XXVI

He de confesar que no entiendo mucho de materias bélicas. Es verdad que he tenido que vivir por fuerza una gran parte de mi vida en campamentos y alrededor de ellos, pero nunca he llevado armas. Mi temperamento no es el temperamento de un guerrero. Mi deleite me lo proporciona el arte; y los objetos que se distinguen por su ingeniosidad o su belleza, me parecen más admirables que las hazañas guerreras que causan la muerte. No soy ni siquiera uno de esos homosexuales que desean los abrazos de los toscos soldados. Prefiero los hombres delicados, atractivos, abiertamente afeminados, y si he de decir la verdad estoy más a gusto en compañía de jovencitas de risitas nerviosas que de ruidosos hombres de guerra. Por esta razón, aunque temía a Cleopatra, a mí, a diferencia de tantos en la casa de mi señor, me encantaba la atmósfera de su corte. A pesar de todo esto, me encuentro ahora teniendo que desempeñar el oficio de un cronista de guerra. Es totalmente ridículo.

He enumerado ya los argumentos en pro y en contra de una campaña italiana. Solamente puedo añadir que mi señor se había opuesto a ésta por otra razón, aparte de la de no sentirse inclinado a llevar la guerra a la península: el desembarcar en la costa del Adriático era una empresa llena de peligros, por la sencilla razón de que había pocos puertos naturales. Pero los que estaban a favor de atacar Italia opinaban que esta dificultad podía ser superada. Pero seguía siendo una válida razón estratégica, como hasta ellos mismos se vieron forzados a reconocer.

En cualquier caso, era demasiado tarde para pensar en eso. Habían dejado escapar la oportunidad. Estábamos obligados a mantenernos en Grecia y esperar el ataque de Octaviano.

A principios de la primavera mi señor trasladó sus cuarteles de invierno al golfo de Corinto y se estableció en Accio, en la costa sur del golfo de Ambracia. Hasta Enobarbo, que lamentaba el rumbo que iba tomando la guerra, reconocía que éste era un fondeadero magnífico y admirablemente escogido. Como era esencial mantener abiertas las líneas de aprovisionamiento con Egipto, barcos y hombres estaban estacionados desde Corcira, en el norte, hasta Metona, el punto más meridional del Peloponeso que controlaban las rutas marítimas a Egipto. Para mayor seguridad se establecieron guarniciones también en Creta. Mientras tanto la mayor parte del ejército de tierra, unas diecinueve legiones, quince mil tropas auxiliares de Asia y dos mil jinetes, muchos de ellos veteranos de las guerras de Partia y Armenia, tenían su campamento en la costa meridional del istmo que se abre al golfo. Mi señor les aseguró a todos que nuestra posición era inexpugnable, y «como todos sabemos, el joven Octaviano no es lo que se dice un general». Esto era verdad, pero sin embargo y como era cierto y Enobarbo se lo recordó, los conocimientos de la estrategia y de la táctica que poseía Marco Agripa no eran desdeñables. Enobarbo estaba también preocupado por la deficiente calidad de algunas de nuestras legiones. Llamó repetidas veces la atención a las consecuencias que temía de la incapacidad que había tenido Marco Antonio durante varios años para reclutar hombres en Italia.

Mi señor se rió al oír esto.

—No seas tan pusilánime —dijo—. Las tierras altas de Iliria y Asia producen corazones duros y cuerpos robustos. En cualquier caso, muchas de nuestras tropas son hijos de los soldados de César establecidos en las colonias fronterizas. Lucharán valerosamente, creedme.

—Supongo que son lo suficientemente buenos para morir —masculló Enobarbo, poco convencido.

Los consejos de Cleopatra eran poco razonables y contradictorios. Unas veces instaba a mi señor a que atacara a Octaviano con todas sus fuerzas, otras le rogaba que permaneciera a la defensiva. Pero que, sobre todo, protegiera a Egipto.

—Mientras Egipto permanezca inexpugnable —dijo—, terminaremos ganando. Las riquezas de mi reino están a tu disposición para proporcionar el dinero necesario para la guerra.

Alexas me dijo en privado que era una mujer muy veleidosa.

