AMIANO MARCELINO

HISTORIA DEL IMPERIO ROMANO DEL 350 AL 378

TRADUCCIÓN DE F. NORBERTO CASTILLA

 

MADRID 1895 (I) Y 1896 (II)

LIBRO XIV

Crueldad del césar Galo.—Irrupción de los isaurios.—Tentativa fracasada de los persas.—Incursiones de los sarracenos.—Sus costumbres.—Suplicio de los partidarios de Magnencio.—Corrupción del Senado y del pueblo romano.—Barbarie y furores de Galo.—Descripción de las provincias de Oriente.—Nuevas crueldades del césar Galo.—Constancio concede la paz a los alemanes, que la imploran.—Llama el Emperador a Galo y le hace decapitar.

 

Habíanse corrido los azares de interminable lucha, y el cansancio se apoderaba de los dos bandos después de aquella terrible serie de esfuerzos y de peligros; pero apenas había cesado el clamor de las trompas y los soldados habían regresado a sus cuarteles de invierno, cuando, por adversa fortuna, los atentados del césar Galo daban origen a nueva serie de calamidades para el Estado. Por inesperado cambio de suerte, habiendo subido desde extraordinario abatimiento al rango más elevado después del supremo, este príncipe rebasó en seguida los límites del poder que se le había confiado, y manchó su administración con actos de salvaje crueldad. El brillo de su parentesco con la familia imperial, realzado con el nombre de Constancio, con que acababa de ser honrado, exaltó en modo extraordinario su arrogancia, siendo cosa clara para todos que solamente le faltaba la fuerza para llevar sus furores hasta en contra del mismo autor de su elevación. Los consejos de su esposa irritaban más y más sus feroces instintos. Hija de Constantino, que la casó primeramente con su sobrino el rey Annibaliano, se enorgullecía sobremanera llamando hermano al Emperador reinante: y esta Megera mortal, tan sedienta de sangre humana como su esposo, le excitaba continuamente a derramarla. La edad aumentó en ellos la ciencia del mal; habían organizado tenebroso espionaje, compuesto de agentes pérfidamente hábiles para envenenarlo todo con lisonjeros relatos; debiéndose a sus ocultos manejos las acusaciones de entregarse a las artes nefandas o de aspirar al trono, acusaciones que caían sobre los varones más inocentes. La repentina catástrofe de Clemacio, eminente personaje de Alejandría, señala especialmente el alcance de una tiranía que no se limita a los crímenes vulgares. Dícese que, sintiendo su suegra violenta pasión por él, y no habiendo podido conseguir que le correspondiese, había conseguido penetrar en palacio por una entrada secreta; y que allí, mostrando a la reina un collar riquísimo, consiguió se enviase una orden de ejecución a Honorato, conde del Oriente. Recibida la orden, fue ejecutado Clemacio, sin darle tiempo para pronunciar una palabra.

Después de este acto inaudito, prueba de desenfrenada arbitrariedad, podía temerse por otras víctimas; y en efecto, por sombra de sospecha se multiplicaron las sentencias de muerte y de confiscación. Los desgraciados a quienes se arrancaba de sus lares sin dejarles otra cosa que los gemidos y las lágrimas, tenían que vivir de limosna; y hasta las sencillas prescripciones de orden público venían a ser auxiliares de una autoridad inhumana, cerrando a aquellos infelices las puertas de los ricos y de los grandes. Desdeñábanse las ordinarias precauciones de la tiranía; y ni un acusador, ni siquiera de oficio, dejó oír su voz comprada, aunque no fuese más que para tender un velo de formas jurídicas sobre aquel montón de crímenes. Lo que el implacable César había dictado era considerado como legal y justo, siguiendo inmediatamente la ejecución a la sentencia. Pensóse también en recoger hombres desconocidos, de condición bastante vil para que no llamasen la atención y enviarles a espiar en las calles de Antioquía. Aquellos malvados paseaban afectando indiferencia, se mezclaban especialmente en los grupos de las personas distinguidas y penetraban en las casas ricas so pretexto de pedir limosna. Terminado el paseo, cada uno de ellos entraba en palacio por una puerta excusada y daba cuenta de lo que había visto u oído: existiendo previo concierto, primeramente para mentir o amplificar los relatos, y además para suprimir toda palabra laudatoria que el terror hubiese podido arrancar a algunas bocas. Ocurrió más de una vez que una frase dicha, al oído, en el secreto de la intimidad, por un esposo a su esposa, hasta sin testigos domésticos, la conocía a la mañana siguiente el César, que parecía poseer las facultades adivinatorias que se refieren de Amphiarao y de Marcio; llegándose a temer que las paredes se enterasen de los secretos. La reina, que parecía empujar con impaciencia a su esposo al precipicio, estimulaba más y más este furor de averiguación; cuando, mejor inspirada, hubiese podido traerle a las vías de la clemencia y de la verdad por medio de la facultad de persuasión que la Naturaleza ha dado a su sexo; pudiendo imitar el excelente modelo que le ofrecía la esposa del emperador Maximino, princesa a quien presenta la historia de los Gordianos constantemente ocupada en el cuidado de dulcificar a su feroz marido.

Últimamente vióse que Galo no retrocedía ante un medio tan peligroso como infame, que, según dicen, usó ya Galieno en otro tiempo en Roma para deshonra de su gobierno, el de recorrer de noche las encrucijadas y las tabernas con corto número de acompañantes, que ocultaban espadas entre las ropas, preguntando a cada cual en griego, lengua que le era familiar, qué pensaba del César. Esto osó hacer en una ciudad cuya iluminación nocturna rivalizaba con la claridad del día. A la larga se descubrió el incógnito, y viendo entonces Galo que no podía salir del palacio sin que le conociesen, no realizó ya excursiones sino en pleno día y solamente cuando se creía llamado por grave interés: pero fue necesario el transcurso de mucho tiempo para que se olvidasen aquellos horribles excesos.

Thelassio, que era entonces prefecto presente del pretorio, de tan rudo carácter como el príncipe, estudiaba la manera de irritar aquel ánimo cruel y de impulsarlo a mayores excesos. En vez de procurar atraer a su señor a la benevolencia y a la razón, como a veces han intentado con éxito los que se encuentran cerca de los poderosos, adoptaba, al menor disentimiento, actitud de oposición, que provocaba infaliblemente accesos de ira. Thelassio escribía con frecuencia al Emperador, exagerando el mal y procurando, ignórase con qué objeto, que supiese Galo que así lo hacía. Esto aumentaba la exasperación de Galo, que se precipitaba ciegamente entonces contra el obstáculo; sin detenerse más que un torrente en el camino de crueldad a que se había lanzado.

Otras muchas calamidades azotaban al Oriente en esta época. Conocido es el carácter inquieto de los isaurios: en tanto tranquilos, en tanto llevando a todas partes la desolación con repentinas correrías, por haberles dado buenos resultados algunos actos de depredación realizados de tarde en tarde, se enardecieron con la impunidad hasta el punto de lanzarse a grave agresión. Su turbulencia había sido hasta entonces la causa de las hostilidades; pero ahora apelaban con cierta jactancia al sentimiento nacional, sublevado por un ultraje extraordinario. En contra de la costumbre, algunos prisioneros isaurios habían sido arrojados a las fieras en el anfiteatro de Iconio, en Pisidia. Cicerón dijo: «El hambre atrae a las fieras al punto donde una vez encontraron pasto.» Multitud de aquellos bárbaros abandonaron sus inaccesibles montañas y cayeron sobre las costas. Ocultos en el fondo de barrancos o en profundos valles, acechaban la llegada de las naves de comercio, esperando, para atacarlas, a que cerrase la noche. La luna, en creciente, les daba bastante luz para observar sin descubrirles. En cuanto suponían dormidos los marineros, trepaban con pies y manos por los cables de las anclas, asaltaban en silencio las naves, sorprendiendo de esta manera a la tripulación; y, excitados por la avidez, su ferocidad no perdonaba a nadie, hasta que, exterminados todos, se apoderaban del botín sin distinguir lo bueno de lo malo.

Pero no prolongaron mucho estas depredaciones. Descubriéronse al fin cadáveres de los que habían asesinado y robado, y desde entonces nadie quiso recalar en aquellos parajes, huyendo las naves de las costas de Isauria, como en otro tiempo de las siniestras rocas de Sciron, pasando al litoral opuesto de la isla de Chipre. Continuando la desconfianza, los isaurios abandonaron la playa, que ya no les brindada ocasiones de pillaje, para lanzarse sobre el territorio de sus vecinos de Lycaona. Interceptando allí los caminos con fuertes parapetos, ponían a rescate con pena de la vida a cuantos pasaban, habitantes o viajeros. Estos desmanes indignaron a las tropas romanas acantonadas en los numerosos municipios del país o en las fortificaciones de las fronteras. Mas no por ello dejó de extenderse la invasión; porque en los primeros combates librados con el grueso de los bárbaros o bandas diseminadas, los romanos, inferiores siempre en número, pelearon desventajosamente con enemigos nacidos y criados en medio de las montañas, por cuyas asperezas trepaban con tanta facilidad como caminamos nosotros por la llanura, y que en tanto agobiaban desde lejos con una nube de dardos, en tanto difundían espanto con horribles alaridos. Obligados algunas veces nuestros soldados, para seguirles, a escalar abruptas pendientes, cogiéndose a las raíces y malezas de las rocas, veían de pronto, después de haber escalado algún elevado pico, que les faltaba terreno para desenvolverse y maniobrar a pie firme. Necesario era entonces descender, con peligro de que les alcanzasen los peñascos, que el enemigo, coronando todas las cumbres, hacía rodar sobre ellos; y si era necesario pararse y combatir, resignarse a perecer sobre el terreno, aplastados por la caída de aquellas enormes peñas. Al fin recurrieron a táctica más prudente, que consistía en evitar el combate cuando el enemigo lo presentaba en las alturas, y en caer sobre él, cual si fuera rebaño vil, en cuanto aparecía en campo raso. Frecuentemente se presentaban grupos de isaurios en la llanura y siempre quedaron destrozados, antes que pudiera moverse ni uno de ellos o lanzar alguno de los dos o tres venablos con que ordinariamente iban armados.

