CAPÍTULO PRIMERO

REINALDO Cortés era el terrateniente más poderoso de San Miguel, un país de Centroamérica que casi no figura en el mapa y donde sus habitantes son explotados por los más ricos.

Cortés poseía las plantaciones más importantes de café y de azúcar del pequeño país. Era un hombre inmensamente rico en contraste con la terrible pobreza de sus trabajadores a los que explotaba sin compasión.

La Bestia, como se le conocía a Cortés entre su gente, era un hombre alto y flaco y de buena figura, con algunos cabellos blancos y ancho de hombros. Llevaba un sombrero de caña que caía sobre unos ojos astutos y fríos. Solía pasear a caballo por sus plantaciones llevando un látigo en una mano y un largo puro cubano en la otra y en su cintura un revólver.

Y eso es lo que hizo aquella mañana…

Bajo un sol abrasador, La Bestia se paseó a caballo por sus plantaciones. Detrás de él iba su capataz, Jack Wilson, un norteamericano con un historial tan negro como su alma.

Wilson era de mediana estatura, fornido. Tenía un parche en el ojo derecho y una cicatriz, ambas cosas recuerdo de su época de pistolero al servicio de la Mafia norteamericana. Era un hábil tirador y tan duro como La Bestia. Por eso se entendían tan bien.

Reinaldo Cortés y Wilson iban en sus respectivos caballos sin perderse detalle de todo cuanto ocurría a su alrededor y los nervios en tensión porque les habían llegado noticias alarmantes de una posible sublevación.

Los trabajadores, agachados haciendo su trabajo, sudando y maldiciendo, miraban de reojo a los dos hombres cuando pasaban cerca de ellos. Pero nadie se atrevía a decir nada, nadie hablaba y por no atreverse, ni siquiera se atrevían a respirar.

De repente, La Bestia detuvo su montura entre un grupo de agotados recogedores de café. Se les quedó mirando a uno y súbitamente hizo restallar su látigo. Los trabajadores se asustaron pero continuaron haciendo su labor más aprisa si cabe.

—¡Escuchadme, hijos de perra! —les gritó.

Entonces, los pobres trabajadores levantaron sus doloridas espaldas y se volvieron al amo. A todos ellos les caía el sudor por el rostro y por las ropas como un río desbocado.

—¡Hasta mí han llegado noticias muy inquietantes! —volvió a gritar La Bestia—. ¡He oído decir que se está fraguando una sublevación! ¿Qué tenéis que decir a eso?

Nadie habló.

Pero tanto Cortés como Wilson ya contaban con el silencio. Cuando les convenía, aquellas bestias se convertían en sordas, ciegas y mudas.

Wilson pateó al que tenía más cerca y lo tiró al suelo. Era un viejo desdentado y con el rostro arrugado por el sufrimiento.

—¡Tú! —le chilló—. ¡Di algo!

—No sé nada, señor Wilson… —respondió asustado el pobre viejo—, ¡Por mi madre que no sé nada!

—¡Tú no has tenido jamás madre! —escupió Wilson—. ¡Eres hijo de una puerca nacida entre puercos!

—Sí, señor —asintió el viejo.

Cortés se fijó entonces en aquella muchacha que no tendría más de quince años. Ya la había visto en otras ocasiones. Era bonita y tenía unos pechos muy firmes, tan firmes como sus muslos y unos grandes ojos y una boca carnosa. El estómago de Cortés la Bestia, sintió como una punzada de deseo.

—¡Tú, ven aquí! —Cortés señaló hacia la muchacha con el látigo.

La muchacha se acercó, lentamente. Sabía lo que le esperaba pero no podía hacer absolutamente nada por impedirlo.

—¿Cómo te llamas?

—Adela…

Wilson alzó su poderosa mano para abofetearla.

—¡Se dice señor! —gritó.

Pero aquella mano no llegó a su destino porque la desvió Cortés con la punta de su látigo.

Wilson miró sorprendido a su amo. La Bestia le mostró sus dientes, blancos y perfectos.

El mafioso también sonrió y acabó por asentir con la cabeza porque había comprendido el mensaje.

Cortés se volvió para observar a la asustada muchacha.

—Adela, ¿eh? —dijo—. Bonito nombre.

—Gracias, señor.

—¿Sabes tú algo de lo que acabo de decir, Adela?

—No, señor.

—¡No les sacará nada a estos animales, señor Cortés! —exclamó despectivamente Wilson—, ¡Déjeme a mí! ¡Yo sé cómo hacerles hablar!

—De acuerdo —respondió La Bestia—. Encárgate de ello, Wilson. Y tú, Adela, ven conmigo.

La muchacha volvió la cabeza y dirigió sus aterrorizados ojos hacia su madre. Era esta una mujer de abultados pechos y de rostro como cincelado.

