29.

Toshihiko Matsui debe de estar sudando bajo su traje impecable, con el nudo de la corbata perfectamente ajustado. Está sentado en el sofá del salón junto a su mujer, Hiroko, que le coge de la mano. Ella viste una blusa blanca de seda y unos pantalones color crema, y tiene el pelo negro recogido en un moño. El comisario Arnedo ha hecho las presentaciones —«La inspectora Luna y la subinspectora Manzanedo están investigando la desaparición de su hija»—, y los japoneses han saludado con una inclinación de la cabeza, los dos al mismo tiempo, antes de señalarles los asientos y empezar a hablar. No ha sido necesario deslizar ninguna pregunta. El señor Matsui deja a un lado el protocolo desde el principio y demuestra con ello que tiene prisa y quiere encontrar los atajos en la conversación.

—Mi hija está en manos del asesino que está matando japonesas. No tengo pruebas para sostener esta afirmación, pero lo sé.

Hiroko le dice algo en japonés. Él asiente y traduce la observación.

—Tenemos un vigilante contratado, un escolta. Un profesional que sigue a Yóshiko a todas partes. Y ese hombre no responde al teléfono ni da señales de vida.

Hiroko añade algo en un japonés nervioso.

—Mi mujer dice que eso es lo que resulta más sospechoso.

—¿El escolta se comunicaba con usted regularmente? —pregunta Sofía.

—Varias veces al día. Y al terminar el turno me llamaba para darme un informe exhaustivo de lo que habían hecho.

—¿Hoy no ha hablado con él en ningún momento?

—Lo he intentado varias veces, pero tiene el teléfono apagado. Eso no encaja con la conducta profesional del escolta.

Sofía asiente. Las maderas, la plata, las lámparas imponentes, los jarrones de porcelana y la alfombra comunican un lujo que acentúa la desolación del embajador y su esposa.

—Sabemos que su hija ha estado esta mañana en el café Comercial, en unas jornadas sobre asexualidad —dice Laura.

Hiroko, desconcertada, busca una traducción de su marido. Da la sensación de que ha entendido la frase, pero no consigue captar su significado. Toshihiko traduce la información. Su voz resulta más aguda cuando habla en su idioma materno, más metálica, pero cuando gira al español se vuelve grave y pausada, como si quisiera asegurarse de que va a formular las frases con corrección gramatical.

—¿Cómo saben que mi hija ha estado allí?

Es Arnedo quien se apresura a dar la información.

—Una de las chicas desaparecidas había participado en esas jornadas. Hemos contactado esta misma noche con el organizador del evento y le hemos mostrado una fotografía de Yóshiko. Confirma que estuvo allí.

—Pero mi hija no es asexual.

Hiroko menea la cabeza, refrendando la afirmación.

—Perdone que se lo pregunte —dice Sofía—, pero ¿cómo puede saberlo?

La mujer suelta una parrafada en japonés. Su marido asiente, ella continúa hablando hasta que él le aprieta la mano.

—Mi hija salió con un empleado de la embajada durante unos meses, pero la relación no prosperó. Y ha mantenido otros flirteos. Su conducta no es la de una persona asexual.

—¿Está seguro de eso?

—Ya ha contestado a la pregunta, Laura —dice Arnedo—. No insistas, es un asunto muy delicado.

—Es que es importante.

—Lo comprendo, pero no podemos escarbar en un tema como este.

Hiroko le dice algo al oído a su marido. Una precaución innecesaria, pues ninguno de los policías entiende el japonés. Pero sus reservas obedecen a que está destapando un tema íntimo.

—Mi mujer quiere que les cuente algo un tanto embarazoso. No lo haría si no fuera porque quiero colaborar lo máximo posible en la investigación.

—¿De qué se trata? —pregunta Sofía.

—Mi hija Yóshiko intentó seducir a uno de los escoltas que tuvimos contratado. Él mismo presentó su dimisión porque no aguantaba más insinuaciones.

