Capítulo III
TRANSCURRIERON dos meses.
Y en aquel tiempo sucedieron muchas cosas. Por ejemplo. La Bestia había decidido casarse.
Pensó y con razón que necesitaba una mujer que cuidase de la mansión y de él mismo.
Adela no le ser vía. Además, ya empezaba a estar harto de ella.
Y se lo dijo cierta noche, de forma brutal e inesperada.
—Mañana te vuelves al cafetal.
Ella le miró asombrada pensando que se lo había dicho en broma.
—Hablo en serio —asintió Cortés—, Aquí ya estás de más, pequeña.
—¡No me obligue a volver allí, señor!
Él se echó a reír.
—Es tu sitio en este mundo. ¿O habías pensado que tu sitio estaba aquí?
Ella le odió en aquel momento pero no dijo nada. Lo único que le importaba en aquellas circunstancias era quedarse en la mansión aunque fuese de fregona.
—Puedo quedarme en la cocina, ayudando a Chacha. ¡Pero por favor, no me envíe a la plantación! ¡No podría soportarlo! ¡Quiero estar cerca de usted!
Cortés volvió a reírse.
—Eres una maldita aduladora. Lo has sido siempre, pero demuestras ser inteligente. Está bien. Quédate con Chacha.
Adela respiró tranquila. Aquello era mejor que nada.
Dos días después. Reinaldo Cortés abandonó la mansión con rumbo desconocido. Únicamente Wilson tenía conocimiento de adónde había ido.
Y adonde había ido La Bestia era a Palmeras, la capital de San Miguel, donde le estaba aguardando una deliciosa dama…
Se reunió con ella en el hotel Palacio, el mejor y más lujoso de la capital.
La dama se llamaba Cristina.
Era muy hermosa, tenía unos labios sensuales, como le gustaban a Reinaldo. Sus cabellos eran rubios y los llevaba recogidos en un elegante moño. Sus ojos eran azules, penetrantes. Pero lo que más le gustó a Cortés, fueron aquel par de avasalladores pechos, erguidos y llenos de vida, y aunque ocultos detrás de la elegante blusa, su contorno era prometedor.
Se sentaron el uno frente al otro, en la lujosa suite que Reinaldo había reservado para la dama.
—Hacía mucho tiempo que no nos habíamos visto, ¿verdad? —preguntó él.
—Dos años.
—En Caracas.
—Sí, en Caracas.
—Supongo que mi carta te sorprendería un poco.
—Sí, es cierto. Me sorprendió pero aquí estoy,
—Bueno, ya sabes para qué te he pedido que vinieras, Cristina.
—Lo sé. Quieres casarte conmigo.
—Eso es. ¿Qué me respondes?
—¿Crees que me hubiera molestado en venir si pensara decirte que no?
—¿Entonces aceptas ser la esposa de Reinaldo Cortés? —sonrió él.
—Acepto.
—¡Magnifico!
—Pero quiero que sepas algo, Reinaldo.
—¿Qué es ello?
—No soy virgen.
Él se echó a reír.
—¿Tanta gracia te ha hecho? —le preguntó ella sorprendida.
—¡Criatura, eso ya no tiene ninguna importancia en los tiempos en que vivimos!
—Me alegra de que pienses de un modo tan liberal, Reinaldo. ¿Sabes? Creo que vamos a entendernos muy bien.
—Yo también lo creo. Cristina.
La boda se celebró una semana después en la misma ciudad. Fue una gran ceremonia y que llenó de orgullosa petulancia a los habitantes de Palmeras, poco acostumbrados a aquella clase de acontecimientos.
A la boda asistieron más de quinientos invitados y entre esos invitados había uno muy especial.
Se llamaba Humberto Dicenta.
* * *
Dolores había aprendido mucho, tanto que ya era capaz de adiestrar a los pocos hombres que formaban la guerrilla.
Habían levantado el campamento en la zona de Cruces, en plena selva. No era fácil encontrar aquel lugar si no se conocía bien la misma.
