XXVII
Cleopatra se salió con la suya, no sé si fue por sus intervenciones en el consejo o por otros medios íntimos de persuasión. Como Alexas me comentó en privado, «ninguno de los generales que estaban a favor de la opción macedónica se encontró en la cama con Marco Antonio».
Así que embarcamos, dejando a Canidio a cargo del ejército de tierra. Tres días estuvieron los mares demasiado revueltos para entablar batalla. (Yo me sentí muy mal uno de aquellos días.) Después el viento se calmó y amainó. Durante un día entero no hubo movimiento alguno. Era como si, al borde de una decisión, ninguno de los generales se atreviera a desencadenar los peligros de la guerra.
La mañana del quinto día, antes de que el alba tocara el mar con sus dedos rosados, mi señor hizo que le llevaran en un bote de remos de un barco a otro. Al desembarcar en cada uno, alentaba a los soldados, les ordenaba que dado el peso y la fuerza de sus barcos, mantuvieran el puesto y lucharan con tanto empuje como si estuvieran en tierra. Más tarde algunos comentaron que le faltaba ese ánimo que la perspectiva de una batalla solía despertar en él. Su expresión era seria, sus
frases cortas, hasta broncas. Sin embargo, se sentía animado por la decisión de los marineros y soldados y la confianza que sus visitas inspiraban.
Era su plan que los pilotos aguantaran al máximo como si estuvieran anclados y esperaran allí los ataques de los barcos más ligeros de Octaviano. Pensó que esto era prudente porque había entre las dos flotas un angosto estrecho por donde la corriente del mar era muy fuerte.
A eso del mediodía se levantó una leve brisa y el mar empezó a rizarse deprisa, hasta tal punto que nuestros barcos fueron involuntariamente arrastrados hacia el enemigo. Como no se había dado ninguna orden de ataque careció de empuje. Pronto, en mar abierto, nuestros barcos se vieron rodeados por los navíos más ligeros de Agripa, que se prestaban más fácilmente a maniobrar. Sin embargo, no se atrevieron a acercarse demasiado, dado el peso de nuestros barcos y el poder de ataque de sus puntiagudas proas. Teniendo en cuenta todo esto, el encuentro se parecía más, en mi opinión, al asedio de una ciudad que a lo que yo creía era una batalla en el mar. El enemigo nos asaltó con jabalinas y teas incendiarias, mientras que nuestros soldados, teniendo la ventaja de una posición más elevada, dada la mayor envergadura de nuestros barcos que, en el contexto de esta extraña batalla, los hacía semejantes a las altas torres de una ciudad sitiada, reaccionaban de manera similar y lanzaban también con sus catapultas flechas contra el enemigo.
Todo era confusión y confieso que mi propio temor era tal que me cubrí la cabeza con el manto y no fui capaz durante un rato de mirar lo que estaba ocurriendo. Pero cuando descubrí que las cosas continuaban igual y que yo no había sufrido ninguna herida, me sentí avergonzado y, mirando de nuevo la confusión que reinaba a mí alrededor, empecé a pensar que era el espectador teatral de algún extraño y apasionante drama.
Nadie, como le he oído decir a menudo a mi señor, sabe realmente lo que está pasando en una batalla, salvo lo que ocurre en su inmediato alrededor. No puede ver su conjunto y ésta es la razón por la que se pierden innecesariamente muchas batallas o, alternativamente, se ganan contra todo pronóstico. Porque lo que está cerca puede alentar o aterrar y por consiguiente poner en movimiento un proceso insensible que estimula a algunos a avanzar y a otros a huir; de esta manera, cambia el desarrollo, del que los agentes del citado cambio no se han dado cuenta.
Todo era incierto, no había orden ni concierto, sin ninguna ventaja por uno u otro lado, cuando, de repente, un alarido generalizado de furia, desesperación o terror, procedente de los soldados de la cubierta de nuestro barco estalló en el aire. Siguiendo la dirección de sus miradas, vi, horrorizado, los barcos egipcios, con la bandera de Cleopatra en la proa, izar sus velas y avanzar a velas desplegadas, a favor del viento, que era considerable porque hinchaba sus velas, y al mismo tiempo sus remeros extremaban también sus esfuerzos, alejándose de la batalla en precipitada huida.
Nunca se ha explicado la razón de todo esto. En mi opinión no era traición, como algunos afirmaron entonces —porque los gritos de traición son desesperados y furiosos—, sino un pánico ciego que se había apoderado de la reina.
Cuando la vio huir mi señor, que hasta aquel momento había mostrado su viejo vigor en la organización de la batalla, que en modo alguno estaba perdida, dio la orden de virar y seguido por unos cuarenta barcos del ala derecha, salió en persecución de la reina.
