XII
Cuando me encontré con Octaviano en Brindisi naturalmente todo lo esencial lo habían acordado ya nuestros enviados, Asinio Polión y ese perfumado petimetre que respondía al nombre de Mecenas. Así que cuando Octaviano y yo nos reunimos yo sabía que todo marchaba sobre ruedas. Eso fue indudablemente un alivio.
Nos abrazamos. Él olía a sudor joven y a aceite de almendras.
—¿Te has dado cuenta de una cosa? Cuando estamos juntos, estamos siempre de acuerdo —le dije—. Nuestras desavenencias surgen siempre cuando estamos lejos el uno del otro y no son nunca ni por culpa tuya ni por la mía. La gente nos provoca diciendo al uno mentiras del otro.
—Yo siempre lo he creído así.
—Tal vez debamos vivir juntos y todo será melocotones y vino dulce.
—Bueno —contestó él—, las circunstancias lo impiden, pero voy a sugerir algo que tal vez tú consideres una aproximación a esa armonía. Ese algo es que te cases con mi hermana Octavia. Como sabes, su marido Marcelo ha muerto recientemente.
—¿Casarme con tu hermana? Bueno, eso sería volver al punto de partida.
Me agradó notar que todavía podía ruborizarse.
—Quiero poner en claro sólo una cosa —dijo Octaviano—. Evidentemente éste es un matrimonio de conveniencia, que intenta fortalecer nuestra alianza política, pero quiero advertirte que siento un gran amor por mi hermana.
—Pensaría muy mal de ti si no la amaras. Me dicen que es tan virtuosa como bella. Exactamente como tú.
Se rió entre dientes al decir esto y vio al muchacho que había conocido antes de la muerte de César salir de detrás de la máscara que acostumbraba a llevar.
—Entonces, ¿a qué te refieres con eso de fortalecer nuestra política?
—A Cleopatra.
—¿A la reina? ¿Qué tiene que ver ella con esto?
—Corre el rumor de que sois amantes.
—¡Ah! Rumores... —dije yo—, los famosos rumores. Bien, he de confesar que hemos tenido algún que otro escarceo. Apuesto cualquier cosa a que tú tampoco te resistirías si ella se mostrara deseosa de acostarse contigo. Es demasiado tentadora esa reina, pero será un placer para mí tener una buena esposa romana para protegerme de ella.
—Esa es la única condición que ha puesto mi hermana: que no vuelvas a ver a la reina de Egipto a solas.
—Aceptada —contesté.
Y quería decir lo que decía, Critias. La verdad es que estaba entusiasmado por el ofrecimiento que Octaviano me hacía de su hermana. Hubo momentos cuando..., ¡dejémoslo, al diablo con todo esto! Lo que te quiero decir es que me hizo volver a sentirme romano. Y así se lo dije a Octaviano.
—Sabes —dije— que hay momentos en Oriente en que un hombre cualquiera siente la tentación de comportarse como los nativos. El propio César sucumbió. Pero tú comprende que nuestra relación es primordialmente política. Necesito a Egipto. Roma necesita a Egipto.
—Roma necesita a Egipto —repitió—. Pero ¿necesita Roma a Cleopatra? ¿La necesita Egipto?
—Tienes razón —le repliqué—. Yo también me he hecho esa pregunta.
Así que abrimos una botella, aunque Octaviano, mascullando algo acerca de su estómago, se limitó a beber un solo vaso.
Si la memoria no me falla, fue entonces cuando nos acordamos de Lépido.
Habíamos hablado de Pompeyo, que gobernaba todavía en Sicilia. Pero acordamos otra vez que Pompeyo podía esperar.
—No es un mal tipo —dije yo—, y sería una buena idea tener buenas relaciones con él.
—Sería al menos una buena idea el dar esa impresión —contestó.
Hicimos juntos el viaje a Roma, en un otoño dorado. Conforme nos íbamos dirigiendo hacia el norte, cruzando terrenos prósperos y viñedos cargados de uvas de color púrpura el humor de la gente nos informaba de la gran preocupación e intenso temor de las últimas semanas. Me enteré de muchas profecías que anunciaban desastres, rumores que circularon durante aquel verano. Se preguntaban unos a otros si no iba a terminar nunca la rivalidad entre los ciudadanos. Ningún enemigo de fuera, ninguna otra ciudad italiana, había sido capaz de destruir Roma; sólo la guerra civil había traído duelo y horror a la sociedad y al pueblo llano. Yo sentí, como no lo había sentido nunca, el terrible peso de la responsabilidad por la prosperidad y bienestar de Roma que descansaba sobre nuestros hombros. Decidí que ninguno de mis actos, ni ninguna de mis palabras pusiera en peligro la concordia que habíamos vuelto a establecer.
