1

Lía no se pasaba la vida lamentándose, pero, de hacerlo, tendría tema para rato.

Tampoco le gustaba hablar de sí misma.

Era introvertida por naturaleza y porque la vida casi le obligó a serlo. Vivió demasiado aislada, rodeada de gente, y ello produjo en ella aquel sutil complejo de inferioridad, que casi sin darse cuenta ella misma, la perseguía en su recorrido por la vida.

Tampoco era feliz, pero eso ni siquiera lo lamentaba porque como no había conocido nada mejor, entendía que quizás la vida era así para casi todo el mundo.

No obstante aquel viaje que hacía en barco en clase de tercera a Canarias, le estaba dando un poco de serenidad y valor y, además, su amistad con Alicia le estaba haciendo mucho bien y hasta podía decirse que le descubría un mundo nuevo, del cual lo desconocía casi todo.

A menudo Lía y Alicia se iban a cubierta y Lía notaba que junto a su nueva y reciente amiga, se sentía menos sola y menos acomplejada.

En realidad el viaje lo hacía ya de regreso y en Canarias se limitó a tomar el sol en una playa cercana al hotel que ocupaba y a contemplar algo absorta a la gente que se divertía en su torno.

En aquel instante Lía y Alicia se hallaban acodadas en la borda.

El mar estaba bueno, era azul oscuro y la brisa que corría, deliciosamente cálida, producía en sus rostros morenos una grata caricia.

Alicia hablaba de sí misma. De lo bien que lo pasaba en Madrid, de las amigas que tenía, de lo bien que vestía y del sueldo que ganaba.

Lía no podía hablar demasiado de sí misma.

No tenía mucho que decir.

Y lo poco que podía decir no eran precisamente alegrías para comentar.

—Estoy harta de hablar de mí misma — decía Alicia — y tú no dices nada. ¿Qué tal lo has pasado en Canarias?

Lía era una chica esbelta, bonita, tenía el pelo rojizo y los ojos pardos. Resultaba sumamente atractiva. Contaba unos veinte años, pero mirándola bien, se diría que no había llegado a los dieciocho.

En aquel instante vestía unos pantalones vaqueros blancos con muchos pespuntes, una camisa rojiza y calzaba botas de media caña por las cuales metía las perneras de los pantalones. En realidad daba la imagen de la muchacha moderna en demasía. No llevaba pelo corto, pero sí usaba melena, lo que significaba que su pelo rojizo se encrespaba y formaba como una media melena, casi a lo chico.

Tenía una boca fresca, de labios húmedos y rojos, y al sonreír se apreciaban dos hileras de dientes casi perfectos. La nariz respingona y chatilla era lo que daba a su cara una mayor gracia.

—Me pasé los días tendida al sol — replicaba Lía alzándose de hombros.

—¿Nada más?

—¿Y te parece poco en esta época del año cuando el frío aprieta en Madrid?

—No me digas que no has ligado nada.

Pues no, Lía no había ligado.

No salió de Madrid con esa intención.

Por eso dijo breve:

—Tengo novio.

Alicia se maravilló.

No porque ella considerase que era difícil tener un novio, sino porque una chica como Lía perdiera el tiempo teniéndolo.

—Yo nunca tuve novio — dijo Alicia—. Fijo, se entiende.

— ¿Qué quieres decir?

Alicia, en vez de responder, preguntó a su nueva amiga:

—¿Qué haces en Madrid?

—Soy dependiente de unos grandes almacenes.

Otra cosa que a Alicia le parecía demencia!

—¿Quieres decir que trabajas?

—Claro.

—¿Que madrugas, que te pasas el día de pie, que comes un bocadillo y todo eso?

Lía le miró desconcertada.

—Claro. ¿Qué pasa? ¿Cometo algún delito por hacer eso?

—Gordísimo. Yo me acuesto a las tantas de la madrugada, me levanto a las tres de la tarde, como donde quiero y no empiezo a trabajar hasta las doce de la noche.

Lía se alzó de hombros nuevamente.

No entendía aquella forma de trabajo.

Ella se retiraba temprano al colegio del servicio doméstico donde vivía, se levantaba con el alba, cogía el metro de las ocho de la mañana y se pasaba el día trabajando. Veía a Leonardo al atardecer y se paseaba con él hasta las diez o las once y para de contar.

Los domingos iban al cine o al parque de atracciones o a veces al Zoo o se sentaban en el Retiro a ver las lanchas en el estanque yendo de un lado a otro.

—Con lo guapa que eres — ponderó Alicia— no entiendo cómo puedes hacer esta vida. ¿Cuánto tiempo te has pasado reuniendo dinero para hacer este viaje?

