XX
Probablemente os habréis dado cuenta de que al relatar los sucesos de esta campaña, que fue en realidad desastrosa, mi señor está desempeñando un papel. Está simulando ser César. El tono es el mismo, o así me lo parece a mí, que el relato que hizo Julio de sus guerras de las Galias. Hay la misma combinación de objetividad y egoísmo. Mi señor, como César, nunca se equivocaba. Si algo salía mal, era el resultado de un revés de fortuna, no un error por su parte. Y, por supuesto, nada salía realmente mal; una derrota, cuando se vuelve a describir, se convierte en una victoria. Como probablemente sepáis, hizo los preparativos para celebrar un triunfo y, para empeorar las cosas lo celebró en Alejandría, una innovación que podía interpretarse como una manera de expresar su opinión de lo que representa el imperio universal, como él mismo había manifestado que había llegado a ser Roma, pero con eso y con todo, era una innovación que la nobleza romana consideró como un insulto. Era para proporcionarle a Octaviano materia incendiaria suficiente para la guerra de propaganda que pronto iba a iniciar contra mi señor.
Así que esta descripción que he hecho de la campaña de Partia es ciertamente falsa. Pero, curiosamente, hay un aspecto en que su propio relato comete contra él mismo una injusticia, algo de lo que a César nunca se le podría culpar. Se subestima el heroísmo personal de mi señor, aunque fue éste y su casi continuo buen humor lo que protegió a su ejército de la desintegración o de un motín generalizado. Durante esa terrible retirada hubo infinidad de ocasiones en las que cogió una espada o una lanza de uno de sus legionarios y se puso él mismo a la cabeza del contraataque. Fue herido seis veces en los veintisiete días de la retirada de Fraaspa.
Naturalmente él consideró cuanto había acontecido como un freno. Convencido de que se debía someter a Partia, estaba decidido a reanudar la campaña al año siguiente. Una vez más le pidió a Octaviano los veinte mil soldados prometidos. Y una vez más el triunviro encontró excusas para negárselos. Para empeorar las cosas, le envió a Octavia a su marido con una décima parte de ese número. Esto era evidentemente una doble provocación.
¿Iría mi señor a Atenas a recibir a Octavia? Se discutió acaloradamente el tema. El propio Marco Antonio declaró que era impensable. Estaba muy ocupado en su campamento en la frontera de Armenia reclutando su nuevo ejército. ¿Cómo iba a abandonar su misión? Mi opinión era que, sabiendo que había tratado mal a Octavia y sintiéndose culpable, era incapaz de hacer el esfuerzo de ir a su encuentro. Contra toda lógica, estaba resuelto a afrentarla aún más, como si el hecho de amontonar indignidad sobre indignidad pudiera justificar su previa crueldad. Era ésta una manera de comportarse indigna de su generosa naturaleza; pero aun sabiendo esto, persistía en su actitud. Era inexplicable, pero ¡cuántas cosas de nuestras vidas lo son!
Otros, que no lo conocían como lo conocía yo, le acosaban con consejos, instándole a que siguiera el sendero del deber y no su propia inclinación, aunque ésta no fue la manera en que se lo dijeron. Enobarbo, por ejemplo, convencido de que era necesario consolidar la posición de mi señor en Roma, le urgía a que se reconciliara con Octavia y la recibiera de nuevo en su hogar.
—Corre el rumor —dijo Enobarbo— de que te estás convirtiendo en una especie de hombre oriental. Nuestros amigos en Roma están preocupados. Se dan cuenta de que hace ya seis años que no has estado en la ciudad y en Italia hace tres. Están empezando a temer que te estés olvidando de quién eres realmente. Puedes tranquilizarlos al reconciliarte con tu mujer. Si la vuelves a mandar a Roma, no sólo te declaras a ti mismo enemigo de su hermano, sino que lo tomará como un insulto...
—Es un insulto que está haciendo lo indecible por provocar —dijo Escribonio Curio.
