CAPITULO III
A partir de aquel día la vida de la familia Cooper cambió por completo. Se convirtieron en personajes famosos a causa de aquel hallazgo en las montañas heladas de Creek Pass.
El señor Cooper solicitó unas vacaciones a la compañía de vuelos interplanetarios para poder asistir al rescate de los dos cuerpos. Naturalmente, le fueron concedidas. En aquellos momentos nadie podía negarle nada a Jeff Cooper.
La esposa de éste se convirtió en la heroína de Glendive y Sarah y John en los héroes de la universidad. No tenían un minuto de descanso. Todo el mundo quería saber cosas acerca de aquel sensacional hallazgo; la prensa, la radio, la televisión...
La locura. El video-teléfono de la casa de los Cooper no paraba de sonar, hasta tal punto que el señor Cooper solicitó el cambio de número.
—¡Oh, me gusta ser tan famosa! —exclamó Ann aquella noche cuando estaba en la cama con su marido—. Le hace sentirse a una importante.
—Reconozco que a mí tampoco me desagrada —confesó Jeff Cooper—. ¿Te imaginas que ese par de seres estuvieran vivos? ¡Entonces sí que seríamos famosos de verdad!
—¿Crees que eso es posible, Jeff?
—El profesor Kinley asegura que hay un cincuenta por ciento de posibilidades.
—¿Cuándo llega el profesor?
—Pasado mañana, junto al resto de la expedición que intentará el rescate de los dos cuerpos. ¡No me perdería ese espectáculo por nada del mundo!
-Jeff...
-¿Sí?
—Supón que esos dos seres estuvieran con vida... ¿No crees que sería terrible para ellos? —¿Por qué?
—Imagina que llevan en el interior de esa cueva cien años. De pronto despiertan de su sueño y se encuentran con otra civilización, con otras costumbres... Sería como volver a nacer, ¿no te parece?
—¿Y qué tiene eso de terrible, Ann? —sonrió su marido—. Mucha gente querría volver a nacer para no cometer los mismos errores. Ese par de seres tienen la oportunidad de hacerlo. ¿No crees que son unos privilegiados?
—Eso habrá que preguntárselo a ellos, Jeff.
—Damos por sentado que están vivos —dijo el señor Cooper.
—¿Sabes una cosa, querido?
-¿Qué?
—Tengo la corazonada de que lo están...
* * *
Después de que el profesor Kinley y sus dos ayudantes, los también profesores McAdams y Brown, le echaran un vistazo a los dos cuerpos, manifestaron a los medios de comunicación que todavía era pronto para asegurar si existía alguna posibilidad de que estuvieran vivos.
—Eso no podremos saberlo hasta dentro de algún tiempo... —dijo el profesor Kinley a los periodistas.
—¿Cuánto tiempo, profesor?
—¡Oh, quién sabe! Pueden ocurrir muchas cosas.
—¿Podemos fotografiarlos? —preguntó un periodista.
—No —respondió el profesor Kinley—. Nadie puede entrar en esa cueva excepto el equipo de científicos. Compréndanlo, señores. Esto no es un circo.
Aquella misma tarde y en medio de una furiosa tormenta, el profesor Kinley y sus colaboradores se reunieron en la tienda de campaña que habían habilitado en la ladera de una de las montañas, detrás de unas enormes rocas para resguardarse de la violenta ventisca.
—Creo que ya he encontrado el modo de sacar esos cuerpos de aquí —dijo el profesor Kinley—. Utilizaremos un aparato de rayos Super-L para cortar la masa de hielo y luego, por medio de una vagoneta especial, la transportaremos hasta el helicóptero refrigerador que previamente habremos programado a la misma temperatura que hay en la cueva.
—Me parece una buena idea —admitió el profesor McAdams.
—¿Y luego? —preguntó el profesor Brown.
—Luego, el helicóptero llevará la masa de hielo hasta nuestro centro de investigación en Washington y una vez allí, la introduciremos en un módulo A-66 a 60 °C bajo cero. Día a día iremos reduciendo esa temperatura, es decir, descongelaremos poco a poco esos cuerpos hasta que alcancen una temperatura ambiente. Si lo hiciéramos de otro modo, podrían sufrir un shock.