Lía contó con los dedos.

—Más de dos años. Lo que gano lo gasto en comer mal y vestir peor. En el servicio doméstico donde vivo pago poco.

—¿Y tu novio qué hace?

—También es dependiente. Ahorramos algo para el futuro. Queremos casarnos y estamos tratando de juntar los dos para comprar un piso en un barrio nuevo, donde los pisos no son demasiado caros.

Alicia se santiguó, pero en aquel momento no dijo que todo aquello le parecía demencia!

* * *

En Barcelona, donde atracó el barco, Alicia le dijo a Lía:

—Supongo que nos iremos a Madrid en el puente aéreo. Tenemos uno dentro de media hora.

Lía dijo que no.

—Yo me iré en el tren, que es más barato — apuntó.

—E irás en segunda — dijo Alicia maravillada —. Es decir, toda la santa noche sentada,

—Toda.

—Sin pegar ojo.

—Pues sí, a menos que eche la cabeza hacia atrás y duerma.

—¿Y si te presto dinero para viajar en avión?

—No lo voy a aceptar — dijo Lía muy digna. Alicia no entendía de tales dignidades, pero le causó curiosidad la forma de ser de su nueva amiga.

—Me quedo contigo — dijo —. Buscaremos un hotel donde pasar la noche y por lo que veo debe de ser barato.

—Por el barrio chino hay pensiones baratísimas — apuntó Lía.

—También hay putas a montón.

Lía se alzó de hombros.

—El caso es pagar poco — dijo.

Fueron a donde decía Lía y encontraron el hotel que buscaban. Aquella noche comieron en un bar y Alicia se interesó por la vida de Lía.

—¿Tienes buenos recuerdos de tu infancia? — preguntó.

Lía hizo un gesto ambiguo,

—Más bien malos. Mi padre se casó de nuevo. Se quedó viudo siendo yo pequeña y se casó en seguida con una mujer que parecía una coneja, traía hijos al mundo cada diez meses. Cuando vi cinco en mi entorno y encima tenía que cuidarlos y criarlos y recibir a cambio malos modos y peores palabras, un día dejé la casa de mi padre y me vine a Madrid.

—¿Nunca te reclamaron?

—Tenían demasiadas cosas que hacer.

—¿Tardaste mucho en encontrar trabajo?

—Bastante. Primero me coloqué en el servicio doméstico. Tenía apenas dieciséis años y estuve sirviendo a unos señores durante dos. El dueño de la casa intentó llevarme a la cama y como no quise, un día los dejé y empecé a buscar trabajo viviendo de lo que había ganado y reunido. Eran tiempos en los que el trabajo aún abundaba y me coloqué en los grandes almacenes. Eso es todo.

—O sea, que estás más sola que la una,

—Tengo a Leonardo.

—Que es dependiente como tú y gana la mínima expresión.

—Entre los dos vamos haciendo algo.

Como acababan de cenar, Alicia, súbitamente propuso:

—Si damos un paseo por el barrio chino, podemos encontrar plan para ganar algún dinero. Ya se sabe que el barrio chino no es lo que era, pero..., nunca falta un roto para un descosido.

Lía miró a Alicia con expresión aguda.

—¿Vives de eso?

—¿De qué?

—De lo que ganas así.

Alicia rió de buena gana.

—Se hace algo, no creas. Además, haciéndolo aquí no tengo que dar cuenta a nadie.

Lía alzó una ceja.

—¿Es que en Madrid tienes que dar cuentas?

—Me administra un chico. Se llama Martín. Es un cielo de hombre. De vez en cuando nos usa para él. Es una maravilla. Nos organiza el trabajo e incluso nos busca clientes. Nos contrata, vaya.

Lía, a quien la vida le había enseñado lo suyo, comentó desdeñosa:

—Un chulo, ¿no?

—Un amigo entrañable. Es como trabajar así, no creas. No tienes que preocuparte demasiado. Hay una casa que Martín tiene alquilada y él lleva hombres allí. Lo hace todo a la perfección. Fíjate que hasta tiene contable.

Lía fumaba en silencio.

De repente Alicia le preguntó:

—¿Qué haces tú con tu novio?

Lía hizo nuevamente un gesto vago, casi ambiguo.

—Lo que hacen todas las parejas.

—¿Todo?

—Pues si

—¿Y te gusta como te lo hace?

Lía reflexionó.

—No me aburre.

—Esa no es respuesta. Lo que tiene es que gustarte.

