IX
Había que ver en al vestíbulo del Casino, esperando con otros pollos a las damas, para conducirlas al salón de baile, a las más temibles fieras de la «menagerie» de doña Generosa Carollo con los arreos de etiqueta, los fracs correctos, las pecheras impecables, las botas rutilantes, yendo de un lado a otro un tanto rígidos, para no arrugar ni descomponer las prendas, y otro tanto extrañados de sí mismos.
¿Quién diría que eran estos los estudiantes jaraneros, alborotadores y provocativos que tenían en jaque a media ciudad, con el respetable y poco respetado cuerpo de guardias municipales, vulgo serenos y más vulgo vílléus al frente?
—¡Mismo están para comérselos! —decía el terrible Manteiga a su no menos pavoroso compañero el Cabalo, que con él hallábase de servicio a la puerta del Casino, embutidos ambos en el pardo carrik de reglamento, el sombrero de anchas alas calado hasta las cejas y en las manos el fornido garrote de las labores nocturnas de su sexo municipal.
—¡Riquiños! Mismo están para llevarlos a la Falcona y meterles allí una buena mano de palos.
Sí que estaban trien, pero su trabajo les había costado. Toda la tarde y la prima noche fué la casa de la Troya un hervidero. Entraban, salían, subían, bajaban, pedíanse cosas, hacíanse veinte consultas por minuto No paraban.
A Javierito Flama, el Tamames de la posada, y a Gerardo Roquer, que tenía el prestigio de su elegancia cortesana, abrumábanles a preguntas.
—¿Es de moda esta corbata?
—¿Dónde se lleva el pañuelo?
— ¿Y los guantes? —quiso averiguar Samoeiro—. ¿Dónde se llevan los guantes?
—En las orejas —le contestó Barcala.
—Quiero decir si se llevan puestos o sacados.
—¡«Sácate» tú de ahí, ladrón! Tendrán que oir las cosas que le digas a tu pareja.
Una por una, Javierito y Gerardo examinaron la albura de las camisas, las corbatas, los pañuelos... Hasta tuvieron que pasar revista a sus compañeros ya vestidos, como los sargentos de puerta a los soldados antes de que salgan a la calle. Particularmente Madeira, Boullosa y Samoeiro, que apuntaban esta fecha como una de las más transcendentales efemérides de la vida: «estreno del primer frac», estaban insoportables. ¿Pero qué más, si hasta de la Vizcaína y de casa de doña Concha, la de Conga, vinieron consultas? Hasta que Javierito Flama, hombre práctico, aunque natural de Redondela, acabó por poner precio a los dictámenes y declaró formalmente que, desde aquella hora en adelante, no daría ninguno por menos de diez pitillos suaves.
La única persona tranquila en la casa era el viejo Cañotas, el célebre betunero, orador y filósofo que limpiaba las botas «a la moda de París y de Barcelona», según pregonaba por las calles para achicar a su odiado competidor el Merlo, que sólo sabia embetunar al uso parisién.
Sentado en un peldaño de la escalera, la caja del betún y los cepillos al lado, una palmatoria con un cabo de vela encendido, en el escalón de más arriba y, en éste, en los otros y en los de más abajo, un montón de zapatos, a los que iba por turno y concienzudamente sacando brillo, Cañótas miraba indulgente, complacido y enterado las afanosas idas y venidas de los troyanos.
— «Cuyamente» —sentenciaba perorando solo, según su costumbre— la juventud nunca se pone más seria que cuando dispónese para se divertir.
Dándole la razón, un par de zapatos, lanzado violentamente desde arriba, venía a caer junto a él, cuando no le apabullaba el hongo acorazado que, en previsión de estos casos y «por comodidad», nunca se quitaba, y una voz airada interpelábale:
—¿Qué porquería de zapatos es esta, Cañotas? ¡Voyte matarl
—Cuyamente ninguien mórrese hasta que Dios quiere. Non se incomode, señor Madeira. Los zapatos le estan ben limpos, pero pondrémoslos mejor. No le hay otro como Cañotas para esto, y si no fíjese esta noche en las botas del pata chula del Merlo y verá.
Y púsose a cantar con un sonsonete suyo, los versos que escribió Barcala al pie de su caricatura en un periódico local:
«Cuyamente» este es Cañotas
que, con su trato sencillo,
nos da lustre y nos da brillo,
pues «limpa» muy bien las botas.
A la hora de la cena, que fué temprana, atropellada y parca, no hablaron los rapaces de otra cosa que de la fiesta. Los que no iban, complacíanse en hacer rabiar a los otros.
—¡Vaya, que si después de tanto trabajo os quedáis compuestos y sin baile!...