Confieso esto ahora, solemnemente.
Escríbelo tú con claridad, Critias.
En el tristemente célebre campo de Farsalia, cuando César contemplaba los cadáveres de los pompeyanos, con el rostro inmóvil y gris por el estremecimiento de la muerte, pronunció estas palabras: «La querían, la buscaron».
La muerte nos observaba bajo esa brillante luz del día, al acecho. Pero puedo afirmar con rotundidad que yo no provoqué esa guerra.
Dejadme que yo diga ahora algo también. Si mi elección hubiera sido distinta en Brindisi, estaba en mí poder destruir a Octaviano. Hasta su íntimo amigo y confidente Salvidieno Rufo, procónsul de la Galia, había insinuado que estaba dispuesto a abandonarlo y unirse a mí. Lamento haberle comunicado a mi colega en un momento de negligencia la deslealtad de su amigo; meses después de salir yo de Italia, acusó a Salvidieno de traición y lo hizo ejecutar. Era un hombre de talento del que Roma no debía haber prescindido.
Mi matrimonio con Octavia se celebró en Roma con gran desesperación de su madre. El parecido con su hermano era tan sorprendente como inquietante. Se aproximó a mí con vacilación y una modesta renuencia. Pero yo no tardé mucho tiempo en superar esa situación y ella confesó después que nunca había experimentado verdadero placer en sus relaciones conyugales con Marcelo. En lo que a mí respecta, su apasionada reacción superó mis expectativas. Como les ocurre a muchas mujeres castas y virtuosas, una vez despertados sus instintos, Octavia se entregó al acto conyugal con más ardor que cualquier profesional.
Sentía un gran afecto por su hermano y yo lo respetaba. No había nada que deseara más que nuestra ininterrumpida amistad y yo pude demostrarle que ése era también mi deseo. No obstante me confesó que le causaba perplejidad su carácter.
—Le resulta difícil obrar con espontaneidad —dijo.
Octavia tenía el cutis suave como las perlas y las piernas y brazos, firmes como el alabastro, hasta que se entregaban a la pasión.
Roma explotó en una jubilosa manifestación de alegría y alivio. Celebramos juntos un triunfo y, si no había victoria en el campo bélico que lo justificara, lo que habíamos logrado era una victoria mayor; la razón superaba a la pasión y la recompensa era la paz. Se erigieron estatuas a la Concordia y se hizo una nueva emisión de moneda con la vara de Hermes, mensajero de los dioses, y dos manos unidas simbolizando nuestra amistad, mientras que el reverso mostraba dos cornucopias reposando sobre un globo. A mí se me ofreció el cargo de sacerdote del divino Julio y Octaviano dio su autorización para que se le diera el título de «hijo de un dios». En privado menospreciaba esta prerrogativa, pero yo le replicaba recordándole mi propia descendencia de Heracles.
Dimos banquetes para la nobleza y fiestas en las calles para el pueblo, y un joven poeta (del cual nunca había oído hablar), llamado Virgilio, al parecer un protegido de Mecenas, cuyo gusto en literatura era con mucho superior a su gusto en el vestir, nos recitó un poema, que celebraba el nacimiento de una Edad de Oro, a punto de comenzar, y posiblemente inaugurada por un niño que pronto iba a nacer. Era evidente que esto era una referencia a las esperanzas centradas en torno a mi matrimonio con Octavia, un agradable elogio. Creo recordar que recompensé apropiadamente al joven poeta con el obsequio de una cadena de oro.
Otros decían que el cometa que había aparecido después del asesinato de César era la señal y el mensajero de esta nueva edad, y de hecho filósofos pitagóricos y numerosos astrólogos estaban convencidos de que una época del mundo había pasado y otra, más gloriosa, estaba a punto de empezar.
En mi calidad de soldado no había tenido nunca mucho tiempo, como hubiera sido de desear, para tales especulaciones. Ahora me parecen más bien sombrías.