XIII

 

Nunca, ni aun en la desesperación de los primeros días de su estancia en Compostela, antojósele a Gerardo la ciudad tan tediosa como ahora. No había nadie; lo que se dice nadie. La Alameda y la Herradura estaban desiertas, o poco menos, en aquellas anochecidas serenas y tibias. Cuando más, contábanse paseando por allí dos o tres docenas de personas insignificantes, sólo notadas en esta época del año en que únicamente permanecen en Santiago los que no pueden en absoluto sacudir el grillete de sus negocios o se hallan amarrados por la más pesada cadena de la falta de posibles. El Casino hallábase también solitario; el vestíbulo, huérfano de murmuradores; la sala de billar, silenciosa, y los mozos, tan atareados en invierno, roncando por los rincones. La Rúa y el Preguntoiro veíanse desamparados de paseantes. En la posada aún era mayor la soledad. Dona Generosa recibió al madrileño con aspavientos de sorpresa.

—¿Y luego, tan temprano? ¡Ahora si que vase a aburrir de vez! Cuando recibí su telegrama le creí que era una broma.

Después, mientras cenaba levemente, sin apetito, se fué enterando Gerardo, por el relato que le hizo la buena señora para distraerle, de que todo el mundo permanecía fuera de Santiago. Como el tiempo estabra tan hermoso, aún no regresaran los veraneantes de Villagarcía o de las aldeas.

—Aquí todos le tienen un currunchiño en el canoso donde meterse durante el verano. Y para muchos le es un ahorro. Seis meses pintándola en el pueblo y el resto del año andando por las corredoiras. Dicen que están de veraneo, pero en realidad se recluyen alli para no gastar en trajes, sombreros ni perifollos. Este le es el secreto de algunos lujos. En unos meses gástanse en Santiago la renta del año, y, después, a la aldea a comer caldiño y pan de millo a todo pasto.

No era ciertamente una conversación para alegrar al malhumorado rapaz, quien apresuró la cena y se fué en seguida al Casino a tomar café. Solo, pensativo y triste, veía desde el vestíbulo a los escasos paseantes voltejear por la Rúa lentamente, sin prisa, acomodando sus pasos a la quietud de la ciudad que no anda. De pronto salió un joven de la sala de billar y plantándose ante la puerta central del Casino, cara a la calle, púsose a bailar la jota, hasta que de dentro le llamaron, muy serio, sin hacer caso de las risotadas de los transeúntes.

Gerardo inquirió de un mozo lo que significaba aquello.

—Le son eses oficiales novos que vinieron hay dos meses con las dos compañías que nos mandó de guarnición el señor de Montero Ríos. Ese que ha visto le es el teniente Naya, el más revoltoso de todos. Cuando no tienen dinero, haga usted cuenta que todos los dias, juegan al dominó, y el que pierde paga bailando aquí, en el vestíbulo, lo que le mandan tus compañeros.

Roquer comentó con un gesto despectivo las noticias del mozo. Sentía una gran irritación contra sí mismo, contra los paseantes y hasta contra unos rapaces que cantaban muy afinadamente «A foliada», de Chané, recostados en el escaparate de Bacariza. Se levantó y fuése a pasear por la Herradura, en donde no había nadie, fuera de algunas parejitas que, muy amarteladas, cruzaban de vez en cuando, cautelosamente, hacia el misterio de la robleda de Santa Susana o la complacencia de los altos maizales vecinos.

La quietud y tibieza de la noche, antes que bálsamo, fué estimulante de su pena. Representáronsele todas las andanzas de sus amores, y más vivamente la felicidad de los días maríñanos, y se reprochó, ya tarde, el haberla interrumpido de aquel modo estúpido. Cansóse pronto. Tornó a su casa. Toda la noche, hasta que cerca del alba le rindió el sueño, la pasó escribiendo a Carmiña. Él mismo, que a pesar de la velada, despertóse temprano, obedeciendo a la costumbre adquirida en la aldea y al desconsuelo de su corazón, fué a echar la carta al correo con tiempo para que alcanzase la Carrilana de las doce, y, después, presenció, envidioso y nostálgico, la salida de la diligencia. Antes inquirió lo que se había hecho de Augusto, a quien no se veía por ninguna parte.

