VII

 

 

 

Después de escribir no sé cuántos borradores y de romper infinidad de pliegos de papel, hilvanó Gerardo aquella misma noche una sobria y sentida declaración a la señorita de Castro Retén. A la otra mañana se la entregó, en compañía de un reluciente duro, para que la hiciese llegar pronta y discretamente a su destino, a una de las criadas de Carmen y, poco antes del anochecer hora en que la doméstica acostumbraba a ir a la fuente del Toral, ya estaba nuestro hombre esperando en la esquina del callejón del Peso la respuesta, si ya la había, o las noticias que la moza le diese sobre la acogida que obtuviera la carta.

Aunque el señor Roquer y Paz estaba seguro del favorable resultado de su misiva —¿cómo dudarlo?— no podía reprimir su impaciencia mientras aguardaba, ni le fué posible dominar cierta emoción al acercársele con la sella del agua en la cabeza, misteriosa y seria, la criada de Castro y recibir de sus manos un pliego que sacó del seno.

Calcúlese el efecto que al madrileño le produciría encontrarse con que aquella carta era la suya, la misma que tantos sudores le costara, la que entregó por la mañana tan esperanzado.

—Non a quixo recibir. ¡Miña Nai d'o Carme, «cóma» se puxo! —dijo la fámula en voz queda, llevándose ponderativamente las asustadas manos a la sella—. Y dijome que si tomaba otro papel de ustede me despediría de la casa... Y más mandóme que le devolviera lo que me dió; pero con el aquel del disgusto, olvidóseme el peso. ¡Arrénegote demo! Mañana se lo traeréi.

—¿Pero no te dijo nada más?

—Non me dijo más palabra.

—¿Se incomodó mucho?

—Púsose muy seria cuando le quise dar el papel y no me dijo más nada que lo que le cuento.

—¿Tú le advertiste que era mía la carta?

—Advertí, señor, advertí. ¿Y luego, lo había de callar?

¡Qué desencanto! El amor propio de nuestro presumido amigo sufrió un terrible golpe. ¿Entonces toda aquella amabilidad, aquellas sonrisas, las palabras aquellas que le dijo en casa de don Ventura y las que le oyó otras veces y debajo de cuya insignificancia él creyó adivinar expresiones conforme a sus deseos, qué querían decir?

Mas lo peor, lo más doloroso, era el desdén con que le trataba. Que fuese una mujer de tan mal gusto que tuviese el de darle calabazas, pase. ¿Pero de aquel modo tan poco delicado, tan grosero, para llamar a las cosas por su verdadero nombre?... ¡Rechazar una carta suya sin leerlaL. ¡La muy coqueta! ¡Y decían que era tan seria, tan digna, tan bien educada, la discreción en persona!... ¡Bien se había divertido con él!... ¡Ah!, pero se vengaría.

¡Se vengaría! La pena del Talión, de Caliope o de quien fuese, que él no estaba muy fuerte en estas matemáticas. ¡Ojo por ojo..., etc., etc.!

Saboreando iba de antemano el divino placer, cuando surgió en su pensamiento una duda que ofrecía a su amor propio ofendido una salida decorosa.

—¿No será —preguntóse— que yo he estado incorrecto al valerme de la criada, y Carmen se ha disgustado por ello? Quizás he infringido, sin saberlo, alguna de las reglas fijadas para el caso por la costumbre, ley que con tanta escrupulosidad se observa en este pueblo rutinario y etiquetero. He debido de consultar con alguien antes de dar el paso.

Y, cada vez más aferrado a su ¡dea, se echó en busca de alguno de sus amigos, para que le sacase de dudas. Encontró en el casino a Augusto y, con mil circunloquios para que no descubriese lo que le ocurría, trató de averiguar lo que le interesaba.

¡A buena parte iba!

