IV
Mediodía en el Weyr Meridional
Kylara giró sobre sí misma delante del espejo, volviendo la cabeza para contemplar su menuda imagen, observando el vuelo y la caída de la pesada tela del vestido color rojo oscuro.
—Lo sabía. Le dije que el dobladillo no estaba recto —murmuró, parándose en seco, enfrentándose con su propio rostro, súbitamente consciente de su expresión enfurruñada. Repitió la mueca, una y otra vez, descubrió que la afeaba, y se advirtió severamente a sí misma que no debía volver a exhibirla, ni siquiera inadvertidamente.
—Un ceño fruncido es un arma poderosa, querida —le había dicho en más de una ocasión su madre adoptiva— pero procura cultivar uno que no te afee. Piensa en lo que ocurriría si el gesto se hiciera permanente.
La pose la divirtió hasta que se giró de costado para examinar su perfil, y observó de nuevo la irregularidad del dobladillo.
—¡Rannelly! —llamó, impacientándose cuando la anciana no contestó inmediatamente—. ¡Rannelly!
—Ya estoy aquí, muñeca. Los huesos viejos no se mueven con tanta rapidez. He estado poniendo a airear tus vestidos. Las flores de ese fellis tienen un perfume delicioso. Hay que ver el tamaño que ha alcanzado ese árbol…
Cada vez que la llamaban, Rannelly iniciaba un inacabable monólogo, como si el sonido de su nombre pusiera en marcha su cerebro. Kylara estaba segura de que así era, ya que su vieja ama sólo expresaba, como un eco apagado, lo que oía y veía.
—Esos sastres podrían ser mucho mejores que lo que son, más cuidadosos con los detalles finales —murmuró Rannelly cuando Kylara la interrumpió bruscamente con el problema. Suspiró profundamente mientras se arrodillaba para examinar el dobladillo—. Oh, mira esas puntadas. Han sido dadas apresuradamente, con demasiado hilo en la aguja…
—Aquel hombre me prometió terminar el vestido en tres días, y aún estaba cosiéndolo cuando llegué. Pero lo necesitaba.
Las manos de Rannelly se inmovilizaron; alzó la mirada hacia su pupila.
—No deberías salir nunca del Weyr sin decírselo a nadie…
—Voy donde me place —dijo Kylara, golpeando el suelo con el pie—. No soy una niña para que controles todos mis movimientos. Soy la Dama del Weyr Meridional. Soy el jinete de la reina. Nadie puede hacerme nada. No lo olvides.
—¿Y no olvida nada mi muñeca?
—No olvido que este Weyr es insoportable…
—Lo cual es un insulto para todos los que nos esforzamos para que te resulte agradable…
—No es que ellos me importen, pero quiero demostrarles que no pueden tratar a una Telgar de la Sangre con esa falta de cortesía.
—¿Quién ha sido descortés con mi pequeña…?
—Arregla ese dobladillo, Rannelly, y no emplees en ello toda la semana. Quiero tener buen aspecto cuando vaya a casa —dijo Kylara, girando la parte superior de su torso a uno y otro lado, estudiando la caída de sus abundantes y ondulados cabellos rubios—. Es lo único bueno que tiene este horrible lugar: el sol conserva mis cabellos brillantes.
—Como una cascada de rayos de sol, mi niña, y yo los cepillo para sacarles brillo. Los cepillo por la mañana y por la noche. Nunca dejo de hacerlo. Excepto cuando no estás aquí. Esta mañana él te estaba buscando…
—Él no me importa. Arregla ese dobladillo.
—Oh, sí, puedo hacer eso por ti. Quítate el vestido. Así. Ooooooh, preciosa mía, mi muñeca. ¿Quién te ha maltratado de ese modo? ¿Te ha hecho él esas señales en…?
—¡Cállate!
Kylara se alejó rápidamente del vestido caído en el suelo, demasiado consciente de las magulladuras que amorataban su blanca piel. Un motivo más para llevar el vestido nuevo. Volvió a ponerse la ancha túnica de lino que llevaba cuando decidió probarse el vestido. Aunque sin mangas, sus pliegues casi cubrían el gran cardenal en su brazo derecho. Siempre podría atribuirlo a un accidente natural. No es que le importara un comino lo que T’bor pensara, pero se evitaría recriminaciones. Y T’bor nunca sabía lo que había hecho cuando estaba cargado de vino.
—Procura suavizar las cosas —murmuró Rannelly mientras recogía el vestido rojo y empezaba a arrastrar los pies en dirección a su dormitorio—. Ahora perteneces al Weyr. No es conveniente que la gente del Weyr se mezcle con la de los Fuertes. No descuides tus deberes. Aquí eres alguien…
—Cállate, vieja estúpida. La única ventaja de ser Dama del Weyr es que puedo hacer lo que me da la gana. Yo no soy mi madre. No necesito tus consejos.
—Sí, y yo lo sé —dijo la vieja ama, con tanta acritud que Kylara no dejó de mirarla hasta que desapareció.
Bueno, había vuelto a fruncir el ceño… Tenía que esforzarse en evitar aquel gesto: producía arrugas. Kylara deslizó sus manos a lo largo de sus costados, acariciando sensualmente las suaves curvas; luego deslizó una mano a través de su liso vientre. Liso, después de dar a luz cinco hijos. Bueno, no habría ninguno más. Ahora sabía lo que tenía que hacer. Sólo unos instantes más en el inter en el momento adecuado, y…
Pirueteó, riendo, levantando los brazos hacia el techo con tanta violencia que el magullado músculo deltoide protestó, arrancando un gemido de dolor de los labios de Kylara.
Meron no necesitaba… Kylara sonrió lánguidamente. Meron no lo necesitaba, porque era necesaria para ella.
No es un dragonero, dijo Pridith, despertando de su sueño. No había censura en el tono de la reina dorada; se limitaba a exponer un hecho. Esencialmente el hecho de que a Pridith le aburrían las excursiones que la llevaban a Fuertes, con preferencia a Weyrs. Cuando el capricho de Kylara la impulsaba a visitar a otros dragones, Pridith se sentía más que satisfecha. Pero un Fuerte, con las aterradas incoherencias de un wher guardián por toda compañía, era algo distinto.
—No, no es un dragonero —asintió Kylara enfáticamente, con una sonrisa de recordado placer en sus glotones labios rojos. Una sonrisa que le daba un aire suave, misterioso y seductor, pensó, inclinándose hacia el espejo. Pero la superficie estaba picada, y al reflejarse en ella la piel de Kylara tenía un aspecto enfermizo.
Tengo picor, dijo Pridith, y Kylara pudo oír que el dragón hembra se movía. El suelo bajo sus pies retembló ligeramente.
Kylara sonrió indulgentemente y, con un revoloteo final y una mueca al imperfecto espejo, acudió en alivio de Pridith. Si pudiera encontrar un hombre de veras capaz de comprenderla y adorarla como la comprendía y adoraba el dragón hembra… Si F’lar, por ejemplo…
Mnementh pertenece a Ramoth, le dijo Pridith a su jinete cuando Kylara entró en el calvero que servía de alojamiento a la reina dorada del Weyr Meridional. El dragón hembra había raspado la tierra que cubría el lecho de roca que se extendía inmediatamente debajo de la superficie. El sol meridional daba de lleno durante el día sobre la piedra, que conservaba un agradable calor incluso en las noches más frías. En torno se erguían unos fellis, con sus racimos de sonrosados capullos perfumando el aire.