—Es valiente como un león —dijo—, pero está aterrada. La verdad es que por mucho que hable de su gran antepasado, el general de Alejandro, se da cuenta de su propia ignorancia en materias bélicas y, como todas las mujeres, espera la derrota. Es más, el desprecio que expresa públicamente por Octaviano oculta un secreto temor. Ha llegado al convencimiento de que es sin ningún género de dudas el heredero de César y aunque sedujo a César, como tú sabes, tenía siempre miedo de su carácter, cruel e impredecible.

—¿Crees que ama a mi señor?

—Cleopatra ama sólo a Cleopatra —contestó.

Los humores de mi señor eran también cambiantes y su facultad para razonar estaba a merced de cualquier viento que la zarandeara. Había días en que parecía el mismo de siempre, el verdadero Marco Antonio cuando se movía de un lado a otro del campamento con una palabra de estímulo o encomio para los soldados o una broma ligera o procaz. En mañanas así caminaba con la magnífica confianza en sí mismo del dios que según el pueblo encarnaba. El sol hacía brillar sus dorados cabellos y él llevaba su armadura, gastada en tantas batallas, con su acostumbrado aire de arrogancia. Por dondequiera que pasara, los soldados le aplaudían y se sentían animados por su impresionante presencia. A veces le acompañaba su hijo mayor, Antilo, que tenía a la sazón trece años y era un muchacho de asombrosa belleza y encantadores modales, muy parecido a su padre físicamente cuando era joven, y muy diferente en carácter, me complace decirlo, a su madre Fulvia. A las tropas les encantaba verlo y su presencia en el campamento les inspiraba confianza. Decían que Marco Antonio jamás permitiría que el muchacho se quedara con él si no estuviera seguro de la victoria. Cuando mi señor les presentó al muchacho a los soldados dejó bien claro el hecho de que éste era su legítimo heredero. Hasta Cleopatra, celosa de todo lo que relacionaba a Marco Antonio con Roma y, por consiguiente, esto parecía excluirla a ella, no podía por menos de confesar los méritos del joven y deleitarse en su compañía; esto a pesar de que sus francos y abiertos modales ponían de relieve las deficiencias de su propio hijo Cesarión que, tal vez debido a su disputada paternidad, que atormentaba su mente, era solapado y embustero, tímido en presencia de los soldados y fácilmente abatido por su temor al futuro. Yo sabía todo esto por Alexas, que conocía bien al muchacho, por el que sentía honda pena, aunque no dejaba de añadir que era «un jovencito de mala leche, mezquino y taciturno».

Nuestra situación no mejoró. Para que esto ocurriera habría sido necesario que el enemigo cometiera un grave error, o le acaeciera algún desastre a la flota de Octaviano. Tal y como estaban las cosas, era imposible que mejorara porque mi señor, indeciso cuando no inmóvil, ajeno a su propio carácter, no era capaz de dar un paso positivo. Esto me alarmaba. No le había conocido nunca incapaz de tomar una decisión, como tampoco lo habían conocido ninguno de sus generales.

En plena primavera se nos volvieron las tornas definitivamente en contra nuestra. Agripa se apoderó de Methone, o Metona, en el extremo sur del Peloponeso, un puerto que controlaba, de banda a banda, la línea de suministro con Egipto. En esta circunstancia Octaviano hizo un esfuerzo sobrehumano para transportar su ejército desde el Adriático y desembarcarlo en Epiro. Marchó hacia el sur con una inusitada celeridad, tal vez esperando coger a mi señor desprevenido. Ciertamente no estábamos adecuadamente preparados, pero al recibir la noticia de la fuerza de nuestro ejército, consciente de que Marco Antonio iba al frente de él, el breve chisporroteo de valor expiró y rehusó la batalla que hacía poco había parecido provocar. En su lugar estableció un campamento en un terreno alto al norte del golfo de Ambracia, que domina la ruta que lleva al norte de Grecia.

A la postre, ocurrió algo peor. Agripa, que poseía la inteligencia estratégica capaz de controlar la campaña, porque tenía, como mi propio señor reconocía, tan aguda perspicacia de los asuntos bélicos como embotada era la de Octaviano, se apoderó de la isla de Leucadia y después de Corcira, Patras y Corinto, de manera que consiguió cortar nuestras comunicaciones con Egipto.

