Capítulo IV
WILSON llegó a Chacatán cuando ya anochecía y se dirigió directamente al hotel Conquistador, el mejor de la pequeña ciudad. Alquiló una habitación y ordenó que le subieran una botella de ron.
Cuando la tuvo en su poder, se tumbó en la cama y empezó a beber mientras pensaba en el modo de aniquilar a Sandoval. Una media hora más tarde, llamaron a la puerta.
—¡Adelante! —exclamó Wilson.
Entró un hombre alto y delgado. Llevaba un sombrero sobre los ojos y por debajo del mismo asomaban unos cabellos que un día fueron negros pero que ahora estaban medio teñidos de rubio.
—Cierra —le ordenó el capataz.
El hombre obedeció. Wilson echó el último trago y dejó la botella encima de la mesita. Luego, miró al recién llegado.
—¿Qué me cuentas, Simón?
—Bien ¿y tú, Wilson?
—Necesito hombres y armas.
El tal Simón asintió con la cabeza pero no dijo nada.
—Pongamos unos quince hombres —prosiguió Wilson—y una veintena de metralletas con la correspondiente munición.
—Puedo proporcionártelo.
—¿Cuánto va a costarme?
—Unos cien mil.
—Es mucho.
—Escucha, Wilson, no tengo tiempo para regatear, ¿comprendes? Me sobran clientes.
El capataz pegó un salto y agarró a Simón por la cazadora y luego lo aplastó contra la pared.
—Escúchame tú, Simón —mordió Wilson—, No me vengas con ésas. No soy ningún novato y no me gusta que nadie pretenda extorsionarme.
—Está bien. Suéltame.
Wilson lo hizo. Simón se arregló la ropa y encendió un purito. Después de arrojar el humo en el rostro del capataz, murmuró:
—Los tiempos han cambiado, Wilson. Ya no es como antes. Si yo no te servía, te servía otro. Ahora no. Ahora soy yo quien manda aquí y el que tiene lo que necesitas. El único que lo tienes. ¿Puedes meterte eso en la cabezota?
Desgraciadamente. Wilson sabía que aquel tipo tenía razón. Estaba en sus manos.
—De acuerdo. ¿Lo dejamos en ochenta mil?
—Cien.
—¡Eres un hijo de perra!
—¿Sí o no?
—¡Si! ¡Pero algún día te acordarás de esto! ¡Palabra!
—¿Cuándo necesitas lo que me has pedido?
—Mañana.
—Bien, mañana lo tendrás todo. Nos reuniremos a las once en el rancho que hay en la hondonada del valle. No tiene pérdida.
—Lo conozco.
—No lo olvides. A las once. Y trae el dinero o no te llevarás ni una sola bala.
—¡Así te pudras!
Simón abandonó el hotel y al poco rato entraba en una casa que se encontraba en la plaza mayor, desierta a aquellas horas de la noche. Subió las escaleras y llamó dos veces a una puerta.
El que le abrió fue Humberto Dicenta.
—Acabo de estar con Wilson, el capataz de Reinaldo Cortés —le dijo Simón después de que Dicenta cerrara.
—¿Y qué quería?
—Hombres y armamento. Tenemos que encontrarnos mañana, a las once, en el rancho que hay en la hondonada del valle.
Humberto Dicenta sonrió.
—Allí estaremos. Simón.
* * *
Wilson fue al lugar de la cita con un par de hombres y con los cien mil que le había dado Reinaldo Cortés ordenadamente colocados en un maletín.
El sol pegaba con fuerza y los tres hombres cabalgaban sin prisa puesto que les sobraba tiempo y después de dejar atrás la selva, apareció el valle y allá al fondo, bajo una escarpada montaña y en plena hondonada, se encontraba el rancho. Estaba pintado de verde y medio caído.
Wilson iba totalmente confiado. Sabía que Simón era una rata, pero podía fiarse de él puesto que nunca le había fallado.
Los tres hombres desmontaron al llegar al rancho y el capataz, con el maletín en la mano, miró a su alrededor en busca de Simón.
—¿Qué hora es? —le preguntó a uno de sus hombres.
—Las once y diez.
—Es extraño —murmuró Wilson—. Ya debería de estar aquí.
