CAPITULO VI

«Los dos seres hibernados hallados en las montaña de Pass Creek, vuelven a la vida después de doscientos diecisiete años.»

«¡Caso insólito en la historia de la humanidad! ¡Dick Kendall y Pamela Jones regresan a la vida después de doscientos diecisiete años de sueño helado!»

«¡Feliz nacimiento, muchachos!»

Estos y centenares de titulares más llenaron las cabeceras de los periódicos de todo el país. Pam y yo nos habíamos convertido en el mayor espectáculo del mundo.

Visitamos al presidente de Estados Unidos, Frank Gilmore. Era un tipo bastante simpático. Nos estuvo preguntando acerca de nuestros antecedentes. Le hablamos del asesinato de los hermanos Kennedy, del caso Watergate y de Reagan, el último que habíamos conocido. Almorzamos con el presidente y su esposa y por la tarde fuimos invitados a una gran fiesta que se celebró en nuestro honor en los lujosos jardines de la Casa Blanca.

La gente nos miraba como si fuésemos bichos raros. No es que les faltaran motivos, pero tanto Pam como yo empezábamos a estar hartos de todo este ajetreo.

Lo que más nos sorprendió fue la ciudad de Washington. La última vez que la vimos, hacía de eso doscientos y pico de años, era una bonita ciudad, limpia y soportable. Ahora era un infierno, sucia, maloliente. Dominaban los edificios altos, de más de sesenta pisos, verdaderas moles de cemento. Apenas se podía caminar por las calles en las horas punta debido a la gran aglomeración de público y de circulación. Washington se había convertido en una ciudad asfixiante, rodeada por una basta red de pasos elevados y de un amasijo de vías por donde circulaba el llamado tren del pueblo.

Si Washington se había convertido en «aquello», ¿qué sería de Nueva York?

Regresamos a Bellmont agotados. Fuimos llevados hasta allí en un lujoso automóvil presidencial. Al entrar en el laboratorio, encontramos a los tres científicos como si acabaran de asistir a un funeral.

—¿Qué sucede? —preguntó.

—Han asesinado a un buen amigo nuestro: Jeff Cooper. —¿Jeff Cooper? —preguntó Pam—. ¿No fue él quien nos encontró?

—No exactamente él —respondió McAdams—. Fue su hijo John. Pero eso no tiene excesiva importancia.

—¡Lo que no comprendo es por qué han asesinado a un hombre como él! —exclamó Kinley. El profesor tenía un profundo corte en la frente causado por la culata del arma del hombre de Gorgos—. Hacía poco tiempo que le conocía, pero siempre me había parecido un individuo de esos que no tenía problemas. Era un buen esposo y un excelente padre de familia.

—¿Tenía dinero? —preguntó.

—¿Dinero? No, Jeff Cooper no era rico —respondió McAdams—. Gozaba de buena posición social debido a su trabajo.

—¿Cuál era su trabajo? —pregunté.

—Piloto de la compañía de vuelos interespaciales. La Mágnum creo que se llama. Hace el recorrido Tierra-Neutrón-Simca y viceversa.

—¿Neutrón y Simca?

—Dos planetas de nuestro sistema solar —aclaró Kinley—. Tenemos tratos comerciales con ellos. Algún día les conocerán.

—¿Qué dice la policía? —pregunté encendiendo uno de aquellos asquerosos cigarrillos de arroz.

—¡La policía! —exclamó McAdams—. Lo único que han hecho hasta ahora ha sido encargarse de la incineración del cadáver. Dick, hasta que se ocupen del caso por el asesinato de Jeff Cooper, pueden pasar seis meses.

—¿Has oído eso? —dijo Pam—. ¡Seis meses! ¡Y nosotros nos quejábamos de la lentitud de nuestra policía!

—¿Por qué no contrata la viuda a un detective privado? —pregunté.

—Está prohibido. Lo prohíbe la ley.

—¿El qué? —quiso saber—. ¿Contratar a un detective privado? —Sí, Dick. —¿Por qué?