Enobarbo se encolerizó con mi señor. Dijo que estábamos atrapados como resultado del letargo del general y de su sumisión a esa mujer. Desgraciadamente había mucho de verdad en lo que decía. Falló un intento de incitar a Octaviano. También fallaron dos incursiones con las que se intentaba cortar su suministro de agua. Nos encontramos sitiados en un lugar inhóspito y el verano trajo una serie de enfermedades. El agua contaminada que nos veíamos forzados a beber hizo que muchos soldados sufrieran disentería. Otros enfermaron de malaria. Todos los días había entierros. Cleopatra no se atrevió a aparecer ante las tropas romanas, que la culpaban de su lamentable situación.

Aun así mi señor seguía caminando desafiante entre sus soldados y a pesar de sus ansiedades íntimas mostraba un aspecto alegre. Esto alentaba a muchos a soportar sus sufrimientos sin quejarse. Pero yo sabía que en su fuero interno estaba afligido. Comprobé cómo se le crispaba el rostro al ver a Cleopatra a la que, al fin, consideraba como la causa principal de la situación en que él y su ejército se encontraban. Enobarbo, que desde hacía tiempo rehusaba hablar con la reina e incluso referirse a ella con el tratamiento de reina, le suplicaba ahora a Marco Antonio que la abandonara a sus enemigos y que firmara él la mejor paz que fuera posible.

—Porque no hay la menor duda de que las legiones de Octaviano se negarán a enfrentarse contigo en batalla. Saben las victorias que has ganado. Muchos de ellos han estado a tu servicio. Te admiran y desconfían de su propio general. Así que, puesto que él ha declarado esta guerra contra esa mujer, la única manera de escapar al caos en que ella nos ha metido es entregársela a Octaviano y negociar después. De esta manera podrás, no me cabe la menor duda, salvaguardar tu propia situación y rescatar a nuestro ejército de esta celada que, de no hacer lo que te sugiero, acabará indudablemente en desastre.

—Si yo no reconociera tu valor, que es el que hace que me hables como me estás hablando —replicó mi señor—, y si no comprendiera que es solamente tu amistad lo que te permite hablarme tan bruscamente y con tan poca consideración a mis sentimientos, me enojaría. Dices que esta guerra es contra la reina. Estás equivocado, amigo mío. Cleopatra es un mero pretexto. Yo soy la causa. Me resulta muy amargo tener que aceptar que el joven Octaviano, por quien he albergado sentimientos cálidos y hasta tiernos, haya decidido tan traidoramente terminar conmigo, pero no puedo ya evadir esa penosa realidad. Si sigo tu consejo y le entrego la reina, perderé mi honor pero no salvaré ni mi vida ni la de nuestro ejército. Octaviano, que me considera todavía con temeroso respeto, sacará la conclusión de que Marco Antonio no es ya Marco Antonio y me despreciará. No, Enobarbo, me he atado a la estaca y como un oso libraré mi batalla hasta el final. Pero no me entregaré a la desesperación. He tenido bastantes pruebas de las cambiantes fortunas de la guerra para saber que la batalla no está perdida hasta que los cadáveres de los muertos cubren el campo. Marco Antonio es todavía Marco Antonio y mi voluntad permanece indomable.

Enobarbo suspiró y se dio la vuelta. Desde aquel momento la esperanza se marchitó en su corazón. Cuando Marco Antonio le llamó y le dijo que no se desesperara, sino que abrieran otra botella y hablaran de los viejos tiempos —porque en nuestras presentes desdichas éste es el único placer que nos queda—, suspiró y, suspirando, asintió. Pero yo observé que durante el tiempo que estuvieron bebiendo, que duró hasta bien entrada la noche, Marco Antonio tenía un aspecto cada vez más triste, su rostro se iba ensombreciendo y por último cayó en un melancólico silencio.

