Capítulo catorce
Hay horas en que lo familiar parece cambiar de forma y rozar lo extraño y lo inexplorado. Newman miraba las viejas calles fabriles de Long Island City por las que regresaban a su casa al día siguiente al atardecer. Nunca había advertido cuántas casas tenían las ventanas cerradas con tablas, cuánto humo flotaba en el aire y cómo relucía al sol poniente como rocío en el parabrisas. Las herrerías, la mugre reseca en las aceras, las fábricas de una manzana de largo con sus ventanas de color pizarra, los negros sentados en los escalones rotos de sus casas de madera y la sensación de interregno implícita en la calma fantasmal de los domingos por la tarde eran, a los ojos de Newman, elementos de una escena fuera del mundo.
A medida que se acercaban a su barrio aparecían a ambos lados de la calle las viviendas para dos familias y luego algunos solares vacíos. Se detuvo ante un semáforo y estiró las piernas bronceadas, y sólo en ese momento notó que el cielo se oscurecía. Tenía la vista fatigada.
—El día se acaba —dijo.
Ella miró el cielo por su ventanilla y guardó silencio. Él arrancó apenas se encendió la luz verde.
La oscuridad caía rápidamente. Pesaba sobre su pie en el acelerador el deseo imperioso de volver a casa, a la luz encendida, a lo tranquilo y conocido. Apenas registraba las cosas que sucedían fuera del coche. Dos tipos bien vestidos que cruzaban la calle corriendo, un pequeño grupo de personas mayores que volvían lentamente de la iglesia, un hombre alto que empujaba un cochecito de bebé y arrastraba contra su voluntad a un cachorro medio sentado en el suelo, dos vendedores de helados que hacían sonar campanitas sobre sus neveras…
Frunció el ceño y recordó el tiovivo, los cisnes blancos y de colores, los cisnes amarillos que se movían hacia delante y hacia atrás, y el terrible rumor que brotaba de las profundidades…
Se encendieron las luces de las calles. La noche. Ahora era de noche. Encendió los faros delanteros.
Giró a la derecha en una calle lateral. Tres manzanas más adelante estaba su casa. Las luces barrieron las aceras desiertas a los lados.
Ella se movió. Él oyó el susurro de sus medias cuando descruzó las piernas.
—Cuando Fred va a cazar lleva a Elsie a un lugar en Jersey. ¿Por qué no averiguas dónde es? Tal vez podríamos ir. Aunque ese hotel no era malo.
Él asintió.
—Está bien.
—No lo harás —dijo ella.
—Sí —mintió él.
Cuando llegó a su manzana vio a la señora Depaw con su traje blanco almidonado frente a la tienda de golosinas, que tenía el escaparate a oscuras. La tienda siempre estaba abierta los domingos por la tarde. La mujer hablaba excitada y acercando mucho la cara a un hombre que cambiaba de posición todo el tiempo mientras escuchaba. Al pasar, el señor Newman miró hacia la tienda y se preguntó por qué estaría cerrada. Cuando sus faros iluminaron el gran escaparate, vio las tiras de cinta adhesiva pegadas a lo largo del cristal.
Gertrude, bruscamente interesada, se dio la vuelta para mirar. Al llegar a su casa, Newman giró, entró en la rampa, detuvo el coche ante las puertas abiertas de su garaje y apagó el motor.
Ella se volvió hacia él.
—Debe de haber ocurrido algo —comentó, inquieta.
Él salió, abrió la puerta trasera y sacó las maletas. Ella subió a la galería y miró hacia la esquina. Él entró sin volverse. Su madre estaba en el patio trasero; le dijo «hola» y subió con las maletas. Las abrió y, tras dejar ordenadamente las ropas a un lado, las guardó en el estante del armario. Se colocó bajo la flor de la ducha antes de abrir el grifo del agua para ahorrar agua caliente y el gas que la calentaba. Transcurrió media hora antes de que bajara, con el rostro brillante y el pelo alisado sobre su cabeza. En el salón vio que Gertrude estaba en la galería. Salió y la encontró apoyada en la barandilla, mirando hacia la esquina. Se volvió cuando él se acercó.
—Tuvo una pelea con el hombre que viene a vender periódicos el domingo.
—¿Lo hirieron?
—No. Se cayeron contra el cristal, por eso se quebró. Tu madre lo vio desde aquí. Todo el mundo estaba expectante —dijo.
