XI

 

 

 

Lo creeréis? Salió de Santiago con pena. Él, que había visto nostálgico tantas veces arrancar a la Carrilana, sentía cierta tristeza al partir en la enorme diligencia camino de su Madrid.

Despidióse emocionado de aquellos buenos amigos, de los leales camaradas que le habían hecho conocer la verdadera amistad, la que nace de los impulsos del coraíón sin que el egoísmo mezcle en ello sus miserias, y se prometió guardársela siempre firme y acendrada.

Antes de subir al coche, pasó por última vez por la lalle de la Senra, a pretextó de comprar cigarrillos en el estanco de doña Socorrito para él y Madeira que iba a ser su compañero de viaje hasta La Coruña.

Todo estaba cerrado en casa de don Laureano. Gerardo hubiese querido que una mano blanca saliera por entre las blancas cortinas y le despidiese flameando un pañuelo, naturalmente blanco también; pero no ocurrió así.

Cuando llegó el momento de partir, Gerardo y Barcala juntaron los pechos en un abrazo fuerte.

—¡Siempre amigos, Casimiro!

—¡Siempre, rapaz! Cobreite ley y veóte ir con pena. Que escribas. Hasta Octubre ¿eh?

—Y si puedo, antes. ¡Augustiño, adiós! —aquí otro abrazo apretado—. Ya sabes...

—¡Sé! Descuida; te tendré al tanto de todo lo que ocurra —contestó el servicial rapaz guiñando expresivamente un ojo.

—Sí; no dejes de contármelo todo. ¡Marcelino, gran Marcelino, adiós! ¡Quiroguiña, non te digo nada! ¡Manolito, Casas, Boullosa!... ¡Que me escribáis!

—¡Recuerdos a la Cibeles!

—¡Echa un baile por mí en la Bombilla!

—¡Adiós, Madeira! ¡Buen viaje!

—¡Adiós, canalla!— rugió Madeira alegremente, asomando la cabeza por la ventanilla.

Toda la tropa le gritó a coro:

—¡Madeiriña!, ¿cuándo subes en el globo?

Y le cantaron aquello de:

 

—¡Ay, Pepiño, adiós!
¡Ay, Pepiño, adiós!
lAy, Pepiño, por Dios
Non te vayas!...

 

—¡Que me cuentes cosas de Madrid! —encargó Augusto a Gerardo al arrancar el coche.

¿Qué le iba a contar? A los dos días de estancia en la Corte, tuvo que confesar que los meses transcurridos en la lóbrega ciudad de piedra habían modificado grandemente sus ideas y sentimientos y servídole para contrastar el valor de personas y cosas a quienes antes se lo concedía muy subido. Apenas le dejó libre su padre, corrió a saludar a sus antiguos amigos, que le brindaron el primer desengaño recibiéndole sin los extremos de alegría que él esperaba. Gerardo los descubrió entonces fríos, insustanciales y sin fondo. Gente muy entendida en tauromaquia, muy al tanto de todos los enredos comiqueriles y de otras clases, pero estancados ahí, sin interés por lo que no fuera eso, como si no estuviesen en la edad de las ilusiones y de los grandes proyectos para el porvenir. Muy chistosos, muy divertidos para una juerga o para muchas juergas, pero incapaces de sentir la amistad, de dar el corazón y de sacrificarse por un amigo como aquellos rapaces de Santiago. ¡Si hasta se burlaron de las notas que tanto trabajo le costó obtener! ¡Hubiéramos visto las que ellos obtenían en su caso!

Visitó los cuartos de las actrices, sus amigas, donde también esperaba ser recibido con alegría, y sólo encontró indiferencia. Unas le habían olvidado; otras no recordaban su nombre; las más ni se dieron cuenta de su ausencia, y las menos frágiles de memoria se permitieron burlarse de él, de Galicia y —esto fué lo que más le molestó—de las gallegas.

¿Y eran éstas las gentes por quienes había suspirado tantos desesperados días en Santiago?

Ello no obstante, procuró divertirse cuanto pudo, aprovechando la suelta que le dio su padre. Vociferó en los toros; en un estreno desgraciado en el Príncipe Alfonso dijo en voz alta dos o tres chistes, que tuvieron más éxito que la zarzuelita que se iba al foso; cenó con amigos y amigas en la Bombilla y hasta tuvo una aventura de cinco o seis días con la Diéguez, del teatro de Apolo, una muñequita que, bajo unas embusteras apariencias de delicadeza y fragilidad, ocultaba una mujer grosera, mal hablada, mal pensada, y peor sentida, lo que no le impedía, o acaso lo que le hacía ser una de las cómicas más deseadas de Madrid... Y, a pesar de todo, nuestro amigo se dijo más de una vez que se divertía ahora menos que en Santiago cuando salía por las noches a correr la tuna con los troyanos, para acabar huyendo desaforados delante de los villeus.