Y de repente, cuando se disponía a sentarse en los escalones que conducían al porche, sonó el primer disparo y el hombre que acababa de darle la hora, salió despedido hacia atrás con un agujero en la cabeza.
Wilson pegó un salto y corrió hacia su caballo, gritando:
—¡Es una trampa! ¡Larguémonos de aquí!
Sonó otro disparo y Wilson notó como si alguien le hubiera apuñalado por la espalda. Era un dolor lacerante que le obligó a soltar el maletín con el dinero pero que no le impidió montar y salir a todo galope en el instante en que su otro compañero caía fulminado muy cerca de él.
Wilson siguió cabalgando mientras las balas silbaban a su alrededor una melodía de muerte, pero él siempre había sido un tipo con mucha suerte en las situaciones difíciles y en esta ocasión también pensaba tenerla.
Cabalgó a ciegas en dirección al río, con el temor de que una bala acabara con él en cualquier momento, pero la suerte le protegió una vez más.
Alcanzó el río y cuando penetró en la selva, supo que estaba a salvo.
* * *
Sandoval recogió el maletín del suelo y lo abrió.
Dolores soltó un prolongado silbido.
—Me pertenece la mitad —dijo Simón a sus espaldas.
—Es cierto, yo se lo prometí —dijo Humberto Dicenta.
Sandoval le entregó los cincuenta mil a Simón y éste, se dirigió hacia su mula.
—Será mejor que desaparezcas por una temporada —le aconsejó Sandoval—. Wilson irá a por ti.
—No le tengo miedo —respondió Simón y luego se alejó lentamente.
—Bien —dijo Humberto Dicenta—, Creo que le hemos dado un buen susto a ese perro de Wilson. Ahora irá a ladrarle a su amo y Reinaldo Cortés se pondrá nervioso y empezará a cometer fallos. Siempre sucede igual. Esos malditos caciques son todos unos cobardes.
—Esta forma de lucha no me gusta —dijo Dolores.
—Hay que tener un poco de paciencia —le dijo Sandoval—. Muy pronto entraremos de verdad en acción.
—¿A qué estamos esperando? —preguntó la muchacha.
—A que comiencen las lluvias —respondió Dicenta—. Entonces, nadie puede trabajar en las plantaciones y así se corre el riesgo de matar a los pobres trabajadores.
—No había pensado en eso —admitió Dolores—. Es una buena idea.
Sandoval miró hacia el cielo.
—Llevo el suficiente tiempo en este país como para saber que empezará a llover antes de una semana.
—¡Entonces atacaremos! —exclamó Humberto Dicenta.
* * *
Wilson bramaba como un loco mientras el médico le extraía la bala de la espalda. Mientras, Reinaldo Cortés se paseaba arriba y abajo de la pequeña habitación como un león enjaulado.
—¡Ya está! —exclamó el galeno sujetando la bala entre las pinzas. Luego, la arrojó a una palangana.
Desinfectó la herida a Wilson y luego le hizo un fuerte vendaje.
—Dentro de una semana estarás como nuevo, Wilson —le dijo el médico.
—Ahora lárgate, doctor —le ordenó Reinaldo Cortés y cuando el médico abandonó la habitación, el cacique se volvió a su capataz.
Sus ojos despedían chispas.
—¡Voy a descontarte los cien mil de tu sueldo, Wilson! —gritó.
El capataz se pasó la punta de la lengua por los resecos labios.
—¿Cómo iba a suponer que se trataba de una trampa, señor? Simón siempre se había portado bien. Pero al parecer ahora se ha pasado al bando de Sandoval.
¡Ya me encargaré de él!
—¡Deja en paz a Simón! —vociferó Reinaldo Cortés—. ¡El que me interesa es ese maldito guerrillero!
—Y a mí, señor.
La Bestia se limpió el sudor que le caía por la frente.
Necesitamos más hombres y armamento —dijo luego algo más calmado.
—Al habernos fallado Simón no sé a quién recurrir, señor Cortés —dijo Wilson.
—Yo sí.
—¿A quién?
—Eso es cosa mía.
Cortés salió de la habitación y se reunió con su esposa en el salón. Cristina estaba tocando el piano.
—Tocas maravillosamente bien, querida —le dijo.
—Gracias, Reinaldo.