Él sentía su mente entumecida; había un zumbido detrás de su cabeza. Cuando habló, oyó su propia voz como si hablara a cierta distancia.
—¿No te duchas? —preguntó—. Yo guardaré el coche.
Ahora la calle se hallaba completamente sumida en la oscuridad. La señora Depaw ya no estaba en la esquina. Se veían luces en las casas. En alguna parte alguien encendió una radio e inmediatamente bajó el volumen. Gertrude seguía mirando hacia la esquina. Newman sintió que ella estaba a punto de llegar a una decisión; como siempre que pensaba intensamente, apenas respiraba.
—Sube, vamos —dijo, mientras se disponía a guardar el coche.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó ella.
—No seas tonta.
—Tu madre dice que Fred está en el Frente Cristiano.
—Ya lo sé —respondió con calma.
—Imagínate que él…
—No seas tonta.
—Pero imagínate…
—Oye…
—Y ese hombre, ayer, en el hotel…
Él estalló.
—Déjate de tonterías. Esto no tiene nada que ver con nosotros.
Empezó a bajar las escaleras cuando ella le agarró la muñeca. La miró.
Durante un instante ella lo retuvo. Luego dijo:
—Ven. Quiero hablar contigo.
Gertrude no le soltaba la muñeca. Volvieron a la galería y se sentaron en las tumbonas, en la oscuridad. Ella miró hacia la galería de Fred y luego clavó su vista en él. Con voz tranquila, dijo:
—Tu madre acaba de contarme lo del cubo de la basura.
Él guardó silencio. Estaba formándosele una piedra en el estómago.
—¿Por qué no me lo dijiste? —preguntó. Hablaba con precisión, como una entrevistadora.
—Quiero olvidarlo. Quiero que seas feliz aquí.
—No deberías haberme hecho eso —le recriminó ella.
Percibió que estaba asustada.
—¿Qué quieres decir, haberte hecho eso?
—Fred está en el Frente Cristiano. Deberías habérmelo dicho.
—¿Cambiaría mucho las cosas?
—Muchísimo.
—¿Por qué? —preguntó, tratando de ver más claramente su rostro a la luz que se filtraba del interior y ponía un resplandor en su mejilla. Le inquietó su expresión de alarma e indignación—. ¿De qué estás hablando, Gertrude? No sé qué quieres decir.
Empezaba a inclinarse hacia él cuando ambos fueron testigos. Un coche grande se acercaba a su portal. No; iba un poco más allá. Se detuvo frente a la casa de Fred. Tres hombres bajaron y, en silencio, entraron en su casa.
Gertrude escuchó un momento y preguntó:
—¿Quiénes son?
—No sé, nunca los he visto antes.
—¿Da una fiesta?
—No sé, Gert —repitió, irritado.
—Tú no te hablas con él, ¿verdad? —acusó.
—Nos saludamos.
—Antes tenías una relación más amistosa, ¿no es cierto?
—No mucho más —respondió, tratando de tranquilizarla.
—Tu madre dice que ibas todo el tiempo a su sótano.
—Es verdad.
—Y ahora, ¿por qué no lo haces?
—No sé para qué sirve todo esto, Gert.
—Quiero saber. ¿Qué te dijo cuando le contaste que te habían volcado el cubo de la basura?
—Dijo que no sabía nada.
—Como comprenderás, eso es ridículo, ¿no te parece?
—En efecto.
—Es su treta favorita. Ellos lo llaman una táctica. Lo sabes, ¿no es así?
—No lo había pensado en esos mismos términos, pero supongo que así es.
—Primero el cubo de la basura, después romperán una o dos ventanas.
—No lo harán en mi casa.
—¿Y qué vas a hacer, pasarte las noches en vela para evitarlo?
—No van a hacer eso en mi casa.
Vio que un segundo coche giraba en la esquina y se acercaba, y rezó para que no aminorara la marcha. Pero aminoró y se detuvo exactamente detrás del otro coche. Era un coche grande. Se abrió la puerta: un hombre muy grueso emergió con dificultad y miró las casas desde la acera. Del otro lado del coche salió otro hombre que se acercó al primero. Trataban de ver el número de la casa de Newman. Newman no se movió. El hombre grueso dijo algo al otro y se acercó a la galería. Newman sintió que Gertrude se hundía en su tumbona. Luego miró al hombre.
—Perdón —dijo éste—. ¿Cuál es el 41-39?
—El portal siguiente —contestó Newman, señalando la casa de Fred.
