Capítulo 37

—¿Qué tal por Copenhague?

—Mucho frío —contestó Dillon por teléfono.

Harry sonrió.

—Eso te pasa por intentar conquistar Escandinavia.

Dillon rió.

—¿Dónde estás?

Echó un vistazo a la alargada fortaleza gris que se extendía por Arbour Hill, con su sombría fachada protegida por unas rejas plateadas que brillaban bajo el sol.

—En el coche.

Al menos esta vez no mentía. Acababa de detenerse delante de la cárcel cuando Dillon la llamó. Se quedó mirando las estrechas ventanas de la entrada principal. Eran altas y arqueadas, con una gran cantidad de pequeños cristales cuadrados. Recordaban a las ventanas de una catedral salvo por los barrotes de hierro.

Apartó la vista de ellas. Dillon insistiría en que acudiera a la policía, pero no podía hacerlo. A pesar de los errores de su padre, no se iba a arriesgar a volver a encerrarlo tras aquellos muros.

—Dentro de un par de días habré terminado por aquí —aseguró Dillon—. Si compras provisiones para tu cajón de los domingos por la noche, podríamos vernos en tu casa.

Harry volteó los ojos, avergonzada de que él recordara aquel desordenado cajón de la cocina.

—Pinta muy bien —contestó—. Y si traes cerveza danesa, ya será una cita.

¿Cita? ¿Por qué había dicho aquello? Tendría que haber empleado otra palabra. Quería preguntarle sobre la noche que habían pasado juntos y lo que significó para él, pero resultaba difícil introducir el tema en una conversación informal. Movió la cabeza de un lado a otro mientras pensaba que la soltería tenía sus ventajas.

—¿Cómo ha ido el vuelo? —preguntó, y al instante hizo una mueca de vergüenza.

A este paso, al final le iba a preguntar por el tiempo.

—Tranquilo. Pero creo que alguien me ha seguido hasta el aeropuerto.

—¿Qué?

Enderezó la espalda.

—Un tipo fornido con una chaqueta oscura y la cabeza como una bola de billar.

Quinney.

—Parece el amiguito de Leon.

—Eso pensé. Pero por lo que pude ver, no embarcó conmigo en el avión.

—Mierda. Siento que estés metido en todo esto.

—Ya te dije que no te preocuparas por mí. En cualquier caso, ¿qué va a hacer? ¿Escarbar en mi pasado en busca de qué? No hallaría nada interesante. Volvería a Leon con las manos vacías.

—Eso espero.

—Olvídalo, yo ya lo he hecho.

Harry se mordió los labios al darse cuenta de que aún escondía algo a Dillon. Las viejas costumbres no se modificaban de un día para otro. Respiró hondo.

—Esta mañana he ido a visitar a mi padre.

—¡Vaya! —Hubo una pausa—. Bueno, me alegro. ¿Y qué tal?

—Mal. No me ayudará. Si te parece, podemos hablar cuando estés de vuelta.

—Sí, me gustaría. —Se hizo de nuevo un silencio—. Mira, voy a ducharme y a arreglarme, pero te llamo más tarde, ¿de acuerdo?

Harry se sorprendió a sí misma imaginándolo en la ducha, y sonrió.

—Sí, está bien. No olvides la cerveza danesa.

Cuando Dillon la volvió a telefonear, Harry llevó a cabo una lectura de sus propios indicadores internos. Necesidad cero, deseo cien. Mejor así.

Miró la hora: las 13.45. Su padre saldría pronto. La luz del sol atravesaba el parabrisas y abrasaba la tapicería del coche. Las nubes que amenazaban lluvia habían desaparecido para dar paso a un despejado cielo azul. Harry bajó la ventanilla y miró a ambos lados de la calle. Arbour Hill era un solitario tramo de vía con escaso tráfico. Había aparcado frente a las puertas principales de la cárcel, justo contra los muros de piedra de las Collins Military Barracks[5]. La calle empezaba y acababa con unas curvas cerradas, lo cual aumentaba la sensación de aislamiento.

Una mujer con chándal rojo dobló la esquina y apareció frente a Harry. Empujaba un cochecito con un niño, y éste llevaba un palo que hacía ruido al rozar contra la verja de la cárcel.

Harry volvió a mirar el austero edificio victoriano que dominaba la colina. La entrada del porche estaba protegida por una verja de hierro similar al rastrillo de un fuerte. Los muros de la prisión, coronados en varios puntos por un grueso alambre de púas espinoso y horripilante, parecían más elevados que nunca. Al pensar en todos los maleantes congregados detrás de aquellos muros y en el sucedáneo de vida que llevaban, se estremeció.

