Al siguiente día, Bineses, que, como ya hemos dicho, era uno de los jefes principales del ejército persa, se presentó, como obediente servidor del rey, a reclamar la inmediata ejecución del tratado. Con autorización de Joviano entró en la ciudad y enarboló en la fortaleza el estandarte de su nación, señal funesta de la expulsión de los ciudadanos. Intimados aquellos desgraciados para que buscasen otra patria, protestaban con las manos juntas de aquella orden fatal; comprometiéndose, decían, sin que el Estado les suministrase tropas ni víveres, a defender por sí mismos la plaza, como lo habían hecho muchas veces con éxito: porque peleando por el suelo natal, tendrían de su parte la justicia. En estos ruegos, se unían al pueblo las clases elevadas; pero sus palabras se perdían en el viento. El Emperador, a quien en realidad preocupaba otro temor, alegaba el de ser perjuro; por lo que Salino, varón distinguido entre todos los magistrados municipales por su nacimiento y fortuna, observó que Constancio, en medio de una guerra terrible y en muchas ocasiones desgraciada contra los Persas, obligado a huir y refugiarse con corto número de los suyos tras de las inseguras fortificaciones de Hibita, y al fin a vivir del pan que le daba una campesina vieja, murió sin haber cedido ni una pulgada del territorio del Imperio, mientras que Joviano, por preludio de su reinado, abandonaba la llave de sus provincias, una ciudad que desde tiempo inmemorial había sido la salvaguardia del Oriente. Joviano, obstinándose en la religión del juramento, no se conmovió. Pero en el instante en que, cediendo a las instancias que le habían hecho, aceptaba el acostumbrado homenaje de una corona, después de haberla rehusado mucho tiempo, un abogado llamado Silvano, pronunció estas palabras: «¡Ojalá te coronen lo mismo ¡oh Príncipe! las demás ciudades que te quedan!» Estas palabras le molestaron mucho y dio orden, en medio de las maldiciones lanzadas contra su reinado, para que evacuasen la ciudad en tres días.

La fuerza armada apoyó esta orden, amenazando con la muerte a los que se retrasasen. Entonces resonaron lamentos en toda la ciudad: aquí una matrona de elevado rango lanzada de sus penates, se arrancaba los cabellos al abandonar la casa en que nació y se educó; allí una madre, una viuda se despedía para siempre de las cenizas de su esposo y de sus hijos. Veíase multitud de desgraciados besando o inundando de lágrimas las puertas o los umbrales de sus casas: todos los caminos estaban llenos; cada ciudadano cogía apresuradamente lo que creía poder llevar y abandonaba el resto, precioso o no, por falta de medios de transporte.

A ti ¡oh fortuna del pueblo romano! hay que acusar. Cuando una tempestad quebranta el Imperio, tú le arrebatas una dirección hábil y firme, para confiar las riendas a manos débiles e inexpertas en el ejercicio del poder. Ni alabanza ni censura merece el príncipe sometido a tal prueba y al que nada de su vida anterior llamaba a sostenerla. Pero lo que no perdonará jamás ningún hombre honrado a quien no experimentaba más que una inquietud, la de ver surgir un rival; una preocupación, la de que algún ambicioso removiese la Italia o las Galias; un deseo, en fin, el de su regreso, es la hipocresía de respeto a la fe jurada con que quiso cubrir la deshonrosa entrega de Nisiba, de aquella ciudad que desde el tiempo de Mitrídates, servía al Oriente de barrera contra la invasión de los Persas. Creo que, desde el origen de Roma, no se encontrará en nuestros anales el ejemplo de una cesión cualquiera de territorio, hecha al enemigo por un Emperador o un cónsul. Entonces, recobrar una provincia no llevaba consigo los honores del triunfo; necesitándose para merecerlo, haber ensanchado los límites. Esta gloria se negó a Escipión, que había devuelto la España a la dominación romana; a Fulvio, que recobró Capua después de tan prolongada guerra; a Opimio, vencedor en aquella encarnizada lucha que trajo Fregelas a nuestro poder. En nuestra historia hay ejemplos de que tratados deshonrosos, arrancados por la necesidad y solemnemente jurados, han sido rotos e inmediatamente continuadas las hostilidades; testigos de ello nuestras legiones pasando en otro tiempo bajo el yugo samnita en las Horcas Caudinas; el indigno convenio de Albino en Numidia y aquella paz rota por Mancino, que entregó su autor a los numantinos.

Después de la entrega de Nísiba, consumada con la expulsión de sus habitantes, quedó encargado el tribuno Constancio de entregar a los Persas las otras plazas y pedazos del territorio. En seguida se comisionó a Procopio para que acompañase los restos de Juliano al suburbio Tarsense, y depositarlos allí, según la voluntad de aquel príncipe. Así lo hizo Procopio, pero inmediatamente después de la inhumación, desapareció, sabiendo ocultar su retiro a todas las investigaciones, hasta el momento en que, mucho tiempo después, reapareció de pronto revestido con la púrpura en Constantinopla.

Terminadas estas cosas, marchamos apresuradamente a Antioquía, donde durante muchos días mostróse la cólera divina por una serie de señales, que los expertos en la ciencia adivinatoria interpretaron como siniestras. La esfera de bronce que tenía la estatua de Maximiano César, colocada en el vestíbulo del palacio, desapareció repentinamente de su mano. Los maderos de la sala del consejo crujieron con espantoso ruido. Aparecieron cometas en pleno día. Acerca de éstos varían las opiniones de los físicos. Según unos, deben su existencia y nombre a reuniones fortuitas de estrellas, cuyo centelleo produce esa cabellera luminosa de que los vemos provistos; según otros, son secas emanaciones del suelo que se inflaman cuando se elevan por encima de la atmósfera. Dice otra opinión que los forman los rayos del sol interceptados por densa nube, y cuya luz, al filtrarse por este cuerpo opaco, llega a nosotros con el aspecto de un conjunto de estrellas. Otros atribuyen el fenómeno a una elevación insólita de nubes, que, más inmediatas a los fuegos celestes, reflejan su luz. En fin, siguiendo otra opinión, son estrellas como las demás, si bien se ignora el tiempo marcado para que aparezcan y desaparezcan. Otras teorías tienen los astrónomos acerca de los cometas, que no podemos exponer por continuar nuestra narración.

Joviano, devorado por la inquietud, apenas llegado a Antioquía, pensaba ya en salir. A pesar de todas las observaciones, partió en lo más riguroso del invierno, y, no cuidando de hombres ni caballos, pasó a Tarso, famosa metrópoli de la Cilicia, de cuyo origen hablé antes. Igual prisa tenía por alejarse de allí; sin embargo, quiso ocuparse algo del embellecimiento de la tumba de Juliano, que estaba fuera de las murallas, en el camino que lleva a las gargantas del monte Tauro. En buena justicia, no era el Cydno, por riente y limpio que sea, el río a que corresponde el honor de correr cerca de aquellas cenizas: puesto más digno y propio para perpetuar la memoria de tal nombre, se le debía en las orillas del Tiber, que baña la ciudad eterna y los monumentos de los héroes y de los dioses.

Desde Tarso, marchando a largas jornadas, llegó a Tyana, en Capadocia, donde encontró al notario Procopio y al tribuno Memórido, que le dieron cuenta de su misión. Siguiendo el orden de los hechos, Luciliano había marchado primeramente a Milán, con los tribunos Seniauco y Valentiniano; y, enterado de que Malarico rehusaba el mando que se le había ofrecido, había marchado apresuradamente a Remos (Reims). Allí el celo le hizo olvidar la prudencia; y, obrando como en tiempos de completa seguridad, entabló intempestiva discusión de cuentas con el intendente. Éste, que tenía que ocultar infidelidades y fraudes, había huido a un puesto militar, donde propagaba el rumor de que Juliano no había muerto y que un hombre preparaba una sublevación contra él. Esta fábula produjo entre los soldados violenta excitación, de la que fueron víctimas Luciliano y Seniauco, Valentiniano, futuro Emperador, temiendo por su vida, no había sabido al principio dónde refugiarse; pero gracias a su huésped Primitivo, pudo desaparecer. En compensación de estas malas noticias, añadieron que una comisión de jefes de escuelas, según se les llama en el orden militar, iba a llegar de parte de Jovino, para anunciarle que el ejército de las Galias reconocía su autoridad.

Valentiniano había regresado con los dos comisarios, y Joviano le dio el mando de los escutarios de la segunda escuela. También hizo ingresar en los guardias del palacio a Viteliano, que servía en los hérulos, y más adelante le hizo conde, recibiendo una misión en que desempeñó mal. En seguida se apresuró Joviano a enviar a Armitheo a las Galias, con una carta para Jovino, confirmándole en su puesto y exhortándole a permanecer fiel. Encargábale que castigase al autor de la sedición, y que enviase presos a la corte a todos los que habían figurado en primera fila. Después de estas disposiciones, consideradas necesarias, marchó a Aspuna, municipio pequeño de la Galacia, para recibir a la comisión del ejército de las Galias. Allí dio audiencia en Consejo a los comisionados, recibió con agrado las nuevas que traían y les envió a sus puestos cargados de regalos.

(Ano 364 de J. C.)

Cuando el Emperador pasó a Ancira, con la ostentación que permitían las circunstancias, tomó el consulado con su hijo Verroniano, que casi estaba en la cuna. Los gritos que lanzó este niño para que no le colocasen en la silla curul, según se acostumbra, parecían presagiar el acontecimiento qué no tardó en sobrevenir.

Acercábase a grandes pasos Joviano al término de su vida. La noche de su llegada a la ciudad de Dadastana, que señala el límite entre la Galacia y la Bitinia, se le encontró muerto, dando esto origen a multitud de conjeturas. Suponíase que había perecido por asfixia a consecuencia de haber enlucido recientemente con cal las paredes de su habitación, o bien por las emanaciones del carbón que habían encendido en cantidad excesiva, o quizá por efecto de una indigestión, resultado de intemperancia en la mesa. Tenía entonces treinta y tres años. Este fin se parece al de Escipión Emiliano, no dando lugar uno ni otro a ninguna investigación.

Joviano era digno en la apostura, tenía semblante alegre y los ojos azules. Su estatura y corpulencia eran tales, que costó trabajo encontrar adornos imperiales para él. A ejemplo de Constancio, que prefería como modelo a Juliano, veíasele dejar para la tarde los asuntos graves, y holgar en público con sus cortesanos. Adepto a la religión cristiana, en ocasiones se mostró liberal con ella, pero esto más por sentimiento que por convicción ilustrada. Por el corto número de jueces que nombró, puede formarse idea de la atención que prestaba a su elección. Era aficionado a las mujeres y a la mesa, debilidades que hubiese podido corregir la circunspección imperial. Dícese que su padre Verroniano recibió en sueños una advertencia acerca de la alta fortuna reservada a su hijo, y que lo había comunicado a dos hijos suyos, añadiendo que él mismo había de revestir la toga consular; pero si se realizó una predicción, no sucedió lo mismo con la otra, porque el anciano solamente se enteró del advenimiento de Joviano, impidiéndole la muerte ver a su hijo en el trono. Sin embargo, su nombre recibió el honor que se le prometió en sueños, en la persona de su nieto, que, como ya hemos dicho, fue declarado cónsul con su padre Joviano.

LIBRO XXVI

Valentiniano, tribuno de la segunda escuela de los escutarios, es designado, aunque ausente, emperador en Nicea, por unánime consentimiento de los órdenes civil y militar.—Observaciones sobre el bisiesto.—Valentiniano acude de Ancira a Nicea, donde por unanimidad queda confirmada su elección.—Reviste la púrpura, ciñe la diadema, y, con el título de Augusto, dirige una arenga al ejército.—Aproniano, prefecto de Roma.—Valentiniano, en Nicomedia, eleva a su hermano Valente a la dignidad de tribuno de las caballerizas, y poco después, con el consentimiento del ejército, le asocia al Imperio, en el Hebdomo en Constantinopla.—Reparto de las provincias y del ejército entre los dos Emperadores, que se adjudican el consulado, uno en Milán y el otro en Constantinopla.—Estragos de los alemanes en las Galias.—Sublevación de Procopio en Oriente.—Patria de Procopio, su origen, carácter y dignidades.—Permanece escondido durante el reinado de Joviano.—Improvisase él mismo emperador en Constantinopla.—Apodérase de toda la Tracia sin combatir.—Seduce con sus promesas a muchos destacamentos de infantería y caballería que atravesaban la provincia.—Con hábiles palabras se atrae a los jovianos y victorios que enviaba Valente contra él.—Procopio hace levantar los sitios de Calcedonia y de Nicea y se apodera de la Bitinia.—Lo mismo hace con Cicico, después de forzar el paso del Helesponto.—Deserción de sus partidarios en Bitinia, Licia y Frigia.—Entréganlo vivo a Valente, que manda cortarle la cabeza.—Suplicios de Marcelo, pariente de Procopio, y de considerable número de sus adeptos.

 

Con sumo cuidado he llevado mi narración hasta el punto en que comienza la época actual. Al llegar a este período, en el que la generación presente ha sido testigo de los hechos, tal vez sería prudente no continuar, porque la verdad es peligrosa muchas veces, y además, porque muchos creen que se les ofende si el historiador omite una palabra que el príncipe pronunció en la mesa, si no dice terminantemente por qué se reunieron los soldados en tal día, o si su discreción omite una choza en la descripción, prolija ya, de alguna comarca y no menciona individualmente a todos los que asistieron a la toma de posesión de algún pretor. Estas minuciosidades son indignas de la gravedad del historiador, que atiende a las cosas generales y desprecia los detalles secundarios: además, locura igual sería empeñarse en consignarlos todos, como querer contar los corpúsculos que llenan el espacio y que llamamos átomos. Temores de este género, como observa Cicerón en su carta a Cornelio Nepote, son los que hicieron que muchos autores de la antigüedad publicasen durante su vida lo que habían escrito de historia contemporánea. Pero a riesgo de sufrir la crítica vulgar, continuaré narrando lo que resta.

Breve intervalo marcado únicamente con desgracias separaba la muerte de dos príncipes. El cadáver del segundo, después de las preparaciones necesarias, se envió a Constantinopla, donde debía descansar con las cenizas de sus antecesores. El ejército tomó en seguida el camino de Nicea, capital de la Bitinia. En un consejo celebrado allí entre las autoridades civiles y militares, reunidas por la gravedad de las circunstancias, y donde habían de fracasar algunas ambiciones, iba a deliberarse solemnemente acerca de la elección del más digno de ocupar el trono.

El nombre de Equicio, tribuno de la primera escuela de los escutarios, pronunciado con timidez por algunos, fue rechazado por los varones de más autoridad de la asamblea, a quienes desagradaba por su aspereza y malas formas. También hubo votos en favor de Januario, pariente de Joviano, que desempeñaba entonces las funciones de intendente en Iliria; pero se consideró como obstáculo la distancia a que se encontraba, y de pronto, como por inspiración del Numen, fue elegido Valentiniano, sin que ni una sola voz protestase contra elección tan digna y conveniente. Valentiniano era jefe de la segunda escuela de escutarios, y Joviano le había dejado en Ancira, con orden de reunírsele en breve. Habiendo saludado la aprobación general como un bien público aquella elección, se le envió una comisión para que apresurase su regreso. Hubo, sin embargo, un interregno de diez días, que realizó la predicción que hizo en Roma el arúspice Marco por la inspección de las entrañas de las víctimas.

Entretanto Equicio, secundado por León, a la sazón intendente militar bajo Dagalaifo, jefe de la caballería, y después maestre de oficios, de cruel memoria, estaba atento a toda manifestación contraria, dedicándose especialmente a impedir que el inconstante favor del soldado se inclinase a cualquier pretendiente más cercano. Pannonios los dos, y, por consiguiente, factores naturales del príncipe designado, Equicio y León no cesaron de trabajar en este sentido el espíritu del ejército.

Valentiniano se apresuró a obedecer al mensaje, pero advertido, según se dice, por presagios y sueños, no quiso salir ni dejarse ver al día siguiente de su llegada, que era el intercalar del mes de Febrero del año bisiesto, sabiendo que los romanos consideraban nefasto este día. Explicaré lo que se entiende por bisiesto.

Astrónomos antiguos, de los que son los más notables Metón, Eucemón Hiparco y Arquímedes, han definido el año como el regreso del sol al mismo punto, después que ha recorrido, obedeciendo a una de las grandes leyes de la naturaleza, todos los signos del círculo, que los griegos llaman zodiaco, en trescientos sesenta y cinco días y otras tantas noches: de manera que, partiendo supongamos, del segundo grado de Aries, cuando ha vuelto exactamente a él, la revolución es completa. Pero en realidad el periodo solar, que se debe terminar a medio día, no se completa sino con seis horas más de este número de días. El año siguiente comienza, pues, a la sexta hora del día y no termina hasta la primera de la noche. El tercero se contará desde la primera vigilia a la sexta hora de la noche, y el cuarto desde media noche a la primera hora del día. Ahora bien: este cómputo, que a causa de las variaciones del punto de partida, solamente en la serie de cuatro años se encuentra en tanto a medio día, en tanto a media noche, tiende a perturbar la división científica del tiempo, y ha de hacer después, en un momento dado, que lleguen, por ejemplo, los meses de otoño en la estación de primavera. Para remediar este inconveniente han formado con el sobrante de seis horas, multiplicado por cuatro números de los años, un día adicional al último. Los resultados de esta innovación, maduramente reflexionada y aprobada por todos los varones esclarecidos, ha sido establecer entre todos los años perfecta e invariable correspondencia de época, y hacer desaparecer toda incertidumbre acerca de su regreso, así como toda falta de coincidencia entre los meses y estaciones. Esta afortunada innovación data solamente entre nosotros desde el ensanche que ha tomado el Imperio por la conquista. El calendario romano fue por mucho tiempo caos y confusión: solamente los pontífices tenían derecho a intercalar, ejerciendo arbitrariamente el privilegio, en tanto por interés del fisco, en tanto por ganar tal pleito, prolongando o restringiendo a su gusto la duración del tiempo; de lo que nacían multitud de fraudes, cuya enumeración es inútil. Octaviano Augusto les retiró esta facultad abusiva y reformó el anuario romano según las correcciones griegas. Asignóse, pues, al año una composición fija de doce meses y seis horas, período de tiempo que corresponde al que emplea el sol en su eterna marcha al recorrer los doce signos. Tal es el origen del bisiesto, cuyo uso, con el auxilio de los dioses, ha consagrado Roma, que debe vivir en todos los siglos. Volvamos a nuestro asunto.

