Capítulo V
EL campamento de Sandoval estaba tan silencioso como un cementerio. Los soldados dormían antes de la pelea recuperando fuerzas y en su tienda, el guerrillero y Dolores terminaban de hacer el amor por si aquélla era la última vez que estaban juntos.
—Creo que es lo mejor que podemos hacer, querido —le dijo ella acariciándole—. Sería un error esperar las lluvias para atacar. Hagámoslo ahora y pronto.
—Partiremos dentro de una hora. Quiero estar allí al anochecer, cuando los trabajadores están durmiendo y no corren peligro.
Mientras tanto, el guerrillero que estaba de vigilancia cerca del campamento, encaramado en lo más alto de una palmera, vencido por el sueño y el aburrimiento, no se percató de aquellas sombras que como serpientes se movían a sus espaldas.
Cortés levantó un brazo y sus hombres se dispusieron a entrar en acción agazapados detrás de los arbustos y con los cañones de Sus metralletas apuntando en dirección al campamento. Iba a ser tan fácil como cazar conejos.
El teniente bajó enérgicamente su brazo y las ametralladoras empezaron a escupir fuego.
Entonces, el guerrillero que estaba de vigilancia despertó de golpe y empezó a gritar como un loco mientras abría fuego contra los soldados, pero pronto cayó fulminado de su escondite, al igual que los tres guerrilleros que estaban más próximos a los hombres de Cortés.
Sandoval y Dolores salieron volando de la tienda, disparando a ciegas porque aún no se habían dado perfecta cuenta de dónde estaban escondidos los soldados, debido a la espesura del follaje. Ocultos detrás de unos matorrales, vieron horrorizados cómo caían sus hombres pero entontes ya habían detectado a los agresores y les lanzaron dos bombas de mano.
Oyeron gritos de dolor y de rabia mientras hacían funcionar salvajemente sus metralletas.
Sandoval estaba loco de rabia por haber caído en aquella estúpida emboscada precisamente en el momento en que se disponía a atacar a Reinaldo Cortés.
Aquella idea le nubló totalmente el cerebro y eso le hizo atacar a la desesperada. Salió de estampida de su escondite, disparando como un poseso y de nada sirvieron las voces de alerta de Dolores y de Humberto Dicenta.
Cortés la vio venir hacia él.
El teniente dejó escapar una de sus frías risitas y le apuntó con su metralleta. Iba a ser muy fácil alcanzarle y por fin se habría librado de uno de sus peores enemigos.
Apretó el gatillo.
Sandoval notó el primer impacto en un brazo. Fue como un abrazo de fuego pero que le salvó la vida porque se tiró de bruces al suelo y rodó hasta ocultarse detrás de unos matorrales.
Dolores se arrastró hacia él.
—¿Cómo estás? —le preguntó.
—Me duele el brazo, pero estoy bien. ¡Hay que acabar con ellos como sea!
Entonces vieron a Humberto Dicenta con una granada en cada mano dirigiéndose como un caballo desbocado hacia la posición de los soldados.
—¿Qué hace ese loco? —gritó Sandoval—. ¡Atrás, Humberto! ¡Atrás!
Demasiado tarde.
Humberto Dicenta se arrojó contra los soldados y en ese mismo instante se escuchó una tremenda explosión.
Luego se hizo un profundo silencio.
Un silencio de muerte.
* * *
Sandoval reconoció entre los cadáveres el del teniente Cortés.
—¡Tenía que ser este perro! —masculló.
Más allá, el cuerpo de Dicenta estaba totalmente destrozado, irreconocible.
—Ha sido un valiente —murmuró Dolores.
—Le enterraremos con todos los honores —dijo Sandoval.
Y así lo hicieron.
Una hora después, Humberto Dicenta y los cinco guerrilleros que habían muerto en aquel ataque, fueron enterrados en una colina, muy cerca del cielo.
Luego, todos regresaron al campamento.
—Lo que no comprendo —dijo Sandoval—es cómo han podido dar con nuestro escondite.
—Sólo pueden haberles informado en un lugar, Car los —dijo Dolores—. Y ese lugar es Cumán. Sólo ellos saben dónde nos ocultamos.
—¿Cumán? —Sandoval miró a su compañera—. Si, tienes razón. Tenemos que averiguar qué ha ocurrido. Voy a ir ahora mismo.
—Te acompaño.
—No, tú quédate aquí, con los hombres. Estaré de regreso al anochecer.
—Ve con cuidado, Carlos.
—Lo tendré.
Sandoval se puso en camino.