Acaso, con aquel su natural vehemente, propenso siempre a colocarse en los extremos, Augusto exageraba un poco y aún varios pocos, por aquella lógica inclinación de los enamorados ausentes a embellecer en el recuerdo el fondo y las figuras del cuadro en que vive el ser querido. El lugar donde mora es el más bello de la tierra y de los astros habitados; el cielo que lo cubre ha sido construido de encargo con las estrellitas más lindas y los azules más bonitos; los habitantes de este alcázar de delicias son encantadores, cordiales y más benéficos y justos que si los hubiesen construido a su deseo los constitucionales del doce; los comestibles, los más delicados y exquisitos de toda España, parecer muy lógico en quien se alimenta de miradas dulces y suspiritos tiernos, y hasta esos potros que en fondas y posadas se designan fantásticamente con el nombre de camas, unos prodigios de comodidad y limpieza.

¿Podían los veintitrés años de nuestro Gerardo sustraerse decorosamente a esta ley general que rige la mecánica de los corazones enamorados?

De vez en cuando, recibía carta de sus amigos y con más frecuencia de Augusto. Unas epístolas ingenuas e incoherentes, por aquella picara volubilidad del ardillesco muchacho, llenas de naderías que Roquer leía siempre con grandísimo interés, empezando por el párrafo aquel. «Las personas de nuestra predilección continúan en el Faramello sin novedad en su importante salud.» «En el baile del Apóstol, muy animado por cierto, no hubo nadie que te interesase. Ya ves que te guardan la ausencia».

Un día, al sentarse a comer, notificó don Juan a su hijo que, solucionados los asuntos que en Madrid le retenían, necesitaba volver a París aquella misma semana.

—¿Qué piensas tú hacer? —preguntó, inquieto, al muchacho.

Precisamente el rapaz recibiera esta mañana una carta de Augusto, que fué para las encendidas ansias de Gerardo como si a un hambriento le obsequiasen con un aperitivo. ¡Ahí era nada! Augusto escribíale desde La Coruña, adonde acababa de llegar, dispuesto a pasarse todo el mes de Agosto en la ciudad sonrisa, «el pueblo más bello del mundo... después de Madrid, naturalmente». «¿Con quién dirás que he hecho el viaje? ¡Envidíame, desdichado! Nada menos que con mi ilustre convecino y respetable amigo don Laureano de Castro y su bellísima, gentilísima y archirresimpatiquísima hija. Estaba de pistón, chico. ¡Pichú canela!, como dicen estos diablillos de modistillas coruñesas. Si la ves te enamoras otra vez, encima de lo que estás. Durante el viaje charlamos la mar. No te nombrábamos porque estaba en la berlina don Laureano, pero te andábamos alrededor.

»Al cabo se le ocurrió al señor de Castro dejarse vencer por el sueño y pudimos hablar libremente. Le conté a Carmen que tú te aburres en Madrid y Carmiña se rió aparentando incredulidad, pero, en el fondo, complacida. Por esta mala costumbre que tengo de ir con la cartera y los bolsillos llenos de papeles, yo llevaba encima tus dos últimas cartas. No sabes el buen servicio que te hicieron: Primero le enseñé aquello de que estás,desasosegado y triste, como si te faltase algo; después le mostré el comienzo de aquel párrafo tan poético en que hablas de ella con tanto fuego. Se hizo la desentendida... pero acábó por alargar la mano, cuando yo, bromeando, hice si le ofrecía o no le ofrecía la carta, se apoderó de ella, leyó ese párrafo y, luego, muy curiosa y atenta, toda la epístola. Y lo mismo hizo con la otra, que cogió en cuanto se la enseñé, sin esperar a que se la ofreciese. Y tornó a leerlas. Tú verás.

»Cuando concluyó la lectura se quedó pensativa. Luego me dijo que tú eres un hombre muy impresionable, muy vehemente y exagerado en tus cosas, y que, por lo mismo se te han de apagar muy pronto los fuegos. Yo bien le entendí que con ello me preguntaba si efectivamente eres o no de ese modo, y negué en redondo el aserto. Entonces se puso seria y, haciéndose la indiferente a ratos, y a ratos sin ocultar su interés, me pidió noticias y noticias de tu persona. No se cansaba de preguntar, unas veces por este sistema gallego de las afirmaciones y otras haciendo francamente la interrogación. Excuso decirte cuáles fueron mis informes, haciéndote completa justicia. Te pondré minuta de mis honorarios de abogado.

»Una de las cosas que más le interesaron fué saber si la aventura amorosa que determinó tu destierro a Santiago había concluido. «¿No habrá vuelto a reanudarse ahora?» —me preguntó inquieta. Yo la tranquilicé. Por la noche nos encontramos en el Relleno, que estaba despampanante de mujerío. ¡Qué coruñesas, Gerardiño...! La acompañé un rato. Iba con unas amigas. Al despedirnos le dije que te iba a escribir. «No le cuente nada de lo que hemos hablado», me encargó con mucha insistencia. Yo se lo ofrecí. Ya ves qué bien lo cumplo,

»Hoy se fueron a su Pazo, en las Marinas, a tres o cuatro horas de aquí... »

¡Ella se interesaba por él; ella le amaba!; he aquí la prueba. Sintió viva, imperiosa, irresistible ansia de oir de sus labios la anhelada confesión. Y por eso, cuando don Juan, con grandes deseos de sustraerle a los peligros de la corte, le preguntó por sus planes, él respondió prestamente:

—Yo, si tú no tienes otro pensamiento, y me lo permites, me vuelvo a Galicia.

