5
Pero no reflexionó. Al menos con respecto al futuro. Sólo pensó en lo que había vivido.
¿Leonardo? ¡Puaff! ¿Los drogadictos? Una caca.
Aquello era un hombre. Aquello era placer y goce y felicidad. Lo demás no era nada.
Comprendió a Alicia. No le extrañaba nada que estuviera enamorada de Martín...
¡Menudo Martín!
Se secó suspirante. Después se quitó el gorro de baño y procedió a cepillarse el rojizo cabello.
Sus ojos pardos parecían luminarias.
Y su boca respiraba con un contenido anhelo.
Sus senos oscilaban aún como dominados por la emoción vivida. Aquella emoción era interna. Estaba en su sangre y en su cuerpo bajo la piel, como estremecida aún.
Una sacudida erótica la envolvió.
Y muy íntima como si todo se menguara y se dilatara al mismo tiempo.
Se desprendió de la felpa y se miró en el ancho espejo que presidía todo el baño.
Aquel baño era enorme.
Como un salón de belleza con la bañera redonda en medio y una ducha que parecía caer, cuando se abría, como un espeso surtidor.
Todo era color oro y negro.
Y los espejos le devolvían su esbeltez, su morbidez. Sus senos de pezones erectos... Toda ella palpitaba.
Empezó a vestirse con torpeza. Le temblaban las manos. Se puso las bragas y el sujetador.
Buscó loción y vio colonia en un armario de puertas abiertas.
La había femenina y masculina y toda clase de sales de baño, jabones y perfumes. Se frotó con una colonia fresca.
Se peinó el cabello hacia atrás y se puso los calcetines y luego el pantalón.
Se calzó las botas y metió por las cortas cañas las perneras de aquel pantalón.
Tenía razón Alicia, Martín era un perfecto amador.
Sabía manejar el asunto.
Jamás se habrá sentido tan feliz.
Le dolían las carnes de lastimar aquella felicidad en ellas.
Apretó los muslos uno contra otro como si aún pretendiera mantener la dicha entre ellos.
Después se dio cuenta de que todo había pasado y que tal vez no sirviera.
La estremeció de dolor el solo pensamiento de que no sirviera.
Él sólo había ponderado su cuerpo, su esbeltez, pero no dijo nada más.
Ni una sola palabra cuando la estaba poseyendo.
Además, pensándolo despacio, daba la sensación de que poseía cerebralmente para tasar las emociones ajenas.
Seguramente era así y ella le parecería una estúpida ingenua. Una idiota.
— ¿Terminas, Lía?
Su voz.
Hasta su voz ronca, vibrante, era distinta.
—Voy ahora — dijo a media voz.
Y aceleró sus movimientos. Se puso la camisa y ató el pañuelo a la garganta y después se puso el suéter.
No tenía allí la pelliza. Seguramente estaría en el salón.
Se miró de nuevo al espejo y se vio ridícula con aquella indumentaria en un arco tan lujoso donde se requerían batas de espuma, camisones de seda natural transparentes... zapatillas de pelusa...
Ella parecía una hippy o una estudiante de quinto curso...
Se menguó sobre sí misma, pero levantó un poco la barbilla como envalentonándose.
Sabía que de poco iba a servirle aparentar una valentía que no existía.
Si le decía que no servía y que se fuera, se moriría de pena.
Aún se cepilló de nuevo el cabello. Su rostro sin pintura parecía algo pálido e infantil.
Debió pintarse para ir, pero es que ella nunca se había pintado.
Salió pisando despacio. Como si temiera que sus botas hicieran ruido en aquel extraño silencio.
Apareció en el cuarto y miró en torno. Una tenue luz sobre la mesita de noche y la cama con las huellas de su cuerpo.
La puerta que daba acceso al salón estaba abierta.
Al fondo de aquél, ante un mueble, vio a Martín en mangas de camisa, sirviendo dos copas.
Al sentir sus pasos, él se volvió.
Mantenía una copa en la mano.
Sus ojos negros no expresaban nada particular.
—Toma — dijo alargándole la copa—. Bebe... Y toma asiento.
* * *
Lía se sentó en un ancho sillón y juntó las piernas y los muslos.