Poco después recibimos otras malas noticias. Tal vez porque pensara que había rechazado con gesto demasiado desabrido las súplicas que le hizo Enobarbo en favor de la paz, la cosa es que Marco Antonio le mandó dos mensajeros a Octaviano, Junio Silano y Delio, a preguntarle si una reunión de los dos generales podría proporcionar el fundamento para la negociación de un acuerdo. Esa era la esencia de su misión. Digo esto sin ambages porque hubo rumores a partir de entonces de que la intención de mi señor era seguir al pie de la letra la manera de pensar de Enobarbo. Aunque habría sido prudente hacerlo porque las razones eran buenas, si bien vergonzosas, éste no era el caso. Era más bien que la evidencia del triste estado de la moral de tantos de sus amigos —porque no podía dudar que Enobarbo hablaba en nombre de muchos de sus amigos y no sólo en el suyo propio— le incitaron a esperar que se pudiera aún encontrar una manera de evitar la guerra abierta. Eso era todo. Puedo decir esto con plena garantía, ya que fui yo quien redactó las instrucciones que Silano y Delio llevaron consigo.

Todo fue en vano. Tan pronto como llegaron al campamento de Octaviano, desertaron. Uno de su cortejo personal que se atrevió a reclamar el derecho a volver con Marco Antonio trajo el informe de que la última vez que vieron a Delio fue devorando un plato de cerdo y judías y diciéndole a Octaviano que no había comida así en el sitio de donde venía. E indudablemente era de temer que este informe tuviera un efecto más deplorable en la moral de nuestras tropas que la aparente generosidad de Octaviano, una manera totalmente desacostumbrada en un ser tan mezquino y cruel, al permitir que este enviado, cuyo nombre desgraciadamente he olvidado, volviera al campamento.

Dos días más tarde mi señor trató de romper el bloqueo en que se había convertido ahora nuestra situación. Ordenó a uno de los aliados, Amintas, rey de Galacia, un hombre que debía no sólo su posición sino también su vida a la clemencia de mi señor, que irrumpiera por la fuerza en las filas de Octaviano al frente de dos mil soldados de caballería. Esto era urgente porque mi señor no podía dudar que el traidor Delio había revelado todo lo que sabía de nuestros planes y proyectos y, lo que es peor aún, habría expuesto lo vulnerable de nuestra posición. Pero Amintas, a su vez, engañó a mi señor y condujo a sus hombres directamente al campamento de Octaviano, después de haber negociado su rendición con los puestos de las avanzadillas. Indudablemente esperaba conservar de esta manera tan innoble su corona. Octaviano lo asumió, pues no era él hombre a quien le escandalizara la traición.

Son éstos los avatares de la política a los que los partidos se ven abocados al fragmentarse por disensiones y deserciones. No se puede mantener la unidad de propósito cuando hay incertidumbre, rivalidad, poca voluntad o desafección. Entonces se ve cómo los descontentos y débiles de espíritu se escabullen. Hasta los mejores pierden sus convicciones, mientras que la pasión y la fortaleza que moran en los corazones de los peores se dirigen contra sus compañeros con más fiereza que contra el enemigo nominal. Y si esto es cierto de una facción poli dea, cuánto más cierto lo será de un ejército. Aunque yo no soy soldado, he visto, leído y oído lo suficiente de la guerra para saber que la victoria o la derrota están primordialmente determinadas por la moral. Es difícil pedirle a un hombre, e incluso a un soldado de infantería, de corazón duro, que muera por una causa; es doblemente difícil cuando sabe que la causa está perdida, que él ha perdido la fe en sus jefes o ve surgir la traición por un lado y por otro.

Yo estaba jugando al micatio con el joven Antilo. Aún no había amanecido. Me despertó diciéndome que había tenido pesadillas.

—Había sangre por todas partes —me contó—, un río de sangre que avanzaba hacia mí. Alguien pasó delante de mí transportando un gallo sin cabeza y yo sentí que me empujaban hacia abajo de manera que sentía que mi cabeza estaba debajo de la corriente de sangre y la cabeza del gallo, que me habían metido en la boca, me ahogaba. Entonces me desperté. Mira, estoy todavía empapado en sudor. ¿Qué significa todo esto, Cridas?

