Capítulo cinco

A la mañana siguiente fue a trabajar como de costumbre, volvió a casa, cenó y se acostó temprano. Transcurrieron el segundo día y el tercero. El cuarto día por la tarde se sentó ante su escritorio entre las paredes de cristal de su despacho y sintió incluso un pequeño espasmo de alegría. Era un extraño estado de ánimo.

Nadie observó en él nada diferente. Eso hubiera sido por sí solo motivo suficiente para que se despojara del pesado ropaje de temores que había llevado tanto tiempo. Pero había otras cosas; en su mundo sosegado habían empezado a vibrar nuevas y poderosas sensaciones. Durante tres días había estado entrevistando candidatas al puesto que acababa de dejar vacante la señorita Kapp —Kapinsky— y, aunque anteriormente varias le hubieran parecido satisfactorias, no aceptó a ninguna. Ahora veía con total claridad que deseaba presentar a una persona excepcional que representara, por así decirlo, la apoteosis de su capacidad de selección. El ritmo de su cuerpo se aceleró como si enfrentara un desafío; su trabajo le parecía nuevo. Además sentía una nueva admiración, casi un sentimiento de hermandad, con respecto al señor Gargan. Lo había obligado a ver, había tomado las cosas a su cargo y lo había ayudado a librarse de su aflicción. La chica que contratara ahora debía compensar todos sus errores del pasado, incluso el que había cometido con la Kapinsky. Esa chica tenía que ser perfecta.

Y todavía más porque durante los últimos dos días el señor George Lorsch había pasado varias horas en el edificio. El señor Lorsch era el vicepresidente de la empresa. Su foto aparecía a menudo en las páginas de noticias sociales de los periódicos. Y como sólo pasaba unos pocos días por año en el edificio para inspeccionar los diversos departamentos y mejorar su eficiencia, el señor Newman podía imaginar fácilmente que el señor Gargan le agradecería que contratase a una empleada excepcional en el transcurso de esos días. Porque era el señor Lorsch quien, según bien fundados rumores, había establecido las especificaciones originales acerca del perfil de las personas que la empresa debía contratar. Y jamás entraba en un departamento sin examinar cuidadosamente a las chicas mientras iba de un despacho a otro. En los últimos días había mirado de frente al señor Newman al pasar delante de su cubículo en dos ocasiones, y en una de ellas le había sonreído. El señor Newman se concentró en la búsqueda de la persona ideal.

Estudió las tres solicitudes de empleo que tenía en su mesa. Le gustaba el nombre de la primera candidata. Gertrude Hart, treinta y seis años, tres años de escuela secundaria. Soltera. Episcopal. Nacida en Rochester, Nueva York. Llamó a la recepción y pidió que enviaran a Gertrude Hart.

Llegó a su despacho envuelta en una atmósfera extraña. Las chicas que entrevistaba en general no olían ni siquiera a colonia, pero alrededor de ella el perfume pesaba en el aire. Y tampoco llevaban flores en el pelo, pero ella tenía prendida una rosada rosa natural en el cabello castaño. Muy erguida, su aspecto era distinguido, refinado. Tenía las manos graciosamente apoyadas sobre el respaldo de la silla y la manera en que su cuerpo descansaba sobre una pierna no era provocativa, sino simplemente cómoda. Y lo más sorprendente, todavía más que el brillante vestido negro, era la sonrisa, que elevaba apenas su ceja izquierda. Sonreía sin torcer siquiera sus labios carnosos. El señor Newman se oyó decir:

—Siéntese, por favor.

Se le contrajo el estómago cuando ella se aproximó y se sentó al otro lado del escritorio. Apoyó un brazo en la superficie de la mesa y el desasosiego de Newman aumentó como si ella lo hubiera tocado, porque el escritorio era para él algo tan vivo y personal como una parte de su cuerpo. Reparó de inmediato en la sorprendente curva de los muslos de la mujer, uno de los cuales rozaba el escritorio, y en la de sus piernas, y sintió afluir la sangre al cuello, el pecho, los brazos.