—Da usted por sentado que están con vida —sonrió Brown.
—Hay que prever esa posibilidad —respondió Kinley.
—Yo estoy de acuerdo en todo —asintió McAdams.
—Yo también —dijo el otro colega.
—Entonces comenzaremos a trabajar dentro de un par de días, señores. Aún hay que preparar algunas cosas, entre ellas la vagoneta.
***
Afortunadamente para el profesor Kinley y sus colaboradores, el día que se iba a llevar a término el traslado, amaneció soleado. A las ocho en punto de la mañana, el helicóptero ya se encontraba delante de la entrada de la cueva y la vagoneta funcionaba perfectamente.
En el lugar donde se encontraban los dos cuerpos únicamente estaban presentes el profesor Kinley, sus ayudantes McAdams y Brown, Jeff Cooper y los científicos que iban a manejar el aparato de rayos Super-L, una especie de minica-ñón capaz de cortar las alas de una mosca en pleno vuelo.
—Estamos dispuestos —dijo uno de éstos, dirigiéndose a Kinley.
—De acuerdo. ¡Adelante!
—Señor Cooper, póngase esto —el profesor McAdams le entregó unas diminutas gafas oscuras. —¿Para qué sirven?
—Para que los rayos Super-L no dañen sus ojos. Podrían dejarle ciego.
Instantes después, el aparato despidió un finísimo rayo de luz, apenas perceptible, pero tan preciso y potente que en menos de tres segundos separó el resto de la gigantesca masa de hielo, acumulada posiblemente desde hacía cientos de años, el bloque donde se encontraban tos dos cuerpos.
Por medio de una gran polea, la masa de hielo fue trasladada a la vagoneta. Jeff Cooper miraba ensimismado la complicada operación y observaba de vez en cuando a los dos cuerpos preguntándose si sería posible que estuvieran con vida.
—Es una mujer muy hermosa, ¿verdad?
Jeff Cooper se volvió con un sobresalto.
—Sí, profesor McAdams. Realmente es una mujer muy hermosa. Siento curiosidad por saber cuántos años llevarán metidos ahí dentro.
—Por su indumentaria, hemos calculado que alrededor de unos doscientos años.
—¡Dios mío! ¿Cómo ha llegado a esa conclusión?
—Bueno, fíjese en los pantalones que usan ambos. Parecen del mismo modelo. Es un tipo de indumentaria que se usó mucho por aquellos años. Al parecer eran bastante prácticos y baratos. Unos los llamaban «blue-jeans», otros, «vaqueros», otros simplemente «jeans»... ¿Sabe, señor Cooper? Ese tipo de pantalón fue inventado por un norteamericano.
Una vez colocada la masa de hielo en la furgoneta, ésta fue dirigida hacia la salida de la gruta donde la esperaba el helicóptero. Por medio de otra polea fue introducida en el mismo, en una de las cámaras refrigeradoras, y el aparato se dispuso a despegar.
—Puede venir cuando lo desee por el centro de investigación, señor Cooper —le dijo el profesor Kinley—. Tiene usted tanto derecho como nosotros a comprobar cómo evolucionan las cosas.
—Gracias, profesor.
Ambos hombres se estrecharon la mano y el helicóptero despegó con todos los científicos a bordo.
Algunas horas después, cuando el señor Cooper llegó a su casa se encontró con una visita. Se trataba de un tipo muy elegante.
—Es el señor Pentley, querido —le dijo emocionada su mujer—. Ha venido para hablar de negocios contigo.
—¿Qué clase de negocios, señor Pentley? -—quiso saber Jeff.
—Represento a una importante compañía publicitaria y nos gustaría que usted y su familia fueran los protagonistas de una nueva campaña que vamos a lanzar.
—Eso parece interesante —respondió el señor Cooper—. ¿Y cuánto dinero estarían dispuestos a pagarnos?
—Ponga usted mismo el precio —respondió aquel hombre.
A partir de aquel día, los Cooper se iban a convertir en la familia más famosa del mundo gracias a su hallazgo...
***
Jeff Cooper miró a través de una mirilla el interior del módulo A-66, donde habían colocado los dos cuerpos.