—Yo he oído asegurar en el comercio de Gerardo Abollo, quien, como sabéis, está enterado de todo cuanto ha sucedido, sucede y va a suceder en Santiago, que esta noche, como ocurrió en aquel baile del año pasado, tampoco irán las muchachas al Casino.
—¿Pero eso es posible? —preguntó alarmado Roquer.
—No les hagas caso. Son bromas de éstos —contestóle Barcala.
—¡Sí, bromitas! No sería la primera vez. Además, que ahora temen las muchachas las represalias.
—¡Bah! Tan compuestas y sin baile como nosotros se quedaron ellas.
—No sé quién lo pasaría peor —terció Manolito—, si nosotros esperándolas en aquel vestíbulo tan frío del Casino, o ellas, sentaditas al brasero en su casa, tan peinaditas, tan vestiditas y tan compuestitas, aguardando la orden de salida, que no llegó en toda la noche.
—Aquello no fué ni más ni menos que una de tantas ridiculeces pueblerinas. Figúrate, Gerardo, que aquí ninguna muchacha quiere ser la primera en presentarse en el baile, para que no digan si tiene o no ganas de bailar. ¡Y sí que las tienen, señor! De otro modo no irían. ¿Hay algo malo en ello? Pues para no caer en tan grave falta, todas envían al Casino o a los soportales de enfrente al papá, al tío, al hermanito, o a la criada, cuando carecen de aquellos otros adminículos, para que les avisen efi en cuanto hayan entrado dos o tres familias.
—Y aquella noche, por no ser ningana la primera...
—Justo. Se quedaron todas en casa. Pero hoy no ocurrirá así, porque, para que no se vuelva a repetir el caso, van a reunirse en grupos, unas cuantas muchachas e irán juntas, las primeras o las últimas. Así, entre muchas, se reparte mejor la vergüenza. En casa de las de Osedo se reúnen las de Bergondiño, las de Agraira, la cuñada del registrador, y las de No hay. Con Josefina Rubianes,
La de los cabellos de oro
que al mismo sol dan envidia,
van las de Cuentagotas, las del Presidente y la bisoja de Pelouro —¿habéis visto qué afán de muchacha fea de reunirse con las guapas para destacar?— Las de Lozano, la de Fiogordo, la señorita Ceratosimple, con perdón de Samoeiro, y la de Castro Retén, formarán otro grupo... Y así sucesivamente. Ya verás; una fiesta magnífica.
Sí que lo fué el baile que el Casino de Caballeros de la ciudad de Santiago de Compostela dio la noche de tal sábado dos de Febrero, día de la Purificación de Nuestra Señora. «Desde muy temprano —según relataba Tafall al siguiente día en los «Ecos de Sociedad» de la Gaceta de Galícia— numerosísima, brillantísima y selectísima concurrencia, entre la que destacaban, parisinamente ataviadas, bellísimas y elegantísimas damas que son el encanto y orgullo de esta ciudad, rayos de sol estival en los tenebrosos días de nuestro pluvioso invierno, discurría por el amplio salón amarillo del aristocrático Casino de la Rúa del Villar»...
No a la hora en punto, como aseguraba Tafall, pero sí treinta minutos después... pongamos cuarenta y cinco, y aún mejor sesenta para que no nos cojan en mentira —lo cual produjo alguna alarma en los muchachos que esperaban en el vestíbulo— fueron llegando ellas en grupos, como anunciara Barcala.
Al verlas acercarse, los quince o veinte rapaces de la Comisión receptora irguieron aún más de lo que estaban sus tiesos cuerpecitos, tiraron despiadadamente de los puños de la camisa hasta casi sacar las mangas enteras, atusáronse el bigote los que disfrutaban este inestimable don del cielo, adoptaron todos unas posturitas interesantes, mirando de soslayo al espejo, para juzgar el efecto, y, cuando ellas entraron, adelantáronse, galantes a recibirlas, ofreciéndoles con rendidas cortesías bonitos carnets de baile, primero, y el brazo, después, para ascender lenta y procesionalmente por la escalera, «profusamente iluminada» según hacía notar la Gaceta aludiendo al candelabro de gas que había en su comienzo y que sólo se encendía en estas solemnes ocasiones.
Uno de los vocales de la Directiva, el más joven, presidía a estos rapaces, quienes ciertamente no necesitaban tutor para desempeñar su cometido con toda la cortesía y la prestancia de un viejo diplomático. El vocal de turno en esta ocasión era el señor don Octavio Fernández Valiño, más conocido por Maragota, lo cual tenía muy molesto a nuestro irritable amigo el señor Roquer y Paz, don Gerardo, quien había advertido a sus camaradas Casimiro, Augusto y Pepe Madeira que si él, ocupado en acompañar a otras damitas, no llegaba a tiempo, en modo alguno consintiesen que el otro diera el brazo a la de Castro.