Yo no se lo podía decir. La evidente implicación de su sueño era algo que convenía ocultar cuando estaba despierto. Así que me levanté de mi triclinio, le puse el brazo alrededor de los hombros, simplemente para calmar su temblor, y busqué una manera de distraerlo. El juego del micatio es por supuesto muy simple, pero proporciona una agradable distracción, y distracción es lo que necesitaba el muchacho. Así que abrimos los dedos y dijimos en voz alta el total de lo que el tablero mostraba y en un corto espacio de tiempo volvió el color rosado a sus sedosas mejillas. En poco tiempo me había ganado yo una buena cantidad de dinero. No es que eso tuviera importancia. Las monedas que estábamos utilizando para pagar a las tropas, con mi señor ataviado con las vestiduras de cónsul y Cleopatra representada como una diosa, estaban totalmente degradadas, adulteradas con metales viles.

—¿Por qué está Octaviano resuelto a destruir a mi padre? —preguntó Antilo.

—Porque se siente inferior a él —contesté yo—. Mi señor, tu padre, le tiene comida la moral.

—Eso no me parece una razón lógica.

—Tal vez no lo sea. Si vives lo suficiente, llegarás a conocer la mezquindad de los hombres.

—¿Es mi padre mezquino?

—No —dije yo, y no añadí: es solamente débil y tonto en su chochez.

Unos golpes en la puerta interrumpieron nuestra charla. De nuevo una expresión de ansiedad cruzó por el rostro del muchacho. Se alisó la túnica sobre sus muslos temblorosos y se levantó para dejar entrar a quien estuviera llamando. Era un centurión a quien yo reconocí, un veterano de la campaña de Partia en la cual fue condecorado por su valor. Me miró con cierto desprecio y preguntó por el general.

—Está todavía dormido —dije—. No ha amanecido aún. ¿Debo darle algún recado?

—No —contestó—. Lo mejor es que lo despiertes. Es urgente.

Así fue como supimos que Enobarbo había seguido a Silano y a Delio y desertado de nuestro bando.

Al parecer había salido a escondidas, en un barco pequeño, al amparo de la oscuridad de una noche sin luna, llevándose con él a sólo dos tipos de su séquito personal.

Mi señor se frotó los ojos para espabilarse, besó bruscamente los brillantes rizos de la cabellera de Antilo, soltó un erupto y dijo:

—Malas noticias. No había necesidad de despertarme. Podían haber esperado.

El centurión le preguntó si quería que se organizara una persecución.

—No puede haber llegado muy lejos —dijo—, es un barco muy pequeño.

—¿Una persecución? De ninguna manera. —Miró el mar más allá del campamento, de color gris todavía, con franjas rosadas—. Tal vez tenga una amante en el campamento de Octaviano y ha salido a toda prisa para reunirse con ella. Cridas, dale dinero a este centurión. Anulo, muchacho, siento que me hayas visto tal y como soy, desprovisto de mis ropajes de autoridad... Sudor de la estatua, pensé.

—No hace mucho tiempo —dijo, hablando un poco al muchacho y más bien a sí mismo— que los reyes se apresuraban a hacer lo que yo les pedía, prestos como muchachos a cazar una rata. ¿Y ahora? Bueno, pobre Enobarbo. No es ésta su primera deserción. Pero yo sigo siendo Marco Antonio. Cridas, dispón que mi consejo se reúna al mediodía.

—¿Queréis que se le comunique a la reina también?

—No necesita que se le comunique.

Supongo que los historiadores llamarán fatídico al consejo de este día. Para mí, que actué como secretario, fue lamentable, cruel y caótico; fue imposible —como descubrí después— preparar un plan coherente. La gente hablaba al mismo tiempo, se interrumpían unos a otros, sin guardar orden ni miramiento alguno. Mi señor estaba echado al final de la mesa, dándole la espalda al campamento y al mar, con la botella de vino a su derecha. Tenía ya el rostro abotargado y la voz ronca. En la cara de la reina leí una horrenda satisfacción: Marco Antonio era ahora verdadera y totalmente suyo. No quedaba manera alguna de evadirla. Sin embargo, y al mismo tiempo, una expresión oscura le subía al rostro y se mordió el labio en un gesto de ansiedad. Al tomar así posesión de mi señor, temía haber firmado también su propia sentencia de muerte. Pero a lo que no estaba dispuesta era a aflojar la soga con que lo tenía sujeto.