Al declinar este día, considerado poco propicio para incoar asuntos importantes, Salustio propuso el medio, que se apresuraron todos a adoptar, de consignar en sus casas a la mañana siguiente a todas las personas influyentes o sospechosas de alimentar pensamientos ambiciosos. Al fin pasó la noche; noche de angustia para todo el que había alentado alguna esperanza, y apareció el día. Todo el ejército estaba reunido en una llanura espaciosa, en cuyo centro se elevaba una tribuna semejante a la que en otro tiempo se veía en los comicios. Invitado Valentiniano a subir a ella, fue proclamado, como más digno, jefe del Imperio, en medio de inmensos aplausos, en los que podía entrar por algo el atractivo de la novedad. Saludado Augusto por aquellas lisonjeras aclamaciones, reviste las ropas imperiales, ciñe la corona y se dispone para pronunciar un discurso, que tenía preparado. Extendía ya el brazo para hablar, cuando se alza violento murmullo de todas las centurias, manípulos y cohortes, reclamando la unión de otro emperador. Creyóse al pronto que la intriga de algún candidato presente protestaba por medio de voces aisladas y pagadas, pero no era así; porque verdaderamente aquello era el grito unánime de la multitud, a la que reciente desgracia acababa de poner de manifiesto la fragilidad de las fortunas más elevadas. De sordo ruido, la agitación se trocaba en tumulto, y a cada momento podía manifestarse por excesos la temeridad del soldado. Valentiniano, que debía temer más que otro alguno aquel comienzo de efervescencia, con ademán digno y firme contuvo a los turbulentos, y habló de esta manera, sin que nadie se atreviese a interrumpirle:

«Siempre será para mí verdadero motivo de regocijo ¡oh, valerosos defensores de las provincias! pensar que tal asamblea se ha dignado espontáneamente ofrecerme el gobierno del mundo romano, cuando tan lejos estaba de desear esta investidura tan gloriosa, o de esperarla. El derecho que indudablemente os asistía antes de que el Imperio tuviese jefe, lo habéis ejercitado útilmente en toda su plenitud. Acabáis de elevar a honor tan insigne a un hombre en la madurez de la edad, y cuya vida entera conocéis como pura y no exenta de gloria. ¿Qué espero ahora de vosotros? Benévola atención a las ideas que voy a exponeros en interés de todos. No vacilo ni repugno conocer que la asociación de un colega a mi autoridad la exigen los múltiples cuidados que tal posición trae consigo. Soy el primero en temer, por interés propio, la pesadez de la carga presente y las exigencias que guarda el porvenir, Pero la participación de la autoridad exige anticipadamente la concordia, con la cual nunca es uno débil; y fácilmente conseguiremos esta condición, si, como tengo derecho a pedir, vuestra paciencia se entrega a mi libre albedrío. La fortuna, propicia a las buenas intenciones, me ayudará, así lo creo, para hacer una elección tal como exige la prudencia. Este es un axioma tan aplicable indudablemente al poder, rodeado como está de dificultades y peligros, como puede serlo a la vida privada: en achaque de unión, conveniente es que el examen preceda al contrato, y no el contrato al examen. Me comprometo a seguir esta regla, y tocaremos sus buenos resultados. Marchad, pues, tan disciplinados como valientes, a descansar en vuestros cuarteles de invierno, y emplead en restablecer vuestras fuerzas los ocios que os promete todavía la estación. No tendréis que esperar la gratificación augusta.»

Esta oración, dicha con autoridad, aquietó los ánimos, mostrándose más sumisos los que poco antes gritaban con mayor violencia. Respetuosamente fue acompañado el Emperador al palacio, llevando las enseñas desplegadas y formando cortejo las diferentes órdenes, porque ya comenzaban a temer.

Mientras ocurrían estas cosas en Oriente, Aproniano, que a la sazón era prefecto de la ciudad eterna, desplegaba en sus funciones las cualidades de un juez probo y severo. Su mayor cuidado, en medio de las atenciones de toda clase que gravan la administración de esta ciudad, era apoderarse, convencer y juzgar a los magos (clase de delincuentes que ya era más rara), arrancarles la delación de sus cómplices y condenarlos a muerte con objeto de aterrar con el ejemplo a los que se hubiesen podido sustraer a sus investigaciones. Nombrado por Juliano, durante la permanencia de este príncipe en Siria, Aproniano perdió un ojo al marchar a su puesto, cosa que atribuyó a las malas artes de la magia: de aquí su natural rencor, y las constantes persecuciones que dirigió contra este género de delito. Consideróse, sin embargo, que iba demasiado lejos, cuando se le vio tratar algunas veces estos negocios capitales en pleno circo, en medio de la multitud que se aglomera en él durante las fiestas. La última ejecución que ordenó por este motivo fue la del auriga Hilarino, convicto de haber entregado a su hijo, apenas adolescente, a un mago para que le iniciase en la ciencia oculta y prohibida por las leyes, queriendo asegurar por este medio triunfos cuyo secreto no poseyese ningún competidor. Mal vigilado por el verdugo, el culpable se escapó y corrió a refugiarse en un templo cristiano; pero fue arrancado del santuario y decapitado.

Este rigor en la represión consiguió al menos que los delincuentes fuesen cautos y no se atreviesen ya, o al menos se atreviesen rara vez, a arrostrar la vindicta pública. Pero el régimen de impunidad que reapareció con la administración siguiente, volvió a producir el desorden; llegando la licencia hasta el punto de que un senador que quería para un esclavo suyo la misma enseñanza ilícita que Hilarino había hecho dar a su hijo, trató, según se dice, con todas las formas, exceptuando el compromiso escrito, con un maestro de esta ciencia nefanda, y, convicto del delito, rescató la pena con el pago de crecida multa. Hoy el mismo senador, lejos de avergonzarse de la doble infamia y de esforzarse en hacerla olvidar, huella soberbiamente a caballo el pavimento de la ciudad, con la apostura de aquel que cree que solamente él puede llevar la cabeza levantada; afecta exhibirse, llevando detrás una nube de criados, parodiando de esta manera a aquel ilustre Duilio, que obtuvo el privilegio, en recompensa de sus victorias navales, de que le precediese un flautista, cuando regresaba por la noche a su casa después de haber cenado fuera de ella. Además, bajo el mando de Aproniano, vióse reinar en Roma abundancia de todas las cosas necesarias a la vida, sin que se produjese ni el más leve rumor acerca de la escasez de un artículo cualquiera.

Proclamado Valentiniano, como acabamos de decir, Emperador en Bitinia, dio para el siguiente día la orden de marcha: pero antes convocó a los grandes dignatarios del Estado, y, con fingida deferencia, les consultó como si su voto hubiese de dictar su elección acerca de la designación del colega que debía dársele. En esta ocasión dijo con noble atrevimiento Degalaifo, jefe de la caballería: «Óptimo Emperador, si amas a los tuyos, tienes un hermano, y ya tienes colega. Si te guía el patriotismo, busca al más digno.» Mucho hirió esto al Emperador, pero disimulando la impresión, marchó apresuradamente a Nicomedia, a donde llegó en las calendas de Marzo, y confirió a su hermano Valente el cargo de escudero mayor y el tribunado. En seguida se dirigió a Constantinopla, meditando muchas cosas; y allí, suponiendo que ya le abrumaban la multitud de negocios, para concluir, el cinco de las calendas de Abril, confirió en el suburbio, con general consentimiento, puesto que no se manifestó oposición alguna, el título de Augusto a su hermano Valente; y, después de revestir las insignias imperiales y ceñirse la corona, llevó en su propia carroza a aquel ostensible colega en el poder, que en realidad, como habrá de verse, no fue más que instrumento pasivo de su voluntad.

Habíase realizado todo esto sin obstáculos, cuando acometió a los dos Emperadores a la vez un acceso de fiebre, si bien el peligro duró poco. Más inclinados los dos al rigor que a la mansedumbre, encargaron a Ursacio, maestre de oficios, dálmata implacable, para que, de acuerdo con Juvencio Sisciano, informase severamente acerca de las causas de la enfermedad que habían padecido. Ha circulado el rumor de que la investigación se dirigía especialmente en odio a la memoria de Juliano, contra los amigos de este emperador, y que se les imputaba haber empleado maleficios; pero como ni siquiera se pudo encontrar apariencia de indicio contra ellos, se desvanecieron las prevenciones.

En este año se oyó por todo el mundo romano resonar las bocinas de guerra y los bárbaros insultaron todas nuestras fronteras. Los alemanes talaban a la vez la Galia y la Rhecia; los quados con los sármatas las dos Pannonias; los píctos, los sajones, los scotos y los atacotos entraban a sangre y fuego por la Gran Bretaña; los austorianos y los moros multiplicaban sus correrías por África, y bandos de godos en la Tracia llevaban aquí y allá el pillaje y la devastación. El rey de Persia, por su parte, amenazaba incesantemente a la Armenia, tratando de someterla a viva fuerza a su dominio, pretendiendo, con menosprecio de la justicia, que solamente había pactado con Joviano, y que, muerto éste, había desaparecido todo obstáculo para que recobrase aquella propiedad de sus mayores.

(Año 365 de J. C.)

Después de haber pasado el invierno con tranquilidad completa, los dos Emperadores, el uno con la prerrogativa real, el otro colega de honor, atravesaron juntos la Tracia, marchando a Nissa. La víspera de su separación, en un pueblo llamado Mediana, a tres millas de las murallas de la ciudad, se repartieron los grandes dignatarios; tocando a Valentiniano, que disponía de todo a su gusto, Jovino, que hacía mucho tiempo estaba investido por Juliano del gobierno de las Galias, y Dagalaifo, a quien Joviano había nombrado general: Víctor, a quien este último había elevado a la misma categoría, y Arnitheo tuvieron que seguir a Valente al Oriente. Lupicino quedó como jefe de la caballería, dignidad que debía a Joviano. Equicio recibió el mando militar en Iliria, no en calidad de jefe, sino solamente con el título de conde. Sereniano, que desde mucho tiempo había dejado el servicio militar, volvió a él porque era pannonio, y colocado con Valente, fue puesto al frente de la escuela de los domésticos. Hecho esto, convinieron también el reparto de tropas.

En seguida entraron los dos hermanos en Sirmio, donde la misma voluntad designó sus respectivas residencias. Valentiniano se adjudicó Milán, capital del Imperio de Occidente; y Valente partió para Constantinopla. Salustio estaba ya en posesión de la prefectura de Oriente; Mamertino obtuvo la autoridad civil en las provincias de Italia, de África y de Iliria; y Germaniano, la administración de la Galia con el mismo título. A su llegada a sus capitales, los dos príncipes revistieron por primera vez las insignias consulares. Este año fue desastroso para el Imperio. Los alemanes se extendieron fuera de sus fronteras con extraordinario furor, dando lugar a ello lo siguiente. Habían enviado una legación a la corte; acostúmbrase con este motivo hacer a los legados regalos cuya importancia estaba determinada. Ofreciéronselos de ningún valor, y ellos los rechazaron con indignación. En vista de esto, Ursacio, maestre de los oficios, cuyo carácter era duro e impetuoso, trató rudamente a los legados; y cuando estos regresaron a su país, sublevaron sin gran trabajo por medio de un relato exagerado el enojo de los bárbaros, que se creyeron despreciados.

Por esta misma época, o poco después, estalló en Oriente la sublevación de Procopio; recibiendo la noticia Valentiniano en el momento en que entraba en París, el día de las calendas de Noviembre.

Acababa de dar orden a Dagalaifo para que marchase al encuentro de los alemanes que, después de haberlo talado todo sin resistencia cerca de la frontera, comenzaban a extender los estragos al interior. El anunció de esta conmoción del Oriente le impidió tomar disposiciones más enérgicas todavía, produciéndole extraordinaria turbación. Ignoraba si Valente estaba vivo o muerto; porque Equicio, de quien había recibido la noticia, no había hecho más que transmitir literalmente una comunicación del tribuno Antonino, que mandaba un cuerpo de tropas en el fondo de la Dacia, y que solamente conocía de un modo vago y por oídas el hecho principal. Valentiniano se apresuró a elevar a Equicio a la dignidad de general, y temiendo que el rebelde, que ya se había apoderado de la Tracia, pensase penetrar en el territorio pannonio, preparóse él mismo para retroceder a la Iliria. Reciente recuerdo justificaba su temor; la increíble rapidez con que Juliano recorrió en otro tiempo la misma distancia, adelantándose y desconcertando todos los cálculos con su inesperada presencia; y esto ante un adversario victorioso hasta entonces en las guerras civiles. Pero no faltaban consejos a Valentiniano para que moderase su apresuramiento en retroceder; mostrándole la Galia amenazada de exterminio, y la necesidad de un brazo firme para salvar sus provincias, comprometidas ya. Legaciones de las ciudades importantes vinieron a unir sus instancias a estas objeciones, para que no las abandonase en aquel peligro inminente, cuando para contener a los germanos bastaba su presencia y el terror de su nombre.

Después de considerar largo tiempo el asunto bajo todos sus aspectos, concluyó por adoptar esta opinión, considerando que Procopio no era más que su adversario personal y el de su hermano, mientras que los alemanes eran los enemigos del Imperio; por lo que decidió no salir de la Galia, marchando por tanto a Remos. Pero como tampoco estaba tranquilo acerca de alguna tentativa sobre el África, encargó su defensa al notario Neotherio, que después fue cónsul, y a Masaución, simple protector, a la verdad, pero que en tiempo de su padre el conde Creción había estudiado mucho la provincia. Unióles además el escutario Gaudencio, con cuya fidelidad sabía que podía contar. En esta época se desencadenaban a la vez sobre todo el Imperio violentas tempestades que referiré sucesivamente, comenzando por los asuntos de Oriente; después hablaré de la guerra con los bárbaros. Como los hechos que tuvieron lugar en las dos partes del mundo romano se realizaron casi en el mismo mes, una narración que saltase de los unos a los otros, obedeciendo a riguroso orden cronológico, carecería a la vez de unidad y claridad.

Procopio pertenecía a noble familia; nacido y educado en su parentesco con Juliano le dio importancia desde su origen. Intachable conducta y puras costumbres, no obstante sus hábitos de taciturnidad y reserva le hicieron pasar con distinción por los honores de notario y de tribuno y llegar muy pronto a los primeros puestos del ejército. A la muerte de Constancio, su ambición tomó naturalmente mayor vuelo con el nuevo orden de cosas. Obtuvo el título de conde, y desde entonces pudo preverse que removería algún día el Estado si se le presentaba ocasión para ello. Cuando Juliano entró en Persia, puso a Procopio con Sebastián, revestido con autoridad legal, al frente de la importante reserva que dejaba en Mesopotamia; y si ha de darse crédito a un rumor vago, cuyo origen nunca pudo conocerse con seguridad, le dejó como instrucciones que permaneciese preparado para cualquier eventualidad, y que tomase sin vacilar el título de Emperador, en el caso de que sucumbiese él en la empresa. Procopio desempeñaba con inteligencia y lealtad su misión, cuando se enteró de la herida, de la muerte de Juliano y del advenimiento de Joviano a la autoridad suprema. También tuvo noticia de que corría el rumor (rumor destituido de fundamento) del deseo que Juliano había mostrado al morir, de que Procopio tomase las riendas del gobierno. Desde este momento se mantuvo oculto, temiendo se deshiciesen de él sin formar proceso, aumentando sus precauciones al enterarse del fin trágico del notario Joviano, por sospechas de que aspiraba al Imperio, solamente porque, en la última elección, le consideraron digno los votos de algunos soldados. Pesquisas dirigidas contra su persona le hicieron cambiar su asilo por otro más obscuro y fuera de alcance. Joviano le buscó de nuevo, y cansado al fin de verse acosado como una fiera y de vivir como ella, porque aquel hombre tan elevado antes en la escala social, había tenido que separarse de todo comercio con sus semejantes y privarse, en su espantosa soledad, de las primeras necesidades de la vida, tomó la resolución extrema de ganar por caminos extraviados el territorio de la Calcedonia, y, considerando la casa de un amigo como el asilo más seguro, se escondió en esta ciudad, en la de Strategio, quien, de soldado de una de las milicias del palacio, se había elevado al rango de senador. Desde Calcedonia hizo secretamente Procopio algunos viajes a Constantinopla, según confesó más adelante Strategio en las investigaciones dirigidas contra los cómplices de la sublevación.

Desconocido a fuerza de enflaquecimiento y suciedad, el proscripto aprovechaba aquella especie de disfraz para recoger, como lo hubiese hecho un espía inteligente, las murmuraciones y las quejas, frecuentemente amargas, acerca de la insaciable avaricia de Valente; pasión que excitaba más y más Petronio, cuñado del príncipe, hombre tan repugante por sus costumbres como por su aspecto, que, de simple prepósito de la legión Martense, había sido elevado a la dignidad de patricio, Petronio, ávido de despojos, se lanzaba sobre todos con igual furor, envolviendo en sus redes a inocentes y culpados, sometiendo a la tortura con razón o sin ella, después a la multa del cuádruplo, por reclamaciones que solían remontar hasta el reinado de Aureliano; siendo para él un tormento que la víctima saliese indemne de sus manos. Con estas extorsiones aumentaba su caudal, siendo al mismo tiempo aliciente para su rapacidad, que cada día era más dura, brutal e incapaz de justicia y reflexión. Petronio fue más aborrecido que aquel Cleandro, prefecto en tiempo de Cómmodo, expoliador desenfrenado de tanto patrimonio; más tirano que aquel otro prefecto Plauciano, bajo el reinado de Severo, cuya furiosa demencia habría producido una sublevación general, si no hubiese perecido a filo de espada.

Estos fueron los males que, gracias a Petronio, hicieron quedar vacías, bajo Valente, tantas casas ricas y pobres moradas. El invierno se anunciaba más amenazador todavía. Todos los corazones estaban ulcerados, y tanto el pueblo como el ejército pedían con gemidos al cielo un cambio de régimen. Procopio, que todo lo observaba oculto, calculó que, a poco que le ayudase la fortuna, podría apoderarse del poder; y se mantenía escondido como la fiera dispuesta a lanzarse sobre su presa. La suerte se encargó de presentarle la ocasión que con tanta impaciencia esperaba.