No se moría por Leonardo ni por lo que hacían ambos. Además, cuando lo hacían era tan aprisa y tan escondidos que resultaba todo muy monótono.

Alicia, ajena a sus pensamientos, preguntó:

—¿A qué años empezaste a hacerlo?

—No me acuerdo. Me hice novia de Leonardo hace dos años y pico. A los seis meses Leonardo empezó a pedirlo y un día cualquiera lo hicimos.

—¿Qué años dices que tiene tu novio?

—No lo dije. Pero si quieres te lo digo ahora. Unos veinticinco.

—Será un inexperto.

—No sé cómo son los expertos...

—Yo sé mucho de eso. ¿Por qué no vamos por el barrio chino y pescamos dos tipos estupendos?

—Yo no engaño a Leonardo. Además, si he de serte sincera, eso no me interesa demasiado. No me gusta gran cosa.

Alicia le miró riendo.

Alicia era mona. Tendría veintipocos años. Rubia, los ojos azules. Muy bien vestida. Con su clase y tal.

Se le notaba de vuelta de todo.

Adiestrada en aquella vida a la cual invitaba a ir a su nueva amiga.

—Si te parece — añadió afanosa — podemos salir de este barrio y meternos por Gracia. Y si queremos pescar dos tipos de postín con pasta, nos vamos a una cafetería elegante.

Lía se miró.

—¿Con esta pinta?

No digas bobadas. En Barcelona cada uno va como gusta, nadie se fija en nadie. Esto es casi como vivir en el extranjero. Pero pasar una noche en Barcelona e irnos a la cama como dos infelices y además solas, me parece absurdo.

Lía no entendía mucho de tales cosas.

Con su novio bastaba.

No tenía ella madera de fulana.

* * *

Pero Alicia insistió:

—No hay nada más aburrido que acostarse sola y temprano. Yo no estoy habituada. Así que si no vienes tú, vete a la fonda y aguárdame allí. Esta noche yo la vivo.

Lía la miraba maravillada.

También hay que decir que Lía no estaba muy sobrada de voluntad y que el ambiente solía envolverla bastante. No tenía, además, profundidad personal suficiente como para librarse de una tentación.

Y por otra parte, sólo conocía a Leonardo en plan de hombre sexual.

No era ninguna lumbrera.

Claro que ella ignoraba cómo eran los demás hombres, sin embargo, estaba dándose cuenta de que aquella noche tenía la oportunidad de comparar.

—A ti el asunto — decía Alicia aún sentada ante la mesa donde habían cenado — no te importa demasiado.

—Si te refieres al asunto sexual, no demasiado.

—Eso es porque tienes un novio tonto.

Lía lo imaginó a su pesar. Lo «vio» tal cual era. Delgado, alto, apagado, levantándole las faldas y buscándole el sexo a toda prisa y penetrándola también a toda prisa igual de pie en el portal... Dos sacudidas y estaba listo.

Alicia, adivinando algo de todo aquello debido precisamente a su andadura que no era poca, murmuró:

—Apuesto a que nunca sentiste un orgasmo completo.

Era la pura verdad.

—¿Cómo lo sabes?

—Basta mirarte a los ojos para apreciar tu infinita desilusión.

—Tal vez Leonardo no sea un experto, pero ya aprenderá.

—¿Contigo, que pareces una pavita?

—Bueno... seré su esposa.

—Hala, al fin el matrimonio, como las inseguras. Luego viene lo que viene y una se siente frustrada.

Lía se puso seria.

—Me voy a casar con él.

—Y te hará un hijo cada año sin que te enteres siquiera de cuándo y cómo lo engendraste.

—Y tendré un hogar.

—Ji. Cargado de preocupaciones. Churretes en la cara de los niños. Despensas vacías, gruñidos por todas partes, cansada para la cama y con un marido más monótono que un día de invierno. No... no se me ocurrirá casarme, tenlo por seguro — y de súbito—. ¿Haces algo para evitar los críos?

—El método Ogino.

Alicia soltó tal carcajada que Lía se quedó encogida.

—El día menos pensado te cae un embarazo como la copa de un pino — metió la mano en el bolso y sacó una cajita —. Toma, está sin estrenar. La compré en Canarias. Son inglesas y eficaces. Tómate una píldora ahora mismo.

—Pero...

—Hazme caso y ve pensando en dejar a tu novio. Ese tipo de novios carecen de ambiciones y luego, cuando se casan, resultan aburridísimos. Si tú quieres le hablo a Martín y te unes a nuestro grupo. Nos administra de maravilla. Vivimos en un piso céntrico, estupendo, lleno de comodidad, y todo lo paga él. Nos da lo bastante para vivir y quiere que vayamos siempre impecablemente vestidas.