He aquí por qué —después de haber puesto a su padre en autos de lo que ya tenía noticia por la «detallada y puntual relación de la vida y hechos de su señor hijo en esta noble y hospitalaria ciudad de Santiago», que oportunamente le remitió su leal amigo y rendido servidor don Ventura Lozano y Portilla, ex juez de Órdenes, —el señor Roquer y Paz, don Gerardo, se encontraba a aquella hora matutina de un espléndido día de los primeros de Agosto, caballero en una vigorosa jaca de la tierra, que adquirió de un chalán coruñés, extraviado en una de las fantásticas corredoiras mariñanas en demanda del Pazo de la felicidad, cuyo nombre y situación exacta ignoraba, aunque tenia la seguridad de encontrarlo prontamente. En buscarlo así, a la ventura, hallaba el madrileño una picante y grata sensación, y, aun teniendo tantos deseos de dar vista a sus muros, caminaba en cierto modo sin prisa, como un exquisito que retarda el momento supremo del placer que tiene seguro.

Sin otras noticias de la situación del Pazo que las vagas que Augusto le diera de hallarse en las inmediaciones de la deliciosa ría de Sada, y las contradictorias que recibía de los paisanos de quienes tomaba lenguas, hacía Gerardo contento y asombrado su peregrinacióa, comenzada la víspera.

Había comido sardinas con cachelos en Montrove; almorzó casi por lo fino en la civilización de San Pedro de Nos; bebió el fresco vinillo del Rivero, mismo gloria, con que brinda alegría a los caminantes la taberna de Joaquín, el de Souto, en Armuño; merendó en Lubre y durmió por la noche en Sada, el risueño pueblecillo que apóya la cabeza en la blanda almohada del más lindo valle que pintó la bondad divina y se deja besar los pies por las aguas tranquilas de la ría incomparable.

De pasmo en pasmo caminaba nuestro amigo, solicitada de continuo su admiración por mil bellezas que, en cualquier parte adonde dirigiese los asombrados ojos, descubría. Cuándo era la serena diafanidad del mar esmeraldino, punteado aquí y allá por la blancura de las velas o de la espuma con que lo rizaba una brisa amable. Tal vez, la umbría de una corredoira que perdíase ondulante en un túnel de verdura. Ahora la opulencia y frondosidad de unos pomposos castaños, cuyas hojas temblaban de emoción al recibir las caricias de un cefirillo enamorado y travieso. Aquí la molicie de un verde prado, el murmurar de un regato saltarín y la alegría de las diminutas rosas de los setos que cercan las huertas. De pronto, la sorpresa de una aldeíta escondida entre loureiros; voces femeninas e infantiles que entonan ingenuos cantares de una vaga y tierna melancolía; chirriar lejano de carretas, que se alza sobre el silencio del campo cantando una áspera y prolongada canción de trabajo, de paz y de dicha. El cielo azul, los pinos esbeltos, los frutales próvidos; los castros dominadores, que escalan en tropel los árboles; las iglesitas humildes con sus poéticos cementerios.

 

Siempre en paz;

 

el himno a Dios misericordioso, creador de tanta maravilla, que los pájaros felices entonan a toda hora, modulando el que la Naturaleza dice en el augusto silencio y grandeza de su hermosura... Todo esto, y lo demás que la torpe y pobre palabra humana no acierta a pintar y que sólo puede expresarse con gorjeos de paxariños, susurrar de maizales, árboles y arroyos, aromar, incensar, de rosas y jazmines, melancólico quejarse de los pinos, acariciar de las mansas olas a las arenas de la playa, risas y cánticos de niños y mujeres, tintineo de campanitas de iglesiñas aldeanas... Galicia, en fin, que es todo dulzura. Y paz. Y amor.

¿Cómo pasar insensible entre esta poesía del cielo y de la tierra sin declararse

 

Rendido esclavo de hermosura tanta?

 

La belleza, el sosiego, la apacibilidad de aquella naturaleza singular llenaron de alegría y optimismo el alma del estudiante... Y la brisa marina y el aroma de los campos, que embalsamaban la corredoira, abriéronle un apetito de doscientos mil demonios —¡eran veintitrés robustos años paseando por el campo a la hora del medio día, señor!—, y metió espuelas al caballejo para llegar pronto «adonde lo hubiera».