—Cristina…
—¿Sí, querido?
—Esta tarde tengo que trasladarme a Palmeras para resolver unos asuntos.
—¿Quieres que te acompañe?
—Me encantaría, pero prefiero ir solo puesto que se trata de un viaje de negocios. Lo que quería decirte es que mientras yo no esté aquí no te dejes ver demasiado. Ya me entiendes.
Ella se echó a reír.
—Quieres decir que no me bañe en la piscina.
—No me importa que te bañes, pero procura no llamar demasiado la atención.
—De acuerdo, Reinaldo. Haré lo que me pides.
El cacique llegó a Palmeras al anochecer y después de instalarse en el hotel más lujoso de la ciudad, hizo una llamada telefónica.
Tres horas más tarde, ya tenía lo que necesitaba.
* * *
Cristina se bañó antes de acostarse y mientras su doncella le preparaba la cama, la esposa de Reinaldo Cortés le preguntó:
—¿Quién es Carlos Sandoval?
La doncella levantó la cabeza.
—¿Dónde ha oído ese nombre, señora?
—Todo el mundo habla de él.
—Es un guerrillero.
—¿Peligroso?
—¡Oh, sí! Muy peligroso, señora.
—¿Tú le has visto alguna vez?
—Sí, hace algún tiempo.
—¿Es guapo?
La doncella sonrió.
—Mucho, señora. Es el hombre más guapo que he visto nunca.
—Creo que es una especie de Dios entre los trabajadores, ¿no es así?
—Sí, señora.
—Está bien, puedes retirarte.
—Buenas noches, señora.
Cristina se acostó sobre la cama. Era una noche terriblemente calurosa, así que se despojó del incómodo camisón y se quedó completamente desnuda.
Empezaba a darse cuenta de que había cometido un grave error casándose con Reinaldo, porque si bien era un hombre poderoso y rico, no era capaz de hacerla feliz.
Dio vueltas y más vueltas en la cama.
Estaba muy excitada.
Terriblemente excitada.
Se levantó de la cama y salió a la terraza y en ese momento escuchó a lo lejos una hermosa canción que interpretaban los recolectores, una canción que hablaba de amor y de pasión.
¡Aquellas dos cosas que ella tanto estaba necesitando sentir!
* * *
El centinela apostado en lo alto de la palmera emitió un gorjeo parecido al del papagayo. Sandoval se llevó los prismáticos a los ojos.
—Es César. No hay peligro.
César era un muchacho de unos quince años. Llevaba un amplio sombrero de paja y vestía muy pobremente.
—Hay movimiento de soldados —le dijo a Sandoval.
—Explícate.
—He visto a Reinaldo Cortés con muchos hombres. Veinte por lo menos. Y también he visto muchas ametralladoras y munición. Parecía un ejército.
—Eso significa que se ha reforzado —dijo Dicenta.
—Teníamos que haber atacado antes —dijo Dolores—. Ahora ya es demasiado tarde. —No es demasiado tarde, Dolores —replicó Sandoval—. Nosotros contamos con el factor sorpresa.
—No me gusta cómo se han puesto las cosas, Carlos —dijo la muchacha—. Pueden morir muchos de los nuestros.
Sandoval permaneció un rato en silencio.
—Humberto, creo que deberíamos atacar antes de las lluvias —dijo de pronto.
—No sé. Tengo que pensarlo.
—Creo que no hay nada que pensar —replicó Sandoval—. Tenemos que atacar antes de que se organicen.
—Está bien —asintió Humberto Dicenta—. Lo haremos.
* * *
Pero algo iba a cambiar aquellos planes.
El teniente Cortés era un hombre duro y despiadado. El comisario Gálvez confiaba ciegamente en él porque sabía que le era fiel ya que odiaba a las guerrillas, sobre todo a la de Carlos Sandoval con quien tenía una cuenta pendiente.
Cortés y sus hombres se presentaron aquel mismo día en una aldea llamada Cumán, en realidad cuatro casas parecidas a chabolas. Las calles estaban sin asfaltar y había fango hasta en los tejados. Las gallinas se paseaban a sus anchas con la tranquilidad de saber que allí no habían ladrones.