—Exactamente. Nada le agradará más que el que tú le insultes en público.
—Algo que él pueda presentar como un insulto a la misma Roma.
—¿Pero es que enviarme sólo una décima parte de las tropas que prometió mandarme no es igualmente un insulto manifiesto?
La discusión continuó en estos términos y otros semejantes.
¿Y qué parte tomó Cleopatra en todo esto?
En apariencia se mantuvo al margen. De hecho, escribió a mi señor diciéndole que debía decidir sus acciones futuras sin referirse para nada a ella ni a sus necesidades, ni siquiera a sus hijos. Ella sería siempre su leal amiga, pero no le exigiría nada. Comprendía que debía poner la seguridad del imperio y su propio cargo a la cabeza del mismo antes que ninguna otra obligación que creyera tener hacia ella.
Desgraciadamente esta carta ha desaparecido. Era realmente una obra de arte. Mi señor rompió en exclamaciones de admiración por su abnegado sacrificio y comprensión. Y añadió que estaba abrumado por su desinterés.
Mi querido Alexas, a quien se le había confiado entregar la carta a mi señor, preguntó qué respuesta le debía llevar a la reina.
—Dile, dile... —contestó mi señor, y rompió a llorar, incapaz de decirle a Alexas lo que éste debía transmitirle a la reina.
Más tarde se decidió preparar el borrador de una carta. Se me encargó a mí redactar la primera versión...
—¿Qué le gustaría a ella oír? —le pregunté a Alexas.
—Amado mío, ¿cómo puedo yo saberlo? —dijo abriendo de par en par sus ojos azules. —Es todo paja, ¿verdad? —dije yo —Querido mío...
—Pero paja de la más elevada calidad, de eso no hay la menor duda.
—En confianza —dijo—, la reina tiene los nervios de punta. No se puede creer que Marco Antonio la vaya a abandonar. Y tampoco se puede creer que no la vaya a abandonar. La incertidumbre la está destrozando, está hecha una furia. He de confesar que me alegro de no estar cerca de ella de momento.
Del naranjal cercano llegaba el perfume de las flores de azahar. Alexas se echó en el triclinio, con la túnica arrugada. Estaba un poco borracho y se le trababa la lengua al hablar. Desde los tejados se oían los lamentos de las mujeres. Y después no se oyó más que el suave soplo del viento en los árboles.
—La he oído decir que le gustaría azotar a Marco Antonio la próxima vez que... —hizo un vago movimiento con la mano—. No sabe lo que quiere, no lo ha sabido nunca. —Reposó sobre su muslo desnudo su mano de finos dedos— Pero a nosotros no nos importa, ¿verdad? No nos importa lo que quieren hacer. —Tenía los labios seductoramente entreabiertos.
Más adelante dijo:
—Tal vez yo sea afeminado, pero le doy gracias a los dioses por no haberme hecho mujer. Las mujeres son imposibles, ¿no crees?
Aun así, había que contestar a Cleopatra. Preparé el borrador de una carta en la que mi señor no se comprometía a nada. La escribí, naturalmente, en el lenguaje más florido que os podéis imaginar. Alexas me ayudó, tuviera o no tuviera la intención de hacerlo. Me había mostrado la inseguridad de la reina y por consiguiente la dependencia de mi señor.
