Capítulo cuatro

No se marchó a las cuatro. Esperó hasta las cinco.

La consulta del oculista estaba en el piso que quedaba encima de una tienda de artículos finos de cuero. El señor Newman encontró desierta la gran sala de espera cuadrangular. En un extremo había una puerta oculta detrás de una gran cortina negra. Allí era donde se hacían los exámenes. Ocupó una silla junto a la ventana y con su segundo pañuelo del día secó el tafilete de su sombrero y volvió a ponérselo, horizontalmente, como solía. (Tenía el cráneo achatado a los lados y jamás podía colocarse el sombrero echado hacia atrás porque en pocos minutos volvía a deslizarse en posición horizontal. Con el tiempo había llegado a creer que llevar el sombrero inclinado lo deformaba, e incluso aconsejaba a los demás al respecto).

Con cuidado, para no humedecer la raya de sus pantalones, apoyó las manos sobre los muslos y miró la calle por la ventana. El calor lo adormecía. Durante muchos días había anticipado con espanto esa espera en casa del oculista. Pero apenas la autoridad lo iluminaba era capaz de ponerse a la altura de la situación, como una planta al sol. Gargan le había ordenado que viniera y, mientras hiciera lo que se le había dicho, el horror que sentía no podría emerger ni tomar forma. Esperó mientras miraba por la ventana y veía manchas borrosas. Los pensamientos formaban cadenas que se alejaban y él las seguía; recordó a los hombres que habían querido abrirse paso por sí mismos y ahora no lograban hacer pie, en tanto que él seguía con la empresa, dignamente aunque mal pagado, sin perder su empleo durante la depresión ni la guerra. Porque se había inclinado y cumplido su deber soportando las incesantes indignidades provenientes de arriba. Estaba seguro y lo estaría siempre. Tal vez, cuando esta monstruosa guerra terminase, podría encontrar una mujer y casarse. Tal vez podría persuadir a su madre de que fuera a vivir con su hermano en Syracuse. Tal vez…

Mientras observaba la calle, que veía a través de una bruma, tuvo una visión habitual aunque poco frecuente: la forma de una mujer. Grande, llena, no podía verle la cara pero sabía que él no le desagradaba. Era una antigua habitante de su mente y solía aparecer en momentos como éste, cuando alguna obligación lo apremiaba. Y la forma de su cuerpo le recordaba la primera vez que la había visto. Era en una trinchera llena de fango, muy cerca de la frontera de Francia, y él había pasado allí tres días. Esa noche, el coronel Taffrey había venido a anunciar que atacarían al alba y se había marchado. Durante esas pocas horas, antes del amanecer, la mujer había tomado forma para el señor Newman, que casi tenía al alcance de la mano su cintura y sus muslos. Y cuando llegó la hora y trepó al parapeto, juró no olvidar el deseo que ella había despertado y su especial significado, porque en toda su vida no había sentido un deseo más hermoso. Si alguna vez regresaba, buscaría un buen trabajo y se esforzaría por tener una casa bonita, como las de los anuncios, y luego tendría una mujer con esas formas y esa simpatía. Pero cuando volvió a su casa, su madre le comunicó en el salón de su apartamento en Brooklyn que estaba perdiendo la movilidad de sus piernas…

Unas voces hicieron que se volviera. No vio a nadie. Comprendió que las voces venían del otro lado de la cortina, en el extremo opuesto de la habitación. Su oído era cada vez más fino.

Se volvió hacia la ventana. Se estremeció. ¿Qué ocurriría, pensó, si un hombre como él bajara simplemente a la calle y desapareciera, y no llegara nunca a donde estuvieran esperándolo? ¿Si viajara libremente por el país buscando la felicidad y, sí, bueno, a la mujer adecuada? Si ahora mismo, por esa puerta…

Alguien entró en la habitación. Se giró rápidamente y vio que el oculista se acercaba. Otra persona, ¿una mujer?, salía por la puerta. Se puso de pie, rogó a Dios que le permitiese ser feliz y dudó entre llamar doctor o señor al especialista.

—Ya empezaba a preocuparme que no viniera, señor Newman. ¿Cómo ha podido arreglarse?

—Bastante bien. ¿Están listas mis…?