—Muchas gracias —dijo el hombre grueso y, moviéndose pesadamente, fue con el otro a la casa de Fred.
Newman tuvo la impresión de que si tocaba a Gertrude, ella se pondría a gritar. La miró a la vaga luz del interior.
—¿Qué…?
—¡Sssh!
Pasaron los minutos. En la casa de Fred no se oía el menor ruido. Seguramente habían bajado al sótano. Ella movió el pie sobre el suelo de ladrillos.
—No es una fiesta —susurró—. No hay mujeres. Eso es una reunión.
—Supongo que sí. —El corazón le latía deprisa y se movió para sosegarse—. ¿Y qué? —inquirió en tono indiferente.
Ella no contestó. Escucharon. No oyeron nada.
—¿Qué tiene eso de particular, Gertrude? —preguntó.
Un momento después, ella miró hacia la esquina, luego hacia la otra, y a los dos coches. Se incorporó y, sin esperar su consentimiento, se dirigió al interior.
—Ven a la habitación —dijo en voz baja, y entró.
Él se puso de pie y la siguió con paso grave.
Se sentó en el pequeño sillón tapizado en satén a un paso de la cama, donde ella se medio recostó contra la cabecera, con una pierna colgando en el aire. Sólo estaba encendida la lamparilla junto a su cara. Permaneció así largo rato: su pecho subía y bajaba al ritmo incesante de sus pensamientos. Él miraba sus ojos entrecerrados y la veía distante, como a través de una ventana.
—Lully —empezó ella—, esto es lo que tengo que decir. Tal vez debería habértelo dicho desde el principio, y tal vez no. Pero tú también me ocultaste muchas cosas, de modo que estamos a la par.
—¿Qué es lo que no te dije?
—Lo del cubo de la basura. Que el Frente estaba activo aquí.
—No me pareció importante. Y tampoco me lo parece ahora.
—Está bien, déjame seguir. En primer lugar… —Se interrumpió, lo miró como para ver si estaba enfadado, y luego volvió a mirar al frente con los ojos entrecerrados y reflexivos—. En primer lugar, tienes que dejarte de tonterías. O te unes a Fred y al Frente, o te largas de aquí. Y pronto.
Newman sintió que se hundía.
—¿Cómo…? —tartamudeó.
—Como te lo digo y lo has oído. —No lo miraba—. Hay una reunión importante el martes por la noche. Tienes que asistir.
—¿Cómo sabes que hay una reunión el martes por la noche?
—Yo hago las compras en las tiendas del barrio. Todas estaban llenas de volantes. Tienes que haberlos visto.
Él lo admitió con su silencio.
—¿Irás?
—No lo sé.
—¿Por qué?
—Fred me habló hace mucho de una reunión…
—¿Y? —urgió ella.
—… pero nunca me dijo nada más. Quiero decir, no sé si sería bien recibido.
—Si vas, te recibirán bien.
—No lo sé.
—Debes ir, Lully. Están dibujando un círculo alrededor de nosotros. Si no lo rompes ahora, nunca podrás salir.
Newman la miró detenidamente.
—¿Cómo sabes tantas cosas sobre el Frente? —preguntó, aunque no quería preguntárselo.
Ella meditó.
—No importa —repuso, sacudiendo la cabeza—. Pero debes ir.
—¿Por qué te daba miedo el hombre grueso?
—Yo no temo a nadie.
—Lo conoces, ¿no es verdad?
—No.
Él se levantó.
—Sí que lo conoces. Por favor, Gert, dime la verdad. —Se acercó a la cama y se sentó frente a ella.
Gertrude miró al vacío. Él no sabía si iba a tener un estallido de furia o de lágrimas, pero algo se agitaba violentamente en su interior y ella lo contenía.
—No se puede hacer nada, Gert, si no me dices la verdad. —Le acarició la mano—. Habla, por favor. Por favor.
Gertrude suspiró. Lo miró a los ojos como para medirlo.
—Te contaré todo.
Él esperó; ella se humedeció los labios y bajó la vista a su vestido.
—Antes de la guerra viví con un hombre.
—¿Vivías con él?
—Sí. Tú te imaginabas algo parecido, ¿no es cierto?
—Sí.
—Bueno, así fue. Era en California.
—¿En Hollywood?
—En las afueras.
—¿Era el actor?
—No, nunca hubo un actor. Eso lo inventé.
—¿Por qué?
—No sé. Siempre estoy inventando cosas.
—No llores. Sigue. Por favor, Gert, no llores.
