CAPITULO II
El señor Cooper no creía lo que estaba viendo. —¿Son humanos? —preguntó la señora Cooper. —¡Oh, supongo que sí! —exclamó su marido. —¿Cuántos años creerás que tendrán, papá? —preguntó Sarah.
—No lo sé. No tengo ni idea.
—El es muy guapo —dijo la señora Cooper.
—Pues ella tampoco está nada mal —dijo el muchacho.
—Bueno, ¿qué hacemos? —preguntó Sarah.
—¿Y qué diablos podemos hacer? —preguntó el señor Cooper sin apartar los ojos de aquel descubrimiento—. Tenemos que seguir buscando una salida.
Miraron a su alrededor. Estaban en una gigantesca cueva donde hacía un frío espantoso debido a la gran cantidad de hielo acumulado allí. La señora Cooper estaba tiritando y lo mismo le ocurría a su hija. No se observaba ni un solo resquicio por ningún lado. Era como estar enterrados con vida.
—A lo mejor ya ha dejado de nevar —observó el señor Cooper.
—Sí, a lo mejor tienes razón —observó alegremente su hijo—. ¿Por qué no volvemos a la entrada de la gruta? —¡De acuerdo! ¡Vamos!
—¿Qué hacemos con... ellos? —observó la señora Cooper señalando en dirección al descubrimiento familiar.
—De momento no podemos hacer nada —respondió el señor Cooper—. Pero en cuanto salgamos de aquí, lo comunicaremos a las autoridades.
Regresaron al lugar que habían abandonado poco antes. La entrada a la gruta estaba totalmente cubierta de nieve. El señor Cooper y su hijo cogieron sendas palas y se pusieron a trabajar. Unos quince minutos después habían quitado la suficiente para poder sacar la cabeza y comprobaron con alegría que ya no nevaba.
—¡Tenemos que aprovechar esta circunstancia para salir corriendo de aquí! —exclamó la señora Cooper—. ¡Vamos, no hay tiempo que perder!
Una vez hubieron dejado la entrada libre de nieve, recogieron sus cosas y regresaron al coche, pero el motor se había helado y no había forma de ponerlo en marcha. Después de probar una y otra vez consiguieron hacerlo y, tomando toda clase de precauciones, se dirigieron al pueblo más próximo por un serpenteante camino en el que habían abundantes barrancos.
La señora Cooper juró que no volvería a salir de excursión salvo en verano.
* * *
La esposa del sheriff de Culver Creek terminó de sacar el polvo a su Top-Top y b programó para que le hiciera la colada.
En ese momento llamaron a la puerta de la oficina de su marido y fue a abrir.
—Buenas tardes, señora —saludó el señor Cooper—. ¿Está el sheriff?
—No. Ha tenido que asistir a una reunión en la casa del pueblo, pero no creo que tarde en regresar. ¿Se trata de algo importante?
—Creo que sí —respondió la señora Cooper.
—En ese caso, iré a avisarle. Si quieren esperarle en la oficina... Aquí fuera hace mucho frío. Si desean beber algo, sólo tienen que decírselo al Top-Top...
—Gracias, señora —dijo amablemente el señor Cooper.
Cuando la esposa del sheriff se hubo ido, la señora Cooper observó con cierta acritud.
—Ya lo ves, Jeff. Hasta la esposa del sheriff de un miserable pueblo de alta montaña tiene un Top-Top último modelo. Y yo, la esposa de un piloto de vuelos interplanetarios, me he de conformar con tener uno de hace seis años.
—¡Cierra el pico de una vez! —gruñó el señor Cooper—. ¡Ya me tienes harto con tu maldito Top-Top! De acuerdo, te compraré uno nuevo en Triup. Allí son más baratos.
—Pero me han dicho que los Top-Top fabricados en Neutrón no son tan buenos y que...
—¡Silencio! ¡Ahí llega el sheriff!
Era un tipo gordo y con la cara picada por alguna extraña enfermedad. Su mujer había desaparecido rápidamente para sentarse en el comedor y poder ver un programa interespacial en la televisión. Según le habían dicho actuaba el famoso cantante estepario de Simca.
—¿Qué se les ofrece, amigos? —preguntó el sheriff.
El señor Cooper relató lo que les había ocurrido y el descubrimiento que habían hecho. El sheriff arrugó el ceño.
—¿Qué? ¿Dos tipos en el interior de una masa de hielo?
—Sí, sheriff —respondió Jeff Cooper—. Todos los de mi familia lo han visto.
—¿Y cree que son... humanos? —preguntó el sheriff con recelo.
—Estoy seguro de que sí, sheriff —dijo el hijo de los Cooper.
—Mmm... —el sheriff se rascó la cabeza—. No sé qué diablos hay que hacer en un caso de éstos. Es la primera vez que me ocurre. Hablaré con el alcalde. O mejor dicho, ustedes me acompañarán y se lo contarán a él.
