CAPITULO VIII
CIUDADANO NOMBRE: DICK KENDALL FECHA Y LUGAR DE NACIMIENTO: (Se ignora) DOMICILIO ACTUAL: (Ninguno. ¡Ojo! Dato a tener en cuenta)
NUMERO DE IDENTIFICACION: 944/555/66 AO. PROFESION: DETECTIVE PRIVADO (¡Ojo! ¡Ojo!) OBSERVACIONES: Elemento peligroso y subversivo.
CIUDADANA
NOMBRE: PAMELA JONES FECHA Y LUGAR DE NACIMIENTO: (Se ignora) DOMICILIO ACTUAL: (Ninguno. ¡Ojo! Dato a tener en cuenta)
NUMERO DE IDENTIFICACION: 945/556/67 AO. PROFESION: DETECTIVE PRIVADO. (¡Ojo! ¡Ojo!) OBSERVACIONES: Elemento peligroso y subversivo.
El jefe de policía, Scott, echó un último vistazo a las dos fichas y les dio curso. En menos de cinco minutos, aquellos dos nuevos ciudadanos quedarían perfectamente clasificados y sus datos serían notificados a la policía de todo el país. Scott se había preocupado en remarcar los dos extremos más importantes; el número de identificación y la profesión, esta última totalmente prohibida.
Por fin empezaba a estar todo a su gusto.
Sin embargo, no quedaría satisfecho del todo hasta que atrapase a aquellos dos singulares y excepcionales ciudadanos.
Lamentablemente, se habían vuelto a escapar.
* * *
—¿Por qué te has fiado de él? —me preguntó Pam mientras esperábamos en el interior del incómodo minitaxi.
—No podía hacer otra cosa, nena. ¿Cómo diablos iba a imaginar que habían desaparecido las cabinas telefónicas? Y era necesario llamar a la señora Cooper. Ella puede averiguar con más facilidad que nosotros el domicilio de la tal Rita. O al menos eso espero.
El taxista regresó al cabo de media hora.
—Lamento haber tardado tanto —se excusó—, pero ahí dentro había por lo menos doscientas personas.
—Le aseguro que las cabinas telefónicas eran mucho más prácticas —le dije—. Bien, ¿ha hablado con la señora Cooper?
—Sí.
—¿Y qué le ha dicho?
—Que le era del todo imposible averiguar tal dato. —¡Maldita sea! —mascullé.
—Pero me ha dado el número del video-teléfono de un compañero de su marido diciendo que quizá él conociera ese dato.
—¡Diablos! ¿Por qué no lo ha dicho antes? Habrá que llamar a ese individuo.
—Ya lo he hecho —sonrió el taxista. —¡Vaya! Es usted un tipo listo—
—Esa chica, Rita, vive en una apartamento de la zona III. Calle Sexton. Bloque 9.
—¡Maravilloso! ¿Puede llevarnos allí? —Eso está hecho, amigos.
Empecé a darme cuenta de que no todos tos individuos del siglo xxni eran unos hijos de perra. No era un mal descubrimiento.
* * *
En Gorgos estaban a treinta y siete grados centígrados bajo cero.
El viento del Norte soplaba con fuerza arrojando al rostro de Kahl el polvo de aquella interminable estepa envuelta en las brumas del amanecer.
Su caballo tenía dificultades para avanzar, pero Kahl tampoco tenía prisa por llegar a Xergo, la ciudad más importante del planeta, ya que en cuanto llegase allí, tendría que enfrentarse al gran consejo y dar amplias explicaciones de su fracaso en la captura de las dos criaturas del siglo XX, ese siglo tan importante en la historia de la humanidad y del que apenas tenían conocimiento.
Kahl era un hombre fuerte e inteligente y en el que los miembros del gran consejo habían confiado planamente para llevar a cabo la misión. Sin embargo, su fracaso le había puesto en una situación difícil. Pero él era lo bastante astuto como para exigir una nueva oportunidad.
A aquellas horas del amanecer, Xergo era una tumba.
Sus habitantes aún dormían en sus casas en forma de colmena. Las calles estaban totalmente desiertas y el único ruido que podía escucharse era el violento murmullo del viento.
Pero en el gran consejo no dormían.
Sus miembros estaban bien despiertos y le esperaban.
Kahl desmontó del caballo, abrió la gran puerta de entrada al sórdido edificio, atravesó un largo y solitario vestíbulo y se detuvo ante otra puerta.
Sólo tuvo que cerrar los ojos y ésta se abrió.
El gran consejo estaba reunido. Lo componían siete individuos elegidos por el pueblo. El gran juez se llamaba Krupta. Lucía una gran barba y llevaba un anillo en cada dedo de sus manos como símbolo indiscutible de poder.