Sandoval contaba ahora con unos diez hombres, todos perfectamente equipados pero algo torpes en el manejo de las armas. Sin embargo, el bravo guerrillero contaba con la inestimable colaboración de Dolores, su brazo derecho.
Sandoval quería entrar lo antes posible en acción, pero consideraba que aún no había llegado el momento y por ello había ordenado que la instrucción de sus hombres fuera intensiva. Y a fe que la muchacha se había tomado la orden al pie de la letra y sometía a los hombres a unas palizas increíbles.
Una noche, mientras estaban los dos acostados en la tienda, ella le dijo:
—Dentro de poco tiempo podrás disponer de ellos. Creo que estamos consiguiendo un pequeño gran ejército.
—Lo estás consiguiendo tú, Dolores. ¿Sabes una cosa? Nunca pude imaginar que me fueras tan útil.
—¡Eso te demostrará que las mujeres servimos para algo más que para la cama! —exclamó ella riendo.
Sandoval le acarició uno de los hermosos pechos. Eran como manzanas a punto de madurar.
—No sé qué haría sin ti. Dolores.
—Ni yo sin ti, Carlos.
Al día siguiente de la boda de Reinaldo Cortés con la distinguida dama de Caracas, uno de los centinelas encaramado en lo alto de una palmera, emitió una señal muy parecida al gorjeo de un guacamayo.
Sandoval trepó rápidamente a otra palmera y vio que se acercaba un hombre a lomos de una mula.
—¡Es Humberto Dicenta! —exclamó el guerrillero.
Era éste un individuo de buen porte, distinguido y elegante. Tenía los cabellos totalmente blancos y andaba despacio, como una tortuga.
Tiempo atrás. Humberto Dicenta tuvo que emigrar de San Miguel a causa de sus ideas políticas. Era un liberal convencido. Se fue a los Estados Unidos y allí amasó una pequeña fortuna que ahora estaba dispuesto a invertir para liberar a su país de hombres como Reinaldo Cortés.
Había entrado en contacto con Sandoval hacía un par de semanas y le prometió su ayuda, ayuda que había cumplido proporcionando moderno armamento a la guerrilla y cierta cantidad de dinero.
Ahora se encontraba de incógnito en San Miguel pero para ello había tenido que someterse a la cirugía estética.
Humberto Dicenta desmontó de la mula y tendió su vigorosa mano a Sandoval y luego a Dolores.
Admiraba a aquella mujer, hermosa y decidida, valiente y fiel a su hombre.
—Reinaldo Cortés se ha casado —les comunicó mientras estaban comiendo a la sombra de una enorme palmera.
—¿De verdad? —preguntó Dolores—. ¿Y quién es la desgraciada?
—Se llama Cristina Blanco. Es una dama de Caracas muy hermosa. Al parecer, La Bestia y ella se conocieron hace años y ahora él la ha pedido en matrimonio. Cristina ha aceptado como es natural. Creo que su familia estaba en la bancarrota.
—Muy lista —murmuró Sandoval.
—Bueno, vayamos a lo nuestro —dijo después Humberto Dicenta—. ¿Cómo andan las cosas?
—Los hombres ya están casi a punto, Humberto —respondió Sandoval—. Pronto, muy pronto, entraremos en combate.
—Las cosas no van a ser fáciles —dijo Humberto encendiendo una pipa—, Reinaldo Cortés tiene poder y está protegido por el gobierno. Eso significa que tendrá toda su ayuda.
—Lo sabemos. Pero en cuanto nos hayamos cargado a Cortés, nos retiramos —respondió Dolores.
—Veremos… —apuntó Sandoval.
—¿Qué quieres decir? —le preguntó Dolores—. Ese fue el trato, ¿no?
—Reinaldo Cortés no es el único cacique que hay en San Miguel —dijo Humberto Dicenta—. Hay algunos más y hay que acabar con todos ellos para que nuestro país vuelva a ser libre.