Al fin Canidio dio un golpe en la mesa y se hizo el silencio. Dijo:

—No podemos esperar más. Nos debilitamos día a día. Y cada uno nos trae una nueva deserción. Cada día la red nos aprieta más. Cada día se hace más cierta la derrota. Por todo esto, actuaremos de inmediato. Tenemos solamente dos opciones, si no queremos morir en este fétido agujero. O rompemos el bloqueo con la flota, una aventura muy difícil puesto que no tenemos suficiente personal para nuestros barcos y Agripa ha demostrado ser un hábil almirante. Pero si lo conseguimos podemos retirarnos al santuario de Egipto. No obstante os aviso que Octaviano nos seguirá pisándonos los talones y haciéndonos sufrir su ventaja. El alivio será corto y pobre la posibilidad de victoria. La otra alternativa es la siguiente: retirarnos a Tracia o a Macedonia. Allí tenemos aliados. Dicomes, rey de Geta, nos ha prometido refuerzos. Octaviano se verá obligado a seguirnos y, al hacerlo, encontrará difícil mantener contacto con la flota de la que depende para su avituallamiento; en poco tiempo lo acorralamos en el territorio que elijamos. No hay por qué avergonzarse de dejarle el mar a Octaviano, cuyos barcos, al mando de Agripa, han demostrado su valor en aguas de Sicilia, pero sí sería una vergüenza renunciar a la ventaja que un general tan insigne como vos, en el mando de tropas veteranas, pueda esperar sacarle al enemigo. Sería una locura confiar las legiones a las caprichosas olas. Así que yo soy partidario de la guerra en tierra.

Canidio habría triunfado si mi señor se hubiera encontrado sobrio y en pleno uso de sus facultades mentales y de su capacidad de decisión. Pero si de verdad escuchaba no parecía comprender lo que se estaba diciendo. De vez en cuando salía de su garganta un hondo gruñido y en dos ocasiones masculló el nombre de Enobarbo. En estas ocasiones, después de mencionarlo, se servía vino y le temblaba la mano cuando volvía a poner la copa en la mesa.

Viendo cómo estaba la situación, le pasé una nota a Escribonio Curio, que yo sabía le seguía teniendo gran estima a mi señor y que lo estaba observando con una expresión de profunda compasión. Le sugería en mi nota que solicitara una suspensión del debate hasta el día siguiente, con cualquier disculpa que a él se le ocurriera y le pareciera oportuna. Pero antes de que tuviera tiempo de decir nada, la propia Cleopatra empezó a hablar.

—Sí —dijo—, sigue este consejo, este consejo romano. Los romanos te abandonan a diario, mientras que Egipto permanece leal. Pero sigue este consejo romano, abandona Egipto y entrégame a merced del César, porque noto en tus ojos romanos que yo soy la única causa de tu infortunio. Vete a Macedonia y abandona Egipto... ¿a qué? ¿Al jovencito Octaviano con sus ojos de víbora? Yo lo he arriesgado todo por ti, lo he compartido todo contigo, he depositado mi confianza en ti. Pero tú debes hacer ahora lo que consideres oportuno.

Al decir esto se cubrió el rostro con la amplia manga de su túnica, y con un sollozo de angustia, salió precipitadamente de la cámara, dejando a todos los generales y al personal que había asistido a la reunión en un silencio embarazoso. Mi señor bebió de un trago una copa de vino y cerró los ojos.

Aquella noche, o tal vez la siguiente, me llamó a su presencia para dictarme unas cartas. Lo encontré echado en un triclinio mientras un nubio le daba masaje. Los negros dedos frotaban con aceite su piel y al apretar y frotar el cuerpo hinchado de mi señor, se veían en él las cicatrices de viejas heridas. Esperé hasta el final en que le hizo un gesto al nubio y se levantó, muy obeso, pero aun así con su magnífica apariencia. Le hizo un gesto a un esclavo para que le echara por encima una bata y despidió a los esclavos, escanció vino en dos copas y me ofreció una a mí.

—No hay cartas que escribir ni asuntos que discutir —dijo.

—¿Cómo es eso, mi señor?

