10.
Javier Monleón, treinta y dos años. Los siete últimos los ha pasado trabajando en el departamento de Seguridad de La Zarzuela. Ha sido escolta de la princesa de Asturias y de su hermana Sofía. Su hoja de servicio es impecable. No hay faltas de puntualidad, no hay quejas, no hay una palabra inadecuada.
Toshihiko repasa su currículum y las cartas de recomendación que le han enviado desde la oficina de Protocolo. Ha pedido ayuda a un amigo para encontrar al mejor candidato posible para cubrir el puesto de escolta. Ojos marrones, uno setenta de estatura, complexión atlética.
Después de siete años se cumple un ciclo y se produce una rotación en los puestos de seguridad. Es una forma de evitar la falta de atención derivada del desgaste. Las funciones de vigilancia y custodia son fundamentales, pero también monótonas.
Por eso está disponible Javier Monleón. Soltero, aficionado a la lectura. Vive en un piso en el barrio de Cuzco.
Anuncian por línea interna la llegada del escolta. El embajador pide que le hagan pasar. Se ajusta la corbata y se levanta. Prefiere recibirle de pie. Javier Monleón avanza hacia el señor Matsui con decisión y le estrecha la mano con fuerza; transmite firmeza y seguridad. Mira a los ojos al hablar. Contesta exactamente a lo que se le pregunta, sin divagaciones. Es un hombre educado y correcto en la forma de vestir, de sentarse, de gesticular.
El embajador le pregunta por su relación con las hijas de los reyes.
—Son unas niñas estupendas —se limita a contestar.
Es un hombre discreto, no se da aires de superioridad.
El embajador le pregunta por sus lecturas favoritas.
—Tolstoi, Dostoievski, Stendhal.
No menciona ningún autor japonés. No busca halagar. Le gusta ese hombre, pero corre un riesgo al contratarle. Para él, que ha custodiado a la princesa de Asturias y a su hermana, ocuparse de la hija del embajador japonés puede parecer una tarea menor. Es importante hacerle comprender la dificultad del trabajo.
—Mi hija Yóshiko tiene dieciocho años y sale por las noches hasta altas horas. Es inmadura, caprichosa y rebelde.
Hace una pausa por si Javier quiere comentar algo sobre la personalidad de la joven que tiene que vigilar. No lo hace. Guarda silencio, como si estuviera procesando la información.
—No quiere tener escolta, de manera que le va a recibir con el gesto torcido.
—Estoy acostumbrado.
—A veces se comportará con hostilidad y con grosería. Pero también puede ser descarada y zalamera. Es posible que trate de intimar con usted para convertirle en su aliado. No debe entrar en sus provocaciones.
—En mi opinión, un escolta no debe ser un amigo.
—Eso mismo pienso yo. ¿Tiene alguna pregunta antes de conocer a mi hija?
—¿Cómo debo vestir para desempeñar mi trabajo? Si sale mucho por las noches, puedo llamar demasiado la atención con un traje y una corbata.
—Puede vestir ropa informal —descuelga el auricular—. Dígale a mi hija que venga, por favor.
Cuelga. Se frota el puente de la nariz. Bebe un trago de agua. Le pone nervioso la inminente aparición de Yóshiko.
—Tengo otra pregunta —dice el escolta.
—Adelante.
—¿Me va a pedir usted información sobre lo que hace su hija por las noches?
—No lo había pensado, pero no estaría de más que me la diera.
—En mi opinión, sí estaría de más. No me lo tome a mal, pero yo creo que en mi trabajo la discreción es muy importante. Y estaría faltando a ese principio si me convirtiera en un espía.
El embajador se queda en silencio unos segundos.
—Comprendo —dice—. No me informe, entonces. Limítese a cuidar de la niña, con su vida, si hace falta.
—Eso no lo dude, señor.
La puerta se abre y Javier reprime el deseo de girarse hacia la recién llegada. Se mantiene en su sitio y aguarda a que la joven entre en su campo de visión.
—Pasa, hija.
Yóshiko viene descalza y despeinada.
—Te presento a Javier Monleón, tu nuevo escolta.
Javier extiende la mano para saludar a Yóshiko.
—Encantado.
Ella le da la mano con languidez. Le mira con desgana.
—¿Y esa cicatriz?
Se refiere a una marca que tiene el escolta en el nacimiento del pelo.
—Me caí de un tobogán cuando era un niño.
—Es guapo. El más guapo de los cuatro que he tenido.
—Eso es irrelevante, hija.
—Para mí no. Si voy a estar con él todo el día, mejor que sea guapo.
—Quiero dejar claras algunas normas ahora que estáis los dos aquí —dice Toshihiko—. Javier no es tu chófer. Si quieres ir a algún sitio, vas por tus medios. Él te seguirá en el coche de la embajada.
Yóshiko sonríe con sorna.
—Tampoco es tu criado. No le puedes pedir nada. Ninguna gestión. Si quieres comprar tabaco, vas tú; si quieres cambiar un vestido de talla, vas tú; si quieres un helado, vas tú. Él te seguirá. ¿Está claro?
—Está clarísimo.
—Y lo más importante, hija. Javier no es tu amigo. No puedes hablar con él. No puedes preguntarle nada, no puedes intentar mantener una relación cordial.
—Qué bien nos lo vamos a pasar —dice Yóshiko mirando al escolta.
—Javier tiene órdenes de mantenerse siempre en silencio. Te recomiendo que actúes como si él no existiera.
—Para eso tendría que hacerse invisible. No es fácil actuar con naturalidad sabiendo que tengo a un espía detrás.
El embajador cruza una mirada con Javier, que se mantiene serio y aguanta el chaparrón con calma.
—¿Un espía? Quiero que sepas que le he pedido a Javier que además de vigilarte me informe de tus movimientos. Y él me ha dicho que no piensa hacer tal cosa, porque su trabajo no es hacer de chivato.
—Oh, qué maravilla de respuesta. Estoy conmovida —se toca el corazón con el puño sin el menor énfasis—. ¿Me puedo ir ya?
El embajador asiente.
—¿Qué le ha parecido? —pregunta cuando se quedan solos.
—Es difícil sacar conclusiones.
—Solo le estoy pidiendo una primera impresión.
—Es joven, tiene dieciocho años y detesta la tutela de su padre. Es normal.
—No quiero que piense que mi hija es normal, porque no lo es. Quiero que piense que este es el trabajo más difícil al que se va a enfrentar en toda su vida. ¿Lo entiende?
El tono del embajador ha pasado de lo cordial a lo imperativo. Javier se obliga a ser cauto.
—El primer escolta dimitió porque mi hija intentó seducirlo. Al segundo lo volvió loco con sus caprichos, le encargaba recados y le daba esquinazo una y otra vez. Con el tercero se iba a dar paseos en coche y la cosa acabó fatal, no voy a entrar en detalles. Usted es el cuarto. Y yo ya no puedo más.