—No estoy llorando.
—¿Qué ocurrió? ¿Quién era?
—Era el peluquero de perros del que te he hablado.
—¿El que era bueno contigo?
—Sí.
—¿Cuánto tiempo viviste con él?
—Unos tres años. Un poco menos.
—¿Después de que trataras de cantar en el cine?
—Nunca fui realmente una cantante.
—¿Qué hacías entonces?
—Era mecanógrafa en un estudio. Mecanógrafa y secretaria. Tomaba lecciones de canto, pero no sirvió de nada.
—Me preguntaba por qué nunca te oí cantar.
—No puedo. No sirvo. Pero traté de aprender. Toda mi vida he querido ser cantante. Es la única forma de entrar en el cine. Quiero decir, cuando la cara no te ayuda, como es mi caso.
—Sí, me dijiste que habías realizado una prueba.
—Nunca hice una prueba.
—Oh.
—Pedí que me la hicieran, pero era una simple secretaria, y eso era lo que los judíos de Hollywood habían decidido que fuese.
—Ya.
—De modo que no pude aguantar más. Conocí a ese hombre, nos hicimos amigos y yo dejé mi trabajo y me fui a vivir con él.
—¿Y qué sucedió después?
—Bueno, todo anduvo bien durante un tiempo.
Él le apretó la mano.
—¿Y después? —preguntó.
Ella lo miró, volvió a medirlo y se miró nuevamente el vestido.
—Era una persona capaz. Y hábil para moverse. Por ejemplo, era divertido en las fiestas. No te oculto nada: era encantador y tenía un negocio que marchaba bien. Y entonces se metió en la organización. Allí tenía otro nombre, pero era del mismo estilo. Allí hay un millón de organizaciones como ésa. Contra los judíos. Ya sabes.
—Sí, como el Frente.
—Así es. Naturalmente, al principio no le presté mucha atención, aunque era una buena organización. Tenían un montón de ideas con las que cualquiera hubiera estado de acuerdo.
—¿Como por ejemplo?
—Bueno, como las del Frente. Querían limpiar Hollywood. Echar a los judíos.
—Ah —replicó él suavemente.
—Pero después de un tiempo él ya no podía hablar de otra cosa, así que yo también tuve que interesarme. Empezó a traer gente a casa y se quedaban hablando toda la noche.
—¿De qué?
—De eso mismo… Se reunían después de escuchar a Coughlin en la radio y discutían lo que había dicho. Cosas como ésa.
—¿Y qué ocurrió?
—Bueno, cuando él empezó a tomarse la cosa en serio, al principio, yo no creía que tuviera muchas posibilidades; pero un par de meses después vi que no era una broma. Llegó a ser un tipo muy importante entre ellos. Si íbamos a alguno de los sitios en que se reunían, todos nos miraban cuando entrábamos. Empecé a ir a las reuniones con él y a escribir a máquina su correspondencia y me convertí más o menos en su secretaria. A veces tenía que contestar ciento cincuenta cartas de todo el país por semana. Compramos otro coche nuevo y…
—¿Le pagaban por eso?
—Sí, había dinero a montones. Yo tenía una criada. Cocinera, no; siempre me gustó preparar mi propia comida. Nos fue muy bien durante un tiempo. Pero entonces los otros empezaron a meterse con nosotros. Quiero decir, los otros grupos. Él lo intentaba una y otra vez, pero los otros no querían unirse. Hay mucha gente loca de remate. Dicen todo el tiempo: «Judío, judío, judío», pero no tienen sentido práctico. ¿Comprendes?
—Ajá.
—Naturalmente, los integrantes empezaron a confundirse, sin saber qué grupo era el mejor, y poco después en una reunión éramos dos mil y en otra cincuenta y en la siguiente tres mil. Era así. Nunca sabíamos con quién podíamos contar. Y la gente dejó de pagar las cuotas porque no sabían si no desapareceríamos de un día para otro. De todos modos, la conclusión fue que él decidió que su grupo fuera diferente de los demás. Empezó a montar una cosa nueva, un grupo de acción formado por tipos jóvenes que tenían todo lo que hay que tener. Iban a un barrio, acorralaban a un judío y le daban una paliza. El modelo era el Frente. Y dio resultado. Durante un tiempo empecé a pensar que realmente iban a espantar a todos los judíos de Los Ángeles. Pero, por supuesto, apareció la policía, porque había denuncias. Y a veces nos quedábamos levantados hasta tarde sólo para estar seguros de que no vendrían a visitarnos. Yo me disgusté y me puse nerviosa con todo el asunto porque no íbamos a ninguna parte. Todo marchaba bien durante un mes, pero apenas se acababan las palizas el grupo se disgregaba. Querían acción, y él no podía dejar que salieran todas las noches. Ya sabes. Y además estaban las peleas con los demás grupos y las discusiones y los planes para destruirlos y esas cosas. Y finalmente todo eso me provocó un terrible dolor de cabeza y se lo dije.
