4
Discutieron el asunto mucho tiempo, más de dos horas estuvieron en aquel despacho hablando de lo mismo.
Martín consideraba que tenía bastantes chicas a su servicio y que una más podría complicar las cosas. No obstante, comentó con Alicia que Inés estaba quedando algo desfasada y que habría que buscarle empleo o montarle un pequeño negocio con el fin de despedirla, con lo que Alicia estuvo de acuerdo.
—Desaparecida Inés — adujo Martín pensativo, mordisqueando la punta de un lápiz que tenía en la mano — podría hacer un hueco para tu nueva amiga, si bien no acabo de encajarla en este ambiente. Será mejor que me la lleves a casa...
Y antes de que Alicia pudiera responder, adujo de nuevo, apuntando a la joven con el dedo enhiesto:
—Y mucho ojo, porque si después de hablar contigo y tratar el asunto se chiva, lo va a pasar muy mal. Seguramente no le has advertido eso.
—No.
—Pues cuando la veas y le hables de este asunto se lo adviertes. Lamentaría que a una joven de su edad le ocurriera algo irreparable. Le diré a Santiago, nuestro administrador, que vaya preparando a Inés. Pero no tenemos demasiada prisa ya que durante un tiempo esa joven de la cual me hablas, vivirá en el piso de al lado y mientras no esté bien adiestrada, no la pasaré a éste. ¿Cuántos años has dicho que tiene?
—He hablado de su juventud, pero no he dicho sus años. Tendrá veinte todo lo más.
Martín se relamió.
Él tenía treinta y una joven de veinte era como un regalo.
—Supongo que antes de decidirse a venir aquí, cortará con el novio y que no le diga dónde se encuentra porque sentiría que fuese al novio a quien le ocurriese el percance.
—Vive en un colegio del servicio doméstico. Supongo que desaparecerá sin dejar rastro.
—Tampoco es así. Se le puede dar por desaparecida o muerta y el novio, porque los hay quijotes, igual da parte a la policía y la buscan. Será mejor que diga que se va fuera de España. Eso en el servicio doméstico donde vive, y del novio que se despida como guste, pero sin dar sensación de nada grave.
—Le aconsejaré que lo haga así.
—Dime, ¿cómo va vestida?
—Mal, muy mal... Pantalones baratos, camisas ídem... Calza botas de media caña. Una chica moderna en verdad, pero no descuella por su elegancia en cuanto a sus ropas.
—Las mujeres de nuestra casa tienen el sello de la elegancia, depuración en el vestir, modales cuidados. Femeninas al cien por cien.
Alicia le miró entre burlona y admirativa.
—De transformarla te encargas tú — dijo riendo.
Martín asintió.
—El día que me canse de este negocio, te lo cedo, Alicia — comentó calmoso—. Tú sabrás llevarlo con la misma discreción que yo. Te dará dinero y tranquilidad.
—Me parece imposible que tú dejes este negocio.
—De momento no, por supuesto.
Se levantó y quedó erguido. Era alto y arrogante. Tenía un sello especial.
Un ángel, pensaba Alicia, que lo diferenciaba de los demás hombres.
—Habla con esa chica. Cítala en cualquier lugar neutral y explícale de qué se trata. ¿O es que se lo has explicado ya?
—A medias.
—Sé explícita. Si al final de todo no acepta, exígele absoluta discreción. Pagaría caro si se fuera de la lengua.
—La veré hoy mismo. Si acepta, ¿cuándo puedo llevártela?
Martín miró su reloj y después ojeó una agenda que tenía sobre la mesa.
—Dispongo de poco tiempo estos días. No obstante la recibiría en mi piso el lunes por la noche.
—¿Sólo para verla o ya para invitarla a quedarse?
—Tendré que verla primero.
—De acuerdo. Te la presentaré el lunes.
—Que no deje a su novio mientras yo no la vea. Después ya tendrá tiempo de despedirlo y decirle que se marcha lejos. Igualmente digo con referencia a su empleo.
—La citaré para mañana.
Martín asintió.
Después pasó los dedos por el pelo de Alicia y le dijo riendo con suavidad:
—Si quieres, esta noche dormimos juntos, ¿te apetece?
Y sus dedos, del cabello femenino, rodaron por sus senos.
Se los acarició con cuidado y Alicia se deleitó feliz.
Excitadísima. Nadie la tocaba como Martín. Nadie la poseía con él. Nadie le daba tanto placer y gusto.