—Tú le has escrito a la de Castro y te ha devuelto la carta —díjole el avisado rapaz sin dejarle concluir— . No lo niegues. ¡Si no tiene nada de particular! Ni que tú le escribas, ni que ella te haya devuelto la epístola. ¿Tú querías que Carmen te dijese que sí en seguida? Eso no hay en Santiago ninguna muchacha que lo haga. Son cosas de la costumbre... y de la coquetería. La primera carta se devuelve sin abrir... aunque te hay muchas que las abren al vaho del puchero y luego las vuelven a cerrar. ¿A ver la tuya? Está intacta. Carmiña es una muchacha formal. Tú debes escribirle otra carta. La segunda misiva de un enamorado se abre... y se contesta con unas calabacitas no muy rotundas para dar ocasión a nueva insistencia. Entonces se entabla un tiroteo, epistolar con aquello de «Soy muy joven», «No quiero novio», «Pruébeme usted su amor», etcétera, etcétera y al fin se otorga el dulce «sí». Otra cosa sería una grave infracción de las reglas que ha fijado, ignórase quien, para estos casos y que aquí todas las señoritas observan puntualmente.

—A mí me parece que Carmiña es una mujer que está por cima de esas ridiculeces.

—Aquí nadie puede estar por cima de eso. ¡Desdichado de él! Ahora ya sabes todo lo que deseas. Ya me contarás lo que resulte, ¿eh? Aunque no me parece dudoso. Enhorabuena, chico.

Naturalmente, Gerardo se convenció en seguida; escribió otra epístola apasionada, que no le salió del todo mal; a la mañana siguiente buscó a la criada de marras y le entregó el papelito y dos duros, porque la moza resistíase a desempeñar nuevamente el oficio de cartero... y aquel anochecido volvió a recibir, también intacta, la carta con este otro recado definitivo.

—La señorita me ha dicho que le diga a ustede que no vuelva a insistiré, y a mí despidióme, pero luego hame perdonado, a condición de que le devuelva a ustede los dos pesos que me dio. Y aquí le traigo vintecuatro reás, que las otras cuatro pesetas no las pude encontrar con el aquel del sofoco. Ya se las daré. No insistía usté más, señorito, no insistía usté. Además, la señorita se marcha mañana con el señor a la aldea. Le van a la matanza, como todos los años, y no le volverán hasta el otro mes. Tome usted su peso y más esa peseta. Ya buscaré las otras.

Gerardo rechazó las monedas y alejóse sin decir palabra, ofendido, dolorido, furioso. Huyendo de la gente echó por la desierta Fuente de San Antonio, siguió por la solitaria calle de la Virgen de la Cerca, subió la empinada cuesta de las Ruedas y, por la obscura calle de los Laurelés, metióse en su casa, maldiciendo, como en todo el largo trayecto, a la grandísima coqueta que de tal modo le trataba. Al entrar en su cuarto decidió olvidarla; despreciarla. Era lo más sensato. Tal día hizo un año.

Con todo, aquella noche soñó con Carmiña Castro Retén, y aunque tres o cuatro veces tuvo pensamiento de darle muerte con la afilada plegadera que él tenía para estos casos, no llegó a utilizarla, sin que, al despertar, pudiera explicarse el por qué de tanta blandura y de estar todavía con vida la señorita de Castro siendo él quien era y habiéndole ella hecho lo que le hizo.

Al mismo tiempo que se nublaban las esperanzas del señor Roquer y Paz, don Gerardo, encapotóse el cielo y Compostela se vistió su traje más triste para recibir el agua que, pródigas e incansables, arrojaban las nubes sobre la ciudad.

En Santiago no llueve como en el resto del mundo. Allí la lluvia es una cosa de pesadez, de encono, de obsesión. Un llover sin descanso, sin tregua, sin esperanza de sol. Llueve, llueve y llueve. Un día, otro día y otro y otro y otro. ¿Quién pudo jamás contarlos? Unas veces cae el ogua menudita, persistente y fina de «calabobos»; otras arrójase sobre la ciudad en violentos chaparrones, como si sobre el triste pueblo se desplomasen los cielos. Y nunca escampa. Las losas de las calles y los sillares de las fachadas pónense a tono con la situación y adoptan, desde antes de que las nubes se abran, un color negruzco, que es la señal infalible que anuncia a los mojados santiagueses la llegada del enemigo.