—Ah, ¿querías que lo dejara?
—Así es. Le dije: o abandonas esto o me voy. Ya no era agradable la vida con él, ¿comprendes? Yo veía adónde íbamos, íbamos derecho a la cárcel. Y no era mi intención. Y bien, él no quiso ceder y tuvimos una gran discusión y me marché.
Buscó un cigarrillo en la mesilla de noche y lo encendió. Él se levantó, trajo un cenicero y se lo ofreció. Ella dejó en él la cerilla y exhaló el humo.
—Y a causa de ello volví a Nueva York —continuó.
—¿Por qué no te quedaste allí de todos modos?
—Bueno. Fue por esto. —Reflexionó mientras hacía girar lentamente el cigarrillo—. Decidí empezar una vida nueva. Quería tener una casa bonita y buena ropa y vivir como los demás. Sabes, él se ocupaba tanto de su grupo, que sus negocios marchaban cada vez peor. Yo veía que en cualquier momento tendría que volver a trabajar para mantenerlo.
—Comprendo.
—Y no pensaba hacer eso. No me lo reprochas, ¿verdad?
—No, simplemente quería saber por qué volviste.
—Pues en realidad fue por eso. Porque quería una casa y cosas buenas. Así que vine.
Ella lo miró. Él sabía, por la premeditación de esa mirada, que iba a pedirle algo.
—Llegué, Lully, y te diré una cosa. Nunca he visto un odio a los judíos como el que hay aquí. Está vivo en todas partes. Tú lo sabes, no tengo que decírtelo.
—Sí, lo sé.
—Pero yo me dije: olvídalo. Vive tu vida. Sabes, en California, incluso cuando estaba con la organización, yo trataba de conservar mi propio punto de vista. Yo pensaba, sí, parece que todo el mundo está listo para dar el asalto a los judíos, pero no olvidaba que sólo conocía a los miembros de la organización y que, probablemente, la mayoría de la gente no pensaba en eso y nunca se llegaría a nada. Pero, sabes, cuando llegué aquí me quedé asombrada. Estaba equivocada. Las cosas van a cambiar, Lully, y no falta mucho. Una vez que todos estos grupos se reúnan y formen una sola organización, habrá suficiente gente para barrer el país. Espera, no digas que no, escucha. Sabes tan bien como yo que prácticamente nadie quiere a los judíos. Es así, ¿no es cierto? Va a haber una depresión y eso también lo sabes. Muy bien. Viene la depresión y la gente se queda en la calle, y si hay una organización capaz de movilizar a esa gente, se acabaron los judíos. Espera un momento antes de responder… ¿Viste a ese hombre grueso?
—Sí.
—Se llama Mel. Es de California. No sé su verdadero nombre pero se hace llamar Mel. Sé que en Detroit su nombre es Hennessy.
—Lo conocías, entonces.
—Lo vi una vez en nuestra casa. Cuando la organización empezó a marchar mal, trajo dinero para mantenerla. No sé quién se lo da, pero tiene dinero. Desde el primer momento ha tenido una sola idea: unir a todos los grupos. Dijo que un año después de que se cree una gran organización en este país no quedará un solo judío. Tiene razón. Sé que tiene razón. Y ahora está aquí. Y eso quiere decir algo. Se están uniendo. Cuando termine la guerra se pondrán a trabajar juntos y empezarán los fuegos de artificio. En California no pensé que fuera posible, pero después de ver cómo están aquí las cosas te aseguro que va a ser así, y cuando empiece voy a estar del lado bueno y tú también. Y por eso debes acudir a esa reunión, ¿me oyes?
Él le puso el cenicero en el regazo y se levantó.
—No deberíamos… adelantarnos a los acontecimientos —observó, y se dirigió hacia la ventana.
—Sé de qué estoy hablando. Tú no sabes lo que son capaces de hacer. Lully, mírame.
Él se volvió.