—Mnementh podría ser tuyo, tonta —le dijo Kylara a su animal, rascando la zona afectada por el picor con un cepillo de mango muy largo.
No. No voy a competir con Ramoth.
—Pensarías de otro modo si te acuciara el deseo —replicó Kylara, preguntándose si alguna vez tendría el valor suficiente para intentar aquel golpe maestro—. Al fin y al cabo, no hay nada inmoral en aparearse con el padre de una o cubrir a la madre de uno…
Kylara pensó en su propia madre, una mujer gastada prematuramente y substituida en el lecho del Señor de Telgar por favoritas más jóvenes y con más vitalidad. Bueno, si ella no hubiese sido descubierta en la Búsqueda, hubiera tenido que casarse con aquel pazguato cuyo nombre había olvidado. No hubiera sido nunca una Dama del Weyr, y no habría tenido el amor de Pridith. Rascó vigorosamente hasta que Pridith, suspirando en un exceso de alivio, arrancó tres racimos de capullos de sus ramas.
Tú eres mi madre, dijo Pridith, volviendo sus grandes y opalescentes ojos hacia su jinete, en un tono impregnado de amor, admiración, afecto, pasmo y alegría.
A pesar de sus enojosas reflexiones, Kylara sonrió tiernamente a su dragón hembra. No podía enfadarse con el animal, especialmente cuando Pridith la miraba de aquel modo. Pridith la amaba a ella, Kylara, al margen de cualquier consideración. Agradecida, la Dama del Weyr rascó el sensible párpado superior del ojo derecho de Pridith hasta que los párpados inferiores se cerraron uno a uno: el dragón hembra expresaba así lo intenso de su placer. La muchacha se apoyó contra la cabeza cuneiforme, momentáneamente en paz con ella misma, con el mundo, con el bálsamo del amor de Pridith aliviando su infelicidad.
Luego oyó la voz de T’bor a lo lejos, ordenando algo acerca de los cadetes, y se apartó de Pridith. ¿Por qué había tenido que ser T’bor? Era tan ineficaz… Su proximidad no le hacía sentir nunca lo que Meron le hacía sentir, excepto desde luego cuando Orth estaba cubriendo a Pridith, y entonces… entonces era soportable. Pero Meron, sin un dragón, era casi suficiente. Meron era despiadado y ambicioso, de modo que juntos podrían probablemente controlar todo Pern…
—Buenos días, Kylara.
Kylara ignoró el saludo. El tono fingidamente alegre de T’bor significaba que estaba decidido a no pelearse con ella sobre la cuestión que iba a plantearle esta vez, fuera la que fuese. Kylara se preguntó qué atractivo había podido encontrar en T’bor, a pesar de que era alto y no mal parecido; pocos dragoneros lo eran. Las delgadas líneas de las cicatrices causadas por las Hebras les daba a menudo un aire más licencioso que repulsivo. T’bor no tenía cicatrices, pero un ceño de aprensión y una especie de vibración nerviosa de sus ojos estropeaban el efecto de su apostura.
—Buenos días, Pridith —añadió.
Me gusta, le dijo Pridith a su jinete. Y te aprecia de veras. Tú no eres amable con él.
«La amabilidad no le conduce a una a ninguna parte», replicó mentalmente Kylara. Luego se volvió con visible mala gana hacia el caudillo del Weyr Meridional:
—¿Qué es lo que pasa ahora?
T’bor enrojeció como hacía siempre al oír aquella nota en la voz de Kylara. Ella se proponía fastidiarle.
—Necesito saber cuántos weyrs libres tenemos. Lo pregunta el Weyr de Telgar.
—¿Cómo puedo saberlo? Pregúntaselo a Brekke.
El sonrojo de T’bor se hizo más intenso y su expresión más dura.
—Es habitual que la Dama del Weyr se encargue de esos asuntos…
—Brekke me reemplaza perfectamente. Y no veo por qué el Weyr Meridional tiene que albergar continuamente a todos los jinetes idiotas que no saben eludir a las Hebras.
—Sabes perfectamente, Kylara, por qué el Weyr Meridional…
—Nosotros no hemos tenido ni una sola baja en siete Revoluciones de Hebras.
—Nosotros no hemos padecido las abundantes y continuas Caídas de Hebras que afectan al continente septentrional, y ahora comprendo…
—Bueno, yo no comprendo por qué sus heridos han de representar una continua sangría de nuestros recursos…
—¡Kylara! No discutas cada una de las palabras que pronuncio.
Sonriendo, Kylara le volvió la espalda a T’bor, complacida al comprobar lo cerca que había estado de inducirle a faltar a su infantil propósito de no pelearse con ella.
—Pregúntaselo a Brekke —repitió—. Ella disfruta ocupando mi puesto.
Miró a T’bor por encima de su hombro para ver si comprendía exactamente lo que quería decir. Estaba convencida de que Brekke se acostaba con T’bor cuando ella estaba ocupada en otra parte. Algo estúpido por parte de Brekke, la cual, como Kylara sabía muy bien, bebía los vientos por F’nor. Brekke y T’bor debían tener interesantes fantasías, cada uno de ellos imaginando que el otro era el verdadero objeto de sus amores no correspondidos.
—¡Brekke es dos veces más mujer y más digna de ser Dama del Weyr que tú! —dijo T’bor, controlando el tono de su voz.
—¡Haré que te arrepientas de haber dicho eso, mequetrefe! —estalló Kylara, enfurecida por lo inesperado del exabrupto de T’bor.
Luego estalló en una carcajada, al pensar en Brekke como Dama del Weyr, o en Brekke como una amante experta y apasionada como la propia Kylara se sabía. Brekke la Huesuda, con un pecho tan liso como el de un muchacho. Incluso Lessa era más femenina.
El pensar en Lessa devolvió bruscamente a Kylara su serenidad. Trató de convencerse de nuevo a sí misma de que Lessa no sería ninguna amenaza, ningún obstáculo en su plan. Lessa estaba ahora demasiado apegada a F’lar, anhelando volver a quedar embarazada, representando el papel de sumisa Dama del Weyr, demasiado satisfecha para ver lo que ocurría debajo de sus narices. Lessa era una estúpida. Podía haber gobernado todo Pern por poco que se hubiera esforzado en conseguirlo. Había tenido la oportunidad y la había dejado escapar, al ir en busca de los Antiguos cuando podía haber ejercido un dominio absoluto sobre todo el planeta como Dama del Weyr de la única reina de Pern… Bueno, Kylara no tenía la intención de permanecer en el Weyr Meridional, sirviendo de enfermera a jinetes heridos y cultivando acres y acres de alimentos para todo el mundo menos para ella. Cada huevo se abría de un modo distinto, pero una grieta en el momento oportuno aceleraba las cosas.
Y Kylara estaba dispuesta a agrietar unos cuantos huevos, a su manera. El noble Larad, Señor del Fuerte de Telgar, se había olvidado de invitarla, a ella que era su única hermana de sangre, a la boda, pero desde luego no existía ningún motivo por el que Kylara no pudiera estar presente cuando su propia hermanastra se casara con el Señor del Fuerte de Lemos.
Brekke estaba cambiando el vendaje de su brazo cuando F’nor oyó que T’bor llamaba a la muchacha. Brekke se tensó al sonido de aquella voz, y una expresión de lástima y de preocupación nubló momentáneamente su rostro.