Aquellos bandidos comenzaron entonces a considerar peligrosa la ocupación de la Licaonia, porque el país es llano generalmente, y más de una vez habían experimentado que no podían resistir en batalla campal. Tomando, pues, caminos extraviados, penetraron en la Pamfilia, comarca inmune desde mucho tiempo, pero que el temor de la invasión y sus desastres había hecho llenar de puestos militares, muy cercanos entre sí, y de fuertes guarniciones. Confiando en el vigor de sus cuerpos y agilidad de sus miembros, se habían lisonjeado de adelantarse, por medio de marchas forzadas, a la noticia de la invasión; pero emplearon más tiempo del que pensaron en pasar por las sinuosidades del camino emprendido y por los elevados picos que tenían que franquear; y cuando, dominados los primeros obstáculos, llegaron a las escarpadas orillas del río Melano, cuyo profundo lecho forma como foso alrededor de la comarca, les dominó el temor, tanto más cuanto que era noche cerrada y tenían que detenerse hasta el amanecer. Habían confiado en cruzar el río sin pelear, y en seguida por sorpresa devastarlo todo en la otra orilla; pero les esperaban grandes trabajos y ningún provecho. Al amanecer vieron delante escarpadas riberas y un canal estrecho y profundo que tuvieron que reconocer y cruzar a nado. Mientras procuraban encontrar barcas de pescadores, o construían apresuradamente almadías, reuniendo troncos, las legiones que invernaban en las cercanías de Sida pasaron rápidamente a la orilla opuesta, clavaron fuertemente las águilas, y formando parapeto con los escudos, hábilmente entrelazados, destrozaron a cuantos se aventuraron en las almadías o intentaron pasar con el auxilio de troncos huecos. Después de inútiles esfuerzos, los isaurios cedieron tanto al miedo como a la fuerza, y caminando a la aventura, llegaron a Laranda, donde pasaron algún tiempo rehaciéndose y acopiando provisiones. Dominando al fin el miedo, iban a lanzarse sobre los ricos pueblos de las inmediaciones, cuando la casual llegada de una cohorte de caballería, a la que no se atrevieron a resistir en la llanura, les obligó a emprender la fuga; pero al retirarse, convocaron a toda la juventud en estado de empuñar las armas.

El hambre, cuyos rigores experimentaron de nuevo, les llevó ante una ciudad llamada Palea, cercana al mar y rodeada con fuertes murallas, ciudad que es todavía hoy el depósito central de provisiones del cuerpo de ocupación de la Isauria. Tres días y tres noches estuvieron detenidos delante de aquella fortaleza; pero como la plaza está situada sobre una altura que no puede escalarse sino al descubierto, y ellos no podían practicar trabajos de mina ni otro medio alguno de guerra, con pesar profundo levantaron el sitio, impulsándoles la necesidad a intentar en otra parte un golpe rudo.

El fracaso los había irritado más, encontrándose aguijoneados por la desesperación y el hambre; y toda aquella masa, aumentada con los nuevos refuerzos, se lanzó con irresistible impetuosidad para saquear la capital de Seleucia. El conde Castricio ocupaba a la sazón la plaza con tres cohortes de soldados aguerridos; y a la señal de sus jefes, advertidos oportunamente de la llegada de los isaurios, las tropas, preparadas en seguida, avanzan rápidamente, y pasando a la carrera el puente del río Calicadno, cuyas profundas aguas bañan el pie de las torres que defienden la ciudad, se forman en batalla en la otra orilla. Prohibióse salir de las filas y trabar escaramuzas, porque todo podía temerse del ciego furor de aquellas bandas, superiores en número y dispuestas siempre a lanzarse con desprecio de la vida, hasta sobre la punta de nuestras armas. Sin embargo, el lejano sonido de las bocinas y la presencia de las tropas, resfriaron algo el ardor de los bárbaros. Detuviéronse, y en seguida se pusieron otra vez en marcha; pero con mesurado paso y blandiendo desde muy lejos sus espadas con amenazadores ademanes. Dominados los nuestros por el ardimiento, querían marchar contra el enemigo con las enserias altas y golpeando las lanzas contra los escudos; medio de excitación muy eficaz entre los soldados y que causa terror al adversario. Pero los jefes refrenan la impaciencia, comprendiendo lo innecesario de pelear al descubierto, cuando tenían a la espalda el amparo de fuertes murallas. Mandaron, pues, que entrasen las tropas en la ciudad, distribuyéndolas en las terrazas, parapetándolas en las murallas, provistas de toda clase de armas arrojadizas, con objeto de exterminar bajo lluvia de piedras y dardos a cuantos se acercasen. Los sitiados, sin embargo, tenían grave motivo de preocupación. Entre los isaurios reinaba la abundancia, porque habían logrado apoderarse de las naves y provisión de granos; mientras que dentro de las murallas, agotándose los recursos ordinarios por el consumo diario, veíanse amenazados para corto plazo de los horrores del hambre.

Propagóse el rumor de estos acontecimientos, enviando mensajero tras mensajero para enterar a Galo, quien, por encontrarse ocupado lejos de allí el jefe de la caballería, mandó a Nebridio, conde de Oriente, que reuniese fuerzas por todas partes para libertar a toda costa una posesión tan importante por la grandeza de la ciudad y su ventajoso emplazamiento. Al enterarse de estas cosas, decamparon los isaurios; y después, sin intentar nada nuevo digno de mención, se dispersaron, según su costumbre, volviendo a sus inaccesibles montañas.

En esta situación se encontraban las cosas relativamente a Isauria. A la sazón hallábase comprometido el rey de los persas en una guerra de fronteras con pueblos belicosos que, sucesivamente, según el capricho de los tiempos, son para él vecinos hostiles o auxiliares contra nosotros. Pero uno de sus cortesanos más eminentes, llamado Nohodares, tenía encargo de invadir la Mesopotamia, y vigilaba atentamente nuestros movimientos, espiando la oportunidad de realizar su empresa. Sabiendo Nohodares que aquella comarca, constantemente expuesta a vejámenes, estaba guardada en todas direcciones por puestos militares y obras de defensa, creyó conveniente hacer un rodeo por la izquierda y marchó a emboscarse en los linderos del Osdroeno; maniobra de la que hay pocos ejemplos, y que, de tener éxito, lo hubiese devastado todo con la rapidez del rayo.

Cerca del Eufrates, en Mesopotamia, se encuentra Batna, fundada en otro tiempo por los macedonios y hoy ciudad municipal. En esta población residen muchos negociantes ricos, y es centro de activo comercio, tanto de productos de la India y de la Serica, como en géneros de toda procedencia, que llegan a este mercado por mar y tierra en los primeros días de Septiembre, atrayendo multitud de traficantes. Precisamente estos días de tumulto y confusión había elegido Nohodares para una sorpresa, y esperaba el momento ocultándose en las altas hierbas de las solitarias orillas del Aboras; pero delataron su presencia algunos de los suyos que desertaron por temor de castigos; y desde aquel momento abandonó la emboscada, sin atreverse a intentar golpe alguno, quedando en completa inacción.

Por otra parte, los sarracenos, a quienes no queremos por amigos ni por enemigos, aparecían repentinamente en tanto en un punto en tanto en otro, robando con rapidez cuanto encontraban al paso, a la manera del milano que cae sobre la presa desde la altura a que la descubre y que con igual velocidad desaparece, ora la coja, ora yerre el golpe. Al escribir la historia del emperador Marco Aurelio y de algunos reinados sucesivos, me he ocupado de las costumbres de este pueblo, del que diré muy poco ahora. Desparramado en una región que se extiende desde la Asiria hasta las cataratas del Nilo y los confines del país de los blemyos, esta raza tiene igual carácter en todas partes. Todos son naturalmente guerreros, van casi desnudos, sin otra prenda que un saco corto de colores, y lo mismo en paz que en guerra cambian continuamente de lugar con el auxilio de sus rápidos caballos y de sus flacos camellos. Ni uno de ellos pone mano al arado, ni cultiva una planta, ni pide a la tierra la subsistencia del hombre. Todo este pueblo vaga indefinidamente por inmensas soledades, sin hogar, sin asiento fijo y sin ley. Ningún cielo, ningún suelo puede detenerles mucho tiempo, siendo su vida la emigración: entre ellos, la unión del hombre y la mujer es un contrato de arrendamiento: la esposa, contratada por precio y tiempo determinados, lleva a su marido, a manera de dote, por toda fortuna matrimonial, una lanza y una tienda, quedando dispuesta a separarse de él en cuanto expira el plazo y el marido lo indique. Imposible decir con cuánto furor se abandonan al amor los dos sexos en este pueblo, cuya existencia es tan móvil, que una mujer se casa en un lugar, da a luz en otro y cría a sus hijos lejos de allí, sin haber constituido domicilio ni por un momento. Generalmente se alimentan de caza, de leche que les suministran con abundancia sus rebaños, y de muchas clases de hierbas, que produce su suelo con mucha variedad, y cuando les es posible, de aves cogidas con lazos. Casi todos los que hemos visto ignoraban el uso del pan y del vino. Pero basta de esta perniciosa nación, y volvamos a nuestro relato.

Durante estas agitaciones de Oriente, Constancio, que pasaba el invierno en Arelate (Arlés), celebraba fastuosamente, con la pompa de los juegos del circo y representaciones teatrales, el trigésimo año de su reinado, cumplido el 6 de los idus de Octubre (10 de octubre). Su inclinación a la tiranía, cada vez más pronunciada, le hacía aceptar fácilmente toda acusación, por quimérica o dudosa que fuese, como verdadera y demostrada. Entregó primeramente a la tortura y desterró en seguida al conde Geroncio, que había pertenecido al bando de Magnencio. Y así como el contacto más ligero despierta la sensibilidad en una parte enferma, así también, para aquel carácter pusilánime y obtuso, el ruido más leve se convertía en atentado, en conspiración fraguada contra su vida. Las víctimas que hizo por miedo bastan para convertir su victoria en calamidad pública. Por elevado que estuviese cualquiera como militar u honoratus o por la consideración adquirida entre los suyos, por una palabra, por una sospecha, podía verse cargado de cadenas y tratado como bestia feroz; y hasta sin que interviniese acusador, bastaba haber sido nombrado, interrogado, citado, para que se dictase sentencia de muerte, de proscripción o destierro.