Y como en Galicia se está en seguida en alguna parte, no tardó nuestro rapaz en hallarse en una carretera y en topar, a los pocos pasos, una casa con el simbólico ramo de laurel colgado a la puerta, en desmontar allí, atar el caballo a una de las argollas de hierro, que para tal servicio había en la fachada, y entrarse en la taberna preguntando:

—¿Tienen algo que dar de comer a un hambriento?

—Habrá, señor. ¿Y luego? —contestó una mujerona que salió de una habitación interior—. Cosas finas no le hay; pero si quiere queso fresco, que hoy mismamente trujéronme de Betanzos, chourizos, sardiñas fresquiñas de Sada y más jamón, hayle de todo esto.

—¡Ni en casa de Lhardy! Vaya por el jamón, el pescado, el queso y una tortilla de chorizos que me va used a servir en seguidita, en seguidita. Pero que por el aire.

—¿De aquella, seica trae mucha hambre?

—Una barbaridad. O dos barbaridades.

—Madrugaría mucho, y después andaría mucho, y claro...

—Mire, maestra: por lo que sea, no me pregunte más y arrégleme eso volando.

—Voy, señor. Ya se ve que es joven. Férvelle a sangre. ¿Cuánto jamón le pongo?

—Mujer, lo que sea.

—¡Ay, yo perjúntolle porque podía querer más y podía querer menos.

—Más, más. ¿No le digo que traigo mucha hambre?

—Luego mucho anduvo —insistió irresistiblemente curiosa la tabernera.

—Andaría el caballo, mujer —rectificó una comadre, que llevaba allí su buena media hora comprando un can gordo de aceite.

Mientras le servían el almuerzo, interrogó el estudiante a la tabernera sobre lo que le interesaba. ¿Conocía por aquellos contornos a un señor de Santiago que se llamaba don Laureano Castro, y tenía por allí un pazo?

—Conozco, señor, conozco; ¿y luego, no le he de conocer? A don Laureano y más a la señorita Carmen. Unos señores, non despreciando a nadia, como no le hay otros. Ella le es guapa de veras y tan amable con los pobres...          ¡Ay, aquí puede preguntar por ellos a todo el mundo, que todos los quieren bien. Viven ahí cerquita, en el Outeiro; la casa dícenle el Pazo de Castro.

Cayósele a Gerardo el tenedor que iba camino de la boca con una apetitosa tajada de faneca, y perdió de repente el apetito con que comenzó a despachar el almuerzo.

—¿De modo que está cerca el Pazo de Castro?

—Sí, señor; muy cerca. Una carreiriña de un can.

No hace falta decirlo, ¿verdad? Gerardo se levantó súbito y se dispuso a salir.

—¿Pero no concluye de comer, señor? ¡Tanta hambre como él traía!

—Ya he comido bastante.

Mas entonces ocurriósele que la hora podía ser inoportuna. Su reloj marcaba la una y media, Estarían comiendo en el Pazo. Por fuerza debía esperar hasta más tarde; las cinco y media o las seis, que era la hora dispuesta por la etiqueta para hacer la visita que deseaba. Resolvió, pues, armarse de paciencia y, convencido del éxito de su viaje, pensó en acomodarse.

—Dígame —preguntó a la tabernera—, ¿Hay por aquí cerca alguna casa decente y limpia donde pueda hospedarme por unos días?

—¿Usted quiere habitación?

—Sí. Y comida.

—Para usted y para el caballo, ¿no?

—¡Claro!

—¿Y va usted a estar mucho tiempo?

— No lo sé. Un mes; acaso más. Tal vez menos.

—¿Y qué quiere comer?

—Mujer, lo corriente.

—¿Y cuánto piensa dar?

—¡Qué se yo!

—Dos, comidas, ¿no?

—Y el desayuno.

—¡Y más la habitación y el caballo!

—Sí, sí. Todo eso —cansado de tan largo interrogatorio—, ¿Sabe usted de alguna casa?...

—¡Ay, José —gritó de pronto la tabernera dando una gran voz.— ¡José, baja! —y volviéndose al joven le interrogó desconfiada.— ¿Cosa mala, digo yo, que usted no vendrá a hacer aquí?

Del piso alto, donde estaba trabajando, bajó el tabernero, un hombre rechoncho que manaba socarronería de toda su persona. La mujer le puso al tanto del caso. ¿Qué le parecía?

—Ay, eso..., allá tú, con perdón de vostede. Habitación hayla; un curruncho en la cuadra, dispensando la palabra, haylo también para el caballo. Comida, en habiendo dinero, cómprase cuanta se quiere; buenas manos para guisarla, gracias a Dios y no despreciando a nadia, no te faltan. Voluntad para ganar una peseta, dispensando la palabra, tenémosla todos; de manera, que allá tú.

—¿Y cuánto hemos de pedirle?

—¿Y qué vas pedir?... El señor que te dé lo que sea, y en paz.

—Eso es. En dando lo que sea...