—Estoy en el weyr de F’nor —dijo, girando su cabeza hacia la puerta abierta y levantando su delicada voz.
—No sé por qué insistimos en dar el nombre de weyr a un alojamiento hecho de madera —dijo F’nor, acechando la reacción de Brekke. Ella era una chiquilla muy seria, demasiado vieja para sus años. Tal vez el hecho de ser Dama del Weyr sometida a Kylara la había envejecido prematuramente. F’nor había terminado por conseguir que Brekke aceptara sus bromas. Aunque tal vez se limitaba a seguirle la corriente durante el doloroso proceso de curación de la profunda herida de su hombro.
Brekke le sonrió tímidamente.
—Un weyr es el lugar en el que se aloja un dragón, no importa cómo esté construido.
En aquel momento entró T’bor, inclinando la cabeza, a pesar de que la puerta era más que suficientemente alta para su estatura.
—¿Cómo marcha ese brazo, F’nor?
—Mucho mejor, gracias a los expertos cuidados de Brekke. Se rumorea —dijo F’nor, mirando de soslayo a Brekke— que los hombres que son enviados al Weyr Meridional sanan de sus heridas con más rapidez.
—Si ese es el motivo de que vengan tantos, dedicaré a Brekke a otras tareas. —El tono de T’bor era tan amargo que F’nor le miró fijamente—. Brekke, ¿cuántos heridos más podemos acomodar?
—Únicamente cuatro, pero Varena en el Oeste puede atender al menos veinte.
Por su expresión, F’nor pudo darse cuenta de que Brekke confiaba en que no hubiera tantos heridos.
—R’mart pide que aceptemos diez, uno de ellos con heridas graves.
—Entonces, será mejor que se quede aquí.
F’nor se preguntó si Brekke no se estaba excediendo en sus esfuerzos. Era evidente que, disfrutando de pocos de los privilegios, Brekke había asumido todas las responsabilidades que debían recaer sobre Kylara, en tanto que ésta última hacía lo que le venía en gana. Incluido quejarse de que Brekke desatendía o estropeaba esto o aquello. La reina de Brekke, Wirenth, era aún muy joven y necesitaba muchos cuidados; Brekke criaba además al joven Mirrim, aunque ella no tenía ningún hijo y ninguno de los jinetes del Weyr Meridional parecía compartir su lecho. Pero Brekke se ocupaba también de atender personalmente a los dragoneros heridos de más gravedad. Personalmente, F’nor le estaba muy agradecido. Brekke parecía poseer un sexto sentido que le decía cuándo había que cambiar un vendaje, o aplicar más ungüento de adormidera, o administrar una pócima para combatir la fiebre. Sus manos eran milagros de suavidad y frescor, pero podían ser implacables también, imponiendo a sus pacientes una estricta disciplina de cara a su curación.
—Aprecio tu ayuda, Brekke —dijo T’bor—. De veras.
—Me pregunto si no deberían arbitrarse otras medidas —sugirió F’nor, tanteando el terreno.
—¿Qué quieres decir?
Oh, oh, pensó F’nor, la susceptibilidad del hombre.
—Durante centenares de Revoluciones, los caballeros han sido atendidos en sus propios Weyrs. ¿Por qué tiene que cargar el Meridional con unos hombres inútiles, enviados aquí en un chorro continuo para que sean atendidos hasta su total recuperación?
—Benden envía muy pocos —dijo Brekke en voz baja.
—No me refiero solamente a Benden. La mitad de los hombres que ahora están aquí pertenecen al Weyr de Fort. Podrían ser enviados a las soleadas playas del Boll Meridional…
—T’ron no es caudillo… —empezó a decir T’ron en tono despectivo.
—Eso es lo que a Mardra le gustaría que creyésemos —le interrumpió Brekke, con una aspereza tan anormal en ella que T’bor la miró con aire asombrado.
—No te pasa por alto ningún detalle, ¿eh, pequeña dama? —dijo F’nor, riendo—. Eso es lo que dice Lessa, y yo estoy de acuerdo con ella.
Brekke enrojeció.
—¿Qué has querido decir, Brekke? —preguntó T’bor.
—Únicamente que cinco de los hombres heridos de más gravedad estaban volando en el escuadrón de Mardra.
—¿En el escuadrón de Mardra? —F’nor miró fijamente a T’bor, preguntándose si esto era una novedad también para él.
—¿No lo has oído? —inquirió Brekke casi bruscamente—. Ella ha estado volando desde que D’nek fue alcanzado por las Hebras…
—¿Una reina comiendo pedernal? ¿Es por eso por lo que Loranth no ha remontado el vuelo para aparearse?
—Yo no he dicho que Loranth comiera pedernal —puntualizó Brekke—. Mardra no ha perdido la cabeza hasta ese extremo. Una reina estéril no es mejor que un verde. Y Mardra no sería Dama del Weyr. No, ella utiliza un lanzallamas.
—¿En un nivel superior?
F’nor estaba cada vez más asombrado. ¡Y T’ron tenía la desfachatez de jactarse del respeto a la tradición que imperaba en el Weyr de Fort!
—Por eso hay tantos hombres heridos en el escuadrón de Mardra: los dragones vuelan muy cerca de su reina para protegerla. Y un lanzallamas proyecta un chorro de fuego demasiado estrecho para alcanzar a las Hebras en el aire a la velocidad de vuelo de los dragones.
—Eso es sin duda… ¡ay! —F’nor dio un respingo ante la punzada de dolor provocada por un imprudente movimiento de su brazo—. Es la cosa más absurda que he oído nunca. ¿Lo sabe F’lar?
T’bor se encogió de hombros.
—¿Qué podría hacer si lo supiera?
Brekke obligó a F’nor a sentarse en el taburete para recomponer el vendaje que él había desarreglado.
—¿Qué ocurrirá a continuación? —preguntó F’nor, sin dirigirse específicamente a nadie.
—Hablar como un Antiguo —observó T’bor con una risa sarcástica—. Lloriqueando acerca del desorden y la excesiva tolerancia de… de una época tan caótica…
—Los cambios no equivalen a caos.
T’bor rió de nuevo.
—Depende del punto de vista de cada uno.
—¿Cuál es tu punto de vista, T’bor?
El caudillo del Weyr Meridional miró al caballero pardo tan prolongada y duramente, con su rostro surcado por tantas arrugas, que pareció muchas Revoluciones más viejo de lo que era.
—Te conté lo que ocurrió en aquella parodia de reunión de caudillos de Weyr la otra noche, con T’ron insistiendo en que el culpable era Terry —T’bor golpeó con uno de sus puños la palma de la otra mano, con una expresión de profundo disgusto en el rostro ante el recuerdo—. El Weyr por encima de todo, incluso del sentido común. Preocúpate de los tuyos, y a los demás que los parta un rayo… Bueno, yo tengo mis propias normas de conducta. Y haré que las gentes de mi Weyr se atengan a ellas. Todos. Incluso Kylara…
—¿Qué tiene que ver Kylara en todo esto?