Sanguinaria adulación estimulaba más y más estos furores crueles, esta inquietud iracunda que se apoderaba del príncipe ante la sola idea de un atentado a su poder o a su persona. Rodeábale un como concierto de pérfidas exageraciones, simuladas quejas y declamaciones hipócritas acerca de los peligros de aquella preciosa vida, de la que pendían como de un hilo los destinos del universo. Por esta razón nunca se dio ejemplo de que al presentarle, según costumbre, la lista de las sentencias dictadas, revocase alguna de esta clase; clemencia muy común, sin embargo, hasta entre los soberanos más implacables. Y la edad, que ordinariamente calma los instintos feroces, no hizo otra cosa que desarrollarlos más en él, estando excitado por la turba de aduladores que nunca le abandonaba.

Sobresalía entre éstos el notario Paulo, oriundo de España, que ocultaba profunda astucia bajo imberbe rostro, siendo maravillosamente diestro para penetrar los secretos de cada uno y encontrar el medio de perderle. Había sido enviado a Bretaña para apoderarse de algunos militares señalados como favorecedores del partido de Magnencio, pero en el que habían entrado por necesidad. Excediéndose en su riguroso encargo fue como inundación que poco a poco se extiende, encontrándose muy pronto amenazadas multitud de vidas. Sus pasos señalaban ruina y desolación: llenáronse las prisiones de hombres que habían nacido libres, cuyos miembros se rompían a veces bajo el peso de las cadenas, y esto por delitos inventados caprichosamente y destituidos de toda verosimilitud; llegando estos excesos a una escena cruel que imprime indeleble mancha en el reinado de Constancio. Deploraba con amargura estos actos tan odiosamente arbitrarios, Martino, que administraba aquellas provincias como lugarteniente de los prefectos. Muchas veces había intercedido en favor de las víctimas pidiendo gracia para los inocentes, y, no pudiendo conseguir nada, manifestó por último que iba a renunciar el cargo, creyendo intimidar con esta amenaza al cruel informador e impedirle arrebatar a los hombres su tranquilidad para presentarles como culpados. Temiendo Paulo, en efecto, que se quebrantase su influencia, con nuevo rasgo de la fatal habilidad que le valió el dictado de Catena (cadena), cuando el vicario del prefecto defendía calurosamente los intereses de sus administrados, consiguió comprometerle en el peligro común; y ya apresuraba la prisión del nuevo sospechoso, con el propósito de llevarle encadenado con los demás a la corte del Emperador, cuando viendo Martino lo amenazador del peligro, lanzóse sobre Paulo espada en mano, pero no acertando al herirle, frustrado el golpe, volvió el arma contra sí mismo y se la clavó en el costado. Así pereció miserablemente un hombre honrado, al esforzarse por salvar a millares de desgraciados. Después de tantas atrocidades, regresó Paulo, cubierto de sangre, al campamento donde se encontraba el Emperador, llevando en pos multitud de prisioneros, doblegados bajo el peso de las cadenas, y en el estado más abrumador de miseria y abatimiento. A su llegada encontraron preparados los caballetes y dispuesto el verdugo entre sus instrumentos de tortura. De aquellos prisioneros, unos fueron proscriptos, otros desterrados, y los demás cayeron bajo la espada: porque en todo el reinado de Constancio, en el que bastaba una sospecha para que funcionasen los instrumentos de suplicio, difícilmente se encontraría un solo ejemplo de perdón.

En esta época, Orfito gobernaba con título de prefecto la Ciudad Eterna, y en el ejercicio de este cargo traspasaba audazmente los límites de autoridad delegada, su talento era despejado y muy notable su práctica de los negocios; pero su falta de instrucción llegaba a un grado casi vergonzoso en hombre de exclarecido nacimiento. Bajo su administración estallaron graves sediciones, ocasionadas por la escasez de vino, bebida cuyo inmoderado uso es con tanta frecuencia causa inmediata de conmociones populares.

Pero comprendo la admiración del extranjero que lea este libro, y no encuentre más que sublevaciones, escenas de embriaguez y otras abominaciones en el relato de lo que aconteció en Roma en aquella época. Indispensable es, pues, una explicación, y la daré breve y sincera en cuanto dependa de mí, sin faltar voluntariamente a la verdad.

En el momento en que Roma, cuya duración igualará a la de los hombres, apareció en el mundo, ajustóse un pacto entre la Fortuna y la Virtud, tan separadas hasta entonces, para favorecer de común acuerdo el maravilloso desarrollo de la naciente ciudad. Si una u otra hubiesen faltado, Roma no hubiera podido llegar al pináculo de grandeza que ha alcanzado. El pueblo romano desde la cuna hasta el tiempo en que terminó su infancia, período de cerca de tres siglos, combate alrededor de sus murallas. Guerras muy rudas ocupan también su adolescencia, y entonces cruza los Alpes y el mar. Para él, la edad viril es una serie de triunfos; recorre el mundo, y cada país que visitan sus armas le proporciona cosecha de laureles. Al fin llega la vejez, y a pesar de que su nombre solo consigue todavía victorias, aspira al descanso. Entonces, la venerable ciudad, satisfecha de haber domeñado las naciones más altivas y fundado una Constitución salvaguardia eterna de la libertad de sus hijos, eligió entre ellos los Césares para encargarles, como a prudentes padres de familia, la tutela del patrimonio común. No más inquietas tribus, no más centurias turbulentas, no más agitaciones electorales; por todas partes la tranquilidad de los tiempos de Numa. Y, sin embargo, no hay punto en el mundo donde no se salude a Roma como reina y señora, donde no se inclinen ante la antigua majestad del Senado y donde no sea temido y respetado el nombre romano.

Pero este noble Senado vio empañado su lustre por la disoluta ligereza de algunos miembros suyos, que no se contenían en el vicio, entregándose a desórdenes de toda clase, sin querer recordar en qué suelo nacieron; porque, como dice el poeta Simónides, no hay felicidad completa si la patria no es gloriosa. Hubo entre aquellos hombres quienes creyeron eternizar sus nombres haciéndose elevar estatuas, cual si les recompensase mejor inertes imágenes de bronce que el testimonio de su conciencia. Hasta hacen dorar para ellos el metal, siendo Acilio Glabrión el primero que obtuvo este homenaje, cuando por su conducta, tanto como por sus armas, puso término a la guerra de Antíoco. ¡Cuánto mejor es hacerse superiores a honores tan pueriles, no aspirar más que a la verdadera gloria y no caminar sino por el largo y penoso sendero que describe el poeta de Ascra! Catón el Censor lo demostró cuando interrogado por qué no se encontraba su estatua entre las de tantos varones ilustres, respondió: «Prefiero que pregunten los buenos por qué no está, a que pregunten por qué está».

Algunos hacen consistir la gloria suprema en la singular altura de un carro o en el fastuoso rebuscamiento del traje. Su molicie sucumbe bajo esos mantos de tejido tan diáfano que se sujetan al cuello con ligera hebilla y que se les hace ondear con un soplo; veisles agitar sus pliegues en cada movimiento, sobre todo en el lado izquierdo, y lo hacen así para que se vean las franjas bordadas y el curioso trabajo de una túnica sembrada de figuras de animales que forman cuerpo con el tejido. Otros se os acercan con cara rígida y aspecto importante para ostentar su inmensa riqueza, y estáis un día entero oyendo la enumeración de sus bienes y el detalle de sus rentas, que van multiplicándose cada año. Por lo visto ignoran que sus antepasados, que tan lejos extendieron el nombre romano, no brillaban ciertamente por su opulencia. Aquellos varones, cuya energía en todos los males de la guerra triunfó de tantos obstáculos, no estaban mejor provistos, mejor alimentados ni mejor vestidos que el último soldado. Necesaria fue una cuestación para sepultar a Valerio Publícola: los amigos de Régulo se pusieron de acuerdo para mantener a su viuda y a sus hijos, y la hija de Escipión no tuvo dote sino a expensas de la República, porque los padres conscriptos se avergonzaron al ver que aquella virgen perdía sus mejores años en el celibato, a causa de ser su padre pobre y estar ausente en servicio de la patria.

Ve, honrado extranjero, a presentarte en casa de uno de nuestros ricos, tan hinchados con su opulencia. En el primer momento te recibirá con los brazos abiertos; te hará pregunta sobre pregunta, hasta que te obligue a mentir, por no guardar silencio. Maravillado, tú que eres humilde, de verte tan agasajado en la primera visita por un personaje de tanta importancia, casi deploras no haber venido a Roma diez años antes. Halagado por tanta afabilidad, vuelves al día siguiente; pero ya no eres más que un intruso, un importuno, y te hacen esperar. El que tan bien te recibió la víspera tiene otras ocupaciones, está contando su dinero. Necesita una hora para recordar quién eres y de dónde vienes: al fin se acuerda de tu semblante, y ya eres de los suyos. Después de tres años de asidua asistencia, que se te ocurra ausentarte; al regreso tienes que comenzar de nuevo: y en cuanto a enterarse qué ha sido de ti, tanto piensa en ello como si no pertenecieses a este mundo. Pasarías la vida en su portal sin dar un paso más. Pero se prepara uno de esos festines con intervalos, festines interminables y nocivos, o bien se trata de una distribución de sportulas, según es costumbre. Este es asunto de graves deliberaciones. ¿Se concederá preferencia a un extranjero sobre otra persona a cuyas atenciones se debe correspondencia? El escrutinio responde afirmativamente. ¿A quién se invitará al fin? Al que haya pasado la noche delante de la puerta de un auriga del circo, o a algún maestro en el arte de jugar los dados, o al primer charlatán que pretenda poseer un gran secreto. La puerta está cerrada a los hombres eruditos y sobrios: estos hombres no sirven para nada, y su presencia atrae la desgracia. Añadid a esto los interesados fraudes de los nomenclátores, gentes que obtienen dinero de todo y no vacilan en introducir un nombre subrepticio, ni en imponer a la hospitalidad y munificencia de los grandes un desconocido y hasta un indigno.