Martín era especial para manejar el sexo. Lo vendía en su casa de placer, pero cuando él lo daba, lo ‘ hacía a plena conciencia.
Alicia, derretida, se pegó a él y Martín, como haciéndole una concesión, la besó en la boca y le deslizó la lengua por los labios, sobándola cuidadoso con ambas manos.
No le apetecía en aquel instante, de modo que una vez la excitó la dejó irse o la empujó él mismo,
— Recuerda, el lunes por la noche — le dijo.
Y Alicia salió dando silenciosas cabezaditas, pálida y ansiosa, anhelante, oscilándole los senos.
* * *
La cita fue en una cafetería de Rosales.
Hacía frío y Alicia llegó elegantemente vestida con su abrigo de pieles y sus aires de princesa.
En cambio Lía, con sus pantalones de pana, sus botas de media caña por las cuales se perdían las perneras de los pantalones, su camisa a rayas y su suéter de cuello redondo por el que asomaba el cuello de la camisa y un pañuelo de tonos lisos verdosos, amén de una pelliza de piel vuelta.
Parecía una estudiante o una de esas chicas hippies que venden sus baratijas ante los templos.
Pero Alicia no le dio importancia a tal indumentaria.
Había desvestido a Lía mil veces con la mente y la había recubierto con ropa primorosa y el resultado siempre era apetitoso.
—No se acordaron en la barra. Alicia le hizo señas y se fueron a sentar ante una mesa apartada, cerca de la cristalera.
—He hablado con Martín — le espetó—, Quiere verte,
—¿Estás segura que debo cambiar de vida? — Lía se asustó un poco—. Estuve con Leonardo y, claro, no le conté lo que hice en Barcelona, pero me llevó al Retiro y me lo hizo sentados en un banco.
—E hiciste comparaciones.
Lía asintió a su pesar.
—Salió malparado Leonardo, ¿verdad?
Lía dijo que sí y aún añadió:
—Tan malparado que no sé cómo romper con él.
—Pues tendrás que romper, porque si te vienes con nosotros no te verá jamás. Esa casa no está al alcance del bolsillo de un dependiente. Te convertirás en una mujer elegante y distante y serás muy cara. Pero tampoco es conveniente que desaparezcas sin dejar rastro. Tendrás que despedirte del servicio doméstico, de Leonardo, de tu empleo... Todo con naturalidad. Y no te olvides que la discreción es lo que impera en nuestra casa. Una indiscreción te puede resultar sumamente cara.
—¡Oh!
—Debo advertirte también que de momento te adiestrará Martín, pero después, cuando pases al servicio del cliente, harás ver que no conoces a Martín para nada. Martín es un hombre de negocios respetado y respetable en Madrid. Lleva clientes al piso y él se divierte con ellos, pero nadie sabe que el negocio es suyo.
Lía miraba a Alicia con ansiedad.
—¿Eso no es demasiado raro?
—Considéralo como gustes, pero es así, como es. Allí verás a otros hombres dirigiendo el negocio, pero quien está detrás de todo es Martín. Y Martín no se anda con chiquitas. Si un día dejas el asunto, y lo dejas porque sobras o porque quieres, te darán un nuevo empleo o te casarán o te buscarán un amante. Pero si te vas y te chivas, te pasará algo grave — refirió lo de aquella chica que se fue descontenta y juró que hablaría—. La diñó...
E hizo un gesto muy expresivo.
Lía se estremeció de pies a cabeza.
—Te digo esto para que reflexiones bien antes de entrar en este negocio. Y de no entrar, aquí se acabó lo que se daba. No dirás ni palabra de ello. Un desliz y también la diñarás.
—Oh, eso es peor que la mafia.
—Algo parecido, pero con otro nombre.
—¿No es legal el negocio?
—Legal lo es. Todo lo legal que se quiera, pero dentro de una discreción absoluta. Martín es hombre muy influyente y todos los que van al piso lo son. Si se descubriera la verdad, el asunto podría en muy mal lugar a ciertos encopetados señores y ésos no se andan con chiquitas.
Lía, algo asustada o, mejor dicho, muy asustada, murmuró:
—¿Crees que debo aceptar?
—Verás... Yo en tu lugar aceptaría. Entre ser una vulgar dependienta o ser una fulana elegante, la elección es obvia. Entre vivir a tu aire y sin faltarte nada, o malgastar y quemar tu vida acostándote con Leonardo, llenándote de hijos suyos y viviendo con estrecheces, la elección también es evidente.