Kahl se detuvo en el centro del círculo formado por los asientos.
El gran juez levantó un brazo.
Kahl tenía permiso para hablar.
—Miembros del gran consejo, reconozco mi fracaso. Parecía una misión sencilla y sin embargo, he fracasado. Pido humildes disculpas. No obstante, quiero alegar algo a mi favor. Esta ha sido nuestra primera y más importante misión en la Tierra, el primer contacto serio que hemos tenido con sus habitantes. Y lo hemos pagado. Lo hemos pagado, miembros del gran consejo, porque nuestro desconocimiento de sus costumbres y modo de actuar y de pensar es casi total. Necesitamos un mayor conocimiento de los terrícolas si queremos combatirles. Somos un planeta poderoso, pero anticuado. Pido una nueva oportunidad. Tengo derecho a ella y os prometo que en esta ocasión, no fracasaré.
Los miembros del gran jurado dialogaron entre ellos en voz baja. Kahl, aguardaba una decisión.
Por fin, el gran juez, se puso de pie.
—Creemos que tienes algo de razón en tu alegato, Kahl. Sin embargo, sólo se trataba de capturar a dos criaturas. Una misión que consideramos bastante sencilla a pesar de las dificultades que acabas de enumerar. Deberíamos castigarte con el destierro a las grandes montañas. No obstante, vas a tener una nueva oportunidad. ¡Pero cuidado! Si vuelves a fracasar, el castigo será mucho peor que el destierro. Será la muerte, Kahl. Necesitamos los cerebros de esas dos criaturas para llenar un vacío en nuestros conocimientos de la humanidad. Ellos son los únicos que pueden responder a todas las preguntas de las que no tenemos ninguna respuesta desde el gran desastre que sumió a nuestro planeta en el caos. Así pues, Kahl, regresa a la Tierra y tráenos a los últimos testigos que quedan del siglo XX. De otro modo, morirás.
Kahl asintió respetuosamente con la cabeza y abandonó la sala del gran consejo de Gorgos.
* * *
Había empezado a llover y Pam y yo nos habíamos refugiado en una oscura callejuela cubierta que había frente al bloque de apartamentos donde vivía Rita.
Aquello me recordó un poco los viejos tiempos cuando en Nueva York estábamos metidos de lleno en algún trabajo.
Sólo había una pequeña diferencia.
Hacía de eso doscientos diecisiete años.
—¡Dick! —llamó Pam.
Volví de mis pensamientos.
Una atractiva muchacha con uniforme de azafata se estaba aproximando.
Le salimos al paso y ella se asustó un poco.
—No tema —le dije—. Sólo queremos hablar un rato con usted.
Nos miró un tanto sorprendida.
—No les conozco. ¿De qué quieren hablar conmigo? —De Jeff Cooper.
A pesar de la oscuridad reinante en la calle, me di cuenta de que su rostro palidecía.
—De acuerdo —dijo—. Suban a mi apartamento.
Antes de entrar en el portal miré a ambos lados de la calle, pero no vi a nadie.
Sin embargo, estaba equivocado. Había alguien espiándonos.
Vic Stanton, el amigo de Rita, acababa de llegar y al ver a la muchacha en nuestra compañía, se ocultó rápidamente.
Nosotros subimos hasta el décimo piso.
El apartamento de la azafata era acogedor. El reluciente Top-Top se encontraba en un rincón.
—¿Quieren beber algo? —preguntó Rita.
—Si tuviera un poco de whisky de fabricación nacional. El último que bebí era de Simca. Realmente espantoso.
—Un momento —dijo la muchacha, de pronto—. Ahora les reconozco... ¿No son ustedes...?
—Sí, somos los mismos —asintió Pam.
—Bien, vamos al grano, señorita —dije yo—. Usted conocía bien al señor Cooper, ¿no es cierto?
Ella asintió con la mirada.
—Eramos amantes —dijo—. Sentí mucho su muerte. Había vuelto a palidecer.
Mi viejo instinto de detective me decía que la muchacha estaba nerviosa y me pregunté el motivo.
—¿Cuándo fue la última vez que le vio?
—Eh, un momento... ¿A qué vienen esas preguntas?
—Estoy intentando descubrir al asesino, puesto que la policía se toma estas cosas con mucha calma.
Rita retrocedió.
—No les diré nada.
—¿Por qué no? —preguntó Pam—. ¿Es que no quieres ayudar a un viejo amigo? —¡Váyanse!