—Hace tres semanas que están listas. —La voz del hombre provenía de un escritorio en el lado opuesto de la habitación. El señor Newman se acercó y vio que el oculista buscaba en un cajón lleno de sobres que contenían gafas. Encontró las del señor Newman y las sacó de su sobre.

—Aquí están, tome asiento. —Indicó una silla frente al escritorio y arrimó otra para él.

—Tengo prisa, doctor, yo…

—Es sólo un minuto. Quiero ver si se ajustan bien.

—Están bien. Me las probé sin las lentes la vez pasada —respondió con impaciencia. El oculista empezó a hablar de nuevo pero el señor Newman tomó las gafas de su mano y agregó—: Realmente debo irme. Eran dieciocho, ¿verdad? —Entregó al hombre los dos billetes de diez dólares que había enrollado juntos en su despacho.

El oculista lo miró, luego se volvió y entró en la sala donde examinaba a los pacientes, con el dinero en la mano.

Había un espejo redondo en la pared, detrás del escritorio. Apenas estuvo solo, el señor Newman se acercó silenciosamente al espejo y se puso las gafas. No vio nada más que un mundo acuoso teñido por el azul de su corbata. Cuando oyó pasos detrás de la cortina se quitó las gafas y las guardó en el bolsillo superior de la chaqueta.

—He estado pensando en su caso —dijo el oculista mientras le daba el cambio.

—¿De veras? —preguntó el señor Newman, tratando de ocultar su interés.

El hombre se inclinó y sacó del cajón del escritorio una cajita y de ella dos trocitos curvos de plástico. Los depositó en la palma de su mano y se echó hacia atrás.

—Llegará un día en que nadie usará gafas, señor Newman…

—Lo sé, pero…

—No las ha probado el tiempo suficiente. Un hombre tan preocupado por su apariencia con las gafas puestas debería darse tiempo para hacer una prueba con las lentes de contacto.

Como si hubiera oído esto mismo muchas veces, el señor Newman se movió para marcharse y replicó:

—Me las puse todas las noches durante cuatro semanas. Simplemente no podía soportarlas.

—Es lo que dicen muchos hasta que se acostumbran —casi gimió el oculista—. Naturalmente, el ojo tiende a rechazar un objeto extraño, pero es un músculo, y los músculos…

El tono de superioridad empujó al señor Newman hacia la puerta.

—No es necesario que…

—No estoy vendiéndole nada. Sólo quería…

—No las aguanto —dijo sinceramente entristecido el señor Newman, moviendo la cabeza—. Con ellas puestas, cada vez que parpadeo me siento mal. No es natural pegarse unas cosas a los ojos todas las mañanas y lavarlas con ese líquido cada tres horas… Yo… Bueno, me exasperaban. Parecía que se movieran sobre los ojos.

—No pueden moverse.

—Es igual. —Habló de la decepción que había sufrido durante las semanas en que había tratado de acostumbrar sus ojos a la sensación de las lentillas. Había salido a caminar por la noche y en una ocasión había ido al cine, pero no había podido apartar su mente de la molestia que sentía—. Hasta fui al cine una vez. Lo probé todo, pero no pude olvidar que las tenía puestas. Quiero decir, uno se toca el ojo y no siente nada… No las tolero.

—Está bien —el oculista cerró los dedos sobre las lentillas y bajó la mano—, pero usted es el primero que tiene esa reacción.

—A otros también les ha ocurrido —dijo el señor Newman—. Si alguna vez millones de personas las usan, se verá que no todas pueden soportarlas.

—Pues bien, espero que le sirvan las gafas —repuso el hombre, acompañándolo hasta la puerta.

—Muchas gracias.

—Mire —dijo el oculista riendo, mientras dejaba caer una de las pequeñas lentes de contacto—. Rebotan como pelotas de ping pong. —Señaló la lente, que bailó en el suelo y quedó inmóvil.

Afortunadamente encontró sitio en el metro. Ir de pie todo el viaje hasta Queens habría superado sus fuerzas. En el estado de excitación en que se hallaba, le habría enfermado el olor de los pasajeros apretujados, al que era especialmente sensible. Incluso sentado se sentía débil. Las gafas nuevas estaban en su bolsillo como un animalito vivo. Como si compitiera con la velocidad del metro a la hora punta en que todos regresaban a casa, trataba de imaginar alternativas para no llevar las gafas, pero a medida que se acercaba a su estación se volvía más inevitable la certeza de que sin ellas pronto ni siquiera podría salir a la calle. Para aliviar su ansiedad trató de evocar la imagen de la mujer sin rostro de su recurrente visión de felicidad, pero ella se desvaneció un instante después de aparecer y lo único que podía ver clara y constantemente era el espejo del cuarto de baño de su casa.

