II

 

 

 

Los claustros de la Universidad estaban animadísimos aquella mañana, primera del curso académico. Formando corrillos al pie de las columnas, sentados en los bancos de piedra que hay a lo largo de las paredes o paseando por el claustro o el patio, charlaban alegremente los estudiantes. A la puerta del aula destinada a las clases del primer año agrupábanse, un poco asustados, los novatos, formando peñas por provincias —las viejas amistades del Instituto—observando con cierto envidioso respeto a los escolares de los otros cursos, sobre todo a los de segundo año a quienes tomaban por alumnos de último, según el despectivo aire de superioridad con que los miraban. Los catedráticos eran saludados con cumplidos sombrerazos al pasar camino del cuarto de profesores, donde, hasta que sonaba la hora de ponerse la toga se reunían, según la filiación político-universitaria de cada cual, en grupos que se miraban soslayadamente con recelo.

Sobre Rivas, el bedel, caían infinidad de preguntas a las cuales contestaba secamente, dándose un tono atroz, con el que sin duda quería sostener una superioridad necesaria para conservar el orden, que allí nunca pensó nadie alterar.

A Rivas se dirigió Gerardo cuando, no sin hacerse gran violencia, estuvo dentro de aquel edificio, que, con la prontitud que tenía para definir las cosas a la primera ojeada, calificó, desde luego, de «feo y antipático caserón negro», no obstante la severa y grata sencillez de su

traza al gusto neoclásico, que posteriores, antiestéticas y disparatadas reformas han estropeado. Y todavía causóle peor impresión el claustro, a pesar de la gracia y la elegancia, que no pudo menos de reconocerle. ¡Pero aquellos intercolumnios abiertos a todas las inclemencias del tiempo!...

— ¡Claustros de la Universidad madrileña!...

Cierto que, por lo obscuros, angostos y mal olientes, antes parecían pasillo de casa de huéspedes barata que lugar adecuado para recibir el chorrito de ciencia cotidiano que la sabiduría oficial regala a la juventud universitaria; pero al menos allí no entraba la lluvia ni el frío como en estos otros, a la sazón iluminados por la luz triste del sol de Compostela...

¡Vaya, que la alegría, la luz y las modistillas, sobre todo las modistillas, de aquella calle Ancha de San Bernardo!...

¿Y qué decir de la abominación de este patio embaldosado, con el horror de su mitad privada siempre de sol completamente cubierta de verdín, sobre el cual algunos atrevidos diablillos lanzábanse a patinar, haciendo oposiciones a una fractura de huesos, que la bondadosa Providencia dejaba reducida a fuertes culadas, provocadoras de estruendosas risas, gritos y silbidos?

—¿Dónde se dan las clases de quinto año? —preguntó Gerardo al bedel.

―¿Es usted alumno? —interrogó a su vez Rivas, según la costumbre gallega de contestar a una pregunta con otra.

—Sí, señor.

—Y nuevo aquí, ya lo veo —replicó el clarividente funcionario— . Pues para la primera a clase llega usted tarde. Ándese con ojo, porque don Adolfo no perdona las faltas. Ahora van ustedes a entrar con don Servando allí en el cinco, después con el señor Peña y luego en el cuatro con don Angelito Pintos.

— ¿De modo que no hay clase por la tarde?

— No, señor. Aquí no le es costumbre; todas se dan por la mañana. Comienzan a las ocho y a las dos hemos concluido. Los textos puede usted verlos en el «tablón».

Clavado en una columna frente a la puerta de entrada, el tablón de edictos, defendido por una rejilla de alambre de las atrevidas y vengativas manos estudiantiles, tenía delante una porción de inquietas cabezas que impedían ver lo que allí se anunciaba a los que no estaban en primera fila.

Gerardo esperó pacientemente a que se aclarase el grupo. Junto a él hablaban Madeira y un muchachote alto y grueso, de reír fácil y cara alegre, ornada can un incipiente bigotillo castaño.

