Capítulo 2

Leon Ritch no sabía nada de El Profeta desde hacía ocho años y le había rogado a Dios no tener noticias suyas nunca más. Se rascó la barba de dos días y releyó el mensaje de correo electrónico.

Quizá se tratara de una broma. Después de todo, cualquiera podía firmar con ese nombre. Comprobó la dirección del remitente. No era el mismo que el de la última ocasión, pero resultaba igual de críptico: an7623398@anon.obfusc.com. Consideró la posibilidad de averiguar su procedencia, pero sabía que no sacaría nada en limpio. El rastreo de la última dirección de El Profeta le condujo hasta un re-mailer anónimo. Un callejón sin salida. Fuera quien fuese, sabía cómo ocultar su identidad.

Además de él mismo, sólo tres personas más conocían la existencia de El Profeta. Una de ellas estaba en la cárcel y la otra había muerto. Únicamente quedaba Ralph. Leon marcó un número al que hacía mucho tiempo que no llamaba.

—Soy yo —dijo.

—Perdón, ¿quién es?

Leon podía oía un rumor de voces masculinas de fondo. Seguramente Ralph estaba reunido con los mandamases del banco e intentaba marcar su territorio. En el pasado, Leon también había conseguido prosperar en aquel mundo.

—No seas gilipollas, Ralphy.

Las carcajadas de los hombres resonaron en su oído y se hicieron cada vez menos perceptibles, hasta reducirse a un vago eco. Parecía que Ralphy se había movido.

—¿Más cómodo ahora? —preguntó Leon.

—¿Qué diablos estás haciendo?

—Busco a viejos amigos. Por lo visto, hoy es el día de las llamadas del pasado.

—¿De qué me hablas? Te advertí que no me telefonearas nunca.

—Sí, sí, lo sé. Escucha, Ralphy, ¿estás cerca de tu despacho?

—Estoy en plena reunión de la junta directiva y no...

—Bien. Voy a enviarte ahora un correo electrónico a tu cuenta privada. Ve y léelo.

—¿Te has vuelto loco?

—Hazlo y punto. Te llamo dentro de unos minutos.

Leon colgó y volvió a su ordenador. Abrió de nuevo el mensaje y lo envió a la dirección personal de Ralph.

Giró la silla para observar por la ventana los contenedores de vidrio y los pequeños cubos de basura con ruedas que flanqueaban el reducido aparcamiento situado detrás de su despacho. Justo enfrente se levantaba la mugrienta pared de un restaurante chino de comida para llevar, La Tigresa Dorada: un nombre elegante para un establecimiento de mala muerte que constituía un peligro para la salud.

Un joven chino con bata blanca salió con dificultad por la puerta trasera y tiró una bolsa llena de sabe Dios qué porquería en el cubo con ruedas situado a los pies de su ventana. Leon arrugó la nariz al percibir aquel olor a ajo y se le retorcieron las tripas. La mayor parte de los tenderos de la zona despedían un olor fétido similar cuando le traían sus cuentas. La úlcera empezó a molestarle.

Antes, la gente le llamaba Leon el Rico. Llegó a trabajar dieciséis horas al día y se ocupaba de las operaciones más importantes. En aquellos tiempos era un verdadero jugador, con millones en el banco y una flamante esposa. Ahora, su matrimonio de veinte años se había ido al garete, así como su reputación y su saldo bancario.

Leon apretó los ojos. Pensar en su mujer le hacía acordarse de su hijo, lo cual le resultaba más difícil de soportar que la úlcera. Se concentró en el dolor punzante que le atenazaba el estómago y trató de borrar la imagen de Richard en la estación de trenes aquella mañana. Era la primera vez que había visto a su hijo en casi un año.

Se había pasado toda la noche jugando al póquer. Para dirigirse a su despacho tomó el tren, que iba repleto de viajeros de los barrios periféricos. Las miradas de asco de las que fue objeto le corroboraron lo que él ya sabía: que sus ojos estaban inyectados en sangre y el aliento le apestaba, igual que sus axilas.

Su vagón se había detenido delante de un grupo de colegiales en el andén de Blackrock. Les miró distraídamente por la ventanilla y el corazón le dio un vuelco: pelo oscuro, ojos redondos, pecas similares a salpicaduras de barro. Richard. Los pasajeros empujaban a Leon, pero éste los apartó a codazos para alcanzar a ver a su hijo de nuevo. Richard, que les sacaba una cabeza a los otros chicos, era fácil de reconocer. Había crecido. A su padre se le hinchó el pecho de orgullo: el niño sería alto como su madre, no achaparrado como él.