—Descuida. Pero no pases pena. Aunque él se lo ofrezca, ella no lo aceptará —aseguró Augusto.
Como si las hubiesen llamado con campanillas, entraren entonces en el Casino, la de Castro Retén, Elvírita Briay —fueron de ver las zalemas que ante ella hizo Samoeiro—, las niñas y la esposa de don Ventura y otras muchachas y mamas.
Al ver a la de Castro, Fernández Maragota avanzó presuroso y decidido, inclinóse ante ella con una profundísima reverencia, una cortesía de cámara regia... y cuando se irguió y adelantó su brazo para ofrecérselo a Carmen, la encontró riendo al ver ante sí, haciéndole igual ofrecimiento, a Barcala, Gerardo y Augusto, quienes, como Valiño, demandaban el honor de ser sus caballeros para conducirla al salón de baile.
—Muchas gracias —dijo la hermosa muchacha—. Son ustedes muy galantes.
Y, sin darle importancia, sentenció el pleito tomando el brazo de Augusto.
Gerardo entonces ofreció el suyo a Filo; Barcala dio remolque a Moncha, quien pagó la galantería con un peIlizco que hizo dar un respingo al descuidado Casimiro, y Maragota tuvo que cargar con doña Segunda.
Así que dejaron a las damas en el tocador, Augusto, Barcala y Gerardo juntáronse, miráronse y riéronse en las propias barbas del propio Fernández Valiño, el cual, lanzándoles una de sus olímpicas miradas, les colocó su sentencia favorita:
—Más reirá el que ría el último.
—Le aconsejo a usted —díjole Barcala— que no se ría nunca, porque se pone muy feo.
Por fortuna, la salida de las damas cortó la escena. Los caballeros las condujeron al salón de baile, donde apenas se acomodaron las muchachas, acudió con mucha algazara a saludarlas una nube de rapaces, pidiéndoles los carnets para inscribirse en ellos.
Gerardo aptuntóse en el de Carmiña un vals y un rigodón.
—Si usted me lo permite —dijo al devolvérselo.
—Es usted muy ambicioso —contestóle ella.
— Mucho.
El sexteto Curros, colocado en la galería del fondo, rompió a tocar un vals, uno de esos encantadores valses de ritmo lento y sentimental, que nunca olvidamos y que, al recordarlos después de muchos años, lejana ya la juventud, traen, sin saber por qué, lágrimas a los ojos y trémolos a la voz... Y nunca podemos concluir de tararearlos...
Al sonar la música deshiciéronse los grupos que ocupaban el centro del salón de baile: una cámara larga, adornadas las paredes con espejos de marco dorado y rodeada de mullidos sofás y sillones de damasco amarillo. Los hombres que no bailaban replegáronse a las puertas y se amontonaron en «la leonera», temido refugio de murmuradores y pollos tímidos; las mamas se juntaron en corrillos y las muchachas esperaron impacientes y emocionadas a que ellos avanzasen gentiles, gallardos, un si es no es serios, se inclinasen correctos y ceremoniosos ante ellas y las lanzaran a las delicias del vals.
Las que no tuvieron quien las sacase a bailar fingieron, sonriendo, indiferencia. Acaso alguna sintió ganas de llorar. Disimularon charlando risueñas. Quizás vengaron en las otras el desdén de ellos... Perdonadlas en gracia a su dolor. Vistiéronse alegres, ilusionadas para asistir a la fiesta; halláronse bellas en el espejo; creyeron su atavío el más elegante... y luego se vieron olvidadas, desdeñadas...
Mas he aquí que ha sonado en la orquesta la hora de Gerardo. Este vals es su vals. Nuestro hombre, al oír los primeros compases, ha sentido cierta emoción, después una vaga inquietud. Fingiendo indiferencia, atraviesa el salón, un poco pálido, un poco nervioso, y cuando llega ante Carmiña, que al verle venir hacia ella se ha puesto colorada y se abanica muy de prisa, hace una graciosa reverencia y con la voz un tanto temblona, dice:
—Este es nuestro vals, señorita.
Ella se ha levantado, sin decir palabra, le ha tendido una mano, se deja coger por la cintura y comienzan a girar, rítmicos, ingrávidos, silenciosos... jOh, el divino placer del primer vals con la mujer amada...!
Las parejas que bailaban en el Casino de Caballeros de Compostela, este baile de elegancia, eran pocas y buenas. El de los buenos valsadores era uno de los orgullos locales. Valsaban al mismo tiempo sólo dos o tres parejas, mientras las otras, para dejarles espacio, aguardaban su turno formando círculo. La concurrencia seguía con interés los raudos giros de los bailarines, y cuando se detenían para hacer lugar a otros, un murmullo de aprobación premiaba su habilidad.