Valente había partido para la Siria, pasado el invierno, y entraba ya en Bitinia, cuando supo, por las comunicaciones de sus generales, que los godos, robustecidos por larga tregua, y más temibles que nunca, se habían reunido para atacar las fronteras de la Tracia. La noticia no alteró en nada sus planes, limitándose a disponer que suficiente fuerza de caballería e infantería marchase a los puntos amenazados. Procopio, por su parte, se apresuró a aprovechar el alejamiento del príncipe. Impulsado hasta el extremo por la desgracia, y prefiriendo la muerte más cruel a los tormentos que padecía, quiso arriesgarlo todo de una vez. Soldados jóvenes de las legiones Divitense y Tongriense se dirigían en aquel momento por Constantinopla hacía el teatro de la guerra y habían de descansar dos días en la capital. Procopio concibió el temerario proyecto de tentar su fidelidad. Conocía personalmente a muchos de ellos, pero era muy peligroso entrar en tratos con todos, por lo que solamente se dirigió a aquellos con quienes podía contar. Seducidos éstos por la promesa de brillantes recompensas, se comprometieron bajo juramento a obedecerle en todo, y prometieron el concurso de sus compañeros, sobre quienes servicios más importantes y el número de sus campañas les daban decisiva influencia.

En el día convenido, Procopio, entregado a la agitación de sus pensamientos, marchó a los baños de Anastasia, llamados así del nombre de la hermana de Constantino, y que entonces servían de cuartel a las dos legiones. Sus agentes le habían informado de que allí celebrarían una reunión nocturna. Dijo la contraseña, le recibieron, y aquella multitud de soldados que se vendían, le trataron con honor, pero teniéndole en cierto modo cautivo. Como en otros tiempos los pretorianos adjudicaban en subasta el Imperio a Didio Juliano, todos rodeaban a este otro postor de una dominación efímera, impacientes por conocer su precio.

Pálido como si saliese del Erebo, Procopio, que no había podido procurarse manto imperial, permanecía de pie, revestido únicamente con la túnica bordada de oro de un dignatario de palacio, túnica que le descendía desde la cintura a la manera de la de los niños que van a la escuela. Llevaba calzado de púrpura, una lanza en la mano derecha y con la izquierda agitaba un trozo de la misma tela, pareciendo un simulacro teatral o extraño personaje de comedia. Después de esta ridícula parodia del ceremonial de proclamación, y la promesa bajamente obsequiosa que hizo a los autores de su elevación, de colmarlos de riquezas y dignidades en cuanto se encontrase en posesión del poder, se presentó repentinamente en público, en medio de aquella multitud armada, que marchaba con las enseñas levantadas. En derredor suyo resonaba el lúgubre ruido de los escudos chocando unos con otros, porque los soldados los levantaban sobre la cimera de los cascos, para resguardarse de las piedras y tejas que suponían habían de lanzarles desde las casas.

Avanzaba la comitiva sin que el pueblo diese señales de oposición ni de simpatía, aunque experimentando esa especie de interés que excita siempre en el vulgo lo nuevo, tanto más cuanto que se había sublevado contra Petronio la animadversión general, por los medios violentos que empleaba para enriquecerse, despertando olvidadas reclamaciones contra todas las clases en virtud de créditos prescritos y títulos caducados que tenía el arte de hacer revivir. Sin embargo, cuando Procopio, subiendo a un tribunal, quiso pronunciar una arenga, la multitud le recibió con sombrío estupor y silencio de mal agüero; creyendo él mismo en aquel momento, como había creído anteriormente, que no había conseguido más que apresurar el término de su vida. Todos sus miembros se estremecieron, trabósele la lengua y permaneció silencioso durante algunos momentos. Al fin, con voz sorda y entrecortada, trató de exponer sus pretensiones de parentesco imperial. Saludado entonces Emperador, primeramente por los débiles gritos de bocas compradas, y después por las tumultuosas aclamaciones del populacho, marchó bruscamente al Senado, cuyos miembros principales estaban ausentes; y no encontrándose allí más que una minoría sin resistencia, creyó apoderarse fácilmente del palacio.

Para asombrarse de que tentativa tan temeraria, apoyada en medios tan débiles e irrisorios, pudiese crear a la república perturbación tan deplorable, sería necesario no recordar algunos ejemplos. Adrisco Adramiteno, salido de la ínfima clase del pueblo, consiguió, sin hacer otra cosa que usurpar el nombre de Filipo, suscitar contra Roma la tercera guerra macedónica. Cuando Macrino reinaba en Antioquía surgió de pronto Heliogábalo, Emperador en Emesa. No hubo atentado más inesperado que el de Maximino, a la muerte de Alejandro Severo y de su madre Mammea. Y últimamente, en África se vio a Gordiano el Viejo, aclamado Emperador a viva fuerza, por repentino terror, terminar su vida con una cuerda.

Los mercaderes menos importantes, los empleados del palacio en funciones o sin ellas, los retirados del servicio militar, se decidían, unos a su pesar, otros por afición al nuevo orden de cosas. Todos los demás, considerando que en cualquiera otra parte había más seguridad, abandonaron secretamente la ciudad y huyeron al ejército del Emperador. Sofronio, a la sazón simple notario y más adelante prefecto de Constantinopla, precedió a los demás en la emigración. Alcanzando a Valente cuando iba a salir de Cesárea para trasladarse a Capadocia, y esperar en su residencia de Antioquía a que el calor disminuyese en Cilicia, le relató detalladamente los acontecimientos de Constantinopla y supo presentar las cosas de manera que persuadiese al príncipe, al pronto irresoluto y como estupefacto, para que marchase todo lo más pronto posible a la Galacia, a fin de devolver a los ánimos, con su presencia, la seguridad que flaqueaba.

Mientras Valente caminaba a largas jornadas, Procopio trabajaba día y noche en interés de su causa. Tenía afiliados que decían venir, unos del Asia, otros de las Galias, insinuando hábilmente y con la mayor serenidad que Valentiniano había muerto y que todo se preparaba en favor de la nueva autoridad. Convencido Procopio de que es necesario arriesgarse, y que en revolución la seguridad consiste en marchar de prisa, quiso desde el primer momento descargar grandes golpes. Nebridio, a quien el partido de Petronio acababa de hacer prefecto del pretorio en reemplazo de Salustio, y Cesáreo, prefecto de Constantinopla, fueron encarcelados. Dióse la administración de la ciudad a Fronemo y el cargo de maestre de los oficios se confió a Eufrasio, los dos galos y hombres de mérito y de talento. Gomoario y Agilón, llamados de nuevo al servicio, recibieron la dirección de los asuntos militares; elección desacertada, como se vio después. Inquietaba mucho a Procopio la proximidad del conde Julio, que mandaba por Valente en Tracia, y que a la primera noticia de la revuelta, podía salir de sus cuarteles y aplastarle. Una carta que obligaron a escribir a Nebridio desde su prisión, fingiendo que lo hacía por orden de Valente, atrajo a Julio, so pretexto de urgentes medidas que había que tomar contra los bárbaros, hasta Constantinopla, donde se le encarceló cuidadosamente. Por medio de esta estratagema se adquirió para la revuelta, sin combatir, la belicosa Tracia con todos sus:recursos. Los comienzos eran favorables a Procopio. A fuerza de intrigas y con el apoyo de su yerno Agilón, consiguió Arasio ser prefecto del pretorio; realizándose otros muchos cambios en los cargos del palacio y en la adminis tración de las provincias. A veces se aceptaban a disgusto los nombramientos, pero con mayor frecuencia los solicitaban ardientemente y hasta los compraban. Como siempre, veíase surgir de la hez del pueblo, de esas gentes que se lanzan ciegamente por los caminos que les parece abrirles la revolución, y otras a quienes la fortuna había elevado a los primeros puestos de la escala social, precipitarse, sin embargo, con regocijo, ante el destierro o la muerte.

Estas primeras medidas daban cierta fuerza a la rebelión: faltaba rodearla de vigor militar, sin el cual fracasan las revoluciones y hasta las medidas más legales. Con facilidad extraordinaria se consiguió este elemento de triunfo. Habíanse dirigido apresuradamente hacia Constantinopla numerosos destacamentos de infantería y caballería para tomar parte en las operaciones militares en Tracia; y a su llegada a la ciudad, se les tentaba con toda clase de ofrecimientos y agasajos. Su reunión formaba ya el núcleo de un ejército. Fascinados por las seducciones de Procopio, todos se comprometieron, con duros juramentos, a servirle hasta la muerte. Había imaginado un medio excelente para influir en sus ánimos, el cual consistía en recorrer sus filas llevando en los brazos la hija, muy pequeña a la sazón, del Emperador Constancio, cuyo nombre resonaba todavía con cariño en el ejército. De esta manera quería asociar la fuerza de los recuerdos a los derechos personales que pretendía tener por su parentesco con Juliano. La Emperatriz Faustina había puesto a su disposición, con mucha oportunidad, para esta maniobra, algunas prendas del traje imperial. Procopio tenía además un proyecto que exigía decisión y prudencia: el de apoderarse de Iliria. Pero los agentes que eligió, por incapacidad o aturdimiento, creyeron conseguirlo todo distribuyendo audazmente algunas monedas de oro con la efigie del nuevo Emperador y otras combinaciones de igual alcance; logrando con estos medios caer en seguida en manos de Equicio, comandante militar del país, que los hizo perecer en diferentes suplicios. Para evitar nuevas tentativas parecidas, Equicio mandó guardar severamente los tres desfiladeros que establecen la comunicación entre el Imperio de Oriente y las provincias del Norte; esto es, el paso por la Dacia ribereña del Danubio, el célebre de Succos, y el que se conoce con el nombre de Acontisma, en Macedonia. Esta precaución hizo perder al usurpador hasta la esperanza de apoderarse nunca de la Iliria, privándole de los importantes recursos que hubiese podido obtener.

Asustado Valente por la noticia de la rebelión, había retrocedido bruscamente por la Galo-Grecia, pero avanzaba con precaución y miedo, una vez informado detalladamente de lo que había ocurrido en Constantinopla. Su juicio se encontraba perturbado, y el desaliento se apoderó de su ánimo hasta el punto de pensar en desprenderse de la carga de la púrpura, demasiado pesada para él; cobarde designio que habría llevado a cabo, a no ser por las instancias de sus amigos. Sobreponiéndose al desaliento, dispuso que las dos legiones de los Jovianos y Victorinos marchasen contra los rebeldes. Al acercarse, Procopio, que acababa de entrar en Nicea, retrocedió con los Divitenses y el grueso de los desertores de quienes había podido rodearse. En el momento en que llegaban a las manos, avanzó solo en medio de las saetas que lanzaban por ambas partes, y con el aspecto de aquel que quiere retar a otro a singular combate. También le inspiró ahora su fortuna. En las filas opuestas se encontraba un tal Vitaliano, a quien no se sabe si conocía Procopio: lo cierto es que, saludándole amistosamente con la mano, le dirigió en latín estas palabras, con profundo asombro de todos: «¡He aquí, dijo, la antigua fidelidad del soldado romano, la religión del juramento, inviolable en otro tiempo! Tantos hombres valientes van a desenvainar ciegamente la espada en favor de desconocidos, pareciéndoles bien que un miserable pannonio, opresor imbécil, goce en paz de un poder a cuya posesión jamás pudo atreverse su pensamiento; mientras que nosotros estamos reducidos a gemir por nuestros males y los vuestros; como si no os mandase el deber apoyar más bien a la familia de vuestros soberanos, que combate noblemente, no como aquellos, para apoderarse de vuestros despojos, sino para recobrar sus legítimos derechos.»

Estas cortas palabras le ganaron todos los ánimos, y hasta los más decididos inclinaron las águilas y las enseñas, pasándose a las filas del usurpador. Todos le aclamaron Emperador, con el formidable grito que los bárbaros llaman barritus (el grito de los elefantes), y los dos ejércitos reunidos le llevaron al campamento, tomando a Júpiter por testigo, según costumbre militar, de que Procopio era invencible.

Otro éxito más importante habían de alcanzar los rebeldes. Un tribuno, llamado Rutimalco, que había tomado partido por Procopio, y recibido el gobierno del palacio, marchó por mar a Drepana, hoy Helenópolis, llevando un plan, hábilmente concertado, y ocupó de pronto Nicea, aprovechando sus inteligencias con la guarnición. Valente envió en seguida para recobrar la ciudad a Vadomario, antes rey de los alemanes, con tropas acostumbradas a las operaciones de sitio. Por su parte, marchó por Nicomedia a Calcedonia, cuyo sitio quería impulsar vigorosamente también. Desde lo alto de las murallas le abrumaban con injurias los habitantes, llamándole por irrisión sabaiarius, es decir, fabricante de ese licor que se extrae de la cebada o del trigo candeal, que es en Iliria la bebida del pobre. Apremiado al fin por la falta de víveres y la obstinación de los sitiados, Valente iba a retirarse. De pronto, brusca salida de la guarnición, a las órdenes del audaz Ramitalco, destroza parte de los sitiadores, y procura sorprender por la espalda al Emperador, que se encontraba todavía en el suburbio. La empresa hubiese alcanzado completo éxito si el Emperador, advertido del peligro a tiempo, no hubiese atravesado apresuradamente el lago Sunón, poniendo las sinuosidades del río Galo entre su persona y sus perseguidores. Este golpe de mano hizo a Procopio dueño de toda la Bitinia.

Regresando precipitadamente a Ancira, allí supo Valente la aproximación de Lupicino con fuerzas considerables. Entonces recobró la esperanza, y se apresuró a enviar contra el enemigo a Arinteo, el mejor de sus generales. Cerca de Dadastena, donde ya hemos dicho que murió Joviano, encontró este general a Hiperequino, acompañado de numeroso cuerpo de auxiliares; la amistad de Procopio había elevado a este Hiperequino, de oficial subalterno al mando que ostentaba. Arinteo despreció tan ruin adversario; y con el ascendiente que le daba su elevada estatura y la fama de sus hazañas, mandó a sus enemigos que se apoderasen y atasen a su capitán. Obedecieron, y aquel irrisorio jefe fue aprisionado por sus mismos soldados.

Entretanto, un empleado de las larguezas de Valente, llamado Venusto, enviado hacía algún. tiempo a Oriente para pagar el sueldo a las tropas, al tener noticia de aquellos peligrosos acontecimientos, se había apresurado a refugiarse en Císico con los fondos de que estaba encargado. En esta plaza encontró a Sereniano, conde de los domésticos, que se había encerrado en ella para guardar el tesoro, con las tropas que había podido reunir apresuradamente. Sabido es que esta ciudad, famosa por sus antiguos monumentos, posee un recinto de murallas inexpugnables. Sin embargo, Procopio había reunido fuerzas considerables para sitiarla, con objeto de hacerse dueño del Helesponto lo mismo que de la Bitinia. Pero una nube de flechas, de piedras de honda y otras armas aplastaban a los sitiadores desde lo alto de las murallas, paralizando sus esfuerzos. Además, los habitantes, para cerrar el puerto a las naves enemigas, habían tendido a la entrada fuerte cadena de hierro, sujeta por los dos extremos. Después de una serie de combates encarnizados, jefes y soldados sitiadores comenzaban a cansarse, cuando un tribuno, llamado Aliso, tan hábil como resuelto, se ingenió para vencer el obstáculo de la manera que voy a decir.

Amarraron juntas tres naves, y sobre sus planas cubiertas se colocaron soldados, unos de pie, otros inclinados y los últimos en cuclillas, levantando todos los escudos sobre las cabezas, de manera que formasen unidos la especie de tortuga llamada bóveda, género de defensa que se emplea ventajosamente en los asaltos, porque las armas arrojadizas se deslizan por encima como la lluvia en los tejados. Protegido de esta manera contra las saetas, Aliso, que gozaba de extraordinario vigor corporal, consiguió, haciendo levantar la cadena por medio de fuertes palancas de madera, romperla a hachazos, abriendo de este modo libre paso a la ciudad, que quedaba ya sin defensa. El heroísmo de esta hazaña valió a su autor, hasta después de la muerte del jefe de la rebelión, y en medio de los rigores de que eran objeto sus cómplices, la vida salva y la conservación de su categoría. Vivió mucho tiempo después, encontrando la muerte en un combate con una banda-de ladrones isaurios.

Procopio, a quien este triunfo aseguraba la posesión de la ciudad, se apresuró a entrar en ella y perdonó a cuantos habían tomado parte en la defensa, exceptuando solamente a Sereniano, a quien mandó cargar de cadenas y custodiar estrechamente en Nicea. En seguida confirió al joven Hormisdas, hijo del regio proscripto Hormisdas, la dignidad de procónsul, con los antiguos atributos civiles y militares de este cargo. Hormidas mostró en él la moderación que formaba la base de su carácter. Perseguido más adelante en los desfiladeros de la Frigia por los soldados. que Valente había enviado para cogerle, tan perfectamente tomó sus disposiciones, que una nave que tenía preparada a todo evento pudo, en medio de una lluvia de flechas, recibirle juntamente con su esposa, que le seguía, y a la que casi tuvo que arrancar de las manos de sus comunes perseguidores. Aquella mujer, de noble y opulenta familia, con su prudente y enérgica conducta, salvó después a su marido de inminente peligro.

Con esta victoria creyóse Procopio elevado sobre la humanidad, olvidando que al que es dichoso por la mañana, la fortuna, con una vuelta de su rueda, lo hace por la tarde el más desgraciado de los hombres. La casa de Arbación que, por antigua conformidad de sentimientos, había respetado hasta entonces como la suya, por su orden la despojaron un día de todas las preciosidades que encerraba; y esto porque el propietario se había excusado, con las enfermedades de su vejez, de presentarse a él después de recibir orden para ello. Todo retraso parecía peligroso al usurpador, y, sin embargo, en vez de obrar él mismo con rapidez en las provincias que, encorvadas bajo yugo demasiado pesado, suspiraban por nuevo régimen, se entretuvo puerilmente en negociar en tanto con una ciudad, en tanto con otra y asegurarse la cooperación de gentes hábiles en desenterrar tesoros. Necesitaba, sin duda, dinero para la terrible guerra que debía esperar; pero se entorpeció en estas contemporizaciones como la espada que se enmohece. De esta misma manera Pacencio Níger, llamado por los votos del pueblo romano como última esperanza, perdió un tiempo precioso en Siria y dejó que se le adelantase Severo. Vencido en Issus, como lo fue en otro tiempo Darío, no tuvo otro recurso que la fuga, y pereció, por mano de obscuro soldado, en un arrabal de Antioquía.

(Año 366 de J. C.)