—Supongo que será para que no le quiten puestos de trabajo a la policía —respondió McAdams.

—Entonces las autoridades prefieren que los delincuentes anden sueltos... —gruñí—. ¿Cómo diablos se entiende eso? Si ellos no pueden ocuparse de todo el trabajo, ¿por qué no permiten que lo hagan los otros?

—Supongo que debe tratarse de una decisión de las computadoras, Dick —dijo el profesor Brown.

—El mundo actual se rige a base de ordenadores, computadoras y cerebros electrónicos —dijo Kinley—. Tendrás que ir acostumbrándote a esa idea, muchacho. La conciencia humana es un lujo. En nuestra sociedad actual lo que priva es la electrónica. Todo se hace a través de ella. Piensa y decide por nosotros. Y lo que es peor, todos nos quedamos de brazos cruzados y lo aceptamos.

—Yo no pienso hacerlo —dijo—. Soy un rebelde nato.

—Tú y tu miga os tendréis que doblegar como los demás.

—Voy a demostrarle que está equivocado, profesor —respondí con firmeza. —¿De qué modo?

—Pam y yo vamos a encargarnos del caso del asesinato de Jeff Cooper. Es lo menos que podemos hacer por él.

—¡Estáis completamente locos si pensáis que podéis enfrentaros a las rígidas e implacables leyes del 2199!

—Nos hemos visto en peores circunstancias, ¿verdad, Pam?

—Dick, no estamos en 1982 —dijo McAdams—. Entonces aún existía cierta libertad en el individuo; podía pensar y decidir por sí mismo. Ahora no. Ahora el individuo no es más que un código perfectamente controlado al que únicamente se le permite respirar.

—Pero ella y yo aún no formamos parte del sistema, profesor —respondí—. Pam y yo somos libres como el viento y seguiremos siéndolo por mucho tiempo.

—En eso estás equivocado, muchacho —dijo Kinley—. Tanto ella como tú ya habéis sido introducidos en el engranaje, pero si no fuera así, no tardaríais en ser uno de nosotros.

—Procuraremos que ese momento no llegue nunca, profesor—dijo Pam.

—¡Es una locura, muchachos! —exclamó Brown—. ¡No lo conseguiréis jamás!

—Eso lo veremos —respondí—. Bien, ¿dónde podemos encontrar a la viuda Cooper? Nos gustaría hacerle algunas preguntas.

* * *

Nos metimos en uno de aquellos infernales hiperavión. El aparato llevaba cuatrocientos pasajeros a bordo y si pasamos completamente desapercibidos, fue porque nos habíamos cambiado de indumentaria. Ya no usábamos tos jeans. Ahora íbamos vestidos como los demás, con aquella especie de uniforme standard que tantas veces habíamos visto en las películas de ciencia ficción. Las mujeres usaban algo más «sofisticado», aunque no se podía decir que fueran modelos elegantes ni llamativos. Observé que por regla general, las mujeres del 2199 eran bastante hermosas y que abundaban las rubias.

Pam era pelirroja.

Así que tuve que decirle:

—Tendrás que teñirte el pelo, nena.

—¿Por qué?

—Porque así llamarás menos la atención. Mira a tu alrededor y dime cuántas pelirrojas ves. No había ninguna.

—¿Qué te gustaría más? ¿Rubia o morena?

—Rubia. Son las que más abundan. Tenemos que hacer todo lo posible por pasar desapercibidos, nena.

—De acuerdo, vuelvo en seguida.

Pam se metió en la peluquería del hiperavión.

Yo la esperé en el bar. Lo atendía un «amable» robot-camarero.

—Whisky.

El whisky del 2199 tenía un sabor horrible. Le pedí al robot-camarero que me dejase ver la botella.

«Destilado y embotellado en Simca». ¡Oh, Dios! ¿Qué diablos sabrían en un planeta de hacer whisky?

Pam regresó poco después.

Solté un silbido de admiración.

—¡Estás preciosa, nena!

—Gracias. Tengo malas noticias.