Dio Gerardo las primeras vueltas sin hablar palabra, abandonándose al placer, a la dulce emoción de conducir aquel cuerpo alígero, poniendo toda su alma en retener a Carmiña en este abrazo, temeroso de que se le desvaneciese. La agitación del baile había pintado la cara de la señorita de Castro de un divino carmín, y los rizos, aquellos ricillos coquetones que orlaban su frente, jugueteaban provocativos al ritmo del vals.
Hicieron alto, y el estudiante, que desde la víspera venía preparando un elocuente, florido y persuasivo discurso, no supo decir más que este cumplido vulgar:
—Baila usted maravinosamente.
Deplorable.
Volvieron a valsar y tornaron a hacer alto sín que a Gerardo, presa de una gran irritación contra su timidez y su torpeza, se le ocurriese nada. Fué después, en la última vuelta, cuando escapáronsele, atropelladas, sin preámbulos ni circunloquios, con toda la elocuencia de su expresiva sencillez las palabras que él quería rodear de imágenes, metonimias, sinécdoques y metáforas, creyéndolas, ¡inocente!, de más fuerza:
— ¡Carmen, Carmen; la amo a usted con toda mi alma!
Ella no contestó; pero el carmín de su cara adquirió tonos más vivos, se agitó su pecho, y las largas, las sedosas pestañas que defendían los ojos maravillosos, temblaron.
Vencida ya la timidez, las palabras salieron a borbotones de boca de Gerardo, desordenadas y cálidas. ¡Al diablo el discurso tan trabajosamente preparado! Esto otro era mejor. Una por una refirió el rapaz las etapas de su pasión; la impresión que recibiera aquella memorable tarde en casa de don Ventura; el efecto de las canciones; el dolor de las repulsas; los días de encierro; su desesperación; la alegría, la esperanza y el temor de esta hora feliz; todo. Él mismo, que nunca se detuviera a analizar sus sentimientos, sorprendíase ahora al descubrir su extensión.
Había concluido el vals, era el descanso, y Gerardo, después de dar, paseando lentamente por el salón, la vuelta de rúbrica con su pareja, sentóse al lado de Carmen sin enterarse de las miradas de curiosidad de que eran objeto. Para él no existía entonces nada fuera de aquella mujer que le oía silenciosa y le miraba atenta y escrutadora, queriendo descubrir en sus ojos la verdad de aquellas palabras tan bonitas y apasionadas. Él, así que lo hubo dicho todo, la apremió para que le contestase.
¡Qué apuro! Costóle a Carmiña gran trabajo dominar su turbación. Cuando lo hubo conseguido, habló con toda franqueza, segura, reposada. Era incapaz de hipocresías; para ella, estas no eran cosas de juego o pasatiempo. Una mujer sólo ha de entregar su corazón una vez y, antes de darlo, ha de mirarse mucho para no destrozar su vida... Carmiña no creía en el amor que el estudiante pintaba con tanto fuego.
—No se altere usted y óigame. Nosotros no nos conocemos, y, aun suponiendo que esa pasión que usted pinta con tan vivos colores fuese cierta y no una impresión pasajera con que le engaña la necesidad de buscar distracción al tedio de esta vida provinciana —recalcando las palabras—, o — todavía con más intención— el deseo de distraerse para borrar el recuerdo de otros amores... Déjeme usted concluir. Aunque no sea nada de esto, sino un sincero movimiento de simpatía el que le impulsa, ¿sabe usted si después, al conocerme, al pasar tiempo, no rectificaría sus sentimientos?
—¡Nunca! Yo la conozco a usted perfectamente, como usted a mí...
—Precisamente por eso. Usted es un hombre que ha vivido la vida turbulenta de Madrid; yo soy una pobre señorita de pueblo...
La obsequiosidad de la Junta del Casino dejó aquí por entonces el pleito. Acompañados por un señor de la Directiva y un pollo de la Comisión, llegaron dos mozos con sendas bandejas de dulces y helados que fueron ofreciendo a las damas. Formáronse bulliciosos corrillos para tomar este frugal refrigerio. Los pollos brindaban sus claks como bandeja. Las madamitas aceptaban los helados y las pastas con mil remilgos. Luego repetían. Las mamás no se andaban con melindres, pero también «recuncaban». En todo el salón reinó una franca y juvenil alegría y la reunión adquirió un grato carácter familiar. Augusto Armero definió acertadamente:
—Esta hora de las merendiñas te es la mejor del baile.
