CAPITULO VII

—Esa niña es una maldita golfa —gruñó Pam.

—No lo creas. Esta gente tiene una mentalidad mucho más abierta al sexo de la que teníamos nosotros. ¿O es que no te has dado cuenta? La señora Cooper sabía que su marido tenía una amante y sin embargo, el matrimonio funcionaba perfectamente. En esta civilización el que un hombre tenga varias amantes es lo más natural del mundo y supongo que la educación sexual en las escuelas debe estar superavanzada a juzgar por la reacción de Sarah. En una palabra, esa muchacha ha encontrado lo más natural del mundo que me acueste con ella porque ése es el modo como deben funcionar las cosas ahora.

—Dick, espero no tener problemas en ese sentido —masculló Pam.

—¿Qué quieres decir? —sonreí.

—¡Sabes perfectamente lo que quiero decir, maldita sea! —exclamó ella, mirándome—. Yo pertenezco al siglo xx y no voy a permitir que te acuestes con la primera que te lo pida, ¿está claro? Dick Kendall pertenece a Pamela Jones. Es terreno vedado. ¿Alguna pregunta?

—Sí. ¿Cuándo vamos a hacer el amor? ¡Hace ya doscientos diecisiete años que no me acuesto contigo!

Ella se rió.

—En cuanto lleguemos a Washington. ¡Yo también tengo muchas ganas, Dick!

Pero en aquel momento, yo ignoraba que tos problemas iban a comenzar en cuanto llegásemos allí.

—¡Maldita sea! —exclamé mientras nos dirigíamos a la salida.

—¿Qué sucede, Dick?

Le hice una indicación con la cabeza en dirección a los dos policías motorizados que se encontraban junto a la puerta. Sus uniformes eran negros y plateados y sus motos enormes, brillantes, con unas gigantescas ruedas y unas enormes antenas de radio y en el centro del manillar había un pequeño aparato de televisión.

—No nos reconocerán —dijo Pam—. Todos vestimos de igual modo y me he teñido el cabello.

—No me fío.

Vi que los fríos y escrutadores ojos de uno de aquellos policías se fijaban en nosotros. Procuré mantenerme sereno y aparté la mirada de él. Pero luego, y mientras nos dirigíamos a la parada de los minitaxis, observé de reojo que seguía mirándonos. Y vi también que le daba un codazo a su compañero.

—¡Nos han reconocido! —le dije a Pam—. ¡Métete en el taxi! ¡Aprisa!

—¡Creo que sería un error, Dick! Con la circulación que hay a estas horas nos atraparían en seguida. ¡Lo mejor será que echemos a correr e intentemos despistarles.

—¡Buena idea! ¡Vamos!

Echamos a correr al tiempo que sonaban las sirenas de las dos motos. Sorteamos cuantos coches aparcados nos salían al paso. Los policías intentaron cortarnos el camino adelantándose a nosotros para esperarnos al final de aquel fabuloso enjambre de vehículos. Me di cuenta de su estratagema.

—¡Volvamos atrás, Pam!

Volvimos sobre nuestros pasos buscando una salida decente. Pero era tal la cantidad de coches que había aparcados allí que era como haberse metido en un laberinto.

—¡Deténganse o abrimos fuego! —oímos de pronto a nuestras espaldas.

Los dos policías habían abandonado sus motos y habían sacado sus extrañas pistolas, algo más pequeñas que una Magnum, pero con un cañón en forma de delta, y apuntaban hacia nosotros.

—¡Quietos! —repitieron.

—¿Qué hacemos?

—¡Sigue corriendo!

—Pero...

—¡Sigue corriendo, maldita sea!

Lo que disparaban aquellas extrañas pistolas no era precisamente bala sino un brillante chorro azulado que casi nos alcanza. Menos mal que no ocurrió así porque de otro modo, habríamos quedado tan tiesos como aquel inocente individuo que recibió el impacto destinado a nosotros cuando se disponía a entrar en su vehículo. Aquel desgraciado quedó con una mano crispada sobre el volante y con cara de estúpido.

¡Eran gases paralizantes!

—¡Corre, Pam, corre o nos van a dejar como estatuas!

Volábamos más que corríamos esquivando coche tras coche. Los dos policías nos perseguían disparando sus armas. Por fin, alcancé a ver un pasillo entre una fila de coches que conducía a un parque. Nos metimos por allí, alcanzamos el parque y fuimos detrás de una gran multitud que se dirigía al tren del pueblo. Mezclados entre aquella ingente masa de personas, llevando todas más o menos la misma indumentaria, pudimos despistar a los dos policías.