—Eso es lo que yo opino —respondió Sandoval—. Pero el primero es Reinaldo Cortés. —Estamos de acuerdo —asintió Humberto—, Brindemos por eso.
Y los vasos con ron chocaron en el aire.
Era un brindis de guerra y de muerte.
* * *
La noche de bodas de Reinaldo Cortés, fue épica.
El cacique quiso pasarla a bordo de su flamante yate, mar adentro, él y su esposa a solas pero ocurrió algo imprevisto y es que estalló una furiosa tormenta y le aconsejaron que no se hiciera a la mar.
Reinaldo decidió entonces regresar a su mansión, donde dio una gran fiesta a sus vecinos, tan caciques como él, y también invitó a Wilson aunque le advirtió que procurara no emborracharse.
Adela tuvo que reconocer que la esposa del amo era muy bella pero también era cierto que sus sueños de convertirse en la primera dama de aquella mansión, se habían derrumbado. Asistió al banquete y al baile con uniforme de camarera, sirviendo a unos y a otros aun que seguía pensando que aquello era mucho mejor que estar en la plantación.
Cuando la fiesta hubo terminado, los recién casados se retiraron a sus aposentos. Iban cogidos del brazo, muy enamorados.
Pero luego vino lo peor. Al menos para Reinaldo Cortés y por eso se ha aclarado antes que su noche de bodas fue épica y el motivo de ello no fue otra cosa que el espantoso ridículo que hizo ante su mujer.
Porque una cosa era hacerle el amor a Adela. Con ella no tenía ningún tipo de obligación y le había importado bien poco que la muchacha disfrutara en la cama o no. Era estar como con una prostituta.
Pero otra cosa muy distinta era su esposa.
Reinaldo Cortés se esforzó todo lo que pudo en hacerla feliz en la cama pero desgraciadamente no lo logró en ningún momento porque Cristina le volvió loco y no le dio tiempo de demostrar nada.
La Bestia había estado con muchas mujeres a lo largo de su asquerosa vida, pero con ninguna con la categoría de su flamante esposa.
La cosa ya empezó cuando la vio desnuda.
Era mucho más hermosa de lo que él había supuesto nunca. Jamás había visto un cuerpo tan perfecto y armonioso.
Luego, en la cama, ella le demostró que estaba bien aleccionada y que se sabía todos los trucos imaginables para volver loco a un hombre.
Por su parte, Reinaldo Cortés demostró que era un principiante.
Aquello le dolió enormemente al cacique ya que él siempre se las había dado de gran amante.
—No te preocupes, cariño —le repitió ella muchas veces—. Ya llegará el momento en que puedas hacerme feliz.
Reinaldo Cortés se durmió satisfecho como un puerco mientras ella dejaba escapar una risita.
Al día siguiente, bajaron a desayunar a la terraza y él le mostró sus plantaciones desde la misma.
—Luego iremos a dar un paseo a caballo, querida —le dijo Reinaldo—. ¿Te parece bien? —Es una magnífica idea.
—¿Te gusta montar?
—Me encanta.
Reinaldo Cortés tomó buena nota de aquellas palabras y se prometió así mismo regalarle a su esposa el mejor caballo de toda la región. Y en efecto, después de desayunar, montaron a caballo y se dirigieron a las plantaciones donde los trabajadores les saludaron respetuosamente mientras el sudor resbalaba a mares por sus rostros y sus doloridos cuerpos.
De repente, vieron llegar a Wilson a todo galope.
—¿Qué pasa? —le preguntó Reinaldo.
—El comisario Gálvez le espera en la mansión, señor.
—¿El comisario Gálvez? ¿Y qué diablos quiere?
—No me lo ha dicho, señor.
—Está bien. Ahora mismo vamos.
De regreso a la mansión. Cristina le dijo a su esposo que iba a bañarse a la piscina a lo que él accedió gustoso y mientras ella iba a ponerse el; bañador, Reinaldo se reunía con el comisario Gálvez en el salón principal.