Estas cosas habían ocurrido en lo más recio del invierno, bajo el consulado de Valentiniano y Valente. La magistratura suprema pasó entonces a Graciano, simple particular todavía en esta época, y a Dagalaifo. Al comenzar la primavera, Valente, llevando por lugarteniente a Lupicino, a la cabeza de numerosas fuerzas, marchó a Tesinonta, ciudad frigia en otro tiempo, y hoy gálata; y después de dejar guarnición suficiente para mantener el orden en sus barrios, se dirigió con rapidez a la Licia, con el propósito de atacar a Gomoario, que permanecía allí inactivo. Este proyecto tenía muchos contradictores, quienes para apartarle de él insistían enérgicamente en la presencia en las filas enemigas de la hija de Constancio y de su madre Faustina. Procopio las hacía recorrer en litera el frente de su ejército, con objeto de inflamar el valor del soldado con la presencia de aquel retoño de sus antiguos señores, cuya sangre, repetía a cada momento, corría también por sus venas. Este mismo medio pusieron en práctica antiguamente los macedonios que, en una guerra con sus vecinos de la Iliria, hicieron colocar detrás de sus filas la cuna de su rey niño, con objeto de que se inflamase más y más su ardor por vencer ante el temor de que cayese el regio niño en manos de sus enemigos.

En cambio de estas astucias, el Emperador supo atraerse un partidario capaz de hacer inclinar la balanza en favor suyo. Desde que terminó su consulado, Arbación vivía retirado de los negocios. Valente le invitó a que viniese a su corte, seguro de que solamente la presencia de este veterano de Constantino haría volver al deber a muchos rebeldes, como así sucedió en efecto. Muchos retrocedieron cuando se oyó a aquel decano del ejército, el primero de los generales en edad y dignidad y tan venerable por sus canas, tratar de bandido a Procopio, y, dirigiéndose a los soldados que habían faltado, llamarles hijos, compañeros de sus viejos servicios, y suplicarles que se entregasen a él como a un padre, antes que obedecer a un miserable justamente desacreditado, cuyo castigo no podía tardar mucho tiempo. La impresión que produjo alcanzó hasta Gomoario, quien, pudiendo eludir el ataque y retirarse sin pérdidas, prefirió marchar voluntariamente al campamento de Valente y, gracias a la proximidad, suponerse sorprendido por fuerza superior.

Reanimado con estos éxitos, Valente trasladó su campamento a Frigia, donde los enemigos habían reunido sus fuerzas cerca de Nicolia. Pero en el momento de llegar a las manos, Agilón, que los mandaba, abandonó repentinamente las enseñas. Muchos de los suyos imitaron su deserción cuando ya se excitaban al combate, pasando a las filas contrarias con las enseñas bajas y los escudos al revés, como proclamando ellos mismos la deserción.

Desesperando Procopio de su fortuna ante tan inesperado caso, huyó a pie, buscando refugio en los bosques y montañas inmediatas, siguiéndole únicamente los tribunos Florencio y Barchalba. Este último había militado con distinción en todas las guerras desde el reinado de Constancio, y había entrado en la rebelión antes por necesidad que de buen grado. Los tres vagaron durante toda la noche, iluminados constantemente por la luna, cuya claridad aumentaba su temor. Procopio, como de ordinario sucede en las circunstancias desesperadas, no encontraba en sí mismo ningún recurso; y viendo sus dos compañeros que no existía esperanza alguna de salvación, arrojáronse de pronto sobre él, le maniataron, y, en cuanto amaneció, le llevaron al campamento del Emperador, ante quien permaneció mudo e inmóvil. Inmediatamente le cortaron la cabeza, sepultándose con él aquella naciente guerra civil. Su suerte tiene analogía con la de Perpenna, que ocupó por un momento el poder, después de haber degollado en un festín a Sertorio; pero que, descubierto a poco en un huerto donde se había refugiado, fue llevado a Pompeyo y ejecutado por orden suya.

Florencio y Barchalba, que le habían entregado, fueron condenados también a muerte, víctimas del mismo movimiento de indignación contra la revuelta: rigor irreflexivo, porque si hubiesen sido traidores a un príncipe legítimo, sin duda alguna habrían merecido su suerte; pero habían hecho traición a un rebelde, a un perturbador de la tranquilidad pública, y tenían derecho, por el contrario, a señalada recompensa.

Procopio tenía al morir cuarenta años y diez meses. Su exterior era bastante agradable; su estatura más que mediana, aunque algo encorvado, y miraba siempre al suelo al andar. Por su melancolía y carácter reconcentrado tenía algún parecido con Crasso, de quien Lucilo y Cicerón aseguran no rió más que una vez en su vida; lo que en él se conciliaba, cosa rara por cierto, con un carácter completamente inofensivo.

Al tener noticia de la muerte de Procopio, su pariente, el protector Marcelo, se introdujo de noche en el palacio donde custodiaban a Sereniano, le sorprendió y le mató, muerte que salvó a muchos. Carácter áspero y devorado por el deseo de hacer daño, si Sereniano hubiese visto triunfar a su partido, hubiese ejercido mucha influencia sobre un príncipe cuyo carácter se le parecía y que era casi compatriota suyo; habría impulsado su inclinación a la crueldad, cuyo secreto había sorprendido, y habrían corrido raudales de sangre.

En cuanto Marcelo se deshizo de Sereniano, marchó para apoderarse de Calcedonia, y, sostenido por un puñado de partidarios a quienes la práctica del vicio o la desesperación impulsaba al crimen, vino a ser él también fantasma de Emperador. Doble desengaño le había llevado a aquella resolución fatal. Los reyes godos, a quienes el pretendido parentesco de Procopio con la familia de Constantino disponía en favor suyo, le habían enviado un socorro de 3.000 hombres, que Marcelo esperaba atraer a su propia causa mediante ligero sacrificio de dinero: además, contaba con la tentativa sobre Iliria, cuyo resultado se ignoraba todavía.

Cuando los acontecimientos se encontraban en este estado, instruido Equicio por informes seguros de que todos los esfuerzos de la guerra iban a reconcentrarse en Asia, había atravesado el paso de Succos, queriendo a toda costa recobrar a Filipópolis, la antigua Eumolpiada, ocupada a la sazón por los rebeldes. Capital importancia tenía para él en todo caso la posesión de esta plaza, y en el supuesto de que hubiese tenido que cruzar la región del Hemus para socorrer a Valente (porque todavía ignoraba lo ocurrido en Nacolia), hubiese sido expuesto dejarla a la espalda en poder del enemigo. Pero informado casi inmediatamente de la algarada de Marcelo, envió un destacamento de hombres inteligentes y valerosas para apoderarse de él como de esclavo refractario y le hizo encerrar en una prisión, de la que no salió sino para sufrir el tormento y la muerte con sus cómplices. Sin embargo, hay que celebrar en Marcelo el haber libertado al mundo de Sereniano, monstruo tan cruel como Falaris, y ministro complaciente de la barbarie de dos amos que solamente pedían pretextos para entregarse a ella.

La muerte del jefe de la sublevación puso fin a los estragos de la guerra; pero en los castigos impuestos a sangre fría, se traspasó frecuentemente la medida de la equidad, siendo inflexibles especialmente con la guarnición de Filipópolis, que no se rindió con la ciudad hasta la exhibición de la cabeza de Procopio, que llevaban a las Galias y que les mostraron al pasar. Sin embargo, el rigor no dejó de flaquear en ocasiones ante peticiones influyentes; por ejemplo: Araxio, que por sus intrigas se había hecho dar la prefectura en el momento mismo en que estallaba la sublevación, consiguió, por mediación de su yerno, que se le relegase a una isla de la que no tardó en evadirse. Eufrasio y Tronemo, enviados a Valentiniano en Occidente, para que decidiese acerca de ellos, por el mismo delito, el uno fue absuelto y el otro deportado a Querronesa; tratándose de esta manera a Tronemo por la única razón de que agradaba a Juliano, cuya memoria era odiosa a los dos hermanos, tan lejos de valer lo que él y de parecérsele.

Pero muy pronto sobrevinieron calamidades mucho más terribles que las de las batallas. Al abrigo de la paz, vióse abrir sangrienta serie de informaciones judiciales y al verdugo llevando la tortura y la muerte a todas las clases, sin distinción de edad ni posición. Universal concierto de execraciones saludó aquella victoria, más cruel mil veces que la misma muerte. Al menos, cuando la bocina resuena, la igualdad de probabilidades hace considerar la muerte con menos horror, y triunfa el valor o la muerte viene de repente y sin ignominia; al cesar de vivir se concluye de padecer, y a esto queda reducido todo. Pero ante jueces inicuos, cubiertos con máscara de respeto a la justicia, Catones serviles, Cassios hipócritas, que se mueven a una señal del amo, absolviendo o matando según su capricho, la muerte es un mal espantoso, cuya proximidad muy bien puede hacer temblar. Los que en aquel tiempo ambicionaban el bien ajeno encontraban fácil acogida en la corte. Presentándose con una acusación, teníase la seguridad de ser recibido como familiar, como íntimo, y, por manifiesta que fuese la injusticia, de enriquecerse con los despojos del inocente. El Emperador, que era maligno por carácter, recibía y alentaba estas denuncias, gozando extraordinariamente con la multitud de suplicios. Nunca había leído este hermoso pensamiento de Cicerón: «La desgracia mayor es creer que todo nos está permitido.» Tantos ciegos rigores, en una causa justa, deshonran la victoria. Millares de víctimas fueron clavadas en el caballete o azotadas por el verdugo; y muchos inocentes, que hubiesen preferido mil veces perecer en el campo de batalla, sufrieron el destrozo de sus costados, el despojo de sus bienes, como reos de lesa majestad, o expiraron con el cuerpo en pedazos, en tormentos más espantosos que la muerte.

En fin, cuando la sed de sangre quedó satisfecha, llegó el turno a las confiscaciones, destierros y otras penas, que se pretende calificar de suaves, pero que son verdaderas calamidades y que cayeron sobre los más encumbrados. Más de un personaje de noble familia, tan rico en virtudes como en patrimonio, fue privado de sus bienes y marchó al destierro a mendigar el socorro de precaria caridad, y todo por aumentar el caudal de éste o el otro favorito; no teniendo otro límite estos males que la saciedad del príncipe y de los palaciegos, hartos de despojos después de haberse hartado de sangre.

En las calendas de Agosto, bajo el consulado de Valentiniano y de su hermano, y antes del fin de la rebelión, cuyos diferentes aspectos y catástrofe acabo de referir, el mundo entero se conmovió con un terremoto sin ejemplo en las fábulas ni en la historia. Poco después de salir el sol, y precedido por tremendos truenos que se sucedían sin interrupción, terrible sacudida quebrantó todo el continente hasta su base. La masa entera de las aguas del mar se retiró, dejando en seco sus profundas cavidades, y toda la población del abismo palpitante sobre el lodo. Por primera vez desde que existe el mundo, el sol iluminó con sus rayos las altas montañas e inmensos valles cuya existencia no se hacía más que suponerla. Los tripulantes de las naves, encalladas o soportadas apenas por lo que quedaba de agua, pudieron coger con la mano los peces y las conchas. Pero de pronto cambió la escena: las olas rechazadas volvieron más furiosas, invadiendo islas y tierra firme, y nivelando con el suelo las casas de las ciudades y de los campos; pareciendo que los elementos se habían conjurado para mostrar sucesivamente las convulsiones más extrañas de la Naturaleza. Multitud de individuos perecieron sumergidos por este imprevisto y prodigioso regreso de la marea. El reflujo, después de la violenta irrupción de las olas, dejó ver muchas naves perdidas en la playa y millares de cadáveres yaciendo en todas posiciones. En Alejandría grandes embarcaciones fueron llevadas hasta encima de los techos de las casas, y yo mismo he visto cerca de la ciudad de Methona, en Laconia, el casco apolillado de una nave lanzada por las olas a cerca de dos millas de la playa.

LIBRO XXVII

Victoria de los alemanes, quedando entre los muertos los condes Charietton y Severiano.—Joviano, jefe de la caballería en las Galias, derrota separadamente a dos cuerpos de bárbaros y detroza otro, matando o hiriendo diez mil hombres.—Simaco y Lampadio y Juvencio, sucesivamente prefectos de Roma.—Damaro y Ursino, bajo la administración del último, se disputan el episcopado.—Descripción de las siete provincias de la Tracia y mención de las diferentes ciudades que se encuentran en ella.—Guerra de tres años hecha por Valente a los godos, que contra él habían enviado socorros a Procopio. Paz que la termina.—Con el consentimiento del ejército, Valentiniano confiere a su hijo Graciano el título de Augusto, y, habiéndole revestido la púrpura, le dirige una exhortación y lo recomienda a los soldados.—Irascibilidad, carácter rudo y crueldades de Valentiniano.—Los pictos, attacotos y escoceses causan estragos en la Bretaña, después de matar a los romanos un duque y un conde. El conde Teodoro los derrota y les arrebata el botín.—Estragos ejercidos por tribus moras en África.—Valente reprime el bandolerismo de los isaurios.—Prefectura de Pretextato.—Valentiniano pasa el Rhin, y, después de un combate mortífero para los dos bandos, derrota a los alemanes que se habían situado en una montaña elevada y los dispersa.—Carácter de Probo, su elevado nacimiento, riquezas y dignidades.—Guerra entre los persas y los romanos por la posesión de la Armenia y de la Iberia.

 

Durante esta rápida serie de acontecimientos en Oriente, los alemanes se habían repuesto en parte de los rudos golpes con que Juliano quebrantó su poder, y el despecho por lo que habían sufrido les llevaba a maltratar de nuevo las fronteras de la Galia, que por largo tiempo habían respetado. En las calendas de Enero, aprovechando el extremado rigor del invierno en aquellas heladas comarcas, hicieron irrupción muchas bandas a la vez, y, divididas en tres grupos, se extendieron, saqueando el país. Charietton, que mandaba con el título de conde en las dos Germanias, avanzó contra el primer cuerpo con las mejores tropas que tenía. Había llamado en socorro suyo a Severiano, conde también como él, que se encontraba en Calibona con los divitenses y tongrianos. Cuando tuvieron reunidas todas sus fuerzas, lanzaron con prontitud y decisión un puente sobre un río medianamente ancho; y en cuanto vieron al enemigo, trabóse la pelea con nubes de saetas y flechas, que los bárbaros devolvieron con creces a los romanos. Pero cuando se llegó a combatir con la espada, nuestra línea de batalla, quebrantada por el impetuoso choque de los bárbaros, perdió el vigor y la energía, y al ver a Severiano caer del caballo herido por una saeta, emprendió de pronto la fuga. En vano reconvenía Charietton a los fugitivos, y, oponiéndoles su cuerpo por barrera, quiso que lavasen la mancha peleando a pie firme; él mismo recibió mortal herida. Después de su muerte, los bárbaros se apoderaron de la enseña de los hérulos y de los batavos, y, colocándola en evidencia, bailaron en derredor con gritos de insulto y de triunfo. Este trofeo no se recobró hasta más adelante y después de muchos combates.

(Año 367 de J. C.)

A pesar de la consternación que produjo este desastre, inmediatamente se envió a Dagalaifo a París para que procurase repararlo; pero no hizo más que contemporizar, alegando que las fuerzas de los bárbaros estaban demasiado divididas para permitirle descargar un golpe decisivo, Llamáronle muy pronto para recibir con Graciano la investidura del consulado, y Jovino, jefe de la caballería, tomó el mando en lugar suyo. Poseía éste un cuerpo de ejército completo y en buen estado: atendió cuidadosamente a resguardar sus flancos, y, sorprendiendo en Scarponna al cuerpo más numeroso de los bárbaros, antes de que pudiesen acudir a las armas, les exterminó hasta el último. Este triunfo, conseguido sin pérdida alguna, exaltó extraordinariamente el ánimo de los soldados, aprovechándolo aquel hábil general para aplastar el segundo cuerpo. Avanzando con iguales precauciones, enteróse de que otro grupo de bárbaros, después de talarlo todo en las inmediaciones, descansaba en las orillas del río. Jovino continuó silenciosamente la marcha, oculto por un valle forestal, hasta que al fin vio claramente a los enemigos ocupados, unos en bañarse, otros en peinar su rubia cabellera al uso de su país, y la mayor parte bebiendo. El momento era favorable: manda tocar la bocina y cae sobre aquellos bandidos, que tenían dispersas las armas. Los germanos no pudieron formarse ni reunirse, y solamente opusieron a sus vencedores gritos y vanas amenazas. Toda aquella multitud cayó bajo nuestras lanzas y espadas, exceptuando algunos, muy pocos, que consiguieron escapar vivos, debiendo la salvación a la rapidez con que huyeron por senderos estrechos y extraviados.

Con este gran resultado, en el que tanta parte tenía la fortuna como el valor, creció todavía más la confianza de las tropas. Jovino se dirigió sin dilación, explorando siempre el terreno con prudencia, contra el tercer ejército, que encontró reunido cerca de Catelaunos y preparado para pelear. Acampó en terreno favorable, se atrincheró y dedicó una noche al descanso de las tropas. Al salir el sol, dispuso hábilmente sus fuerzas en vasta llanura, de manera que presentasen, aunque menores en número, pero no en valor, un frente de batalla igual al de los bárbaros. En el momento en que se reunían al son de trompetas, los germanos se detuvieron, intimidados un instante a la vista de nuestras enseñas; pero en seguida se repusieron y el combate se prolongó hasta la noche. El valor de nuestros soldados brilló con su ordinaria superioridad, y casi sin pérdidas hubiesen recogido inmediatamente el fruto de sus esfuerzos, si Balcobaudes, tribuno de la armadura, más valiente en palabras que en obras, no se hubiese retirado vergonzosamente al acercarse la noche. Esta cobardía hubiese hecho inevitable la derrota, si las demás cohortes siguieran su ejemplo, no quedando de nosotros ni uno vivo para llevar la noticia. Pero los soldados se mantuvieron firmes, y tan seguros golpes descargaron, que mataron al enemigo seis mil hombres, hiriéndole cuatro mil; mientras que nosotros solamente perdimos dos mil hombres, de ellos doscientos heridos.

La noche, que puso fin al combate, reparó nuestras extenuadas fuerzas; y al amanecer, el valiente general, que había formado ya en cuadro su ejército, vio que el enemigo había aprovechado la obscuridad para huir. Al atravesar aquella inmensa llanura despejada, en que no podía temerse sorpresa alguna, hollaban montones de heridos con los miembros rígidos, que habían sucumbido prontamente por la pérdida de sangre y el rigor del frío. Después de caminar de esta manera algún tiempo sin encontrar a nadie, retrocedía Jovino, cuando supo que un destacamento de hastatos, que había enviado por otro camino a saquear las tiendas de los alemanes, se había apoderado de su rey, que llevaba solamente débil escolta y lo había ahorcado. En su justo enojo quiso al pronto castigar duramente al tribuno que realizó aquel acto de autoridad; y su condenación era segura, de no probarse que el arrebato del soldado no le dio tiempo para intervenir.