Su postura era infantil, pero eso a Martín no le inquietaba en absoluto. Infantil o no, era de una femineidad sorprendente. De todas las chicas que pasaron por allí a las que él conocía fuera, ninguna como aquella joven.
Tenía sensibilidad.
El sexo para ella era algo más que un acto carnal. Era de dentro. Se estremecía como si la sangre le saltara por las venas y se hiciera un nudo bajo la piel y se desnudara solo.
Se contempló pensativamente, entretanto sostenía la copa y la llevaba a los labios.
—Por lo visto quieres trabajar con nosotros — comentó sin advertirle primero si le gustaba cómo era.
Lía sólo dio una cabezadita asintiendo.
—Según parece tienes novio.
Otra cabezadita de Lía.
—Bebe — invitó él haciéndolo a su vez—. Es un coñac francés que te reconfortará.
Lía se llevó la copa a los labios y bebió. El coñac parecía jerez. Era riquísimo. Lo paladeó más reconfortada.
—¿Piensas casarte con él? — preguntó Martín sin reticencia, como si fuera lo más natural del mundo.
Lía ya no pensaba en nada.
Sólo en Martín.
Por eso se le quedó mirando con sus ojos pardos enormes.
Martín apreció la belleza de aquellos ojos;
Pero no hizo mención de ello, como tampoco hacía mención de lo que había vivido a su lado, lo que tenía a Lía en vilo.
—Si piensas casarte con él, será mejor que olvides a Alicia, a mí y esta casa... Lo comprendes, ¿verdad?
Lía respiró hondo.
Hubiera dado algo por oírle decir «me gustas o no me gustaste». Pero no.
Lo que había vivido con ella parecía haber desaparecido del círculo de su mente.
—No sé si quiero casarme con él — susurró Lía cohibida.
Martín se llevó de nuevo la copa a los labios.
—¿Cuando te acuestas con él, te hace feliz?
—No me acuesto con él — dijo Lía cortada.
—¿No? Alicia me dijo...
—Lo hacemos, pero no acostados.
—¿Cómo?
—Pues...
—Explícame eso. No concibo que no te acuestes. ¿Cómo lo hacéis?
—A saltos, de pie, en un banco.. en el prado... En un cuarto sola, nunca estuve con él.
—Vaya, ya entiendo. Al colegio donde estás no le puedes llevar.
—Oh, no. Es de monjas.
—Ya. ¿Y él no tiene casa?
—La de sus padres.
—Oh.
Y emitió una risita sibilante.
Sus negros ojos se entornaron.
Lía pensó que la estaba mirando fijamente por la rendija que aquéllos dejaban.
—De todos modos — murmuró Martín —, te acuestes o no te acuestes, haces eso...
Lía dio una cabezadita.
—¿Te agrada hacerlo con él? Ya me figuro que será incómodo, pero de todos modos sabrás si te gusta o no.
Lía tuvo ganas de gritarle que mientras no se fue y regresó de Canarias, Leonardo le gustaba. Pero a la sazón no le agradaba en absoluto porque conocía quien lo hacía mejor, como el mismo Martín por ejemplo.
Pero no dijo nada de eso.
No obstante sí murmuró:
—No me gusta demasiado.
—¿Has conocido más hombres que tu novio?
Pensó en los drogadictos, pero recordó que no podía hablar de ellos por Alicia.
—A usted.
—Oh, no. No me trates de usted. Es absurdo. Aquí todos nos tuteamos —y sin transición añadió—: De modo que yo sólo y tu novio. ¿Cuál de los dos te gusta más?
—Pues...
—No me refiero al físico. Digo que haciendo el acto sexual cuál de los dos te agradó más.
Lía tomó aliento.
Martín observó que le oscilaban los senos y le entró una súbita excitación que supo dominar como dominaba otras muchas emociones. Era un tipo cerebral y no podía dejarse dominar por sistemas emocionales.
—Tú — dijo ella al fin.