Un ambiente de mortal tristeza invade la ciudad. Todos los ruidos de alegría cesan y sólo se oye, monótono, tedioso, tozudo, acabador, el estruendo del agua que arrojan a torrentes por sus anchas bocas las enormes gárgolas, con tanta furia, con odio tal, que salta violenta al tocar las piedras del suelo, como si quisiera subir otra vez a las nubes para dejarse caer de nuevo sobre la maltratada Compostela.

El tránsito callejero, sobre todo en los primeros días pluviosos, queda estrictamente reducido a los estudiantes, que corren, la mayoría sin paraguas, embozados en las capas y muy pegados a las paredes, camino de la Universidad, de la posada o del café; a la escasa gente que tiene negocios a que ir, y a los aldeanos, que, guarecidos bajo los enormes paraguas rojos y enfundados en sus capas de junco, hacen el dúo con el choclear de sus pesados zuecos a la desesperante canción de los canalones.

A prima noche, algunos valientes y los vecinos de la Rúa suelen pasear bajo los soportales. Es un paseo triste, de hombres solos, sobre un suelo húmedo y resbaladizo. Los paseantes, como los pasajeros de un barco en una travesía larga, se miran con ojos hostiles. En los pisos de muchas casas se abren unas pequeñas trampas que sirven de observatorio a los vecinos. Desde abajo se adivina a la familia, sentada en corro alrededor de la mirilla, señalándose a los transeúntes para caer sobre ellos con el hacha de las lenguas.

Para Gerardo no podía llegar el mal tiempo más oportunamente. Desahuciado por la señorita de Castro, vencido por el tedio que manaba de las nubes con la lluvia, encerrado en su cuarto, sin otra distracción que la de ver resbalar por los vidrios la cortina de agua que incesantemente los cubría, teniendo que encender a las tres de la tarde el quinqué que apagara a las doce de la mañana, volvió a hacérsele odiosa la ciudad y pasaba las  horas  maldiciendo de todo.

De todo, pero más que de nada y casi únicamente de Carmiña, Quitémosle el casi, porque las demás maldiciones que el estudiante lanzaba ya sobre unos, ya sobre otros objetos, reconocían una misma causa y obedecian a un mismo sentimiento: Carmen, Carmen y Carmen. La herida abierta en el amor propio de Gerardo, en su vanidad de buen mozo, sangrante estaba, y el malaventurado no hacía más que imaginar sobre ello y blasfemar de «ella». Era para execrarla, para maldecirla; pero al cabo no tenía otro pensamiento, y la figura odiosa y el nombre aborrecible de la infame permanecían, dormido o despierto, en su mente.

¡La grandísima coqueta! ¡Cómo había jugado con él! ¡Cómo se le burlara! Porque sólo siendo ciego no hubiese visto cuánto había de alentador en las miradas, en las sonrisas y en las palabras de Carmiña. ¡Oh, las palabras! Aquella suavidad, la melosidad aquella, la dulzura del acento, el canto al hablar, ¡cuánto engaño, cuánta maldad encubrían! jSi por algo abominaba él de las gallegas, y por algo le fué antipática la primera vez que la vió! Fué una corazonada, y sus corazonadas nunca engañaron al vehemente e impresionable joven. ¡Antipática, sí! ¡¡Antipática y cursi!!

A veces, algo más sereno, preguntábase qué significaba tal pensar constante en Carmiña; pero se tranquilizaba ofreciéndose la certeza de que sólo el odio y el deseo de devolver la humillación que le infligiera la mantenían en su pensamiento.