—¡Dios! —exclamó—. ¡Parecen dos figuras de cera!
—Es una buena definición —le dijo el profesor Kinley—. Eso es debido al proceso de descongelación; la masa de hielo ha ido desapareciendo poco a poco para dejar paso a un estado más natural. Lógicamente están rígidos como si se tratase de un par de figuras de cera. La única diferencia es que tienen los ojos cerrados.
—¿Cree que los abrirán algún día, profesor? —preguntó Cooper observando admirado el maravilloso cuerpo femenino.
—¡Quién sabe!
—¡Me gustaría estar presente en ese momento! Kinley sonrió.
—Lo comprendo. Y le prometo una cosa. Cuando ese aparato se ponga en marcha, le avisaremos inmediataente. —¿Qué clase de trasto es ése?
—Un Z-A. En otras palabras un mecanismo que emite ondas extrasensoriales. Si tuviéramos la suerte de que sus corazones se pusieran en marcha, lo indicaría al instante.
—Y si recobrasen la vida, ¿cree que podrían adaptarse a nuestro medio ambiente?
—Naturalmente.
—¿Y... podrían hablar?
—¡Claro! Y pensar. Podrían hacer lo mismo que hacemos nosotros, sólo que con algunos años de diferencia. —¡Algunos años!
—Hemos calculado que unos doscientos. Los profesores McAdams, Brown y yo estamos estudiando las costumbres de entonces para poder llegar a un mejor entendimiento con ellos. ¡Sería fantástico poder dialogar con dos seres que vivieron hace doscientos años! ¡Cuántos conocimientos adquiriríamos, señor Cooper!
—¿Usted cree? En aquellos años estaban algo atrasados, ¿no es cierto?
—Comparativamente con nosotros, así es. Pero sólo en el aspecto tecnológico. En el aspecto social y humano, nos superaban.
—¡No me haga reír!
—Es la verdad, señor Cooper. Nuestra supercivilización no es más que una porquería. Pero ya habrá tiempo para hablar de todo eso. Ahora discúlpeme, tengo algunas cosas que hacer.
—Yo también tengo que marcharme —dijo Cooper—. Dentro de una hora he de volar a Neutrón.
Cuando Jeff llegó a la calle había gran cantidad de periodistas y curiosos.
—¿Puede darnos alguna noticia, señor Cooper? — preguntó uno de los periodistas.
—No puedo decir nada. Lo siento.
—¡Vamos, hombre! Sea usted bueno con los chicos de la prensa.
—Tengo prohibido hablar.
—Dígame al menos si han vuelto a la vida.
—No puedo decir nada.
—Se repite usted mucho, señor Cooper.
—Lo siento.
Jeff se metió en un minitaxi y se hizo conducir al aeropuerto.
Lo primero que hizo al llegar a Triup, fue comprar las célebres Delicias para su hija Sarah y un nuevo Top-Top para su mujer. Ahora que iba a ser rico con eso del anuncio, podía permitirse ese lujo.
* * *
El profesor McAdams sufrió un sobresalto. De repente, había tenido la impresión de que el Z-A había emitido algunas señales. Sin embargo, como estaba algo sordo, no hizo demasiado caso. Además, en la pantalla no había ninguna indicación. Por lo tanto, tenía que haberse tratado de un error. ¡Eran tantas las ganas que tenían de que aquel aparato se pusiera en marcha!
El profesor Kinley entró en el laboratorio.
—¿Qué sucede? —le preguntó McAdams.
—Eso no puede continuar así, George. En la calle hay por lo menos mil personas esperando noticias y esos periodistas que meten las narices por todas partes. ¡No quiero ni pensar en lo que ocurriría si esos dos seres volviesen a la vida y esa gente que hay en la calle llegara a enterarse antes de tiempo! No habría forma de trabajar a gusto. Esto se convertiría en un infierno.
—¿En qué estás pensando?
—En abandonar esto, George. En trasladarnos a cualquier otro lugar secreto donde pudiéramos trabajar sin que nadie nos molestara.
—No es mala idea. Pero ¿dónde está ese lugar?
—Ya lo encontraremos. Y cuanto antes, mejor. ¿Ha habido alguna novedad?