Después de esta gloriosa expedición, emprendió Jovino el camino de París, saliendo regocijado el Emperador a su encuentro, y poco después le designó cónsul. Había llegado al colmo la satisfacción de Valentiniano, porque acababa de recibir de Valente, como homenaje, la cabeza de Procopio. Otros combates menos importantes se libraron todavía en diferentes puntos de la Galia; pero la poca monta de sus resultados no merece que nos ocupemos de ellos, porque no es propio de la historia descender a detalles de tan escaso interés.

Por esta época, o poco antes, la Toscana annonaria presenció un prodigio que burló la ciencia de los más hábiles en adivinación. En Pistora, un día a la tercera hora, ante numeroso concurso de personas, un asno subió al tribunal y comenzó a rebuznar con notable continuidad, dejando estupefactos a cuantos lo vieron u oyeron referir el caso. En vano se formaron al pronto conjeturas acerca del sentido del pronóstico, que, sin embargo, no tardaron en explicar los acontecimientos. Terencio, natural de aquella ciudad y panadero de profesión, habiendo acusado de peculado al ex prefecto Orfito, obtuvo como recompensa la administración de la provincia a título de corrector. Mostróse tan insolente como inquieto, y pereció bajo la prefectura de Claudio por mano del verdugo, convicto, según se dice, de haber prevaricado en el asunto de los transportes por agua.

Mucho antes había tenido Aproniano por sucesor a Símmaco, que puede citarse como uno de los hombres más instruidos y modestos. En la ciudad eterna nunca estuvieron más aseguradas las subsistencias y, por consiguiente, la tranquilidad, que bajo su prefectura. Símmaco tiene la gloria de haber dejado un puente tan magnífico como sólido a sus conciudadanos, cuya ingratitud fue notoria, puesto que pocos años después quemaron la soberbia casa que poseía al otro lado del Tíber; solamente porque no sé qué individuo de la clase más baja del pueblo, a la aventura y sin prueba alguna, le atribuyó estas palabras: «Antes que vender mi vino al precio que me ofrecen, prefiero guardarlo para apagar cal.»

En seguida ocupó la plaza de Símmaco, Lampadio, que había sido prefecto del pretorio, que se ofendía si no admiraban en él hasta la manera de escupir, pretendiendo hacerlo de un modo tan pulcro que nadie podía imitarle; por otra parte, era hombre íntegro y hábil administrador. Este fue quien, al dar con brillantez los juegos de su investidura como pretor, viéndose agobiado por la gritería del populacho, que reclamaba en provecho de tal o cual favorito larguezas muchas veces inmerecidas, hizo presentarse algunos pobres de los que se colocan en las puertas del Vaticano, y les distribuyó, con su propia mano gruesas cantidades, para demostrar a la vez su liberalidad y su desprecio a los juicios populares. De su notoria vanidad no citaré más que un rasgo asaz inocente, como aviso a los ediles futuros. En todas partes donde la magnificencia de nuestros príncipes ha dotado a la ciudad de un edificio, escribía él su nombre como fundador del monumento y no sencillamente como restaurador. Dícese que Trajano tenía igual manía, lo que valió a este emperador el mote de herba parietaria.

Frecuentes tumultos turbaron la prefectura de Lampadio. Una vez (y éste fue el más grave) el populacho, armado con antorchas y blandones, arrojó muchos de ellos sobre su casa, situada cerca de las termas de Constantino, y la hubiesen reducido a cenizas a no ser por la pronta intervención de sus criados, que, ayudados por los vecinos, dispersaron desde los techos a los incendiarios arrojándoles tejas. Asustado el prefecto por las proporciones que había tomado el tumulto, se retiró desde el primer momento al puente Mulvio (que según dicen construyó el viejo Scauro), desde donde dictaba las medidas necesarias para disolver el motín, cuya causa era muy grave. Quería Lampadio construir nuevos edificios, o reparar antiguos, y en vez de imputar los gastos, como se hace en tales casos, al producto de los impuestos, cuando necesitaba hierro, plomo, cobre u otra cosa semejante, enviaba agentes suyos, so color de compra, para que se apoderasen de estos materiales, que no pagaba jamás. Estas exacciones, repetidas hasta lo infinito, habían concluido por sublevar a los pobres que eran víctimas de ellas y hubiesen maltratado al prefecto, de no ponerse prontamente en salvo.

Su sucesor Juvencio, antiguo intendente del palacio y pannoniano de nacimiento, era tan íntegro como mesurado. Su administración suave y circunspecta hizo reinar la abundancia, aunque la ensangrentó terrible discordia, cuya causa fue la siguiente: Dámaso y Ursino se disputaban con ahínco la sede episcopal, y el fanatismo de sus sectarios, tan exaltado como el de los bandos políticos, llegó algunas veces hasta apelar a la violencia y hasta el derramamiento de sangre. No era más posible al prefecto dulcificarlos que reprimirlos, y se vio relegado a un arrabal por sus furores. Dámaso consiguió triunfar en la lucha, y está averiguado que a la mañana siguiente se encontraron ciento treinta cadáveres en la basílica Sicinia (Santa María la Mayor), donde celebran los cristianos sus asambleas. Con sumo trabajo, y mucho tiempo después, se consiguió calmar aquella terrible efervescencia.

Verdaderamente, cuando considero el esplendor de esta dignidad en la capital, no me sorprenden tales excesos de animosidad en los competidores. El que la obtiene está seguro de enriquecerse con los generosos donativos de las matronas, de pasear en el vehículo más cómodo, de deslumbrar todos los ojos con el esplendor de su traje y de eclipsar en sus festines hasta la profusión de las mesas reales. ¡Cuántos se verían mejor inspirados si en vez de emplear como pretexto la grandeza de la ciudad para justificar su lujo, imitasen a algunos compañeros de las provincias, a quienes su frugal comida, su humilde exterior, sus ojos bajos, puras y austeras costumbres, recomiendan con justos títulos a Dios y a los verdaderos fieles! Pero dejemos esto y volvamos a nuestro asunto.

Mientras ocurrían estas cosas en Italia y las Galias, convertíase la 'Tracia en teatro de nuevos combates. Valente, por consejo de su hermano; que le dirigía en todo, acababa de declarar la guerra a los godos; resolución que tenía legítima causa en el socorro que este pueblo había proporcionado a Procopio durante la guerra civil. Diremos algo acerca de la situación y orígenes de esta comarca.

Fácil sería el trabajo si estuviesen conformes las noticias de los autores antiguos. Pero los libros se contradicen y no ayudan a descubrir la verdad que prometen; por lo que no hablaré más que de lo que he visto. La Tracia, como dice Homero, es un país de vastas llanuras y altas montañas: el poeta inmortal la hizo patria del aquilón y céfiro, siendo esto una ficción, o en su tiempo se comprendía bajo el nombre de Tracia una extensión de país mucho más considerable, habitado por pueblos salvajes. El territorio de los scordiscos formaba indudablemente parte de ella, y en nuestros días pertenece a una provincia muy lejana. Nuestros anales nos dicen cuál era la brutal ferocidad de aquella raza, que sacrificaba sus prisioneros a Marte y a Belona, y bebía con delicia sangre en cráneos humanos. En las guerras que sostuvo con ellos, experimentó Roma frecuentes reveses, y últimamente pereció allí un ejército entero con su jefe.

En sus dimensiones actuales la Tracia tiene la figura de media luna o, si se quiere, la de magnífico anfiteatro. A su extremo oriental se encuentran los escarpados montes que forman el desfiladero de Succos, que separan la Tracia de la Dacia. Al Norte las recortadas cumbres del Hemus y el río Ister, que, por el lado romano, baña el pie de muchas ciudades y fortificaciones y castillos. A la derecha y al Mediodía se alzan las majestuosas crestas del Rhodopes. A Levante la limitan el estrecho, cuyas aguas, viniendo del Ponto Euxino, corren a confundirse con las olas del mar Egeo, formando angosta separación entre los dos continentes. La Tracia toca también a la Macedonia por un punto de su límite oriental, y la comunicación entre ambas comarcas se verifica por una garganta estrecha y abrupta, llamada Acontisma. Encuéntrase cerca de aquí el valle de Aretusa, la estación del mismo nombre donde se enseña la tumba del célebre poeta trágico Eurípides; la Stagira, patria de Aristóteles, boca de oro, como le llama Cicerón. Habitaban en otro tiempo esta comarca pueblos bárbaros, diferentes en costumbres y lenguaje, siendo los más temibles los Odrysos, tan sedientos de sangre humana, que cuando no tenían enemigos que combatir, en medio de sus comidas, ebrios de vino y repletos de alimentos, volvían el hierro contra sus propios miembros.

Cuando el poder romano tomó incremento bajo el gobierno de los cónsules, a fuerza de perseverancia consiguió Marco Didio vencer a esta nación, hasta entonces indomable, que vivía sin culto ni leyes. Druso supo en seguida contenerla en sus límites naturales. Minucio la destrozó en una gran batalla en las orillas del Hebrum, que tiene su origen en las montañas de los Odrysos; y lo que quedaba de ellos pereció en otro combate con el procónsul Appio Claudio, apoderándose entonces la flota romana de las ciudades del Bósforo y de la Propóntida. Después de estos generales apareció Lúculo, que en una sola expedición abatió la ruda nación de los Bessos, y redujo, a pesar de su enérgica resistencia, a los montañeses del Hemus. Su valor hizo pasar toda la Tracia bajo el yugo de nuestros mayores, y por esta conquista, largo tiempo disputada, añadió seis provincias nuevas al territorio de la república.

La primera de estas provincias, que confina por el Norte con la Iliria, es la Tracia propiamente dicha, que tiene como gloria las grandes ciudades de Filipópilis y Borea. La provincia del Hemus comprende Andrinópolis, llamada en otro tiempo Uscudama, y Anquialón. Viene en seguida la Mysia, donde se encuentra Marcianópolis, llamada así del nombre de la hermana de Trajano, Dorostora, Nicópolis y Odyssus. Más lejos está la Scitia, cuyas ciudades más populosas son Dionisópolis, Torni y Calatis. En fin, la provincia llamada Europa es la última de la Tracia por el lado del Asia. Cuenta ésta entre sus municipios otras dos ciudades notables, Apris y Perintho, que más adelante se llamó Heraclea, siendo limítrofe de esta última la provincia de Rhodopa, cuyas ciudades son Maximianópolis, Maronea y Ænos, construida por Eneas y abandonada en seguida para ir, bajo mejores auspicios, y después de vagar durante mucho tiempo por los mares, a fundar un establecimiento eterno en Italia.

Cosa reconocida es que los montañeses de esta comarca tienen sobre nosotros la ventaja de una constitución más sana y más robusta y vida más larga. Dícese que la razón de esto es que comen manjares fríos, y que su cuerpo, refrescado continuamente por el rocío, aspira aire más puro, participa más inmediatamente de la influencia vital de los rayos del sol y que los vicios no han penetrado todavía entre ellos. Dichas estas cosas, continuemos nuestro relato.

Después de la derrota de Procopio en Frigia, cuando quedó restablecido en todas partes el orden, Víctor, jefe de la caballería, fue enviado cerca de los godos para averiguar qué motivo había podido determinar a esta nación amiga, unida con los romanos por sincero tratado, a secundar con sus armas una empresa dirigida contra sus legítimos príncipes. Los godos presentaron para justificarse una carta de Procopio, en la que demostraba su derecho al imperio como pariente de Constantino; y añadieron que si se habían engañado, su error era perdonable.

Víctor transmitió la excusa a Valente, quien, considerándola completamente frívola, levantó sus enseñas contra los godos, que en seguida se enteraron de su marcha, y vino, al comenzar la primavera, a acampar con todas sus fuerzas cerca de la fortaleza de Dafnea. Arrojó sobre el Danubio un puente de barcas, sin encontrar resistencia, y como pudo recorrer la comarca en todos sentidos, no encontrando a nadie a quien combatir, ni siquiera expulsar delante, perdió todo freno su confianza. Efectivamente, el miedo se había apoderado de los godos al ver la imponente ostentación de fuerzas del ejército imperial, retirándose en masa a las abruptas montañas de los Serros, en las que nadie podía penetrar sin ser muy perito en aquellos parajes. Sin embargo, no queriendo dejar pasar toda la estación sin resultados, Valente hizo recorrer todo el país por destacamentos que dirigió Arintheo, jefe de la infantería, pudiendo apoderarse de parte de las familias de los enemigos antes de que se refugiasen en las alturas. Este fue el único fruto de aquella campaña, de la que regresó el príncipe sin haber experimentado pérdidas, pero también sin haber producido mucho efecto.

Al año siguiente el Emperador iba a entrar con ardimiento por el territorio enemigo, cuando le detuvo el desbordamiento del Danubio. Todo el estío estuvo acampado cerca del pueblo de Carpis; pero continuando la inundación, regresó a pasar el invierno en Marcianópolis.

Valente perseveró, y al siguiente año, un puente lanzado en Noviduno le abrió el territorio de los bárbaros, donde, después de largas marchas, alcanzó a la belicosa tribu de los gruthungos, y llevó delante de él a Athariarico, uno de los jefes más poderosos, que se creyó bastante fuerte para hacer frente al ejército. En seguida regresó el Emperador a Marcianópolis, posición muy cómoda para invernar.

Dos causas debían producir la terminación de la guerra después de este período de tres años. En primer lugar, la prolongada presencia del príncipe en su proximidad era continuo objeto de temor para los godos. En segundo lugar, la interrupción del comercio privaba a los bárbaros de las cosas más necesarias para la vida; viéndose, por tanto, reducidos a implorar la paz por medio de una legación. El Emperador, poco instruido, pero que poseía juicio muy seguro antes de que el veneno de la adulación hiciese su gobierno tan funesto para los asuntos públicos, decidió, después de haber oído a su consejo, que podía aceptarse la paz. Víctor, y después Arintheo, jefes de la infantería y caballería, recibieron el encargo de tratar; y habiendo confirmado sus cartas que los godos estaban dispuestos a aceptar las condiciones, solamente faltaba designar paraje conveniente para las negociaciones. Pero Athanarico alegó una prohibición de su padre y su propio juramento de no poner jamás el pie en territorio romano. El Emperador, por su parte, se habría rebajado yendo a él, resolviéndose la dificultad por medio de un subterfugio. Dispúsose el encuentro en medio del río en naves que llevarían, por un lado al Emperador y su comitiva, y por otro al jefe bárbaro para ratificar el convenio ajustado. Valente se hizo entregar rehenes y regresó en seguida a Constantinopla, a donde llegó más adelante el mismo Athanarico, arrojado de su patria por un bando. Allí murió y se le sepultó con magnificencia según el rito romano.

En medio de estos acontecimientos cayó gravemente enfermo Valentiniano, corriendo peligro su vida. Galos de la guardia del príncipe celebraron por entonces una reunión en la que se trató de elevar al trono a Rústico Juliano, guarda de los archivos. Este hombre gustaba por instinto de la sangre como las fieras, habiéndolo demostrado plenamente cuando gobernó el Asia con el título de procónsul, si bien se mostró más humano en la prefectura de Roma, que desempeñaba cuando murió: pero dependía esto de la necesidad y el temor, porque no dudaba que debía aquellas elevadas funciones al poder precario de un tirano y a la falta de súbditos más dignos. Otro partido ponía sus miras en Severo, jefe de la infantería, como merecedor de la autoridad suprema. Este era duro y temido; pero en último caso era varón de otro carácter y preferible bajo todos conceptos al primero.

El Emperador recobró, sin embargo, la salud en medio de estas vanas intrigas; y apenas restablecido, meditaba ya la elevación al poder de su hijo Graciano, que frisaba entonces en la edad viril. Preparóse todo anticipadamente para la ceremonia y disponer el ánimo del ejército; en seguida llamó a Graciano, y subiendo con él a un tribunal alzado en el campo de Marte, rodeado de los principales personajes de la corte, cogió por la mano al príncipe, y, presentándolo a la asamblea, lo recomendó con la alocución siguiente:

«El fausto testimonio de vuestra benevolencia; la púrpura de que me habéis considerado digno entre tantos varones ilustres, me permite llevar a cabo, bajo vuestros auspicios y con el apoyo de vuestros consejos, un deber de naturaleza a la vez que de buena política, y que bendecirá Dios, protector de este Imperio. Recibid, pues, favorablemente, valientes amigos, la comunicación que voy a haceros; y estad convencidos de que, a pesar de la voz de la sangre que me habla, nada quiero decidir sin vosotros, sin vuestra aprobación, que es la única que puede dar fuerza y vigor a mi resolución, y con la que todo me será fácil en lo sucesivo. Ved aquí a mi hijo Graciano, a quien el tiempo ha hecho hombre y cuya educación común con la de vuestros hijos, os debe hacer tan querido como a mí mismo. Quiero, si el cielo ayuda mi cariño de padre, dar, al asociarle a la dignidad augusta, una prenda más a la seguridad pública. No ha hecho como nosotros, desde la cuna, el duro aprendizaje de las armas, ni soportado las duras pruebas de la adversidad. Corno veis, todavía no se encuentra en estado de soportar las rudas fatigas de la guerra y el polvo de un campo de batalla. Pero puedo decir que lleva consigo el germen del valor y virtudes de sus antepasados. Le he estudiado mucho, y aunque sus costumbres y gustos no están formados aún, vese ya, y su educación lo garantiza, suficientemente, que sabrá juzgar del mérito de las cosas y de los hombres. Con él serán apreciados los buenos. Al lado constantemente de las águilas y de las enseñas, hasta les precederá para correr a la gloria, soportando los ardores del sol y el penetrante frío de la nieve y el hielo, sabrá, si es necesario, haceros muralla con su cuerpo y dar su vida por los suyos. En fin, para abarcar con una palabra toda la extensión de sus obligaciones, la república le será tan querida como la casa de sus abuelos.»