«Esto es otro mundo», pensó.

La mujer del carrito pasó de largo. El niño paró un momento de rozar los barrotes con el palo y quedaron a la vista los arbustos de flores amarillas que crecían cerca de la entrada de la prisión. La mujer siguió adelante y Harry vio cómo desaparecían los dos en el espejo del retrovisor.

De repente, escuchó un fuerte tintineo y clavó su mirada en la cárcel. Dentro del porche, un vigilante introdujo la llave en la cerradura de la verja. Al empujarla, emitió un gemido similar al de un acorde menor de un violín. El vigilante se hizo a un lado y el padre de Harry salió a la luz del sol.

Llevaba un blazer azul marino encima de un jersey de escote redondo blanco y unos pantalones grises. Con una mano sostenía una bolsa de viaje; con la otra se protegía los ojos al tiempo que levantaba la cabeza y miraba hacia el cielo. Después se giró y le dio la mano al vigilante con una sonrisa. Parecía un oficial de marina a punto de disfrutar de un permiso en tierra.

Echó a andar con decisión por el camino y la puerta se cerró detrás de él. Harry lo observó un momento y se preguntó qué personaje le mostraría aquel día. ¿Un delincuente de cuello blanco o un banquero triunfador? ¿Un héroe de la infancia o un padre fracasado? Harry sintió que tenía que reconsiderar la identidad de su padre cada vez que se encontraban.

Respiró hondo y salió del coche. Notó el frescor del aire en los brazos descubiertos y en el rostro después de haber sufrido el efecto invernadero del Nissan Micra. Su padre dirigió la mirada hacia ella al oír cerrarse la puerta del coche y le dedicó un caluroso saludo y una amplia sonrisa, todo muy acorde con aquella imagen de marinero jovial. A pesar de sus recelos, se sorprendió a sí misma devolviéndole la sonrisa.

Harry empezó a caminar mientras su padre se aproximaba a ella apresuradamente. Bajo los rayos del sol su rostro parecía descolorido y las cejas negras ofrecían un aspecto artificial en contraste con su lívida tez. Pasó de largo los arbustos de rosas con la bolsa de viaje rebotándole en el costado de la pierna.

Quizá todo saldría bien. Quizá su padre tendría algún plan para ayudarla. Y, en caso contrario, ella solucionaría el problema. Sólo necesitaba el nombre del banco, y con sus habilidades de ingeniería social lo arreglaría todo.

Su padre cogió la bolsa de viaje con la otra mano, hizo sonar la verja al abrirla y salió a la calle. Entonces, frunció el ceño y miró de soslayo a la izquierda. Harry advirtió al instante de que a su progenitor se le salían los ojos de las órbitas en señal de alarma y le siguió la mirada.

Lo primero que vio fue el parachoques delantero de cromo, aparatoso y amenazante. El Jeep al cual pertenecía iba disparado hacia su padre. Ella intentó moverse pero no pudo sus piernas parecían anestesiadas. Su padre movió los labios para pronunciar su nombre, aunque no se oyó nada.

El tiempo pareció dilatarse. Por cada segundo, tenía la sensación de que transcurrían cinco. De repente, lo captó todo: la luz del sol reflejada en el cromo; el pálido rostro de su padre surcado por las arrugas; el calor que desprendía el Nissan Micra detrás de ella; los bordes amarronados de los pétalos de las rosas amarillas.

Su padre se abalanzó al otro lado de la calle para tratar de apartarse del camino que seguía el Jeep. Sal chocó contra Harry, y ésta cayó de espaldas contra el coche. El metal caliente le quemó la carne y el dolor le acuchilló los omóplatos. Recuperó el sentido del oído y el rugido del Jeep le asaltó los tímpanos. Se escuchó un golpe tremendo y su padre salió despedido por los aires.

—¡Papá! —gritó.

Cayó a algunos centímetros de Harry con un escalofriante crujido. El Jeep abandonó el lugar a toda velocidad con el motor a tope de revoluciones y los neumáticos dejando marcas en la seca calzada. Tomó la curva girando sobre dos ruedas y desapareció de la vista.

Harry se separó del coche con los brazos y las piernas temblorosos, y tropezó con su padre. El horror la invadió. Yacía de espaldas, inmóvil, con los ojos cerrados y la piel blanquecina. Un hilo escarlata le brotaba del extremo de la boca hacia la barba plateada.

«Hoy te enseñaré qué le sucede a la gente que me engaña.»

Escuchó el chirrido de una verja y el sonido de unos pasos que se acercaban corriendo. Se arrodilló junto a su padre y le tocó una mejilla. A pesar del sol que hacía, estaba frío.