Subió las escaleras y llegó a la calle sin ver otra imagen que el espejo. Sin advertir al señor Finkelstein, que estaba sentado delante de la tienda de golosinas para gozar del aire tibio del anochecer, cruzó la calle hasta su acera y enfiló el sendero que atravesaba su diminuto jardín. El mosquitero estaba abierto y también la puerta. Sin quitarse el sombrero, pasó junto a su madre que escuchaba la radio en el salón y subió rápidamente esas escaleras que conocía tan bien. Le dio las buenas noches desde arriba, mientras entraba en el cuarto de baño y encendía la luz. Colocó el sombrero sobre el borde de la bañera y sacó las gafas. Las abrió con cuidado. Se las puso y se miró en el espejo. La deslumbrante bruma de siempre flotó ante sus ojos, manchada por el color de su corbata. Miró la masa plateada. Parpadeó y miró otra vez. Empezó a ver a la derecha el marco del espejo, que se volvió muy nítido. Luego se aclaró el lado izquierdo. Todo el marco era ahora sorprendentemente preciso, tanto, que olvidó su propósito y miró a su alrededor. Le pareció de pronto que dejaba escapar un suspiro que había retenido durante muchos años. Las cerdas de su cepillo de dientes… ¡Con qué claridad las veía! Las baldosas del suelo, las toallas… Y entonces recordó…

Durante mucho tiempo se contempló, la frente, el mentón, la nariz. Le llevó largo rato ver íntegramente su rostro. Y sintió como si se elevara del suelo. Los latidos de su corazón impulsaron a su cabeza a asentir al compás. La saliva se acumuló en su garganta y tosió. En el espejo de su cuarto de baño, ese cuarto de baño que había usado durante casi siete años, veía lo que podía llamarse con toda propiedad una cara de judío. En efecto, un judío acababa de entrar en su baño. Las gafas verificaban exactamente lo que siempre había temido, sólo que ahora era peor porque era real. Mucho peor que cuando se había probado solamente el armazón, tres semanas atrás. En esa ocasión había pensado que le daba el aspecto de un judío germánico, porque tenía las mejillas lisas y verticales, la cabeza cuadrada y —lo más revelador— una sugerencia de bolsas debajo de los ojos. Eso hubiera sido malo, pero no imposible, no como esto. Con las lentes que le agrandaban los ojos, las bolsas perdían su importancia y los ojos parecían a punto de salírsele de las órbitas. Parecía que las gafas bajaran su cráneo chato cubierto de pelo brillante y destacaran su nariz, que si antes era un poco aguda, ahora se curvaba como un pico a partir de la montura. Se las quitó y volvió a ponérselas para observar la distorsión. Trató de sonreír. Era la sonrisa de alguien obligado a posar ante una cámara, pero la mantuvo y ya no fue su sonrisa. Bajo esos ojos saltones era una mueca, y sus dientes, que habían sido siempre desparejos, parecían un insulto a su sonrisa, que torcían y convertían en una caricatura astuta e insincera. Le pareció que el deseo de simular alegría era desmentido por la prominencia semítica de su nariz, por los ojos saltones y la postura alerta de sus orejas. Y que su rostro, proyectado hacia delante, era el de un pez.

Se quitó las gafas. Jamás había visto tan turbiamente y sus ojos vagaron un instante. Con las rodillas flojas, salió del cuarto de baño al pasillo, fue hasta el armario a colgar su chaqueta y bajó al salón. Su madre, con el Eagle de Brooklyn en el regazo, había encendido la lámpara que tenía a sus espaldas, cosa que hacía sólo después de que él llegara, y lo miraba a la espera de que iniciara la breve y habitual conversación equivalente a un buenas noches.