Tras las mil vueltas, rodeos y circunloquios, inevitables cuando se trata de intereses con un paisano gallego

Mes cuando se trata de ioiecese;» ooa ua paisano gallego, temeroso siempre de que le engañen o de quedarse corto en la ganancia, consiguieron llegar a un acuerdo Gerardo y los taberneros. Un combate homérico. Los patrones sentáronle un poco más de lo debido la mano al joven y éste dejóse castigar tan satisfecho, sobre todo cuando, después de ver las habitaciones que en el piso le ofrecían —una sala con dos alcobas sobrias de muebles y comodidades—, le dijeron, mostrándole por una de las ventanas de su palacio una arboleda y unas casas que se veían en la cima de una colina cercana:

—Aquello es el Outeiro.

Encargóse José de ir con el carro a Sada a buscar el equipaje del joven, que ya debía de haberle mandado Augusto por la diligencia, y Gerardo pensó que el mejor modo de entretener la eternidad de las cuatro horas y un larguísimo pico que faltaban hasta la que había señalado, discretamente para hacer su visita al Pazo, era echarsér a dormir la siesta y así lo hizo, después de pasarse un buen rato en la ventana, fija la vista en los árboles del Outeiro, con la vaga esperanza de ver remontarse a cierta persona en una de aquellas columnitas de humo que se levantaban sobre las casas medio escondidas en la arboleda, para venir volando a darle la bienvenida.

—¡Qué ajena estará de que me tiene tan cerca!

Pensando en la sorpresa de Carmen al verle, en lo que le diría, lo que le contestaría él, lo que le replicarían y lo que debería duplicar, echóse en la cama, dura y estrecha, que le pareció la más blanda y cómoda que jamás disfrutó príncipe venturoso de cuento de hadas. Pero no le permitió dormir la impaciencia. Se levantó en seguida; asomóse a una ventana, luego a otra; a la otra después. Bajó a sentarse a la puerta de la casa. Intentó leer allí un número atrasado de La Voz de Galicia que le dio Tona, la tabernera. Hizo una visita al caballo. Volvióse a «sus habitaciones». Tornó a bajar, y, al cabo de tantas idas y venidas, agotados cuantos recursos puso en práctica para entretener las larguísimas horas que faltaban para la de la visita, a las dos y treinta y tres minutos declaró que el tiempo camina en las Marinas con excesiva lentitud, y de aquí dedujo que, lo mismo que a las cinco y media, podía presentarse en el Pazo a las cinco. A las dos y treinta y cuatro, se dijo que aunque lo hiciera a las cuatro y media no cometería ninguna incorrección, porque en el campo no rige con tanto rigor el horario etiquetero de la ciudad. Al minuto siguiente, al siglo siguiente, marcó las cuatro como la hora de su ventura; que en seguida rebajó en quince minutos, y rectificó al momento, convencido de que nadie podría reprocharle por importuno si aparecía en el Pazo a las tres y media... Y a las dos y treinta y seis, después de haberse cepillado por vigésima vez y mirándose al espejo por centésima, tomo a buen paso el camino «sin pierde» que le indicó la patrona para llegar pronto al Outeiro.

Un poquito larga antojósele la «carreiriña del can» al impaciente muchacho, ignorante de lo elástico de esta vulgar medida longitudinal gallega; mas como todo tiene su término, nuestro amigo hallóse al de su camino en una pequeña plazoleta, ante un rojo portón cerrado que flanqueaban dos bancos de piedra adosados a lo largo de una tapia, por cuyas bardas asomábanse, curiosas, al camino ramas de árboles cargadas de fruta, retorcidos sarmientos y olorosos jazmines y madreselvas. Una cruz de piedra entre mitras de cantería coronaba la portalada.

Detúvose un momento, indeciso, el estudiante y, antes de golpear la puerta con el aldabón herrumbroso, preguntó a un paisano viejo, que cuidaba de dos vacas que hallábanse pastando la hierba de los cómaros en la corredoira vecina:

—Buen amigo, ¿es este el Pazo de Castro?

—Es, señor —contestó el velliño.

—¿Sabe usted, por casualidad, si están los señores?

—Estarán, señor. Yo no los vi salir.

Gerardo alzó el aldabón, pero el paisano le contuvo.

—Non pete, señor. Abra la puerta y entre. En esta casa, Dios la bendiga, éntrase sin llamar.

Levantó Gerardo el picaporte, empujó la pesada puerta, entró y encontróse en el espacioso atrio de una de esas viejas y señoriles casas gallegas que fueron a un tiempo palacio y fortaleza en los lejanos siglos feudales y conservan en su arquitectura huellas de su. historia. A la izquierda, unida al Pazo por una arcada con dos ventanas, alzábase una capillita ostentando sobre su puerta y bajo la espadaña un noble escudo de armas; a la derecha, una tapia, por delante de la cual una parra ofrecía el agrado de su sombra, y, ocupando todo el fondo, el señorío de un severo caserón pétreo de dos pisos, bajo y alto. Un ancho balcón de piedra sobre unas típicas arcadas corría casi a todo lo largo del piso alto hasta la puerta de entrada, a la que subía desde el atrio una escalinata de granito. Sobre la puerta campeaba el escudo de armas de los Castro coronado por un casco de orgulloso airón. Las almenas del tejado y de la pesadísima, ancha, pétrea, chimenea daban cierta reminiscencia militar al Pazo.