—¿Qué cuestan en total esos mamotretos? —decía Madeira.— Sesenta y siete pesetas y media.

—¡Augusto, Augustiño! Si tú, que eres tan bueno y servicial, me dieses palabra de prestarme tus libros cuando te los pidiera en Mayo, te lo agradecería la mar, quedábame con esos trece pesos, que me hacen muchísima falta, y ahora nos iríamos a casa de las Crechas a comernos los otros diez reales de costilletas y ostras.

—Non, Madeiriña, non; que luego me los pierdes o los empeñas, como me hiciste el año pasado con el  «Penal» y me veo negro para estudiar a fin de curso. ¿Por qué no os juntáis los de la posada y compráis, entre todos, los libros?

—¡Vai boa! ¿Para que luego le dé por estudiar a ese belitre de Boullosa, se los lleve a su cuarto y no los volvamos a ver más?

—Pero si tú no estudias nunca, ¿para qué quieres los libros?

—¡Ay, no estudiaré, pero me aprueban, que es de lo que se trata.

Augusto ya no le prestaba atención. Había oído preguntar algo al estudiante nuevo, y apresurábase a darle cuantas explicaciones pedía y algunas más. Augusto era un buen muchacho con dos manías: la de ser útil a todo el mundo, y la de hacerse amigo de cuanto forastero llegaba a Santiago apenas pisaba la ciudad y antes de que ninguna otra persona se le acercase. Particularmente tratándose de gente de Quereño para allá, conforme se va a Madrid, el hacer conocimiento con ella constituía para Augusto una imperiosa necesidad, irresistible si el forastero era cortesano.

No pasaba por Compostela cómico, artista, militar o persona de viso de quien el oficioso muchacho no se hiciese amigo en seguida. Así dispúsose a amistar inmediatamente con el estudiante nuevo, en quien su certero instinto adivinó un madrileño; mas Gerardo, después de

agradecer las noticias con un cumplido y una cortesía, se fué a pasear solo por el claustro, tratando de distraerse con la lectura de los vítores que sobre las puertas de las aulas proclaman los méritos de algunos hijos ilustres de la Universidad.

―¿Quién es ese tipo, Agustiño?

—Pues no lo sé todavía, Madeira. Debe de ser compañero nuestro. Pero no tiene nada de «tipo» —contestó el otro, pronto ya a defender al forastero—. Vosotros, es sabido, en cuanto un estudiante viste bien y va limpio, le declaráis «tipo» y lo aisláis, y después sufrís chascos como el que os dio Manolo Casas que, con toda su elegancia y pulcritud y su famoso chaqué ribeteado, resultó más punto que todos vosotros... Pero, ahora que me fijo: ¡si tú vienes también hecho un prodigio de elegancia! ¡Anda, anda! Ni una arruga; ni una mancha; todos los botones... ¡Madeiriña! ¿Cuándo subes en el globo? ¿Qué es eso?

—¡Hombre!, esto es que ya hemos entrado en la formalidad del quinto año y...

— Maddríña, no mientas. En esa elegancia tuya hay otra cosa.

— ¡Caramba!, va a ser necesario contártelo todo... jLuisa!

—Es verdad; tu novia de Vigo. ¿Sigues?

—Hasta el final, que va a ser un matrimonio como una casa en cuanto acabe, haga oposiciones a cualquier cosa, y lleve plaza... Y si me apuran, que sí me apurarán, antes, en cuanto me licencie. Es una cosa absurda Madeira enamorado, ¿verdad? ¡Yo, que nunca quise descender a esas tonterías de los noviazgos, que me parecían ridículos!... Bueno, pues Madeira está brutalmente, estúpidamente enamorado. No se lo digas a nadie; pero estoy loco. De estas cosas sólo se puede habla aquí contigo, Augustiño, porque eres la única persona capaz de oir sin impacientarse el relato de un enamorado... Y es que a ti, grandísimo ladrón, por tu afición a leer novelas te gusta oír estas historias.