Le expliqué esto a Enobarbo, que confiaba en mi criterio cuando estaba de acuerdo con el suyo, con tanta más razón por cuanto yo no le gustaba como persona y hasta me despreciaba. Decía a menudo que no podía comprender el deseo de Marco Antonio de tener a su alrededor a una persona como yo. Me calificó, en mi misma presencia, como criatura procedente de la suciedad, con una capa de pintura para ocultarla. Naturalmente, cuando le oí decir esto, esbocé una sonrisa, como si estuviera de acuerdo. Bien, pensé, soy lo que los romanos me han hecho. Pero aun desconfiando de mí como lo hacía, Enobarbo sabía que era inteligente. Le costaba trabajo creer que yo amara a Marco Antonio, porque no podía aceptar que una criatura como yo fuera capaz de amar; pero reconocía que me interesaban sinceramente sus asuntos y que deseaba lo mejor para él, precisamente porque en su opinión yo no era ni sería nada sin él; eso no quiere decir que él me considerara como alguien a quien tener en cuenta. Después de oírme lo que acababa de decir contestó con estas palabras que acompañó con un gesto desdeñoso:
—Supongamos que tienes razón y que la reina no está segura de él. Yo personalmente no veo que esto nos lleve a ninguna parte.
Yo le expliqué mi poca valía con frases ampulosas, floridas e insinceras como para repetirlas ahora, y en cualquier caso demasiado aburridas (pero mis años de experiencia me enseñan que los nobles romanos como Enobarbo se tragan cualquier humillación por parte de sus inferiores y la juzgan como adecuada), que le confirieron fuerza en la discusión acerca de lo que mi señor debía hacer. Esto quería decir que era todavía capaz de mantener alejada a la reina, mientras que si ella ya había establecido, como nosotros nos temíamos, una total ventaja sobre él, no cabía tal esperanza.
—No obstante, si accede a recibir a Octavia, son tales su virtud y su encanto, lo creo firmemente, si se me permite decirlo, que reanudaría su matrimonio con ella. He estado al servicio de mi señor desde la infancia —Enobarbo frunció el ceño y carraspeó— y lo conozco lo suficientemente bien, si se me permite decirlo de nuevo, para saber que estará siempre gobernado por una mujer. Y es mejor para todos nosotros y especialmente para él que esa mujer sea ahora Octavia —concluí.
He de confesar que aquí cometí un error y de él procedió toda la siguiente catástrofe. Dirigí mis palabras al hombre a quien no se las debía haber dirigido. Enobarbo tenía muchas virtudes, o al menos eso se dice de él; pero el tacto en la discusión no era una de ellas. Si le hubiera hablado así a Escribonio Curio, que era un hombre de gran comprensión y afabilidad, todo habría ido mejor. Pero Enobarbo era uno de ésos que se enorgullecen, utilizando esa absurda expresión que tanto les gusta usar a los romanos, de coger el toro por los cuernos. De acuerdo con este principio se lanzó a una discusión con mi señor con la misma insistencia de una galera atacando a otra. Le dijo que era su deber recibir a Octavia. Añadió que sería estúpido si la volvía a enviar a Roma. Y hasta dijo que si un degenerado marica como Cridas tenía la inteligencia para entender esto, no podía comprender cómo mi señor estaba tan ciego. En suma, si Cleopatra le hubiera pagado para que hiciera venir a Marco Antonio a su lado, no lo habría podido hacer mejor. Pero naturalmente no lo había pagado. Enobarbo realmente la detestaba. Era un noble romano estúpido y atolondrado, con tanto tacto y sensibilidad como el lerdo buey a quien se parecía.
No logro comprender cómo cometí un error así. Las consecuencias fueron desastrosas. Mi señor le envió una severa carta a Octavia —la escribí yo mismo con lágrimas en los ojos— ordenándole que regresara a Roma; puesto que no había cumplido con el deber de enviarle las tropas que él requería, con lo que parecía sentirse más consciente de su deber para con su hermano que del más importante deber que tenía con su marido, con esto quedaba cancelado el debido a Octaviano. En resumen: era una carta tan estúpida y brutal que yo estaba avergonzado de haberla escrito.
Fue curioso cómo Alexas se equivocó en su concepto de mi papel en el asunto. Estaba abrumado de alivio y alegría y me dio expresivas pruebas de su gratitud, sentimientos que, según me aseguró, Cleopatra abrigaría también hacia mí. Habría sido cruel decirle la verdad y, en cualquier caso, yo no veía la razón de privarme de los placeres que me ofrecía.