—No hay nada que me interese hacer. ¿Por qué estás aquí todavía, Cridas?

—¿En qué otro sitio debo estar, señor?

—En aquel a donde han escapado los demás. Aquí tienes dinero. Cógelo y haz las paces con Octaviano.

—No le interesan personas como yo; ni yo tengo interés en él. Cometéis un error conmigo, señor. Soy Critias, criado en vuestra casa, consagrado a vuestro servicio. No soy un noble romano.

—¿Lo crees así? Entonces el honor tiene peculiares alianzas.

Se bebió el vino de un trago, y volvió a llenarse la

copa.

—Hay pocos —dijo— con quienes pueda hablar con franqueza. Tal vez Curio y unos pocos más. Si muero en la batalla que hay que librar, ocúpate de Antilo. Llévaselo, si puedes, a Octavia. Ella se ocupará de él. Si eso es imposible, busca algún refugio distante para él. Tal vez en algún lugar de Grecia. Tú no eres hombre a quien le gusten las cuevas de las montañas, creo yo, pero a cualquier sitio que consideres adecuado, llévalo.

—Haré lo que pueda, señor; pero os he oído decir a menudo que una batalla no está perdida hasta que el campo está abandonado y que cosas extrañas pueden suceder en la guerra.

—Y cosas extrañas han sucedido —dijo, y el cansancio que se notaba en su voz era como el de un hombre que ha recorrido muchas millas en lugares desiertos—. Hace seis meses estuve al frente de un ejército tan poderoso como jamás había conducido otro igual. Hoy atravieso el campamento y los hombres apartan la mirada al verme pasar y algunos me dan la espalda. Esta misma tarde un soldado se dirigió descaradamente a mí, y me dijo: «No luchéis en el mar, no pongáis vuestra confianza en tablones podridos. Dejad eso a los egipcios y a los fenicios, dejadlos que pierdan el tiempo y derrochen sus recursos, si es eso lo que quieren hacer. Pero esta espada mía os ha prestado grandes servicios en treinta batallas, estos pies han caminado con vuestros soldados desde las arenas de Media por las gélidas montañas de Armenia. Estas heridas —me dijo, mostrándolas—, las he recibido a vuestro servicio. Luchemos por tierra, pisada a pisada y les mostraremos la clase de hombres que somos».

—Esas han sido unas palabras bravas y nobles —le dije—, unas palabras alentadoras.

—¿Alentadoras? Sí, si sus compañeros lo hubieran aplaudido. Pero ninguno dijo: «Bien dicho, Publio». En su lugar, volvieron la cabeza o la bajaron y no se atrevieron a mirarme a los ojos. Canidio tiene razón. Debemos retirarnos a Macedonia y encontrarnos allí con César.

Nunca le había oído referirse a Octaviano por el nombre que había usurpado. A mí no me gustaba oírselo usar y menos entonces.

—Pero no podemos hacerlo. El ejército no quiere ponerse en marcha. Después del día de hoy, sé que no luchará ni se mantendrá en su terreno, ni nada parecido, sino que huirán, desertarán, se desintegrarán. No es ya un ejército, sino meramente una colección de soldados. Así que no hay otra opción. Hay que hacerlo como lo desea la reina. Los soldados dirán que estoy dominado por ella, ¿no lo crees así, Cridas?

—Me temo que sí, señor.

—Y no es así. Es la necesidad la que me obliga y me arrastra. Hace seis meses... ¿te emborrachas alguna vez, Cridas? Yo nunca te he visto borracho, prudente Cridas. Pues bien, yo no tengo otra opción. Disfruto del dulce olvido que me trae el vino. Tú ocúpate de Antilo, como te he pedido. Qué extraño es el darme cuenta de que tú eres el único en quien puedo confiar...

Un desesperado halago, no exento de desprecio, y no obstante yo lo guardo como un tesoro todavía ahora. Entonces dijo:

—Otra cosa. Busca a Curio, creo que todavía puedo confiar en él, y dile que se ocupe de que las pertenencias y tesoros de Enobarbo se le manden al campamento de Octaviano. Si cruzó en una pequeña barca, ha debido dejarse mucho de incalculable valor para él.