No describiré esos abismos que se llaman banquetes, ni los mil refinamientos que despliega en ellos la sensualidad. ¿Pero qué diré de esas extravagantes carreras por la ciudad, de esos caballos lanzados a toda brida, despreciando los peligros por el pedregoso pavimento de las calles, como si se corriese oficialmente en posta con los relevos del Estado? ¿Qué de esa multitud de criados, verdadera partida de bandidos, que llevan detrás sin dejar siquiera, como en la comedia, a Sannión para guardar la casa? El ejemplo ha producido frutos, y se ve a las señoras romanas cubiertas con el velo correr en litera de uno a otro barrio. El hábil general procura en la guerra cubrir todo su frente con soldados pesadamente armados; pone en segunda línea las tropas ligeras, en la tercera los sagitarios, y últimamente el cuerpo de reserva, que no pelea sino como último recurso. Este ejército de criados tiene también sus directores de maniobras, que llevan una varilla por insignia, y ordenan sus gentes en conformidad con la orden del día. En primer lugar, a la altura de la carroza marchan los esclavos de oficios; después vienen los ahumados habitantes de las cocinas; después los lacayos propiamente dichos, que no tienen empleo especial, acompañados por todos los holgazanes del barrio; cerrando la marcha los eunucos de todas edades, empezando por los más viejos, todos igualmente descoloridos y deformes. Al contemplar aquel repugnante grupo, que no tienen de hombres más que el nombre, no puede menos de maldecirse la memoria de Semíramis, que fue la primera en someter a la infancia a tan cruel mutilación, con la que se ultraja a la Naturaleza y se contrarían violentamente sus designios, porque desde el primer momento del ser ha designado esos órganos como fuentes de vida, como principio de generación.

Siendo éste el estado de las cosas, las pocas mansiones donde se honraba todavía el culto de la inteligencia se encuentran invadidas por la afición a los placeres hijos de la pereza. Solamente se oyen voces que modulan, instrumentos que resuenan. Los cantores han expulsado a los filósofos, y los profesores de elocuencia han cedido el puesto a los maestros en achaque de voluptuosidades. Ciérranse las bibliotecas como los sepulcros: el arte solamente se ejercita en construir órganos hidráulicos, liras colosales, flautas y otros instrumentos de música gigantescos para acompañar en el escenario la pantomima de los bufones. Un hecho reciente demuestra hasta qué punto están pervertidas las ideas. Habiendo llevado el temor de la escasez a que se expulsara precipitadamente de Roma a todos los extranjeros, la medida se extendió brutalmente hasta al corto número que ejercía profesiones científicas y liberales, sin dejarles tiempo para prepararse; mientras tanto se exceptuaba expresamente a los que formaban parte de las compañías de los histriones o supieron con destreza fingir que lo eran, y así se toleraba sin dirigirles ni una pregunta, la presencia de tres mil bailarinas y de otros tantos coristas, figurantes o directores.

Por esta razón no se dirigen los ojos a un punto sin ver mujeres de esas con largos cabellos ensortijados, que, siendo casadas, hubiesen podido dar cada una tres hijos al Estado, y cuya existencia entera consiste en barrer con los pies la escena, saltar sin descanso; en una palabra, en describir rápidos giros y tomar todas las actitudes que prescriben las fábulas teatrales.

Hubo un tiempo en que Roma era el asilo de todas las virtudes. Entonces, para retener a los extranjeros, la ingeniosa hospitalidad de los magnates sabía ejercer bajo mil formas ese poder que Homero atribuye a los frutos del país de los Lotófagos. Ahora, para que se burlen de cualquiera, basta que haya nacido más allá del Pomerium, a no ser que tenga la buena cualidad de ser viudo o célibe; porque no es posible suponer de cuántas atenciones son objeto en Roma los hombres sin hijos. Esta ciudad es la cabeza del mundo; natural es que las enfermedades hagan más daño y que con harta frecuencia, todos los recursos del arte de la medicina sean impotentes hasta para paliarlo; por tal razón se ha imaginado este preservativo: cuando se tiene un amigo gravemente enfermo, se evita el espectáculo de sus padecimientos. También hay otra precaución que no carece de eficacia: si se envía un criado a preguntar por el estado del paciente, a su regreso se le cierra la puerta de la casa, hasta que se ha limpiado bien en los baños. Témese la vista de un enfermo hasta por intermediario; pero que llegue una invitación para una boda en la que se derrama dinero a manos llenas; de todos aquellos, tan tímidos acerca de su salud, no hay uno solo, aunque estuviese atacado de gota, que no tenga piernas para correr si fuese preciso hasta Spoleto. Esta es la vida de los magnates.

En cuánto al populacho sin casa ni hogar, unas veces pasa la noche en las tabernas, otras duerme al abrigo de los toldos con que Cátulo, siendo edil, imitando los refinamientos de la Campania, fue el primero en cubrir nuestros anfiteatros; o bien se entrega furiosamente al juego de los dados, reteniendo el aliento, que en seguida expele con extraño ruido; o también, siguiendo el gusto dominante, se le ve entregado de la mañana a la noche, arrostrando el sol y la lluvia, a interminables discusiones acerca de las menores circunstancias del mérito o inferioridad relativa de tal caballo o de tal auriga. Cosa extraña por cierto ver a todo un pueblo que apenas respira esperando el resultado de una carrera de carros. Estos son los cuidados que preocupan a Roma, no dejando espacio para nada grave. Pero volvamos a nuestro relato.

La tiranía del César, demasiado gravosa ya para los hombres honrados, traspasó todos los límites, y la opresión, pesando indistintamente sobre los altos funcionarios públicos, los magistrados de las ciudades y hasta del pueblo bajo, se extendió a todo el Oriente. En un vértigo furioso llegó a incluir en una lista para ejecutarlos en masa a los ciudadanos más notables de Antioquía; y esto porque había exigido la publicación de una rebaja arbitraria de precios cuando precisamente amenazaba una escasez, y aquéllos respondieron al agente del fisco con cierta energía. Sin la valerosa resistencia de Honorato, que entonces era conde de Oriente, ni uno solo habría escapado. De las crueles inclinaciones del príncipe podía juzgarse por su afición a los espectáculos en que corre sangre. La prohibida representación de un combate de gladiadores, en el que cinco o seis parejas de desgraciados se maltrataban y ensangrentaban a porfía ante su vista, en el circo, le producían el regocijo de una victoria. Su predisposición sanguinaria se irritó más y más a causa de la noticia de una conspiración que urdieron contra él obscuros soldados. La revelación la hizo una mujer de baja estofa, que había solicitado y obtenido que la dejasen penetrar en palacio para que la escuchasen. Entusiasmada Constantina por aquel descubrimiento, como si la vida de su esposo estuviese asegurada ya para lo sucesivo, hizo muchos regalos a la denunciadora, y mandó sacarla en su propia carroza por la puerta de honor, creyendo que estos favores servirían de cebo para otras denuncias más importantes.

Iba Galo a marchar a Hierápolis para asistir, al menos por fórmula, a la expedición, cuando el pueblo de Antioquía le suplicó con instancias, para que le preservase del peligro de un hambre que deplorable concurso de circunstancias hacía muy de temer. Este es el caso en que una autoridad potente debe emplear sus recursos para el alivio de sufrimientos locales. Galo no dio orden alguna ni tomó disposiciones para que afluyesen provisiones de las provincias inmediatas. Pero en aquel momento tenía consigo a Teófilo, consular de Siria, y fue verdadera víctima que entregó en sacrificio a los terrores de aquella muchedumbre, repitiendo con énfasis que no podían faltar víveres sino cuando quería el gobernador. El populacho tomó estas palabras como excitación a los excesos, y en cuanto hizo sentir sus rigores la calamidad, acudió tumultuosamente, aguijoneado por la ira y el hambre, a la hermosa casa de Eubulo, varón muy distinguido entre los suyos, y la redujo a cenizas. El gobernador le estaba ya como entregado por sentencia del príncipe: abrumado de golpes, pisoteado, le hicieron al fin pedazos, siendo este lamentable fin ocasión para que muchos reflexionasen y viesen en perspectiva la suerte que les esperaba. En el momento en que se consumaba el asesinato, aquel Sereniano cuya cobardía, como dijimos, fue causa del saqueo de la ciudad de Celsa, en Fenicia, pasando de general a acusado, y acusado justamente del crimen de lesa majestad, conseguía, ignorándose cómo, su absolución ante los jueces; estando demostrado hasta la evidencia que un agente suyo, cubierto con su propio gorro, sometido previamente a una operación mágica, se había presentado por orden suya en un templo donde se predecía lo venidero, y había preguntado a la suerte, en términos claros, si su amo conseguiría el objeto de sus deseos, el imperio absoluto. Por deplorable coincidencia, Teófilo pereció víctima inocente del furor popular, cuando Sereniano, digno de universal execración, era absuelto sin que reclamase la vindicta pública.

Enterado Constancio de estas cosas, y prevenido por las comunicaciones de Thelassio, que había obedecido ya a la ley común, no dejó de mantener amistosa correspondencia con Galo. Pero comenzó por retirarle poco a poco las fuerzas de que disponía, so pretexto de benévola solicitud, «porque el turbulento espíritu de los soldados, que fermenta siempre en la inacción, le hacía temer por el César alguna conspiración militar. Además, para su seguridad bastaba la presencia de las escuelas palatinas y de los protectores, reforzados por los escutarios y los gentiles.» Al mismo tiempo ordenaba al prefecto Domiciano, que antes había sido tesorero, marchase a Siria con misión de recordar respetuosamente y con mesura a Galo las reiteradas invitaciones que había recibido del Emperador para que le visitase, exhortándole a que las atendiese. Domiciano, que llegó apresuradamente a Antioquía, pasó por delante del palacio sin presentarse al César, como ordenaba la etiqueta, y, rodeado de gran pompa, marchó directamente al pretorio, donde, pretextando indisposición, permaneció encerrado muchos días sin acudir a la corte ni mostrarse en público. En este tiempo no hizo más que trabajar para perder al César, hasta sobrecargando con detalles insignificantes sus informes a Constancio. Citado al fin por el príncipe para que se le presentase, entró en el Consistorio, y allí, sin preparación alguna y con el tono más inconsiderado, dijo: «César, necesario es partir. Obedece la orden que has recibido, y ten presente que, a la menor vacilación por tu parte, suprimo lo que tienes asignado para tu alimentación y la de tu palacio.» Dicho esto, salió con aspecto de superior disgustado, y rehusó obstinadamente volver a la corte a pesar de las órdenes recibidas.