Cuando en el rigodón reanudóse la vista del pleito de Gerardo, tornó éste a la carga con más brío que antes, pero sin que sus palabras, continuamente cortadas por el ir y venir de las figuras, acabaran de convencer a la de Castro.
—Ya no sé qué decirle a usted —confesó él ingenuamente, vencido, desalentado— ni cómo desvanecer su desconfianza. Estoy dispuesto a todo lo que usted me pida para demostrarle la sinceridad de mis palabras. ¿Hace falta que me tire de la torre del reloj abajo; que prenda fuego a la ciudad? Pues mañana tempranito los santiagueses estarán convertidos en chicharrones y yo hecho una tortilla también achicharrada.
Rióse ella y pareció ceder un poco. No dio el anhelado sí, pero pidió pruebas. Gerardo debía comprender que ni su vida anterior, que en Santiago conocíase por referencias, ni la de troula y ociosidad que ahora llevaba eran muy seria garantía para que una muchacha formal se fíase de sus palabras por mucha fuego que pusiese en ellas.
Él protestó. De su vida en Madrid hablábase con mucha exageración. No había sido un santo, más tampoco un demonio. A lo sumo, y valiérale su sinceridad, un pobre y arrepentido pecador. En cambio, su vida en Santiago, no tenia tacha.
—¿Cómo que no? —le interrumpieron—.¡Ay, hombre, usted como tranquilo lo es! ¡Vida de Santo! ¿Pues y las cenas, los alborotos callejeros a media noche, las timbas en la posada y las modistillas de la rúa de San Pedro...?
¡Oh, oh! Fuera de lo de las modistillas, que era una formidable calumnia, ¡lo juraba por su honor!, ¿qué había en lo demás de desusado y que no hiciesen, con más o menos ruido, los otros estudiantes, sin que por ello padeciera su crédito y fama?
—Más ahora que caigo —la interpeló bruscamente—, ¿Por quién y por qué está usted tan enterada de mi vida?
Quedóse ella cortada; pero en seguida se repuso. ¡Es tan pequeño Santiago y hay en él tan pocas cosas en qué ocuparse...! Todos vivían en casa de cristal y, sin querer, sin proponérselo, sabían la vida de los demás.
—Pues por las paredes de mi casa puede usted descubrir la inocencia de mi conducta, sin otras tachas que diabluras sin transcendencia.
¡Qué indulgente era consigo mismo! Mas, aunque todas sus locuras fuesen juegos inocentes, ¿cómo calificar su ociosidad, su despego de los libros, su horror a las aulas? ¿Cómo disculpaba su nota de mal estudiante?
¿Pero era eso lo que le uacía desmerecer a sus ojos, lo que impedía a sus labios pronunciar !a palabra tan anjelada? Pues si ahí estaba el medio de alcanzarla, dispuesto hallábase Gerardo desde aquel momento a eclipsar a fuerza de estudio, a los siete sabios de Grecia.
—Hasta de asistir a clase soy capar, si usted quiere. Usted manda y yo obedezco. A mí no me hace falta la carrera ni, cuando la concluya, he de utilizarla; pero quiero probar a usted de cuánto soy capaz para merecer su amor. Acaso sea más fácil tirarse desde la torre del reloj de la catedral; pero puesto que a usted le gustan los hombres sabios, sabio seré. Asistiré a clase todos los días; estudiaré como un bárbaro; me compraré unas gafas para estar más en carácter, un sombrero ancho, y un gabán con unos bolsillos muy grandes que llevaré siempre llenos de libros y papelotes... Y ahora Carmen, Carmiña bonita, Carmiña buena. Carmiña santa, como le dicen a usted sus pobres, «hágame un bien de caridad», dígame que cree en mis palabras, dígame...
—Estudie usted... Le dará una alegría muy grande a su padre.
—¿Ya usted, no?
—Estudie usted.
—Bien; puesto que usted lo quiere, estudiaré, y usted premiará mi trabajo, «Premio al mérito». Porque yo quiero interpretar sus palabras del modo más grato y conforme a mis deseos, y hago de ellas una hermosa promesa con la que sustituyo una duda que me desesperaba.
Había terminado hacía rato el rigodón. El sexteto inició un vals. Otro joven sacó a bailar a la de Castro. Gerardo, impresionado todavía, fuese a fumar a la «leonera».
—¿Enhorabuena? —le preguntó Casimiro.
—No lo sé. Sí y no.
—Sí, chico, sí. Moncha me ha contado que hablan mucho de ti, que Carmen se interesa grandemente por tu persona y acciones. Saca la consecuencia.
La fiesta continuó animada y bulliciosa hasta muy cerca de las seis de la mañana. Todavía encontró Gerardo manera dé bailar otra vez con Carmiña, gracias a la cesión del último vals, que le hizo Augusto.