Bajó la vista como si revisara el formulario de la solicitud. Las palabras se volvieron grises y borrosas. Sin atreverse a mirarla, trató de recordar su rostro. Y se asombró de no haber observado nada especial. La mujer, el perfume, las caderas, la actitud… Todo era como en su visión. Alzó los ojos y topó con su cara.

—¿Cuánto tiempo trabajó en la casa Maxwell?

Ella habló. Él oyó solamente la primera frase.

—Estuve allí unos tres años y después…

¡Rochester! Vio absorto cómo en la boca de ella se formaba el horrible acento de Brooklyn. El vestido negro y brillante que cubría el cuerpo de esa mujer refinada e inalcanzable se convirtió en algo comprado especialmente para esta entrevista. A unos cinco dólares con noventa y cinco.

Ella seguía hablando. Y gradualmente esa segunda impresión también se modificó. A pesar del acento áspero la elegancia persistía. Por primera vez pudo contemplar su cara. Le intrigaba la ceja izquierda arqueada. Daba la impresión de que estuviese a punto de sonreír, pero no era así. Estaba estudiándolo, y algo en esos ojos castaños le hacía perder el control de la entrevista.

La mujer se interrumpió, la ceja siempre alzada. Él se puso de pie, cosa que no hacía jamás en presencia de una candidata. Pero no podía dominar la situación si mantenía los ojos a la misma altura que los de ella.

Tenía la cara alargada, el cabello peinado hacia arriba lo remarcaba, pero no delgada. Los labios eran anchos y rojos, y la garganta se redondeaba suavemente debajo del mentón. Los párpados eran oscuros y él imaginó que, cuando durmiese, esos ojos debían de parecer levemente saltones. Pero la frente era lo que más le inquietaba; alta y curvada, descubría tal extensión de piel empolvada, que el pelo parecía huir, y él se esforzaba por apartar la idea de que esa frente ocupaba todo el despacho.

Pero a pesar de todo, pensó, era muy hermosa. No la había visto nunca pero la conocía por el efecto que causaba en él, porque había soñado una parte de ella, la parte excitante que alteraba el ritmo parejo de su respiración. La parte que había hecho instantáneamente de esa entrevista algo personal… Por eso estaba tan seguro de que ella también estaba interesada. Lo estaba. Él lo sabía.

—¿Ha usado alguna vez una máquina de escribir eléctrica? —preguntó, como si eso fuera terriblemente importante para él.

—De vez en cuando teníamos la oportunidad, pero había sólo una en toda la oficina. No era como este lugar —agregó con un matiz de reverencia, volviendo la cabeza hacia el salón lleno de mecanógrafas. El señor Newman interrumpió el movimiento; ella lo miró de frente mientras él se dirigía a un archivo desde donde podía verla de perfil. La muchacha aguardó un momento, como para darle tiempo a examinar algún dato; y como no oyó un solo ruido movió la cabeza y descubrió que él tenía la vista clavada en ella.

En su cara encendida, las cejas bajaron bruscamente. El señor Newman regresó de inmediato a su silla y se sentó.

Durante un largo rato no se atrevió a levantar los ojos. Sabía que ella lo miraba y mantuvo una expresión distante. Ni una vislumbre de la decepción que sentía le enrojecía la piel.

—Sin duda usted sabrá —dijo amablemente— que necesitamos personas con experiencia en el manejo de máquinas de escribir eléctricas. Yo supuse que la tenía.

Alzó la vista con su educada expresión de despedida. Ella señaló con un movimiento extravagante de la cabeza la sala llena de chicas que trabajaban con máquinas de escribir corrientes y luego lo miró y aguardó.

—Estamos reemplazándolas tan rápido como podemos —explicó él—. Con la guerra la producción se ha retrasado, pero tenemos la intención de usar únicamente máquinas eléctricas en este departamento…

La cara distorsionada de la chica interrumpió su discurso vehemente. Tenía los labios separados, las cejas levantadas y parecía a punto de suplicar o quizá de escupirle, él no sabía cuál de las dos cosas.

