XVI
Así que fue la política lo que le hizo a mi señor volver a las andadas con la reina. La política y la cerrazón de Octaviano en no mandarle los veinte mil soldados que le había prometido.
Eso es lo que yo escribí, como habréis leído ya, por orden de mi señor, y estoy obligado a manifestaros que estaba diciendo la verdad, tal y como él la entendía. Pero confieso que nunca estuve convencido de dónde se hallaba la verdad.
Recordaréis que Platón, en uno de sus sublimes Diálogos (no sé en cuál, no tengo el texto a mano), compara el alma a una carroza alada arrastrada por dos caballos y un auriga. Uno de los caballos se encabrita, es rebelde y díscolo, el otro moderado y dócil. El auriga simboliza la razón, el caballo díscolo es el deseo sexual, el dócil el elemento espiritual en el ser humano.
Cuando mi señor me envió con su legado Fonteyo Capito a pedirle a la reina una entrevista que tuviera lugar en Damasco, no me cabe duda de que el auriga había dado rienda suelta al caballo rebelde. Desgraciadamente, ¡qué débil y engañoso es el aparente dominio que puede ejercer la razón!
La reina nos recibió con frialdad. Nos aseguró que había creído que nuestro señor se había olvidado de
ella.
Aunque Fonteyo, como noble romano que era, llevaba naturalmente la voz cantante de nuestra delegación, se quedó mudo al oír esta acusación, que no parecía que se la esperase, pese a que de hecho yo me había tomado la molestia de informarle a fondo y advertirle de que la reina no nos recibiría con afabilidad al principio.
El aparente rechazo de Marco Antonio después de su relación amorosa durante los cuatro años previos había herido su vanidad, por no decir que había tocado su corazón, que era, en mi opinión, su órgano menos vulnerable.
—Excelsa reina —le contesté yo, rompiendo el silencio del bobalicón de Fonteyo—, mi señor olvidaría más fácilmente, sin lugar a dudas, que el Sol irradia calor, que permitir que vuestra belleza, elegancia y ternura se borren de su memoria. Para él estos años de separación han sido como un invierno interminable.
—Me han dicho —replicó la reina— que ha encontrado la felicidad en los brazos de otra mujer, que tiene sobre mí la incalculable ventaja de ser romana y por añadidura hermana del heredero de César.
—Honorable reina. —Me incliné tan profundamente que mi frente tocó el suelo de mármol, porque estaba ya postrado de rodillas, como es correcto, o al menos como se considera correcto al dirigirse a alguien como ella—, ¿Quién sabe mejor que una dama de vuestro brillo y eminencia que los grandes hombres de la Tierra se ven a veces forzados por el deber a abstenerse de la felicidad? Os aseguro que el matrimonio de mi señor con la insigne dama Octavia fue inducido solamente por la conveniencia política.
—He oído decir que es muy joven.
—Demasiado joven para satisfacer a un hombre que ya no es un muchacho.
—Y hermosa.
—Si su gusto se inclina a admirar a las jovencitas insípidas, por supuesto, es hermosa. Pero los entendidos encuentran en ella una falta de inteligencia que es la única cualidad que aporta belleza a la vida.
Seguimos departiendo en esta vena distendida durante algún tiempo. Más tarde Fonteyo tuvo la cortesía de expresarme su admiración por la habilidad con la que yo había mantenido el diálogo.
—He de reconocer que vosotros, los griegos, tenéis un no sé qué en vuestra manera de expresaros del que un romano como yo carece —dijo—. Jugabas con ella como con la más resbaladiza de las truchas y la atrapaste sin esfuerzo.
La verdad es que yo estaba orgulloso de mi dominio del lenguaje, que me permitió expresar hábilmente lo que se requería. Y tenía razón de estar orgulloso, porque un hombre debe vanagloriarse de aquellos dones que los dioses le han otorgado, dándose cuenta no obstante de que carecen de importancia si no se los alimenta y ejercita. Y el hacerlo es trabajo del hombre, no un don de los dioses.
Al mismo tiempo sentía cierta vergüenza. Octavia había sido siempre amable conmigo. Yo la respetaba. Sentía mucho afecto por ella, hasta un grado que se podía considerar inapropiado en un hombre de mi condición. Y no tenía la menor duda de que Marco Antonio gozaba de más suerte en ese matrimonio que en su relación con Cleopatra.