Pero aquél había sido un serio aviso.

Pam y yo nos habíamos convertido en el objetivo nacional.

Vagamos por las calles, sin rumbo fijo.

Había anochecido y nos sentíamos muy cansados, terriblemente cansados.

—¿Qué hora debe de ser? —pregunté a Pam.

—No tengo ni idea, pero no deben de ser más de las ocho.

—¿Te has dado cuenta de una cosa, nena?

—¿A qué te refieres?

—Sólo son la ocho y las calles ya están desiertas. Pam miró a su alrededor.

—Sí, es cierto. ¿Crees que ocurrirá igual en todo el mundo?

—No lo sé —respondí, encendiendo uno de aquellos horribles cigarrillos de arroz. —Dick... —Hummm.

Pamela se sentó en una escalinatas. —Esta civilización no me gusta. —Ni a mí tampoco. —Prefiero la nuestra.

—Yo también... —respondí, sentándome a su lado—. Pero no podemos escoger, nena.

—¿Sabes? Añoro aquellas brillantes noches de Nueva York...

—No me lo recuerdes.

—¡Eran tan divertidas! Oye, ¿crees que aún habrán hamburguesas?

—No, creo que no. Ni palomitas, ni perros calientes. Ahora todo es a base de comprimidos. ¡Vaya mierda! —¿No te tomarías una cerveza bien fría, Dick? —¡Calla!

—Dick, ¿por qué no regresamos a Nueva York? —Es posible que lo hagamos, nena. —¿Cuándo?

—En cuanto atrapemos al asesino de Jeff Cooper.

—Tenemos que buscar alojamiento para esta noche. Estoy muerta de cansancio.

Mientras buscábamos un agujero donde meternos, vimos varias ratas paseando tranquilamente por la acera. Era comprensible, puesto que las calles eran unos gigantescos estercoleros.

—¡Se ve que no les queda ni tiempo para quitar las basuras de las calles! —gruñí—. Al parecer, eso no está programado.

Encontramos un hotelucho de mala muerte y nos metimos en él. Afortunadamente la cama estaba bastante limpia.

Hicimos el amor y lo pasamos a lo grande. Aquello nos recordó un poco los viejos tiempos.

Pam, con los ojos cerrados, satisfecha, me preguntó antes de dormirse:

—¿De qué vamos a vivir, si la profesión de detective privado está prohibida, Dick?

—Sólo sé hacer una cosa, nena —le respondí, sintiendo que también me invadía el sueño—. De detective privado. Así que les guste o no a esos malditos policías, ésa seguirá siendo nuestra profesión.

—Buenas noches, cariño...

—Buenas noches, Pam.

* * *

El jefe de policía de la zona VII, Bill Scott, no estaba de muy buen humor. No era hombre acostumbrado a los fracasos, así que cuando le comunicaron que Dick y Pam habían logrado escapar, se puso furioso. Se prometió a sí mismo que aquello no volvería a ocurrir. Mandó que buscaran al profesor Kinley y un par de horas después, lo tenía en su despacho.

—Profesor —le dijo con el ceño fruncido—. Ese par de criaturas son obra suya y por lo tanto la responsabilidad de que sus correspondientes fichas con todos los datos no obren en su poder, también. Usted sabe tan bien como yo que cada ciudadano tiene un número codificado y que mediante ese número, es controlado por la policía y por los demás estamentos del estado. Su obligación, profesor Kinley, era la de habernos entregado dichos datos, es decir, nombre, edad, etc., etc. ¿Por qué no lo ha hecho?

—Ante todo quisiera hacer una salvedad —dijo tranquilamente Kinley—. El ciudadano no tiene un número codificado, es, un número codificado.

—¿Está criticando el sistema, profesor? —masculló Scott.

—Tómelo como quiera. Y ahora voy a responder a su pregunta. Si los datos personales y sociales del señor Kendall y de la señorita Jones no obran en poder de la policía, es sencillamente porque ése era un detalle absolutamente secundario si lo comparamos con el hecho de recuperar para la sociedad actual a dos seres que pertenecen al siglo XX. Eso era lo más importante y lo único que nos ha preocupado en todo momento a los profesores McAdams, Brown y a mí.