Hiroko asiente, muy seria.

—De acuerdo. Disculpen que removamos estos temas, pero es posible que el asesino se fije en mujeres asexuales, por eso es muy importante determinar si Yóshiko lo es.

—Lo que no entiendo es qué hacía entonces en unas jornadas sobre asexualidad —dice Arnedo.

—Puede que su escolta sí lo fuera —dice el embajador.

Todos se giran hacia él, incluida su mujer. Percibe la censura en su mirada y se ruboriza.

—Yo quería un escolta profesional que no me fallara, ya íbamos por el cuarto y no podía más. Hablé con la oficina de Protocolo de la Zarzuela y me presentaron a este candidato.

—Una hoja de servicios intachable —dice Arnedo—. Tengo entendido que ha cuidado de las hijas del rey.

—Así es. Pero además de eso, yo buscaba un perfil poco conflictivo en la relación con mi hija.

—Un asexual —dice Sofía.

—Un hombre que no tuviera pecados en ese campo. Simplemente.

—¿Y cómo se puede saber eso? —pregunta Laura.

—Se sabe.

—¿Cómo? ¿Se les espía?

—Vamos a ver, no seamos ingenuos —dice Arnedo—. Por supuesto que se les investiga. Nadie entra a trabajar en la Zarzuela sin un dosier intachable. Se mira todo. Amigos, aficiones, vicios, estilo de vida. Y si no encaja, se busca a otro.

—Ya, pero averiguar que alguien es asexual me parece complicado —dice Sofía.

—Si un detective privado pasa meses siguiéndole y resulta que no sale con chicas ni con chicos, pues tienes un indicio.

—Un indicio, eso es —dice el embajador—. Nunca hay seguridad. Pero el candidato me gustaba, dados los antecedentes.

Se levanta y se acerca a un escritorio. De uno de los cajones saca una carpeta.

—Este es el dosier de Javier Monleón, me lo mandaron de la oficina de Protocolo. Es privado, pero puede que los ayude a encontrar a ese hombre.

—¿Nos lo podemos llevar? —pregunta Arnedo.

—Claro. Tienen que dar con él como sea. Y en estas páginas está su vida entera.

Sofía se lleva el dosier a casa y, aunque está cansada, lo revisa antes de acostarse. Incluye fotografías del escolta entrando en el gimnasio Arizona, saliendo de los cines Princesa, montando en bicicleta y tomando una caña con un amigo. El perfil del candidato describe a un hombre de vida tranquila, amante del ejercicio físico y de las películas en versión original, sin vicios aparentes. No va al casino, apenas sale por las noches, no visita prostíbulos. De vez en cuando va al pabellón de Vista Alegre para ver un partido de baloncesto. También ha ido a la Caja Mágica a presenciar alguna jornada de tenis del Madrid Open. Su correspondencia es anodina: cartas de bancos, publicidad y poco más. El informe consigna una multa de tráfico por aparcar indebidamente en zona azul. Una mácula en un expediente intachable. Tiene un perfil inactivo en Facebook y no usa otras redes sociales. Su correo electrónico no aporta información relevante o disuasoria de cara a la contratación. Salta a la vista que Javier Monleón ha sufrido un espionaje en toda regla antes de engrosar la nómina de la Zarzuela.

A Sofía le llama la atención la antigüedad del informe. Es de hace siete años, el momento en el que se dirimía su selección para la seguridad privada de las infantas. El embajador ha dado por bueno lo que entonces se averiguó de él, como si en siete años no pudiera haber cambios en la vida de cualquier persona. Hace siete años Sofía era un hombre infelizmente casado que mojaba sus problemas en alcohol y en adulterios sin cuento. Hoy es mujer, bebe poco y no sabe qué lugar otorgarle al sexo en su vida. Hace siete años leía mucho, ahora no pasa de tres libros al año. Ya no le produce el menor cargo de conciencia leer poco, ha comprendido que lo más importante es conectar consigo misma y hacer exactamente lo que más le apetezca en cada minuto, en los pocos momentos del día en que se puede ejercer esa libertad. Así pues, le concede escaso valor al informe. Habla de un hombre que ya no existe, el Javier Monleón de hace siete años, que puede haber sido arrasado por la ola del tiempo. Tal vez sea un follador tardío, deteste el cine de autor y haya aprendido que no pasa nada por estar un poco fondón si eso te permite pasar del gimnasio, beber unos vinos y comer lo que se te antoje.

