25.

El comisario Arnedo no se puede ni imaginar la fluidez con la que se produce el intercambio de ideas en la sala de reuniones, porque siempre que él entra sucede algo así como un cortocircuito, la tensión se instala en el ambiente y todos miden sus palabras antes de pronunciarlas. Le gusta entrar sin llamar y sentarse a la mesa como si fuera un alumno que llega tarde al aula. Durante unos segundos se comporta como un oyente educado, coge un folio y garabatea algo mientras Sofía, Laura y Andrés Moura continúan dándole vueltas al caso. Pero todos saben que en cualquier momento va a intervenir y que no va a ser para bien. En ocasiones se toma un buen tiempo antes de hacerlo. Esta vez no.

—Perdonadme que os interrumpa. ¿Cómo es posible que todavía no tengamos nada? Ni una pista, ni un sospechoso…

—Hay varias líneas de investigación abiertas.

—Eso no es nada, Luna. ¿Alguna pista?

—Tenemos un listado con los asistentes a las jornadas sobre asexualidad —dice Laura.

—¿Algún sospechoso en ese listado?

—Nos acaban de dar la lista, todavía no hemos podido investigarlos.

—¿Qué pasa con Gabriel Montes?

—Es pronto para considerarlo un sospechoso.

—Buscamos a un tarado que les tiene manía a los asexuales. Y él parece conocerlos a todos.

—Pero no parece tenerles manía.

Arnedo mira a Sofía con furia. No le gusta que le den un revolcón con una frase bien colocada.

—La primera víctima, Izumi, ¿estuvo presente en esas jornadas?

—No nos consta.

—Entonces, ¿por qué perdemos el tiempo con ese listado? Está claro que el asesino no tiene nada que ver con esas jornadas.

—La convocatoria estaba en Facebook —dice Laura—. Izumi dijo que tal vez asistiría.

—Así que tenemos a un asesino que escoge cuidadosamente a sus víctimas. Tienen que ser asexuales y japonesas. No chinas, ni coreanas. Japonesas. ¿Por qué?

Durante unos segundos, nadie dice nada. Es evidente que no tienen una respuesta para esa pregunta. Es Arnedo el que sigue hablando.

—¿Odia Japón por algún motivo? ¿O es que tiene fantasías sexuales con las japonesas?

—Fantasías asexuales —corrige Sofía.

—Eso me tiene loco. Matar a alguien que no siente deseo sexual. ¿La mente de los psicópatas no funciona al revés? ¿No se obsesionan con las mujeres promiscuas o con las prostitutas?

—Sabemos muy poco de la mente de un asesino en serie. No tenemos mucha experiencia en este campo.

—Pues tendremos que hacer un curso acelerado. ¿No habéis diseñado un perfil de su conducta?

—Sabemos que sufre una perturbación mental —dice Sofía.

—Hasta ahí llego, Luna. Que está como una puta cabra es evidente.

—¿Me dejas continuar?

—Si vas a decir que tiene una personalidad compulsiva, que es un maniático y que no va a parar te lo puedes ahorrar. Hasta ahí también llego. He visto las mismas películas que todos vosotros.

—Le voy a ceder la palabra a Moura —dice Sofía—, que es el que ha trabajado más en su perfil.

—Muy bien, tu compañero te hace de paraguas. Muy valiente, Luna.

—Arnedo, no sé qué te pasa conmigo, solo intento sacar algo en claro de todo esto.

—Todos queremos lo mismo, no te ofendas por un par de rebuznos. Adelante, Moura. Soy todo oídos.

Moura coge su libreta, pasa un par de hojas y carraspea antes de hablar.

—A ver… Todo esto son conjeturas basadas en su modus operandi, no podemos saber a ciencia cierta…

—Ahórrate los preámbulos, por favor. Léeme el perfil de este puto psicópata.

—Muy bien. Buscamos a un hombre joven y corpulento que padece una depresión aguda, que vive solo, que trabaja en el sector sanitario pero ahora está en un periodo de baja, que ha sufrido una experiencia traumática en Japón o con algún japonés y que sufre un complejo de tipo sexual. Es posible que las vaginas le atraigan y le repelan al mismo tiempo. El asesino tiene una personalidad vengativa, infantil y narcisista. Es un hombre atractivo y culto, que cree que debería haber obtenido más reconocimiento en este mundo.

Moura cierra su libreta y mira al comisario con timidez. Arnedo se rasca la patilla y se rebulle en su asiento.

—Como digo, son conjeturas.

—Ya lo veo. Tengo tantas preguntas que no sé por dónde empezar. ¿Por qué un hombre? En las autopsias no consta que viole a las víctimas. ¿No puede ser una mujer?

—Podría ser. Pero el noventa y nueve por ciento de los asesinos en serie son hombres. Este además es joven y corpulento. Tiene que levantar el cuerpo de las mujeres y meterlas en un vehículo.

—¿Adónde las lleva?