Lía lo creía así.
La experiencia vivida en Barcelona le agradó.
A su regreso de aquellas vacaciones, hacer el acto sexual con Leonardo había sido un sacrificio insoportable.
No le veía ningún atractivo, salvo un hogar, unos hijos y una vida monótona junto a un marido monótono..
—Piénsalo mucho, pero tienes poco tiempo para pensarlo — opinó Alicia—. Lunes es pasado mañana.
—¿Debo despedir a Leonardo antes de ir?
—No. Le despides después. Puede ocurrir que no le gustes a Martín y no te admita.
—Oh...
—Martín es caprichoso y tiene un ojo clínico para conocer a las mujeres.
—¿Crees que le gustaré? Dado que le conoces, ya sabrás...
—De tener duda, ni me hubiera molestado en hablar con él de ti. Eres una chica preciosa y doy fe de tu inocencia e ingenuidad. Eso encantará a Martín.
—Has vivido con él antes de pasar a ese piso.
—Claro. Todas pasamos por el aro de su consideración a análisis. Después, cuando se cansa, nos pasa al piso y nos pone al servicio de los clientes. Pero, para entonces ya adiestró y pulió defectos y acentuó virtudes amatorias.
—Hablas de él como de un dios.
—Verás, me vuelvo loca por acostarme con él. Pero Martín sólo se acuesta con una al mes, y a mí igual me toca dentro de ocho meses.
—¿Tantas chicas hay?
—No más de ocho, pero estupendas todas Tendrás que dar las medidas exigidas — la miró analítica—. Las darás. Tan pronto te vi me di cuenta de que servías para el negocio. Sólo te sobra un poco de ingenuidad, pero Martín ya te la quitará de encima.
—Es decir, que debo pasar por la mano de Martín antes de formar parte de vuestro clan.
—Sin duda.
Lía se agitó.
—¿Y si no puedo dejar de ser ingenua?
—No hay quien siga siéndolo junto a Martín.
Y haciendo un gesto vago, añadió:
—Yo me parecía a ti. Martín me pulió. Ya viste lo que pasó en Barcelona. De ti hubieras tomado una copa y hachís y hoy te habrías convertido en una adicta junto a aquellos dos pájaros de cuenta. Ah, es verdad. Ni una palabra de eso. Tengo prohibido vivir lejos del piso y cuando me voy de vacaciones hago alguna cosilla, pero Martín no debe saberlo.
—¡Nadie! ¿Te enteras?
—Me hago cargo.
—¡Toma! Ya tengo que irme. El lunes te presentas en esta dirección. Llamas, te abrirá un señor o una señora y te pasará con Martín. Lo demás queda de tu cuenta. Ya te dirá Martín cómo tienes que decirle a tu novio que cortas con él.
* * *
No se había puesto traje de mujer.
Sólo tenía dos y no eran de mucho abrigo.
Por eso vestía sus pantalones de pana, sus botas y todo lo demás que ya conocemos.
El portal le pareció elegantísimo y las escaleras muy anchas y el ascensor lleno de espejos.
El rellano era ancho y había flores naturales por allí, en grandes macetas.
Lía no había visto nada igual en su vida.
Lejos de los almacenes donde trabajaba y del colegio del servicio doméstico, amén de la casa humilde de su padre, sólo conoció el apartamento de los drogadictos y a la sazón aquella casa elegantísima.
Dudó antes de pulsar el timbre.
Cuando lo hizo, como si alguien estuviera apostado tras la puerta, apareció un señor con levita y pajarita, sobre una camisa que parecía plisada, blanca como la nieve.
— Vengo a ver a don Martín — dijo Lío siguiendo las instrucciones de su amiga Alicia.
El hombre no dijo palabra.
Inclinó su cana cabeza y le ofreció paso.
Lía pasó encogida.
El vestíbulo era enorme y había al fondo una puerta corrediza de cristales emplomados de colores. El criado abrió aquellas dos puertas e introdujo a Lía en un amplio salón.
Allí había de todo. Desde cuadros de marca y firma carísima, a tresillos, muebles y objetos valiosos de una belleza artística insuperable.
El suelo era de parquet, pero las gruesas alfombras casi lo tapaban. Flores naturales por todas partes y plantas en macetas doradas...