Pero Gerardo no vio nada de esto. Ni palacio, ni parra ni capilla, ni atrio. Sólo tuvo ojos para una blanca figura de mujer que, resguardando del sol la linda cara con un rojo pañuelo de seda anudado a la barbilla, bajaba la escalinata arrojando puñados de maíz, que extraía de una carabeliña, a una legión de gallinas y palomas, a las cuales llamaba cariñosamente con una suave y argentina voz, que al estudiante le sonó a cántico celestial:

—¡Churras, churras, churriñas, churras…!

¡Era ella! ¡¡Ella, Dios bendito!!

El corazón de nuestro amigo púsose a saltar violentamente. Sabe Dios los millones de descuidados fagocitos que perecieron en la catástrofe.

Repuesto del susto, avanzó el estudiante, decidido y presuroso, sombrero en mano, y dirigiéndose a la machacha, que le vio llegar con ojos asombrados de los que escapaba el gozo, le preguntó cómicamente serio, procurando imitar el acariciador tonillo de la tierra:

—Rapaciña. ¿Podría usted decirme si vive aquí cierta señorita desconfiada que no cree en la sinceridad y firmeza de un hombre locamente enamorado de ella?...

¿Y luego?

—¡Usted! ¿Pero es usted? —contestó la señorita de Castro, riendo.

—Yo mismo. Gerardo Roquer y Paz, para servir a Dios y a usted... y Él me perdone, que iba a invertir los términos. Me mandó usted volver, y heme aquí muerto de impaciencia por oir una palabrita que tiene usted que decirme. ¿Ha llegado, al fin, el momento de pronunciarla, o tenga todavía necesidad de tirarme al mar de cabeza para que usted me crea?

—¡Oh, pero qué sorpresa! —replicó ella desentendiéndose de la pregunta y dándole con gentil y cordial ademán su mano señoril, que el estudiante estrechó apasionadamente y retuvo en la suya.

—¿Sorpresa nada más?

—¡Oigal ¿Sebe usted que viene muy preguntón?

—¡Digo! Como que he venido expresamente a examinar a usted de una porción de cosas que me corre mucha prisa averiguar.

—A saber: Primera:

—¿Me ama usted?

—Segunda:

—¿Usted me ama?... ¡Carmen, Carmiña! —exclamó el estudiante poniendo en su voz temblorosa toda el alma y atrayendo hacia sí, suplicante, a la señorita de Castro, un poco desconcertada por la sorpresa y la alegría—. ¡Sáqueme usted, por Dios, de penas! Dígame que cree en mí, que corresponde a mi amor.

—¿Pero de veras necesita que se lo diga?... ¡Ay, filliño, qué mal adivino es usted!— respondióle ella, iluminando con una divina sonrisa el alma del estudiante, la tierra, el cielo; todo.

—¡Bendita sea usted que acaba de hacerme feliz!... ¡Gracias, gracias! —balbuceó el rapaz conmovido—. ¡Mal adivino! Quizás. ¿Pero cómo podía yo creer en tanta ventura, si usted se mostraba tan esquiva, tan desconfiada?

—Es que tenía motivos para dudar.

—Pues ya ve usted cómo se ha equivocado. Lo que menos esperaba usted era verme ahora aquí.

—Se engaña usted, Gerardo. Le esperaba. No se por qué, pero le esperaba, y muchas veces, al oir llamar a esta puerta, he creído que al abrirla iba a presentarse usted.

—¿Es que alguien le avisó de mis proyectos?

—-Nadie, era un presentimiento.

—¿Un presentimiento... o un déseo?

—No sé... ¡Vaya, que viene usted muy preguntón y me ha cogido una hora charlatana! No haga usted caso de nada de lo que he dicho.

— Ya es tarde. Las nuestras no son palabras que se lleva el viento. Usted me quiere. Repítamelo otra vez; pero con palabras clases y terminantes. No sabe usted la sed que de ellas tiene mi alma.

—¡Ea!, se acabó. Ahora soy yo la que pregunto. Va usted a contarme muchas cosas.

—Yo sólo sé decir una.

¡Bobiño! Pues esa era cabalmente la que ella quería que le dijese. Sus pensamientos y sus acciones en los dos meses que hacía que no se veían; cómo, cuándo y por qué acordó dejar aquel Madrid tan alegre, tan animado, tan divertido, para ir a aburrirse, aunque sólo fuera unas horas, en la quietud de aquel rincón campesino.

—Porque... ¿usted estará aquí poco tiempo? —inquirió ella, repentinamente alarmada y pesarosa de haberse, dejado ganar por la sorpresa.