El alcalde era un tipo pequeño y con gafas. Estaba sentado detrás de su reluciente mesa de despacho donde no había un solo documento. Todo estaba perfectamente archivado y programado en unas cintas que tenía a su derecha.
El señor Cooper le relató su aventura. El alcalde miró al sheriff y éste negó con la cabeza como dando a entender que, según su opinión, los forasteros no estaban focos.
—Yo no creo que pueda hacer nada en un caso así —dijo finalmente el alcalde—. De todos modos, lo consultaré.
Escogió una de aquellas cintas y la metió en la ranura de un pequeño ordenador que tenía a su izquierda. Pulsó unas teclas y a los pocos segundos apareció una ficha. El alcalde leyó detenidamente.
—En efecto, éste es un asunto que corresponde exclusivamente al Ministerio de Ciencia, en Washington.
—¿Tenemos que ir a Washington para explicar lo que ocurre? —preguntó asombrada la señora Cooper.
—En efecto, señora. Es el único lugar donde pueden tomar una decisión. Lo siento.
Al salir del edificio del Ayuntamiento, la señora Cooper comentó:
—Es un asco. Algo funciona mal en este país. ¿Cómo es posible que tenga uno que trasladarse a Washington para explicar una cosa así y esperar que tomen una decisión? ¿Por qué no instalan delegaciones en otros lugares? ¿Por qué no tienen más libertad de decisión los funcionarios públicos?
—Todo tiene que estar debidamente canalizado a través de los estamentos superiores, Ann. Sobre todo en casos tan importantes como el descubrimiento de esos dos seres que pueden pertenecer a una época prehistórica. ¿Comprendes? Pero yo, por mi parte, pienso olvidarme de todo el mundo. Ir a Washington cuesta mucho dinero.
—¡Oh, papá! —protestó Sarah—. No seas tacaño. Piensa que se trata de algo científicamente muy importante y que no podemos ignorarlo.
—Sarah tiene razón, papá —dijo John—. Tenemos que ir a Washington.
—¿Tenemos? ¡Iré yo solo!
Cinco horas más tarde llegaban a su bonita casa de Glendive, situada en las afueras de la ciudad. Era una casa de dos plantas con un jardín alrededor de la misma.
El señor Cooper se dirigió a su confortable despacho y pulsó los botones de su video-teléfono. A los pocos segundos apareció el rostro de la señorita Clemence, empleada de vuelos interplanetarios.
—Dígame, señor Cooper.
—Tengo que trasladarme urgentemente a Washington. ¿Puedo obtener algún descuento siendo piloto?
—Claro que sí, señor. Todos los pilotos de vuelos interplanetarios tienen descuentos en las demás compañías aéreas.
—Estupendo, entonces encárgueme un pasaje para el primer hiperavión que salga hacia allí.
—Muy bien. Tendrá que estar en el aeropuerto a las 00610.
—¿A las 00610? ¡Diablos! ¡Si sólo faltan veinte minutos!
Cortó la comunicación y se volvió a su familia.
—Espero estar de vuelta pasado mañana —les dijo.
* * *
Washington, con más de diez millones de habitantes, era una especie de avispero humano donde apenas había jardines para descansar un rato.
El señor Cooper, a bordo de un hiperavión con capacidad para setecientas personas y en el que había restaurantes, salas de juego y tiendas, llegó a la capital de la nación media hora después. El tremendo bochorno de aquella tarde de mayo era sofocante y casi le dejó sin respiración.
La gente iba arriba y abajo como las hormigas, pero indudablemente mucho más rápidas que éstas. Allí todo el mundo parecía tener prisa. Sólo llevaba unos minutos en aquella maldita ciudad y ya añoraba la tranquilidad de Glendive.
Llamó a un minitaxi y se hizo conducir, ¿adonde?
Tuvo que explicarle al taxista lo que ocurría.
—¿Ministerio de Ciencia? No está muy lejos —respondió el taxista—, pero tardaremos aproximadamente una hora en llegar. Esta es una hora punta y la circulación va muy lenta. A no ser que prefiera usted ir en el tren del pueblo. Llegaría antes.
—No, gracias —respondió el señor Cooper—. Fui una vez y no quiero volver a repetir la experiencia.
Y recordó que hacía unos meses, cuando estuvo con su mujer en Nueva York con motivo del fallecimiento de tía Berta, subieron en aquel maldito tren subterráneo. Era una especie de ingenio infernal con más de treinta vagones que apestaban por la gran cantidad de público que transportaba diariamente. Se deslizaba por un solo carril y alcanzaba velocidades de hasta trescientos cincuenta kilómetros por hora. Allí dentro apenas podía moverse uno. Fue una experiencia terrible.