Leon se situó más cerca de la puerta. Uno de los amigos de Richard se abrió paso dentro del vagón y, de cerca, Leon reconoció en su jersey el emblema del Blackrock College. Frunció el ceño. Maura no le había comentado nada sobre el cambio de colegio aunque, en realidad, hacía tiempo que no hablaban. Se preguntó quién pagaría las mensualidades.

Richard se encontraba en la puerta. Leon alzó el brazo para captar su atención mientras escuchaba el acento refinado con el que hablaban los amigos de su hijo. Al mismo tiempo, reparó en la cutrez de sus propias ropas, en el anorak manchado y en su rostro sin afeitar. Su mano vaciló y quedó suspendida en el aire.

—¡Richard!

El chico giró la cabeza y miró hacia atrás, al andén de la estación, Leon bajó el brazo y observó lo que sucedía por la ventanilla. Un hombre rubio de unos cuarenta años corría hacia el tren. Llevaba un abrigo de lana oscuro y una bolsa de deporte roja en la mano. Le alargó la bolsa a Richard y despeinó cariñosamente el cabello del muchacho. Leon advirtió la amplia sonrisa que se dibujaba en la cara de su hijo y sintió una punzada en el estómago, como si se hubiera tragado un cristal roto. Lentamente, dio media vuelta y, entre la multitud, consiguió llegar hasta la otra punta del vagón, donde permaneció escondido hasta asegurarse de que su hijo se había marchado.

El tintineo de las botellas sobresaltó a Leon. El chino había regresado al aparcamiento, esta vez para depositar unos tarros de cristal en el contenedor del vidrio. Leon se frotó la cara de nuevo y respiró hondo para intentar aliviar el malestar de su estómago. Quizá mañana se lavaría y se arreglaría. Quizá le haría una visita a Richard.

Miró su reloj. Era hora de llamar otra vez a Ralphy. Se aclaró la voz y marcó su número.

—¿Lo has leído? —preguntó cuando Ralph descolgó el teléfono.

—¿Se trata de una broma pesada?

—Me lo has quitado de la boca.

—¿Crees que te lo he enviado yo? No quiero tener nada que ver con esto.

—¿Qué te pasa, Ralphy? ¿Tienes miedo?

—Pues claro. Aunque tú no tengas nada que perder, yo sí.

Leon agarró con fuerza el auricular.

—Yo me encargué de que tú no lo perdieras todo hace ocho años. No olvidemos eso, ¿de acuerdo?

Ralph suspiró.

—¿Qué quieres exactamente, Leon? ¿Mi dinero?

Buena pregunta. Al principio, sólo buscaba asegurarse de que Ralph no había enviado el mensaje, pero ahora se le estaba ocurriendo otra idea.

—Has leído el mensaje, ¿no? —le preguntó Leon.

—Sí, dice que la chica lo tiene, ¿y qué?

—A lo mejor quiero recuperarlo.

—¿Acaso crees que lo va a entregar tan fácilmente? ¿Y si no está en lo cierto?

—El Profeta nunca se ha equivocado en nada hasta ahora —respondió Leon—. Asegura que tiene pruebas.

—¿Que te ocurre? ¿Quieres que acabemos los dos en la cárcel?

Leon miró por la ventana de nuevo. Al fin y al cabo, a lo mejor no era tan malo recibir noticias de El Profeta. Quizá sería su salvación.

—Conozco a un tipo al que ya he recurrido anteriormente. Se encargará de esto —afirmó Leon.

—No me gusta este asunto.

—No tiene que gustarte, Ralphy.

Leon colgó de golpe el teléfono y contempló otra vez el panorama por la ventana. En esta ocasión no se fijó en los grafitis ni en los cubos de basura repletos. Se imaginó a sí mismo aseado, afeitado y con diez kilos menos, enfundado en un traje italiano y presidiendo la mesa de una sala de juntas. Se visualizó con un elegante abrigo de lana, animando a Richard mientras éste disputaba un partido de rugby con el equipo de su colegio. Leon apretó los dientes y los puños.

Aquella chica tenía algo que le pertenecía y estaba dispuesto a recuperarlo.