—No. Es que me hago cargo y tengo paciencia... También te diré que hay historias de estas que son muy bonitas. Novelas vivas... Pero allá va don Servando camino de clase. Menos mal, que éste nos echará en seguida.

—¡Qué aburridos los primeros días de curso!

—¿Quieres que te confiese una cosa, Madeira? ¡Y los otros!

Entraron en el aula. Don Servando examinaba a los estudiantes, curioso y sonriente, con sus ojos burlones guarecidos tras los quevedos, mientras sus dedos jugaban con la mosca, que daba carácter a su rostro. Por excepción habíase vestido de toga aquel día. Don Servando era un hombre original, un tipo aparte en aquel Claustro de rutinarios y formulistas. Siempre iba a clase embozado gallardamente en su capa, que llevaba con singular gentileza. Tenía dos odios: los convencionalismos y las sentencias del Supremo, y una sola ocupación: burlarse donosamente de cuantos escritores de Derecho caían en sus manos, sin perdonarse a sí propio. Fuera de ahí, y dentro también, era un hombre bonísimo, de mucho saber y autoridad en materia jurídica.

Así que todos los estudiantes estuvieron sentados, don Servando púsose a pasar lista. Gerardo aprovechó el momento para examinar a sus compañeros. El aula, igual a las madrileñas, nada le dijo. Y el examen tampoco. Caras juveniles, con la salud y alegría de los pocos años; algunos hombres formales, que estaban allí un tanto descentrados; vestimentas varias, cuidadas unas y abandonadas. otras, y pare usted de contar.

Don Servando ponía de vez en vez un comentario chistoso a los nombres que iba leyendo.

—Baamonde López, don Marcelino... Su tío, el cura de San Fiz de Abeleiras, me ha rogado que le haga a usted estudiar... ¡Bah! Ahora es usted joven. El estudio le es cosa de hombres formales. No se debía ir al Instituto hasta haber cumplido cuarenta y cinco años... Bueno; le diremos a su tío que estudia usted... Y usted no me dejará quedar muy mal.

Cuando llegó a nuestro héroe, «Roquer y Paz (don Gerardo)», todas las miradas volviéronse hacia éste, que, puesto en pie, contestaba a las preguntas del profesor.

—Usted no es de esta Universidad, ¿no? ¿De dónde viene?... Pero siéntese... si no le es comodidad estar de pie.

—He estudiado en Madrid, en Granada y en Valladolid.

—Ha estudiado... Por lo menos le aprobaron. ¡Mucho salto ha dado usted! Yo me alegraré de que le vaya muy bien en esta pecera. Pero, ¡bah!, usted ya sabrá nadar.

Concluyó de pasar lista, limpióse los lentes con el pañuelo, los miró al trasluz, guiñó los ojos, volvióse a enquevedar, carraspeó, se rió y dijo:

—Señores... yo debería pronunciarles a ustedes un discurso florido, como están haciendo a estas horas en toda España mis insignes compañeros de profesorado... pero hace un sol muy hermoso y ustedes están deseando irse a pasear a la Alameda... Y yo también: (Una pausa; una risita.) Les he señalado de texto el Rodríguez y Gómez, porque es el menos peor de cuantos se han escrito para el caso, y se han escrito muchos... Pero les voy a dar a ustedes un consejo (Otrá pausa y otra risita): que no lo estudien. Ustedes, naturalmente, ya están en ello, mas al oírme se han dicho. «¡Las cosas de don Servando!» Pues no, señor; no son cosas mías. Yo, entre un alumno que venga a examinarse y se quede callado, y otro que me diga muy bien, muy bien el libro de texto, doy sobresaliente a aquél y suspendo a éste... ¿Decía usted algo? ―dirigiéndose a Gerardo.

—No, señor; nada.