El informe incluye, eso sí, datos útiles: la dirección del escolta, que vive en un apartamento en la plaza de Cuzco, y la de sus padres, que tienen un piso en Usera. Es tarde, el reloj marca las tres y siete minutos de la mañana. Ha sido un domingo larguísimo. Sofía se acuesta con la imagen del embajador y su esposa, cogidos de la mano en el sofá, elegantes y angustiados.


Laura Manzanedo está mucho más guapa desde que ha reconocido que no sabe cómo comportarse con Sofía. La ha recogido a las nueve de la mañana y, nada más entrar en el coche, la inspectora se ha sentido embriagada por el frescor de su compañera. Ahí están el olor y la sonrisa que tanto le gustaban. La distancia entre ellas se había llevado las sensaciones olfativas y visuales, pero ahora han vuelto y Sofía reconoce de golpe a la mujer que tanto la atrae. No sabe si es bueno o malo, porque entonces tiene que refrenar el deseo y el amor varias veces a lo largo del día, pero en todo caso lo prefiere así.

Aparcan en una callecita del barrio de Usera y entran en un portal de aspecto recio y escalera destartalada. La madre de Javier Monleón abre al tercer timbrazo. Es una mujer menuda de ojos claros, más acostumbrados a la tristeza que a la alegría. La mujer roza los sesenta años y se mueve con ligereza. Da la sensación de que lleva un par de horas despierta.

—Buenos días. ¿Es usted Begoña Fernández?

—Sí, ¿qué quieren?

—Somos policías, queremos hablar de su hijo Javier.

—¿Le ha pasado algo? ¿Mi hijo está bien?

—Sí, sí, no se preocupe. Va a ser solo un momento. ¿Podemos pasar?

Begoña se hace a un lado y recorre el pequeño salón con la mirada, como buscando algún detalle de desorden que se pueda corregir a toda prisa.

—Pasen, pasen, siéntense donde quieran. Díganme en qué las puedo ayudar.

Mientras habla, Begoña alisa la funda del sofá con la mano y recoge unas migas de pan que hay en la mesa. Laura y Sofía examinan el lugar: una televisión de veinte pulgadas, una mesa de comedor para dos personas, una cortina con un estampado de flores. Begoña cierra la puerta del balcón y el ruido del tráfico llega amortiguado.

—Estamos buscando a su hijo, queremos hablar con él, pero no le localizamos.

Es Laura quien habla. Están las dos de pie, esperando a que Begoña se siente para ocupar ellas los lugares restantes.

—Le ha salido un trabajo que le tiene frito. Se pasa el día entero cuidando de la china esa.

—Japonesa —corrige Sofía.

—Sí, eso, la hija del embajador. Antes venía a comer los domingos, pero ahora no puede porque trabaja los fines de semana. Llevo una semana sin verle el pelo.

—¿No hablan por teléfono?

—Todos los días hablamos un rato. Pero ayer no me llamó, supongo que estaría con la chinita de aquí para allá.

—¿Y no tiene idea de dónde puede estar?

—Supongo que trabajando. Los lunes creo que entra a la hora de comer, porque el domingo lo hace entero.

—Y si no estuviera trabajando, ¿dónde cree que estaría? —pregunta Laura.