Irritado Galo por lo que calificaba de ofensa a su persona y dignidad, se aseguró en seguida del prefecto, colocando en derredor suyo una guardia de protectores elegidos entre sus adeptos. Ante este golpe de autoridad, Moncio, que entonces era cuestor, varón de ánimo irascible, pero enemigo de violencias, creyó, por interés común, que debía intervenir como mediador. Reunió a los jefes de las escuelas palatinas, y comenzó a indicar delante de ellos, sin acritud alguna, que lo hecho no era conveniente ni útil. Enardeciéndose poco a poco, levantó la voz y dijo con amargura que después de aquel procedimiento no podía hacerse otra cosa que derribar las estatuas del Emperador y condenar a muerte al prefecto. Galo se levantó como serpiente herida cuando le repitieron estas palabras. Preocupado ya por grandes ambiciones, y, por otra parte, incapaz de vacilar acerca de los medios cuando se trataba de su propia seguridad, hizo armar todas sus fuerzas, y, rechinando los dientes, dirigió estas palabras a los atónitos soldados: «Ayudadme, buenos amigos; nuestro peligro es igual. Por caso nuevo e inusitado, Moncio declama contra nosotros y enfáticamente nos señala como refractarios, como rebeldes a la majestad imperial ¿Y por qué? Porque un prefecto insolente ha faltado a sus deberes y le he puesto bajo guardia para darle una lección.»

No necesitó más aquella soldadesca, ávida de turbulencias. Moncio se encontraba cerca, y se lanzaron sobre aquel anciano débil y enfermo, atándole fuertes cuerdas a las piernas y arrastrándole casi descuartizado, casi sin aliento de vida hasta el pretorio del prefecto. También cayeron sobre Domiciano, precipitáronle por las escaleras, le agarrotaron con las mismas cuerdas, y juntos fueron arrastrados de aquí para allá por toda la ciudad a la carrera de sus verdugos. Pronto quedaron despedazados sus cadáveres, y todavía continuaron pisoteando los troncos, haciendo desaparecer en ellos toda forma humana, hasta que, satisfecha la ira de los soldados, los abandonaron a la corriente del río. Una circunstancia había impulsado a aquellos frenéticos a tales excesos de ira: la repentina presencia entre ellos de un tal Lusco, que desempeñaba cargo público en la ciudad, y que, como entonador, animando con la voz y el gesto, no había cesado de excitarles para que no se detuviesen en tan buen camino: a éste malvado le quemaron vivo poco después.

Al ser despedazado Moncio había pronunciado muchas veces los nombres de Epigonio y Eusebio, pero sin añadir profesión ni cualidad. Mucho se trabajó para descubrir a quiénes pertenecían aquellos nombres; y con objeto de aprovechar la agitación de los ánimas, se trajo de Licia al filósofo Epigonio, y de Emesa al elocuente orador Eusebio, denominado Pittaco. Pero no eran éstos los designados por Moncio, sino los tribunos de las manufacturas de armas, que habían prometido el socorro de sus depósitos en el caso de que estallase alguna perturbación del orden.

Apolinar, yerno de Domiciano, y antes intendente del palacio del César, recorría entonces, por orden de su suegro, los cantones de la Mesopotamia, llevando el encargo, que desempeñaba con poca discreción, de enterarse cautelosamente si Galo, en alguna correspondencia íntima, había indicado pensamientos de alta ambición. Al tener noticia de los acontecimientos de Antioquía, huyó Apolinar por la Armenia inferior, procurando llegar a Constantinopla. Pero alcanzado en la fuga por una partida de protectores, le llevaron a Antioquía, reduciéndole a estrecha prisión. Súpose entretanto que se había fabricado clandestinamente en Tiro un manto real, sin que se pudiese averiguar quién lo encargó, ni a quién estaba destinado; pero esto fue bastante para que prendiesen al gobernador de la provincia, padre de Apolinar, y que tenía el mismo nombre. También fueron encarceladas multitud de personas de diferentes ciudades, acusándolas de gravísimos crímenes.

Estas desgracias públicas se realizaban sin misterio: el carácter cruel del príncipe no ocultaba ya sus furores; la verdad ofendía su vista. Nada de informaciones jurídicas acerca del valor de los cargos; nada de diferencia entre inocentes y culpables. La justicia estaba desterrada de los tribunales; en una palabra, había enmudecido la defensa, el despojo estaba organizado con la intervención del verdugo; multiplicábanse las ejecuciones y la confiscación fue general; tal era entonces la situación del Oriente. Creo que este es el momento oportuno para dirigir una ojeada a estas provincias, prescindiendo de la Mesopotamia, de la que he dado completa idea en el relato de la campaña contra los parthos, así como del Egipto, del que hablaremos más adelante.

Cuando se han superado las altas cumbres del Tauro, desde la vertiente occidental de la montaña vénse extenderse por la derecha las vastas llanuras de la Cilicia, y por la izquierda la verde Isauria, tan fértil en viñas como en cereales. El Calicadno, río navegable, divide en dos partes esta provincia, cuyo mayor ornamento son dos ciudades entre otras ciento: Seleucia, fundada por el rey Seleuco, y Claudiópolis, colonia del emperador Claudio. Isaura, poderosa en otro tiempo, destruída por sangrientas revueltas, apenas presenta hoy algunos vestigios de su antigua grandeza. Orgullosa ya la Cilicia porque la riega el Cidno, cuenta además entre sus gloriosos timbres a Tarso, tan digna de atraerse las miradas; ciudad que ignora si debe su existencia a Perseo, hijo de Júpiter y de Danae, o a Sandan, varón noble y rico que vino de Etiopía; Anazarba, cuyo nombre recuerda el de su fundador, y Mopsuestia, sede de Mopso, compañero de los argonautas, quien, separado casualmente de la expedición, cuando regresaba trayendo el dorado vellón, encontró en la costa del África prematuro fin. Desde aquel día, los manes del héroe, bajo la arena púnica que los cubre, muestran virtud curativa que rara vez se invoca inútilmente. Estas dos provincias durante la guerra de los piratas se aliaron con los bandidos, siendo vencidas por el procónsul Cervilio y sujetas a tributo. Separadas del mundo oriental por el monte Amano, sus territorios reunidos ocupan una larga banda que sobresale en el litoral del Continente. El Oriente se encuentra limitado en otro sentido por larga zona que se prolonga en línea directa del curso del Eufrates al vallé del Nilo, estrechada a la izquierda por las regiones que recorren las hordas sarracenas y combatida a la derecha por el mar. Seleuco Nicator, a quien tocó el dominio propio de los reyes de Persia en la repartición de la herencia de Alejandro, conquistó y extendió considerablemente esta comarca. Carácter tan activo como afortunado, según indica su nombre, este príncipe supo aprovechar los períodos de tranquilidad de su largo reinado, y emplear los miles de brazos que dejaban disponibles en transformar las miserables moradas de una población rústica en ciudades fuertes y opulentas. Con los nombres griegos que les impuso el fundador, estas ciudades de nueva creación conservaron las denominaciones asirias que perpetúan la tradición de su origen.

Después de Osdrena, de la que, como dijimos, hemos prescindido en esta descripción, viene la Comagena, llamada hoy Eufratensis. El suelo de esta provincia, forma una meseta poco elevada, en el que existen dos ciudades famosas e importantes: Hierápolis, antigua Nitro, y Samosata.

Desde aquí se extienden las magníficas llanuras de la Siria, célebre por su metrópoli, Antioquía, que no tiene rival por la riqueza del suelo ni por las que hace afluir el comercio; célebre también por las ciudades de Laodicea, Apenuca y Seleucia, florecientes las tres desde su origen y que no han degenerado.

En seguida viene la Fenicia, que se apoya en el monte Líbano, hermoso país de bellísimo aspecto, decorado más y más con las poderosas y espléndidas ciudades. Tiro, Sidón y Berito descuellan entre ellas por las delicias de su hospedaje y el brillo de sus recuerdos, pero sin hacer sombra a Ernissa ni a Damasco, fundadas en los primeros siglos. Riega todas estas provincias el Oronto, de sinuoso curso, que costea el monte Casio y penetra en el mar Parthenio. En otro tiempo dependían de la corona de Armenia; pero César Pompeyo, después de derrotar a Tigrano, las reunió al imperio.

El último distrito de la Siria es la Palestina, que presenta por intervalos espaciosos valles, hermosa y ricamente cultivados. También tiene sobresalientes ciudades, pudiendo cada cual de ellas disputar con buen derecho la preeminencia, o pareciendo, mejor dicho, que todas han pasado bajo el mismo nivel. Tales son Cesárea, contruída por Herodes en honor del emperador Augusto; Eleuterópolis y Neápolis, no omitiendo Ascalón y Gaza, construidas en los pasados siglos. No existe en este país ningún río navegable; pero abunda en aguas termales, consideradas como medicina para toda clase de males. También es conquista de Pompeyo, que, después de domeñar a los judíos, redujo el país a provincia romana, bajo la autoridad de un gobernador.