Pero ¿qué otra cosa podía hacer sino lo que él me pedía? Era su criado. Es verdad que sentía más afecto por él que el que sienten generalmente los criados y que él a su vez sentía cierta ternura por mí que no les mostraba a otros. Es verdad también que había ocasiones en que estaba dispuesto a escuchar mis consejos e incluso a seguirlos. Pero éste no era uno de ellos. El que yo manifestara mi desaprobación a las instrucciones que se me habían dado era tan inútil como tratar de detener el curso del Nilo con una palabra u ordenar que las nubes no descargaran lluvia sobre la Tierra. Así que pensé que mi manera de actuar era simplemente la de un abogado y que nadie espera que los abogados hablen con honradez ni de ninguna otra manera más que con la apariencia de sinceridad.
No creo que a Cleopatra que, por muchos defectos que tuviera, no le faltaba la inteligencia, le persuadieran mis palabras. Ya era suficiente que se le dieran unas cuantas razones para ablandarla. Le interesaba que fuera así. Si en este momento de su destino, mi amado señor se hubiera persuadido de que no solamente deseaba la persona de Cleopatra, sino que necesitaba su ayuda, era igualmente evidente para ella que su futuro estaba vinculado al de él. Su posición era precaria en Egipto, donde no faltaban quienes le afeaban el asesinato de su hermano Ptolomeo, con el que había compartido el trono. Los partidarios de Ptolomeo, desprovistos ahora de cargos, influencia y riqueza, seguían sedientos de venganza. Cleopatra sabía de sobras que Octaviano no era amigo suyo y que nunca lo sería. El hecho de ser la madre de Cesarión, que juraba y perjuraba que el muchacho era hijo de César, la hacía sospechosa a Octaviano, cuya principal apelación a la lealtad de las legiones era la de ser el heredero de César, siendo como era éste su padre adoptivo. Esto hacía que se reflejara en él una gloria que ni siquiera su ineptitud en la guerra y en la batalla podían empañar.
La atmósfera en la corte egipcia era desagradable. La vida cortesana le resultaría igualmente desagradable a cualquier griego como yo. Nosotros nos deleitamos en el libre intercambio de ideas que rechazan la mera presencia y el boato de la monarquía oriental. Encontramos difícil aceptar las pomposas ceremonias que dominan el ambiente de la corte de Cleopatra y que nos parecen casi cómicas. Y sin embargo —ésta es nuestra humillante realización— no nos atrevemos a rehusar el desempeñar nuestro papel en la gran farsa de la monarquía.
Si he de hacerle justicia a la reina —que corría también por sus venas sangre griega— ella sabía que todo eso era una farsa, una farsa en la que le encantaba representar su deslumbrante papel. Estoy seguro de que nadie jamás lo hizo con más gusto. Y podía asumir en público, cuando quería hacerlo, una gran dignidad que era en verdad impresionante y muy distinta de su aspecto en privado. Llevaba una máscara que los abyectos y serviles egipcios tomaban como una realidad. Una de las consecuencias negativas era que nunca recibía buenos consejos, porque nadie se atrevía a decirle nada que creyeran que no le iba a gustar oír.
Cuando mi señor y Cleopatra estuvieron juntos por última vez, yo había trabado una especial amistad con un joven griego que estaba a su servicio como uno de los miembros de su personal, y se mantenía cerca de su persona. Se llamaba Alexas, era un dulce muchacho del viejo tipo dórico: rubio, de ojos azules, de brazos y piernas fuertes y rectas. Aunque no era aconsejable mantener una amistad íntima, ni siquiera una simple amistad, con alguien que estuviera al corriente de los secretos de la reina, aun así lo encontré atractivo, y hasta secreto objeto de deseo. Pero siendo como eran las cosas... Bueno, más vale no hablar del asunto.
Así que cuando la reina nos despidió y Fonteyo se dirigió a los baños —¡y compadezco a quien cogiera allí!—, yo mandé un esclavo a decirle a Alexas dónde podía encontrarme.
Vino al cabo de una hora, impaciente y afectuoso como antes. ¿Y después? Le alisé el cabello apartándoselo de su frente cuadrada de color de marfil y jugueteé un momento con mi dedo sobre la curva de sus labios.