Por de pronto, quien pagaba todas las que al mlseo afligían era la ciudad, aquel poblachón triste, sombrío, húmedo, manando agua y aburrimiento de todas partes: de las nubes, de los edificios, de las personas... Su padre no sabía cómo era aquello; de otro modo no le hubiese encerrado en tan espantoso calabozo. Y, harto de su reclusión sin objeto en la ciudad lóbrega, anonadado de ver resbalar por los cristales la cortina permanente de agua, llenos los ojos del color negro de los sillares de la casa frontera, cogió la pluma y escribió una vehemente carta a don Juan, suplicándole que le arrancase de allí. Salió en cuanto la hubo concluido, para ir en persona a echarla al correo, como si con esta diligencia ayudara al éxito de su solicitud; mas al llegar al portal, un violentísimo chaparrón cayó sobre Santiago, cual si nunca allí bubiese llovido, y obligó al estudiante a buscar el refugio de su cuarto, en donde, como en otra ocasión memorable, arrojóse en la cama, desalentado, vencido...

—¿Qué es eso? —preguntóle Bárcala, entrando en la habitación, poco después, y plantándose delante del triste—. ¿Morriña tenemos? Mala enfermedad, señor Roquer, y si es, como me huele (y por algo me ha dado Dios esta amplitud de narices), mal de amores, peor. No debes amilanarte de ese modo. Ya sabes aquello del mal tiempo y la buena cara.

—Ya se la he puesto. Acabo de escribir a mi padre una carta apremiante, pidiéndole que me saque de aquí.

—¡Hombre, bien! Muy bien, muy bien. Si pudiese servir esa carta para el mío, pedíatela prestada.

—Y yo te la daría de muy buena gana, porque, por las penas mías, juzgo las que sufriréis los demás, recluídos en este poblacho abominable.

—Sí que es aburrido y tristón; pero, la verdad, desde que tuviste la suerte de ingresar en la cofradía de mareantes de la posada de doña Generosa Carollo, no te habías vuelto a acordar de ello, o, por lo menos, no sentiste el aburrimiento y la tristeza con tanta fuerza que te impulsasen desesperadamente a huir.

—La lluvia.

— ¡Boh! E mais as calabazas; hablemos claro, santilño. ¿Por qué has de negar lo que está a la vista?... ¿Quieres dejarme que meta baza en este juego? Pues te diré que no hay motivo para ponerte así. No me mires con esos ojos asustados. La rapaza lo vale, y es capaz, por bonita, por simpática y por buena, desenamorar a un santo, cuanto más a un madrileño inocente e inflamable como su señoría; pero, ¡caramba!, aun no siendo tú costal de paja, ni pareciéndoselo a ella, según yo creo, «me se figura a mí», como dice don Servando, que estas no son batallas para ganadas en una hora... ¿Y luego, qué quería? ¿Llegar de Madrid con tus corbatas, tus americanas, tus bastones y tus gabanes de última, que son la desesperación de Samoeiro, e ainda mais con eses catro peliños xugando a brisca que tienes en el labio superior, y llevarte la mejor rapaza de Santiago, y si me apuras mucho, y aunque no me apures, ¡carafio!, de las cuatro provincias?... Estáte por ahí, que xa te chamarei. El que algo quiere algo le cuesta, rapaz. Constancia, señor Roquer, constancia, y la victoria será suya, como dice Ramiro en clase un día sí y otro también.

—¡Si yo no estoy enamorado!

—¿Ah, no? Bueno, lo dices tú, y yo lo creo. No sé si te ocurrirá a ti lo mismo. Mientras te convences, para distraer un poco esas murrias y, porque aunque eres rico a nadie le amarga enriquecerse más, te invito, en mi nombre y en el de nuestros señores compañeros, a que subas a probar fortuna en la timbirimba que hemos armado arriba y a que desbanques a ese bárbaro de Samoeiro, que nos está dejando por puertas aunque no sabe tener la baraja en la mano. Tú calcula: púsose a tallar con dos pesos y tiene más de veinte... De paso, si no te molesta, hasme de prestar cuarenta miserables reales de vellón, que necesito para recuperar lo que he perdido, y que, con los ocho pesos que te debo y que no sé cuándo te pagaré, hacen cincuenta pesetas. Ya comprenderás que con este tiempo no es cosa de salir en busca de ese problemático Rafaeliño, el del Siglo, para darle el sablazo.

Dió Gerardo, de buen grado, los dos duros a Casimiro y, un poco despejadas, sin saber por qué, sus nieblas, dejóse arrastrar a la habitación de Samoeiro en el último piso, donde estaba instalada la timba.

