28.
Abre los ojos y trata de acostumbrarse a la oscuridad. No sabe dónde está. La humedad del lugar le hace pensar en un sótano. En el punto más alto de la pared, una ventana estrecha deja pasar algo de luz, muy poca. No sabe qué hora es. Según sale de su aturdimiento, empieza a conectar con algunas sensaciones. Siente quemazón en un punto concreto del cuello. Han debido de inyectarle un anestésico para que se duerma. Siente una tirantez muy molesta en la piel de la cara, por la mordaza adhesiva que le han puesto. Todavía somnolienta, comprende que esa pegatina que le tapa la boca le impide gritar para pedir ayuda, pero también bostezar. Una asociación de ideas repentina y fugaz la sitúa en su dormitorio, en la residencia de la embajada, recostada en una cama llena de cojines de varios colores, disfrutando de su indolencia y bostezando como un gato. Nunca pensó que una persona pudiera echar de menos un bostezo.
Todavía le dura el efecto de la anestesia y por eso tarda en comprender que está tumbada en una mesa o tal vez en una camilla, y que está atada de pies y manos.
Un olor fétido se le va metiendo en la nariz. Se da cuenta de que es ella misma quien lo emana. Tiene los brazos levantados por encima del hombro, las muñecas sujetas a una barra por sendas correas, y los sobacos quedan a la altura de su nariz. Siempre se ducha por las noches, antes de acostarse, y esta vez no ha tenido tiempo de hacerlo. Le gustaría pedirle a su captor un desodorante. También le gustaría negociar con él el tema de la mordaza: me la quitas y te prometo que no grito, solo quiero bostezar.
No sabe qué ha pasado. Se siente embotada, pero concentra su mente en recuperar los sucesos de ese día y poco a poco se va descorriendo el velo. Recuerda la exposición de Sarah Moon. Recuerda las fotos que hizo esa mañana. Recuerda el zumo de pomelo que se tomó en el Palace. La sensación le parece muy lejana, ahora tiene un gusto amargo en la boca, como si hubiera regurgitado el anestésico. ¿Qué más recuerda? La mirada de Javier Monleón. La voz susurrante que le sugiere ir a un sitio. El paseo hasta la Puerta del Sol para coger el metro, el trayecto en la línea uno hasta Tribunal. El mutismo habitual del escolta convertido por alguna razón en un silencio misterioso. Su mirada animada por un brillo nuevo. Si la mordaza le dejara esbozar una sonrisa, Yóshiko sonreiría al evocar su felicidad infantil al haber logrado una inversión de las normas. En ese momento, era ella la que seguía los pasos del escolta y no al revés, como cada día. Entraron en el café Comercial. Javier se acercó a unas mesas ocupadas por un grupo numeroso, pidió permiso para sentarse como oyente, alguien abrió un hueco y encajó dos sillas en él y allí se sentaron ambos, como una pareja que acude a última hora a un acto cultural minoritario pero muy interesante.
¿Qué pasó entonces? La memoria se embarra, como si una oleada del anestésico hasta entonces retenida hubiera sido liberada de pronto. Siente sueño, hay algo que le impide recordar con nitidez, pero no es el embotamiento lo que está bloqueando el flujo, sino un brote de humillación y de culpa que se levanta como un bosque tupido para que ella no tenga que enfrentarse a lo que sucedió. Se produjo un incidente. Una chica muy delgada, pelirroja, con la cara llena de pecas, tomó la palabra. Yóshiko nunca había visto a una mujer tan pecosa. Habló con alegría sobre su vida sin sexo. Mostró compasión hacia la gente que vive atrapada por esa pulsión insana. Dijo que la amistad entre las personas resulta mucho más auténtica sin una nube tóxica de tentaciones y malentendidos que lo contamina todo cuando el sexo está presente. Era irlandesa. Yóshiko acercó su boca a la oreja del escolta para traducir lo que la joven estaba diciendo en inglés.
—Lo he entendido, no hace falta que me lo traduzcas —dijo él.
Ella siguió traduciendo.
—No lo entiendes todo, lo noto. Asientes para que parezca que sí.
Él la miró con incomodidad y la mandó callar. No quería perderse ni una palabra del discurso de la joven. «Yo rompí relaciones con mi mejor amigo porque un día me intentó besar —decía—. Una pena, era la amistad más maravillosa del mundo. Pero por culpa del sexo se fue al traste. No por mí, que conste, yo no soy tan radical con la gente. Desde que le paré los pies, dejó de interesarle mi compañía. ¿No es triste que pase eso?». Todos asintieron como propulsados por un mecanismo sincronizado.
Yóshiko no sabe qué le hizo tanta gracia, si la sensación de estar asistiendo a una representación de guiñoles, o el gesto emocionado de la irlandesa, que parecía multiplicar por mil el número de pecas de la cara, o la compunción de Javier, que asentía muchas veces, más de las que cualquier persona podría aguantar, como si el mentón descansara sobre un muelle. Sí recuerda que intentó por todos los medios no reírse y que fue peor el remedio que la enfermedad, porque la risa irrumpió con una pedorreta que llamó la atención de todos los asistentes, y al verse en el centro del foco, la carcajada se convirtió en un paroxismo de loca. Javier le suplicó que se comportara con seriedad y ella comprendió que no iba a ser capaz. Se levantó con lágrimas en los ojos y le dijo que le esperaba fuera. Intentó pedir perdón, pero se dio cuenta de que el ataque de risa no le daba tregua ni siquiera para eso.
