Capítulo dos
Hubo un tiempo —hasta pocas semanas atrás— en que le gustaba salir de su casa por la mañana. Atravesaba la galería delantera con la ligereza de un pájaro y, al bajar el escalón de ladrillo, buscaba con la vista en su metro cuadrado de césped los trocitos de papel que la noche podía haber arrastrado hasta allí. Los recogía rápidamente, los arrojaba en el cubo de la basura junto al bordillo, dedicaba a su casa una mirada presurosa pero cálida y se dirigía al metro. Caminaba deprisa e inclinado hacia delante como algunos perros que recorren las calles sin mirar a derecha ni a izquierda. Parecía temer que lo vieran perdiendo el tiempo.
Pero cuando salió a la galería esa mañana, sintió el calor en sus mejillas blancas e hinchadas como las de un niño y recordó su cuerpo y qué le preocupaba, y por un momento se sintió débil y asustado. Fue hasta el principio de la escalera y se detuvo al oír un crujido bajo el zapato. Se inclinó y observó atentamente el suelo de ladrillo de la galería, levantó el brillante zapato de punta redondeada y vio un trozo de celofán. Lo recogió con dos dedos, bajó los escalones y siguió el sendero de cemento hasta el bordillo, y allí destapó el cubo de la basura y depositó el celofán. Se detuvo un momento a alisar su chaqueta de verano azul marino sobre el vientre, que, como él decía, empezaba a redondearse, y sintió la transpiración dentro de su cuello almidonado. Miró su casa inexpresivamente.
Un forastero jamás habría notado una sola diferencia entre la casa del señor Newman y las demás. Era una hilera de casas de ladrillo de dos pisos, con el techo plano y el garaje debajo de la galería que daba a la calle. Delante de cada una había un olmo joven, ni más frondoso ni más escuálido que el vecino, dado que todos habían sido plantados la misma semana unos siete años atrás, apenas terminada la urbanización. Sin embargo, para el señor Newman había algunas diferencias vitales. Se detuvo un momento junto al cubo de la basura y alzó la vista hacia sus contraventanas, que había pintado de verde claro. Las contraventanas de las otras casas eran de color verde oscuro. Luego miró los mosquiteros, abisagrados a los lados y no en la parte superior, como en todas las otras casas de la manzana, de modo que se abrían como puertas. Muchas veces había deseado que la casa estuviese hecha de madera para pintar una superficie más extensa. Pero no era así y su única ocupación era su coche, apoyado sobre bloques de cemento en el garaje. Los domingos, antes de la guerra, sacaba el coche y lo frotaba ligeramente con un paño encerado, cepillaba el interior y llevaba a su madre a la iglesia. Sin embargo, aunque no lo admitiera, gozaba mucho más del coche ahora que lo dejaba estacionado en el garaje, porque es sabido que la herrumbre es una amenaza terrible para una máquina que no se utiliza. Ahora, durante la guerra, sacaba la inmaculada batería que tenía en el sótano, la instalaba en el coche y ponía en funcionamiento el motor durante unos minutos. Una vez que la había desconectado y guardado en el sótano, se paseaba alrededor del coche buscando manchas de herrumbre y hacía girar un poco las ruedas con las manos para que no se apelmazara la grasa de los cojinetes y, en general, acometía cada domingo lo que el fabricante aconsejaba hacer dos veces por año. Al final del día le agradaba limpiarse las manos con un disolvente para grasas y disponerse a una buena cena, sintiendo la presencia de sus músculos y de su buena salud.
Tras una última mirada al cubo de la basura para ver si estaba bien cerrado, echó a andar calle abajo con la seguridad de siempre. Pero a pesar de su paso acompasado y de la postura confiada y erguida de su cabeza, sintió la inquietud de sus entrañas y para tranquilizarse pensó en su madre, que ahora estaría sentada en la cocina esperando a que llegara la empleada de día para prepararle el desayuno. Tenía paralizada la parte inferior del cuerpo y no hablaba de otra cosa que del dolor y de California. Trató de pensar en ella, pero cuando se acercó al metro, sintió que se le endurecía el abdomen y se alegró de su costumbre de detenerse un instante en la tienda de golosinas de la esquina a comprar el periódico. Dio los buenos días al propietario y le entregó la moneda cuidando de no tocarle las manos. No le hubiera horrorizado especialmente tocárselas, pero la idea no le gustaba. Le parecía que del señor Finkelstein se desprendía cierto olor a comida rancia. No quería tocar ese olor. El señor Finkelstein dijo buenos días como era su costumbre y el señor Newman recorrió unos pocos metros, giró en la esquina, hizo una pausa para aferrar firmemente la barandilla de la escalera del metro y bajó.