—¿De qué tiene miedo? —le preguntó. —No tengo miedo de nada. ¡Fuera de mi casa! —Sí, usted teme algo —avancé hacia ella—. Está pálida como un muerto y tiembla como una hoja. ¿Por qué? —¡No tiene ningún derecho a hacerme preguntas! Sólo la policía puede hacerlas. Así que no pierda el tiempo. ¡Váyase de mi casa!
—Usted lo mató —solté de pronto.
-¡No!
—Sí, usted lo mató y ahora tiene miedo a que le descubramos —dijo Pam.
—¡Yo no lo maté! —gritó Rita—. ¡No fui yo!
—Entonces, ¿quién lo hizo? —pregunté, acercándome más a la temblorosa muchacha.
—¡No lo sé!
—¡Sí que lo sabe! Y nos lo va a decir ahora mismo...
La puerta del apartamento se abrió de repente y apareció aquel mastodonte de Vic con una pistola en la mano. Era un arma pequeña, parecida a un 38, pero de color plateado y con los orificios triangulares.
—¡Vic! —exclamó Rita—. ¡Te juro que no les he dicho nada! ¡Nada!
Vic avanzó lentamente hacia nosotros. Con su frente perlada por el sudor.
—Vaya..., pero si son las encantadoras criaturas del siglo XX —masculló—. Kahl estará contento...
—¿Quién es Kahl? —pregunté.
—Eso es algo que a usted no le importa... —respondió bruscamente Vic—. Rita, trae algo para atarles.
—Vic, deja que marchen —dijo angustiada la muchacha—. ¿No te has metido ya en bastantes líos?
—¡Haz lo que te he dicho!
Estudié a mi enemigo. No había que ser demasiado listo para darse cuenta de que era mucho más fuerte que yo, aunque posiblemente yo era mucho más listo que él. Pero ¿de qué diablos me servía ser más listo que uel búfalo que tenía una pistola y yo no? De todos modos, era preciso hacer algo. Y rápido. Antes de que Rita volviese con el encargo. Después ya no habría nada que hacer. Aquello era como una especie de ruleta rusa. Había que apretar el gatillo para averiguar si seguías disponiendo de otra oportunidad para seguir con vida.
Y yo apreté el gatillo.
Me tiré contra aquel mastodonte con la suficiente rapidez y agilidad para cogerle de sorpresa y caer los dos rodando por el suelo. Vic consiguió hacer un disparo, pero, afortunadamente, la bala se perdió en algún lugar del apartamento.
Pude contactar mi puño en su estómago. Vic soltó un alarido parecido al de una bestia y luego, casi en el mismo instante, reaccionó con tal furia que salí despedido hacia atrás. Caí de espaldas a un par de metros de él. Vic se puso en pie de un salto y me amenazó con aquella extraña pistola no sé si para mantenerme a raya puesto que Pam no le dio tiempo para decidir. Una de sus hermosas piernas salió despedida y alcanzó la muñeca del mastodonte obligándole a soltar el arma. Vic se revolvió como una fiera y cruzó el rostro de mi chica con un tremendo revés.
Aquello me enfureció de tal modo que volví a lanzarme sobre él. Pero en esta ocasión no tuve tanta fortuna. Vic me alcanzó bien en plena barbilla y caí de bruces al suelo. Casi a continuación sentí sus dos garras sobre mi cuello.
Yo sabía que iba a morir.
Y en esta ocasión ya no podría resucitar.
Aquel hijo de perra, con los ojos fuera de sus órbitas, seguía apretando y apretando mi cuello. Sí, iba a morir... De repente sonó un disparo.
Vic se llevó las manos a la espalda y en su rostro se reflejó una mueca de dolor. Cayó poco a poco hacia un costado y cuando desapareció de mi campo visual, vi que la que había disparado no fue Pam, sino Rita.
Aún tenía la pistola entre sus manos, cuando mi chica se acercó a ella y le preguntó:
—¿Por qué lo has hecho?
—No b sé..., quizá... porque no merecía otra cosa...
Le quité la pistola de las manos a Rita.
Ahora ya no temblaba.
Sólo estaba pálida.
—El mató a Jeff Cooper, ¿verdad?
Rita asintió.
—¡Pero toda la culpa fue mía!
—¿Por qué no nos cuentas lo que ocurrió? —le preguntó Pam.
—Quería averiguar cosas de Jeff Cooper a través mío. De este modo pudo enterarse dónde se ocultaban ustedes. Yo le preguntaba a Jeff y él, inocentemente, me lo decía porque confiaba en mí. Luego, yo se lo explicaba a Vic. El me aseguraba que era simple curiosidad. Un día Jeff nos sorprendió hablando y oyó que le contaba las cosas que él me había confiado. Aquello le enfureció terriblemente. Vic y él se pelearon. El resto se lo pueden imaginar. Luego, me enteré de que la curiosidad de Vic tenía un objetivo: Kahl, el hombre de Gorgos.