—Pero lo piensa usted. Y se equivoca. Yo suspendo al uno y apruebo al otro, porque el que no ha estudiado eso está en disposición de aprender la asignatura cuando quiera, mientras que el otro se ha metido en la cabeza una de broza jurídica que le imposibilita para saber «Mercantil» en todos los días de su vida. ¡Je, je! Vayan ustedes con Dios. Hasta mañana.

—¿Qué lección traemos? — le preguntó un pelotillero.

—Cualquiera —contestó riendo el pintoresco profesor.

—Le es un pavero este don Servando —dijo Augusto a Roquer, con quien hábilmente emparejó al salir—. Y la mar de bueno. No pregunta nunca la lección y aprueba a todos. ¿Usted es madrileño, verdad? Le somos paisanos.

—¿Usted es también de Madrid? —preguntó Gerardo a quien la razón de paisanaje humanizó un poco— . No se le conoce.

—Sí; se me ha pegado el acento gallego. ¡Le es tan dulce el ladrón! Y, además, llevo en Santiago siete años. Vine a los trece, cuando destinaron aquí a mi padre, de jefe de fa zona, al ascender a coronel... Véngase a pasear a la Herradura hasta la hora de la otra clase. Verá qué paseo más hermoso. Y hablaremos de Madrid. Es decir, me hablará usted, porque yo, como salí de allí tan joven, en realidad sólo conozco las calles... Pero le estoy muy enterado de aquella vida, no crea usted... Por los periódicos y las novelas, claro. Yo leo mucho, ¿sabe?

Iban caminando por la angosta calle de la Calderería, a la sazón concurridísima de aldeanas, que llenaban el aire con sus gritos, regateando desde la puerta de los comercios, en una astuta amenaza de marcha, las mercancías que los de dentro les iban rebajando patacón a patacón en una lucha desesperada por la cadeliña.

La impresión angustiosa de estrechez, de ahogo que recibiera Gerardo la víspera en su breve tránsito por la ciudad, acentuábase al cruzar estas rúas, cuyas casas parecía que iban a lanzarse unas contra otras para aplastar al malaventurado transeúnte.

Las puertas de los comercios, orladas de chillonas telas y pañuelos de colorines, ante las que siempre había un grupo de paisanas manoseando los géneros, ponían, según Roquer, antes que una nota alegre, una pincelada de dolor en la tristeza ambiente con la ironía gaya de aquellos alborotados pañuelos amarillos, rojos y verdes.

—¿Está usted a gusto aquí? —preguntó Gerardo a su paisano.

—¡Hombre! Yo le estoy deseando volver allá. Aquí, la verdad, me ahogo.

—Lo creo.

—Pero mis padres se encuentran muy a gusto en Santiago.

—¿Son de aquí?

—Mi madre come sí lo fuese, porque es de Padrón un pueblecito precioso que hay a tres leguas de Santiago; pero mi padre, que es e! más agarrado a estas piedras, le es madrileño, como yo ¡Y no hay quien le saque de aquí!

Después, Augusto púsose a contar cosas de la Universidad. Le era una casa especial, patrimonio de unas cuantas familias, como la política. Un padre catedrático, tenía un hijo catedrático también y, por si era poco, un yerno auxiliar. El decano, cuñado del profesor de Hacienda, tenía un sobrino empleado en la secretaría. Y así casi todos. Allí no podía haber profesores de fuera. Augusto ignoraba cómo sucedía, mas era el caso que en seguidita se iban a otra Universidad, y la cátedra acababa por ser para un indígena, las más de las veces hijo, sobrino o nieto de alguien.

Habían llegado a la Herradura, que era y es, gracias a Dios, un delicioso paseo, mirador de una pintoresca serie de bellos panoramas que van desarrollándose, conforme por él se avanza, a manera de variada cinta cinematográfica.