—Marchó a Carril hay unos días —le contestó la madre de su amigo—. Aburríase aquí. ¡Le está Santiago tan solo!...

Al pasar por el telégrafo puso un despacho al rapaz: «Aquí estoy. Aburridísimo. No hay nadie. Ven pronto.»

«Sorprendícheme —contestó el otro por la tarde—. ¿Qué haces ahí? Vente. Villagarcia delicioso. Escribo.»

Y al otro día, junto con la anhelada carta de ella —dos plieguecillos llenos de reproches—, que esperó impaciente a la puerta del correo y devoró allí mismo, bajo los soportales de la Quintana, entrególe su cartero, el veterano Silva, una alborotada epístola de Augusto, en la que el alegre muchacho describía, con su acostumbrada exaltación, las delicias de Villagarcía, «el San Sebastián gallego». El pueblo, un encanto; la ría, una divinidad; la campiña, otra. «Y encima, el baile, chico. Baile por la mañana en el balneario, baile en el balneario por la tarde, baile por noche. Además están aquí una porción de amigos: Boullosa, Faginas, que anda haciéndole los cocos a Socorriño Valoira; Quiroga, que viene casi todas las tardes desde Nogueira, donde se aburre concienzudamente al lado de su tío el cura; Barreiro, que bebe los vientos por una coruñesiña pichú canela, de la que se enamoró el otro día en una boda a través de una tarta que figuraba un puente, ¡el puente de los suspiros!, y tenemos, por último, al pavero de Abollo, que es un punto de primera para las juergas campestres, marítimas y ciudadanas. A lo mejor armamos las grandes merendolas en la isla de Cortegada. Otras veces paseamos por la ría en bote, y al anochecer regresamos cantando. Las merluzas y los tranchos se saben ya de memoria Marina. Ayer estuvimos en Cambados. Llegamos hasta la Barca de Ribadumia. ¡El summum! Ya sabes lo del desierto:

 

Dijo el diablo a Jesucristo:
«Todo esto te daré,
menos Fefiñanes, Cambados
y Santo Tomé.»

 

Como versos, son bastante malos; pero como verdad, ¡impepinable, rapaz! ¡Y tú, solo en esa cueva! ¡Animo! ¡Vente!»

5e negó. No estaba Roquer para diversiones. Resignóse a pasear solo su tristeza y abarrimienlo por el Hórreo, como cuando llegó a Compostela por primera vez.

Una mañana recibió carta de Casimiro. Como Augusto, animábate el poeta a abandonar la ciudad triste.

«¿Qué haces en ese tobo? ¿No es llegada la hora de hacerme la visita prometida? Hasta por caridad, porque Túy, con toda su belleza, está más solitario y aburrido que Santiago en tal día y a tal hora; debes hacer una escapada y regalarme con la merced de tu compañía.

»¡Caramba!, que tú no sabes lo que es pasarse tres meses sin encontrar apenas un cerebro propicio con quien cambiar cuatro palabras que no estén vacías del todo. ¿Paseas por las calles?, no hay nadie. ¿Vas al casino?, solitario. Me desquito leyendo libros viejos de mi padre —¡la ciencia que he almacenado!— y hago versos; pero esto no basta para un hombre de mi actividad intelectual y lingüistica. Vente para acá antes de que se me enmohezca del todo la lengua por falta de uso. Te pagaré el favor dejándote hablar de tus amores cuanto se te antoje. ¡Pide mayor condescendencia!