—Bueno, bueno — parecía que hablaba a una cría, lo cual estaba hiriendo a Lía en lo más vivo —. Siendo así es mejor que le plantees la papeleta a tu novio. Ya Alicia te hablaría del sistema que rige aquí. Yo no quisiera meterme en demasiados pormenores. Sólo quiero que al romper con tu novio busques el pretexto que gustes, menos la realidad. No debes mencionarnos para nada. Eso por una parte. Por otra, si desapareces sin dejar rastro, él pensará que te ocurrió algo y te buscará. No quisiera intromisiones en mis asuntos. Además, hay otra cosa: Si desapareces también de ese servicio doméstico donde vives sin decir que te vas definitivamente, te buscarán. Tampoco quiero ese tipo de complicaciones. Es decir, cuando vengas a esta casa de nuevo será dejando bien sentado fuera de aquí que sigues viviendo y haces lo que te parece, sin mencionarnos, claro.
—Lo haré así.
—¿Estás decidida?
Lía dio dos cabezaditas seguidas.
—De acuerdo. De momento vivirás en esta casa, yo te prepararé para pasar al piso contiguo cuando lo crea conveniente. Es una fórmula que sigo desde que puse este negocio de venta de sexo... Alicia se encargará de comprarte ropa — miró la indumentaria de la joven con desdén—. Me gustan las mujeres por fuera y por dentro. No quiero pantalones, salvo que sean muy femeninos. Pero de eso ya se encargará Alicia y el modista que te vista. También deseo que tengas tu perfume preferido, y no me agradaría que fuera espeso o pegajoso. Me gustan las colonias frescas — se levantó como si diera por finalizada la conversación —. Puedes venir mañana mismo, pero siempre que antes sepas despedirte de tu novio correctamente.
Lía se levantó, depositó la copa sobre una mesa de cristal y asió la pelliza.
—Esas prendas — dijo Martín brevemente — tíralas... o regálalas. Aquí no se usan.
—¿Entonces no debo traer mi equipaje?
—Si es así — y mostró la indumentaria femenina — por supuesto que no. En cuanto a la ropa interior, tenemos nuestros propios proveedores... Alicia se encargará de ello.
Dicho lo cual se dirigió a la puerta y allí la despidió con un breve: Hasta mañana.
Sin más.
Ni una sola alusión a lo vivido en el cuarto. Lía se marchó encogida, emocionada y sensibilizada.
* * *
Aquel mediodía Leonardo la esperaba, como siempre, en la puerta de los grandes almacenes, casi al pie de las escaleras mecánicas.
Lía se había despedido ya del colegio donde vivió tantos años. Las monjas quisieron saber adonde iba, con quién iba y demás detalles. Pero Lía se limitó a decir que dejaba la colocación y que se iba a Barcelona mejor colocada.
No la sacaron de ahí ni tampoco insistieron mucho, pues al regalarles todas sus cosas, las monjas se alegraron muchísimo.
Aquella papeleta estaba ya concluida.
Ni siquiera volvería por allí.
Una vez hablara con Leonardo y le dijera unas cuantas mentiras y otras pocas verdades, subiría a la oficina administrativa y pediría la cuenta.
Allí no le harían preguntas.
Era un número más y dado que andaban en crisis las colocaciones, seguro que ni dudarían en darle la liquidación.
Aquella misma noche se iría a casa de Martín.
Alicia la había llamado por teléfono bien temprano antes de salir del colegio del servicio doméstico y le había dicho que la esperaba en el piso de Martín a las nueve.
Alicia era una buena chica. Lía pensaba que su destino cambió el día que, acodada en la borda del buque que la llevaba de Canarias a Barcelona, oyó la voz de Alicia a su lado.
Para ella Alicia era como un ángel de la guarda.
Su presente y su futuro.
Claro que lo más esencial para ella era Martín.
No era hombre al que se pudiera olvidar. No le extrañaba nada que todas las chicas del piso contiguo estuvieran enamoradas de él. Además era algo misterioso y enigmático, hermético, pero a la hora de la verdad era todo un hombre.
Un tipo viril si los había.
De esos hombres que tras conocerlos una vez, deseas estar conociéndolos más cada día.
De esos que dejan huellas imborrables.
Cada vez que ella recordaba a Martín se le estremecía todo el cuerpo como si aún la estuviera poseyendo.
En todo esto pensaba cuando vio a Leonardo junto a las escaleras mecánicas por las cuales ella descendía.
Leonardo no era un tipo escuchimizado ni un mal mozo.
Era de pelo castaño, ojos oscuros, fuerte y bastante alto, aunque no se le podía comparar con Martín.