—Con un día de práctica podría trabajar perfectamente con cualquier máquina. No supone ningún problema para una buena mecanógrafa como yo. —Así, inclinada sobre el escritorio, pensó él, parecía una actriz.

—Preferimos personas que…

La suave barbilla rosada se le acercó.

—He nacido episcopal, señor Newman —dijo con voz sibilante, y junto a su nariz apareció una furiosa manchita roja.

Nada de lo que había dicho era nuevo para él. Era una protesta corriente que había oído muchas veces antes (aunque eran más las que preferían la Iglesia unitaria) cuando subían en el ascensor. Y sin embargo, mientras miraba su rostro iracundo, sintió que se le enfriaba el corazón. Sintió miedo sin saber por qué. Había algo en los ojos de ella…, en la seguridad con que esperaba su respuesta…, la intimidad…, eso era lo que le asustaba… Sí, esa intimidad era nueva. La malevolencia de la muchacha era íntima. Era como si supiese todo sobre él, como si…

Lo tomaba por un judío.

Entreabrió la boca. Hubiera querido salir corriendo de su despacho o pegarle. No debería hacer eso con sus ojos.

El odio le impedía hablar. Y sin embargo la transpiración de las palmas de las manos revelaba su confusión, porque era extremadamente cortés y no hubiera podido decir que no era judío sin teñir la palabra de una repugnancia que, por consiguiente, también la incluiría a ella. Y en su incapacidad de hablar, en su confusión, ella vio la prueba definitiva; y a él le pareció, absurdamente, que casi lo era. Porque, para él, judío significaba siempre impostor. Desde el principio. Ése era el único sentido de la palabra. Los judíos pobres pretendían ser más pobres de lo que eran; y los ricos, más ricos. Nunca había pasado por un barrio judío sin ver, más allá de las raídas cortinas, grandes sumas de dinero escondidas. Nunca había visto a un judío en un coche caro sin compararlo con un negro que condujera un automóvil caro. No tenían la tradición de nobleza que aparentaban. Si él fuese dueño de un coche caro, parecería inmediatamente que había nacido para eso. Como cualquier cristiano. Pero no un judío. Sus casas olían mal, y cuando no, era porque querían parecerse a los cristianos. Si hacían alguna cosa buena sólo era, naturalmente, por el deseo de congraciarse. Estos conocimientos eran tan antiguos como su vida, que se había iniciado en una calle de Brooklyn, a una manzana del barrio judío. Y tanto entonces como ahora le resultaba imposible pensar en los judíos sin un sentimiento de poder y de pureza. Oír hablar de su avaricia le hacía más consciente de su liberalidad, que se demostraba por el solo hecho de no ser judío. Y si encontraba a un judío generoso, su natural parsimonia sufría porque miraba a todos los hombres a través de su propios ojos y en la generosidad del judío sólo veía astucia y ostentación. Embusteros, impostores. Siempre.

Y ahora, en su confusión, ella encontraba la prueba de esa impostura. La mirada burlona era insoportable, pero aun así él no podía hablar. Trató de hacer una broma, pero no se le ocurrió ninguna. Impaciente, apartó la vista de ella. Fue sólo un instante, pero supo entonces por primera vez en su vida que el motivo de ese silencio no era la cortesía. Era la culpabilidad, porque tanto la naturaleza maligna de los judíos y su infinita capacidad de engaño como el apetito sensual por las mujeres que se revelaba en sus ojeras y en su tez oscura eran simplemente el reflejo de sus propios deseos, los deseos que él les atribuía. Lo supo como tal vez no volvería a saberlo, porque en ese momento los ojos de la mujer habían hecho de él un judío, y porque era su propio deseo monstruoso lo que le impedía defenderse. Quiso que ella lo creyera en ese instante, a solas con él en su despacho, que le hiciera posible hundirse en ese lago tenebroso cuya profundidad le atraía, pero nunca se había atrevido a sondear. Sólo por un instante, descender, descubrir…

Disgustado consigo mismo, se levantó. Apretó la mandíbula para contener el dolor de su propia corrupción, y ella interpretó esto, al parecer, como una expresión de ira. El gran bolso golpeó contra su cadera cuando se puso ruidosamente de pie.