Tenía otra moneda preparada y la introdujo después de buscar a tientas la ranura, aunque si hubiese querido bajar la cabeza podría haberla visto con facilidad. No le gustaba que le vieran bajar la cabeza. Llegó al andén, giró a la izquierda y notó que, como era habitual, la mayoría de la gente se apretujaba en el centro de la plataforma. Él siempre iba hacia la cabecera, como harían los demás si atinaran a observar que siempre había más sitio en el primer coche. Cuando ya había unos veinte metros entre él y los demás, redujo gradualmente el paso, se dirigió sin vacilar hacia una columna de acero y se detuvo justo a un palmo del centro dentado de ésta.
Bizqueando, aguzó la vista. Recorrió la superficie pintada de blanco de la columna al tiempo que subía y bajaba la vista. Entonces dejó de mover la cabeza. Había algo escrito. La piel le ardía de excitación. Algo escrito apresuradamente a lápiz entre la llegada y la partida de los trenes: «Llama LA 4-4409, preciosa y discreta». Como muchas veces antes, se preguntó si era un anuncio o una broma. Sintió el hálito de la aventura, imaginó un apartamento en alguna parte…, oscuro, perfumado, con mujeres…
Sus ojos buscaron más lejos. Una oreja bien dibujada. Varias W. Le pareció una columna muy fructífera. Muchas veces las limpiaban antes de que él llegara por la mañana. «¡No me llamo Elsie!». Se sorprendió un momento, movió la cabeza y casi sonrió. Qué furiosa debía de estar Elsie, o como quiera que se llamara, para escribir eso. ¿Por qué la llamaban Elsie?, se preguntó. ¿Y dónde estaba ahora? ¿Estaría dormida en alguna parte o de camino al trabajo? ¿Era feliz o estaba triste? El señor Newman se sentía próximo, vinculado a la gente que escribía en las columnas, porque le parecía que decían sólo lo que querían decir. Era como abrir la correspondencia ajena.
Dejó de mover la cabeza. Por encima de la altura de sus ojos habían escrito cuidadosamente en letra de imprenta: «Los judíos empezaron la guerra. Mate a los judíos, mate a…». Al parecer, la llegada de su tren había interrumpido al autor. El señor Newman tragó saliva y miró como fascinado por una luz hipnótica. Más arriba, la exclamación «¡Fascistas!» y una flecha que señalaba la exhortación al crimen.
Se apartó de la columna y bajó la vista a los raíles. Le pesaba el corazón y respiraba deprisa mientras la vibración del peligro bailaba en su mente. Como si acabara de ver una pelea sangrienta. Alrededor de esa columna el aire había contemplado una lucha silenciosa pero terrible. En tanto que arriba, en la calle, el tránsito había circulado tranquilamente a través de la noche y la gente había dormido, abajo un oscuro torrente enloquecido había dejado su huella antes de desvanecerse.
Absorto, no se movió. Nunca había leído algo que lo atrajera tan poderosamente como esos garabatos amenazantes. Eran una especie de registro mudo que la ciudad inscribía automáticamente en sus sueños; un periódico secreto que publicaba los verdaderos pensamientos de las personas, todavía no diluidos por los temores, la conveniencia y el interés egoísta. Era como encontrar la mirada huidiza de la ciudad y vislumbrar su mente. El primer rumor del tren que se acercaba lo distrajo.
Volvió a posar sus ojos en la columna como si fuera un miembro mutilado, hasta que dos mujeres que olían a jabón de cerezas se detuvieron muy cerca. Las contempló. ¿Por qué escribirían siempre esas cosas manos tan evidentemente ignorantes?, se preguntó. Ahora esas dos mujeres compartían la indignación del autor de la consigna; siempre era la gente más sencilla la que daba un paso al frente y decía la verdad. Una corriente de aire empezó a girar alrededor de sus piernas cuando el tren penetró como un pistón en la estación cilíndrica. El señor Newman retrocedió un paso y rozó con el codo el vestido de una de las mujeres. El olor a cereza se intensificó por un segundo y le alegró la pulcritud de la mujer. Le gustaba viajar con gente delicada.