—Dime —le insté.
—¿Dime?
—Sí.
El se rió entre dientes.
—Creo que la has convencido.
—¿No crees que quería que se la convenciera?
—Hasta cierto punto. Ya conoces su carácter. Nunca presencié una escena como cuando le dijeron que Marco Antonio se había casado con Octavia. Al principio, al notar que el mensajero que vino a su presencia estaba temblando, creyó que Marco Antonio había muerto y se puso a dar gritos asegurando que la noticia la mataría.
—Eso no se lo cree nadie.
—Sí, tienes razón. Pero el amor, ese viejo y pícaro amor, palpita aún en ella.
—En cierto modo. Tal vez.
—Entonces el mensajero dijo que no, que Marco Antonio no había muerto, pero que tenía otra noticia que comunicarle. Él y César, al que tú llamas Octavia-no, eran más amigos que nunca. «Bien», dijo ella, vacilando, mordiéndose un poco el labio inferior, ya sabes la manera como lo hace cuando está urdiendo algo. «Pero», dijo el mensajero. «No me gusta ese "pero" —gritó la reina—. ¿A dónde puede llevar ese "pero"? Está bien, está en buenas relaciones con César, es libre, no cautivo.» «Cautivo en cierto modo —exclamó el mensajero—, cautivo porque se ha casado con Octavia.» Entonces, amado amigo, se lanzó contra él como si quisiera sacarle los ojos de las órbitas, le arañó las mejillas, profiriendo obscenidades como una puta borracha, no te lo puedes imaginar, hasta le amenazó con un cuchillo. «Haré que te azoten con látigos de alambre, que te cuezan en vinagre y que sirvas de pasto a los cocodrilos...» ¡Yo nunca he oído decir que a los cocodrilos les guste la carne en vinagre! Te digo que Charmian y yo tuvimos que apartarla del desdichado, de lo contrario lo habría matado. Pero eso no fue todo. Cuando se hubo calmado, que tardó varias horas en hacerlo, me mandó otra vez en busca del mensajero para que me diera una descripción exacta de Octavia: si era hermosa, si era más alta que ella, cuál era el timbre de su voz. No del todo satisfecha con mi informe, le hizo ir a contárselo de sus propios labios. Por supuesto, le hice prudentes advertencias, diciéndole que le asegurara a la reina que su rival carecía de encantos físicos: que era baja, refunfuñona, de movimientos carentes de elegancia, y le dije: «No te olvides de decirle que Octavia es viuda». Nadie puede estar celosa de una viuda...
—Bueno —contesté yo—, no le hiciste justicia, pero tuviste razón en hablar así. Mi pobre Alexas, ¿cómo puedes soportar a esa horrenda mujer?
Se volvió de espaldas y miró al techo. Durante un rato no despegó los labios. Sólo el zumbido de las moscas rompía el silencio de la tarde. Esperé, dejando que mis ojos se recrearan en su perfil.
—Tú no lo comprendes —dijo—, porque tal vez no puedas comprenderlo. A ti no te gusta la reina y hasta me parece que la odias. Yo me doy cuenta de que es terrible y hay momentos en que la detesto. Sin embargo, también la adoro. A Charmian le pasa tres cuartos de lo mismo y a Iras, y a todos los que la rodean. A veces, en nuestras conversaciones la maldecimos, lloramos porque nos humilla, temblamos de terror si provocamos su cólera. Y sin embargo, ninguno de nosotros la dejaría aunque estuviera en nuestras manos hacerlo. No hay probablemente uno solo de nosotros que no esté dispuesto a dar la vida por ella. Sé sincero, Cridas, ¿no tienes tú los mismos sentimientos hacia Marco Antonio?
—No —dije—, no los tengo. No hay una sola persona por quien yo esté dispuesto a dar la vida. Tengo la intención de sobrevivirlo. Por supuesto le soy leal y todo lo demás. ¿Pero dar mi vida? Ciertamente, no. No haría eso ni siquiera por tí.
—Ni yo lo esperaría. Este tipo de relación no es muy importante después de todo. Como no lo somos nosotros. Gente insignificante.
