Capítulo 7
—¿Estás segura de que dijo eso?
Harry se estremeció y movió la cabeza.
—Ahora mismo no estoy segura de nada.
Cerró los ojos y se hundió más en el asiento del coche de Dillon intentando no manchar la tapicería. Su vestido estaba sucio y lleno de polvo negro como si lo hubiera sacado de un contenedor, e imaginaba que su rostro debía de ofrecer el mismo aspecto. Le dolía todo el cuerpo y tenía la rodilla derecha hinchada como una pelota.
Lanzó una ojeada al perfil de Dillon. Su nariz siempre le recordaba a la de Julio César, pronunciada y recta con el caballete alto, aristocrático. Era moreno, casi tanto como ella, y su cuerpo de algo más de un metro ochenta encajaba perfectamente en el asiento de conductor de su Lexus.
—Vamos, repítemelo —le pidió—. ¿Qué dijo exactamente ese tipo?
—Más bien fue un susurro áspero y ronco.
Dillon se volvió hacia ella. Tenía la costumbre de colocar los labios rectos con una comisura hacia arriba, como si estuviera reprimiendo una sonrisa.
—¿Y qué te susurró?
—No estoy segura, pero fue algo así como: «El dinero de Sorohan, devuélvelo a la organización».
—Pero ¿qué narices significa eso?
Harry se encogió de hombros y examinó las palmas de sus manos. Aún le escocían en las partes donde se le había clavado la grava de la vía del tren.
—¿No dijo algo más? —preguntó Dillon.
—No hubo tiempo. Me caí, ¿recuerdas?
—No puedo creer que alguien intentara empujarte a la vía.
—A mí misma me está costando asimilarlo. Tampoco estoy segura de que la policía me haya creído.
Un agente de policía joven, alto y con una protuberante nuez había acudido a la estación de trenes para interrogarla. Cubierta con una ruda manta, le explicó la historia mientras tomaba un té dulce y caliente, pero no mencionó las palabras que había escuchado antes de caer; aquello debería esperar un poco. Cuando Dillon la llamó e insistió en pasar a recogerla, ella se alegró de dejar que alguien se hiciera cargo de la situación por una vez.
Dillon viró bruscamente para sortear un ciclista; a Harry se le encogió el estómago y necesitó unos instantes para recuperarse. Hasta el momento, el trayecto estaba resultando brusco. Dillon pisaba el acelerador y propinaba frenazos alternativamente sin interrupción alguna. A ese ritmo, podía darse por satisfecha si no le provocaba algún traumatismo cervical.
Hacía menos de un año que trabajaba para él. El verano anterior, Dillon le había ofrecido un empleo cuando ella trabajaba para otra empresa informática; fue tras ella con la misma energía incontenible que aparentemente empleaba para todo. Era la segunda vez que sus caminos se cruzaban en los últimos dieciséis años. En la primera ocasión, ella sólo tenía trece.
Todo parecía ya muy lejano. Se recostó, cerró los ojos y evocó su propia imagen con aquella edad: puños apretados, cabello indomable, atrapada en una especie de doble vida. Bien pensado, quizá no había cambiado tanto.
Antes de ese momento había comprendido que necesitaría una vía de escape para sobrevivir a su existencia diaria en casa. Lo solucionó viviendo dos vidas: una como la niña que ella misma llamaba Harry la Esclava, con una madre que le abría las cartas y le leía los diarios y un padre demasiado ausente como para estar de su parte, y otra como Pirata, una insomne que se sentaba a oscuras y merodeaba por los paraísos informáticos clandestinos en los que era poderosa y respetada.
Esto sucedía a finales de los años ochenta, antes de la eclosión de internet. Pirata se pasaba el tiempo conectándose con un lento módem a tablones de anuncios en los que la gente compartía sus ideas y descargaba herramientas de hackeo. A los once años ya había aprendido sin ayuda de nadie a introducirse discretamente en casi cualquier tipo de sistema, sin robar y sin causar ningún daño. Con trece años ya estaba lista para pasar al siguiente nivel.
Harry aún recordaba la noche en que lo consiguió. La habitación se encontraba prácticamente a oscuras, iluminada tan sólo por el resplandor verdoso del monitor del ordenador. Eran las dos de la madrugada y estaba poniendo en práctica la técnica del war dialling, es decir había programado el ordenador para realizar llamadas de teléfono continuas hasta encontrar un número que le permitiera conectarse a otro ordenador. Acurrucada en la silla, se abrazaba las rodillas buscando calor mientras escuchaba el débil pitido del módem que marcaba números y se desconectaba. No le inquietaba que sus padres pudieran levantarse y encontrarla allí. Estaban demasiado ocupados con sus propios problemas como para prestarle atención.