—¿Qué va a decir la gente? —protestó día—. ¡Bailar con usted tantas veces!
—¿Por qué preocuparse de los demás cuando sólo debemos pensar en nosotros? Yo quisiera que no acabase nunca esta noche; que este vals fuese eterno...
—¡Qué locura!
—¿Tampoco esta locura quiere usted permitirme? Déjeme usted ser loco ahora, que los locos son felíces algunas veces creyendo realidad sus fantasías.
—No; quiero que sea usted formal, para que luego, cuando hayan pasado muchos años, recuerde que en una coitadiña señorita de pueblo tuvo una amiga que le aconsejaba bien.
—¿No quiere usted que la olvide?
—¡No...! ¡No me pregunte usted más! ¡Déjeme, Gerardo, déjemel
Cesó la música. Él suplicó todavía:
—¿Y si yo le pidiera, para recuerdo de esta inolvidable noche, esa camelia que lleva usted en el pecho?
Nada contestó Carmiña; pero cuando, del brazo del madrileño, bajaba la escalera, envuelta en un elegante y blanco albornoz que hacía más gallarda su gentil figura, aprovechando la confusión de la salida, entregó disimuladamente a Gerardo, sin decir palabra, la camelia roja que toda la noche reposara feliz en el lecho imperial de su seno. El estudiante besó la flor con transporte antes de colocarla en la solapa del frac.
—¿Qué hace usted? —le dijo ella, temerosa que los observaran.
—No nos ve nadie. Todos están ocupados en gozar los últimos minutos de felicidad de esta noche venturosa.
Gerardo acompañó a Carmiña hasta los soportales de enfrente sin soltar su brazo, a cuerpecito gentil. La madrugada estaba fría, pero él no se enteró.
—¡Ay, por Dios, ratírese usted que va a coger una pulmonía!
—No tengo tiempo de coger nada; tengo mucho que estudiar.
Después fuese con sus amigos a cenar en la dulcería del obeso Blanca, inmediata al Casino. Él, ensimismado, habló poco y apenas si prestó atención a lo que decían los demás comentando en una charla incoherente, atropellada y jubilosa los incidentes del baile.
—¿No sabes? —le dijo Armero—. Maragota encargó a don Ventura que preguntase a Carmiña si le permitía inscribirse en su carnet.
—¿Y qué le contestó ella?
—Que lo tenía lleno.
Sonaban las siete en el reloj de la catedral cuando salieron de casa de Blanca. Dormía la ciudad. Estaban apagados los faroles y apenas si una tenue, una indecisa claridad iluminaba vagamente las cosas. De vez en cuando interrumpía el silencio en que todo yacía el choclear lejano de unos zuecos. Camino de la catedral, pasaban presurosas algunas mujeres, tocadas con mantillas de paño negro y llevando en la mano un rosario. Casi todas vestían hábito. Deslizábanse silenciosamente, más que andaban, pegadas a las paredes. Otras mujerucas volvían de la misa de alba, que habían oído en San Francisco.
Casimiro y Roquer entraron por la puerta de las Platerías en la catedral, para acortar camino atravesándola y saliendo por la de la Azabachería. Un mendigo valleinclanesco, llena de lamparones la cara y medio comida la nariz por la lepra, levantó, salmodiando mecánicamente una petición, la pesada cortina que defendía el templo del frío de fuera, y así que hubieron pasado los estudiantes la dejó caer y volvió a la disputa en que estaba metido con otros dos pobres, dos peregrinos que se acurrucaban en el pórtico. Un aire húmedo, pero menos frío que el de la calle, acarició a nuestros amigos al entrar bajo las altas bóvedas del románico templo.
Por las amplias naves iban y venían muchas figuras, borrosas en la indecisión de la luz matinal que caía de las altas polícromas vidrieras y no permitía distinguir con claridad, al primer golpe de vista, los objetos. Arrodilladas ante el altar mayor, donde lucen continuamente en colosales y argénteas lámparas las débiles mariposas que alumbran día y noche la imagen de plata del Apóstol vencedor de moros, adivinábanse una porción de mujeres. Rezaban unas con los brazos en cruz, colgando de la mano derecha el rosario, que pasaban lentamente. Otras decían en voz alta sus oraciones. Algunas, al concluir sus plegarias, besaban humildemente el suelo. Una aldeana vieja arrastrábase penosamente de rodillas, dando así la vuelta al crucero en cumplimiento de algún voto. De un rincón salió un hondo suspiro, con que un alma acongojada apoyaba una petición que sólo podían resolver en la altura.