Llevaba el brazo vendado pero no le dolía o al menos no sentía ningún dolor porque su odio era más grande que cualquier dolor que pudiera existir en el mundo.
Llegó a Cumán y vio a sus gentes en la calle, hablando en voz baja. Cuando le vieron, un hombre corrió hacia él.
—¡Ha ocurrido algo espantoso, Sandoval! —exclamó—. ¡Espantoso!
El guerrillero desmontó de su caballo.
—¿Qué ha pasado?
Le condujeron a la miserable casa donde vivía César con su madre. Este aún tenía sangre en su rostro, sangre coagulada que descendía hasta su barbilla.
Estaba inclinada sobre el cadáver del pequeño, envuelto en una sábana, sobre su cama de tablones.
—Los soldados le torturaron, Sandoval —le dijo aquel hombre—, ¡Pobre hijo! ¡Le torturaron hasta hacerle confesar dónde estaba tu escondite!
Sandoval cogió una mano del pequeño. Estaba fría.
—¡No le toques! —gritó entonces su madre—. ¡Tú tienes la culpa de todo! ¡Maldito seas mil veces, Sandoval!
El guerrillero abandonó la miserable cama y se sentó en el suelo, con la cabeza entre las manos.
Jamás había sentido tanto odio en su cuerpo.
* * *
El comisario Gálvez terminó de cenar y se limpió cuidadosamente la boca con la servilleta de hilo. Luego se llevó un cigarro a los dientes y lo mordió. Escupió la punta y se puso de pie.
Encendió el puro junto a la ventana y en ese momento el reloj que tenía en el comedor dio las nueve.
Las nueve de la noche.
Ya debería haber tenido noticias de Cortés y todavía no sabía nada y eso le preocupaba.
¡Si Sandoval lo había matado, se lo haría pagar!
A las diez ya no pudo más y envió una patrulla a que averiguara qué había sucedido. Luego, él se fue al bar de Tito, donde estaban las mujeres más hermosas de la ciudad y cuando entró allí recibió el fuerte olor a perfume barato. Se sentó a una mesa, cerca del escenario, donde una de las furcias estaba representando una obra picaresca.
Ninguna de aquellas mujeres tenía la clase y la belleza de la esposa de aquel ricachón de Reinaldo Cortés. ¡Aquélla sí que era una mujer! ¡Lo que él daría por llevársela a la cama!
Alguien se sentó en la mesa de al lado.
Era un hombre pequeño con un sombrero que le cubría los ojos y un poncho que casi arrastraba por el suelo.
Se llamaba Nerón y era uno de los confidentes de Gálvez.
—Buenas noches, comisario.
—¿Qué hay, Nerón?
—Malas noticias.
—¿Qué pasa?
—Corren rumores de que se han cargado al teniente y a todos los hombres que iban con él.
—¿Sandoval?
Nerón asintió con la cabeza.
—¡Ese hijo de perra! —masculló el comisario.
—Y hay más.
—¿Qué?
—Sandoval se dispone a atacar a Reinaldo Cortés antes de las lluvias.
—¿Cómo sabes tú eso?
Nerón rió.
—Tengo algunos amigos en Cumán a los que les hago creer que simpatizo con la causa de Sandoval.
—Está bien. Gracias.
—De eso no vivo, comisario.
Gálvez le dio algún dinero y abandonó el bar de Tito, subió a su coche y se dirigió a la mansión de La Bestia.
Encontró a Reinaldo escuchando un delicioso concierto de piano interpretado por su encantadora esposa.
—Buenas noches, señor Cortés —saludó Gálvez. Luego, el comisario hizo una respetuosa inclinación con la cabeza a Cristina, que ella devolvió con una sonrisa.
—¿A qué ha venido, comisario? —preguntó Reinaldo.
—Tenemos que hablar de algo muy importante, señor —le respondió Gálvez.
—Está bien. Vayamos a mi despacho.
Reinaldo Cortés le pidió a su esposa que le disculpara y los dos hombres se encerraron en el lujoso despacho del cacique.
—¿Qué es lo que ocurre? —preguntó éste sentándose detrás de la mesa.
—Se trata de Sandoval.
—¿Qué pasa ahora?
—He sabido que puede presentarse aquí en cualquier momento.
—No me importa. Estoy bien preparado.
—Sí, ya sé que ha conseguido más hombres y armamento. De todos modos, vaya con mucho cuidado. Sandoval es como una fiera herida. Nunca se sabe lo que va a hacer.