La llegada de Cortés, un hombre pequeño y rechoncho, causó una pequeña conmoción en Cumán porque nunca había habido ni tanto ruido ni tanta gente en la aldea.
Los hombres ele Cortés, unos veinticinco, saltaron de sus jeeps, entraron en las casas y obligaron a salir a sus moradores, que a aquellas horas estaban durmiendo la siesta, y los amontonaron a todos en la calle principal como si fueran puercos.
Cortés dejó escapar un escupitajo antes de empezar a ladrar:
—No tengo ganas de haceros daño. Podéis creerme. Pero si me obligáis soy capaz de mataros a todos.
Los pobres aldeanos se miraron muertos de miedo. Habían oído hablar de Cortés y sabían cómo las gastaba.
—¿Alguno de vosotros sabe dónde se encuentra Sandoval? —preguntó el teniente en voz alta para que le oyeran todos.
Nadie respondió nada.
—¡Empezamos mal! —gritó Cortés—. ¡Muy mal! Voy a repetir la pregunta. ¿Alguno sabe dónde se esconde Sandoval
Silencio.
Cortés dejó escapar una risita y luego movió la cabeza.
—Está bueno. ¿Nadie quiere hablar?
Ahora su expresión se hizo dura y salvaje.
—¡Por última vez! ¿Nadie quiere ayudarme?
Entonces, se adelantó un viejo. Casi no se aguantaba de pie.
—Tú —le dijo Cortés—. ¿Sabes algo?
—Ninguno de nosotros sabe dónde se oculta Sandoval, teniente Cortés —le dijo el viejo—. ¿Por qué tendríamos que saberlo? Somos unos pobres aldeanos que lo único que hacemos es trabajar nuestras tierras. Nosotros no sabemos nada de guerras.
Cortés se acercó a aquel viejo y le abofeteó. El pobre hombre salió despedido hacia atrás y fue a caer sobre el fango y cuando su mujer quiso ayudarle, los soldados se lo impidieron.
—¿Me toma por tonto? —gritó el teniente—, ¿Crees acaso que no sé qué Sandoval se ha ocultado aquí en algunas ocasiones? ¡Vosotros sois sus amigos y le ayudáis!
Cortés sacó su pistola y se acercó al viejo. Apuntó el arma hacia él y dijo entre dientes:
—Si no habla alguien y pronto, mato al viejo.
En ese instante, un soldado se aproximó al teniente y le dijo algo. Cortés volvió la cabeza.
El pequeño César venía distraídamente a lomos de su vieja mula por el camino del bosque. No vio a los soldados hasta que oyó el grito de su madre:
—¡Huye, César' ¡Huye!
El muchacho saltó de la mula y echó a correr como alma que lleva el diablo en dirección al bosque.
Mientras uno de los soldados le propinaba un brutal culatazo a la madre de César y la pobre mujer caía al suelo con una sangrante brecha en la frente, media docena de soldados emprendían la persecución del muchacho en un jeep.
—¡Traédmelo vivo! —les ordenó Cortés.
César ya había alcanzado el bosque. Su intención era la de ocultarse en la selva, que conocía muy bien. Allí los soldados no podrían encontrarlo nunca. Pero éstos debían pensar lo mismo y temían que si el muchacho conseguía su propósito, no podrían cogerle y el teniente era capaz de matarles.
Por eso el conductor habla apretado a fondo el acelerador del jeep y el vehículo volaba por el bosque, dando brincos.
La selva ya estaba muy cerca y con un poco de esfuerzo, César pensó que podría llegar hasta ella antes de que los soldados pudieran cogerle.
Sin embargo, se equivocó.
Y toda la culpa la tuvo una maldita caída que le hizo perder unos segundos valiosos y a pesar de que se incorporó casi inmediatamente, sintió que le dolía el tobillo y que no podía correr como antes y de pronto, cuando ya estaba a punto de alcanzar la selva, el jeep se le vino encima.
—¡Detente o te mato! —le gritó uno de los soldados.
César obedeció. Los soldados le agarraron por los cabellos y le empujaron hacia el vehículo.
Quince minutos después estaban todos de regreso a la aldea. Cortés, al verles, dejó escapar una risita, y la madre del muchacho un gemido de desesperación y de dolor mientras la sangre le resbalaba por el rostro.