Le llegaba el olor de su cena desde la cocina. Sabía dónde estaba cada mueble, cuánto había costado y cuánto tiempo pasaría antes de que fuera necesario volver a pintar el cielorraso. Era su casa, su hogar, y esa anciana sentada en su silla de ruedas junto a una radio apagada era su madre y, sin embargo, él se movía con la misma poca soltura que un extraño. Se sentó en el diván, a su lado, y conversaron.

—¿Has colgado tu chaqueta? ¿Hacía mucho calor en la ciudad? ¿Venía muy lleno el metro? ¿Tienes mucho trabajo? ¿Cómo está el señor Gargan?

Respondió a las preguntas mientras cenaba la comida que le había preparado la asistenta de día. No percibió sabor alguno; no pudo digerir ni terminar su cena. Se lavó la cara en el fregadero de la cocina y se secó con la toalla que allí tenía para ese fin. En lo único que podía pensar era en lo nítidamente que había visto las cerdas de su cepillo de dientes. Tomó el periódico de la noche anterior, que siempre acababa de leer antes de empezar el del día, volvió a sentarse en el diván y se puso las gafas. Sintió una presión en sus brazos, se quitó los elásticos negros de sus mangas y los dejó a su lado. Su madre lo llamó. Levantó la vista y la miró. Ella estudió su rostro y se inclinó hacia delante. Él sonrió, como hacía cuando compraba un traje nuevo.

—Casi pareces un judío —dijo finalmente su madre, risueña.

También él rio. Sintió que mostraba los dientes.

—¿No podrías usar esas que no tienen armazón?

—Las probé. Con todas ocurre lo mismo. Éstas son las mejores.

—Supongo que nadie se dará cuenta —comentó ella, mientras alzaba su ejemplar del Eagle para que estuviera a la luz.

—Eso espero —dijo él, y cogió su propio ejemplar. Tenía el cuerpo mojado de sudor y la cara fresca y seca. Del patio trasero venía una brisa agradable. Se oyó en la calle el griterío de unos chicos que se desvaneció mientras corrían persiguiéndose y alejándose. Irritado, cambió con su madre una mirada escandalizada por esa quiebra del silencio en la manzana. Esa situación tradicional fue como un hálito de cordura que lo tranquilizó. Volvió a su periódico y por primera vez pudo leerlo cómodamente. Casi siempre, como sus ojos se fatigaban con facilidad, leía sólo la principal noticia de la guerra, que frecuentemente se mezclaba con el recuerdo del triste año que había pasado en Francia. Pero esa noche leyó también las noticias menos destacadas, y una de ellas cinco veces seguidas. Era muy breve. La noche anterior, en un cementerio judío, unos vándalos habían derribado varias lápidas y pintado esvásticas en otras. La lectura le fascinó como antes las historias policiacas. Experimentó la misma sensación de violencia despiadada y amenaza de hechos funestos que brotaba de las columnas del metro. Sus ojos masajearon los dos párrafos como para extraer de ellos hasta la última oleada de emoción.

Las mareas de su cuerpo se aquietaron como las aguas de un lago helado y sintió una profunda inercia. El sueño del tiovivo retornó a su mente. «¡Policía! ¡Policía!». Vio los coches vacíos que iban hacia delante y de repente hacia atrás, y de nuevo hacia delante. ¿Qué estaba fabricándose allí, debajo del suelo? ¿En qué había estado pensando que pudiera suscitar ese sueño? Se acercó mentalmente al tiovivo y subió a un gran cisne amarillo recargado de adornos que se movió hacia delante y hacia atrás. Sintió el zumbido y la potencia de las máquinas ocultas bajo tierra. El trapo oscuro del miedo le azotó el cuello; furioso, borró el tiovivo y se concentró en el periódico… Un editorial elogiaba a los bomberos, otro se refería a la moral; en un artículo se hablaba de los diamantes que se utilizaban para la producción de armas. A medida que leía, las palabras se escurrían de su mente, hasta que sólo subsistió una imagen de lápidas caídas y vándalos con pesadas barras de hierro que destrozaban en el suelo las estrellas de David de mármol.

Su madre terminó de leer su ejemplar del Eagle y se acercó en su silla de ruedas. Él dormía. Lo sacudió. Él la acompañó hasta su cama y la abrió para ella. Luego subió y se desvistió. El sombrero quedó sobre el borde de la bañera. Nunca había pasado la noche fuera de su caja ovalada.