—¡No, gloria! —contestó Gerardo devolviéndole la tranquilidad—. Yo estaré aquí todo el tiempo que esté usted... ¡Pero si hasta tengo casa y todo! Somos vecinos, ¿no sabe? —imitando otra vez el cadencioso acento gallego—. ¿Y luego? A título de tal vengo a visitar a ustedes... Bueno, no quiero mentir; a verla a usted.

Y refirió a la joven con frase animada su peregrinación mariñana en busca del que él llamaba, y llamaba bien, el Pazo de la Felicidad, y su acomodo en el lugar de Tatín en casa de José Lapido, más conocido en aquellos contornos por Mascomias, en gracia a subuen diente.  

 

—Mas comías si che deran,
Pero como non che dan
Arrabeas com'un can.

 

—le cantaban, para hacerle rabiar, a la puerta de la taberna, los chicos y, algunas noches, los mozos que volvían de tunar.

—¡Pero qué tonta soy! —interrunipióle Carmen— ¿Pues no le tengo a usted aquí, al sol? ¡Qué cabeza! Perdóneme y venga.

Y, arrojando de un golpe a la pollería el contenido de la carabeliña, subió las escaleras y entró en la casa, seguida del estudiante, al que hizo pasar a una sala amplia, alegre y clara, que recibía luz de una galería, mirador de la gloria de una feracísima huerta.

Deleitábase Gerardo en la contemplación de todo aquello: los muebles recios y sencillos, un gran sofá, unos cómodos butacones y anchas sillas de labrada caoba con asientos de rejilla, dos mecedoras, consolas; una mesita, cargada de libros e ilustraciones nacionales y extranjeras, en el centro; cromos y litografías en las paredes, cosas de Atala y Chactas y de Matilde y Malek Adel, con tal cual vista de Venecia; retratos familiares en las consolas, siempre presididos por los de los «Señores»...

—Siéntese usted —dijo la hermosa muchacha aJ estudiante— . En seguida vendrá papá. Voy a decirle que está usted aquí.

—¿Pero va usted a dejarme solo?

—Supongo que no tendrá usted miedo.

—Pues se equivoca usted; me da un miedo horrible cuando me dejan solo en una habitación. Además, su papá estará todavía durmiendo la siesta... y nosotros tenemos mucho que hablar. No le molestemos.

—Papá no duerme nunca la siesta. Vengo en seguida.

—No me deje usted solo, que grito.

—¿Cómo gritar? A mí me gustan los hombres valientes. Ahí se queda usted. ¡Cuidadito con lo que se hace!

Le amenazó con un dedo y salió presurosa en busca de don Laureano, que estaba leyendo La Fe en su despacho.

—¡Papá! iPapaíño! —dijo la joven abrazándole—. ¡Está ahí! ¡Ha venido! ¡Me quiere!

—¿Quién ha venido? ¿Quién te quiere? —preguntó el bondadoso padre—. ¡Pero, qué torpe soy! El que ha venido es ese bribón de madrileño que ha engatusado a mi niña.

—Bribón, no, papá. Es muy buen muchacho. Ya ves, ha dejado Madrid para venir aquí, sólo porque aquí estoy yo y porque yo le había dicho que volviese.

—Pues aunque tú no quieras, hija mía, es un bribón que me roba una parte de tu cariño.

—¡No, papaíño, ne lo creas! Yo te quiero siempre lo mismo, tú lo sabes. Hasta creo que te quiero más ahora... Sí, sí, más,.. A él le quiero de otro modo que no sé explicarte.

—¡Eso no puede explicarse nunca! En fin..., es ley de la vida. Lo que importa es que él sea digno de ti y que te quiera cono tú mereces.

—¡Sí, papá! ¡Me quiere, me quiere! ¡Estoy segura de ello! ¡Y es muy bueno, ya verás!

—¿No he de verlo, si mis ojos son tus ojos?

Don Laureano acogió con sn hidalga cortesía al estudiante, se entusiasmó oyéndole cantar fervorosas alabanzas de la tierra amada, por la que tanto había suspirado en el destierro; y dejóse conquistar del todo por la simpatía del rapaz, quien tuvo, además, la delicadeza de decirle en seguida lo que le había llevado a aquel rinconcito del paraíso mariñano,

¡Venturos días los que siguieron! Gerardo Roquer vivía eu un mundo ideal, luminoso y alegre, con la luz y la alegría de aquellos campos, de la ría aquella y del cielo aquel, más resplandecientes ahora, porque para embellecerlos e iluminarlos alzábase sobre ellos, irradiando felicidad, la gentileza de una mujer hermosa y el amor de dos corazones jóvenes.

Carmen, segura ya del cariño del estudiante, abandonóse a él confiada y le mostró hasta el fondo su alma inocente y pura. Era otra mujer, una Carmiña infantil, sencilla, ingenua, muy distinta de la grave y reservada señorita que Gerardo conoció en Compostela.