Las puertas silbaron y se abrieron y las mujeres entraron. El señor Newman esperó un instante y luego las siguió, con cuidado, recordando que una semana antes se había llevado por delante las puertas sin estar éstas abiertas del todo todavía. Se ruborizó al recordarlo mientras aferraba una anilla de porcelana suspendida. Su sangre empezó a fluir rápidamente. Bajó el brazo cuando el tren se puso en marcha y el puño de su camisa blanca asomó de la manga de la chaqueta. El tren iba deprisa hacia Manhattan. Lo llevaba inexorable y despiadadamente hacia la isla; cerró los ojos un momento como para contenerse. Todavía llevaba el periódico debajo del brazo. Lo abrió y fingió que leía. No había grandes titulares. Las letras bailaban delante de sus ojos. Sosteniendo el periódico como si leyera absorto, miró al pasajero que tenía enfrente. Ucraniano o polaco, registró sin pensar. Estudió al hombre. Gorra de trabajador. Chaqueta manchada. No pudo distinguir sus ojos. Probablemente pequeños, imaginó. Ucraniano o polaco…, taciturno, acostumbrado al trabajo duro, inclinado a la bebida y la estupidez.
Sus ojos se movieron hacia el hombre sentado junto al trabajador. Negro. Siguieron hasta el siguiente y se detuvieron. Se acercó un paso y olvidó lo que le rodeaba. Para él, esa clase de hombre era como un reloj caro para un coleccionista. El hombre leía el Times. Tenía la piel blanca, la nuca chata y recta, el pelo probablemente rubio debajo del sombrero nuevo y, mirando fijamente, el señor Newman advirtió las bolsas debajo de sus ojos. No podía ver claramente su boca, así que la imaginó: ancha, de labios gruesos. Se relajó con la satisfacción que siempre sentía cuando practicaba este juego secreto de camino al trabajo. Probablemente sólo él, en todo el tren, sabía que ese señor de cabeza cuadrada y piel blanca no era sueco ni alemán ni noruego, sino judío.
Volvió a mirar al negro. Algún día, pensó, como siempre cuando veía una cara negra, algún día estudiaría las distintas clases de negros. Le recorrió un entretenimiento académico, porque no necesitaba esa información para su trabajo, y sin embargo… Una mano le tocó el hombro. Su cuerpo se puso rígido instantáneamente.
—Hola, Newman. Nada más levantar la mirada he visto que estaba usted aquí.
Con la expresión de amable condescendencia que le cambiaba la cara cada vez que encontraba a Fred, preguntó:
—¿Hacía mucho calor anoche en su casa?
—Siempre entra un poco de aire por las ventanas traseras. —Fred vivía al lado—. ¿En su casa no? —preguntó, como si viviera en la parte más ventosa de la ciudad.
—Por supuesto —replicó el señor Newman—. Dormí con una manta.
—Voy a poner un catre en el sótano —dijo Fred, tocando el brazo de Newman—. Ahora que lo he arreglado está muy fresco.
Newman reflexionó.
—Y probablemente húmedo.
—No ahora que está arreglado —afirmó Fred.
El señor Newman apartó la vista dubitativamente. Fred trabajaba en el departamento de mantenimiento de la misma compañía, aunque en otro edificio, iba vestido con un mono y sus modales coincidían con su ropa. Como solía ocurrirle cuando se encontraba con Fred, el señor Newman decidió con irritación acabar la construcción de su sótano tuviera o no dinero para hacerlo. No podía comprender que ese ruidoso salvaje ganara el doble que él en la misma compañía, a pesar de la importancia de su propio trabajo y de su talento excepcional. Y tampoco le gustaba que lo vieran en el metro con Fred, que invariablemente le tocaba con el dedo al hablar.
—¿Qué le pareció el escándalo de anoche en la calle? —preguntó Fred. Una sonrisa contenida y culpable apareció en su pesada mandíbula, unida a la cara por dos largas y profundas arrugas.
—Oí algo. ¿Cómo terminó? —preguntó el señor Newman. Su labio inferior sobresalía, como siempre que algo le interesaba.
—Oh, salimos y metimos a Petey en la cama. Qué borrachera tenía.
—¿Era Ahearn? —susurró sorprendido.
—Sí, volvía a casa tambaleándose cuando vio a la hispana. No parecía fea. —Fred tenía la costumbre de mirar hacia atrás cuando hablaba.
—¿Vino la policía?
—Noooo, la echamos a patadas de la calle y metimos a Petey en la cama.
El metro se detuvo en una estación y se separaron un momento. Cuando las puertas se cerraron, Fred volvió a acercarse al señor Newman. Permanecieron en silencio unos minutos. El señor Newman seguía mirando la velluda muñeca de Fred, muy gruesa y probablemente poderosa. Recordó qué bien jugaba Fred a los bolos. Era extraño, a veces le gustaba estar con Fred y sus amigos en la calle y a veces, como ahora, no podía soportar su presencia. Recordó una merienda en Marine Park y la pelea en que se había metido Fred…
—¿Qué le parece lo que está pasando? —La sonrisa de Fred había desaparecido pero las dos largas arrugas parecían cicatrices en sus mejillas. Escrutó el rostro de Newman entrecerrando sus ojos abotagados.