Era un gran cuarto que casi cogía toda la casa, y en el cual, después de colocadas cuatro camas con sus correspondientes mesillas de noche y dos aguamaniles —lujo de tocadores y lavabos no había para qué pedirlo allí, ni nadie lo echaba de menos—, todavía quedaba espacio para los baúles de los habitantes de la cámara, seis sillas de Vitoria y una mesa de pintado pino, colocada en el centro de la habitación, para que estudiasen los huéspedes de la sala cuando lo tuvieran a bien, que lo tenían muy pocas veces, y que en esta ocasión, libre de la carga ordinaria de cartapacios, peines, libros, tinteros y cepillos desempeñaba el alto papel de mesa de juego.

Barcala explicó brevemente a Gerardo, que no había subido nunca a estas alturas, la distribución del cuarto.

—Esto son las alcobas; aquéllo los guardarropas; esotro el cuarto de baño; éste el fumoir y salón de recreos...

Ninguno de los huéspedes de doña Generosa, apelotonados alrededor de la mesa, donde con mano torpe y suerte lista tallaba Samoeiro, enteróse de la entrada de Gerardo, intrigados como estaban en saber si llegaría primero una sota o un as, que, sobre aquella, hallábanse frente a frente rodeados de monedas de calderilla, entre las que blanqueaba tal cual peseteja de algún punto fuerte.

—¡Juego! —exclamó'con voz tonante Casimiro— . Dos realitos a la señora sota. Yo soy un hombre galante y no puedo dejar de rendir a tan esclarecida dama el homenaje de mi simpatía.

—No admito boquillas, ya lo sabes —contestó Samoeiro.

—¿Y quién le ha dicho al banquero que juego de boquilla? —replicó Barcala, arrojando con ademán altivo uno de los dos duros sobre la mesa.

—Te cambiaré para evitar líos luego —dijo Samoeiro posando las cartas. Y apoderándose del duro y metiendo las manazas sucias en el montón de calderilla y plata que tenía delante, extrajo unas monedas, hizo la postura que el otro deseaba y le entregó la vuelta—. Dos reales a la sota, y cuatro más dos perros gordos que me debías, hacen una noventa...

—Setenta, Samoeiriño.

—¿Qué más da?

— ¡Ay, pero ti quedaste con dos perros de más!

—¡De todos modos los has de perder...! Toma —entregándole un puñado de calderilla—. En paz.

— En paz; pero yo no te he dicho que te cobrases, y el hacerlo sin mi permiso es un abuso de confianza.

—Es que te somos mortales, Casimiro. ¿Juego?

—Un momento —interrumpió Gerardo—. ¿Puedo jugar?

—Sí, hombre, lo que usted quiera.

—Entonces, puesto que hay banca bastante, póngame este billetito de veinticinco pesetas al as,  y este duro de salto.

A Samoeiro le tembló todo el cuerpo.

—¿Va entero el billete? —preguntó trémulo.

—Enterito.

—¿Pero va usted a jugar tanto dinero de una vez? —volvió a preguntar al madrileño, con voz entrecortada.

—Ya lo ve usted.

—Es que aquí le jugamos para entretenernos, ¿sabe?

—Lo mismo que yo.

—Pero es que si me acierta usted dos cartas así, me desbanca.

—Naturalmente.

—¡Ay, ¿y luego tú qué querías, parvuliño, ganar y no perder? Estáte por ahí, que xa te chamarei.

—Apunta los seis pesos y calla, Ostrógodo.

—Os advierto que si me insultáis dejo la banca ahora mismo.

—¡Qué vas dejar, hom! Tú aguantas mecha ahí hasta que des las tres de últimas —dijo Marcelino Baamonde— . Y ahora me pasas aquellos tres perros gordos de la sota al as y les añades este otro. Y más estos dos, que son los últimos que me quedan, los pones de primeras de as y de... ¿A qué carta vas jugar abajo, Roquer?

—A ninguna. Ponlos de salto.