— Él ganará una fortuna —dijo Lía asombrada.

—No gana poco, no. Pero nosotros vivimos como queremos y tenemos hombres de pasta y postín... No andamos por la calle, ¿sabes? No andamos buscando a salto de mata. Nos van los hombres al piso... Los lleva el mismo Martín.

Lía tenía en la mano la caja de pastillas y le daba vueltas entre los dedos.

—Yo las usaría en vez de ese método que tú dices. Falla muchísimo. No se nos ocurrirá usarlo a ninguna de nosotras.

—¿Cuántas sois? —preguntó Lía maravillada.

—Unas cuantas. Trini, Sole, Pilar, Sonsoles, yo y alguna más.

—¿Os acostáis alguna vez con ese Martín?

—Todas estamos locas por él. Y claro que alguna vez nos utiliza para sí, pero menos veces de las que quisiéramos. Es guapísimo.

—¿Viejo?

Alicia hizo ver que le calculaba los años y realmente estaba calculándoselos.

—Unos treinta años o tal vez meaos.

—¿Y vive de eso...?

Alicia hizo un gesto ambiguo.

—Bueno, realmente no sabemos de qué vive Martín. Supongo que de eso, pero a mí se me antoja que tiene sus negocios particulares. No obstante, el más gordo y saneado de todos debe ser éste.

—Pues yo creo que si trabajaseis por vuestra cuenta iríais mejor.

—No lo creas. Nos tiene instaladas de maravilla. Nos da un tanto por ciento y nos paga todos los gastos, incluyendo las ropas —se las mostró—. Ya ves que son muy buenas.

—¿Hace mucho que vivís así?

—Yo entré en el clan a los dieciocho años. Mi padre falleció de repente y me dejó con la tierra abajo y el cielo arriba. Llegué a Madrid muy desorientada. Conocí a una chica en una cafetería y me hice amiga suya. Al poco estaba de camarera allí.

—¿No te habías acostado aún con ningún hombre?

Alicia empezó a reír.

—Eso empecé a hacerlo a los dieciséis años, pero la muy tonta de mí iba porque me daba gusto y jamás se me había ocurrido explotar el negocio. Pero Martín me enseñó.

—¿A qué?

—A explotarlo. Le conocí en la cafetería. Un día me invitó a salir y lo pasamos bomba. Yo pensé que lo sabía todo, pero cuando vas con Martín te das cuenta de que sabes muy poco. Él es un habilidoso para ese asunto. Tanto me gustó que me enamoré de él. A las dos semanas me invitó al piso donde ya había muchas más chicas. Me enseñó un cuarto estupendo, un baño para mí sola y me dijo si quería quedarme. Me quedé. Me di cuenta de que la cafetería merecía una trompetilla. Además, para mayor comodidad, tenemos unas dos semanas de vacaciones al año. ¿Que ganamos algo? Para nosotros.

Lía se maravillaba cada vez más.

—¿Ganaste mucho en Canarias?

Alicia abrió el bolso y mostró un buen puñado de billetes grandes.

—Mira.

—¡Oh!

—Todo con suecos y rusos.

— ¿También rusos? Yo pensé que los rusos no tenían dinero.

—Son apasionadísimos y como navegan en barcos y aquí no los tasa el gobierno, disponen siempre de rublos suficientes para pagar. Pero yo cobro en dólares, de lo contrario nanay.

—¿Y qué vas a hacer con ese dinero cuando llegues a Madrid? Porque igual Martín te obliga a que se lo des.

—Es más decente que eso. Cuando nos da permiso no nos pide cuentas. A veces se enfada, ¿sabes? Pero eso sólo ocurre cuando algún cliente tiene quejas de nosotras.

—¿Y por qué tienen quejas?

—Puede ser homosexual y querer mil porquerías. Puede ser un vejestorio indecente que te pide guarradas, y si nos negamos... van con las quejas a Martín.

—Por lo que veo estáis obligadas a todo.

—En cierto modo, pero si pagan, ¿qué más da hacerlo por detrás que por delante o de lado? Los hay impotentes y tienes que manejarlos tú y excitarlos y todo eso. Pero ni con ésas. Los hay que no rascan bola ni aunque les pongas encima un tizón —miró la hora—. Es buena —dijo levantándose—. ¿Vamos?

Lía dudó.

Ella le era fiel a Leonardo.

Le seducía lo que proponía Alicia, pero...

* * *

Alicia, viéndola dudar, la asió por el codo y tiró de ella, dejando sobre la mesa un billete encima de la factura.