Salió a la calle y allí se serenó.
¿Qué pasó entonces? La memoria se desdibuja en esos instantes cruciales, bañados incongruentemente por un sol espléndido. Sacó la Nikon de la funda, hizo una foto a una señora de rasgos andinos que estaba sentada en un banco con dos gemelitas de unos cinco años. Se acercó a la calle Malasaña, miró el escaparate de una tienda de libros de viajes. Se asomó a Fuencarral, anduvo unos metros, de pronto le pareció muy extraño que Javier desatendiera sus funciones de escolta de una manera tan flagrante. ¿Tanto le interesaba lo que allí se estaba diciendo? Volvió al café, pero él no estaba. Salió a la calle y le buscó. Y de pronto un pinchazo en el cuello que ni siquiera sabe si recuerda o imagina. Ahí se detiene la película de esa mañana.
Ahora debe de ser por la noche, a juzgar por la escasa luz que filtra la ventana. ¿Qué habrá sido de Javier? ¿Dónde estará? ¿Qué habrá sido de su cámara réflex? La cinta americana se tensa un poco por el esbozo de sonrisa de Yóshiko. Le hace gracia esa preocupación por su Nikon cuando sabe que su vida está en juego.
Su padre tenía razón. Algo tienen los padres en su modo de formular las advertencias que las vuelven irreales, fantasías de un adulto desactualizado. Pero tenía razón. Hay un asesino de japonesas en la ciudad y, por increíble que parezca, se ha fijado en ella. Debería haber tenido más cuidado, debería haberse tomado en serio el peligro y no salir a la calle salvo para algo imprescindible, y en ese caso permanecer al lado del escolta. Es una niña inmadura y caprichosa. En su colección de fotografías sobre la infancia falta la de ella, un selfi que sirva de portada a toda la serie. La niña más triste y más solitaria es ella. No importa cuántos años cumpla, siempre será una niña triste.
Hay algo brillante en el techo. Sus ojos se han ido acostumbrando a la oscuridad y ahora son capaces de distinguir los contornos de la habitación. Hay una balda anclada a la pared que contiene algunos libros. Hay una mesa con útiles que refulgen como cantos blancos en la noche. El cielo raso refleja la luz exterior de un modo extraño y allí bailan sombras deformes. Le da la sensación de que es una pantalla de vídeo. Recuerda de alguno de sus veranos un cine de Tokio con una pantalla de trescientos sesenta grados. Le parece estar en un lugar así. Anticipa el momento en que alguien va a encender el reproductor, las imágenes en el techo que la van a acompañar en su cautiverio. ¿Imágenes de qué tipo?
Por primera vez desde que se ha despertado, siente miedo. No sabe qué está haciendo allí, no sabe por qué está atada bajo una enorme pantalla de cine, no sabe quién la ha secuestrado ni qué quiere hacer con ella. Pero sí sabe que, sea cual sea el ritual previo, va a conducir a su muerte. La sangre se le agolpa en la cabeza y ella advierte que todas sus energías y su inteligencia deben destinarse a la tarea de sobrevivir. Le sorprende la fuerza de ese instinto, dados sus antecedentes depresivos y el poco apego que le tiene a la vida. Siempre ha pensado que moriría joven, y en algunas noches de incomprensión, tras una bronca con sus padres, se ha consolado al imaginar su dolor al enterarse de que ella, su hija rebelde, querida o no, se había suicidado.
Pero no quiere morir así, no a manos de un loco, no quiere morir asesinada. Quiere elegir el momento y el sistema, quiere poder despedirse a su manera, sin levantar sospechas, de las personas que más quiere. No sabe si su padre estará entre ellas, cree que sí estará su madre y definitivamente Javier Monleón. Tal vez escriba una postal a Paulina, la niña angoleña que a lo mejor ya está muerta por culpa de la malaria. Ahora que está en manos de un psicópata se le presentan los episodios más anodinos de su vida como bañados por una luz dulce y cálida. Ella e Hiroko haciendo pasteles de arroz en la cocina; ella y su padre en los instantes previos a conocer a un tutor o a un nuevo escolta; ella en una fiesta de la embajada en la que tiene que estar por lo menos al principio para saludar a los invitados. Esos actos sociales que la obligan a vestirse como una muñequita japonesa del siglo XIX.
Una corriente de frío le recorre el espinazo. Casi siente vergüenza al preguntarse si está vestida o desnuda. No se ha planteado todavía una cuestión tan importante como esa. Está vestida. Nota un tirante pegado a la piel. Nota el elástico de las bragas oprimiendo su cintura. Y si mueve los muslos puede percibir el vuelo del vestido. Se da cuenta de que tiene las piernas flexionadas. Intenta estirarlas, pero no puede. Las correas de los tobillos hacen de tope. Tumbada boca arriba y con los muslos separados, parece una mujer a punto de parir. Entonces comprende que no está en una mesa y tampoco en una camilla. Está en un potro de ginecología.