—Esa es una justificación que no me convence, profesor —respondió ásperamente Bill Scott—. Ni siquiera en un caso tan especial como éste, se deben olvidar las más elementales obligaciones de todo ciudadano y tanto usted como sus colegas, lo saben. Ahora, y debido al incumplimiento del deber por parte de ustedes, hay circulando por las calles de Washington dos ciudadanos incontrolados.

—Ambos son completamente inofensivos —respondió Kinley—. No hay nada que temer.

—¡Nadie es completamente inofensivo, profesor! —respondió el jefe de policía de la zona VII—. Por de pronto, ya han tenido un enfrentamiento con dos de nuestros agentes.

Lograron escapar y ahora no sabemos dónde se encuentran. Lo que me pregunto, profesor, es por qué huyeron. ¿Lo sabe usted?

Kinley asintió con la cabeza. No le quedaba otro remedio que colaborar con la implacable justicia.

Y así fue como Bill Scott se enteró de que Dick y Pamela eran detectives privados. Y que se disponían a solucionar el asesinato de Cooper.

Aquello le puso los pelos de punta y rápidamente ordenó a tres de sus patrullas que buscasen por toda la ciudad a las dos peligrosas criaturas del siglo XX.

* * *

«Viaje cómodamente a Neutrón por sólo 170.000 dólares incluidos hotel de primera categoría, visitas a la ciudad de Triup y otros inesperados alicientes. Descuentos especiales en viajes colectivos.»

«¿Todavía no conoce Simca? ¿A qué espera? ¡Visite el planeta del futuro por sólo 185.000 dólares! ¡Le asombrará!»

Pam y yo miramos atónitos los gigantescos y llamativos carteles que aparecían en todas las paredes del aeropuerto de la compañía de viajes interplanetarios.

—¡Quién me iba a decir que algún día vería esto! —murmuró Pam.

—¡Lo bien que lo iba a pasar el viejo Goodfrey si estuviera aquí con nosotros! ¿Te acuerdas de él, Pam?

—¡Claro! Con su manía por los astros y los planetas. Recuerdo que tenía un telescopio en su buhardilla de la calle 44. Y se pasaba las noches contemplando las estrellas y bebiendo whisky... Dick, cada vez que me acuerdo de esas cosas me entran ganas de llorar.

—Pues guarda tus lágrimas para mejor ocasión, nena. Necesitas tener los ojos bien abiertos y despejados. Fíjate, en cada puerta hay un maldito patrullero de ésos. Tendremos que ir con mucho cuidado si no queremos que ocurra lo de ayer.

El vestíbulo de la compañía de viajes interplanetarios estaba abarrotado de público. Había muchos turistas. Sobre todo orientales. Fuera, a través de las enormes cristaleras, se veían los aparatos utilizados en aquellos viajes interplanetarios. No tenían nada de especial. Quizá sólo su forma. Eran circulares, con una gran cúpula en el centro. Me recordaban los viejos OVNI. Por cierto, ¿qué habría sido de ellos? ¿Habrían existido alguna vez? Tendría que preguntárselo al profesor Kinley.

Miré en dirección al mostrador de información atendido por dos guapas azafatas.

—Bien —le dije a Pam—, voy a acercarme allí y a preguntar por la tal Rita. Tú quédate aquí vigilando, nena. Si hay peligro sólo tienes que silbar.

Por pura precaución, antes de dirigirme al mostrador, eché un vistazo al patrullero que estaba vigilando la puerta más próxima al mismo. El policía controlaba las entradas y salidas y ni una sola vez miró en dirección a donde yo me encontraba.

Me acerqué a la azafata.

—¿Qué desea, señor?

La estuve observando durante un instante antes de responder. Quería cerciorarme de que no me había reconocido y estuviera haciendo la tonta para luego, al menor descuido, delatarme al policía.

Pero al parecer, era la primera vez que me veía en toda su vida.

Eso me tranquilizó y le dije:

—Ando buscando a una azafata llamada Rita. ¿La conoce usted?

—¿Rita Andrews?

—Ignoro su apellido. Sólo sé que volaba con mi amigo Jeff Cooper.

—¡Oh, sí! En efecto, es Rita Andrews. Ahora se encuentra en Triup.

—Ya. ¿Y cuándo regresa? —Mañana. Alrededor de las 15.45.

—Verá, señorita... —sonreí con extrema amabilidad—. Me gustaría darle una sorpresa, ¿comprende? —Sí, señor.

—Pero ignoro su domicilio... ¿podría usted dármelo? —Está prohibido.

—Lo sé..., lo sé..., pero, ¿podría hacer una excepción? La verdad es que se trata de algo importante.