Siempre Martín...
Soñó con Martín y le daban ganas de masturbarse pensando en él.
Pero no. Sería romper el encanto. Y ella llevaba en la sangre y en las carnes aquel contacto suave de los dedos de Martín y ya no podría olvidar aquello en todo el resto de su vida.
Lo peor, pensaba, sería cuando Martín la dejara para pasarla al piso contiguo.
Iba a dolerle.
Conocer a otros hombres y compararlos con Martín iba a resultar desastroso.
Igual que a la sazón comparaba a Leonardo.
Bueno, con la comparación daban ganas de lanzar trompetillas desdeñosas.
Leonardo, al llegar ella, la asió de la mano y se la apretó.
—Vamos a comer a la cafetería de enfrente, ¿verdad?
Si ella no hubiera conocido a Alicia y una vida diferente, seguro que se hubiera casado con Leonardo y sería feliz a su lado. Una felicidad sin conocer otra superior, iba a parecerle suficiente.
Tendría hijos de Leonardo y un hogar algo atosigado tal vez y con falta de muchas cosas, pero miles de mujeres vivían así y eran dichosas. O por lo menos pensaban que lo eran.
Pero después de conocer otra vida le sería de todo punto imposible adaptarse a la que le ofrecía Leonardo.
—Sí — dijo —. Vamos.
Y es que allí, sentados ante dos bocadillos y dos cervezas que casi siempre era su comida del mediodía, le diría que lo dejaba.
Ya se imaginaba la reacción de Leonardo.
Quejumbrosa, asombrada. Igual se ponía a llorar. Pero se le pasaría.
Encontraría otra chica que, como él, se conformase con una vida mediocre.
Leonardo no soltaba su mano. En cambio sí que le decía al oído apretujándose contra ella:
—No sabes las ganas que tengo... Esta tarde, ¿no?
Claro que no.
—Ando pasándolo mal estos días, y cuando estuviste ausente las pasé moradas.
Lanzó sobre él una mirada distraída.
Estaba abultado. Parecía que se le escapaba del pantalón.
Antes de conocer a Alicia y sobre todo a-Martín, le hubiera emocionado ver a Leonardo erótico y sexual. Pero en aquel momento no le daba ni frío ni calor. Atravesaban la calle entre la gente y Leonardo que aún la asía de la mano se la llevó hacia el pantalón.
—Date cuenta cómo ando. Reviento, ya ves...
Lía notó que no se excitaba ni poco ni mucho.
Antes de conocer a Martín, sí.
Después lo hacían y se quedaba desilusionada, pero mientras llegaban al acto, se sentía como si le saltara la sangre por el cuerpo.
Claro que Leonardo tampoco podía ser muy habilidoso en la forma que lo hacían.
O pegado a la puerta del portal, en el lugar más oscuro, o a la valla de la casa del servicio doméstico, o tirados de cualquier forma en una esquina del Retiro.
Por otra parte el pantalón de Leonardo casi siempre la lastimaba y entre el dolor y el placer, imperaba el dolor.
El que lo pasaba bien era Leonardo, porque se desahogaba a su gusto aunque estuviera incómodo.
Retiró la mano y él se la tensó.
—Mujer, compadécete de mí. Un toqueteo entre tanta gente no se nota...
Pero Lía rescataba su mano y cruzaba la calle a paso ligero.
—Lía, no corras tanto.
—Tengo hambre. Además he de hablarte.
—¿De qué?
—Ya te lo diré después. Cuando estemos comiendo el bocadillo.
Leonardo se desinfló un poco al verse menos rodeado de gente. Cuando entró en la cafetería seguido de Lía, ya estaba casi bajo.
—Pero las pasó negras — le decía a Lía yendo tras ella y apretándose contra la espalda de la joven.
—Para — le pidió Lía.
—¡Mujer!
—Te digo que pares.
Y buscó una mesa.
—Otros días nos sentamos en la barra — dijo Leonardo, mohíno.
—Pero hoy tenemos que hablar seriamente. Leonardo accedió de mala gana y pasó por la barra pidiendo al camarero dos bocadillos de carne y dos cervezas.
—Estamos en aquella mesa, Ramón — dijo.