—Pues van de salto. Son mis últimos capitales, pero ganaré porque voy con Roquer. Punto de la calle, punto seguro.

—¡Y más es verdad! Pásame mi postura al as, Samoeiro.

—Y la mía.

—Lo mismo digo.

—Y la postura de un servidor, que no lo es de usted, también —ordenó Barcala—. Y pones este duro reluciente encima y esta pesetiña de salto.

La triste sota quedó desamparada, sin más amigos fieles que un perro gordo de Casás y un real de Pitouto.

A las tres cartas hizo su solemne aparición el as, y en la sala estalló una tempestad de aplausos y vítores, mientras Samoeiro, lívido, iba pagando posturas con manos temblorosas.

—Dos reales —decía cogiendo un montón de monedas de cobre.

—Cuenta bien.

El banquero extendía las monedas y encontraba escondida entre perro y perro una brillante peseta.

—Ya os he dicho —exclamaba rabioso— que no admito embuchados.

—Paga y calla.

—¿Pero es que aquí no se va a poder dormir? —bramó Pitouto echándose en su cama.

—Ni estudiar; y mañana traemos las eximentes —contestóle Casás sentado en el lecho inmediato—; pero yo haré de modo de no oíros—. Y púsose a estudiar en voz alta:

«—Artículo octavo. No delinquen, y por consiguiente están exentos de responsabilidad criminal... No delinquen, y por consiguiente están exentos de responsabilidad criminal: Primero, el imbécil o el loco...»

Samoeiro volvió a tirar nuevas cartas, y en la sala hízose el silencio, sólo interrumpido por la monótona canción del estudioso Casás.

«—Artículo octavo. No delinquen, y por consiguiente...» ¿Qué cartas han salido, Samoeiro?

—Un siete y un cinco.

—Bueno. «Están exentos de responsabilidad criminal: Primero»... Ponme este perro gordo al cinco... «Cuando el imbécil o el loco hubiera cometido»... ¡El siete! ¡Mala centella!... Ya podíais iros a jugar a otro lado... «Cuando el imbécil o el loco hubieran cometido un delito de los que la ley»...

La buena suerte de Samoeiro, eclipsada brevemente, volvió a brillar en todo su esplendor. Nadie acertaba una carta; todos perdían. Únicamente Madeira, más avisado que los otros, jugaba pequeñas cantidades a la oreja y se defendía tan ricamente. Bien pronto empezaron las quiebras y las posturas de boquilla, que Samoeiro negóse, inflexible, a admitir.

—Pues préstame una peseta —le pidió Boullosa.

—¿Para que juegues contra mí?

—Déjamela tú, Barcala.

—El último perro lo tengo custodiando a ese rey.

—¿Y tú, Casás?

—¿Yo?... «Décima. El que obra impulsado por miedo insuperable»... Pero ahora que recuerdo, Samoeiriño, vendóte aquella corbata que te gusta tanto.

—¿Cuánto quieres por ella?

— Sólo me la puse una vez y me costó seis pesetas en casa de Abollo.

—Doyte una.

—!Ladrón! Dame cuatro.

—Una.

—«Undécima. El que obra en virtud de obediencia debida». Dame tres.

—Una.

—Diez reales, siquiera.

—Cuatro.

—Vaya, seis.

—Toma cinco.

—Pónmelos al rey.

—No; dame antes la corbata.

Dos horas más tarde era Samoeiro dueño de todo el dinero de la posada, salvo siete reales de Madeira, y de una porción de prendas de vestimenta, adorno y combustión adquiridas a precios inverosímiles; un cargamento de calcetines, bastones, cajetillas, cajas de papel de cartas, boquillas, cinturones, fosforeras... ¡bástala chistera de dos mil reflejos de Javierito Flama! Una locura. De Gerardo Roquer llevóse cuarenta y tantos duros.

—Para concluir de ponerme de buen humor —díjole el madrileño a Casimiro.

—¿Y tú no me dijiste cuando empezaste ganando que «afortunado en el juego, desgraciado en amores»? Pues ahora dígote yo: «Afortunado en amores... »