—¿Sabías que antes de la guerra atraparon a algunos que tenían rifles y bombas? Fred tiene rifles, ¿no es verdad?
—Es cazador, los usa para cazar.
—¿Cuándo vas a despertar? Tiene dos revólveres. ¿Quién caza con revólveres?
—De vez en cuando practica el tiro al blanco.
—No de vez en cuando, todo el tiempo. No me sorprendería que se reunieran en Jersey para practicar.
—Ha traído zorros. Sale a cazar, querida, a cazar.
—Te estoy diciendo lo que sé, Lully, y debes escucharme. —Se puso rápidamente de pie—. Una vez que hayan decidido que no les gustas, no podrás discutir con ellos. Si a uno de esos imbéciles se le ocurre que somos una pareja de judíos…
—En California nadie pensaba eso de ti.
—No, porque estaba allí desde el principio. Y yo hablaba de los judíos. No como tú. Jamás abres la boca.
—¿Qué tendría que decir? ¿Quieres que salga a dar discursos?
—Eso no es necesario. Pero recuerda el hotel, ayer. Deberías haberle dicho a ese hombre lo que pensabas. Hablarle, en lugar de quedarte inmóvil. Nunca me he sentido tan humillada. Probablemente por eso Fred se ha hartado de ti. Nunca dices nada. Yo misma lo veo.
—Bueno, antes… —Se interrumpió, perplejo, y miró la alfombra—. No sé qué me ocurre.
—¿Qué es lo que te ocurre?
—No lo sé —respondió con sinceridad. Luego fue hasta el taburete del tocador y se sentó, con el rostro enrojecido y preocupado—. Es que ya no puedo obligarme a decir nada sobre ellos. A veces pienso que sería capaz de asesinarlos. Pero no puedo decírselo a nadie.
Desconcertada, ella se le acercó, lo miró y preguntó:
—¿Por qué?
Él no se movió mientras buscaba la respuesta. Lo que le había parecido una cosa se convertía en otra. Toda su vida había sentido rechazo por los judíos, y nunca le había importado. Era muy parecido al rechazo a ciertos alimentos. Y después había comprobado que muchos otros compartían ese sentimiento, y había hallado estímulo en las columnas del metro y nunca había sentido temor personal por esa creciente amenaza. En aquella primera impresión de futura violencia los atacantes eran…, bueno, si no unos caballeros, gente que ciertamente obedecería a personas muy parecidas a Newman. De la noche a la mañana limpiarían la ciudad, que luego pertenecería sólo a la gente como él, y los bandidos que llevaran a cabo la faena desaparecerían en el mismo anonimato del que habían brotado. Pero según contaba ella, no eran personas precisamente anónimas y no era nada probable que desaparecieran si lograban apoderarse de la ciudad.
Ella estaba de pie, inclinada sobre él, y su misma postura le imponía una decisión. Se levantó, fue hasta la cama y se sentó. Ella se sentó a su lado, esperando a que hablara. Él la miró y se miró las manos.
—Supongo que…, querría que todo este asunto se acabara de una vez.
—Pero te han volcado el cubo de la basura. Alguien te ha señalado como judío.
Finalmente, comprendió. Lo que él deseaba era volver a los viejos tiempos en que el odio no tenía consecuencias. Era… reconfortante, y en ese momento no significaba rifles ni hombres gruesos.
—No soy de esos que van por ahí golpeando a los demás —dijo, aunque ella lo sabía.
—Fred tampoco anda golpeando a los demás. Tiene un sitio en el grupo. Eso es lo que debes hacer. Tener tu sitio. Tú eres un hombre de negocios, Lully.
Sintió que su cuerpo se detenía. Eres el tipo de hombre de negocios, Lully. Miró los ansiosos ojos de Gertrude.
Sabía que su propio rostro reflejaba una expresión de consternación. Pero él estaba más allá de eso, de camino hacia un recuerdo que parecía evocado por la situación. Él estaba sentado como ahora y ella…
El despacho. El día en que se había topado de nuevo con ella. La forma en que el rostro de Gert y todo lo que ella significaba habían cambiado.
Ahora la estudiaba ignorando qué trataba de comprender. Ella hablaba. No podía concentrarse en sus palabras. Era la misma mujer que le había parecido despreciable en su despacho. Qué raro era, qué sorprendente. Miraba la carne viviente de su rostro, sus labios, modelaba sus rasgos con las manos de la mente para que volvieran a ser como habían sido en su despacho. Ella todavía hablaba…, hablaba…, su cara estaba cambiando. Allí estaba, en el cubículo de cristal…, el pesado bolso…, el alfiler…, la piel de zorro…, excesivamente vestida y maquillada, judía. Volvió a verla tal como era, empezó a oír sus palabras. Aquí estaba Gertrude, su esposa, una cristiana, tan fácil de comprender como su propia madre.