El camarero asintió. Los conocía de todos los días.
* * *
Leonardo se sentó intentando meter los muslos de la joven entre sus piernas. Pero Lía se lo impidió.
—Ni eso — se molestó Leonardo —. Desde que regresaste del viaje estás diferente. No has querido hacerlo ni una sola vez y yo me muero de ganas. Así no puedo continuar.
Lía no se sentía piadosa con Leonardo.
No le amaba. Ya estaba segura de ello.
Es más, que la tocase le repugnaba.
Estaba dispuesta a vivir mejor y viviría a costa de lo que fuese.
¿Que tenía que prostituirse? Pues se prostituiría.
Pensar sólo en cómo vivía Alicia y la forma cómo vestía y el dinero que manejaba, era del género tonto negarse a imitarla.
¡Qué sabía ella de aquellas cosas! Ni cuenta se había dado de que existían hasta que Alicia durante el regreso se lo hizo saber. Además, hasta le gustó aquella bacanal de Barcelona, con los drogadictos.
Ramón le chistó a Leonardo para que recogiera los bocadillos y las jarras de cerveza en el mostrador, y el aludido se levantó, regresando después a la mesa.
—Está caliente — dijo.
Y empuñó su bocadillo.
Lía no tenía apetito aunque le había dicho lo contrario. Quería desahogar cuanto antes y pensaba hacerlo sin dilación ni demasiada piedad.
Leonardo no le inspiraba nada.
Ella quería otra vida y tendría otra vida.
Mejor, por supuesto, de la que nunca podría alcanzar al lado de un dependiente.
—Leonardo — dijo —, no te apures mucho en comer porque lo que tengo que decirte me parece que te va a provocar una indigestión.
Leonardo dejó de dar mordiscos al bocadillo.
—¿Qué pasa?
—Lo tenemos que dejar.
Leonardo dio un salto.
Dejó el bocadillo mordisqueado en el plato y súbitamente asió el bol de cerveza y bebió a borbotones paladeando.
—¿Qué dices? — susurró atragantado.
—Que no te quiero.
—Pero... ¿qué dices? ¿Te das cuenta de lo que estás diciendo?
—Claro.
—Pero si ya hicimos eso. Si estamos juntando para casarnos. Si ando buscando un piso.
—No me voy a casar — y mintió con aplomo—. Me marcho a Barcelona.
—¿Qué?
—Me ofrecieron una colocación mejor. Me voy esta misma noche.
—Pero...
—Ya me despedí del servicio doméstico donde vivía.
—Oh...
—Come si quieres. Lo peor ya lo has sabido.
Leonardo la miraba desesperado.
Le saltaban los ojos de las órbitas.
Se le torcía la boca como si hiciera esfuerzos para no llorar.
—Lía, debes estar gastándome una broma. Yo te quiero. Te quiero mucho.
—Pero es que yo me he dado cuenta de que no te quiero a ti.
—Eso es imposible. Si ya lo hicimos... Recuerda lo bien que lo pasábamos. Los suspiros que tú dabas...
Lía agitó la mano en el aire.
Se levantó.
Ya de pie dijo cortante:
—Ni con ésas, Leonardo, esto se acabó.
—Me matas — decía Leonardo gimiendo—, me matas... Te digo que me matas.
—Se te pasará, verás. Todo es fácil. Buscas otra chica y le haces suspirar y eso... Todo se olvida.
—Yo a ti no puedo olvidarte.
—Te será fácil. Siempre es fácil cuando se quiere lograr algo. A todo se llega si se pone empeño.
—¿Y qué cosa vas a hacer en Barcelona?
—¿Qué más da eso?
—Te vas a perder en un mundo tan grande como el de Barcelona.
—¿Y qué pasa con Madrid? No me digas que es pequeño.
Ya se iba.
Leonardo intentaba retenerla. Pero Lía parecía cansada y harta.
—Hasta nunca, Leonardo.
—Aguarda, por favor, aguarda.
—No me busques — dijo ella indiferente.
Y lo estaba.
Ni siquiera le dolía el dolor de Leonardo.
Salió a la calle y respiró mejor.
Apretó la pelliza contra el cuerpo.
Miró la hora.
Le faltaba por pedir la cuenta. Se despediría aquel mismo día.