—Bueno, antes me ha parecido que el Z-A había emitido una señal. Pero ha sido una falsa alarma.
—¿Estás seguro, George? —preguntó Kinley muy excitado.
-Sí.
Kinley se aproximó al módulo A-66 y abrió la mirilla. Todo seguía igual.
O al menos eso era lo que él pensaba...
***
Aquella noche, Jeff Cooper durmió con Rita en un albergue de Triup. El hubiese preferido acostarse con aquella unidad de placer amiga de Vic, pero su azafata tampoco lo hacía tan mal.
Después de hacer el amor, Jeff pulsó un botón que había al lado de la cama y pocos segundos después se abrió la puerta de la habitación y apareció un robot-camarero.
—Dos whiskys —pidió Jeff.
El robot-camarero computó la orden y desapareció silenciosamente.
El whisky que se consumía en Triup era importado de la Tierra. Era una bebida que había caído muy bien entre los aburridos habitantes de aquel planeta.
—¿Qué tal se encuentran tus amigos? —le preguntó ella.
—¿A qué amigos te refieres?
—A los que encontrasteis en aquella gruta.
—Bueno, esperamos que recobren la vida de un momento a otro.
—¿Crees que eso es posible? —preguntó asombrada Rita.
—Claro que sí. Al menos hay un cincuenta por ciento de posibilidades de que lo sea. ¿Sabes, nena? Pronto voy a ser famoso.
—¿Ah, sí?
—¡Sí! Mi familia y yo vamos a hacer un spot publicitario.
—¡Eso es estupendo! Pero sígueme hablando de esos dos misteriosos seres, Jeff. ¿De verdad crees que podrán llegar a recobrar la vida?
—El profesor Kinley tiene bastantes esperanzas.
—Supongo que serás de los primeros en saberlo cuando ocurra.
—Por supuesto. Pero Rita, no digas nada de esto a nadie. Es secreto.
—Clareo que no, Jeff. Confía en mí.
El robot-camarero apareció con las bebidas. Cooper pagó introduciendo un par de monedas de Triup en la ranura que el artefacto tenía en su pecho. Luego, se retiró tan silenciosamente como antes.
Después de apurar la bebida volvieron a hacer el amor. Jeff Cooper se sentía eufórico.
De repente, se abrió la puerta y apareció de nuevo el robot-camarero.
—¿Qué diablos quieres? —preguntó el señor Cooper—. No te he llamado.
—Tiene una llamada —anunció el artefacto con su voz gangosa—. Es de la Tierra.
El robot-camarero le entregó una especie de pequeño módulo con un cable.
—¿Sí? ¿Quién llama? —preguntó Jeff Cooper.
—Soy el profesor Kinley, señor Cooper.
—¡Profesor! ¿Ya ha ocurrido? ¿Han vuelto a la vida?
—Todavía no. Le llamo para comunicarle un cambio de domicilio.
—¿Un cambio de domicilio?
—Sí. ¿Está usted solo?
—Bueno, no. Estoy con una amiga, una azafata de mi compañía, pero es de toda confianza. ¿Qué sucede, profesor?
—Nos trasladamos a Bellmont.
—¿A Bellmont? ¿Dónde está eso? ¿Qué ocurre?
—Bellmont es una pequeña población de alta montaña que hay a unos doscientos kilómetros de Washington. Nos instalaremos en una vieja mansión del siglo XXI. Es un cambio obligado si queremos trabajar en paz, señor Cooper. Hay por aquí demasiada gente merodeando y deseando meter las narices en este asunto. Necesitamos trabajar en paz, ¿comprende?
—Perfectamente.
—Si quiere visitarnos, ya sabe dónde encontrarnos, señor Cooper.
—Iré a verles en cuanto pueda.
Cooper le devolvió el módulo al robot y éste se alejó lentamente.
—Ya lo has oído, nena —le dijo después a Rita—. Nada de irte de la lengua, ¿está claro?
—Por supuesto, Jeff. Qué, ¿terminamos?
—¡Eres insaciable! —exclamó él, riendo.
—¡Es que lo haces tan bien! —y a continuación, la muchacha se tragó otra cápsula de las prescritas por el CMN.