Primero es una calle que se va hundiendo según se eleva el paseo circundando en toda su vuelta la vigorosa robleda de Santa Susana. Luego surge en el fondo del cuadro la ciudad, que extiende, como una araña, sus largas patas por los arrabales. Por cima de todo, con el Ayuntamiento a sus pies, se alzan dominadoras, simbólicas, sobre los demás edificios, como un señor sobre sus vasallos, las airosas torres de la catedral. Al lado, el seminario, con sus cientos de ventanas, ocupando orondamente media ciudad, y junto a él, el convento de franciscanos, escondiendo silenciosa y humildemente en una hondonada la feracidad de su enorme huerta, por donde pululan unos hábitos pardos que hacen brillar al sol el acero de sus azadones que suben y bajan incesantemente. Más lejos, allá abajo, junto al arroyo, pomposamente nominado río, el enorme cuartel, albergue de cuatro números y un cabo.  Aquí y allá, agrupadas al redodor de la catedral, del seminario y del convento, las casas de la ciudad, enjalbegadas algunas de un blanco sucio, mostrando las más la obscuridad de sus sillares. Y asomando por todas partes sus campanarios o sus veletas las torres de cien iglesias que difunden por la población el repiqueteo de sus campanas mezclado al estallido de unos cohetes con que todos los días festejan en alguna de ellas a cualquier santo.

Allí estaba la odiosa, envuelta en su manto de tristeza, con sus piedras negruzcas, sus tejados cubiertos de verdín y humeantes de humedad, sus calles angostas y sombrías y el aburrimiento de su minúscula y monótona vida provinciana, sujeta al enojo de mil molestos miramientos emientos e insoportables etiqueterías.

¡Ocho meses! ¡Verse obligado a permanecer allí ocho meses!...

La humildad de los barrios de San Lorenzo y el Carmen de abajo, que se extienden al término de la ciudad entre maizales y robledas, parecióle a Gerardo cobardía. ¿Por qué los miserables que habitaban aquellas casuchas sórdidas no subían viriles y justicieros a arrasar la población, empezando por la Universidad?

Al avanzar por el paseo, cerró el paso a sus miradas, ansiosas de más alegres perspectivas, la descarnada mole del cercano monte Pedroso, que se alza agresiva cortando el horizonte, como si la hubieran puesto allí para impedir el vuelo al pensamiento. La irritación de Gerardo contra la ciudad, contra sus habitantes y contra su sombra negra que allí le había llevado, llegó entonces al colmo... Pero cuando, más adelante, le hizo Augusto sentarse en un banco, y paseó el tedio de sus miradas por la belleza de los campos del camino de Noya, posáronse después sus ojos en la asombrosa huerta del Manicomio de Conjo, siguieron luego una peregrinación de delicias por la carretera de Pontevedra, y más tarde fueron a detenerse en los tupidos pinares del Castiñeiriño, que una mano aleve ha talado no ha mucho, su espíritu serenóse poco a poco, y la ira, que volviera a poseerle, fuese trocando en una mansa melancolía, muy a tono con la del paisaje.

—¡Qué hermoso es todo esto! —exclamó Augusto después de un largo rato de silencio, deleitándose en la contemplación de aquella gloria.

Gerardo confesó de buen grado que, efectivamente, era muy bonito y, por primera vez desde su salida de la Corte, no echó de menos ningún rincón madrileño. Ni las Ventas, ni la Cuesta de las Perdices, ni siquiera el merendero de Juan en la Bombi con sus organillos, su gente de pro y sus modistillas bailarinas; pero, siempre nostálgico, preguntó a su acompañante:

—¿Cuál de las carreteras que desde aquí se ven es la de Madrid?

—Ninguna va directamente. Me parece que se llega más pronto por el Hórreo, la carretera de Orense. Yo paseo mucho por ella cuando me entra la morriña de Madrid. ¡Y me doy cada caminata! A lo mejor ando una legua. Ya ve usted, con mi humanidad... Pero voy a gusto porque me parece que así me acerco a mi pueblo. Lo malo es la vuelta. El cansancio, naturalmente. Y más que el cansancio, la rabia de no poder seguir. ¿Quiere usted que paseemos por allí esta tarde?