Yo estaba perplejo. Me había parecido, en mi ignorancia de estos asuntos, que habíamos estado manteniendo nuestras posiciones y que, si Cleopatra hubiera dirigido sus barcos contra el enemigo en lugar de navegar en dirección opuesta, el combate habría terminado con éxito y nosotros habríamos conseguido lo que pretendíamos.
Pero su huida hizo esto imposible y nuestro fracaso inevitable.
Días después se dijo que todo esto había sido un plan estratégico para intentar escapar y que así la batalla no se consideraría como una derrota, sino más bien una victoria, puesto que había logrado ese fin.
Pero yo sé, por la expresión en el rostro de mi señor, que se había sentado en la proa de nuestro navío y contemplaba las velas de Cleopatra hinchadas por el viento, que esta explicación era falsa.
Es cierto que todo podría haber terminado ese día si nos hubiéramos mantenido en orden de ataque y librado la batalla hasta el final. Aun así hubiéramos sido derrotados, pero tal como ocurrió, mi señor podía alegar haber salvado a la reina y sus tesoros con cien de nuestros barcos y más de veinte mil de nuestros veteranos que habían luchado en cubierta. Sin embargo, habíamos perdido al menos veinte barcos y cinco mil hombres y se nos había arrojado de la posición en la cual podíamos aún tener esperanza de ganar la guerra.
Al atardecer nos pusimos al nivel del buque insignia de la reina. Bajaron una lancha y mi señor, su personal y miembros íntimos de su casa fueron transportados al buque de la reina.
Marco Antonio se dirigió directamente al camarote de Cleopatra y permaneció allí hasta cerca del anochecer. Lo que pasó entre ellos nadie lo sabrá nunca con certeza. Cleopatra dio su versión, que a su debido tiempo me comunicó Alexas; pero era francamente tan increíble que no veo la necesidad de mencionarla.
Luego se supo que cuando mi señor regresó a cubierta, se sentó en la proa del buque, arrebujado en su capa y permaneció allí, callado, negándose a hablar con nadie durante toda la noche que pasó en vela. Rehusó el vino que se le ofreció y su cara estaba tan blanca como el mármol. Algunos dicen que sollozaba, pero yo no le vi las lágrimas y pensé que había perdido ya la capacidad de llorar.
Tardamos tres días en llegar al puerto de Tenaro, en el extremo meridional del Peloponeso; durante este tiempo se negó a ver a Cleopatra, que permaneció enfurruñada o aterrada en su camarote y se negó también a comer y beber. Marco Antonio, durante la mayor parte del tiempo, se quedó sentado sin querer saber cuáles eran sus pensamientos durante estos días con sus noches.
Ciertamente no eran pensamientos que a mí me gustara albergar.
En Tenaro se levantó, porque no podía permanecer por más tiempo en el limbo de la travesía marítima, en el curso de la cual ni acción ni decisión eran posibles. La tierra seca le forzó a contemplar de nuevo la realidad. Mientras esperábamos allí a que los más rezagados de la batalla se unieran a nosotros, salió de su estupor y su obsesivo rumiar acerca del desastre que le había acaecido, y durante unos momentos volvió a ser el Marco Antonio de siempre.
Pero pronto le llegaron noticias de una nueva catástrofe. Se había dejado a Canidio al mando del ejército de tierra con órdenes de que, cuando la batalla marítima lo determinara, se retirara a Macedonia, desde donde pasaría a Asia y a Siria si lo creía oportuno. Pero los soldados, cuando vieron que se había sufrido una derrota en el mar y comprendieron que, según creían, Marco Antonio los había abandonado, se negaron a obedecer las órdenes de Canidio. Estaban seguros de que, si se entregaban a Octaviano, éste los recibiría sin reservas, porque opinaban que no tenía ganas de una nueva batalla y sospechaban que, para evitar sus peligros, los recompensaría con generosos donativos y solamente condenaría a muerte a sus oficiales. Así que no sintieron el menor escrúpulo en indicar su intención de entregarse; según creo, las cosas ocurrieron como se esperaba. Canidio y unos cuantos de sus oficiales superiores, conociendo el carácter de sus tropas, se escaparon al amparo de la noche y se dirigieron al sur a informar a mi señor de estos sucesos.
Al oírlos, y con su acostumbrada generosidad, exoneró a todos los que lo desearan de su juramento de lealtad, les dio el dinero necesario para asegurar su futuro y un pasaje a Corinto, donde podían negociar los términos de su rendición a Octaviano, o huir, si lo preferían, a países remotos y bárbaros.
Y nunca se podrá decir que un general derrotado se portara con tal magnanimidad con sus seguidores. En ninguna otra acción demostró más su grandeza de espíritu.