T’bor miró a F’nor con aire pensativo. Luego, encogiéndose de hombros, dijo:
—Kylara se propone ir al Fuerte de Telgar dentro de cuatro días. El Weyr Meridional no ha sido invitado. No me siento ofendido por ello. El Fuerte de Telgar no pertenece a la jurisdicción del Weyr Meridional, y la boda es un asunto del Fuerte. Pero Kylara se propone armar jaleo allí, estoy seguro. Conozco los síntomas. Y ha estado viendo al Señor del Fuerte de Nabol.
—¿A Meron? —A F’nor no le preocupaba aquel hombre como posible fuente de disturbios—. Meron, Señor de Nabol, quedó completamente desacreditado en aquella abortada batalla en el Weyr de Benden, hace ocho Revoluciones. Ningún Señor volvería a aliarse con Nabol. Ni siquiera Nessel, Señor de Crom, que nunca fue demasiado brillante. Nunca he llegado a comprender cómo logró que el Cónclave le confirmara como Señor de Crom.
—No es de Meron de quien tenemos que guardarnos, sino de Kylara. Todo lo que ella toca queda… distorsionado.
F’nor comprendió lo que T’bor quería decir.
—Si Kylara viajara, por ejemplo, al Fuerte de Fort, no me preocuparía: Groghe, Señor del Fuerte, opina que Kylara debería ser estrangulada. Pero no olvides que Kylara es hermana de Larad Señor del Fuerte de Telgar. Además, Larad puede manejarla. Y Lessa y F’lar estarán allí. No es probable que Kylara se entienda con Lessa. En consecuencia, ¿qué puede hacer? ¿Cambiar la pauta de las Hebras?
F’lar oyó la ahogada exclamación de Brekke, vio el repentino gesto de sobresalto de T’bor.
—Kylara no ha cambiado las pautas de las Hebras. Nadie sabe por qué ha ocurrido eso —dijo T’bor con aire lúgubre.
—¿Cómo ha ocurrido qué?
F’nor se puso en pie, apartando las manos de Brekke.
—¿Te has enterado de que las Hebras están cayendo fuera de pauta?
—No, no me he enterado —y F’nor miró sucesivamente a T’bor y a Brekke, la cual logró estar muy ocupada con sus medicamentos.
—No había nada que tú pudieras hacer, F’nor —dijo Brekke tranquilamente—, y tenías mucha fiebre cuando llegó la noticia…
T’bor resopló, con los ojos brillantes como si le complaciera la confusión de F’nor.
—Desde luego, esas valiosas pautas de F’lar no incluyeron nunca al Weyr Meridional. ¿Quién le importa lo que ocurre en esta parte del mundo? —exclamó T’bor, y salió rápidamente del weyr. Cuando F’nor se disponía a seguirle, Brekke le agarró del brazo.
—No, F’nor, no le apremies. Por favor.
F’nor miró el desalentado rostro de Brekke, vio la intensa preocupación en sus expresivos ojos. ¿Así estaban las cosas? ¿Brekke enamorada de T’bor? Era una lástima que ella malgastara su afecto en alguien tan absolutamente sometido a una mujer tan absorbente como Kylara.
—Bueno, ahora vas a ser lo bastante amable como para informarme acerca de ese cambio en la pauta de las Hebras. Estaba herido mi brazo, no mi cerebro.
Ignorando el reproche de F’nor, Brekke le contó lo que había ocurrido en el Weyr de Benden cuando habían caído Hebras horas antes de lo previsto sobre los grandes bosques del Fuerte de Lemos. F’nor se inquietó al enterarse de que R’mart, del Weyr de Telgar, había resultado gravemente herido. No le sorprendió que T’kul, del Weyr de las Altas Extensiones, no se hubiera molestado en informar a sus contemporáneos de las inesperadas caídas sobre los territorios protegidos por su Weyr. Pero tuvo que confesarse a sí mismo que, de haberlo sabido, se hubiera sentido preocupado. Ahora estaba preocupado pero al parecer F’lar estaba actuando con su pericia habitual. Al menos, los Antiguos habían sido despertados de su letargo. Y habían tenido que ser las Hebras las que lo consiguieran.
—No comprendo la observación de T’bor acerca de que nadie se preocupa de lo que ocurre en esta parte del mundo…
Brekke le miró con aire suplicante.
—No resulta fácil vivir con Kylara, particularmente cuando ello significa el exilio.
—¡No es preciso que me lo jures!
F’nor había tenido sus más y sus menos con Kylara cuando ella estaba aún en el Weyr de Benden y, al igual que otros muchos caballeros, había experimentado un gran alivio cuando fue designada Dama del Weyr Meridional. El único problema de su convalecencia aquí, en el Weyr Meridional, era la proximidad de Kylara. Para la tranquilidad de F’nor, el interés de Kylara por Meron de Nabol no podía ser más oportuno.
—Ya has podido ver lo mucho que ha conseguido T’bor en el Weyr Meridional en las Revoluciones que lleva aquí —dijo Brekke.
F’nor asintió, sinceramente impresionado.
—¿Ha completado la exploración del continente meridional? —inquirió. No podía recordar que hubiera llegado ningún informe sobre aquella cuestión al Weyr de Benden.
—No lo creo. Los desiertos del oeste son terribles. Un par de caballeros se dejaron llevar por la curiosidad, pero el viento les obligó a retroceder. Y al este sólo hay océano. Probablemente se extiende alrededor del desierto. Esto es el fondo de la tierra, ¿sabes?
F’nor flexionó su brazo vendado.
—Ahora escúchame a mí, Lugarteniente F’nor de Benden —dijo Brekke en tono autoritario, interpretando correctamente aquel gesto—. No estás en condiciones de reintegrarte a tu puesto en el Weyr ni de dedicarte a explorar. Tienes menos fortaleza que un pájaro, y desde luego no puedes viajar al inter. El frío intenso es lo peor para una herida semicicatrizada. ¿Por qué crees que te trajeron aquí directamente?
—Bueno, Brekke, no sabía que te importara —dijo F’nor, más bien complacido por la vehemente reacción de la muchacha.
Brekke le dirigió una mirada tan ingenuamente expresiva que la sonrisa se borró de los labios de F’nor. Inmediatamente, como si lamentara aquella manifestación demasiado íntima, Brekke, le empujó medio en broma hacia la puerta.
—Fuera de aquí. Toma a tu pobre y solitario dragón y túmbate al sol en la playa. Descansa. ¿No oyes a Canth que te está llamando?
Brekke se deslizó junto a él, salió al exterior, y estaba atravesando el calvero antes de que F’nor se diera cuenta de que él no había oído a Canth.
—¿Brekke?
La muchacha se giró, vacilante.
—¿Puedes oír a otros dragones? —inquirió F’nor.
—Sí —Brekke dio media vuelta y desapareció.
—Por todos los… —F’nor estaba asombrado—. ¿Por qué no me lo dijiste? —le preguntó a Canth, acercándose a la pequeña hondonada bañada por el sol y mirando a su dragón pardo con aire enfurruñado.
Nunca me lo preguntaste, respondió Canth. Me gusta Brekke.
—Eres imposible —dijo F’nor, exasperado, y volvió a mirar en la dirección por la que Brekke había desaparecido—. ¿Has dicho Brekke? —y miró fijamente a Canth, disgustado por su propia ceguera. Por regla general, los dragones no nombraban a las personas. Tendían a proyectar una visión de la persona a la que se referían, y rara vez mencionaban su nombre. El hecho de que Canth, que pertenecía a otro Weyr, hablara de Brekke con tanta familiaridad era una doble sorpresa. Tenía que contárselo a F’lar.