—¿Qué ocurre?

—Mientras estaba en la peluquería he oído una noticia por uno de esos trastos que llaman radio, pero que más bien parecen una tetera. Nos están buscando.

—¿Qué?

—Al parecer no teníamos permiso para abandonar Washington.

—Tiene gracia. Así que hay que pedir permiso para abandonar una ciudad, ¿eh?

—Por lo menos nosotros, sí. —Bien, que sigan buscando. —Dick. —¿Qué, nena?

—El profesor McAdams tenía razón. Nos estamos en 1982. -¿Y qué?

—Nos guste o no, tendremos que adaptarnos a unas nuevas normas de convivencia.

—¿Pretendes decirme que te gustaría convertirte en una ficha perforada y que te dijeran hasta lo que tienes que pensar?

—No, Dick. No me gusta esta idea. Pero estamos en el año 2199 y ahora rigen unas leyes. ¿Qué quieres? ¿Que nos pasemos la vida huyendo del sistema? Sería una locura. Nuestras vidas se convertirían en un infierno y lo que es peor, no serviría de nada porque desengáñate que tarde o temprano acabaremos siendo un número codificado como los demás.

—El paso de tos siglos te ha ablandado el cerebro.

—Muy gracioso.

—Nena, es posible que acabemos como tú dices, pero mientras tanto, quiero vivir a mi modo. ¿Alguna pregunta? —Sí. ¿Qué tal ese whisky? —¡Una mierda!

* * *

La señora Cooper resultó ser muy simpática y tuvo una gran alegría cuando nos vio. Lo mismo les ocurrió a su preciosa hija Sarah y a John.

Y hablando de Sarah: no me quitaba la vista de encima ni un solo instante.

Fue inevitable que habláramos de «nuestra época».

—¡Entonces sí que vivíais bien! —exclamó la señora Cooper—. ¡Cómo les envidio! El mundo era mucho más civilizado y humano que ahora, ¿no les parece?

—Bueno, había de todo, señora —respondió Pam—. ¿O es que ahora no ocurre lo mismo?

—Yo no he conocido otra civilización que ésta —dijo tristemente la señora Cooper—. Y no me gusta. La odio. Es espantosamente cruel y despiadada. Por eso les envidio a ustedes. El ejemplo lo tienen con lo que le ha ocurrido a mi marido. La policía no se está ocupando del caso. Tiene demasiado trabajo. Y mientras tanto, el asesino de Jeff anda suelto. ¿No es terrible?

—Por eso hemos venido, señora Cooper?

—¿Qué quiere decir, señor Kendall?

—Que soy detective privado y estoy dispuesto a buscar al asesino de su marido. Creo que les debo ese pequeño favor después de lo que han hecho por Pam y por mí.

—¡Oh, es usted muy amable, señor Kendall! —exclamó la señora Cooper emocionada—. Pero mucho me temo que no va a poder hacer absolutamente nada. La profesión de detective privado está prohibida y podría encontrarse con serios problemas con la justicia. Las leyes que existen ahora son completamente distintas a las que conocieron ustedes y...

—Ya conozco todo eso, señora Cooper —le corté con amabilidad—, pero vamos a correr el riesgo. Pam y yo estamos acostumbrados a enfrentarnos con graves problemas.

—Es usted una buena persona —dijo la mujer con lágrimas en los ojos—. Pero quiero que sepa que se va a encontrar con grandes dificultades en su existencia precisamente por ser demasiado bueno y considerado. ¡Vayan los dos con mucho cuidado!

—Lo tendremos en cuenta —dije—. Y ahora, hábleme de su marido, de lo que hacía, de sus amistades, de sus costumbres. Procure no olvidar nada.

Estuvo más de media hora hablando de Jeff Cooper y por lo que deduje era un tipo normal, de costumbres vulgares y corrientes. Un tipo como aquél era más difícil de investigar precisamente porque no tiene uno dónde hincar el diente.

El caso se complicaba.