—¡Ay, filliño! —contestó ella, cuando el estudiante se lo hizo notar— , es que entonces tenía que ponerme seria por ti y por mí, porque, si no, te me escapabas.

Y le refirió sencillamente cómo, desde el primer día la fué interesando poco a poco.

—Cuando te vi por vez primera, en el Hórreo, tan pensativo y tan tristón, ya me fuiste simpático. ¡Lo que engañan las apariencias!... No, no te infles, que si yo sé entonces, como supe luego, la razón de tu tristeza, te hubiese odiado. Pero me cogiste desprevenida, y, como te veía tan cabizbajo y aquellos días te dio por vestir de negro, para engañar señoritas de pueblo tontas, pensé que era alguna desgracia de familia, cual la que lloraba yo, la que te tenía de aquel modo, y me diste pena. ¡Boba de mí!... Después, cuando pasabas y pasabas, sin tener una mirada para esta pobriña, ¡qué rabia! «Pues no soy tan fea para que me trate con ese desdén», me decía… ¡Te hubiese ahogado!... Luego me contaron tu historia... y que dijiste que yo era una señorita de pueblo, antipática y cursi. ¡Miren el presumido! ¿Y tú, qué eras? ¡Me dio una ira!... Aunque no tanta como cuando supe que dijeras que yo sería una buena distracción para el aburrimiento de Santiago. ¡Yo, que te quería ya, que te había visto tan contenta, escondidita tras las cortinas de la galería, pasearme la calle!...

—¡Ah!, ¿pero me veías pasar?

—Todos los días. Como lo hacías siempre a las mismas horas, pues, era sabido, cinco minutos antes, a las doce y veinticinco y a las cuatro menos cinco de la tarde, ya estaba de centinela, la señorita cursi, esperando a que pasase el calavera madrileño.

—|Y yo sin verte, sin adivinarte!

—Es que yo procuraba que no te enterases. Con lo presumidos que sois los madrileños, en seguida te hubieses figurado que estaba chifladita por ti... Cuando me dijeron aquello, no volví a pisar la galería... en todo el día siguiente. Al irte tratando, me pareció que efectivamente estabas interesado por mí; pero ho quise dejarme ganar, y tuve valor para devolverte las cartas y fuerza de voluntad para no decirte que , cuando te me declaraste con tanta vehemencia en el baile de la Candelaria. «Si le digo ahora que , me olvidará en seguida», pensé... Además, yo quería convencerme de que tu cariño era firme… De que habías olvidado lo que dejaste en Madrid. Y por eso te fui poniendo condiciones y le pedí que estudiases, porque te quería serio, formal y trabajador, no un tarambana, un perdis, como decía la gente que eras... ¡Qué alegría cuando recibí las notas! «Estas las ha tenido por mí —dije—, porque me quiere y porque le quiero.» Y ya iba a contestarte que , cuando me enviaste el telegrama de tu padre, ¡Qué pena! «¡Ahora, ahora sí que me olvida en Madrid! —pensé—.  Volverá a encontrar a aquella mujer, a enamorarse de ella»... ¡Lloré más!... Mucho le pedí a la Virgen. «Virxenciña quirida. Miña Nai, Virxenciña mía: que no me lo roben en aquel Madrid; que vuelva, como me ha prometido; que vuelva y que me quiera como yo le quiero!»...

¡Y estas cosas dichas con ese dulce acento, con ese suave, garimoso canto gallego que parece hecho para murmurar palabras de amor! ¡Estas cosas dichas allí, al caer la tarde, viendo desde el mirador de la huerta, que domina toda la campiña, cómo desciende del cielo sobre los campos y las aguas la paz del crepúsculo!

Una leve brisa ondula los maizales y riza las aguas de la ría, que vienen mansas, calladas y tímidas a besar la tierra sin par. Una tenue neblina va envolviendo las cumbres de los montes. De allá lejos, por entre las tupidas arboledas, que trepan desde el mar a las alturas de Fiobre, llega, infantil, el sonido de una campanita, al que contesta más cerca el cristal de la iglesiña de Morujiño. El cendal de unas leves humaredas sube al cielo desde las casitas aldeanas como una oración de gracias. Acaso un pajarito retrasado cruza raudo y piando de miedo e impaciencia, en busca del nido. Van esfumándose los contornos de las cosas. Todo es quietud, blandura, paz.  Una dulce, una suave, una grata melancolía se apodera de los corazones. Enlázanse las manos de los enamorados; callan las bocas; bésanse tos ojos. La campanita de la iglesiña canta el Angelus con su vocecita de plata:  «¡Amad, amad!», dice.

Allá abajo, en los prados d'a veira d'o mar, una voz femenina entona, saudosa, un alalá de largas cadencias, que van apagándose, apagándose, como si cada nota quedase colgada en la rama de un árbol paraarrullar el sueño de los pajarillos que allí anidan.

 

—Quixente porque te quixen
Quérote porque te quero,
¡Hasme querer, miña xoia!
¡Hasme querer, falangueiro!