»Y si no quieres venir por mí, hazlo por el viaje, un delicioso paseo por los más bellos salones del Paraíso terrenal. Sólo por cruzar en el tren ese trozo de la imponderable Mahía, del Casal a la Esclavitud, y por recibir la merced de posar tus ojos pecadores en la vega de Iria, debes animarte. Es un pecado mortal morirse sin ver los campos divinos que inspiraron a Rosalía sus más roorriñosos versos. Cuando el tren haga alto en la estación de Padrón, asómate a !a ventanilla contraria al andén. Allí, junto a la vía verás

 

En su cárcel de espinos y rosas,

 

una casiña aldeana, amorosamente rodeada de árboles. Descúbrete y reza. Allí, durante muchos años, se albergó Rosalía; allí escribió sus últimos versos; allí vivió el alma de Galicia. En otro país, más orgulloso de sus glorias, sería éste un lugar de peregrinación al que iríamos los gallegos, con el alma agradecida, esperanzada y devota, a coger puñados de la tierra que hollaron los pies del poeta, a asomarnos al sagrado balcón de barandal de madera en que ella

 

...extranxeira n'a sua patria,

sin lar nin arrimo,

sentada n'a baranda contempraba

cál brilaban os lumes fuxitivos… ;

 

»Después, Cesures el alegre, el poético río Ulla, las solitarias Torres del Oeste y la meiga ría de Arosa. Todo en dos horas de tren, que te parecerán dos minutos. Con otras dos de diligencia y un poquito más, por un paisaje de asombro, echas, al filo de la una, el ancla en la pontevedresa plaza de la Herrería. Parada y fonda. Y si tienes la buena ocurrencia de dar de lado a los refinamientos del restaurant y prescindir de su tortilla fósil y sus duros bistés de sombrero de teja viejo, para ir a comer a casa de la famosa doña María, me guardarás eterna gratitud. Como que yo estoy dudando, para cuando acabe la carrera, entre hacer oposiciones y casarme, o instalarme en esa venerable mansión a rendir culto por todos los días de mi vida al caldiño, las ajadas, las menestras, el arroz con leche y las torrijas con que la esclarecida señora regala a sus epicúreos huéspedes. Cumplidos tus deberes gastronómicos, subes a otra diligencia, y a Redondela. Otras tres leguas de gloria. En Redondela tomas el tren hasta Guillarey. Medía hora. Aquí otro ratito de coche, y, al anochecer, en Túy.

»Así, a primera vista, juzgarás el viaje más complicado que una lección de penal explicada por D. Arturo Patacón. ¿Pero y el paisaje, mi amigo? ¿Y las inefables torrijas de doña María?

»Además, una vez aquí, hay la perspectiva de mil encantadoras excursiones. Iremos a Vigo, «la perla de los mares». Otro día atravesaremos el Miño e invadiremos el vecino reino, ¡el reino de Madeira! Y, si quieres, lo conquistamos, aunque luego se nos incomode el buen Pepiño. Ya ves, hasta un viaje al Extranjero. Es para que lo cuente Tafall en la Gaceta...»

Gerardo contestó excusándose. Su negro humor hacía de él un detestable compañero. Entristecería a Casimiro, a Túy, a las rías y a los valles. Pero tan cariñosamente insistió, a correo vuelto, Barcala, apoyado por unas  amables líneas de postdata que escribió su padre; era tal la tristeza y el tedio de Compostela, «es tan grande —escribía Roquer a Carmiña— la desesperación de esta soledad, me causa tanta pena la vista de los lugares que tú iluminabas con tu presencia y que ahora se me presentan hoscos y dolientes, que, como los agobiados por una gran desdicha, voy a buscar lenitivo a mi dolor en la agitación de los viajes». En realidad, lo que deseaba era encontrar alguien con quien hablar de ella... Y, por aquí, seguía Gerardo explicando su viaje con copiosas razones, de las cuales sólo entendió Carmiña la de aquel aburrimiento que un día rompió el encanto de sus amores alzando entre ellos el fantasma del fastidio.