—¿Quién es, exactamente? —pregunté.
—Alguien que les anda buscando a ustedes. Vic debió informarle que se encontraban en Bellmont. ¡Yo mismo se lo dije como una estúpida!
—En efecto, recibimos su visita —dije—. Pero si Kahl estaba entre aquellos hombres o lo que fueran, ya no tenemos que preocuparnos de él, puesto que los liquidamos a todos.
—No creo que Kahl estuviera allí —dijo Rita—. El sólo da las órdenes. No las ejecuta.
—¿Cómo es ese hombre? —pregunté.
—Sólo le he visto en una ocasión. Es alto, fuerte..., tiene el cabello totalmente blanco... Podría pasar perfectamente por un terrícola. Pero sé que es muy peligroso.
—¿Y por qué ayudaba Vic a ese hombre?
—Por dinero... —la muchacha nos entregó un fajo de billetes que había sacado del mueble.
—Ese Kahl es un tipo espléndido, o nosotros valemos mucho para él.
—Esos billetes son falsos.
-¿Qué?
—Los fabrican en Gorgos. Pero son perfectos. —¿Podemos llevarnos algunos? —le pregunté a la muchacha—. Sólo lo justo para poder llegar a Nueva York. —Hagan lo que quieran. Y ahora váyanse. No nos hicimos repetir las órdenes dos veces.
* * *
Confieso que era la primera vez en mi vida que pagaba con billetes falsos.
Recibimos los tickets del hiperavión de un lustroso robot que nos informó además con su desagradable voz gutural que el hiperavión a Nueva York salía dentro de diez minutos.
De repente, al volvernos, Pam ahogó una exclamación.
—¿Qué sucede? —pregunté alarmado.
—Mira allí, aquel hombre de los cabellos blancos...
En efecto, Kahl se encontraba entre el numeroso grupo de viajeros que en aquel momento había en el vestíbulo del hiperaeropuerto. Miraba fijamente hacia nosotros, como si quisiera hipnotizarnos.
—Sígueme—le dije a Pam.
—¿Qué vas a hacer?
—Tenemos que deshacernos de él. Es el único modo de vivir tranquilos.
Echamos a andar hacia el gigantesco túnel que conducía al exterior. En aquellos momentos se hallaba totalmente desierto. Las vagonetas para transportar los equipajes se hallaban detenidas hasta la salida del próximo vuelo.
—¡Quietos! —oímos a nuestras espaldas.
Nos volvimos.
El hombre de los cabellos blancos se encontraba muy cerca de nosotros. Tenía en la mano una especie de pistola de cañón corto y chato.
—En Gorgos les estamos esperando desde hace mucho tiempo —nos dijo—. Son ustedes el último eslabón que nos falta para unir nuestro pasado y el futuro. Acompáñenme. Nunca se arrepentirán, les aseguro que serán tratados mucho mejor que aquí en la Tierra.
—Le agradecemos su invitación, amigo —le respondí—, pero ya tenemos nuestros planes hechor y en ellos no entra un viaje a Gorgos.
—No me obliguen a matarles...
De un salto me lancé sobre él y caímos los dos entre las vías de las vagonetas. Aquel hombre tenía mucha más fuerza de la que yo hubiera podido imaginar nunca. Se deshizo de mí como si fuera un muñeco. Salí despedido hacia atrás y cuando quise levantarme él ya se había puesto en pie y volvía a encañonarme.
Sus ojos, profundos y brillantes, despedían un extraño fulgor. Podía adivinarse en ellos su deseo de matarme.
En ese preciso momento una vagoneta se puso en marcha. Kahl se volvió con la rapidez del rayo, pero ya era demasiado tarde. Sólo tuvo tiempo de gritar, la vagoneta, conducida por Pamela, chocó de plano contra el hombre de Gorgos y lo arrastró varios metros y únicamente cuando mi amiga estuvo completamente segura de que lo había matado, detuvo el vehículo y saltó de él.
—Has estado providencial, nena...
Ella volvió la cabeza con asco y vio que el cuerpo de Kahl se deshacía como las cenizas.
—¡Nunca podré acostumbrarme a esta nueva clase de vida! —gimió—. ¡Nunca!
—No nos queda otro remedio, Pam —respondí y cogiéndola de un brazo me la llevé de allí a toda prisa.
Llegamos a tiempo de subir al hiperavión y nos dejamos caer en los cómodos butacones.
Cerramos los ojos.
Nos sentíamos terriblemente cansados por todo lo que nos había sucedido desde nuestro segundo nacimiento, pero afortunadamente, estábamos VIVOS...
FIN