirada a Sandoval y luego, sin decir una sola palabra, se fue detrás de sus compañeros.
Pero el guerrillero sabía lo mucho que le odiaba en aquel momento.
* * *
Wilson soltó una maldición tras otra cuando comprobó que los guerrilleros se le habían escapado de las manos delante de sus propias narices.
Flores se encontraba a su lado, fumando, pensativamente.
—Está claro que nos han visto llegar y se han marchado —dijo éste—. Han seguido hacia el norte, siempre hacia el norte. Pero no pueden andar muy lejos, Wilson. Van a pie. Les alcanzaremos tarde o temprano.
—Sí, tienes razón. ¡Vamos!
Wilson, una vez más, forzó la marcha de sus hombres y al cabo de un rato, Flores les hizo una indicación para que se detuvieran.
—¿Qué pasa ahora? —gruñó el capataz.
—Han cambiado de rumbo —respondió Flores—. Ahora se dirigen hacia las montañas. —¿Hacia las montañas? ¡Diablos, no lo entiendo! ¿Por qué hacia allí?
—Sí, es muy raro —admitió Flores—. A no ser que tengan un nuevo lugar donde esconderse.
—Debe ser eso. ¡En marcha! ¡Creo que se saben acorralados y huyen a la desesperada!
—Eso puede ser peligroso para la esposa del señor Cortés —dijo Flores.
—¡Al diablo con ella! —explotó Wilson—. ¡A mí lo único que me importa es ese perro de Sandoval!
Cuando Wilson y sus hombres se hubieron alejado lo suficiente, Sandoval y la prisionera salieron de su escondite; un agujero en la roca, como un enorme ojo en la frente de algún feroz gigante mitológico.
—Les hemos burlado —dijo satisfecho el guerrillero—. Ahora, en marcha. No tenemos tiempo que perder.
El camino hasta las propiedades de Reinaldo Cortés era largo para cualquiera que no conociera la selva como la conocía Sandoval, pero éste sabía de atajos para llegar mucho antes que nadie y por otro lado, había decidido caminar hasta el límite de sus fuerzas porque no estaba dispuesto a que Wilson se diese cuenta del engaño y se volviera atrás.
Entonces, todo estaría perdido…
* * *
—¡No puedo más, Sandoval! —exclamó la prisionera—, ¡Descansemos un rato, se lo ruego!
El guerrillero miró a Cristina. En efecto, daba la impresión de estar exhausta. Y por otro lado, pronto se haría de noche. Ello también obligaría a descansar a Wilson lo cual se daba un cierto respiro.
—De acuerdo. Descasaremos una hora.
—¿Sólo una hora? ¿Es que no vamos a dormir? ¡Pronto será de noche!
—Dormiremos cuando sea noche cerrada. No antes.
—¡Está bien! ¡Usted manda! —gruñó malhumorada Cristina.
Se tumbó en el suelo y Sandoval lo hizo frente a ella. La vio cómo cerraba los ojos. El guerrillero encendió un cigarrillo. Él no podía permitirse el lujo de dormir. Cristina podía sentir la tentación de escapar aunque de todos modos no llegaría demasiado lejos.
La observó detenidamente.
Tenía unas piernas maravillosas. Sin embargo, lo que más le había impresionado eran sus pechos. Ni demasiado grandes ni pequeños. Redondos duros… y aquellos muslos, parecidos a columnas de terciopelo…
Sandoval sintió un nudo en la boca del estómago. Ahora estaba a solas con ella y sabía muy bien que si se lo proponía, Cristina no le pondría ninguna dificultad para que le hiciera el amor. Y estaba seguro de que hacerle el amor a una mujer como aquélla, era algo con lo que un hombre como él podía soñar pocas veces.
Aplastó el cigarrillo contra el suelo y se puso de pie. No quería seguir pensando en aquellas cosas. Necesitaba tener la mente clara para poder seguir adelante y conseguir sus propósitos.
—Es usted un hombre realmente extraño, Sandoval —oyó que le decía ella.
Sandoval se volvió.
La mujer sonreía un tanto burlonamente mientras su mano se movía despacio arriba y abajo de uno de los muslos.
—¿Por qué dice eso?
—Lo está deseando y sin embargo no lo intenta.
—No la comprendo.
—No se haga el tonto. Sé que me desea, que le gustaría hacerme el amor. ¿No es cierto?
—Es posible.
Ella se echó a reír.
—¡Sea franco y confiese que lo está deseando, Sandoval!
—¿Y qué si fuera así?
—¿Usted qué cree? ¿Que yo me dejaría?
—Creo que sí.
—Entonces, ¿por qué no se acerca y lo intenta?
—Porque éste no es el momento.
—Cualquier momento es bueno para gozar, Sandoval.
—Vamos…
—¿Qué?
—¡Que nos marchamos!
—¡Es usted un perfecto estúpido!
—Si las circunstancias fueran otras, le aseguro que no tendría que decirme eso. ¡En marcha!
Cristina se puso de pie. Sandoval había herido su amor propio. Era el primer hombre que la rechazaba.
Siguieron caminando en el más completo silencio y poco después la noche caía sobre ellos. Sandoval cogió a la prisionera por la mano y la condujo a través de un espeso bosque. Las ramas herían su rostro pero ella no se quejó ni una sola vez.
Finalmente, Sandoval la ordenó que se sentara y le dio de comer de lo que había sacado de una bolsa que llevaba consigo.
—Ahora podrá dormir cuanto quiera —le dijo el guerrillero—. Mañana partiremos al alba.
—Sandoval…
—¿Qué quiere?
—¿Va usted a matar a mi marido?
—Si él no me obliga, no. Sólo lo necesito como trofeo, como una advertencia a los demás como él. Que sepan todos que Sandoval luchará contra ellos hasta la última gota de su sangre.
—Entonces, ¿no es dinero lo que busca?
—Lo único que busco, es librar a mi país de hombres como su marido, señora.
—Es usted un soñador. ¿Se ha detenido a pensar que podría conseguir mucho dinero por mí y luego podría marcharse a otro país y vivir tranquilamente?
—Sí, que lo he pensado, pero no lo haré. Antes que nada está mi gente, mi pueblo…
Pero eso usted no lo comprende porque tiene dinero y poder.
—¿Cree que soy feliz, Sandoval?
—¿No lo es?
—No. Me ha casado con un hombre al que no amo, únicamente por su dinero. Y para conseguir eso, tengo que ceder en otras cosas. Soy como una prostituta de lujo. ¿Cree que puedo ser feliz?
—No, supongo que no. Pero nadie la obliga a llevar esa clase de vida.
—Me gusta el dinero y el lujo, Sandoval. La pobreza me deprime, me pone enferma. Tengo que seguir adelante, vendiendo mi cuerpo al mejor postor, porque es mi cuerpo lo que vendo, no mi corazón.
—Lo siento por usted, Cristina. Es más desgraciada que yo.
Sus manos se rozaron en la oscuridad y se entrelazaron con fuerza y de pronto,
Sandoval sintió en sus labios los de ella. Eran unos labios cálidos y experimentados.
El guerrillero atrajo a la mujer y la besó salvajemente y después, abrazados con fuerza, rodaron por el suelo, gimiendo, suspirando de placer…