Quiero ir a bañarme. El tono de Canth era tan ansioso que F’nor se echó a reír.
—Te bañarás. Yo vigilaré.
Canth empujó suavemente con la cabeza el hombro sano de F’nor.
Estás casi curado. Estupendo. Pronto podremos regresar al Weyr al que pertenecemos.
—No me digas que sabías lo del cambio de pauta de las Hebras.
Desde luego, respondió Canth.
—¡Y te quedas tan fresco! ¡Cara de wher… cuello de wherry…!
A veces un dragón sabe lo que es mejor para su jinete. Tenías que curarte del todo para luchar contra las Hebras. Quiero bañarme.
Y F’nor supo que sería inútil seguir discutiendo con Canth. Al fin y al cabo, el dragón había sido manipulado, de modo que en buena ley no cabía hacerle ningún reproche. Sin embargo, cuando la herida de su brazo cicatrizara por completo…
Aunque tenía que volar por el aire hacia las playas, un proceso insoportablemente lento para alguien acostumbrado a trasladarse instantáneamente de un lugar a otro, F’lar decidió recorrer una buena distancia hacia el oeste, a lo largo de la costa, hasta que encontró una cueva aislada, con una cala profunda enfrente, muy apropiada para que el dragón se bañara.
Una alta duna de arena, probablemente acumulada por las tormentas invernales, protegía la playa desde el sur. Lejos, muy lejos, púrpura en el horizonte, F’nor pudo distinguir vagamente el promontorio que marcaba el límite del Weyr Meridional.
Canth se posó delante de la cueva, sobre la fina arena, y luego, tomando impulso, se zambulló en las resplandecientes aguas azules. F’nor contempló, divertido, las evoluciones de Canth en el mar —semejante a un pez monstruoso—, sumergiéndose, asomando a la superficie, nadando de espaldas y volviendo a bucear profundamente. Cuando el dragón se consideró suficientemente refrescado, se dirigió hacia la orilla, agitando vigorosamente sus alas hasta que la brisa empujó las gotas de agua hacia F’nor, que protestó.
A continuación Canth se regó a sí mismo tan generosamente de arena que F’nor pensó en enviarle de nuevo al agua, pero el dragón protestó, alegando que la arena caliente resultaba maravillosamente agradable sobre su piel. F’nor transigió y Canth escarbó en la arena y se preparó un lecho a su gusto. El sol no tardó en sumir a dragón y jinete en un dulce sopor.
F’nor, la suave llamada de Canth penetró a través de la deliciosa somnolencia del caballero pardo, no te muevas.
Aquello bastó para disipar del todo el agradable sopor, pero el tono del dragón era divertido, no alarmado.
Abre un ojo cuidadosamente, aconsejó Canth.
Obedeciendo de mala gana, F’nor abrió un ojo. Era lo único que podía hacer para no moverse. Un dragón dorado, lo bastante pequeño como para estar posado en su desnudo antebrazo, le devolvió la mirada. Los ojos diminutos, como verdes gemas parpadeantes, le contemplaban con cautelosa curiosidad. Súbitamente, las pequeñísimas alas, no mayores que la mano de F’nor, se desplegaron en doradas transparencias, reflejando la luz del sol.
—No te vayas —dijo F’nor, utilizando instintivamente un simple susurro mental. ¿Estaba soñando? No podía dar crédito a sus ojos.
Las alas vacilaron. El diminuto dragón ladeó la cabeza.
No te vayas, pequeña, añadió Canth con la misma suavidad. Somos de la misma sangre.
El minúsculo animal experimentó una incredulidad e indecisión que fueron transmitidas a hombre y dragón. Las alas permanecieron alzadas, pero la tensión que precedía al vuelo se relajó. La curiosidad reemplazó a la indecisión. La incredulidad se hizo más intensa. El pequeño dragón recorrió la longitud del brazo de F’nor para mirarle fijamente a los ojos, hasta que F’nor sintió que los músculos oculares le dolían debido al esfuerzo que estaba realizando por sostener aquella mirada.
Duda y extrañeza alcanzaron a F’nor, y entonces comprendió el problema del animalito.
—Yo no soy de tu sangre. Lo es el monstruo que esta encima de nosotros —comunicó F’nor suavemente—. Tú eres de su sangre.
La diminuta cabeza volvió a ladearse. Los ojos centellearon mientras giraban con sorpresa e incrementada duda.
F’nor hizo notar a Canth que la perspectiva era imposible para el pequeño dragón, cuyo tamaño era cien veces menor.
Entonces, retrocede, sugirió Canth. Hermanita, ve con el hombre.
El pequeño dragón agitó activamente las alas, sosteniéndose en el aire mientras F’nor se levantaba lentamente. Fue a situarse a varias longitudes de distancia de la enorme mole de Canth, seguido por el pequeño dragón. Cuando F’nor se volvió y señaló lentamente al pardo, el animalito voló en círculo, echó una ojeada y desapareció bruscamente.
—Vuelve —gritó F’nor.
Tal vez estaba soñando.
Canth rugió en tono divertido. ¿Qué impresión te produciría ver a un hombre tan grande para ti como yo soy para ella?
—Canth, ¿te has dado cuenta de que eso era un lagarto de fuego?
—Desde luego.
—¡He tenido realmente un lagarto de fuego sobre mi brazo! ¿Sabes cuántas veces se ha intentado capturar a uno de esos animales?
F’nor se interrumpió, saboreando la experiencia. Probablemente era el primer hombre que había tenido tan cerca a un lagarto de fuego. Y la diminuta beldad había manifestado emoción, comprendido instrucciones sencillas y luego… se había marchado al inter.
Sí, se ha marchado al inter, confirmó Canth, impasible.
—¿Te das cuenta de lo que significa eso, montaña de arena? Esas leyendas son ciertas. ¡Tú procedes de algo tan pequeño como ella!
No lo recuerdo, respondió Canth, pero algo en su tono hizo comprender a F’nor que la impasibilidad del enorme animal no era del todo sincera.
F’nor sonrió y acarició afectuosamente el hocico de Canth.
—¿Cómo podrías recordarlo, grandullón? ¿Cuando nosotros, los hombres, hemos perdido tantos conocimientos pese a que podemos anotar lo que sabemos?
Hay otras maneras de recordar cosas importantes, replicó Canth.
—¡Imagina lo que representa obtener animales de tu tamaño partiendo de diminutos lagartos de fuego!
F’nor estaba asombrado, sabiendo el tiempo que se había tardado en obtener animales terrestres más rápidos.
Canth gruñó, intranquilo. Yo soy útil. Ella no.
—Apuesto a que mejoraría rápidamente con una pequeña ayuda. —La perspectiva fascinó a F’nor—. ¿Te importaría?
¿Por qué?
F’nor se reclinó contra la gran cabeza cuneiforme, pasando su brazo por debajo de la quijada, tan lejos como podía alcanzar, sintiéndose sumamente orgulloso y encariñado con su dragón.
—No, ha sido una pregunta estúpida, Canth, ¿verdad?
Sí.
—Me pregunto cuanto tiempo tardaría en adiestrarla.
¿Para hacer qué?
—Nada que tú no puedas hacer mejor, desde luego. No, un momento. Si, por casualidad, pudiera enseñarle a llevar mensajes… ¿Has dicho que se ha marchado al inter? Me pregunto si podría aprender a ir al inter, sola, y regresar. Ah, pero, ¿va a regresar acaso?