—… lo mejor —decía ella—. Por eso debes ir a esa reunión, Lully.
Sentía su cara arrebolada. La miraba a ella y más allá de ella. Y su brazo empezó a moverse por su espalda, y la mano a ceñirle la cintura. Acercó su cabeza.
Ella le puso la mano en el hombro.
—Ahora, antes de que termine la guerra —decía Gertrude—. Cuando llegue la depresión, todo el mundo estará con ellos y entonces no te servirá de nada. Se imaginarán que eres un judío asustado tratando de pasar inadvertido. Por eso te digo…
Mientras hablaba, dejó que él la recostara sobre la cama. Tenía las manos apoyadas sobre sus hombros, pero mientras ella hablaba, él pesaba cada vez más sobre ellas hasta que cedieron y él se abrió paso hasta sus labios. La besó y sintió una gran tristeza, y ella, aunque se reía como de un juego tonto, trataba de resistirse y de mirarlo porque sabía que algo marchaba mal. Pero él la oprimió hasta que casi no pudo respirar. Y entonces ella dejó de defenderse y él apoyó su cabeza junto a la de ella sobre la almohada. Si volvía a hablar, volvería a besarla. No más palabras, por Dios. ¿Por qué todo el mundo sabía qué hacer menos él? Fred, ella, hasta Finkelstein. Únicamente él lo ignoraba. No se trataba del peligro, siempre había sabido que del trabajo sucio se ocuparían sólo unos cuantos forajidos. Entonces, ¿por qué tantas dudas? Siempre había pensado en eso, cada mañana en el metro, cada tarde cuando volvía a casa. ¿Por qué ahora sentía tal horror? ¿Qué le importaba Finkelstein? En primer lugar, ¿qué derecho tenía ese hombre a estar allí? ¿Y por qué se comportaba él como si Finkelstein…?
Ella se movió como para hablar y él abrió los ojos. En ese momento, era como había sido la primera vez en su despacho, podía oler el despacho y verla tan exageradamente vestida, tan… Un grito silencioso estalló en su pecho. No, no estaba exageradamente vestida, era hermosa. Le gustaba que fuera así, siempre le habían gustado las mujeres como ella. El grito subió hasta su garganta y supo que la hubiera aceptado de cualquier manera. En el despacho de Ardell, la segunda vez, la hubiera amado fuera o no judía. Y era por eso, lo sabía, era por eso por lo que no debía hablar más de reuniones ni de ese crimen que estaba preparándose…
—Mira, Lully, el…
Con una risa aguda que sonó juvenil pero tensa apretó sus labios contra los de ella y en el silencio comprendió que así sería su vida.
Se despertó sobresaltado y levantó rígidamente la cabeza. Escuchó. Luego se apoyó otra vez en la almohada, con los ojos abiertos. Fuera estaba todo oscuro y podía ver las estrellas por la ventana. En la agonía de la confusión, trató de recordar si había estado soñando. Algo lo había despertado, lo sabía. Pero si era un sueño, había terminado. Respirando apenas, giró la cabeza para escuchar en todas direcciones. El silencio era total. Y, sin embargo, había habido un sonido extraño. Buscó el rostro dormido de Gertrude. Tal vez ella había hablado en sueños. No, no era un sonido de esa clase. Se le ocurrió una idea: miró el crucifijo que Gertrude había colgado en la pared, pensando que podía haberse caído, pero allí estaba, en su sitio, entre las sombras. La visión del tiovivo… «¡Ía!, ¡ía!». No, todo eso había sucedido mucho antes…
Recordó bruscamente y volvió la cabeza hacia la puerta del dormitorio, hacia la calle. Comprendió de inmediato que había venido de la calle. Sin moverse, trató de recordar qué clase de sonido había sido, mientras su mente se desembarazaba de la telaraña del sueño. Tal vez habían ido a atacar a Finkelstein… «¡Ía! ¡Policía!…». Tal vez era más tarde de lo que pensaba y Finkelstein ya había salido para abrir la tienda y se habían abalanzado sobre él y ahora yacía en la calle o aún peleaba con ellos en la esquina. Buscó el reloj. Las cuatro y diez. Sintió alivio al pensar que Finkelstein no podía estar fuera a esa hora y ciertamente no irían a atacarlo a su casa. Y porque no sabía qué haría él si veía que golpeaban a ese hombre o, más exactamente, porque sabía que no haría nada, pero se sentiría mal durante mucho tiempo. No, llamaría a la policía. Eso. Simplemente, llamar a la policía sin salir de casa… Simplemente, llamar a la policía. Agudo y claro. Lo reconoció: era el mismo ruido que lo había despertado. Deslizó las piernas fuera de la cama, buscó sus pantuflas y sus gafas y salió sigilosamente al pasillo y bajó las escaleras. Otra vez. Pasó a largas zancadas de puntillas junto a su madre, qué roncaba en el salón, se acercó a la ventana y miró por la celosía.