Andando de medio lado, inclinándose ante todos los altares y saludando con cumplidas cortesías a todo el mundo, pasó junto a los estudiantes, envuelto en un largo gabán, un señor, cuya cara todo eran patillas rubias, nariz y gafas.
—Ahí tienes a Jesusiño el Fagot —dijo Casimiro a su camarada—. Un alma de Dios, que se pasa aquí toda la mañana oyendo misas, hasta que llega la hora de regalarse con el concierto de órgano que acompaña a la conventual, y la tarde leyendo papeles de música en el almacén de Berea. He aquí una vida lisa, igual, feliz, envidiable, reducida a sus misiñas, su órgano, su fagot, sus papeles de música y sus saludos. ¡Y la gente matándose por las vanidades! Yo le hice una vez, por Inocentes, unos versos en gallego. Jesusiño se había muerto, y, todo tembloroso, acercábase a la puerta del cielo con su fagot y sus papeles de música bajo el brazo. «—Ahí viene Jesusiño» —decía alegremente San Pedro. Jesusiño llamaba muerto de miedo. San Pedro abríale poniendo una cara «feroche» que concluía de acongojar al infeliz. «—¿Qué traes, Jesusino?»— preguntaba el portero celestial. «—Pecados, señor.» La portería regocijábase con un acorde wagneriano de campanitas de cristal y plata las risas de los ángeles, que hacían la tertulia al portero El pobre Jesusiño tenia un momento de pavor. «—Pasa bendito, pasa» —decíale, por fin, San Pedro. Entonces jesusiño vacilaba y preguntaba tímidamente al pescador de Tiberiades: «—¿Puedo entrar con mi fagot y mis papeles de música? Son los cuartetos de Beethoven, santiño.» «—Puedes, hombre, puedes; y hasta te sacaremos permiso para que des unos conciertos.» «—¿Y... —tornaba a preguntar con trémolos en la voz— me dejarán bajar de vez en cuando a la catedral a oir una misiña y el órgano?» Y al contestarle afirmativamente, Jesusiño, con su fagot y sus papeles de música bajo el brazo, entrábase por la gloria haciendo cortesías a todos los santos... ¿No estaban mal, verdad? Pero no me atreví a publicarlos y los rompí.
Asomábanse a las puertas de las capillitas los acólitos, todavía soñolientos, repicando las campanillas para avisar a los fieles que allí iba a celebrarse el Santo Sacrificio. Casi todas las personas que oraban ante los altares del Apóstol y de la Virgen de la Soledad levantábanse presurosas y se dirigían al lugar donde el llamamiento había sonado.
Cruzaron los estudiantes el ábside, obscuro siempre y más a aquella hora. En una de las capillitas decía misa un cura. Apoyado el cuerpo en un enorme arcón ornado con preciosas tallas, sobre el que tenía un viejo misal que iba leyendo, entonaba un sochantre el canto gregoriano, y de vez en cuando se erguía, ceñíase la capa que llevaba puesta sobre un peludo gabán, apretábase la bufanda que le abrigaba el cuello, soplábase los dedos morcilludos que emergían de unos gruesos mitones de lana, y, sin dejar el canto, golpeaba el suelo acompasadamente con los pies para entrar en calor. Una estatua orante sobre la tumba de un arzobispo oía en éxtasis la misa.
Casimiro explicó a Gerardo:
—Esta es la capilla de Nuestra Señora de la Azucena, del Magistral o de Doña Mencía, que de estos tres modos e la llama. Doña Mencía de Andrade, que fué su fundadora, dejó una renta de trescientos ducados para que le dijesen aquí una misa diaria y seis cantadas al año. Hoy es día de una de éstas y ahí tienes al buen Piporriño desgañitándose y pasando frío por dos cincuenta.
Pero Gerardo no le oía, fija su atención en una figura de mujer que, después de orar brevemente ante el Apóstol, dirigióse hacia la nave de la Soledad.
—¿Has visto, Casimiro? Juraría que ts Carmen aquélla.
—Es muy posible. Como hoy es domingo, muchas de las rapazas que anoche estuvieron en el baile, antes de acostarse, y después de cambiar las galas con que nos deslumbraron por otras vestiduras más humildes, vienen a cumplir con el precepto. Es una costumbre de comodidad. Así luego pueden dormir más tiempo. Precisamente al entrar vi a las de Lendoiro.
—Vamos a la Soledad.
—Vamos, y, de paso, saludaremos al insigne Mateo. Dígote que es un pecado entrar en la Catedral y no ir a extasiarse ante la maravilla del pórtico de la Gloria, que alzaron las manos excelsas del maestro.
Ante el altar de la Virgen, arrodillada al pie de una de las altísimas columnas, clavados los ojos suplicantes en la imagen de la Dolorosa, estaba Carmiña. ¿Qué pediría?