Y al formular esta última pregunta, el entusiasmo de F’nor por el proyecto quedó deshinchado por la dura realidad.
Ya ha regresado, susurró Canth.
—¿Dónde está?
Encima de tu cabeza.
Con mucha lentitud, F’nor levantó un brazo, con la mano extendida y la palma hacia abajo.
—Pequeña beldad, ven donde pueda admirarte. No queremos hacerte ningún daño —F’nor saturó su tono mental con toda la persuasividad tranquilizadora de que era capaz.
Por el rabillo del ojo captó un brillo dorado. Luego, el pequeño lagarto de fuego planeó al nivel de los ojos de F’nor pero más allá de su alcance. Ignoró el divertido comentario de Canth observando que la pequeñaja era sensible al halago.
Tiene hambre, dijo el dragón.
F’nor introdujo cuidadosamente una mano en su bolsa y sacó un rollo de carne. Partió un pedazo, se inclinó lentamente para depositarlo sobre una roca a sus pies, y retrocedió.
—Eso es comida para ti, pequeña.
El lagarto siguió planeando, luego se dejó caer en picado y, agarrando la carne con sus diminutas zarpas, desapareció de nuevo.
F’nor se agachó, esperando.
Casi inmediatamente, el dragoncillo regresó, mezclando en sus delicados pensamientos un hambre voraz con una ansiosa súplica. Mientras F’nor partía otro trozo de carne, trató de que no se transparentara su alegría. Si el hambre podía ser la correa… Suministró pacientemente al animal trocitos de carne, colocándolos cada vez más cerca de él hasta que logró que tomara el bocado final de sus dedos. Mientras la pequeña le miraba con la cabeza ladeada no saciada del todo, aunque había comido lo suficiente para satisfacer a un hombre adulto, F’nor se aventuró a acariciarle el borde de un ojo con la yema de un dedo.
Los párpados internos de los diminutos ojos opalescentes se cerraron uno a uno a medida que el animalito se abandonaba a la caricia.
Es un polluelo. La has Impresionado, le susurró Canth a F’nor.
—¿Un polluelo?
Es mi hermana de sangre después de todo, y en consecuencia tiene que haber salido de un huevo, respondió Canth razonablemente.
—¿Hay otros?
Abajo, en la playa.
F’nor, procurando no asustar al pequeño lagarto, giró su cabeza por encima de su hombro. Había estado tan absorto en el que tenía a mano, que ni siquiera había oído por encima del rumor de las olas los lastimosos pitidos que surgían de la camada de brillantes alas y cuerpos. Parecía haber centenares de ellos en la playa, por encima de la señal de la marea alta, a una distancia aproximada de veinte longitudes de dragón.
No te muevas o la perderás, le advirtió Canth.
—Pero, si son polluelos… pueden ser Impresionados… ¡Canth, avisa al Weyr! Habla con Pridith. Habla con Wirenth. Diles que vengan. Diles que traigan comida. Diles que se den prisa. Que vengan rápidamente, o será demasiado tarde.
Miró fijamente la mancha púrpura en el horizonte que era el Weyr, como si pudiera salvar la distancia con sus pensamientos. Pero la agitación en la playa estaba atrayendo la atención de otra fuente. Unos wherries salvajes, los carroñeros de Pern, se dirigían instintivamente hacia la playa, con sus alas trazando una ominosa línea de uves en el cielo meridional. La vanguardia se había posado ya en una altura, preparándose para caer en picado sobre los débiles e indefensos polluelos. Cada nervio del cuerpo de F’nor anheló correr en su defensa, pero Canth repitió su advertencia. F’nor echaría a perder su frágil relación con la pequeña reina si se movía. O, pensó F’nor, si le transmitía su excitación. Cerró los ojos. No podía mirar.
El primer alarido de dolor vibró a través de su cuerpo y se transmitió al del pequeño lagarto, que se acurrucó contra su pecho, temblando contra sus costillitas. A pesar de sí mismo, F’nor abrió los ojos. Pero los wherries no se habían dejado caer todavía, aunque volaban en círculos cada vez más bajos con rapaz velocidad. Los polluelos se estaban atacando vorazmente unos a otros. F’nor se estremeció, y la pequeña reina agitó sus alas, emitiendo un aflautado lamento.
—Estás segura conmigo. Completamente segura. Nada puede hacerte daño estando conmigo —le repitió F’nor una y otra vez, y Canth susurró de un modo tranquilizador al compás de aquella letanía.
El estridente chillido de los wherries mientras se dejaban caer súbitamente se convirtió en un penetrante alarido de terror. F’nor alzó la mirada, lejos de la carnicería de la playa, y vio a un dragón hembra verde en el cielo, eructando llamas, poniendo en fuga a los carroñeros. El dragón hembra verde planeó, a varias longitudes de altura sobre la playa, con la cabeza extendida hacia abajo. No llevaba jinete.
En aquel preciso instante F’nor vio tres figuras corriendo, trepando, deslizándose desde lo alto de la gran duna de arena dirigiéndose lo más rectamente posible hacia la masa multialada de caníbales. Aunque a medio descenso parecieron perder pie, lograron mantener la vertical.
Brekke dice que ha alertado a todos los que ha podido, le informó Canth.
—¿Brekke? ¿Por qué la llamaste a ella? Ya tiene suficiente trabajo.
Ella es la mejor, replicó Canth, ignorando la reprimenda de F’nor.
—¿Llegarán demasiado tarde? —dijo F’nor, mirando ansiosamente hacia el cielo y hacia la duna, deseando que llegaran más hombres.
Brekke avanzaba ahora penosamente por la arena hacia los polluelos empeñados en una lucha feroz, con las manos extendidas. Los otros dos seguían su ejemplo. ¿A quiénes había traído? ¿Por qué no había avisado a más jinetes? Ellos sabrían inmediatamente cómo acercarse a los animales.
Otros dos dragones aparecieron en el cielo, volaron en círculo, y aterrizaron con vertiginosa rapidez en la playa; sus jinetes corrieron a prestar su ayuda.
Brekke tiene uno. Y la muchacha. Lo mismo que el muchacho, pero el animal está herido. Brekke dice que la mayoría están muertos.
¿Por qué, se preguntó F’nor súbitamente, si sólo acababa de comprobar la veracidad de la leyenda de los lagartos de fuego, le dolían tanto sus muertes? Seguramente, los animales habían estado naciendo en playas solitarias durante siglos, siendo devorados por los wherries y por sus propios hermanos, sin que nadie los viera ni los compadeciera.
Los fuertes sobreviven, dijo Canth, imperturbable.
Salvaron siete, dos muy malheridos. La muchacha, Mirrim, hija adoptiva de Brekke, se hizo con tres: dos verdes y un pardo, con numerosos picotazos en su blando vientre. Brekke tenía un bronce sin ninguna señal, el jinete del dragón hembra verde tenía un bronce, y los otros dos caballeros tenían azules, uno de ellos con un ala tan lastimada que Brekke temió que nunca podría volar.
—Siete de más de cincuenta —dijo Brekke tristemente, después de que hubieron desintegrado los cadáveres con agenothree. Una precaución que Brekke sugirió como una frustración para los carroñeros y para evitar que otros lagartos de fuego eludieran la playa como peligrosa para su especie—. Me pregunto cuántos habrían sobrevivido si no nos hubieras llamado.