Apenas terminada la oración, resonaron halagüeños murmullos, mostrando extraordinario regocijo todas las filas del ejército, como si cada soldado tuviese empeño en demostrar la parte que tomaba en aquel solemne acto. Graciano fue proclamado Emperador al sonido de todas las trompetas reunidas, mezclándose el de las armas. Valentiniano auguró favorablemente, y, después de haber abrazado a su hijo y revestídole los ornamentos del rango supremo, se dirigió también al joven, radiante bajo su nuevo traje, quien escuchó atentamente a su padre:

«Ya te encuentras, Graciano querido, por mi voto y el de mis compañeros de armas, revestido con la púrpura imperial. Imposible es obtenerla bajo mejores auspicios. Acostúmbrate como colega de tu padre y de tu tío a llevar tu parte de la carga de los asuntos públicos; a hollar, si es necesario, el helado lecho del Rhin y del Danubio; a no poner a nadie entre ti y tu ejército; a derramar, aunque no inconsideradamente, tu sangre por tus súbditos; en fin, a no considerar como extraño para ti nada de lo que concierne a tu pueblo. Nada más te digo hoy; pero en caso necesario, no te faltarán mis consejos. En cuanto a vosotros, valientes defensores del Imperio, os encargo a vuestro joven Emperador, rogándoos le consideréis con fidelidad y amor.»

A estas palabras, imponentes por la solemnidad del acto, Eupraxio, nacido en la Mauritania cesariense, y a la sazón guarda de los archivos, exclamó antes que todos: «La familia de Graciano tiene derecho a este honor.» Y en el acto se le hizo cuestor. Muchos rasgos de su conducta en este cargo pueden citarse como ejemplos dignos de imitar. Mostróse fiel servidor, pero no servil; inflexible y sin pasión como la ley, que no distingue a nadie, y tanto más incapaz de transacción, cuanto que tenía por amo al príncipe más irascible e inclinado a la arbitrariedad. Mucho se alabó entonces a los dos Emperadores, especialmente al más joven, porque el brillo de sus ojos, la gracia de su semblante y de toda su persona, la bondad de su carácter, hubiesen formado conjunto para sostener la comparación con los príncipes más completos, si, demasiado débil todavía para las pruebas que le esperaban, aquel noble corazón hubiese sabido defenderse mejor contra la influencia de los malos consejos.

Al conferir el título de Augusto, y no el de César, a su hermano y a su hijo, Valentiniano puso el amor de familia por encima de la costumbre establecida. El único ejemplo antiguo de caso semejante es el que dio Marco Aurelio asociando a su poder, bajo el concepto de igualdad completa, a su hermano adoptivo Vero.

(Año 368 de J. C.)

Apenas habían transcurrido algunos días desde la solemne manifestación de la concordancia de miras del poder y del ejército, cuando Mamertino, prefecto del pretorio, a su regreso de Roma, a donde había ido a corregir algunos abusos, fue acusado de concusión por Aviciano, ex vicario de África. Reemplazó a Mamertino, Vulcacio Rufino, a quien debe citarse como varón perfecto en todos puntos y tipo de honrada longevidad, exceptuando que no dejaba escapar ocasión alguna de ganancia cuando podía aprovecharla sin escándalo. Rufino logró el llamamiento de Orfito, ex prefecto de Roma, y la restitución de los bienes al desterrado.

Al comenzar su reinado, Valentiniano se había esforzado para dominar los movimientos de furor a que se encontraba sujeto, queriendo burlar la opinión acerca de la notoria irascibilidad de su carácter. Pero no por esto dejaba de fermentar en él esta pasión, haciendo más víctimas su explosión por lo mismo que había estado más comprimida. Los filósofos llaman a la cólera una úlcera del alma, difícil de curar, si no incurable, cuya causa es una debilidad moral. Apóyanse en un argumento especioso, a saber: que los enfermos son más irascibles que las personas sanas, las mujeres más que los hombres, los ancianos más que los jóvenes, y los desgraciados más que los favorecidos por la fortuna.

Entre los actos de crueldad que ejecutó Valentiniano contra los individuos de rango inferior, debe citarse el suplicio de Dioclés, ex tesorero de largueza en Iliria, que pereció en la hoguera por leve falta, y la pena de muerte impuesta también a Diodoro, ex intendente de Italia, y a tres aparitores del vicario, únicamente porque el conde se había quejado de que Diodoro le había intentado un proceso civil, y los aparitores, por orden del tribunal, en el momento de una marcha, se habían atrevido a manifestarle que tenía que responder ante la justicia. Los cristianos de Milán honran estas víctimas, y el paraje de su sepultura se llama todavía hoy Los Inocentes. En otra ocasión ordenó el Emperador la muerte de los decuriones de tres ciudades, por haber, por mandato legal de un juez, apresurado la ejecución de un tal Majencio, que era de Pannonia. «Príncipe, le dijo entonces Eupaxio, escucha antes los consejos de la moderación. Esos mismos hombres a quienes haces perecer como criminales, la religión cristiana los considera mártires, es decir, almas agradables a Dios.» El prefecto Florencio imitó esta valerosa libertad, atreviéndose a decir un día, al enterarse de que por una bagatela el Emperador había dado la misma orden contra tres decuriones de cierto número de ciudades: «¿Y si alguna de esas ciudades no cuenta tres magistrados, habrá que aplazar la ejecución hasta que esté completo el número?» Valentiniano mostraba a veces un refinamiento de tiranía cuya mención solamente subleva. Cuando un litigante se dirigía a él para recusar la jurisdicción de un enemigo poderoso y pedir otro juez, nunca dejaba, cualesquiera que fuesen los motivos de la recusación, de enviar al peticionario ante el mismo magistrado cuya parcialidad le era justamente sospechosa. Pero lo más horrible es esto: si un deudor del estado quedaba insolvente, «es necesario matarle», decía.

A tales extremos lleva el orgullo a aquellos soberanos que niegan el derecho de observación a sus amigos, y cuyos enemigos, helados por el miedo, no se atreven a desplegar los labios. No hay enormidad de que no se pueda ser culpable cuando se considera el capricho como el derecho de hacerlo todo.

Valentiniano marchaba apresuradamente desde Ambiano a Tréberis, cuando recibió aflictivas noticias de Bretaña. Los bárbaros se habían puesto de acuerdo para dominar por hambre al país, que se encontraba ya en el último extremo. Habían dado muerte al conde Nectarido, que mandaba en las costas, y hecho caer en una emboscada al duque Fulofaudes. Muy alarmado Valentiniano encargó primeramente a Severo, conde de los domésticos, que marchase a remediar el mal en lo posible; en seguida le llamó, reemplazándole con Jovino, que, apenas llegado, le envió a Provertuides para pedir al Emperador un ejército, porque la situación de las cosas exigía este empleo de fuerzas. Más y más inquieto acerca de la posesión de esta isla, el Emperador eligió en último caso para mandar en ella a Teodosio, conocido ya por brillantes éxitos, confiándole lo más escogido de las legiones y las cohortes. Parecía, pues, que esta expedición comenzaba bajo los mejores auspicios.

Cuando me ocupé de los hechos del reinado de Constantino, expliqué lo mejor que pude el flujo y reflujo y describí la posición de la Bretaña: creo, por consiguiente, inútil volver a hacerlo, porque, como Ulises entre los Feacios, tengo miedo al tedio de las repeticiones. Pero es cosa esencial hacer notar que los pictos formaban en esta época dos grupos, los dicalidones y los vesturiones, que, de acuerdo con los belicosos pueblos de los attacotos y escoceses, causaban por todos lados estragos. En los puntos de la isla más inmediatos a la Galia, los francos y sus vecinos los sajones hacían desembarcos y correrías por el interior, saqueando, incendiando, degollando cuanto caía bajo sus manos.

Estas eran las calamidades que llamaban a los extremos del mundo a este hábil capitán, para que, con el auxilio de la fortuna, los remediase. Teodosio marchó a la playa de Bononia, separada de la opuesta por estrecho brazo de mar, cuyas alternadas mareas en tanto agitaban la superficie, en tanto la dejan tranquila como una llanura y sin peligro alguno para el navegante. Embarcóse y saltó a tierra en Rutopia, excelente fondeadero de la otra orilla. Desde allí, seguido por los bátavos, los hérulos, jovianos y victorinos, tropas acostumbradas a vencer, llegó a la antigua ciudad de Lundinio (Londres), llamada después Augusta. Llegado a este punto, dividió sus fuerzas en muchos grupos, y cayendo sobre las partidas enemigas, cargadas de botín, las deshace y les quita los hombres y ganados de que se habían apoderado. Se restituyó lo suyo a los infelices despojados, exceptuando una parte pequeña como recompensa por los trabajos de los soldados. En seguida entró triunfante en la ciudad, antes abrumada por la desgracia; pero que se animaba de repente ante la esperanza que se le devolvía.

Tal comienzo infundió confianza a Teodosio, sin que por esto disminuyese su circunspección. Comparando diferentes planes, parecióle lo más seguro, considerando la multiplicidad de pueblos con quienes tenía que luchar y la dispersión de sus fuerzas, proceder por sorpresas, y deshacer en detalle enemigos cuyo valor salvaje no dejaba otras esperanzas de éxito. Las confesiones de los prisioneros y las manifestaciones de los desertores le confirmaron en esta opinión. En sus edictos prometió entonces la impunidad a los desertores que volviesen a las enseñas, y llamó a los soldados autorizados para permanecer ausentes, reuniéndose casi todos al primer aviso, lo cual era también indicio favorable. Pero viéndose abrumado por multitud de atenciones, pidió enviasen a Bretaña como prefectos a un hombre llamado Civilis, muy entendido y recto, y a Dulcicio, que había dado pruebas de conocimientos militares.

Tal era la situación de las cosas en Bretaña. Desde el advenimiento de Valentiniano, los bárbaros asolaban el África, prodigando muerte y saqueo en sus insolentes incursiones. Los males de este país, aumentados por la relajación de la disciplina, se encontraban agravados más y más por la avidez que se apoderaba de todos los ánimos, y de la que daba ejemplo a todos el conde Romano, aunque sabía hacer que recayese en otros la odiosidad de las exacciones. Odiado por su crueldad, lo era más todavía por el cálculo infame con que se adelantaba a los estragos de la guerra, y atribuía en seguida al enemigo el despojo de las provincias que él mismo había realizado: depredaciones protegidas por la connivencia de su pariente Remigio, maestre de los oficios, que tenía habilidad para presentar a Valentiniano bajo aspecto muy diferente la deplorable situación de África, y que, con sus falsos relatos, pudo burlar por mucho tiempo la agudeza de que se preciaba el príncipe.

Tengo el propósito de reservar para un relato especial y detallado las circunstancias del asesinato del presidente Ruricio y otros miembros de la embajada, así como también otras escenas de sangre que tuvieron lugar en aquel país. Pero ha llegado el tiempo de la verdad, y he de decir claramente lo que pienso. Una de las faltas de Valentiniano es haber dado, con grave perjuicio del Estado, el primer impulso a la arrogancia del ejército. Prodigó demasiado por esta parte los honores y las riquezas, y, lo que no es menos censurable en moral como en política, inflexible con los simples soldados, cerraba los ojos a los vicios de los jefes, que muy pronto perdieron todo freno, llegando a considerarse como dueños de todas las fortunas. Los legisladores de otros tiempos, por el contrario, estaban prevenidos contra la ambición y la preponderancia militares, hasta el punto de exagerar la aplicación de la pena capital, llevando a la práctica el principio inexorable de que, cuando ha faltado una muchedumbre, debe caer el castigo hasta sobre el inocente a quien la ciega suerte ofrece en sacrificio a la vindicta pública.

Por esta época bandas de isaurios se habían lanzado sobre las ciudades y ricos campos inmediatos, asolando la Pamfilia y la Cilicia, sin encontrar resistencia en ninguna parte. El espectáculo de este saqueo impune y de las devastaciones que dejaba en pos, conmovió al vicario del Asia, llamado Musonio, maestro de retórica en Atenas. Pero la administración estaba desordenada y desorganizadas las tropas, corrompidas por la molicie. Musonio decidió reunir en torno suyo algunos elementos de aquella milicia semiarmada, conocida con el nombre de Diomitas, y atacar a la primera banda que encontrase. Pero al intentar el paso de una estrecha garganta de aquellas montañas, no pudo evitar una emboscada, donde pereció con toda su gente. Este triunfo, que dio a los isaurios confianza para diseminarse, sacó al fin a nuestras tropas de la inacción. Diose muerte a algunos de aquellos bandidos, y rechazados los demás hasta sus tenebrosas guaridas, también allí fueron alcanzados, hasta el punto que, no encontrando ya descanso ni medios de subsistencia, por consejo de los habitantes de Germanicópolis, a los que siempre consideraron como jefes, aquellos bárbaros se decidieron a pedir la paz. Exigiéronles rehenes, que entregaron, y desde entonces permanecieron mucho tiempo sin cometer actos hostiles.

Encontrábase a la sazón Roma bajo la excelente administración de Pretextato, cuya vida entera es continuada serie de actos de integridad y rectitud. Este magistrado consiguió hacerse amar, al mismo tiempo que supo hacerse temer: habilidad muy rara seguramente, porque, en los subordinados, no se concilian fácilmente el cariño con el temor. Su autoridad y sabios consejos pusieron término a un cisma violento que dividía a los cristianos. Ursino fue expulsado, reinando entonces completa tranquilidad en la ciudad, con profunda satisfacción de los habitantes, pudiendo el prefecto aumentar su propia gloria por medio de algunas reformas útiles. Hizo desaparecer todas aquellas usurpaciones sobre la vía pública, llamadas Mæniana, prohibidas por las leyes antiguas; libró a los templos de las construcciones parásitas, con las que muchas veces el interés particular profana y deforma sus inmediaciones, y restableció por completo la uniformidad de pesos y medidas, único medio de impedir la exacción y los fraudes en el comercio. En fin, su conducta como juez le mereció el hermoso elogio que hizo Cicerón de Bruto: «El favor, al que nada concedía, iba unido, sin embargo, a todos sus actos.»

Por este mismo tiempo, durante una ausencia de Valentiniano, que creía bien guardado el secreto, un príncipe alemán llamado Rando, que había tomado mejor sus medidas, aprovechó que Moguntiacun estaba desguarnecida de tropas para introducirse en ella por sorpresa. Casualmente aquel día era una de las grandes solemnidades del cristianismo; y el jefe bárbaro pudo, sin pelear, llevarse innumerables prisioneros de toda condición y sexo y apoderarse de rico botín, Pero muy pronto nos compensamos de este descalabro. Habíanse empleado todos los medios para desembarazarnos de Viticabio, hijo de Vadomario, príncipe endeble y enfermizo, pero cuyo ardiente valor suscitaba contra nosotros continuamente a sus compatriotas. Después de muchas tentativas vanas contra su vida o su libertad, concluyó por sucumbir, por instigación nuestra, bajo los golpes de un criado suyo. Su muerte hizo que, por algún tiempo, fuesen menos vivas las hostilidades; pero temiendo el asesino que se descubriese su crimen, se apresuró a buscar la impunidad en territorio romano.

Iba a comenzar contra los alemanes una campaña más seria que las anteriores, preparada cuidadosamente con grande reunión de tropas; esfuerzo que exigía la seguridad del Imperio, gravemente comprometida por aquella turbulenta vecindad de enemigos cuyas agresiones eran incesantes. Nuestros soldados se mostraban muy decididos, cansados como estaban de vivir continuamente inquietos ante aquella nación, en tanto humilde hasta la bajeza, en tanto llevando hasta la exageración la insolencia de sus depredaciones.

En consecuencia de esto, el conde Sebastián recibió orden de concurrir a la expedición con las fuerzas que mandaba en Italia y en Iliria. Y en cuanto terminó el invierno, Valentiniano y Graciano, al frente de numerosas tropas, perfectamente armadas y abastecidas, pasaron el Rhin sin encontrar resistencia. Avanzaron, formando el cuadro, con los dos Emperadores en el centro, y los generales Jovino y Severo en las alas, para evitar todo ataque de flanco, y, precedido por guías seguros para no errar el camino, el ejército penetró en vastas soledades. A cada paso aumentaba la excitación del soldado, viéndosele estremecer de enojo, como si hubiese encontrado al enemigo. Así transcurrieron muchos días, y no encontrando a quien combatir, incendiaban las casas y los cultivos, no perdonando más que los víveres, que debían recoger y conservar por la incertidumbre de la situación.

Hecho esto, el Emperador continuó la marcha, aunque más despacio, hasta que llegó al punto llamado Solicinium. Allí se detuvo como ante una barrera, habiéndole advertido sus exploradores que el enemigo estaba a la vista a cierta distancia. Habían comprendido los bárbaros que su única esperanza de salvación consistía en tomar la ofensiva; y de común acuerdo se situaron en la parte culminante de un grupo de altas montañas compuestas de muchos picos escarpados e inaccesibles, a excepción de las vertientes del Norte, donde el declive era suave y fácil. Los soldados clavaron las enseñas y gritaron a las armas; pero ante la orden del Emperador permanecieron inmóviles, esperando que, levantado el estandarte, les diese la señal. Esta prueba de disciplina era ya prenda de triunfo. Sin embargo, la impaciencia del soldado por una parte y los horribles gritos de los alemanes por otra, soportaban mal o, mejor aún, no soportaban en manera alguna las dilaciones. Sebastián tuvo que ocupar apresuradamente la ladera septentrional de la montaña, con cuya maniobra se apoderaría de los fugitivos en el caso de que los alemanes quedasen derrotados. Graciano, demasiado joven todavía para las fatigas y peligros de una batalla, tenía su puesto natural en la retaguardia, cerca de las enseñas de los jovianos. Tomadas estas disposiciones, Valentiniano, como general experimentado, con la cabeza descubierta, pasó revista a las centurias y manípulos. En seguida, sin comunicar a los jefes su propósito, despidió la escolta, no conservando a su lado más que algunos hombres decididos y hábiles, marchando con ellos a reconocer personalmente la base de la montaña, porque confiaba (dudando poco de sí mismo) en encontrar algún sendero que hubiese escapado al examen de los exploradores. Extravióse en un terreno pantanoso y estuvo a punto de perecer en una emboscada que le esperaba a la vuelta de un peñasco; pero lanzando, como último recurso, su caballo por áspera y resbaladiza pendiente, consiguió ponerse al abrigo de sus legiones. Tan difícilmente escapó, que su cubiculario, que llevaba su casco adornado de oro y pedrería, desapareció con él, sin que jamás pudiera averiguarse su paradero.