Estaban terminando. Dos hombres que se movían atléticamente, dos jóvenes. Uno de ellos sacudía la bolsa de la basura sobre el jardín, el otro la distribuía en silencio a puntapiés. En mitad de la calle estaba el gran coche negro con las luces apagadas. El cubo estaba volcado en mitad de la acera.
Maldijo la farola del lado opuesto de la calle y trató de verles la cara. Los dos llevaban jersey. Guardó esos jerséis en su memoria y se esforzó por verlos mejor. El muchacho más alto arrojó la bolsa al suelo, se frotó las manos y fue hacia el coche. El otro dio un puntapié final a algo sobre el césped y lo siguió. Cuando pasó debajo del árbol de Newman, arrancó una ramita y la lanzó contra la casa como si fuera una piedra.
Newman descubrió que estaba con la mano en el picaporte. ¿Qué debía hacer? No podía pelear contra dos, y había un tercero al volante. Y sin embargo le escupían a la cara. Le escupían a él. ¿Qué debía hacer, qué era lo correcto, por Dios, qué?
El motor se puso en marcha. Newman abrió y salió a la galería cuando oyó que el coche partía.
Lo vio alejarse rugiendo y las luces traseras giraron en la esquina y desaparecieron dejando en el aire el rumor del silencio nocturno. Blanco y limpio con su pijama en la galería, contempló el brillo de algunos restos húmedos de alimentos dispersos en la hierba. Bajó, se arremangó y se inclinó sobre unos huesos, los tocó y retiró la mano porque estaban fríos y le dieron asco. Se irguió.
Durante un momento se vio a sí mismo en la calle, en pijama, rodeado de basura. Era como la continuación de un sueño y sentía el entorpecimiento de alguien que mira su propio sueño. La ramita caída, con tres hojas, le llamó la atención, la recogió y la depositó junto al bordillo. Luego miró a la izquierda y a la derecha y vio una forma blanca cerca de la esquina. Finkelstein, bajo la farola, lo miraba. El señor Newman advirtió que tenía en la mano la tapa de un cubo de basura. Un gran desasosiego lo impulsaba hacia su casa pero no podía moverse. Moverse era confirmar su demostrada cobardía. El señor Finkelstein había dejado la tapa y venía hacia él por el centro de la calle. Newman no se movió. No le temo, se dijo. Por un momento fue como si fuera él quien había tirado la basura y el único adversario posible. No se movió; mientras el hombre se acercaba por el asfalto, oyó el roce de sus pantuflas, vio el contorno de su vientre bajo el pijama y sintió que el mundo se había detenido y lo había dejado en pijama y al aire libre, solo con ese judío.
Se volvió hacia su casa, subió rápidamente a la galería y entró. Mientras subía alcanzó a ver el desdén en la cara de Finkelstein y lo expulsó de su mente con una maldición.
Se metió entre las sábanas. Gertrude se movió: él sabía que había estado despierta todo el tiempo.
—¿Qué ha sido? —susurró.
—Han volcado de nuevo el cubo de la basura.
—¿Saliste a hablar con ellos?
Él comprendió que ella habría salido a hablar con ellos. Y resolvió adquirir esa misma capacidad para poder acercárseles y decirles: «Bueno, muchachos, escuchen», y mostrarse absolutamente despiadado y de acuerdo con ellos.
—Se marcharon antes de que pudiera salir —dijo.
—Entonces no puedes dejar de ir a esa reunión —decidió ella—. ¿Irás?
—Sí…, por supuesto —afirmó él, mientras rodaba hacia su lado y cerraba los ojos, como si no hubiese la menor duda al respecto.