—Ella estaba ya lejos de los otros cuando nos descubrió —observó F’nor—. Probablemente fue la primera en nacer, o nació encima de los otros.
Brekke había tenido la buena idea de traer un cuarto trasero de res, aunque ello podría costarle al Weyr una cena más ligera. De modo que atiborraron de carne a los polluelos hasta sumirlos en un estado de somnolencia que facilitaría su transporte al Weyr, o a la Enfermería de Brekke, sin que ofrecieran resistencia.
—Volarás a casa por el aire —le dijo Brekke a F’nor, como una mujer dirigiéndose a un muchacho rebelde.
—Sí, señora —replicó F’nor, con burlona humildad, y luego sonrió porque Brekke le tomaba tan en serio.
La pequeña reina se había acomodado en el cabestrillo de su brazo tan satisfecha como si hubiera encontrado un weyr de su propiedad. «Un weyr es el lugar en el que vive un dragón, no importa cómo esté construido», murmuró para sí mismo mientras Canth emprendía el vuelo hacia el este.
Cuando F’nor llegó al Meridional, era evidente que la noticia se había extendido por el Weyr. Había tal aura de excitación que F’nor empezó a temer que asustara a los diminutos animales al inter.
Ningún dragón puede volar con el estómago atiborrado, dijo Canth. Ni siquiera un lagarto de fuego. Y se retiró a su revolcadero calentado por el sol, perdido todo interés.
—¿Crees que puede estar celoso? —le preguntó F’nor a Brekke cuando se reunió con ella en su Enfermería, donde la muchacha entablillaba el ala rota del pequeño azul.
—Wirenth se mostró interesada también, hasta que los lagartos se quedaron dormidos —le dijo Brekke, con un centelleo en sus ojos verdes mientras alzaba brevemente la mirada hacia él—. Y ya sabes lo susceptible que es Wirenth en estos momentos. ¿De qué podría tener celos un dragón, F’nor? Esos animalitos son juguetes, muñecas para los mayores. En el mejor de los casos, unos niños a los que hay que proteger y enseñar como a cualquier hijo adoptivo.
F’nor miró a Mirrim, la hija adoptiva de Brekke. Los dos lagartos verdes estaban posados sobre sus hombros, dormidos. El pardo herido, vendado desde el cuello hasta la cola, reposaba en su regazo. Mirrim estaba sentada con la erguida rigidez de alguien que no se atreve a mover un solo músculo. Y sonreía con una incrédula alegría.
—Mirrim es muy joven para esto —dijo F’nor.
—Al contrario, es tan vieja como la mayoría de los cadetes en su primera Impresión. Y en algunos aspectos es más madura que media docena de mujeres adultas que yo conozco y que han dado a luz varios hijos.
—¡Oh-jo! La hembra de la especie defendiendo lealmente…
—No es cosa de broma, F’nor —le interrumpió Brekke, en un tono tan incisivo que F’nor se acordó de Lessa—. Mirrim lo hará muy bien. Se toma muy en serio sus responsabilidades. —La mirada que Brekke dirigió a su hija adoptiva estaba tan cargada de ansiedad como de ternura.
—Sin embargo, insisto en que es joven…
—¿Acaso la edad es un requisito previo para un corazón amante? ¿Acaso la madurez va unida siempre a un carácter compasivo? ¿Por qué algunos muchachos criados en el Weyr se quedan de pie en la arena y otros, que nunca se creyó que tuvieran una posibilidad, salen con los bronces? Mirrim Impresionó tres, y el resto de nosotros, a pesar de nuestros esfuerzos, con los animales moribundos a nuestros pies, sólo logramos atraer uno.
—¿Y por qué no me informan nunca de lo que sucede en mi propio Weyr? —preguntó Kylara en voz alta. Estaba en el umbral de la Enfermería, con el rostro enrojecido por la rabia y los ojos brillantes y duros.
—Pensaba ir a contártelo en cuanto terminara este entablillado —respondió Brekke tranquilamente, pero F’nor vio que sus hombros se envaraban.
Kylara avanzó hacia la muchacha con tal aire de amenaza que F’nor se situó delante de Brekke, preguntándose a sí mismo mientras lo hacía si Kylara estaba armada con algo más que un mal genio.
—Los acontecimientos se desarrollaron más bien deprisa, Kylara —dijo, sonriendo agradablemente—. Tuvimos la suerte de poder salvar a unos cuantos lagartos. Lástima que no oyeras la noticia transmitida por Canth. También tú podrías haber Impresionado a alguno.
Kylara se detuvo, con los pliegues de su falda remolineando alrededor de sus pies. Miró a F’nor y tiró hacia debajo de la manga de su vestido, pero no antes de que él viera el negro cardenal en su brazo. Imposibilitada de atacar a Brekke, se giró, localizando a Mirrim. Se dirigió hacia la muchacha, que alzó unos ojos suplicantes hacia Brekke. En aquel momento, la tensión en la estancia despertó a los lagartos. Las dos verdes le sisearon a Kylara, pero lo que atrajo la atención de la Dama del Weyr fue el trompeteo cristalino del bronce posado en el hombro de G’sel.
—Me quedaré con el bronce. Desde luego. El bronce sienta muy bien —declaró. Había algo tan repulsivo en el brillo de sus ojos y en su risa cargada de doble sentido que F’nor notó que se le erizaban los pelos de la nuca—. Un dragón bronce sobre mi hombro resultará muy espectacular —añadió Kylara, disponiéndose a agarrar el lagarto bronce de G’sel.
G’sel alzó una mano en señal de advertencia.
—He dicho que fueron Impresionados, Kylara —dijo F’nor, al tiempo que hacía una seña al caballero para que no accediera a la pretensión de la Dama del Weyr. G’sel era un jinete bisoño y, además, nuevo en este Weyr; no era rival para Kylara, particularmente para una Kylara enfurecida—. Si lo tocas, tendrás que atenerte a las consecuencias.
—¿Impresionados, has dicho? —vaciló Kylara, girándose hacia F’nor con expresión burlona—. Al fin y al cabo, no son más que lagartos de fuego.
—¿Y de qué animal de Pern crees que proceden los dragones?
—Déjate de cuentos de viejas. ¿Cómo podría desarrollarse un dragón luchador partiendo de un lagarto de fuego?
Kylara alargó de nuevo la mano hacia el pequeño bronce, el cual extendió sus alas y las agitó excitadamente.
—Si te muerde, no le des la culpa a G’sel —le dijo F’nor con voz tranquila, aunque le costó un ímprobo esfuerzo conservar la calma. Era una lástima que no pudiera pegarse impunemente a una Dama del Weyr; su dragón no lo permitiría, pero lo que Kylara necesitaba era una buena azotaina.
—No puedes estar seguro de que sean dragones hasta ese extremo —protestó Kylara, mirando suspicazmente a los otros lagartos—. Nadie había capturado ninguno, y tú acabas de encontrarlos.
—No estamos seguros de nada acerca de ellos —replicó F’nor, empezando a sentirse mejor. Era un placer ver a Kylara frustrada por un lagarto—. Sin embargo, fíjate en las similitudes. Mi pequeña reina…
—¿Tú? ¿Has Impresionado a una reina? —El rostro de Kylara palideció y F’nor apartó casualmente a un lado un pliegue de su cabestrillo para exhibir al dormido lagarto dorado.