En cuanto descansó algo el ejército, desplegóse el estandarte dando la señal ordinaria, acompañada con el sonido de las trompetas. En el acto dos guerreros jóvenes y distinguidos, Salvio y Lupicino, escutario el uno y el otro del cuerpo de los gentiles, se adelantan con rápido paso a la marcha de los suyos, invitándoles con voz terrible a seguirles; llegando en seguida a las asperezas del monte, blandiendo las lanzas y esforzándose, a despecho del enemigo, para salvar el obstáculo. Llega el grueso del ejército, y con sobrehumanos esfuerzos consigue, siguiendo sus huellas entre matorrales y peñascos, ganar al fin las alturas. Entonces se cruzan los hierros y comienza la lucha entre la táctica y la ferocidad brutal. Aturdidos por el sonido de las trompetas y los relinchos de los caballos, los bárbaros se turban, viendo extenderse nuestro frente de batalla y encerrarlos entre sus dos alas. Serénanse, sin embargo, y continúan peleando a pie firme. Por un momento la matanza es igual y la victoria queda indecisa; pero el ardor romano vence al fin, apodérase el miedo del enemigo y la confusión que se introduce en sus filas le entrega sin defensa a los golpes. Quieren huir, pero extenuados por la fatiga, los nuestros les alcanzan a casi todos y no tienen más trabajo que el de matar. Quedan montones de cadáveres sobre el campo de batalla; y de los que escaparon con vida, unos van a dar con las tropas de Sebastián, que les esperaban, sin mostrarse, al pie de la montaña y fueron destrozados: los demás corrieron a la desbandada a refugiarse en el interior de los bosques. Nosotros experimentamos también en este combate pérdidas muy sensibles. Entre los muertos quedó Valeriano, jefe de los domésticos, así como también el escutario Natuspardo, soldado cuyo valor solamente era comparable al de Sicinio y de Sergio. Después de esta victoria, pagada a buen precio, volvió el ejército a invernar en sus cantones y los dos Emperadores a Tréveris.

Por este tiempo murió, ejerciendo sus funciones, Vulcacio Rufino, llamándose de Roma, para la prefectura del pretorio, a Probo, a quien recomendaban su ilustre alcurnia e inmensas riquezas. Tenía posesiones en casi todos los puntos del imperio; bien o mal adquiridas, cosa que no intento juzgar. Puede decirse, en el lenguaje de los poetas, que la Fortuna le llevó sobre sus rápidas alas. Había dos hombres en él, uno amigo leal y sincero, otro enemigo peligroso y vengativo. A pesar del aplomo y confianza que debían darle sus inmensas generosidades y la costumbre del poder, Probo bajaba el tono en cuanto lo alzaban con él, no siendo gran personaje más que con los humildes: calzaba el coturno trágico cuando se encontraba seguro; humilde sandalia cuando tenía miedo. Así como el pez no vive fuera de su elemento, Probo no respiraba desde el instante en que no ocupaba puesto. Además, siempre le impulsaba al poder, de bueno o mal grado, el interés de alguna familia importante, que no concordando la regla del deber con la intemperancia de los deseos, quería asegurarse la impunidad, procurándose elevada protección. Porque debemos consignar que, si personalmente era incapaz de exigir nada ilícito a un cliente o a un subordinado, no dejaba, sin embargo, cuando pesaba alguna sospecha sobre alguno de los suyos, de tomar su defensa con razón o sin ella, aunque fuese en contra de la justicia. Esta conducta la censura enérgicamente Cicerón, cuando dice: «¿Qué diferencia hay entre aconsejar el mal o aprobarlo? No era esa mi voluntad. ¿Qué importa, si me parece bien después de realizado?» Su carácter era desconfiado, reconcentrado, amarga su sonrisa. Mostrábase cariñoso cuando deseaba hacer daño; pero es cosa rara que esta hipocresía no se trasluzca cuando se tiene mayor seguridad de engañar. Su enemistad era inflexible, implacable, y nunca quedó desarmada ante la confesión de haber sido involuntaria la ofensa, pareciendo que se tapaba los oídos, no con cera, sino con plomo. Con ánimo inquieto y cuerpo enfermizo consumió su vida, ocupando siempre los puestos más elevados y encontrándose en él colmo de las prosperidades. Tal era el estado de las cosas en Occidente en esta época.

Entretanto el rey de los Persas, aquel viejo Sapor, no perdía su afición a las invasiones con que había señalado su reinado desde el principio. Después de la muerte de Juliano y del vergonzoso tratado que la había seguido, subsistió por algún tiempo aparente armonía entre nosotros y aquel príncipe; pero no tardó en hollar aquel pacto, como si hubiese dejado de ser obligatorio desde que no existía Joviano; viéndosele ya extender la mano sobre la Armenia y procurar reunirla a sus dominios. Estando en contra suya el espíritu público, empleaba alternativamente el artificio y la violencia, unas veces procurando seducir a los sátrapas y magnates del país, y otras ejerciendo hostilidades sobre uno u otro punto. Consiguiendo al fin, con inaudita combinación de astucias y perjurios, engañar al mismo rey Arsaces y atraerle a un festín, hizo que le llevaran en seguida a un paraje apartado, donde le sacaron los ojos. Hecho esto, le cargaron de cadenas de plata (honor que solamente se concede a los grandes, y que, según las ideas de aquel país, es dulcificación de pena); y en seguida relegado a un fuerte llamado Agabana, donde al fin le mataron en medio de mil tormentos. No se limitó el pérfido monarca a esta violación de la fe jurada; expulsó a Sauromaces, que por autoridad romana empuñaba el cetro de Hiberia, y puso al frente de aquella comarca a Aspacuras, un desconocido a quien ciñó la diadema, en manifestación de su desprecio al poder de Roma. En fin, para colmo de insolencia, confirió la autoridad sobre la Armenia entera a dos tránsfugas, el eunuco Cylax y Artabano (el uno había sido prefecto y el otro, según se dice, jefe de la fuerza armada), mandándoles a los dos que no omitiesen nada para apoderarse y destruir a Artogaresa, ciudad muy fuerte y bien guarnecida, donde se encontraban el tesoro de Arsaces, su viuda y su hijo.

En consecuencia de esto la sitiaron; pero la elevada posición de la plaza, edificada en las montañas, y lo riguroso del clima, imposibilitaban las operaciones en invierno. Cylax, en su calidad de eunuco, sabía entenderse con las mujeres, y quiso ensayar esta influencia, marchando juntos Artaban y él, provistos de un salvoconducto, hasta el pie de las murallas y consiguiendo la entrada. En primer lugar intentaron asustar a la reina y a la guarnición, insistiendo acerca del violento carácter de Sapor y la necesidad de calmarlo por medio de pronta sumisión. Pero después de algunas discusiones, aquellos negociadores, tan celosos por la rendición de la plaza, movidos por las elocuentes lágrimas de la reina por la suerte de su esposo, entreviendo tal vez por este lado mayores recompensas, cambiaron repentinamente de plan y trabaron secreta inteligencia con los sitiados. Convínose que la guarnición haría una salida nocturna a una hora determinada para destrozar el campamento, y que previamente regresarían ellos para asegurar el éxito de la sorpresa. Después de obligarse bajo juramento, dejaron a Artogaresa, regresaron diciendo al ejército que los sitiados pedían dos días para deliberar acerca de lo que debían hacer y le adormecieron con la fe en esta declaración. En efecto; a la hora de la noche en que el sueño es más profundo, abrieron de pronto las puertas de la ciudad; fuerzas escogidas se deslizaron en silencio, y con la espada en la mano, en el campamento, realizando tremenda matanza, sin encontrar resistencia por parte de los Persas. Esta inesperada deserción y el desastre que produjo vinieron a ser grave motivo de enojo entre nosotros y Sapor. Creciendo más y más el resentimiento de este último cuando se enteró de la evasión de Para, hijo de Arsaces, que había abandonado furtivamente la ciudad por consejo de su madre, y la acogida que había dispensado Valente al fugitivo, asignándole para residencia la ciudad de Neocesarea en el Ponto, con una pensión generosa.

Estas muestras de afecto alentaron a Cylax y Artaban a enviar una legación a Valente, pidiéndole por rey a Para y socorros. Atendiendo a las circunstancias, fueron negados los socorros; pero el duque Terencio recibió encargo de llevar a Para a la Armenia para que ejerciese la autoridad sin revestir las insignias de rey; condición que le impusieron para eludir la censura de violación del tratado.

Todas estas cosas exasperaron extraordinariamente a Sapor, que reunió numerosas fuerzas, y desde aquel momento taló abiertamente la Armenia. Al acercarse tembloroso Para y no esperando auxilio alguno, huyó con Cylax y Artaban, igualmente asustados, y se refugió en la cumbre de las montañas que separan el imperio del territorio de Lazica. Durante cinco meses permanecieron allí ocultos, burlaron las persecuciones del rey de Persia, comprendiendo éste al fin que perdía el tiempo buscándoles en invierno. Quemó los árboles frutales, colocó guarniciones en todos los fuertes del país que había conquistado con las armas o se había hecho entregar por astucias, y volvió con todas sus fuerzas para caer sobre Artogerasa, de la que se apoderó e incendió después de algunos combates que acabaron de aniquilar la guarnición. Entonces cayeron en su poder la esposa de Arsaces y sus tesoros. Este acontecimiento determinó el envío de un ejército a las órdenes de Arintheo, con objeto de socorrer a la Armenia en el caso de que los Persas comenzasen de nuevo las hostilidades contra ella.

Entretanto Sapor, cuya astucia era incomparable, y que, cuando tenía interés en ello, sabía tomar formas insinuantes, trabajaba para atraerse a Para por medio de emisarios. Con el cebo de su alianza, que le mostraba en perspectiva, reconveníale con hipócrita benevolencia acerca del excesivo ascendiente que dejaba tomar a Cylax y Artaban, de quienes, según decía Sapor, era esclavo con sombra de rey. El crédulo príncipe cayó ciegamente en el lazo que encubrían aquellas indicaciones, hizo matar a los dos ministros, y envió sus cabezas a Sapor, en señal de sumisión.

Pronto se divulgó por todos lados esta sangrienta ejecución, y habría perecido toda la Armenia si, intimidados los Persas por la aproximación de Arintheo, no hubiesen abandonado su empresa, contentándose con enviar una legación al Emperador pidiéndole, según los términos del tratado ajustado con Joviano, que no interviniese en aquellos asuntos. La reclamación fue rechazada, y Terencio marchó con doce legiones a reemplazar a Sauromaces en el trono de Hiberia. El príncipe expulsado llegaba al río Cyrus cuando su primo Aspacuras vino a suplicarle que le permitiese reinar juntamente con él y en buena armonía, como consanguíneos, apoyando su petición en la imposibilidad en que se encontraba, por tener a su hijo Ultra en rehenes en poder de los Persas, de abandonar su derecho y unirse con los romanos.

Enterado el Emperador, creyó conveniente no emponzoñar la cuestión oponiéndose, y accedió a la división de la Hiberia, fijándose como frontera recíproca el Cyrus, que atraviesa el país. Sauromaces reinó sobre los Lazis y el territorio limítrofe de la Armenia; y Aspacuras sobre el que confina con la Albania y la Persia.

Sapor reclamó contra aquellos convecinos, que calificaba de indignos; sobre la intervención de los romanos en Armenia, con desprecio de los tratados; sobre la nulidad de sus tentativas para conseguir una enmienda, y últimamente, sobre la repartición, sin consentimiento suyo, del reino de Hiberia. Considerando roto el tratado, pidió auxilio a las naciones vecinas, y se preparaba para entrar en campaña a la primavera, jurando destruir todo lo que, sin él, habían hecho los romanos.

LIBRO XXVIII

Considerable número de senadores y mujeres patricias son acusados y condenados a muerte por magia, envenenamiento y adulterio.—El emperador Valentiniano guarnece con fortificaciones y castillos toda la orilla del Rhin por el lado de las Galias.—Los alemanes matan algunos soldados romanos empleados en una obra de éstas.—Los bandidos de Marathocypra, en Siria, exterminados por orden de Valente y arrasado su pueblo.—Teodoro restaura las ciudades saqueadas por los bárbaros en Bretaña, repara las fortificaciones de esta isla y reconstituye la provincia, a la que da el nombre de Valentia.—Olibrio y Ampelio son prefectos de Roma sucesivamente.—Vicios del Senado y del pueblo romano.—Los sajones en la Galia.—Los romanos aprovechan una tregua para sorprenderles y exterminarles.—Valentiniano compromete a los borgoñones, con la falsa promesa de obrar de acuerdo, a lanzarse sobre el territorio alemán. Conocen el engaño y regresan a su país, después de matar a los prisioneros.—Desastres causados por los austurianos en la provincia de Trípoli y en las ciudades de Leptis y Œa, quedando impunes a consecuencia de los fraudulentos manejos del conde Romano, que engaña al Emperador.

 

Mientras que, como ya hemos dicho, la perfidia del rey de Persia lo removía todo en Oriente, resucitando la guerra con sus intrigas, comenzaban de nuevo las matanzas del tiempo de Nepociano, más de diez y seis años después de su trágica muerte, a ensangrentar la ciudad eterna. Una chispa bastó para producir aquel incendio; y tal vez fuera mejor sepultarlo en eterno olvido para impedir que volviesen tales atrocidades; porque el contagio del ejemplo es más temible que el mismo mal. Pero a pesar de que veo más de un peligro en detenerme mucho en estas escenas de horror, me tranquiliza por otra parte la quietud de la época actual: considerándome autorizado para entresacar de la masa de los hechos, los que merecen quedar consignados en la historia; si bien mostraré a lo que se exponía u. autor en los tiempos antiguos al trazar pinturas de este género. En el primer período de su gran guerra con los griegos, los Persas habían reunido todas sus fuerzas para acabar con la ciudad de Mileto. Reducidos a la desesperación los habitantes, y no teniendo más perspectiva que la muerte entre suplicios, reunieron en montón sus muebles, les prendieron fuego, después de haber degollado a todas las personas queridas, y todos a porfía se precipitaron en la hoguera de la patria agonizante. El poeta Phrinyicus compuso sobre este asunto una tragedia que fue representada en el teatro de Atenas y escuchada al principio con agrado. Pero haciéndose cada vez más triste la acción, creyóse que la exposición de tales dolores traspasaba lo conveniente en la escena; y en vez de un homenaje a la memoria de aquella hermosa ciudad, solamente se vio insultante sátira al abandono en que la dejó la metrópoli; porque Mileto era una colonia de Atenas, que había fundado en la Jonia Nileo, hijo de Codro, que se sacrificó por su patria en la guerra dórica. Pero volvamos al asunto.

Maximiano, a quien habían otorgado la viceprefectura de Roma, nació de obscura familia en Sopianas, en la Valeria. Su padre era allí escribano del oficio presidial, siendo su origen de la nación de los carpos, a quienes Diocleciano arrebató el suelo patrio para trasladarlos a la Pannonia. Maximino, después de recibir mediana educación y haber ensayado sin éxito la abogacía, fue sucesivamente administrador de la Córcega y de Cerdeña, y últimamente corrector de Toscana. Desde este punto pasó al de prefecto de subsistencias en Roma, y durante una interinidad desempeñó a la vez la prefectura de la ciudad y la de la provincia. Tres motivos contribuyeron a contenerle al principio. En primer lugar recordaba a su padre, hombre muy versado en la ciencia de los augures y de los arúspices, que en otro tiempo le predijo que llegaría a puesto muy elevado, pero que moriría por mano del verdugo. En segundo lugar, había contraído estrechas relaciones con un mago sardo, que sabía evocar los manes de los ajusticiados, conjurar las larvas y obtener la revelación de lo venidero: y el temor de alguna indiscreción de aquel hombre, del que se le acusó más adelante de haberse deshecho a traición, le obligó, mientras vivió, a mostrarse humano y tratable. En fin, tenía algo de la serpiente, y, como ésta, sabía arrastrarse hasta el momento de enroscarse a su víctima.

Pero llegó la ocasión de descubrirse como era. Habíase presentado ante Olybrio, prefecto entonces de Roma, una acusación de envenenamiento, por Chilón, ex vicario de África, y su esposa Máxima contra el organero Serico Absolio, maestro de luchadores y el arúspice Campensis, siguiendo inmediatamente el encarcelamiento de los acusados. Pero la enfermedad que padecía el pretor hacía que se demorase el asunto, y los impacientes querellantes consiguieron, por reclamación, que se encargase el conocimiento al prefecto de subsistencias. Maximino iba a poder hacer daño al fin, y, como las bestias del circo cuando se les abre la jaula, su furor, contenido hasta entonces, tomó vuelo de pronto.

Desde el principio se complicó el asunto. En las revelaciones arrancadas por la tortura quedaron comprometidos algunos nombres ilustres, como habiendo empleado a sus clientes en hechos criminales; pero, en general, solamente se trataba de gentes de ínfima clase, delincuentes o delatores habituales. El infernal juez aprovechó este pretexto para ensanchar su misión. Inmediatamente presentó al príncipe un malévolo informe sobre aquel asunto, exponiendo que el desbordamiento de crímenes en Roma reclamaba aumento de rigor en las investigaciones y en las penas, por interés de la moral y de la vindicta pública. Valentiniano, cuyo carácter era más impetuoso que amante de la justicia, se enfureció a la lectura del informe, y se apresuró a decretar, por asimilación completamente arbitraria al crimen de lesa majestad, que por excepción y en caso necesario se aplicaría la tortura a toda clase de personas que tenían en cuanto a ella privilegio de excepción, según el derecho antiguo y las decisiones imperiales. Al mismo tiempo, para engrandecer a Maximino y duplicar en él la potencia del mal, le dieron interinamente la prefectura, y, lo que es más, le unieron para aquellos informes, que habían de ser fatales para tantos, al notario León, que más adelante fue maestre de oficios; un bandido pannonio, despojador de sepulcros, que llevaba retratada la crueldad en su felino rostro. La llegada de aquel digno auxiliar, y los halagüeños términos en que se notificaba a Maximino el aumento de autoridad, exaltaron más y más su maléfico carácter. En la embriaguez de su alegría, saltaba más bien que andaba, queriendo sin duda ensayar la facultad que algunos atribuyen a los brachmanes cuando dan vueltas alrededor de los altares.