—No lo sabemos. Posiblemente a su casa, de ahí la conjetura de que vive solo. Aunque también podría llevarlas a un estudio o a un almacén, cualquiera sabe.

—¿Por qué se las lleva? ¿Por qué no las mata en la calle?

—Tampoco lo sabemos. Pero para él es importante retenerlas durante un día.

—Lo que sí sabemos es que las desnuda y les mete algo en la vagina —dice Laura.

—Lo sé, algo que tiene silicona. No he escuchado ninguna conjetura sobre este tema.

—Tenemos varias, ninguna conclusión todavía —dice Moura.

—Muy bien. ¿Por qué sabemos que sufre una terrible depresión?

—Yo creo que eso es lo que quería explicar la inspectora Luna cuando hablaba de un hombre perturbado. A este asesino no le importa que le pillen. Se expone demasiado. Secuestra a las chicas en puntos turísticos, lo que podría ser normal si su objetivo fueran exclusivamente las turistas. Pero luego abandona los cadáveres en lugares muy céntricos, cuando podría deshacerse de ellos en cualquier andurrial abandonado. Mi impresión es que le da igual que le cojamos porque no le ve sentido a la vida.

—En ese caso, se podría entregar y nos ahorrábamos mucho trabajo.

—No lo va a hacer. Junto al cadáver de Izumi no dejó una estrella de mar, cosa que sí hizo con el de Naoko. Le está cogiendo gusto al juego, ahora firma los asesinatos.

—Creía que su firma eran las pintadas.

—Eso es un rasgo infantil del asesino que no conseguimos descifrar.

—Supongo que pensamos en el sector sanitario por el anestésico que emplea para dormir a las chicas, pero ¿por qué sabemos que está de baja laboral?

—Porque no las escoge al azar. Las sigue durante todo el día. Es un cazador.

—Eso lo sabemos por el relato de Taichiro, el amigo de Naoko —explica Laura—. Él cree recordar que alguien los seguía. Y la única manera de atraer la atención de esa chica era con el cuento de la maleta. Luego tenía que saber que le habían perdido la maleta y que la estaba esperando como agua de mayo.

—Ese relato a mí me haría pensar que el asesino la conocía. Si no, ¿cómo se va a levantar de la mesa y marcharse sin esperar a su amigo?

—Porque estaba desesperada por recuperar su maleta —dice Sofía.

—O porque conocía al asesino, cojones —dice Arnedo.

—Nosotros estamos trabajando la hipótesis de que no las conoce, que es lo típico en un asesino en serie. Y si las sigue durante todo el día, no puede estar desempeñando un trabajo activo. Pero al mismo tiempo necesita acceso a un anestésico que solo se usa en los hospitales.

—La ketamina te la pasa cualquier camello —dice Arnedo—. Por lo menos estuvo muy de moda.

—Es cierto —reconoce Moura—, pero nosotros creemos que la tiene muy a mano.

—Si eso fuera así, bastaría con pedir a todos los hospitales de Madrid una relación de bajas laborales recientes.

—Ya lo hemos hecho —dice Sofía—. Pero nos ponen pegas, porque los datos médicos están protegidos. Si las sospechas apuntan más claramente en esa dirección, tal vez podamos reclamar esos datos con una orden judicial.

—Es difícil, pero te aseguro que tal y como está Gálvez con este tema podría conseguirla.

—¿Por qué no se la pides?

—Porque quiero reservarme la bala para cuando el favor sea imprescindible. No me parece mal tu perfil, Moura. Pero no entiendo por qué crees que es un hombre culto.

—Bueno, eso es lo más aventurado de todo.

—Explícamelo.

—Si es verdad que siguió a Naoko durante todo el día, se enteró de que le habían perdido la maleta porque ella llamó al hotel varias veces para ver si había llegado. Y hablaba en inglés.

—Chapurrear el inglés no te convierte en un hombre culto.

—Las sigue por los museos sin llamar la atención.

—Me sigue pareciendo poco.

—Y además… Bueno, esto no sé.

—Suéltalo todo, Moura, intento entenderte.

—Está lo del complejo sexual. Matar asexuales es algo muy peculiar, es como si las odiara por ser capaces de vivir sin sexo.

—O porque tiene una novia que no folla.

—En cualquier caso, hay una construcción intelectual en ese complejo. Creo que solo a un hombre culto se le puede ocurrir una relación tan siniestra entre algo que le pasa, la disfunción sexual que sea, y el modo de vida de los asexuales.

—O sea, que el hecho de que no se te empalme es más jodido para un catedrático que para un albañil. ¿Es eso?

—No, no es eso.

—Vamos a intentar trabajar sin sacar conclusiones clasistas. ¿De acuerdo?

Moura quiere defenderse, pero Arnedo se levanta y da por concluida su visita. Cuando está a punto de salir, entra Caridad.

—He descubierto algo. No sé si nos vale, pero me ha parecido interesante.

—¿De qué se trata? —pregunta Arnedo.