El taxista no se equivocó. Aproximadamente una hora después, el señor Cooper se apeaba ante el aséptico edificio del Ministerio de Ciencia.
Pero se encontró con un buen chasco.
Estaba cerrado.
No le quedaba más remedio que esperar hasta el día siguiente.
El señor Cooper se encontró perdido. ¿Qué diablos podía hacer en una ciudad como aquélla? De pronto recordó que en su agenda tenía el número del video-teléfono de una azafata de la compañía. La llamó. Quedaron citados para una hora después en un bar de la zona III.
Se llamaba Rita. Era una muchacha muy agradable. No es que fuera muy guapa, pero tampoco estaba mal.
—¿Qué estás haciendo en Washington? —le preguntó la muchacha.
—¿Me prometes no contárselo a nadie? —Te lo prometo.
Jeff Cooper le explicó el motivo de su presencia allí. —¡Oh, qué fantástico! —exclamó la chica—. ¿Qué edad crees que tendrían esos dos... seres? —No tengo ni idea.
Llevaban media hora allí dentro cuando sonó un timbre. Era la hora de cerrar. Después de que sonara aquel timbre, nadie podía permanecer ni un minuto más en el local
Cuando Jeff y su acompañante salieron a la calle, todas las tiendas estaban cerradas.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó ella.
—¿Por qué no vamos a tu apartamento? Tengo ganas de hacer el amor.
—Buena idea.
Cuando llegaron allí y sin mediar una sola palabra, empezaron a desnudarse y se metieron en la cama. El señor Cooper disfrutó mucho más de lo que hubiera imaginado nunca. Después de hacer el amor, la muchacha se tomó rápidamente un comprimido.
—¡Ordenes de la CMN! —exclamó—. ¿Tu mujer también las toma?
—Por supuesto. Como todas las mujeres del mundo. ¡Hay que impedir como sea que la humanidad siga creciendo o tendremos que vivir como las ratas!
—O trasladarnos a Neutrón. ¿Sabes una cosa, Jeff? Ya he empezado a buscar alojamiento allí. Es el planeta del futuro.
—Quizá tengas razón. Pero a mí, particularmente, no me gusta aquello. Es demasiado árido. Prefiero Simca.
Llamaron a la puerta. Rita fue a abrir y al poco rato apareció en el living un individuo de casi dos metros, barbudo y fuerte como un toro.
—Es mi amante —dijo Rita—. Se llama Vic.
—Encantado de conocerte, Vic —dijo Jeff.
El tipo asintió con la cabeza. Luego tomó asiento junto al señor Cooper.
—¿Lo habéis pasado bien? —preguntó. Su voz era potente.
—Ha sido estupendo —respondió Jeff—. Tu amiga hace muy bien el amor. Vic se rió.
—¡Sí, es verdad! ¡Ja, ja ja! ¿Ya os conocíais?
Rita le contó que Jeff era piloto de la compañía de vuelos interplanetarios.
—Hemos coincidido muchas veces en el mismo hiperavión —dijo la muchacha—. ¿Verdad, Jeff?
—Sí, su amiga es una excelente azafata.
—¿Vive usted en Washington? —preguntó Vic encendiendo un cigarrillo de arroz.
—No. Vengo de Glendive, un pueblecito de Dakota del Norte.
—¿Asuntos oficiales?
—Eso es —el señor Cooper estuvo a punto de explicarle a aquel mastodonte el motivo de su presencia en la ciudad, pero prefirió guardar silencio.
—Jeff, ¿por qué no te quedas a cenar con nosotros? —le preguntó Rita.
—No quisiera molestar.
—No será ninguna molestia —dijo Vic—. Incluso puede acostarse con ella. Yo me traeré una amiguita. ¡Será muy divertido!
—Bueno, si usted prefiere dormir con Rita, yo lo haré con su amiguita —dijo el señor Cooper.
—¡No, qué va! —exclamó el mastodonte—. Rita dormirá con quien yo le ordene, ¿verdad, nena?
—Claro que sí, Vic.
Rita programó su Top-Top para que les sirviera las bebidas, preparara la cena y le fregase los platos.
* * *
A la mañana siguiente, el señor Cooper se despertó con la desagradable sensación de haber sido coceado por una muía. Le dolía todo el cuerpo, pero sobre todo la cabeza, y es que la noche anterior se habían emborrachado con whisky de las factorías de Simca y luego habían llevado a cabo una orgía.
La amiguita de Vic se llamaba Raquel. Era estupenda. Tenía unos pechos enormes. Y hacía el amor mucho mejor que Rita. Por algo era una unidad de placer al servicio del Ministerio de Turismo. Raquel era una auténtica profesional del amor. Incansable, ardiente, hermosa... Una maravilla.