—No. Perdóneme usted... Yo le agradezco mucho sus atenciones; pero mi estado de ánimo hace de mí un mal compañero. Cuando me haya sosegado, seguramente seremos muy buenos amigos. Ahora no soy dueño de mí. Me siento invadido por una profunda tristeza. Deseo estar solo. Me he dejado en Madrid la vida.

—¡Caramba! amigo mío, si lo mejor para combatir la tristeza es la gente. Pero ¡bahl eso le es cosa de los primeros días. A todos los que vienen a Santiago por primera vez les ocurre lo mismo. Luego ya verá usted cómo acaba por acostumbrarse. Después de todo, sabiendo arreglárselas, aquí no se le pasa del todo mal.

¿También éste? Eso les sucedería a ellos, espíritus vulgares que sólo habían visto el mundo en los panoramas, ¡pero él, que había gozado la vida en las delicias del Capua que se extiende entre Carabanchel y CaniIlejas?...

Madeira pasó bromeando con unos compañeros.

—¡Eh! ¡Augusto, Roquer! —gritó a los del banco.— ¡A clase! Que es la hora de Peña.

Encamináronse al caserón negro, como le llamaba Gerardo. Por el camino, Augusto preguntó a su nuevo amigo por las cosas y personas de mayor circulación en los periódicos madrileños. Echegaray, ¿eh?, Cánovas del Castillo ¿eh?, la Montes, Gayarre ¿eh?, Moreno Nieto, Zorrilla ¿eh?, Palacio Valdés ¿eh?, don Pedro Antonio Alarcón ¿eh?, Calvo, Vico, Pérez Galdós ¿eh?, el Emperador del Brasil, Eusebio Blasco ¿eh?, Lagartijo, Sagasta ¿eh?, el Congreso... Mas ¡oh! desencanto! Aparte la tiple, los actores y el torero, apenas si conocía Gerardo de vista a alguno de los otros. A Cánovas y Sagasta, ni de eso. Sabía vagamente que de vez en cuando era uno de ellos el presidente del Consejo, y nada más.

—¿Pero, y luego, qué hacía usted en Madrid?

—Divertirme.

Al llegar a la Universidad encontraron a los estudiantes en la puerta. Sentados unos en la escalinata, encaramados otros a las pequeñas pirámides que ornaban la escalera, y en pie los demás dirigíanse todos con gran bulla, aplaudiendo y gritando, a un escolar de mínima estatura que estaba a la cabeza de un grupo de rapaces en uno de los vanos que flanquean la puerta del despacho de sabiduría.

—¡Otra vez, Nietiño! ¡Anda, Nietiño!— le gritaban.

Algunos muchachos vinieron hacia Augusto.

— ¿No sabes? Ese pavero de Nietiño ha sacado una canción muy graciosa y la han cantado esos. ¡Te es un volante!

—Sí, ya sé. Me la ha enseñado anoche. Voy allá. Con su permiso, Roquer.

Subió ligero a mezclarse con los del vano, y alzando con ellos su hermosa voz de tenor cantaron, dirigidos por Nietiño, entre el ruidoso regocijo de la facultad y las risotadas de las muchachas que se asomaban gozosas a las ventanas de las casas vecinas, una musiquita arbitraria al servicio de una letra absurda. Primero, piano, piano, unos compases lánguidos que prometían una canción sentimental, y de pronto una explosión:

 

—Tres perros grandes
componen un real
y un perro chico...
Para tres chiquitas
capital
capital
capital
Capital bonito...

 

Todos los estudiantes repitieron a coro:

 

—Tres perros grandes...
componen un real
y un perro chico...

 

a tiempo que; Rivas, el bedel, aparecía en la puerta de la Universidad y se desgañitaba gritando sin que nadie le hiciese caso:

— ¡Señores, a clase! ¡Que están esperando los profesores!... ¡Señores!... ¡Los profesores! ¡A clase!... ¡Señores!... ¡Ay, vayan o demo!

Y metióse para dentro tarareando:

 

—Tres perros grandes...