—¿Qué es lo que quiere de mi hija? —le preguntó altivamente a Cortés.

Wilson masculló algo y metió su caballo entre un grupo de trabajadores para llegar a la mujer. La madre de Adela no se movió de donde estaba a pesar de saber muy bien que el capataz iba a golpearla por el descaro que acababa de demostrar hacia el amo.

—¡Quieto, Wilson! —le ordenó Cortés.

El capataz se detuvo.

—¿Qué supones tú que quiero de tu hija? —le preguntó La Bestia a la mujer.

—Nada bueno, supongo —contestó la madre de la muchacha.

—¿Y si así fuera?

—¡No tiene ningún derecho a hacerle eso a mi pobre Adela! —gimió la mujer—, ¡Es sólo una niña! ¡Lléveme a mí si quiere!

Reinaldo Cortés se echó a reír.

Wilson también.

La Bestia le dio un empujón con el pie a la muchacha para que empezara a andar mientras su madre gritaba y lloraba inútilmente y ni siquiera los golpes de Wilson acallaron sus lamentaciones.

Y nadie se atrevió a hacer ni a decir nada.

* * *

Río abajo había una cabaña oculta entre la maleza.

Y en la cabaña, un hombre.

Era joven. No tendría más de treinta años. Era alto y apuesto; de rostro moreno y negros cabellos.

Se llamaba Carlos Sandoval.

Su alma estaba llena de odio hacia Reinaldo Cortés porque su padre había muerto trabajando en una de sus plantaciones de azúcar.

A la muerte de su padre, hacía de eso cuatro meses, Carlos Sandoval había quedado solo en este mundo y como no temía a la muerte, decidió escapar de aquel infierno en el que Reinaldo Cortés era Satanás y ocultarse en la selva.

Wilson y alguno de sus hombres le persiguieron porque sabían que podía ser peligroso pero no lograron encontrarle jamás y es que Sandoval conocía la selva como nadie porque había nacido en ella y durante siete días y siete noches, se ocultó en una cueva en lo alto de una montaña y mientras estuvo allí, fraguó su venganza.

Se juró a sí mismo que tarde o temprano acabaría por matar a Reinaldo Cortés y a Wilson y cuando éste dejó de buscarle, Sandoval se puso a reclutar hombres dispuestos a luchar por la libertad.

Fue una labor bastante difícil e ingrata. Nadie quería apuntarse a una empresa como aquélla a pesar de odiar a Reinaldo Cortés tanto como pudiera odiarle Sandoval, pero su miedo era mucho mayor que su odio.

Pero poco a poco, con paciencia y constancia, Sandoval consiguió la colaboración de algunos hombres y ahora ya tenía a diez, diez bravos dispuestos a todo y más tarde también consiguió algunas armas, no muchas, pero sí las suficientes para iniciar la guerra.

Una guerra que iba a ser dura y larga porque los hombres como Reinaldo Cortés no se rinden fácilmente ya que les aterroriza la idea de perder lo que han conseguido a costa del sudor de los demás.

La cabaña estaba en un recodo del río, sobre una loma y Carlos Sandoval se encontraba allí esperando a que llegara una lancha.

Fumaba en silencio, con sus astutos ojos clavados en las estrechas márgenes y cuando por fin apareció la proa de la lancha, Sandoval arrojó el cigarrillo y bajó corriendo al embarcadero.

En la lancha iban tres hombres.

Uno de ellos era fuerte como un toro. Se llamaba Guito, aunque todos le conocían por Sansón. Era el hombre de confianza de Sandoval, casi un hermano. Guito se habría dejado arrancar la piel por su jefe.

Los otros dos eran desharrapados y llevaban sombreros de paja. También formaban parte del pequeño ejército de Sandoval.

Guito, al igual que sus dos compañeros, llevaba una metralleta al hombro y una pipa en la boca. Y mientras los dos desharrapados anudaban un cabo a un carcomido poste de madera para que la barca no se fuera río abajo empujada por la fuerte corriente, Guito se acercó a su jefe.

—¿Qué noticias traes, Sansón? —le preguntó Sandoval.

—Todo está saliendo a pedir de boca —respondió el forzudo individuo—. He podido enterarme que ese chacal de Cortés tiene los calzoncillos cagados de miedo porque ha oído decir que está a punto de estallar una sublevación.

—Se está empezando a poner nervioso, ¿eh? —sonrió Sandoval.

—Así es. El muy hijo de perra tiene miedo.

—Pues si supiera la que le espera, aún tendría mucho más. ¿Habéis comido?

—Ni un bocado.

Subieron hasta la cabaña y encendieron una hoguera en la que asaron carne de cordero y comieron en silencio mientras el día iba declinando.