Habíase dado la señal de los asesinatos judiciales, y profundo terror helaba todos los ánimos. Entre las condenaciones, cuyo número y variedad son infinitos, las hubo crueles y atroces: la del abogado Marino en primer lugar, contra el que se dictó pena de muerte, casi sin debate, por haber usado prácticas ilícitas con objeto de obtener por esposa a una mujer llamada Hispanila. Ocurrir puede que testigos oculares o anotadores escrupulosos me acusen aquí de omisión o confusión de hechos y de fechas. No blasono en cuanto a esto de rigurosa exactitud, y no veo interés alguno en consignar ordenadamente los sufrimientos y los desconocidos nombres de todas las víctimas. Además, carecería de documentos hasta el que registrase los archivos públicos: tan lejos se llevaron el furor de los verdugos, la perturbación de los principios de justicia y de las formas legales. Lo que más podía temerse, en efecto, no era ser sometido a juicio, sino no ser juzgado. Cortóse la cabeza al senador Cettugo por simple sospecha de adulterio. Por no sé qué leve falta fue desterrado Alypio, joven de noble familia. Otros menos distinguidos cayeron en montón bajo la mano del verdugo; y cada cual creía ver en la suerte de aquéllos la que le estaba reservada, soñando solamente con cadenas, calabozos y suplicios.

Por este mismo tiempo tuvo lugar el proceso del honrado Hymecio; siendo lo siguiente lo que he podido averiguar acerca de este asunto, en el que no se economizaron las formas jurídicas. Durante su proconsulado en África había sobrevenido una escasez de subsistencias en Cartago: Hymecio había hecho abrir a los habitantes los graneros reservados para el abastecimiento de Roma, aprovechando la buena recolección siguiente para restituir al depósito igual cantidad de granos a la que dio salida. Como el trigo había sido entregado al consumo local, a razón de un escudo de oro cada diez modios y recobrado a la tasa de un escudo de oro cada treinta, la operación produjo una ganancia que hizo entregar al tesoro. Sin embargo, Valentiniano sospechó que Hymecio había defraudado algo de aquel beneficio, y se dictó confiscación de parte de sus bienes. Funesta coincidencia agravó más su posición. Al mismo tiempo que él, Amancio, el arúspice más reputado en su época, era llevado ante el tribunal por delación anónima, como habiendo sido llamado al África por Hymecio, para hacer un sacrificio con propósitos criminales. Un registro de sus papeles hizo encontrar un escrito de mano de Hymecio, rogándole que emplease la forma religiosa de las súplicas para suavizar con él a los dos Emperadores; escrito que terminaba con amargas recriminaciones acerca de la avaricia y dureza de Valentiniano. Los jueces lo pusieron en conocimiento del príncipe, exagerando la importancia del descubrimiento, y en seguida recibieron orden de activar vigorosamente el proceso. En consecuencia de esto, Fontino, consejero de Hymecio, convicto por confesión propia de haber prestado su ministerio para la redacción del documento, por este hecho solo fue azotado y relegado a Bretaña. Los cargos contra Amancio parecieron motivar una sentencia capital, y pereció. Desde este momento, el viceprefecto Maximino dejó de conocer en el negocio, pasando al prefecto Ampelio, y el acusado principal, trasladado a Ocricula, tuvo que responder ante la jurisdicción superior. Considerábasele como hombre perdido; pero debió su salvación al derecho que hizo valer para que le juzgase el Emperador mismo. Valentiniano le envió ante el Senado, que examinó fríamente el asunto, dictando contra él sencillo destierro a Boas, en Dalmacia. Esta dulcificación de sentencia en favor de un hombre cuya muerte había jurado, produjo al príncipe un acceso de furor.

Al ver estas cosas, cada cual pudo comprender la suerte que le esperaba, siendo general la alarma. El mal estaba oculto todavía; pero protegido por el silencio público, iba a extenderse y amenazaba una calamidad universal. El Senado decretó que una comisión compuesta de Pretextato, ex prefecto de Roma, Venusto, ex vicario, y Minervio, ex consular, fuese a suplicar al Emperador que restableciese la justa proporción entre los delitos y las penas y que revocase la ilegal e inaudita facultad de aplicar la tortura a los senadores. Cuando se le expusieron estas quejas en pleno consejo, el primer impulso de Valentiniano fue decir que eran calumnias y que nunca había autorizado tales medidas; en lo que le contradijo respetuosamente el cuestor Eupraxio, cuya valerosa libertad hizo retroceder al príncipe en aquella enormidad sin ejemplo.

Entretanto seguía un proceso Maximino al joven Loliano, un niño todavía, hijo del ex prefecto Lampadio, cuyo delito consistía en haber copiado, sin discernimiento alguno, un compendio de fórmulas mágicas. Nadie dudaba que a Loliano se aplicaría solamente el destierro; pero cometió la falta, por consejo de su padre, de apelar al Emperador, y le trasladaron a la corte. Esto fue arrojarse al fuego, como suele decirse, huyendo del humo; porque fue entregado al juicio del consular Falangio, y murió a mano del verdugo.

Tarracio Basso, que más adelante fue prefecto de Roma, su hermano Camenio, Marciano y Eusafio, los cuatro varones clarísimos, quedaron envueltos en la misma acusación, la de haber favorecido al auriga Anquenio por medio de sortilegios. Pero la falta de pruebas y, si hemos de creer la voz pública, la influencia de Victorino, amigo íntimo de Maximino, consiguieron la absolución.

En esta calamidad no fueron perdonadas las mujeres, pereciendo muchas de elevada alcurnia bajo la acusación de adulterio y de incesto. Las más distinguidas fueron Claritas y Flaviana, siendo llevada al suplicio la primera despojada de sus ropas, en completa desnudez; pero el verdugo, culpable de esta indignidad, fue más adelante quemado vivo.

Por orden de Maximino solamente fueron ejecutados los senadores Pafio y Cornelio, que confesaron haber intervenido en maleficios. Igual suerte tuvo el procurador de la moneda. Sérico y Asbolio, anteriormente citados, perecieron bajo los golpes de bolas de plomo atadas a correas; habiéndoles asegurado Maximino, para conseguir revelaciones, que no emplearía con ellos el hierro ni el fuego; pero entregó a las llamas al arúspice Campense, a quien nada había prometido.

Creo oportuno referir aquí lo que produjo la precipitada ejecución de Aginacio, de quien la opinión se ha empeñado en hacer un noble, sin que nunca se hayan publicado las pruebas de su origen. Desde muy temprano se había revelado la desenfrenada ambición de Maximino. No era todavía más que prefecto de las subsistencias, y su audacia, completamente segura de elevada protección, llegaba hasta desafiar la autoridad de Probo, a quien su posición de prefecto del pretorio confería la alta inspección sobre las provincias. Había ofendido a Aginacio que, siendo él vicario de Roma, prefiriese Olybrio a Maximino para la dirección de las investigaciones; y con esta ocasión dijo secretamente a Probo por carta, que para reprimir a un subalterno insolente, bastaba querer hacerlo. Probo, sin embargo, temió comprometerse con aquel malvado a quien sostenía el favor del príncipe; y dícese que envió ocultamente, por medio de un mensajero, aquella carta a Maximino. La rabia de éste fue extraordinaria; y desde entonces, pareciéndose a la serpiente que conoce la mano que la ha herido, desplegó su astucia contra Aginacio. Presentábase una ocasión excelente para perderle, y la aprovechó. Después de la muerte de Victorino, Aginacio, a quien había favorecido mucho en su testamento, no dejaba de atacar su memoria, pretendiendo que había traficado con las sentencias de Maximino, siendo bastante inconsiderado para amenazar con un proceso a su viuda Anepsia. Ésta, para asegurarse la protección de Maximino, le hizo creer que su marido, en un codicilo, le había legado tres mil libras de plata. Despierta la codicia de Maximino, que también tenía este vicio, reclama en seguida la mitad de la herencia. Pero esto era muy poco para satisfacerle, por lo que imaginó un medio, tan honrado a su parecer como seguro, para apropiarse la mayor parte de aquel rico patrimonio: el de pedir en matrimonio para su hijo una hija que Anepsia había tenido de su primer marido; quedando en seguida convenido el asunto por consentimiento de la madre.

Este espectáculo daba a la ciudad eterna aquel hombre cuyo nombre solamente hacía temblar, y que por tales medios procedía a la destrucción de todas las fortunas. Como juez, nunca se atenía Maximino a los procedimientos legales. De cierta ventana apartada del pretorio pendía a todas horas una cuerdecilla que servía para recoger de todas las manos las delaciones, y, por desprovistas de pruebas que estuviesen, siempre servían para perder a alguno. Un día imaginó despedir ostensiblemente a sus aparitores Muciano y Bárbaro, dos bribones consumados, quienes, vociferando la dureza e injusticia de su amo, decían y repetían por todas partes que los acusados solamente podrían salvar la cabeza comprometiendo a muchos nombres esclarecidos. Multiplicar las delaciones era, según ellos, el medio de que los acusados tuviesen probabilidades de absolución.

Continuaba el régimen del terror, y ya no se contaban las detenciones. Todos los nobles mostraban en el aspecto exterior su profunda ansiedad, o se inclinaban hasta el suelo ante su opresor. Y sería verdaderamente duro tachar por esto de bajeza a las personas que incesantemente oían gritar a sus oídos a aquel bandido feroz, que no había más inocentes que los que él permitiese. Numa Pompilio y Catón habrían temblado. En aquel tiempo no había ojos secos, aunque no tuviesen que llorar más que las propias penas. Aquel ánimo feroz tenía, sin embargo, un lado bueno, ocurriendo algunas veces dejarse conmover por los ruegos. Según Cicerón, puede ser también censurable esta propensión a enternecerse, puesto que ha dicho: «Cólera implacable, esdureza; si se deja enternecer, es debilidad; pero es mejor ser débil que inflexible.»

Había llegado un sucesor a Maximino, llamado a la corte, donde ya le había precedido León, y donde le esperaba el nombramiento de prefecto del pretorio. Nada ganaban con esto sus víctimas, porque mataba desde lejos, como la serpiente basilisco. Por este tiempo, o poco antes, vióse florecer las escobas que servían para barrer la sala del Senado, siendo esto presagio del encumbramiento de gentes ínfimas a los honores.

Convendría terminar esta digresión; pero creo deber continuarla un poco, para completar el relato de esta serie de iniquidades, con los actos del mismo género que, hasta después de la marcha de Maximino, y bajo su influencia, señalaron la gestión de sus ministros, que obraban como aparitores suyos. Ursicino, su inmediato sucesor, se inclinaba a la dulzura. Escrupuloso observador de las formas legales, había querido enviar al Emperador el asunto de Esaia y de otros muchos, acusados de adulterio con Rufina, y que, por su parte, intentaban contra Marcelo, ex intendente y marido de esta última, una acusación de lesa majestad. La circunspección de Ursicino fue calificada de pusilanimidad, y se le privó del cargo como falto de energía para desempeñarlo. Colocóse en su lugar a Simplicio Emonense, que de profesor de gramática había pasado a ser consejero de Maximino. La elevación no cambió en nada sus maneras; no era orgulloso ni insolente; pero su mirada oblicua causaba temible impresión, y la moderación afectada de su lenguaje ocultaba homicidas intenciones. Comenzó por hacer morir a Rufina y a todos los que alcanzaba la acusación de adulterio con ella, o bien la de complicidad, acerca de cuya culpabilidad se había abstenido Ursicino. En seguida procedió del mismo modo sumario contra multitud de acusados, sin distinguir inocentes de culpables: teniendo como sangriento punto de honra exceder a su jefe Maximino en la destrucción de las familias patricias. Émulo, en una palabra, de Busilis y de Anteo, era, exceptuando el toro, un Falaris de Agrigento.

De tal manera aterraba la repetición de estos casos, que una matrona llamada Hesychia, por librarse de las consecuencias de una acusación, se asfixió comprimiendo la respiración sobre un lecho de plumas, en casa de un aparitor donde se encontraba detenida provisionalmente. El hecho siguiente no es menos repugnante.

En el tiempo en que Maximino desempeñaba todavía la prefectura, la opinión designaba ya a dos hombres de posición muy distinguida, Eumenio y Abieno, como habiendo tenido ilícito comercio con Fausiana, mujer de elevada condición. Sin embargo, protegidos los dos por Victorino, vivían en completa seguridad. Pero muerto Victorino, comenzaron a temer al ver llegar a Simplicio, que públicamente decía ser continuador de su antecesor. En primer lugar buscaron donde ocultarse, y después sitio más recóndito, al enterarse de que habían condenado a Fausiana y que se habían dictado citaciones contra ellos. Abieno estuvo oculto algún tiempo en casa de Anepsia; pero a consecuencia de uno de esos incidentes que empeoran las situaciones más apuradas, un esclavo de Anepsia, llamado Apaudulo, irritado por un castigo corporal impuesto a su esposa, marchó una noche a revelarlo todo a Simplicio. En seguida acudieron aparitores a sacar a aquellos desgraciados de su retiro, y, Abieno, con la agravante acusación de nuevo adulterio con Anepsia, fue condenado a muerte. Ésta, que esperaba salvar la vida haciendo aplazar el suplicio, declaró que había sucumbido merced a sortilegios y en casa de Aginacio. En seguida dio cuenta de esto Simplicio al Emperador. Encontrábase a su lado Maximino, cuyo odio al desgraciado Aginacio había aumentado al ascender en posición; y al poderoso favorito no fue difícil conseguir del príncipe una respuesta, que era una orden de muerte.

Pero como Simplicio había sido consejero de Maximino y amigo íntimo suyo, el temor de que la opinión pública hiciese remontar hasta su patrono la responsabilidad de una sentencia pronunciada por su protegido contra persona patricia, impidió por algún tiempo a Maximino desprenderse del rescripto imperial; porque quería encargar la ejecución solamente a manos seguras y que no se detuviesen ante nada. Rara vez deja un perverso de encontrar otro que se le parezca; y así fue que encontró un tal Doriforiano, galo de nación, atrevido hasta la demencia, que lo tomó todo a su cargo por comisión especial. Maximino confió el rescripto a este intermediario, tan ignorante como cruel, y le ordenó marchar directamente al asunto a pesar de cualquier oposición dilatoria, atendiendo a que Aginacio era capaz, si se le daba tiempo, de escapársele de entre las manos. Doriforiano marchó apresuradamente a Roma para ejecutar su mandato, y comenzó a meditar cómo quitaría la vida a un senador eminente, sin recurrir a ninguna autoridad. Aginacio había sido detenido en su casa de campo y en ella le guardaban; y Doriforiano decide bruscamente que el acusado principal y Anepsia comparecerán a su presencia de noche, cuando el ánimo se turba con más facilidad bajo la impresión del terror, como lo demuestra el Ajax de Homero, que desea la muerte a la luz del día y sin el aumento de horror que añaden las tinieblas. Preocupado únicamente de cumplir su encargo, el juez, o mejor dicho, aquel detestable bandido, en cuanto compareció Aginacio, mandó entrar un grupo de verdugos; y la tortura, en medio del lúgubre ruido de las cadenas, desgarra a los esclavos del acusado, extenuados ya por larga prisión, solamente para obtener de su boca la condenación de su señor. Vencida por el dolor de los tormentos, una esclava pronuncia algunas palabras ambiguas, y esto fue bastante para llevar, sin más investigaciones, a Aginacio al suplicio, a pesar de sus repetidos gritos: «Apelo al juicio de los Emperadores.» Anepsia tuvo la misma suerte. De esta manera envolvía en luto a la ciudad eterna Maximino, presente o ausente, por sí mismo o por sus emisarios.

Pero muy pronto quedaron vengados los manes de sus víctimas. Como en ocasión oportuna diremos, aquel mismo Maximino pagó con su cabeza, bajo el reinado de Graciano, su insolente conducta. Simplicio fue asesinado en Iliria; y en cuanto a Doriforiano, condenado a muerte y encerrado en la cárcel Juliana, a ruegos de la madre del Emperador, fue sacado y devuelto a su casa; pero el príncipe no tardó en hacerle perecer en espantoso suplicio.

(Año 369 de J. C.)

Valentiniano, que meditaba planes tan vastos como útiles, fortificó con una trinchera todo el curso del Rhin, desde la frontera de la Recia hasta el Océano Germánico; reforzó las fortificaciones y castillos por el lado de la Galia, y añadió, en los puntos convenientes, una serie de torres unidas entre sí, construyendo también en algunos parajes de la otra orilla puestos avanzados que tocaban al territorio de los bárbaros. Creyendo que los bárbaros podrían apoderarse algún día de uno de estos fuertes, construido en las orillas del Nícer, quiso separar el curso del río; y en seguida llamó a los artífices más expertos en obras hidráulicas, empleando en tan ruda tarea parte de los soldados del ejército. En vano intentaron durante muchos días construir una presa por medio de estacas muy juntas y rellenando los intersticios con madera de encina: la fuerza de la corriente separaba los materiales y destruía la obra. Sin embargo, la tenaz voluntad del Emperador, secundada por la abnegación y obediencia pasiva de los soldados, que frecuentemente trabajaban con agua hasta la barba, concluyó por triunfar de los obstáculos. Algunos hombres perecieron; pero el fuerte se encuentra en pie y preserva de toda inquietud por la parte del río.

Satisfecho del éxito, Valentinia,no distribuyó el ejército en cantones de invierno, y volvió a ocuparse de los asuntos interiores del gobierno. Convencido, sin embargo, de que para que su sistema de defensa fuese completo debía comprender en su desarrollo el monte Piri, situado en territorio de los bárbaros, decidió construir allí también un fuerte. Y como la rapidez era muy esencial para el resultado, hizo que el notario Syagrio, más adelante prefecto y cónsul, ordenase al duque Arator que se apoderase de aquel punto antes de que se divulgase el proyecto. Marchó inmediatamente el duque al terreno, acompañándole Syagrio; pero en el momento en que comenzaba la explanación con los soldados que había llevado, llegó Hermógenes para reemplazarle. Al mismo tiempo se presentaron algunos alemanes importantes, padres de los rehenes que habíamos recibido como prendas seguras de la duración de la paz. Estos invocaron de rodillas ante los nuestros el respeto de los tratados, gloria inmortal del nombre romano, rogando no se dejasen arrastrar tan imprudentemente a la violación de la fe jurada; pero fueron vanos sus ruegos; y viendo que no se les escuchaba, y desesperando de conseguir respuesta favorable, se retiraron, llorando de antemano la muerte de sus hijos. Apenas habían desaparecido, presentóse un cuerpo de bárbaros, que indudablemente esperaban el resultado de la conferencia; lanzóse de un oculto repliegue de la montaña, cayó sobre nuestros soldados, que se habían despojado de las armas para trabajar con más holgura, y los exterminó hasta el último, comprendiendo a los jefes, quedando solamente Syagrio para llevar la noticia. Enfurecido el Emperador al verle volver solo a la corte, le destituyó de su cargo y le despidió a su casa, sin duda para castigarle por haber sobrevivido al desastre común.