No; él no la amaba. Tenía Carmen razón al temer por su constancia. Se engañó él y se había dejado engañar ella. Porque —añadía a estos desconsolados pensamientos, que, con todas sus esperanzas, confiaba la de Castro a una carta —ella conocía muy bien los motivos de la brusca partida del estudiante, que él cuidó de ocultarle. Aburríase a su lado, y se fué para correr, de pueblo en pueblo, ea demanda de diversiones que no podía hallar en la tristeza del Pazo, cuando tan fácil le era volver al Outeiro a consolar aquel corazón dolorido que, sin querer rendirse a la realidad, alentado por una esperanza sin fundamento, asomábase todos los días al mirador de la huerta, creyendo que, de nuevo, iba a ver a Gerardo subir ligero e impaciente la corredoira de Gandarío, o salía al atrio, esperando que otra vez se abriese el portón para dejar paso a un estudiante que la preguntase, imitando el acariciador tonillo de la tierra:

—iRapaciña! ¿Y luego? ¿Vive aquí una señorita desconfiada...?

¡Andan tan mal esos correos...! Con el ir y venir de Gerardo en aquellos días, perdióse esta carta. Perdiéronse otras muchas.

A Casimiro Barcala, que recibió en Túy al madrileño con las mayores muestras de alegría y una cantidad inagotable de paciencia para oirle hablar constantemente de sus amores, sonábale mal cuanto le estaba ocurriendo a su amigo, y así se lo dijo a la otra tarde, yendo, después de comer, camino del «circo» solitario y desmantelado, por la Corredera, apenas cruzada a esta hora soñolienta de la siesta por algún seminarista que, vistiendo el clásico traje estudiantil que un día llenó las calles complutenses y salmantinas» marchaba raudo, con un libro bajo el brazo, flotante al viente elviejo manteo, todo manchas y corcusidos, y derribado sobre la nuca el tricornio, no menos sucio, viejo y roto que la sotana y la capa.

—Yo creo que hiciste mal en ceder al requerimiento de don Angelito —afirmaba el poeta—. Esos Retén, mejor dicho, esa Maragota, porque el tal don Ángel ni pincha ni corta en su casa, no te son gente buena.

—¡Qué error! Precisamente Jacinta, tan humilde, tan insignificante...

—Pues por insignificante, sencilla y suave. Mira el Miño. Parece un río tan formalito, que, ocupado sólo en llegar pronto al mar, no se mete con nadie... Bueno pues todos los años, calladamente, inocentemente, en los meandros que parecen más inofensivos, se traga unas cuantas vidas. ¡Ponte en guardia, rapaz!

¡Bah! ¡También este Casimiro era un desconfiado...! Gerardo no estaba conforme con esta condición del carácter gallego, que recela siempre enemigos y emboscadas.

—Parece mentira que con esta alegría de cielo y de suelo, con el optimismo que aquí se respira seáis los gallegos tan pesimistas.

—Bueno; pues tú, por si acaso, no te fíes. Una indigestión de maragotas es tremenda. Lo sé yo, que te pasé una, de rapaz, que estuve a la muerte.

Si tenía razón el desconfiado Casimiro, las apariencias no se la daban. El espíritu más suspicaz y receloso no podría fundamentar la menor duda en la conducta de la Maragota. Seguía siendo tan sencillita, tan suavecita tan humilde, tan insignificante. Cierto, que la Maragota era por tácita dejación de Carmen, a quien tampoco pidiera permiso para ello, la que gobernaba el Pazo; el Pazo ahora callado y triste, y antes tan lleno de risas e ilusiones; pero apenas si su gobierno, limitado estrictamente al régimen de la casa, se notaba. Tenía una manera especial de mandar, con una vocecita queda que no admitía desobediencia. No reprendía, interrogaba, y con esto se hacía obedecer más puntualmente que un coronel por un quinto.

Carmen, sumida en sus penas, callada y sola con sus pensamientos, dejábale hacer.