Llevaba el mismo sencillo traje obscuro de la antevíspera, y medio escondía la cara en el tul de la mantilla. Estaba todavía más guapa que con las gasas y las sedas del baile, o al menos parecióselo a Gerardo, quien para no ser visto se incrustó en la pared, cerca de un confesonario cerrado, y ordenó imperativo a Barcala, que obedeció sin replicar:
—No sigas. ¡Vete!
Carmiña no reparó en ellos. Tenía los ojos y el corazón puestos en la Virgen. Desde su observatorio veíala Gerardo impetrar fervorosa a !a Madre de todos con una mirada tan intensa, que el madrileño se conmovió hondamente, sintiéndose objeto de aquella plegaria. Estuvo tentado de acercarse a la de Castro, pero fué discreto, y supo contenerse. Dejó que terminase sus oraciones, y así que la vio partir, recogida y grave, fuese en busca de Barcala, a quien oía taconear en el Pórtico de la Gloria distrayendo de sus rezos a una aldeana, que con los dedos metidos en los cinco hoyos labrados en la marmórea columna de la Virgen por los millónes de manos allí posadas en tantos piadosos siglos, enviaba al cielo sus cinco Avemarias.
—¡Chicol —dijo el poeta extasiado, a su amigo—. Yo no me canso de admirar este prodigio. Dan ganas de ponerse a gritar: ¡Viva Mateo! ¡Mira esos ropajes! ¡Mira qué expresión la de esas figuras! ¡Qué delicadeza! ¡Qué colorido!
Y señalando a los ancianos del Apocalipsis, los maravillosos tañedores que rodean al Salvador, púsose a recitar, entusiasmado, los versos de la inmortal Rosalía, con escándalo de las beatas que hacían cola junto a los confesonarios de los jesuítas:
¡Védeos! Parece
Q'os labios moven, que falan quedo
os uns c'os outros, e aló n 'altura
d'o ceo a música vai dar comenzó,
pois os groriosos concertadores
tempran risoños os instrumentos.
¿Estarán vivos? ¿Serán de pedra
aqués sembrantes tan verdadeiros,
aquelas túnecas maravillosas,
aqueles ollos de vida cheos?
—¡Mira, mira aquel de carita de niño que se ríe con esa risa ingenua, candorosa! Es San Daniel. San Danieliño. Una tradición bárbara supone que se reía de la opulencia pectoral de Ester, esa otra santa que tiene enfrente, y un día el cabildo mandó alisar tales esplendideces, dejando a la santa como ves: Tanquam tabula rasa...
—Vamonos, Casimiro —le interrumpió Gerardo—, No estoy para arqueologías.
—¡Ah, hombre bárbaro y egoísta! Porque eres feliz no tienes ojos para admirar las obras del genio. Pues yo te juro que, si no fuera porque me vence el sueño, no me iba de aquí en toda la mañana... Pero me estoy cayendo. ¡Adiós, santiñosl —y dirigiéndose al Santo d'os croques, la estatua del glorioso escultor que está en perpetua oración, arrodillada a espaldas de la maravilla que tallaron sus manos prodigiosas, le saludó con un ademán amistoso—. Perdona, Mateo. Non podo mais.
* * *
Cuando Carmiña Castro Retén volvió a su casa, ya estaba su padre levantado. Besáronse cariñosamente.
—Anda a dormir —le dijo don Laureano—. ¿Te has divertido mucho?
—Sí, papá. Y tengo que decirte una cosa. Gerardo Roquer se me ha declarado.
—¿Y tú qué le has dicho?
—Yo le hubiera contestado que sí, porque ponía tanto calor en sus palabras, juraba amarme con tanta vehemencia que parecía hablar verdad; pero él dijo antes que yo era una buena distracción para entretener el aburrimiento de su estancia en Santiago…
—Y le has dado la repulsa que merecía.
—No, papá... No he tenido valor. ¡Hablaba tan persuasivamente!... ¡Es tan simpático!... Yo le he pedido que me pruebe su amor cambiando de vida. No sabía qué otra prueba pedirle... ¿Tú crees que cambiará? ¿Serán verdad sus palabra? Yo quisiera que lo fuesen porque es muy simpático..., porque me gusta... ¿Tú crees que es verdad que me quiere?...
Don Laureano sonrió bondadosamente.
—Yo creo —dijo— que tú eres digna de que un hombre de bien se enamore de ti. Anda; anda a dormir, hija. Rézale a tu madre y deja que el tiempo descubra la verdad que guardan los corazones... Anda; duerme... y sueña.
La besó y se fué para que no le viera secarse una lágrima.