—¿Que no es importante? —dije yo, y le puse la mano entre las piernas. Noté cómo reaccionaba.
—No es importante —repitió, sin quitarme la mano de donde yo la había puesto—. Te diré además otra cosa. La reina matará a tu señor antes de dejarle que la abandone otra vez.
Naturalmente yo no estaba siendo franco con Alexas. Por grande o pequeño que fuera el placer que experimentara en su compañía, no podía olvidar que él era el sirviente de la reina y yo el de mi señor. Así que me pareció conveniente sugerirle que mi lealtad era menor que la suya, porque sabía que se lo comunicaría a la reina. Por lo tanto no me sorprendí cuando me comunicó que asistiera a una reunión con ella al día siguiente. La encontré sola, porque había hecho marcharse a todos los miembros de su séquito, y parecía deseosa de tener una conversación informal y confidencial conmigo.
Me volvió a preguntar por Octavia y esta vez le hablé de ella con más severidad de lo que lo había hecho en nuestra audiencia pública, siguiendo el ejemplo (como sin duda él había querido que lo hiciera) de lo que me contó el dilecto muchacho que él le había aconsejado decir al desdichado mensajero. Naturalmente mis palabras de menosprecio no fueron tan duras como las que el joven había sugerido que el mensajero utilizara. La razón no era solamente que el hablar de Octavia en ese tono ofendía mi conciencia; fue más bien que la reina, en este ambiente relajado, no me habría creído. Al fin y al cabo conocía lo suficientemente bien a Marco Antonio como para saber que no era un actor. Como indudablemente habría recibido innumerables informes de cómo vivía con Octavia, Cleopatra sabría que Marco Antonio era incapaz de ocultar aburrimiento o simular contento cuando no los sentía.
—Yo diría que ha encontrado en la señorita Octavia sosiego.
—Comparada con Fulvia —dije yo.
— ¿Y comparada conmigo?
—No existe comparación posible.
—Yo sé muy bien que conmigo no encontrará sosiego —volvió a decir—. Ni soy tranquila ni quisiera serlo. Esa mujer debe aburrir a Marco Antonio, de eso estoy segura. Todo lo que he oído acerca de ella sugiere que es, primordialmente, virtuosa. Puedo leer entre líneas, basándome en tus cautelosas palabras. Y virtud de ese tipo supone tedio y aburrimiento. Encantadora al principio para Marco Antonio, pero no logró mantenerlo a su lado. Él también tiene una personalidad demasiado fuerte.
Entonces me preguntó sobre la guerra que mi señor planeaba contra Partía. Yo alegué que no era soldado, que no entendía de estrategias. Ella rechazó mis objeciones.
—¿Que Octaviano le ha negado las tropas que necesita? —dijo—. Y por eso se vuelve ahora hacia su vieja Cleopatra. ¿Por qué voy a ayudar a un hombre que me ha abandonado?
—Gran reina —contesté yo—, vos tenéis una naturaleza demasiado noble y generosa para poner en peligro una gran empresa, porque os sintáis menospreciada y herida. Además...
—¿Además?...
Clavó los dedos en el suave pelaje del gato negro que estaba echado ronroneando sobre los muslos de su ama. Los ojos de Cleopatra centelleaban como los del animal. Yo tenía la impresión de que, sin previo aviso, ella podía saltar sobre mí como el gato.
—No es apropiado para mí el hablaros de alta política, ilustre reina. Pero lo que puedo decir lo digo. Mi señor emprenderá la marcha contra Partía. Lo hará de todas maneras, con vuestra ayuda o sin ella. Si no se la concedéis, y sale victorioso de esta guerra, recordará quiénes fueron sus amigos cuando los necesitó y quiénes no lo fueron. Si hace la guerra y es derrotado, les echará la culpa a los que no quisieron ayudarle, censurará a Octaviano y censurará a Cleopatra. Y debéis reflexionar que sin los hombres y el dinero que os pide, su empresa es peligrosa, la derrota muy probable, y peor que la derrota...
Movió la mano desde el lomo del gato a sus labios. La dejó allí, dedos apretados contra labios de rubí, ojos oscuros e inquisitivos...
—Octaviano —dije yo— no tiene razón para amaros ni a vos ni a vuestro hijo Cesarión. Mi señor se encuentra entre vos y el resentimiento de su colega en el imperio.