—Mañana les vamos a dar el primer susto a esos hijos de mala madre —dijo de repente Sandoval.

Y Guito asintió con la cabeza sin parar de masticar con sus enormes mandíbulas parecidas a tenazas.

* * *

Adela estaba deslumbrada por tanto lujo.

Dos mujeres con almidonados y blancos delantales se encargaron de lavarla a conciencia en la enorme bañera, tan grande como una piscina. Luego, la perfumaron y le dieron un vestido muy bonito, de color rojo. Cuando Adela se miró en el espejo de la habitación, casi no se reconoció.

—Estás muy guapa —le dijo una de aquellas mujeres.

Y mientras la otra le recogía los cabellos después de habérselos cepillado cuidadosamente, Adela miraba a su alrededor como una niña asustada. Nunca había visto tantos cuadros ni muebles tan lujosos ni aquellas enormes lámparas que colgaban del artesanado techo.

Todo era como un sueño.

Un sueño del que muy pronto iba a despertar y lo sabía pero estaba dispuesta y quién sabe si a lo mejor llegaba a gustarle tanto al amo que la permitía quedarse en la casa y más adelante, cuando se hubiera ganado su confianza, le pediría que dejara venir a su madre…

Diez minutos después, bajaba por las alfombradas escaleras de mármol y después de atravesar el enorme vestíbulo, entró en un lujoso salón donde la estaba esperando Reinaldo Cortés.

El amo estaba sentado en una gran butaca de color verde con alto respaldo. Parecía un rey.

Durante un instante contempló a la muchacha y finalmente, asintió con la cabeza.

—Lo sabía —dijo—. Sabía que eras hermosa y no me he equivocado.

—Gracias, señor.

—Lo que pasa que ahí afuera, todas parecéis iguales, ¿comprendes?

—Lo comprendo, señor.

La Bestia se puso de pie y se acercó a la muchacha cuyo corazón empezó a latir con fuerza sobre todo cuando la acarició dulcemente con su fuerte mano.

—Estás temblando —dijo Reinaldo con una sonrisa—. ¿Me tienes miedo?

—No, señor.

—Así me gusta. ¿Quieres beber algo?

—No, sé…

—Un jerez.

—Sí, señor.

Él se lo sirvió amablemente en una copa de fino talle y luego se sentaron juntos en un sofá.

—Dime una cosa, Adela…

—¿Qué, señor?

—¿Eres virgen?

La muchacha se puso colorada como un tomate y Reinaldo Cortés se echó a reír.

—Sí, señor —respondió finalmente la asustada Adela.

—Estupendo —dijo La Bestia—, Va a ser realmente divertido…

Después de cenar en el deslumbrante comedor, la pareja se dirigió al dormitorio. Adela iba temblando aunque procuraba dominarse.

Reinaldo Cortés cerró la puerta, se sentó en una butaca, encendió un enorme puro y dijo: —Desnúdate, Adela.

Poco a poco, como si llevara la lección bien aprendida y con más sangre fría de la que ella misma había supuesto, Adela empezó a quitarse la ropa y pudo darse cuenta de que su amo estaba realmente impresionado.

Después de contemplarla durante unos instantes, le hizo un gesto para que se acercara y la sentó sobre sus rodillas.

—Tienes la piel muy suave, Adela —le dijo el amo con voz ronca—y hueles como un jardín de rosas…

Luego, la besó en los duros pechos y la llevó a la cama.

* * *

La madre de Adela permanecía silenciosa, con los fríos ojos clavados en la casa del amo, allí donde estaba su hija en los brazos de aquel canalla.

A su lado había un hombre robusto llamado Juárez. Era barrigudo y tenía una pequeña barba.

—Será mejor que vayamos al poblado, María —le dijo Juárez a la madre de Adela—. Si Wilson o alguno de sus hombres nos descubren aquí, nos azotarán.

La madre de Adela echó a andar hacia el poblado donde se albergaban los trabajadores de la plantación. De vez en cuando, sin embargo, volvía la cabeza hacia la enorme y lujosa mansión de paredes blancas. Había luz en un par de ventanas superiores, con toda seguridad el dormitorio de La Bestia.

—Mi hija está ahí, Juárez… —murmuró—. ¡Con ese perro!

—Cálmate, María —le recomendó e; hombre—. Piensa que tu hija no podía hacer otra cosa porque de lo contrario, la hubiesen matado. Ya sabes cómo las gasta Wilson. Al menos ahora está viva.

—¡Les odio, Juárez! ¡Les odio con todas mis fuerzas!

—Sí, lo comprendo. Todos sentimos ese odio. Todos, María.

El hombre la acompañó hasta la casa que María compartía con media docena de trabajadores y ni uno solo de ellos se atrevió a decir nada aunque todos compartían el dolor de aquella pobre mujer.