—Se marchó al inter cuando se asustó. Transmitió aquel susto, más curiosidad y evidentemente recibió nuestros mensajes tranquilizándola. Al menos, regresó. Canth dijo que acababa de nacer. Y yo le di comida y se quedó conmigo. Conseguimos salvar a esos siete porque fueron Impresionados. Los otros se convirtieron en caníbales. Desde luego, el tiempo que dependerán de nosotros para alimentarse y disfrutar de compañía es pura hipótesis. Pero los dragones admiten un parentesco consanguíneo, y ellos poseen medios de conocimiento superiores a los nuestros.
—¿Cómo los Impresionasteis? —preguntó Kylara, haciendo transparentes sus intenciones—. Hasta ahora, nadie había capturado ninguno.
Si había de servir para mantenerla en las playas arenosas, fuera del Weyr y lejos de Brekke, F’nor se lo diría con mucho gusto.
—Se Impresionan estando allí cuando nacen, lo mismo que los dragones. Después de eso, supongo que los que sobreviven permanecen en estado salvaje. En cuanto al motivo de que hasta ahora nadie haya capturado ninguno, es muy sencillo: los lagartos de fuego les oyen llegar y desaparecen en el inter.
Y, querida, cualquiera se mete en el inter para atrapar a uno.
Kylara miró duramente a Mirrim y con aire tan enojado a G’sel que el joven caballero dio visibles muestras de inquietud y el pequeño bronce agitó sus alas nerviosamente.
—Bueno, quiero dejar bien sentado que en este Weyr todo el mundo trabaja. No podemos perder el tiempo con animales que no sirven para nada. Trataré con severidad a cualquiera que descuide sus obligaciones, o… —Kylara se interrumpió.
—Nadie debe recorrer las playas hasta que tú hayas tenido la oportunidad de encontrar uno, ¿eh, Kylara? —preguntó F’nor, con una irónica sonrisa.
—Tengo otras tareas más importantes —Kylara le escupió las palabras a F’nor y salió de la habitación.
—Tal vez deberíamos advertir a los lagartos —dijo F’nor en tono burlón, tratando de relajar la tensión en la Enfermería.
—No existe ninguna protección contra alguien como Kylara —dijo Brekke—. Uno aprende a vivir con ella.
G’sel emitió un extraño sonido y se levantó, casi perturbando a su lagarto.
—¿Cómo puedes decir eso, Brekke, cuando ella se porta de un modo tan desagradable contigo? —exclamó Mirrim mordiéndose los labios ante la severa mirada que le dirigió su madre adoptiva.
—No juzgues lo que no te inspire compasión —respondió Brekke—. Y yo tampoco toleraré que se descuiden obligaciones para cuidar a esos animalitos. ¡No sé por qué los salvamos!
—No juzgues lo que no te inspire compasión —replicó F’nor.
—Ellos nos necesitaban —dijo Mirrim con tanta energía que ella misma se sorprendió de su temeridad, e inmediatamente dedicó toda su atención a su pardo.
—Sí, es cierto —asintió F’nor, consciente del cuerpo dorado de la pequeña reina descansando confiadamente contra sus costillas. El diminuto animal había enroscado su cola hasta donde alcanzaba alrededor de su cintura—. Y como verdaderos hombres de weyr que somos, respondimos a la petición de socorro.
—Mirrim Impresionó a tres y no es ningún hombre de weyr —rectificó Brekke secamente—. Y si pueden ser Impresionados por alguien que no es caballero, podrían ser dignos de cualquier esfuerzo para salvarlos.
—¿Cómo es eso?
Brekke miró a F’nor con el ceño ligeramente fruncido como si no diera crédito a su falta de comprensión.
—Fíjate en los hechos, F’nor. No conozco a un solo plebeyo vivo que no haya alimentado la idea de capturar a un lagarto de fuego, simplemente porque parecen pequeños dragones… no, no me interrumpas. Sabes perfectamente que sólo hace ocho Revoluciones que los plebeyos tienen acceso a la Sala como candidatos a la Impresión. Y yo recuerdo a mis hermanos conspirando noche tras noche con la esperanza de capturar a un lagarto de fuego, un dragón personal de su propiedad. No creo que se le ocurriera nunca a nadie, realmente, que podía haber algo de cierto en el antiguo mito de que los dragones, los dragones del Weyr, descendían de los lagartos de fuego. Sólo existía el hecho de que los lagartos de fuego no les estaban prohibidos a los plebeyos, y los dragones sí. Fuera de nuestro alcance. —La expresión de los ojos de Brekke se suavizó mientras acariciaba al diminuto bronce que dormía en la curva de su brazo—. Resulta extraño comprobar que generaciones de plebeyos estaban en el buen camino sin saberlo. Esos animales poseen el mismo talento que los dragones para apresar nuestros sentimientos. No debería asumir otra responsabilidad, pero nada me haría renunciar a mi bronce ahora que él mismo se ha hecho mío. —Sus labios se curvaron en una tierna sonrisa. Luego, como si se diera cuenta de que estaba revelando con exceso sus sentimientos íntimos, se apresuró a añadir—: Sería muy bueno para la gente, para los plebeyos, aprender a conocer mejor a los dragones a través de estos animalitos.
—Brekke, no es posible que creas que la compañía de un encantador lagarto de fuego modificaría en sentido favorable la opinión que alguien como Vincet de Nerat o Meron de Nabol tienen de los dragoneros. —Por respeto a ella, F’nor reprimió la risa que asomaba a sus labios. Brekke era un saco lleno de inesperadas reacciones.
Brekke le dirigió una mirada tan severa que F’nor empezó a lamentar sus palabras.
—Si me lo permites, F’nor —intervino G’sel—, opino que Brekke tiene razón. Yo me crié en un Fuerte. Tú te criaste en un Weyr. No puedes imaginar cuales eran mis sentimientos acerca de los dragoneros. Sinceramente, no me conocí a mí mismo… hasta que Impresioné a Roth. —Su rostro se iluminó de alegría al recordarlo. Hizo una pausa, sin la menor timidez, para saborear de nuevo aquel momento—. Valdría la pena intentarlo. Incluso si los lagartos de fuego son mudos, establecería una diferencia. Mira, F’nor, a este encantador animalito, posado sobre mi hombro, adorándome. Estaba dispuesto a morder a la Dama del Weyr para quedarse conmigo. Ya viste lo furioso que se puso. No sabes cuan… espectacular le haría sentirse a un plebeyo.
F’nor miró a su alrededor; a Brekke, a Mirrim, que esta vez no eludió sus ojos, a los demás caballeros.
—¿Todos os criasteis en un Fuerte? No me había dado cuenta. De todos modos, cuando un hombre se convierte en un caballero, olvida que ha tenido otra filiación.
—Yo me crié en un Artesanado —dijo Brekke—, pero lo que ha dicho G’sel es tan válido para el Artesanado como para el Fuerte.
—Tal vez deberíamos convencer a T’bor para que dictara la orden de que el cuidado de los lagartos de fuego se ha convertido ahora en uno de los deberes del Weyr —sugirió F’nor, sonriendo maliciosamente a Brekke.
—Sería una lección para Kylara —murmuró alguien en voz muy baja, desde el lugar en el que se encontraba Mirrim.