La Arabia linda por un lado con la Palestina y por otro con el país de los nabatheos; es rica en artículos de exportación, y para, protegerla de las incursiones de las hordas vecinas, la vigilante política de sus antiguos posedores construyó considerable número de castillos y fortalezas, eligiendo atinadamente los mejores puntos de defensa. También tiene ciudades importantes rodeadas de fuertes murallas, como Bostra, Gerasa y Filadelfia. El emperador Trajano, durante su gloriosa y brillante expedición contra los parthos, dio más de una severa lección al orgullo de los árabes, y al fin sometió el país a nuestras leyes, después de constituirlo en provincia romana y darle un gobernador.

La isla de Chipre se encuentra muy separada del continente; tiene excelentes puertos y cuenta, entre sus muchas ciudades municipales, las de Salamina y Pafos, célebre una por el culto de Júpiter y la otra por su templo consagrado a Venus. En esta isla abundan todas las cosas, de manera que con sus recursos propios y locales, y sin importar nada del suelo ni de la industria de otras localidades, puede construir naves de transporte, desde la quilla al extremo de los palos y echarlas al mar provistas de todas su jarcias. No puedo ocultar que al apoderarse Roma de este país, mostró más avidez que amor a la justicia. Ptolomeo, que reinaba en él, tenía en. favor suyo nuestra alianza y la fe en los tratados. Proscripto sin tener nada que censurarle, y únicamente porque nuestro tesoro estaba exhausto, aquel príncipe se dio la muerte con veneno; de esta manera vino la isla a ser tributaria, como se hace con el enemigo vencido, y sus despojos trasladados a Roma en las naves de Catón. Pero volvamos al orden de los acontecimientos.

En medio de la serie de catástrofes que hemos mencionado, fue repentinamente llamado a Antioquía Ursicino, que mandaba en Nisiba, a cuyas órdenes estaba yo colocado por mandato expreso del Emperador, debiendo encargarse de la dirección del sangriento proceso que iba a abrirse. Obedeció aunque a disgusto, y tuvo que hacer frente a la turba aduladora que le rodeaba por doquier. Ursicino era excelente soldado y hombre de talento, pero el menos a propósito para los procedimientos forenses. Alarmado por sus propios peligros, al ver qué personas le estaban asociadas en aquella misión, acusadores o jueces, salidos todos del mismo antro, decidió dar su informe secreto a Constancio acerca de todo lo que ocurría pública u ocultamente, suplicándole le concediese medios para contener los furores de Galo, cuyos arrebatos conocía demasiado. Pero como veremos más adelante, esta precaución hizo chocar a Ursicino con escollo más peligroso, porque tenía enemigos que urdían trama sobre trama para comprometerle ante Constancio, cuyo carácter era moderado por punto general, pero demasiado inclinado a prestar oídos a las confidencias del primero que llegaba, haciéndose entonces cruel, implacable y completamente distinto de lo que antes era.

El día designado para los siniestros interrogatorios, el jefe de la caballería, verdadero simulacro de juez, ocupó un puesto entre los asesores, que llevaban aprendida de antemano la lección. Asistían muchos notarios, cómodamente colocados para escuchar las preguntas y las respuestas, corriendo en seguida a comunicarlas al César. Oculta detrás de un tapiz, la reina prestaba oídos ávidos a los debates: y los feroces apóstrofes de unos, las incesantes provocaciones de otros, causaron la pérdida de más de un acusado, a quienes no se permitió ni siquiera discutir los cargos, ni defenderse. Hízose comparecer en primer lugar a Epigonio y a Eusebio, víctimas ambos de identidad de nombres: recordaráse que Moncio, al morir, pronunció estos dos nombres, queriendo denunciar a los tribunos de la manufactura, que le habían prometido armas en caso de sublevación. Epigonio, como demostró, no tenía de filósofo más que el manto; así es que desde el primer momento descendió a las súplicas más inútiles; y en seguida, cuando tuvo los costados surcados por el hierro y la muerte ante los ojos, confesó cobardemente pretendida participación en imaginarias conspiraciones, cuando colocado completamente fuera del movimiento de los negocios, públicos, no había tenido entrevistas con nadie, ni recibido la más pequeña comunicación. Eusebio, por el contrario, lo negó todo con energía, sin flaquear ni por un momento en las torturas, no cesando de decir a gritos que aquello era asesinar y no juzgar. Como perito en las leyes, insistió obstinadamente Eusebio en que se le carease con su acusador, y que se cumpliesen las formalidades. El César calificó de insurrección y soberbia aquella reclamación de derecho, y mandó que se arrancase la carne de los miembros a aquel insolente. La ejecución fue bastante terrible para no dejar al instrumento de la tortura nada que arrancar de los pelados huesos; pero el paciente la soportó inmóvil con increíble energía, sonriendo amargamente a sus verdugos y apelando a la justicia divina. No se le arrancó ninguna confesión, ni una declaración cualquiera, ni siquiera una señal de asentimiento o sumisión; y para terminar una sentencia dada por cansancio, le envió a la muerte con su abyecto compañero de infortunio. Su intrépida energía al marchar al suplicio parecía acusar a la iniquidad de su tiempo, pudiéndose comparar a Zenón, aquel antiguo estoico que, estrechado hasta el extremo por las torturas del rey de Chipre, se partió con los dientes la lengua, de la que exigían una mentira y la escupió ensangrentada al rostro del tirano.

En seguida se procedió a la investigación acerca del manto real; sometióse a la tortura a los obreros empleados en teñir de púrpura y declararon haber teñido un cuerpo de túnica sin mangas. Por estos indicios se prendió a un tal Maras, calificado de diácono entre los cristianos, de quien se presentó una carta escrita en griego al jefe de la manufactura de Tiro excitándole a apresurar un trabajo que no se designaba. Maras, sujeto también a la tortura y martirizado hasta la muerte, no reveló nada más. También se cumplió el tormento en otros muchos casos, pero con diferentes resultados; dejando unas veces subsistir la duda, y no probando en otras más que la ligereza de las acusaciones. En cuanto a los dos Apolinares, padre e hijo, los últimos de la larga serie de víctimas, fueron desterrados. Pero a su llegada a Crateras, casa de campo que poseían a veinticuatro millas de Antioquía, les rompieron las piernas, siendo muertos en seguida por orden expresa de Galo.

No se contuvo en esto la ferocidad del príncipe, sino que, como león irritado por la sangre, se mostró más ávido de investigaciones de este género; pero no referiré todos los detalles para no ser más extenso de lo que me he propuesto.

(Año 351 después de J. C.)

Prolongábanse para el Oriente estos sufrimientos, cuando Constancio, cónsul por séptima vez con Galo, que lo era por la tercera, partió de Arles al comenzar la primavera para hacer guerra a los alemanes, cuyas frecuentes incursiones, bajo el mando de sus reyes Gudomando y Vadomario, hermano suyo, sembraban extragos entre los habitantes de la Galia. El príncipe se detuvo largo tiempo esperando víveres de Aquitania, porque, hinchados los torrentes por la extraordinaria frecuencia de la lluvia, impedían el envío de los convoyes. Durante esta forzada detención llegó Herculano, que servía en los protectores, y que era hijo de Hermógenes, jefe de la caballería, asesinado en Constantinopla en una revuelta popular, como antes dijimos. El Emperador, ante el fiel relato que le hizo Herculano de la conducta de Galo, no pudo menos de deplorar amargamente el pasado y experimentar vivas inquietudes por lo venidero, aunque procurando, sin embargo, ocultar la turbación de su ánimo. Entretanto los soldados, reconcentrados en Cabillona (Chalons), se irritaban por aquellos retrasos; tanto más cuanto que, no llegando los convoyes, faltaron las distribuciones. En estas circunstancias Rufino, prefecto del pretorio, tuvo que cumplir la misión más peligrosa: la de traer los soldados a la razón, demostrándoles que la escasez que experimentaban era involuntaria. Mandósele terminantemente que entrase en negociaciones con aquellas rudas gentes, exasperadas por el hambre y dispuestas siempre a mirar de mala manera a la autoridad civil. En realidad aquello no era más que un medio calculado para perderle, porque querían deshacerse de aquel tío de Galo, cuya influencia política podía servir de apoyo a las perniciosas miras de su sobrino; pero salió del paso con destreza, y el proyecto quedó aplazado. Eusebio, prefecto del palacio, llegó en seguida a Callibona, trayendo considerable cantidad de dineros, cuya distribución, hecha bajo mano entre los agitadores, calmó la alteración y aseguró la vida del prefecto del pretorio. A poco, por efecto de la llegada de numerosos convoyes, volvió la abundancia al ejército y pudo designarse día para levantar el campamento.

Después de muchas y penosas marchas por desfiladeros, en los que hay que abrirse paso entre la nieve, llegaron al fin al Rhin, cerca de Rauraca. En el acto apareció en la otra orilla muchedumbre de alemanes, y con multitud de dardos impidieron a los romanos construir un puente de barcas. Parecía insuperable el obstáculo, y el Emperador, entregado a profundas reflexiones, no sabía qué partido tomar, cuando, en el momento que menos se pensaba, se presentó un guía muy enterado de los pasos, quien, mediante salario, mostró un vado que aprovecharon a la noche siguiente. Una vez cruzado el río por un punto lejano, toda aquella comarca iba a ser sorprendida y devastada repentinamente; pero el enemigo, al que era necesario ocultar este movimiento, lo supo por alemanes de nación que ocupaban eminentes puestos en nuestro ejército: al menos así se sospechó de tres jefes: el conde Latino, de los protectores; Agilón, tribuno de caballerizas, y Seudilón, jefe de los escutarios; considerados los tres hasta entonces como las columnas más firmes del imperio. En presencia de tan grave peligro, celebraron apresuradamente Consejo acerca de los que les convenía hacer, y bien porque los auspicios fuesen contrarios, o que leyesen en sus sacrificios la prohibición de combatir, la energía que mostraron al principio decayó repentinamente, y enviaron a los principales de los suyos para implorar la clemencia del Emperador y pedir la paz. Recibióse a los enviados de los dos reyes, y, después de maduro examen de sus proposiciones, el Consejo opinó unánimente por la paz, cuyas condiciones parecían aceptables. Entonces convocó Constancio al ejército, y desde su tribunal, rodeado de los grandes dignatarios, le dirigió esta alocución:

«Os ruego que ninguno extrañe si al llegar al término de tan penosas marchas, disponiendo de tan inmensas provisiones, pudiendo confiar, como confío, en mi ejército, en el momento de hollar el suelo de los bárbaros, cambio de propósito y paso de repente a ideas de paz. Pero todos comprenderán, si quieren reflexionar, que el soldado, cualquiera que sea su valor individual, no tiene que considerar y defender más que a sí mismo, mientras que el Emperador, que vela por los intereses de todos porque los tiene depositados en sus manos, es el único que conoce el lado fuerte y el lado débil de la cosa pública, y es el único también que, con el auxilio divino, puede aplicar el remedio al daño. Escuchadme, pues, favorablemente, queridos compañeros. Quiero deciros por qué os he convocado, y os lo diré en pocas palabras, porque la verdad es sobria de éstas y va derecha a su objeto. La fama ha hecho resonar vuestra gloria hasta en las comarcas que tocan a los fines del mundo. La nación de los alemanes y sus reyes se alarman y ante los ojos tenéis a sus legados, que vienen, en nombre de sus compatriotas, a suplicaros humildemente que olvidemos el pasado y pongamos fin a la guerra. Siendo yo partidario de la moderación y de los consejos prudentes y útiles, creo conveniente acceder a sus ruegos, porque encuentro en ello muchas ventajas. Por este medio evitamos las peripecias, siempre peligrosas, de los combates; de adversarios nuestros que eran, los tendremos ahora, según su promesa, por auxiliares, y sin que nos cueste sangre amansaremos su ferocidad tan temible para nuestras provincias. Pensad que puede vencerse fuera del campo de batalla, sin ruido de trompas, sin hollar al enemigo; y esta dominación es la más segura que se acepta, por experiencia de su energía cuando se la resiste y de su mansedumbre cuando se someten a ella. En fin, espero vuestra decisión como árbitros; la espero como príncipe amigo de la paz y que más desea mostrar moderación que aprovechar sus ventajas. Este es también el partido que nos aconseja la razón, y, creedme, nadie os tachará de haber carecido de valor por haber ostentado modestia y humanidad.»

En cuanto terminó el Emperador, deseosa de complacerle la multitud, mostró unánime aprobación al discurso y se declaró por la paz, contribuyendo mucho a este resultado la circunstancia de que, en los frecuentes hechos de armas de su reinado, Constancio, favorecido siempre por la fortuna contra sus enemigos interiores, no había experimentado más que reveses contra los del exterior. Ajustóse, pues, el tratado según los ritos nacionales de los dos pueblos, y, terminadas las solemnidades, el Emperador marchó a pasar el invierno en Milán.

Exento allí de cuidados, reconcentró todos sus pensamientos en lo que era el asunto difícil para él, su nudo gordiano. Más de una vez trató de noche esta cuestión con sus íntimos en sus conversaciones secretas. ¿Emplearían la fuerza o la astucia para apoderarse de aquel audaz en sus proyectos de trastornos? Adoptándose este procedimiento, escribióse a Galo una carta muy afectuosa, llamándole al lado del Emperador, so pretexto de negocios sumamente importantes. Una vez aislado por este medio, nada tan fácil como descargarle el último golpe.

Sin embargo, esta opinión tuvo muchos contrarios en aquella multitud de intereses versátiles, oponiéndose, entre otros, Arbeción, ardiente y astuto promovedor de intrigas, y Eusebio, prepósito del palacio, que le superaba en maldad. Los dos alegaban el peligro de la presencia de Ursicino en Oriente, donde iba a encontrarse solo después de la marcha de Galo y sin freno para su ambición. En esto les secundaba vigorosamente la intriga de los eunucos del palacio, dominados por indecible furor de enriquecerse, y que sabían aprovecharse perfectamente de las facilidades que les ofrecía su servicio íntimo para sembrar contra aquel honrado varón pérfidas insinuaciones. Preparados estaban todos los recursos de su malignidad para perderle, hablando en voz baja de sus dos hijos, crecidos ya, y cuyas ambiciones podían elevarse hasta el imperio, siendo los dos interesantes por su belleza, juventud y singular destreza en ejecutar los múltiples pasos de la danza de la armadura, habilidad que mostraban gustosos ante el ejército en los diarios ejercicios militares. Se había explotado hábilmente el carácter feroz de Galo para impulsarle a excesos que habían de sublevar a todos los órdenes del Estado, con el único objeto de llegar a que pasasen las insignias del poder a los hijos del jefe de la caballería.

Estas conversaciones llegaron a oídos del príncipe, abiertos y accesibles siempre para tales cosas, consiguiendo al pronto hacerle vacilar; pero al fin tomó una resolución, que fue la de asegurarse previamente de Ursicino. Invitósele, pues, en los términos más lisonjeros a que viniese a la corte, donde se le necesitaba para ponerse de acuerdo con él acerca de urgentes medidas que habían de tomarse contra los parthos, cuyos extraordinarios armamentos amenazaban al imperio con próxima irrupción; y para que no desconfiase se encargó a su vicario, el conde Próspero, que le reemplazase en su cargo hasta su regreso. En cuanto se recibió esta carta, provistos los dos de órdenes para las postas del Estado, marcharon apresuradamente a Milán.

Solamente quedaba estrechar al César para que partiese, y queriendo Constancio evitar hasta la sombra de sospecha, le hizo en su carta las instancias más afectuosas para que le acompañase su esposa, hermana querida a la que tanto deseaba ver. Ésta vaciló al pronto, sabiendo de lo que era capaz Constancio; sin embargo, consintió en el viaje, confiando en su influencia sobre su hermano; pero apenas pisó la Bitinia murió rápidamente de un acceso de fiebre en la estación llamada Cinos Galicanos. Esta muerte privaba al esposo del apoyo en que esperaba más, quedando impresionado hasta el punto de no saber qué decidir, y teniendo como idea fija, en la perturbación de su mente, que Constancio lo sacrificaba todo a su objeto, no admitía arreglo alguno, no perdonaba ninguna falta y se mostraba más implacable con los que le tocaban más de cerca: seguramente aquel llamamiento era un lazo, e iba la vida en dejarse coger en él. En tan crítica situación, y considerando segura su pérdida, calculó sus probabilidades para apoderarse del rango supremo, pero tenía doble motivo para temer las deserciones; sabía que le odiaban por su violencia y le despreciaban por su falta de firmeza, y causaba además espanto a sus adeptos los continuos triunfos de las armas de Constancio en las guerras civiles. En medio de estas terribles ansiedades, llegaban cartas y cartas del Emperador instándole, en tono de queja o de ruego, o bien insinuando con capciosas frases que en los presentes apuros del Estado, aludiendo al estrago de las Galias, la acción del poder no podía ni debía estar más tiempo dividida; que necesitaban reunirse, contribuir de común acuerdo, cada uno en la medida de sus facultades, al mejoramiento de la cosa pública. Bajo Diocleciano, añadía (siendo reciente el recuerdo), sus colegas los Césares ni siquiera tenían. residencia fija, sino que esperaban, como aparitores, la orden de trasladarse al punto que le designaban, habiéndose visto en la Siria a aquel Emperador para mostrar su disgusto dejar caminar delante de su carro a pie, por espacio de cerca de una milla, a Galerio, que estaba revestido con la púrpura.

Muchos emisarios habían fracasado sucesivamente cerca de Galo; pero habiendo llegado al fin Scudilón, tribuno de los escutarios, talento sutil y muy insinuante bajo grosera envoltura, y adulándole unas veces y hablándole razonablemente en otras, le decidió a partir; insistiendo a cada momento el hipócrita sobre la tierna impaciencia que experimentaba por verle aquel hermano de su esposa, aquel hijo de su tío. Algunos imprudentes extravíos no podían menos de encontrar indulgencia en aquel príncipe tan benigno, tan clemente, que no quería otra cosa que hacerle participar de su grandeza, y asociarle a sus futuros trabajos para el alivio de los sufrimientos, demasiado prolongados, de las provincias del Norte. Los hados obscurecen el juicio y quitan la inteligencia a los que marcan con su sello. Galo se dejó coger con aquel lisonjero cebo, y reanimado con las promesas del porvenir más brillante, salió de Antioquía bajo funestos auspicios y se dirigió a Constantinopla; esto, como dice el proverbio, era arrojarse al fuego por huir del humo. En esta ciudad entró como hombre a quien sonríe la fortuna y nada tiene que temer; celebró allí carreras de carros y coronó por su mano al auriga Corax, que quedó vencedor.

Enterado de esto Constancio se enfureció de un modo indecible; y temiendo que Galo, dudando acerca de lo que le esperaba, intentase durante la marcha algún medio para atender a su seguridad, cuidó de desguarnecer todas las ciudades que se encontraban en su paso. Entretanto, Tauro, que marchaba como cuestor a Armenia, cruzó por Constantinopla sin presentarse a saludar a Galo, y sin mostrar que hacía caso de él. Sin embargo, presentáronse algunos de parte del Emperador para desempeñar, según decían, cerca del César tal o cual oficio, pero en realidad para espiar sus pasos y guardarle de vista. Entre éstos estaban Leoncio, que después fue prefecto de Roma, y que se encontraba allí en calidad de cuestor; Luciliano, que llevaba el título de jefe de los guardias del César, y el tribuno de los escutarios, llamado Bainobaudes.