—¿Sabe qué tendrían que hacer con la gente como usted? —dijo—. Colgarlos a todos.

Estaba tratando de encontrar un buen motivo. Él pensó que su cara, con el mentón levantado, parecía casi irlandesa.

—En todas partes oigo la misma estupidez. He sido secretaria en sitios donde ni siquiera tenía que escribir a máquina. He tenido empleos que…

Él ya no escuchaba, porque cuando ella miró por encima de su hombro para ver si alguien venía a interrumpir la escena, advirtió la curva hebrea de su nariz y la tristeza de sus ojos… La muchacha se inclinó y apretó sus dedos rígidos contra el escritorio, como diez flechas de punta roja.

—¡Un día lo colgarán! —dijo en un susurro jadeante que exigía una respuesta similar.

Él sintió un escalofrío en la columna vertebral. No había estado en una situación parecida, a solas con una mujer, desde que era muchacho y su madre lo reprendía. No podía olvidar el brillo de su vestido y del broche que llevaba entre los pechos, y la emoción de sus ojos húmedos lo fascinaba al tiempo que alimentaba su terror.

Para su confusión, y lleno de ansias odiosas, murmuró:

—Lo siento. —Y movió la cabeza.

Ella se volvió, abrió la puerta de cristal y atravesó el salón entre los escritorios. Tenía el vitriolo de los judíos y el mismo mal gusto. Observó sus pantorrillas mientras se alejaba. Estaba excesivamente vestida y maquillada. Y entonces advirtió la piel que colgaba de su brazo: eso remataba la situación. Hacía demasiado calor. Cuando desapareció en la recepción, vio que la cola de zorro le rozaba la pierna…

Exhausto, se dejó caer en su silla. Lo invadía una sensación de maldad, de impureza, de excitación. Bajó los elásticos de sus mangas y sintió afluir la sangre a sus manos frías. Se quitó delicadamente las gafas, las deslizó en el bolsillo y miró al vacío. El perfume flotaba todavía en el aire, y la música destemplada de su voz resonaba en sus oídos.

Cuando el tiempo volvió a correr en su mente, un espasmo agitó sus manos: estaba mirando fijamente la pared del fondo de su despacho. Se dio la vuelta furioso y quedó de frente a las paredes de cristal y al salón lleno de mecanógrafas. Cogió el teléfono y ordenó:

—Haga pasar, por favor, a… —Se interrumpió y manoteó la siguiente solicitud. Las palabras eran borrosas. Arrugó el mentón y se acercó el papel a la nariz mientras la voz de la operadora restallaba en el auricular del teléfono. Dejó la solicitud, sacó las gafas y se las puso—. La señorita Blanche Bolland —dijo con calma, y colgó. Hasta que oyó los pasos de la señorita Bolland siguió mirando su solicitud, como si la estudiara.

En realidad, no vio a las otras personas que ese día pasaron por su despacho y le contaron su historia. Contrató a una chica de aspecto inofensivo, pelo negro y carita delgada. El perfume de Gertrude Hart no se disipó en toda la tarde, y tampoco la visión de sus muslos. Y gradualmente fue borrándose la imagen de la cara y sólo su cuerpo se integró a la imagen sin rostro de su sueño. Muchas veces miró la puerta de la recepción como si quisiera recuperar y atesorar cada uno de sus movimientos. Evocó la trinchera en Francia y, por un segundo, volvió a sentir con toda su intensidad el angustioso deseo que había conocido esa madrugada… Y mientras soñaba vio que el señor Lorsch, justamente al lado de su despacho, daba un apretón de manos al señor Gargan. El señor Lorsch dijo algo y desapareció de camino hacia los ascensores. El señor Gargan aguardó hasta que el vicepresidente se marchó. Luego entró en el despacho del señor Newman. Tenía el mentón en alto y se rascaba el cuello con aire reflexivo.