—Lo siento, no nos está permitido informar a nadie del domicilio de nuestros empleados...

—Dick...

Me volví.

Pam se encontraba a mi lado, nerviosa. Hizo un gesto con la cabeza en dirección a una de las puertas. Acababan de llegar tres patrulleros más y estaban conversando con los que ya se encontraban allí de vigilancia. Luego, esos patrulleros se dirigieron hacia el centro del vestíbulo como si se dispusieran buscar a alguien.

—Será mejor que nos larguemos —le dije en voz baja a Pam. Luego me volví a la chica del mostrador—: Gracias por todo, señorita.

—¡Eh, un momento! —exclamó la muchacha.

Me volví.

—¿Qué ocurre?

—Dick, se dirigen hacia aquí —oí que me decía Pam. —Hay alguien que puede ayudarle, señor... —¡Dick, date prisa! ¡Se están acercando! —¿A quién se refiere? —le pregunté a la chica, procurando mantener la calma.

—A Vic Stanton, su amigo. Lo puede encontrar en... —de repente, aquella estúpida se retiró del mostrador y pegó un grito—. ¡Son ellos, agentes!

¡La muy zorra me había estado entreteniendo en espera de que llegaran los patrulleros!

Tuvimos que abrirnos paso a codazos entre toda aquella multitud. Pam tropezó con un niño y lo tiró bruscamente al suelo. El pequeño se puso a llorar como un condenado.

Salimos a aquel hervidero humano que era la plaza de Los Primeros Conquistadores Espaciales. En el centro había un gran monumento dedicado a los primeros astronautas que pisaron la Luna.

Al volver la cabeza, vi que los tres patrulleros venían hacia nosotros, pero estaban demasiado lejos y nos dio tiempo a meternos en un minitaxi.

—¿Adónde? —nos preguntó el taxista.

—¡Nos da lo mismo! ¡Pero dése prisa!

Aquel tipo se metió por una calle lateral y al poco rato habíamos perdido todo rastro de los patrulleros.

Pam se dejó caer en el estrecho asiento.

—Tengo la impresión de que somos un par de delincuentes, Dick. ¿Hasta cuándo va a durar esto?

—Posiblemente hasta que nos mudemos de ciudad. Nos trasladaremos a Nueva York en cuanto hayamos resuelto el caso.

—¿Crees que vamos a poder hacerlo con tantas dificultades?

—¿Alguna vez hemos fallado? —sonreí. —Sí, varias.

—¡Pues esta vez no fallaremos! Tenemos que agradecer de algún modo a los Cooper lo que han hecho por nosotros. Se me acaba de ocurrir una idea —me dirigí al taxista—. Eh, amigo, pare en la próxima cabina telefónica que vea.

—¿En la qué?

—¡Cabina telefónica! —¿Y eso qué es?

—Ya no hay cabinas telefónicas, Dick — murmuró Pam. —Olvídelo —le dije al taxista.

—Ustedes son ese par de tipos que pertenecen al siglo XX, ¿verdad? —nos preguntó de pronto.

—No sé de qué me está hablando —le respondí, alertando todos los músculos de mi cuerpo, por si teníamos que saltar de aquel trasto.

—¡Vamos, vamos! —se rió el taxista—. Conmigo no tienen nada que temer. ¿Creen acaso que no me he dado cuenta que huían de los patrulleros? Les aseguro, amigos, que si yo hubiera querido ya les habría entregado a la policía. ¿Se encuentran en algún apuro?

—En varios —gruñí—. ¿Cómo diablos hay que hacerlo para llamar por teléfono a Glendive, en Dakota del Norte?

—Hay que ir a una de las setenta centrales telefónicas que hay en la ciudad. Miren, amigos, yo no sé cómo funcionaban las cosas en su época, pero ahora todo está perfectamente centralizado y controlado. Sólo se puede llamar desde el domicilio particular, desde el negocio o hay que ir a la central telefónica más próxima. No se puede llamar desde la calle, ¿comprende?

—Sí, y supongo que en esas centrales estarán bs patrulleros.

—Hay vigilancia, por supuesto. Todo está vigilado. Y ustedes correrían un grave riesgo si entrasen en uno de esos edificios.

—Tendremos que correrlo —dije—. He de llamar a Glendive.

—No será necesario. Lo haré yo. Soy un ciudadano libre de toda sospecha.

—¿Haría eso por nosotros?

—Claro, amigo. Siempre que puedo me gusta fastidiar a la policía. ¿Qué tengo que hacer?