El señor Cooper se metió bajo la ducha mientras los demás seguían durmiendo. Se acicaló convenientemente y una hora después estaba en el Ministerio de Ciencia.
Cuando se apeó del minitaxi frente al edificio, casi se desmaya. ¡Había una cola de por lo menos mil personas!
«Dios mío... —se dijo para sí—. ¡Me voy a pasar aquí todo el día!»
Se colocó al final de la misma, detrás de una negra. —¿Por qué hay tanta gente? —le preguntó a la mujer de color.
La mujer le miró.
—Es usted forastero, ¿verdad?
—Sí, ¿por qué?
—Porque si no lo fuera no me habría hecho esa pregunta. Sabría que en todos tos ministerios hay colas parecidas o mucho más grandes. Por ejemplo, hay veces que frente al Ministerio de Trabajo hay colas de hasta siete mil personas en busca de una colocación. Y es que los trámites son muy lentos. Para cada asunto hace falta rellenar un papel explicando los motivos de la visita. Ese papel va al departamento correspondiente. Luego, se tiene uno que esperar a que lo llamen por uno de los altavoces. Cuando llegas al departamento en cuestión, tienes que hacer otra cola para hablar con el empleado la mayor parte de las veces un robot cuyo programa suele estropearse con frecuencia y vuelta a esperar.
El señor Cooper asintió con la cabeza y encendió un cigarrillo. ¿Quién diablos había dicho que el mundo estaba supercivilizado?
Aproximadamente tres horas después, el señor Cooper rellenaba un papel explicndo el motivo de su visita y se lo entregaba a un empleado con expresión de hastío. El individuo leyó rápidamente lo que había escrito y luego miró sorprendido a Jeff.
—¿Ocurre algo? —preguntó éste.
—Nada, señor. Es que no solemos recibir peticiones de éstas muy a menudo. —Lo supongo.
—Bien, póngase en la otra cola. Ya le avisarán. El señor Cooper volvió a colocarse detrás de la mujer de color.
—Creo que con un poco de suerte saldremos de este infierno dentro de un par de horas —dijo la mujer encendiendo un cigarrillo—. La lástima es que se me escapará el último aereobús y tendré que coger esa mierda de tren del pueblo.
Sin embargo, no habían transcurrido ni cinco minutos cuando se oyó por uno de aquellos altavoces:
SEÑOR COOPER. JEFF COOPER. VAYA AL PISO SESENTA Y SIETE, POR FAVOR. DESPACHO NUEVE.
—¡Ese soy yo! —exclamó sorprendido Jeff. La mujer de color le miró con el ceño fruncido. —¡Vaya! Eso sí que es tener suerte. ¿Quién le ha recomendado? ¿El presidente de Estados Unidos?
* * *
En el despacho nueve le atendió una amable señorita que lo acompañó a través de un largo y lujoso corredor y fo introdujo en una elegante sala donde al poco rato apareció un caballero de pequeña estatura y abundante barba. En las manos llevaba el papel que Jeff había rellenado en el vestíbulo.
—Soy el profesor Kinley, señor Cooper.
—Encantado.
Le mostró el papel.
—No se tratará de una broma, ¿verdad?
—¡Por Dios! Es todo totalmente cierto.
—Muy interesante. Siéntese, por favor.
Ambos hombres tomaron asiento en cómodos sillones.
—Explíqueme detalladamente cómo ocurrió todo, señor Cooper —le pidió el científico.
El señor Cooper procuró no omitir absolutamente nada de su relato.
Al terminar éste, el profesor Kinley, que había estado escuchando con mucha atención, dijo:
—Muy interesante, realmente muy interesante...
—Lo que más me llama la atención —añadió el señor Cooper— es el perfecto estado en que se encuentran. Parece como si estuvieran durmiendo.
—A lo mejor es eso lo que está ocurriendo exactamente, señor Cooper.
—¿Qué quiere decir?
—Que lo más seguro es que esos seres se encuentren en un estado de hibernación. Por eso ofrecen un aspecto tan natural.
—¿En estado de hibernación? —preguntó asombrado el señor Cooper—. ¿Quiere eso decir que... podrían estar vivos?
—Eso es mucho decir, pero pudiera ser, sí. Pudiera ser que estuvieran durmiendo en una especie de sueño eterno —asintió pensativamente el profesor Kinley.
—¡Diablos! —exclamó Jeff Cooper—. ¡Eso sí que sería extraordinario! ¿Y cuántos años cree que tendrán?
—Eso es imposible de decir en este momento, amigo mío. Lógicamente, primero tenemos que echar un vistazo a esos cuerpos...
—Entonces, ¿se hará cargo el ministerio de ese asunto, profesor?
—¡Naturalmente! ¿Cómo podríamos ignorar algo tan importante como el hallazgo de dos seres hibernados que pueden estar tan vivos como usted y yo?