Gálvez era un hombre rechoncho y atildado. Usaba gafas oscuras y tenía un fino bigotito, bien recortado y mirando ligeramente hacia arriba. Era el jefe de la policía y de los servicios de seguridad.
—¿Qué tal, comisario?
—Buenos días, señor Cortés —saludó —saludó amablemente Gálvez—. Ante todo quiero felicitarle por su boda.
—Gracias. ¿Cómo es que no acudió al banquete de anoche?
—Me encontraba fuera de la ciudad.
—Va. ¿Quiere beber algo?
—No, muchas gracias. Nunca bebo cuando estoy de servicio.
—¿Está usted de servicio?
—Sí, en efecto.
Gálvez se había acercado a uno de los ventanales, no para admirar el paisaje, sino a la esposa de Reinaldo Cortés que acababa de llegar a la piscina luciendo un diminuto bikini el cual ponía de manifiesto su precioso cuerpo.
—Su esposa es realmente bella, señor Cortés —murmuró.
La Bestia se aproximó al comisario y al ver la expresión de éste, gruñó:
—Supongo que no habrá venido para admirar a mi esposa, comisario.
—No, claro que no. Disculpe. He venido para hablarle de Carlos Sandoval.
—¿Otra vez ese perro?
—Desgraciadamente así es y bien que lo lamento.
Estaba seguro de que ya no tendría que preocuparme de él nunca más.
—¿Qué sucede, comisario?
—Por los informes que poseo, parece ser que ha vuelto a las andadas.
—Le aplastaremos como la otra vez.
—En esta ocasión no creo que vaya a ser tan fácil, señor Cortés —dijo pensativamente Gálvez—, Sandoval no es tonto y no caerá dos veces en la misma trampa. Además, tengo entendido que su guerrilla está bien armada y mejor entrenada.
—Oiga, comisario, ¿qué es lo que ha venido a decir me? Hable claro de una vez. —Sandoval se la tiene jurada, señor Cortés. Y también a los demás terratenientes. Pero usted es su objetivo número uno, así que le aconsejo que tome todo tipo de precauciones.
Reinaldo Cortés tragó saliva. Había empezado a sudar. Se sirvió una copa de jerez.
—¿Qué me sugiere que haga? —le preguntó luego al comisario.
—¿Cuántos hombres tiene?
—Unos quince.
—Necesita el doble por lo menos.
—De acuerdo. Wilson se encargó de eso.
—Y todos bien armados.
—Por supuesto.
—Yo por mi parte, le prometo que haré lo que pueda. Ordenaré algunas batidas a ver si tenemos suerte.
—Confío en usted.
—No confíe demasiado, señor Cortés. Tampoco dispongo de hombres suficientes para protegerles a todos ustedes. De todos modos, le repito que haré cuanto pueda. —Gracias, comisario.
—Bien, ahora debo irme. Aún tengo muchas cosas que hacer.
Antes de abandonar el salón, el comisario echó un disimulado vistazo en dirección a la piscina. Cristina estaba tomando el sol con sus hermosos pechos al descubierto.
Cuando Gálvez se hubo marchado. Reinaldo se reunió con su mujer.
—Será mejor que te pongas la otra pieza del bañador, querida —le dijo.
—¿Por qué? Estamos solos.
—No del todo. A veces viene a verme gente…
—Lo que tú digas. Reinaldo.
Él se inclinó para darle un beso y luego mandó llamar a Wilson.
Le contó a su capataz lo que le había dicho el comisario. Wilson, entornó los ojos y su rostro se volvió el de una alimaña.
—Déjeme a ese renegado de mi cuenta, señor Cortés. Yo me encargaré de aplastarlo. —Pero date prisa antes de que sea más fuerte.
Wilson se alejó y Reinaldo Cortés, el cacique, se sirvió otra copa de jerez.
Tenía miedo.