—Está bien. Gracias por su información. Sin embargo, permítame que le haga una pregunta. ¿Qué hace usted mientras tanto? ¿Por qué no persigue a ese perro?
El rostro del comisario se crispó.
—¿Cree que no lo hago? ¡Pues sepa que acabo de perder a uno de mis mejores hombres y a más de una veintena de soldados en una refriega con el guerrillero!
—Lo siento.
—Otra vez vaya con cuidado con lo que habla —masculló Gálvez.
El comisario abandonó el despacho, se despidió de Cristina y salió de la mansión hecho una furia.
Reinaldo se reunió con su esposa.
—Parecía muy enfadado —dijo éste.
—¡Bah! No le hagas caso.
—¿Ocurre algo grave?
—Sí, otra vez ese maldito Sandoval… —respondió el cacique sirviendo dos copas de jerez. Le dio una a su esposa y luego tomó asiento en una butaca—. Cristina, creo que lo mejor será que te vayas de aquí por una temporada.
—¿Que me vaya? ¿Por qué?
—Hay razones para creer que Sandoval nos atacará en cualquier momento y no quiero que cuando eso ocurra, tú te encuentres aquí.
—No tengo miedo, Reinaldo.
—Ya sé que no, pero no deseo que te suceda nada. Te irás mañana mismo.
—¿Adónde?
—A Palmeras. Te hospedarás en el hotel Palacio hasta que todo haya pasado. ¿De acuerdo?
—Lo que tú digas, Reinaldo.
Luego, se fueron a la cama e hicieron el amor, pero una vez más La Bestia no fue otra cosa que un simple corderito en los experimentados brazos de Cristina.
* * *
Caminaban formando una fila india, en silencio, entre las oscuras sombras de la cerrada noche. Pero su ventaja era que conocían perfectamente aquella selva.
Eran en total una docena de hombres y una valiente mujer.
Era la guerrilla de Sandoval, herida de muerte, luchando a la desesperada y su objetivo era destruir a un cacique llamado Reinaldo Cortés, más conocido por La Bestia. Pero él sólo iba a ser el primero. Luego, seguirían otros hasta eliminar toda aquella carroña en cuyas manos de oro estaba San Miguel.
Sabían a lo que se iban a exponer, pues no ignoraban que Cortés se había reforzado de hombres y armamento y sabían también que podían morir todos.
Pero no les importaba. Tenían una misión que cumplir y la cumplirían.
Ya cuando despuntaba el alba, hicieron un alto en el camino para descansar un rato mientras tres hombres vigilaban. Los demás dormían sujetando las metralletas, y su jefe Sandoval permanecía despierto y pensando.
A su lado, Dolores le miró.
—¿En qué piensas, Carlos?
—Estaba pensando en César.
—¡Pobre muchacho!
—Le destrozaron a golpes.
—Fue un valiente.
—Ahora su madre me odia. Cree que yo soy el culpable de todo.
—No pienses en eso, Carlos. No tiene razón. Tú no eres el culpable de nada.
—A veces, lo dudo.
—No digas esas cosas. Todos confiamos en ti para destruir a los caciques. Por cada uno que te odia, diez te admiran.
Sandoval cerró los ojos porque de pronto se había sentido tremendamente cansado. Dolores ya no le dijo nada más. Le dejó que durmiera porque buena falta le a hacer recuperar fuerzas.
Una hora más tarde reemprendieron la marcha pero pronto tuvieron que ocultarse. Acababan de descubrir una patrulla de paramilitares, seguramente al servicio de
Reinaldo Cortés. Iban fuertemente armados con moderno armamento.
Sandoval les hizo un gesto a sus hombres para que les dejaran pasar y la patrulla se alejó lentamente.
El guerrillero esperó un poco más y volvió a ordenar la marcha y unos quince minutos más tarde, avistaron las primeras plantaciones de La Bestia.
Sandoval se llevó los prismáticos a los ojos y de repente, vio algo que le dio qué pensar.
La bella y distinguida esposa de Reinaldo Cortés se estaba despidiendo de éste y luego se metió en un lujoso automóvil negro.
Después, el coche arrancó y el cacique permaneció allí hasta verlo desaparecer por el camino que conducía a la carretera principal.
Acto seguido, se metió en la mansión seguido por su fiel Wilson.
Entonces, Sandoval dijo algo que sorprendió a todos:
—Nos volvemos atrás.
—¿Qué? —preguntó asombrada Dolores.
—He cambiado de opinión.
—¿Que has cambiado de opinión? ¡No te comprendo!
—Ya te lo contaré. ¡Vámonos de aquí!