María se sentó en su cama y al poco exclamó:

—¡En cuanto Adela regrese, nos vamos!

—¿Qué? —preguntó una mujer enjuta y vieja—, ¿Quieres que os maten?

—¡Es mejor morir que vivir de este modo! —casi gritó la madre de Adela.

—¿Adónde vais a ir? —le preguntó calmadamente Juárez—. ¿Qué vais a hacer tú y tu hija si no tenéis donde caeros muertas? Además, Wilson y sus hombres os encontrarían en un abrir y cerrar de ojos. Ya sabes lo poco que le gusta a La Bestia que nadie escape de sus plantaciones y sobre todo ahora porque teme que los que escapan se unan a Sandoval.

—Eso es precisamente lo que tengo pensado hacer, Juárez —le respondió con firmeza María—, Unirme a Sandoval.

—¡Estás loca! —exclamó un hombre que estaba sentado en un balancín y fumaba un arrugado cigarrillo—Y también Sandoval lo está. Todos los que se oponen a los que mandan en este país están locos porque ellos tienen el poder y el dinero y siempre acabarán ganando.

—A ti no te hago el menor caso —le escupió María—. Tú no eres más que un maldito calzonazos, Timoteo.

—Yo te he advertido. Tú haz lo que quieras, pero piensa en tu hija.

María no tuvo ganas de seguir hablando y se tumbó en su cama. Había tomado la firme decisión de unirse a Sandoval. Ese sí que tenía un par de huevos…

En cuanto regresara su pobre hija se marcharían aprovechando la oscuridad del amanecer y hacia el mediodía habrían alcanzado la selva de Yucatamba, escondite de Sandoval.

Pero María esperó en vano porque su hija no regresó…

* * *

Y no regresó porque Reinaldo Cortés, satisfecho con Adela por la maravillosa noche que le había hecho pasar, le pidió que se quedara con él.

—Me quedaré encantada, señor —le respondió la muchacha—. Lo único que de verdad deseo, es servirle. —Además de bonita eres inteligente —le dijo Reinaldo acariciándole los firmes muslos—. Sabes lo que quieres.

La Bestia se levantó de la cama y se bañó en la piscina mientras Adela permanecía entre las frescas sábanas de hilo.

Poco después, aparecieron las dos mujeres de almidonados delantales y se la llevaron al cuarto de baño. La bañaron y la perfumaron y luego le dieron otro vestido, éste de color verde, escotado e insinuante.

Adela y su amo desayunaron en la gran terraza desde la que se dominaban algunas de las enormes plantaciones de azúcar y donde un centenar de esclavos, con las espaldas dobladas, trabajaban de sol a sol.

—Puedes ir a decirle a tu madre que te quedas conmigo, Adela —le dijo de repente Reinaldo—. Anda, ve. Y regresa pronto.

La muchacha atravesó corriendo el jardín y al poco llegaba a la plantación donde trabajaba su madre. Esta, al verla, dio un grito de alegría y luego la estrechó entre sus brazos pero cuando Adela le comunicó la noticia, María se echó a llorar.

—Es una suerte para la chica… —le dijo Juárez.

—¡Dices eso porque no es tu hija! —gritó María.

—Juárez tiene razón, mamá —dijo la muchacha—. Allí estoy como una reina y pronto vendrás tú también.

—¡Yo no iré jamás junto a ese hijo de perra! —volvió a gritar María—. ¡Ni tú tampoco volverás! ¡Nos marchamos ahora mismo!

—¡Estás loca, mamá! ¡Nos matarían!

Pero María, loca de rabia, agarró a su hija de una mano y la arrastró.

—¡No quiero que vuelvas junto a ese bastardo! ¡Antes prefiero que nos maten! ¡Vámonos!

Y María echó a correr arrastrando consigo a su hija a través de la plantación, pero de repente aparecieron dos hombres de Wilson a caballo y les interceptaron el paso.

—¡Atrás! —les ordenó uno de ellos amenazándolas con el rifle.

—¡Dejadme pasar! —gritó María—, ¡Quitaos de en medio!

—¡Yo me quedo, mamá! —exclamó Adela soltándose de la mano que la tenía cogida y luego y ante la desesperación de María, echó a andar hacia la mansión.

—¡Vuelve, Adela! ¡Vuelve!

Pero la muchacha no le hizo el menor caso y siguió caminando por entre los que hasta hacía poco habían sido sus compañeros de fatigas.

Entonces, María, desesperada, se postró de rodillas en el suelo y se puso a gemir desesperadamente mientras los dos hombres de Wilson sonreían. Sin embargo, de repente, la sonrisa desapareció con brutalidad de los labios de uno de ellos al recibir un disparo que le voló la cabeza.