—Pues en su casa, ¿dónde va a estar? A estas horas yo creo que ya se habrá levantado, porque Javier madruga mucho. De toda la vida, este niño se despierta con las gallinas.

—¿No hay ningún otro sitio al que pueda ir? Una casa en el pueblo, o en la sierra…

—No tenemos otra casa que esta. Si se puede llamar casa. Es un piso muy pequeño, si quieren se lo enseño.

—No hace falta, no se moleste —dice Sofía—. Dígame, ¿su hijo tiene novia?

—No. Novia no tiene. No tiene tiempo para tener novia, trabaja mucho.

—Pero habrá tenido alguna novia.

—Que yo sepa no. Alguna amiga sí que vino a casa hace ya tiempo. Aquella que trabajaba en una guardería, y otra que estaba preparando unas oposiciones a personal administrativo del ayuntamiento.

—¿Y a usted no le extraña que nunca haya tenido novia?

—¿A mí por qué me va a extrañar? Cada vez hay más gente sola, o por lo menos eso dicen. A lo mejor mi hijo no es de tener pareja. No le vamos a crucificar por eso, digo yo.

—No, no, claro que no —dice Laura—. ¿Ha estado su hijo en Japón alguna vez?

—No, jamás. En Roma sí, y con el colegio también fueron a Lisboa. Y algún viajecito más, creo que fue hace años con unos amigos a Londres. Pero en Japón no se le ha perdido nada.

Sofía y Laura se miran, y la mirada de las dos coincide en un punto: no van a sacar nada en claro de esa señora.

—No les he ofrecido ni un triste café —dice Begoña, que ya se ha sacudido el recelo inicial—. ¿Les apetece?

—No, muchas gracias. Nos tenemos que ir. Ha sido usted muy amable.

—No me cuesta nada poner la cafetera.

Todavía insiste una vez más cuando ya están las dos en el rellano. Sofía y Laura se dirigen a la plaza de Cuzco. Cuando están en el coche, llama el comisario Arnedo.

—El juez ha sido rápido. Tenemos una orden judicial para entrar en el piso de Javier Monleón.

Sofía suspira con alivio. Sabe que hay una vida en juego, que entre el secuestro y el asesinato apenas transcurren veinticuatro horas. El tiempo apremia y estaba dispuesta a entrar en esa casa de todos modos, pero prefiere hacerlo por la vía legal.

Javier Monleón vive en la calle Sor Ángela de la Cruz, cerca del estadio de fútbol donde juega el Real Madrid. Llaman al timbre varias veces y no obtienen respuesta. No hay portero físico en la finca, así que no va a quedar más remedio que recurrir a un cerrajero, a menos que la puerta no esté cerrada con llave, algo extraño tratándose del piso de un escolta, al que suponen obsesionado con la seguridad. Pero la vida está llena de contradicciones, Sofía se inclina hacia la ranura de la puerta y concluye que el cerrojo no está echado. Laura, más mañosa, es quien manipula la ganzúa. Al tercer intento logra que ceda el resbalón.

El piso es pequeño y está ordenado. La cocina es diminuta. Lo más probable es que el escolta no pase mucho tiempo cocinando, un dato que se les escapó en su día a los que confeccionaron el informe. Sofía se pregunta si entraron en su piso como están haciendo ellas ahora, si tomaron nota de las cremas faciales, aceites y colonias que se alinean en una balda del cuarto de baño y que pintan a un hombre preocupado por su apariencia. ¿Les habría parecido la prueba de que Javier Monleón quiere gustar a los demás? El salón destaca por el hecho de que no tiene televisor, otro aspecto importante en el perfil del sujeto. Estamos ante un iconoclasta, alguien muy seguro de sus aficiones solitarias y convencido de que ver la televisión es una pérdida de tiempo. Un tresillo flanqueado por dos lámparas de pie, un rincón destinado a la lectura, una librería surtida con buen gusto. Un hombre culto, sin duda, de vida hogareña.