La Maragota respetaba su dolor; pero siempre que veía ocasión trataba de consolarla hablando, con gran indulgencia, del ausente. Aunque aldeana, era mujer experimentada y sabía también, porque era madre, de los dolores de la mocedad. Por eso, poniéndose más en lo cierto que su sobrina, veía las cosas tal como ellas eran y no encontraba nada de particular ni de reprochable en la conducta de Gerardo. Verdad, que se había marchado quince o veinte días antes de lo debido; pero es que había que considerar su situación. Él viniera a la Mariña «a pasar bien el verano», y, en vez de la alegría que buscaba, encontróse, a lo mejor, con la tragedia de la muerte, el Pazo lleno de ligrimas y de ayes y a Carmen enlutada y triste.

—¡Mujer, ponte en su caso! Esto no es para un rapaz de veintitrés años. Además, puede que, como te dijo, tuviese que hacer en Santiago.

¡Esta simple de Jacinta cómo sublevaba a Carmiña! ¿Pues no defendía a Gerardo? ¿Pero es que un hombre enamorado puede aburrirse al lado de su novia y menos abandonarla cuando la ve perseguida por el infotunio…?

—No; no, Jacinta; cuanto más le disculpe usted, mejor descubre su mal proceder. Él se fué de aquí diciéndome que tenía precisión de estar en Santiago, y apenas llegado allá se marcha con sus amigotes, que, por lo que se ve, son para él mucho más que yo.

—Mujer, aburriríase. ¡Está aquello tan solitario en esta época...!

¡Aburriríase! ¡Siempre esa maldición del aburrimiento! Usted lo dijo antes. Él vino aquí a pasar un verano divertido. ¡Tonta de mí que no supe verlo a tiempo! Seguramente su padre le obligó a volver a Galicia para que no continuase en Madrid su vida de calavera, y él se vino al campo, encontrando más tolerable la vida campesina que la monotonía y el aburrimiento de una ciudad provinciana... Y luego que aquí estaba yo para distraerle. ¡Necia, más que necia...! No, no, Jacinta; no le disculpe usted. Cuanto pueda decir en su favor se vuelve contra él. ¿No ve usted su poca puntualidad para escribirme? ¡Cuatro días, otra vez, sin carta a pesar de sus promesas de hacerlo a diario!

—Mujer, cálmate. Estará ocupado.

—¡Ocupado! con todo su buen deseo no puede usted encontrarle otra disculpa. ¡Ocupado! ¿En qué?

La Marágota concluía por exasperarse.

—¡Filliña, eres capaz de acabar con la paciencia a un santo! Yo por tu bien hablo, y por sacarte esa pena que te está consumiendo; que a mí no me va ni viene en este asunto, ni, ¡Jesús María!, me importa nada ese rapaz. Quien me interesa eres tú, y bien sabe Dios la buena intención con que te hablo. Si no acierto, perdona, que no lo hago por mal.

Se iba muy ofendida: Carmiña volvía a quedarse a solas con su dolor, sintiendo cada vez más honda la puñalada que, al marcharse Gerardo, clavara en su corazón el descubrimiento impensado de la Maragota. A la esposa de su tío, como era una mujer vulgar, parecíale natural e inocente la conducta del estudiante. ¿Qué sabia Jacinta de delicadeza? Por eso le defendía, y Carmiña estimaba la buena intención...; pero, en el fondo, la hubiese querido más acertada en los razonamientos, porque, en fin de cuentas, en las palabras de la Maragota antes encontraba motivos para afirmarse en sus pesimismos, que para abrir de nuevo el corazón a la confianza.

Así un día y otro, taimada y segura, con paciencia de araña y astucia de mujer malvada, fué la Maragota envolviendo poco a poco en la red de sus perfidias a la incauta Carmiña, que sólo sabía del mundo y de los hombres lo que las candidas y asustadizas monjitas que la educaron le dijeron de su maldad.

Todos les días tenía aquella mala mujer una flecha venenosa que clavar en el corazón de la desventurada muchacha.  Todas las noches lloraba Carmiña en la soledad de su cuarto la pérdida de una ilusión, la certeza de su desdicha.