Lámparas de pie y de mesa, formando todo un conjunto del más depurado gusto.
Parecía un pajarito en aquel lugar, mirando aquí y allí asustada.
Nunca había visto nada igual.
Se abrió una puerta y apareció un hombre alto y arrogante.
Vestía un pantalón canela y una camisa ocre muy tenue, sin corbata, amén de una chaqueta de punto marrón desabrochada.
Era moreno, los ojos negros de expresión profunda.
Una boca de beso vicioso.
Unos labios perfilados, como rotos en las comisuras.
—Por lo visto — dijo delineándola con la mirada—, eres Lía.
Y sin esperar respuesta fue hacia las puertas corredizas y las cerró juntándolas.
Luego encendió todas las luces del salón como si quisiera verla bien.
—Sí — dijo Lía a media voz.
Martín empequeñeció los ojos.
—Quítate la zamarra.
Lía obedeció.
—Y también las botas, necesito verte descalza.
Lía dudó, pero terminó haciéndolo. Las colocó junto a un butacón en medio del cual había depositado la pelliza.
El hombre moreno giró en torno a ella siempre con los párpados entornados y una pipa apretada entre los blancos dientes.
—Si no te importa — dijo con voz ronca—, me gustaría que te lo quitaras todo.
—¿Todo? — se asustó Lía.
—Pues sí, todo... Quédate en cueros.
—Pero...
—¿Nunca te has puesto en cueros delante de un hombre?
Pensó en los drogadictos.
Sólo ante ellos.
Leonardo no la conocía desnuda.
Sólo le conocía los muslos y el sexo,
Y algo los senos.
Pero desnuda, lo que se dice desnuda nunca estuvo ante un hombre.
Como él viera sus dudas se acercó y le puso una mano en un seno.
—Es túrgido — ponderó sin demasiado entusiasmo—. Pero con esas ropas tan feas no puedo apreciarlo. No me gustan las mujeres vestidas de hombre.
Lía aún dudó.
Lo miraba como si fuera una fierecilla acorralada. Él parecía cansado, negligente.
—O te quitas todo lo que llevas puesto o te pones lo que te has quitado y te vas. Yo no puedo perder el tiempo.
Los dedos de Lía empezaron torpemente a desvestirse..
Primero se quitó el suéter, después la camisa.
— Ahora los pantalones — ordenó él amable,pero seco.
Lía titubeó.
Pero los negros ojos no se apartaban de ella.
Así que decidió despojarse de los pantalones.
Cayeron al suelo y quedó enfundada en braga y sujetador.
Temblaba.
No de frío, pues allí hacía calor.
De miedo, de vergüenza.
Una cosa era entregarse a su novio, otra ir con la desenvuelta Alicia y meterse en un apartamento con dos tíos y otra estar allí en cueros bajo la mirada analítica de aquel tipo tan arrogante y bello.
Martín dio vueltas en torno a ella como si sopesara una mercancía.
—Será mejor que te quites esas dos prendas también — dijo —. No puedo apreciar en su originalidad la belleza de tu busto.
Y sujetando la pipa con una mano, con la otra le disparó los dedos hacia el seno.
Se los tocó con deleite.
—Son duros, macizos y no demasiado abultados. No me gustan los senos grandes en exceso. Denotan a una mujer poco inteligente.
Lía se estremeció bajo el contacto de sus dedos.
—Deja todo eso por ahí — añadió él empujándola— y pasa a este cuarto cercano.
Lía caminó en braga y sujetador.
No se atrevía a quitárselo.
Él empujó una puerta y Lía se vio en un dormitorio amplio donde había en medio una cama enorme, medio redonda.
El cuarto era lujosísimo y olía a colonia y a frescor.
Estaba apenas iluminado, pero Martín apretó un botón y se encendió la lámpara central de modo que Lía aún se sintió más avergonzada ante aquella luz y los ojos analíticos del hombre.
—Por favor —dijo él con gravedad y amabilidad —, quítate las dos prendas que te quedan.
—¿No... puede apreciarme así?
Él hizo un gesto desdeñoso.
—Puedes tutearme.
—Gracias.
Pero no dijo nada más.
—¿Qué haces? — preguntó él algo enojado—. ¿Te quitas eso o no?
Lía empezó a sentir que le ardían las sienes.
Que los dedos se le enredaban.
Pero se despojó de las dos prendas íntimas.