El dormitorio consta de una cama de matrimonio forrada con una colcha azul marino, una cómoda, una mesilla con lamparita y un póster de Prince. La habitación más interesante es el estudio. En la pared está enmarcado un símbolo extraño que llama la atención de Laura. Se acerca a mirarlo. Tiene algo de cruz, de cetro, de estandarte.

—Es el símbolo de Prince —dice Sofía.

Laura se gira hacia ella.

—Están mezclados el símbolo del sexo masculino y femenino. Él quiso llamarse con un símbolo, le dio por ahí.

—Te veo muy puesta.

—Es normal, ¿no? Yo andaba entre los dos sexos, y ese símbolo parecía hecho para mí. Me identificaba con él.

—Pues parece que nuestro amigo también se identifica.

—Prince representa la ambigüedad sexual. Un asexual no es ambiguo, no le gusta el sexo. Es muy claro al respecto.

—Bueno, yo qué sé, la gente se hace un lío con los símbolos. O a lo mejor simplemente le gusta Prince.

—¿Esto qué es?

Laura se acerca a la mesa negra que ocupa casi toda la habitación. Allí está el portátil de Javier y hay unos planos fotocopiados.

—Son planos de la embajada de Japón.

—A ver…

Sofía los coge. Está señalada la puerta principal, la salida de emergencia, las calles que rodean el conjunto residencial, los puntos ciegos que no capta ninguna cámara.

—¿Se lo habrá dado el embajador? —pregunta Laura.

—¿Para qué iba a hacer eso?

—No sé, para que tenga toda la información y pueda hacer mejor su trabajo.

Laura se sienta ante el ordenador y lo enciende. No hay contraseñas de ningún tipo. Javier Monleón vigila a los demás, pero no hay barreras que protejan su vida. Sofía curiosea en un manuscrito sujeto por un canutillo. Son poemas.

—Parece que el escolta es un poeta.

Laura no aparta la vista de la pantalla. Del cuadernillo caen dos fotografías impresas en sendos folios. Dos chicas japonesas, jóvenes. Una de ellas bajándose de una moto, justo después de quitarse el casco. La otra saliendo de una discoteca. Las imágenes carecen de nitidez, son ampliaciones de fotografías tomadas a una buena distancia.

—¿Qué te parece esto?

Ahora sí, Laura presta atención al hallazgo. Coge los folios y Sofía advierte que le tiembla el pulso. La mira casi con miedo.

—Yo también he encontrado algo.

Gira el portátil. Ha rastreado el navegador y ha descubierto que Javier Monleón visita un foro de japoneses. Sofía no entiende nada. Hay frases de varios participantes en el foro, pero todo está escrito en japonés.

—Todo no —dice Laura—. Hay una frase en inglés. Mira.

La primera frase dice: «Life can be wonderful. Never forget it».

—La vida puede ser maravillosa. No lo olvides nunca —traduce Sofía—. ¿Qué es esto, Laura?

—Espera.

Con el traductor de Google, Laura vuelca el texto a un español terrible, lleno de gazapos y de frases inconexas, pero comprensible.

—«Llevo tiempo pensando que la vida es un cúmulo de injusticias y penalidades. No le veo la gracia a vivir. A veces creo que la vida solo tiene sentido si es muy corta. ¿Alguien me puede dar tres razones para seguir viviendo?». —Laura levanta la mirada hacia Sofía—. Te estoy leyendo frases sueltas.

—Es un foro de suicidas.

—Eso es.

—¿Por qué se mete el escolta en un foro de japoneses suicidas?

—Mira esta frase —Laura lee—: «No tengo amigos, no tengo libertad, no soy de ninguna parte. ¿Merece la pena vivir? A veces pienso que sí, que la vida precisamente consiste en eso, en buscar la salida del laberinto, como si todo fuera un juego. Pero el juego se me está haciendo muy largo».

Las iniciales que firman esa entrada las conocen bien ambas. Y. M.