—Alberto Junco, el guía local. No fue a trabajar el jueves, dejó tirado a un grupo de japoneses que tenían contratado un city tour.

—¿Por qué no fue a trabajar? —pregunta Sofía.

—Parece ser que tenía gripe, pero me han dicho que es muy raro que un guía local falte al trabajo. Hay treinta personas que dependen de ti.

—Yo estuve con él el miércoles por la tarde y no parecía estar incubando una gripe —dice Laura.

—Este es el pájaro que tuvo problemas en el trabajo por cepillarse a una japonesa, ¿no es así? —dice Arnedo.

—Sí, pero eso pasó hace ya varios años —dice Caridad.

Como siempre que está meditabundo, Arnedo se pone a pasear por la habitación.

—¿Insistís en la teoría de que el asesino no conoce a las víctimas?

—No descartamos ninguna posibilidad —dice Sofía.

—Tenemos que tomarle declaración.

—Yo ya he hablado con él —dice Laura—. Es un chulo y tiene respuestas para todo.

—Ya. Comprendo. No vamos a sacar nada entonces. A menos, claro está, que entremos en su casa.

—¿Sin una orden?

Arnedo considera la cuestión. Se frota la barbilla, reanuda sus paseos, se detiene por fin.

—Voy a hablar con el juez, a ver qué le parece. Ya sé que tenemos poco, pero puede que haya llegado el momento de usar esa bala.

Arnedo sale. La tensión se mantiene en el aire, flotando todavía unos segundos.

—Me ha llamado clasista —dice Moura.

—No te lo tomes a mal.

—Encima que le leo mis notas, que no son más que conjeturas, me llama clasista.

—También se ha metido conmigo —dice Sofía—. Está nervioso, le presionan de arriba. Gálvez es amigo del embajador japonés.

—Mi padre era conserje en un instituto. Y mi madre fregaba las escaleras. Yo no he sido clasista en mi vida.


Alberto Junco vive en la calle Sodio, cerca de la plaza de Legazpi. Un barrio popular, alejado del circuito turístico. Sofía muestra una orden judicial al portero de la finca, un hombre de cejas hirsutas y nariz enorme, y le pide que les abra la puerta del segundo derecha, la vivienda que quieren registrar.

—Yo no puedo dejarles entrar sin permiso.

—Esto es un permiso —dice Sofía enseñando de nuevo el papel.

—Digo un permiso del inquilino.

Laura le da un codazo a Sofía para que no se meta en una discusión innecesaria. Mientras formula sus quejas, el portero trastea en un cajón lleno de llaves, así que su resistencia tiene toda la pinta de ser una pantomima. Sigue rezongando mientras sube las escaleras y, una vez abierta la puerta, se queda en el umbral.

—No hace falta que espere aquí —dice Laura—. Puede que tardemos un rato.

—Yo me lavo las manos —dice el hombre antes de volver a su chiscón.

El piso es pequeño y no parece muy acogedor. En la cocina hay un plato con restos de tomate y unas pepitas de sandía. En la encimera, media barra de pan, migas y unas mondas de chorizo. El salón está amueblado de forma espartana: un sofá, una mesa baja, un televisor sobre un arcón y una mesa redonda para dos comensales. No hay mucho que inspeccionar allí. Sofía patea sin querer un mando de Play Station. Además de un cuarto de baño, el piso consta de un dormitorio y un estudio. Allí hay un portátil, un escritorio con cajones y un corcho colgado en la pared lleno de fotografías. En alguna de ellas aparece Alberto en Japón, con compañeros de la escuela de hostelería en la que estudió. También hay fotos más antiguas, de su adolescencia o de su primera juventud. Sofía quita el alfiler que sujeta una fotografía y la coge para observarla de cerca. Alberto no tendrá más de veinte años. Está suspendido de un arnés, en un puente, y tiene un espray de grafitero en la mano. En la imagen sale otro joven, también con un bote de pintura y también colgado del puente. Parecen dispuestos a hacer un dibujo en la viga central.

Sofía se dirige al dormitorio, donde está Laura con la cabeza dentro del armario. Desde que han entrado en el piso se han separado y se han puesto a registrarlo cada una por su cuenta, como si estuvieran perfectamente organizadas después de varios años trabajando juntas. En realidad, se evitan porque están enfadadas.

—¿Qué te parece esta foto?

Laura la mira unos segundos.

—¿Es él?

—Claro que es él. Haciendo un grafiti.

—Yo también he encontrado algo.

Saca un gorro de lana que contiene un consolador con forma de pene.

—¿Qué te parece?

—Qué pasada —es más grueso que los tubos de dilatación que ella misma ha estado usando.

—A nuestro guía le va la marcha. ¿Crees que será suficiente para el juez?

—A ver qué dice Arnedo. Pero le han dado una orden para registrar el piso solo porque el guía ha tenido gripe. Imagínate ahora, que le llevamos una foto de Alberto haciendo grafitis y un consolador de silicona.