—¿Qué es lo que está pasando? —preguntó Newman.
—En el barrio. Dentro de poco van a traer a negros.
—Supongo que así es.
—Todo el mundo dice que viene gente nueva.
—Es verdad.
—Casi todos hemos venido a vivir aquí para librarnos de esos elementos y ahora están siguiéndonos. ¿Conoce a ese Finkelstein?
—¿El de la tienda de golosinas?
—Todos sus parientes están instalándose en la casa de la esquina. La que está a la izquierda de la tienda. —Miró hacia atrás.
Eso era lo que le fascinaba de Fred. Muchas veces quería que hablara en voz más baja, pero de alguna manera le gustaba que siguiera porque decía cosas que él también pensaba y no se atrevía a decir. Mientras Fred hablaba, sintió la premonición de alguna especie de acción. Era la misma sensación que tenía mirando las columnas… Algo estaba creciendo en la ciudad, algo excitante y atronador.
—Pensamos hacer una reunión. Jerry Buhl se lo comentó a Petey.
—Yo creía que todo estaba tranquilo.
—Nada de eso —dijo Fred orgullosamente, dejando caer las comisuras de la boca. Por las mañanas tenía los párpados tan hinchados que casi se cerraban sobre sus ojos—. Apenas termine la guerra y vuelvan los muchachos vamos a ver unos fuegos de artificio como nunca se han visto. Vamos a disimular hasta que los muchachos vuelvan. Esa reunión va a ser el primer paso, ¿sabe? Al parecer, la guerra podría terminar cualquier día. Queremos estar en pie, listos para todo, ¿sabe? —Aparentemente necesitaba la confirmación de Newman porque ahora lo miraba con aire de inseguridad.
—Ajá —murmuró Newman, esperando que Fred prosiguiera.
—¿Quiere venir? Puedo llevarlo en el coche.
—No voy a muchas reuniones. —El señor Newman sonrió como si alabara la poderosa contextura física de Fred. En realidad, no le gustaba el tipo de gente que solía asistir a esas reuniones. La mitad eran unos inútiles y la otra mitad no parecía que se hubiese comprado un traje nuevo durante años—. No sé hablar en público.
Fred asintió, poco convencido. Deslizó la lengua sobre sus dientes manchados de tabaco y miró por la ventanilla las luces que pasaban velozmente.
—Está bien —dijo, guiñando los ojos—. Quería decírselo. Lo único que queremos es limpiar el barrio. Pensé que le interesaría. Si les ponemos las cosas un poco más difíciles, se irán.
—¿Quiénes?
—Los judíos de nuestra manzana. Y después ayudaremos a los muchachos del otro lado de la avenida con los hispanos. Y muy pronto aparecerán los carritos de mano para la mudanza. —Parecía indignado. Tenía manchas rojas en el mentón.
El señor Newman sintió de nuevo la excitación del peligro. Estaba a punto de responder cuando bajó la vista y vio que el judío con bolsas debajo de los ojos lo miraba. Parecía a punto de levantarse para propinarle un golpe. Se volvió hacia Fred.
—Ya le diré. Tal vez el jueves tenga que trabajar hasta más tarde —comentó, volviéndole la espalda al judío. El metro llegaba a su estación. Fred le tocó el brazo y dijo «Okey». Las puertas se abrieron y el señor Newman bajó raudo a la plataforma. Mientras buscaba la salida sintió de nuevo un temblor en el interior de su cuerpo. El tren arrancó y él echó a andar a prudente distancia del borde del andén.
Subió la escalera y se detuvo arriba, en la acera soleada, para recobrar el aliento. Alzó el brazo para asentarse mejor el sombrero de Panamá y una gota de sudor frío se deslizó de su axila a las costillas. Todos los días de las últimas semanas se había detenido en esa misma esquina, preguntándose qué le esperaría en su despacho, y siempre había sentido que la piel se le volvía cremosa por el calor del sol o por las cosas que imaginaba. Mientras caminaba con cuidado por la acera caliente trató de pensar en su manzana y en todas las casas idénticas y alineadas como los postes de una cerca. El recuerdo de esa igualdad ratificó su deseo de orden y se dirigió hacia el edificio de su empresa concentrando juiciosamente toda su atención.