Se levantó de un salto, arrojando al gato de su regazo. El animal se quedó apoyado sobre las patas, con el lomo arqueado y moviendo la cola.
—Cuando le pedí Judea, me la negó, a pesar de que era una antigua posesión de Egipto, y se la entregó a Herodes, a quien sabe detesto.
—Los judíos son difíciles —le dije—. Herodes es en parte judío y los comprende. O por lo menos eso le he oído decir a mi señor. Yo creo que piensa que Judea os presentaría más problemas de los que merecéis. Pero hay otros territorios. No sé cuáles, creo que mi noble colega si, estando ausente, me puedo atrever a llamarlo así, tiene una lista de lo que mi señor os ofrecerá.
—Tu noble colega —dijo Cleopatra—; territorios. Escupió, dirigiendo hábilmente su escupitinajo para que cayera dentro de un alto jarrón de ónix.
—¿Por qué camino avanzará hacia Partia?
—Eso no os lo puedo decir, porque no lo sé. Le he oído hablar de la locura de Marco Craso.
—La llave para entrar en Partia se encuentra en Armenia. Su rey, Artabaces, no es persona en quien se pueda confiar.
—Indudablemente se lo contaréis eso a mi señor vos misma, pero yo se lo advertiré conforme a vuestras instrucciones. Me honra la confianza que depositáis en mí.
—¿Confianza? Si se me antojara podría dar órdenes de que os azotaran por todo el paseo marítimo de Alejandría.
Después de decir esto, sonrió. Ese fue el primer momento en que la vi sonreír, pero no podía estar seguro de si sonreía ante el espectáculo (decididamente desagradable para mí) que este pensamiento provocaba o si había pronunciado las palabras con tanta ligereza que se había olvidado de ellas en el mismo momento en que salieron flotando de su boca y ascendieron por el aire caliente de su gabinete perfumado de jacintos. Como si hubiera adivinado este pensamiento mío, que era muy posible que lo hubiera hecho, porque su habilidad para captar lo que aquellos que estaban con ella no expresaban con palabras era una de sus cualidades más desconcertantes, se inclinó ahora sobre una vasija de jacintos color de rosa y apretó su nariz contra las flores.
—Te digo que una guerra contra Partia es una desdichada idea —dijo, y volvió a sonreír, esta vez como si me estuviera invitando a compartir una broma—. Si tú me preguntas cuál es la primera regla de la guerra, te diría que es «no invadas Partía». ¿Hay alguna manera de detenerlo?
—Tal vez vos lo podáis hacer, excelsa reina, pero solamente si...
—¿Si qué...?
Frunció las cejas, y este gesto sustituyó a la sonrisa.
—¿Quién soy yo para dar consejos?
No prestó atención a mis palabras. Recordé que Alexas me había dicho que tenía la costumbre de hacer preguntas que no requerían contestación, u observaciones que no tenían verdadero significado, sino que las enunciaba meramente para darle tiempo a elaborar sus pensamientos dentro de su propia mente.
—Muy bien —añadió—. Le enviaré a tu señor una respuesta formal por mediación de ese cretino de Fonteyo. Debe de saber que es idiota, así que asumo que quiere que mi respuesta personal, no la de Egipto, le llegue a través de ti. No sé por qué tiene tanta confianza en ti. Yo no la tendría, no más de la que tengo en Alexas. Es por supuesto muy dulce y me es muy leal, como supongo tú lo eres a Antonio, pero no le confiaría un secreto. Los maricas tienen la lengua muy larga, esa es mi experiencia. Y les aterra el dolor físico. Yo te estaba observando cuando mencioné esa broma de que te iba a hacer azotar. Pero, si Marco Antonio tiene confianza en ti, tendré que utilizarte. Así que aquí están las dos condiciones que voy a añadir a la aceptación formal de una alianza cuyos términos le llevará Fonteyo. En primer lugar tiene que deshacerse de Octavia, pública, decisiva e irrevocablemente. En segundo lugar tiene que acceder a casarse conmigo. Me parece que eso es todo. Dile que si rehúsa una de estas condiciones, puede andar con el culo a rastras antes de que yo le mande ninguna ayuda.