Las dejó sobre el borde de la cama y su rostro se coloreó, lo que causó un íntimo y gran placer en el hombre que parecía sádico, pero no lo era tanto.
Desnuda ya del todo, Martín la miró de un lado y de otro.
Dio vueltas en torno a ella.
Daba cabezaditas asintiendo.
—Levanta más el busto. Así. Eso es.
Después añadió:
—No agaches la cabeza.
Lía la levantó furiosa.
Martín chasqueó la lengua.
—Tienes un cuerpo de diosa mitológica — ponderó —. Precioso de verdad.
* * *
Y empezó a tocarlo con cuidado, pasando la yema de sus dedos por toda la tersa piel femenina que se estremecía bajo su contacto.
Seguidamente se despojó de la chaqueta de pimío y posó la pipa sobre una base de porcelana.
Luego apagó la luz central.
A la tenue luz de una lámpara Lía vio cómo se despojaba de los pantalones y la camisa. Lo vio desnudo totalmente. Parecía un Tarzán.
Era hermoso y fuerte. Ancho, hercúleo. Velludo. Con un vello negro y rizado.
La empujó blandamente hacia el lecho y Lía cayó en él estremecida, desfallecida y sumamente excitada.
Martín, parsimonioso, como si no existiera en él emoción alguna ni excitación de ningún género, empezó a acariciarla. Le separó los muslos y le deslizó los dedos por el sexo.
Lía lanzó una ahogada exclamación.
Él sonrió.
Todo parecía hacerlo meticulosamente.
No cesó de acariciarla, de los pies a la cabeza. La besó en la boca y le deslizó la lengua por los labios, logrando que Lía le imitara excitadísima, pero temerosa.
Martín apreció su ingenuidad.
—Tú no sabes nada.
Sonrió.
Le gustaba la chica.
Tenía razón Alicia, merecía la pena adiestrarla.
De repente, cuando ella estaba más excitada, se separó y se fue desnudo hacia un mueble del cual abrió un cajón.
Sacó una cajita de píldoras.
Volvió al lado del lecho y miró a Lía que se agitaba nerviosamente tendida en el lecho, atravesando aquel de lado a lado.
Sacó una píldora y se la metió entre los labios.
—Esto tendrás que usarlo siempre, de ahora en adelante — le dijo.
Después se tendió sobre ella.
No la penetró en seguida.
La trajinó más. Mucho más.
La sentía palpitar y convulsionarse bajo él, y cuando vio que la joven se agarrotaba desesperada a su cuello, la penetró con sumo cuidado,
Lía lanzó un gemido y después un largo suspiro.
Luego él le dijo:
—No te quedes quieta. Haz todo lo que el cuerpo te pida hacer.
Lía pensó, medio enloquecida, que el cuerpo le pedía hacer mil cosas convulsivas y las hizo.
Él la oprimía tanto contra sí y la cama que apenas podía moverse, pero así sus movimientos eran más lentos y enloquecedores.
Después lanzó un grito y se aferró más a su cuello.
Sintió el orgasmo largo y cuidadoso deleitosamente agitado y prolongado.
Él lanzó una risita ahogada.
Después se incorporó y la miró desfallecida en el lecho.
Entretanto él contenía la agitación.
—Bien, Lía, bien.
No dijo más.
Se fue por una puerta que había dentro del mismo cuarto y salió al rato ya vestido, en camisa y pantalón.
Lía aún seguía en el lecho.
Tendida, relajada, asustada y maravillada por todo lo que había vivido.
Martín se acercó al lecho y la contempló en toda su belleza, casi salvaje.
La joven no podía moverse. Se diría que la sorpresa, la emoción, la vergüenza la mantenían pegada al lecho con los ojos cerrados.
—Puedes darte una ducha — dijo él—. Yo ya lo hice.
—Y le mostró el baño.
Luego, sin tocarla, se fue de nuevo al salón y regresó con la ropa de Lía.
—Toma, vístete si gustas.
La joven asió su ropa con torpeza.
Sentía una rara vergüenza.
Como un encogimiento ante aquel hombre.
—Te espero en el salón —dijo él—. Tomaremos una copa y hablaremos.
Lía no respondió.
Con toda la ropa empuñada contra su cuerpo desnudo, la cabeza gacha y roja como la grana, se fue al baño.
Le haría bien una ducha.
Tendría que reflexionar mientras se duchaba.