Y de pronto, lo logró. El sonido de los módems al conectarse resultaba inconfundible. Un ordenador le había respondido. Se irguió, escribió un comando con el teclado y pulsó intro. Casi de inmediato, el otro ordenador envió un mensaje. Se tapó la boca con la mano.
¡ATENCIÓN! Ha accedido a un sistema informático de la Bolsa de Dublín. El acceso no autorizado está prohibido y podrán aplicarse medidas disciplinarias.
Harry, sentada sobre sus talones, se mordía las uñas. Hasta aquel momento, la red más importante en la que se había introducido era la del University College de Dublín, que carecía de una seguridad estricta al no contener datos confidenciales. En cambio, la Bolsa debía de estar repleta de información comprometida. Sabía que tenía que desconectarse pero, en lugar de eso, apoyó los pies en el suelo y acercó la silla al teclado.
Por la característica línea de comandos de «Nombre de usuario:» supo que se trataba de un sistema operativo VMS, algo positivo y negativo al mismo tiempo, pues por un lado, existían muchas formas de burlar la seguridad de ese sistema una vez que se había accedido a él pero, por otro lado, introducirse sin nombre de usuario ni contraseña válida no iba a resultar una tarea fácil. Por si fuera poco, se quedaría sin conexión después de tres intentos fallidos.
Sus dedos se movían dubitativos sobre las teclas mientras barajaba posibles nombres y contraseñas. Mejor optar por lo obvio. Tecleó «sistema». En la línea de «Contraseña:» escribió «gestor» y pulsó intro. Inmediatamente volvió a aparecer la línea de «Nombre de usuario:», desafiándola a probarlo de nuevo.
Primer intento.
Seguidamente, trató de introducirse tecleando «sistema» y «operador».
Segundo intento.
Sólo le quedaba una oportunidad. Flexionó los dedos y buscó mentalmente las contraseñas que le habían funcionado con anterioridad: «syslib», «sysmaint» y «operador», todas ellas buenas opciones, pero sin garantías. Incluso el nombre de usuario «sistema» podía ser incorrecto.
Entonces, se le ocurrió otra alternativa. Movió la cabeza con gesto incrédulo. No existía ninguna posibilidad pero, precisamente por ser tan improbable, decidió intentarlo. Tecleó el nombre de usuario «invitado», dejó en blanco el campo de la contraseña y apretó intro. Apareció un mensaje en la pantalla:
Bienvenido al servidor VAX de la Bolsa de Dublín.
Y allí, en la línea siguiente, aguardaba cortésmente a sus instrucciones la codiciada línea de comandos de VMS: «$».
Se recostó y sonrió de oreja a oreja. Los administradores creaban en ocasiones una cuenta de «invitado» desprotegida para usuarios nuevos o infrecuentes, lo cual resultaba muy poco seguro. Empezaba a darse cuenta de que el punto más débil de un sistema lo constituía un administrador perezoso.
Se remangó el pijama y empezó a teclear esquivando los bloqueos de seguridad y abriéndose camino en el sistema. Cada vez que alguno de sus comandos conseguía burlar al otro ordenador, brincaba en la silla.
Cuando comprendió que se encontraba en un servidor de bases de datos, realizó un gesto de aprobación delante de la pantalla. ¡Genial! Las bases de datos rezumaban información interesante. Rebuscó entre los archivos, que aparentemente hacían referencia a algún tipo de operaciones financieras, pero aquellos datos no le decían nada. Entonces, halló una lista con siglas que se le antojaban vagamente familia res: NLD, CHF, DEM, HKD. Cuando leyó ESP y lo reconoció como el símbolo de la peseta española, entendió de qué se trataba. Eran símbolos de monedas extranjeras. Debía de haber encontrado archivos relacionados de operaciones con moneda extranjera.
Harry leyó rápidamente los datos y se quedó estupefacta al comprobar las exorbitantes sumas de dinero que se manejaban. Cantidades con muchos ceros. Se moría por dejar su huella y hacerles saber que había estado allí. ¿Qué daño podía hacer? Con dedos nerviosos, añadió un par de ceros a algunas de las cifras más discretas.
Después desanduvo el camino que había seguido para entrar al sistema, desconectó el módem y se metió directamente en la cama. Pero fue incapaz de conciliar el sueño. Había dado un paso más para introducirse en el mundo del sombrero negro y se preguntaba cuáles serían las consecuencias.
No tuvo que esperar demasiado para averiguarlas. La Bolsa descubrió aquel fallo en sus sistemas de seguridad y recurrió a los servicios de un consultor independiente para descubrir al responsable. El experto que contrataron era un licenciado de veintiún años considerado un fuera de serie en materia de seguridad informática. Solamente necesitó una semana para dar con ella.
Se llamaba Dillon Fitzroy.