—Hoy pago yo. Te invito.

—Gracias, pero...

—¿Nunca has conocido más tipo que tu novio?

—No.

—¿Empezaste con él?

—Pues sí.

—Y de otros nada de nada.

—Nada.

—Así no se puede ser feliz — adujo Alicia rotundamente —. Si comes siempre el mismo pan terminas por hartarte de él y no sabes si existe otro más sabroso. Verás como yo sé elegir. Iremos a un hotel de cinco estrellas a dormir con dos tíos gordos.

—Me gustan los flacos.

—No seas ingenua, mujer. Me refiero gordos en pesetas.

—Ah.

—Y pagarán. Tú callas, ¿eh? Que no se te note la ingenuidad. Los hay ladinos que casi siempre pretenden engañar. Yo pongo el precio y lo pondré alto.

Lía se miró algo desolada, pero llevada ya por la voluntad de su reciente amiga.

—No tengo una pinta muy buena.

Alicia se separó delineándola con los ojos entornados.

—Esos tipos no miran la ropa sino lo que hay debajo, y tú tienes un cuerpo espléndido. Esbelto y bien formado. Hasta te sienta bien esa ropa que llevas. Andas muy moderna. Yo soy más clásica, pero eso incluso llamará la atención, pues somos diferentes. Y si después de hacerlo con uno nos interesa el otro, y puede, pues a ello, nos cambiamos.

—Voy a parecer una tonta.

Alicia la asió del brazo y ambas salieron a la calle.

Lía se estremeció.

—Esto no es Canarias — dijo —. Hace frío. Pasaremos por la fonda a buscar una prenda de abrigo.

Lía cruzó los brazos sobre el pecho apretando los senos bajo la camisa rojiza.

—¿No has cogido una prenda de abrigo? — preguntó Alicia—. Yo tengo abrigo de pieles.

—¡Oh!

—Pues claro. O se vive bien o se muere uno.

— Yo nunca tuve un abrigo de pieles.

—Porque eres una pelada dependienta. ¿No quieres que le hable a Martín de ti?

—No, no. Yo me casaré con Leonardo.

—Eso lo veremos. Esta noche vas a conocer a un hombre diferente, el que sea, y verás lo que es un tío. Después ya me dirás si Leonardo merece la pena.

—Te digo que estamos juntando para casarnos.

Alicia replicó afanosa:

—Y después que tengáis el piso, cuyos plazos terminaréis de pagar cuando seáis abuelos, vendrán los muebles y todo lo demás. Y como con ese método que usáis vendrán los niños, tendrás letras pendientes toda la vida. Las hay tontas. A mí ni atada me llevan al matrimonio.

—Y cuando seas mayor, ¿qué?

Alicia soltó la risa.

Las dos caminaban aprisa hacia la fonda que no tenían lejos.

—Habré ahorrado algo y si no ahorro me meto en un asilo y me divierto con los viejecitos como yo. Pienso armar camorra toda mi vida, siendo joven y siendo vieja.

—Y te mueres sola.

—Sola naces. ¿Acaso te enteras cuando naces que sales del vientre de tu madre?

—Pues... no. Es verdad.

— Después de vivir intensamente, que me quiten lo bailado. Me importa un pito adonde me lleven. Lo que sí pienso es vivir hasta hartarme y luego como si me queman después de muerta.

Y como Lía no decía nada, al tiempo que entraban ambas en el portal de la fonda, Alicia añadió:

—Al menos, cuando me muera no dejaré problemas detrás. Ya ves tú, te tuvo tu madre, murió y tu padre se puso a funcionar con otra mujer y a ti que te parta un rayo. Yo como vivo, lo hago sólita y muy a gusto. No me dará dolor morir porque no dejo a nadie sufriendo por mi muerte. En cambio si me caso y creo una familia, estaré pensando constantemente en la muerte y me dará una pena negra por todo lo que dejo detrás. No, no me casaré nunca.

No soporto tener esas amarguras encima de las costillas.

Entraron en la fonda y se fueron al cuarto que compartían.

Alicia, con gran admiración por parte de Lía, sacó un abrigo de pieles y se lo puso levantando un poco el cuello.

Miró a Lía.

—¿Qué tal?

—Yo sólo tengo una pelliza de tela dé gabardina y forrada de pelo amarillo.

—Pues póntela.

—Es que junto a ti voy a desentonar.

—Con ese cuerpo que tienes, tú jamás desentonas. Al diablo tu novio. ¿Vamos?

Salieron de nuevo y en la calle un frío gélido les dio en la cara.