Cuando se refirió a la «fulana» de Triup, alerté mis oídos, pero pronto quedé maravillado cuando supe que aquello era completamente normal en las familias. Un hombre podía tener las amantes que quisiera sin que ello pudiera ser causa de divorcio.

¿El motivo?

El exceso entre la población femenina respecto a la masculina. Por cada hombre había doce mujeres.

—¿Sabe si su marido tenía otra... amiga... además de esa de Triup?

—Que yo sepa, no.

—Sí, mamá —intervino por primera vez Sarah—. Tenía otra.

¡Era curioso observar con qué tranquilidad hablaba aquella muchacha de las fulanas que tenía su padre!

—¿A quién te refieres, Sarah? —preguntó su madre.

—A una tal Rita. Una azafata que iba en el mismo hiperavión que papá.

—Ignoraba la existencia de esa mujer —dijo la señora Cooper.

—Papá habló de ella un par de veces por el video-teléfono y quedaron citados.

—¿Sabes dónde vive esa mujer, Sarah? —preguntó Pam.

—En Washington, pero no sé su domicilio.

—Bien —dije—, empezaremos por la tal Rita. En realidad, no tenemos mucho donde escoger.

En aquel momento se oyó el video-teléfono.

En la pequeña pantalla vi que se trataba del profesor Kinley.

—Quiero hablar con Dick Kendall —dijo. —¿Sí, profesor?

—Lo andan buscando. ¿Lo sabía? —Sí. Lo hemos oído por la radio del hiperavión. —Si quiere un buen consejo, será mejor que usted y la señorita se entreguen a la policía. —Es un mal consejo, profesor.

—Lo suponía. ¡Ignoraba que nuestros antepasados fuesen tan testarudos! Bien, hay otra cosa. —Adelante.

—Mis colegas y yo nos hemos preguntado cómo aquellos hombres de Gorgos llegaron a saber que nos habíamos trasladado a Bellmont.

—¿Quién lo sabía, además de ustedes?

—Nadie, excepto el presidente de la nación... y el señor Cooper.

—¿El también lo sabía? —preguntó Pam. —Así es. He creído conveniente decírselo a ustedes por si puede servirles de algo.

—Gracias, profesor —le dije.

—¡Buena suerte! —exclamó Kinley—. Y no tarden en regresar. Recuerde que siguen bajo tratamiento médico.

La imagen del profesor desapareció de la pequeña pantalla del video-teléfono.

—No irá a sospechar de mi marido, ¿verdad? —preguntó la señora Cooper—. El no hubiera sido capaz de decirles a esos hombres dónde ocultaban a ustedes.

—Lo sé —respondí pensativamente—. ¿Qué motivos tendría para haberlo hecho? Pero puede ser otro punto de partida en el caso, señora Cooper. Bien, ahora tenemos que irnos. Nuestro hiperavión sale dentro de cuarenta y cinco minutos.

—Yo les acompañaré al aeropuerto —dijo Sarah.

—No hace falta que te molestes —le dije.

—No es ninguna molestia. Al contrario, es un placer.

Nos acompañó hasta el aeropuerto de Glendive en su utilitario eléctrico. Aquel trasto sólo tenía dos ruedas y corría poco, pero al menos no contaminaba y era barato de mantenimiento.

Poco antes de subir al hiperavión, la muchacha me cogió por un brazo.

—Señor Kendall, quiero decirle algo.

—Bien, adelante.

—Usted me gusta.

—¿De verdad? Tú a mí también —respondí intentando ser amable con la chica.

—Entonces, la próxima vez que nos veamos haremos el amor, ¿de acuerdo?

No supe qué responder.

—¿De acuerdo? —insistió Sarah.

Me sentía completamente cohibido.

—Bueno, ¡diga algo! —exclamó la muchacha.

—El señor Kendall sólo hace el amor conmigo, encanto —le dijo Pam bruscamente.

Y antes de que Sarah pudiera hacerme una nueva proposición, me encontré en el interior del apestoso hiperavión después de haber recibido un violento empujón de Pam.