Después de larga marcha por la llanura llegaron a Andrinópolis, llamada en otro tiempo Uscudama, en la región del Hemus; y durante los doce días que descansó Galo en esta ciudad, se enteró de que los destacamentos de la legión tebana, acantonados en las ciudades vecinas, le habían enviado una diputación para exhortarle, con promesas muy positivas, a que no marchase más lejos y que contase con el apoyo de su legión, que se encontraba reunida en las cercanías; pero tan estrecha era la vigilancia, que Galo no pudo ni por un momento hablar con los legionarios ni recibir su comunicación. Continuaba recibiendo carta tras carta del Emperador, viéndose en la necesidad de volver a marchar de Andrinópolis con solos diez carros de carga, número que designaban las órdenes, y dejando detrás toda su comitiva, exceptuando algunos ministros de casa y mesa. El total abandono de los cuidados de su persona demostraba la precipitación de su marcha, apresurada incesantemente por uno u otro de sus guardianes. En tanto, gemía amargamente; en tanto, lanzaba duras imprecaciones contra la fatal temeridad que le colocaba en aquella situación, como pasivo y degradado a merced de manos subalternas: hasta en el silencio de la noche, ordinaria tregua a los cuidados humanos, su inquieta conciencia evocaba en derredor suyo fantasmas que le aterraban con fúnebres gritos; pareciéndole ver los espectros de sus víctimas, a cuyo frente venían Domiciano y Moncio dispuestos a cogerle y a entregarle en las vengadoras manos de las Furias. Porque durante el sueño el alma, desprendida de los lazos del cuerpo, pero continuando activa y ocupándose de los intereses de la vida, crea ordinariamente esas apariencias de cosas que llamamos fantasías.

Así se veía fatalmente arrastrado Galo al término en que había de perder el imperio y la vida. Rápidamente recorrió la distancia con el auxilio de los relevos del Estado, llegando a Petobión, ciudad de la Nórica, donde cesó ya todo disimulo, presentándose repentinamente el conde Barbacion, que había mandado los guardias bajo su imperio, y Apodenio, intendente del Emperador, y trayendo ambos a sus órdenes un destacamento de soldados, colmados todos de beneficios de Constancio, por cuyo motivo les habían elegido, como igualmente inaccesibles al soborno y a la compasión.

Ya se obraba al descubierto y se rodeó de centinelas el palacio. Al obscurecer entró Barbacion en la cámara de Galo; le hizo despojarse de las vestiduras reales y vestir túnica y manto comunes, aunque asegurando bajo juramento que las órdenes del Emperador eran de no llevar las cosas más lejos; pero al mismo tiempo le dijo: «Levanta»; en seguida le hizo subir en una carroza de simple particular, y le llevó a las cercanías de la ciudad de Pola, en Istria, donde, como se sabe, recibió la muerte Crispo, hijo de Constantino. Mientras le guardaban allí, y aterrada su imaginación, anticipaba los horrores del desenlace, llegaron apresuradamente Eusebio, el prepósito de palacio, y Melobaudes, tribuno de la armadura, encargados por el Emperador de someterlo a un interrogatorio acerca de cada uno de los asesinatos que había ordenado en Antioquía. Al oír esto, palideció como Adastro, y apenas tuvo fuerza para decir que casi todo lo había hecho por instigaciones de su esposa Constantina. Indudablemente ignoraba aquella hermosa frase de Alejandro Magno a su madre, que le estrechaba pidiéndole la muerte de un inocente como recompensa, según decía, de haberle llevado nueve meses en el vientre: «Pide otra cosa, madre mía: no hay beneficio que equivalga a la vida de un hombre.» Disgustó profundamente a Constancio aquella excusa, y ya no vio salvación para él más que en la muerte de Galo, e inmediatamente envió a Sereniano, que, como antes vimos, escapó por extraordinario caso a la acusación de lesa majestad, de concierto con el notario Pentadio y su intendente Apodemo, con orden de proceder a la ejecución: y atándole las manos como a un ladrón, le decapitaron, dejando solamente ensangrentado tronco de aquel príncipe, antes terror de las ciudades y provincias. Pero la divinidad se ostentó en estas circunstancias, porque si Galo sufrió el castigo debido a sus crueldades, los dos traidores cuyos halagos y perjurios le hicieron caer en el lazo en que le esperaba la muerte, tuvieron también miserable fin. Scudilón murió de una llaga que le hizo arrojar los pulmones. En cuanto a Barbacion, que desde mucho antes utilizó lo falso y lo verdadero contra su propio señor, llegó, es cierto, a jefe de la infantería, y acusado de dirigir más altas sus miras, no tardó en hacer con su sangre fúnebre ofrenda a los manes del César, víctima de su traición.

En esto, como en otros muchos ejemplos (siempre sucede lo mismo), hay que reconocer la mano de Adrasta o Némesis, porque la dan los dos nombres. Cualquiera que sea la idea que representen, jurisdicción remuneradora y vengadora, dictando sus sentencias, según la opinión vulgar, desde una región de los cielos elevada sobre el globo de la luna, o según otra definición, inteligencia omnipotente y tutelar que preside general y particularmente los destinos del hombre, o hija de la justicia, según la antigua teogonía, que desde las profundidades de la eternidad vigila invisiblemente todas las cosas de aquí abajo: estos dos nombres expresan el poder soberano, árbitro de las causas, dispensador de los efectos, que tiene la dirección de los destinos, crea las vicisitudes, destruye las combinaciones de la prudencia mortal, y de la concurrencia de circunstancias hace brotar resultados inesperados; y también el que encadenando el orgullo humano con los inextricables nudos de la necesidad, da como le place la señal de la elevación y abatimiento de fortuna, humilla y prosterna los ánimos soberbios, inspirando a los humildes y a los sencillos valor para salir de la abyección. La fabulosa antigüedad le atribuyó alas, para significar que se dirige a todas partes con la rapidez del ave, y le puso también un timón en la mano y una rueda a los pies, doble emblema de su poder y movilidad.

Con tan prematura muerte terminó Galo, siendo para él libertad. Había vivido veintinueve años y reinado cuatro: su nacimiento tuvo lugar en Massa, en el Sienense, en Toscana, siendo su padre Constancio, hermano del Emperador Constantino, y su madre Gala, hermana de Rufino y de Cerealis, revestidos ambos con las insignias de cónsul y de prefecto. Galo tenía arrogante figura, elegante apostura, miembros exactamente proporcionados, fina y rubia caballera, y aunque apenas le apuntaba la barba, su aspecto revelaba precoz madurez. En cuanto a lo moral, el contraste era más grande entre su aspereza y la jovialidad de su hermano Juliano, que entre los dos hijos de Vespasiano, Domiciano y Tito. Elevado por la fortuna al grado más alto del favor, sufrió uno de esos reveses con que, burlándose, destruye la existencia humana, levantando a uno hasta las estrellas y precipitándole un momento después en el abismo. Y como de esto hay tantos ejemplos, seré parco en las citas. Esta misma inconstante y movible fortuna hizo del alfarero Agatoclo un rey de Sicilia, y del tirano Dionisio, terror de sus pueblos, un maestro de escuela de Corinto. Ella fue quien hizo pasar por Filipo a un Andrisco Adramiteno, nacido en un molino de batán, y redujo al hijo legítimo de Perseo a hacerse herrero para atender a su vida. Ella también fue la que entregó a los numantinos Mancino, depuesto de su mando; abandonó a Veturio a las represalias de los samnitas, Claudio a la crueldad de los corsos y Régulo a los atroces rencores de Cartago. Su rigor entrega a merced de un eunuco de Egipto a aquel Pompeyo a quien tantas hazañas habían merecido el nombre de Grande; y un esclavo escapado de la prisión, Euno, fue general de un ejército de fugitivos. Por efecto de sus caprichos muchos nobles varones se inclinaron ante un Viriato y un Spartaco, y muchas cabezas de las que un gesto hacía que todo temblase, cayeron bajo la mano innoble del verdugo. Vése uno cargado de cadenas; otro cae desde la cumbre de las grandezas. ¿Quién podría enumerar estos ejemplos? Tan descabellada sería la empresa como querer contar los granos de arena de los mares o averiguar el peso de las montañas.

LIBRO XV

Anuncian al Emperador la muerte del César Galo.—Ursicino, jefe de la caballería en Oriente, Juliano, hermano de Galo, y el prepósito Gorgonio, acusados del crimen de lesa majestad.—Rigores ejercidos con los amigos y servidores de Galo.—Constancio derrota y ahuyenta a los alemanes lencienses.—Proclaman Emperador en Colonia a Silvano, franco de origen y jefe de la infantería en las Galias. Cae en un lazo y perece a los veintiocho días de reinado.—Condénase a muerte a los amigos y cómplices de Silvano.—Sediciones reprimidas en Roma por el prefecto Leoncio.—Arrójase de su silla al obispo Liberio.—Constancio confiere el título de César a Juliano, hermano de Galo, y le encarga la administración de las Galias.—Origen de los galos.—Etimología de los nombres de celtas y gálatas.—Alpes galos. Comunicaciones abiertas a través de estas montañas. Divisiones del territorio y breve descripción de las Galias y del curso del Ródano. Costumbres de los galos.—Musoniano, prefecto del pretorio en Oriente.

(Año de J. C. 354.)

Sujetándome estrictamente a la verdad en cuanto ha dependido de mí, he resumido por orden lo que por mí mismo he visto de los hechos contemporáneos de mi juventud y lo que he recogido, después de maduro examen, de boca de las personas que intervinieron en los acontecimientos. En el período en que entramos ahora he podido, como observador atento, profundizar más en la materia; y lo hago sin retroceder ante lo que la crítica maliciosa podría llamar pesadez. La concisión que debe alabarse es aquella que prescinde de lo superfluo sin perder nada de lo substancial en el conocimiento de los hechos.

En cuanto arrancaron a Galo las insignias reales en Nórica, Apodemio, el más ardiente promotor de discordias mientras vivió el príncipe, se apoderó de su calzado, y con precipitación que le hizo reventar muchos caballos, no obstante los frecuentes relevos preparados en el camino, marchó derechamente a Milán, deseoso del honor de ser el primero en dar la noticia. En cuanto llegó, corrió al palacio y arrojó aquel despojo a los pies de Constancio, como si hubiese sido trofeo arrancado al rey de los parthos. En seguida circuló la nueva, y en cuanto se enteraron los cortesanos de la prontitud y lo perfectamente que se había realizado aquel atrevido golpe de Estado, rivalizaron en frases aduladoras, ensalzando hasta el cielo el valor y fortuna de un príncipe que por dos veces, y con una sola señal, en épocas diferentes, había derribado dos poderes tan grandes como los de Vetranión y Galo, con tanta facilidad como se despediría a dos soldados bisoños. Embriagado por estas adulaciones llegó a creerse Constancio superior a la condición humana, cegándose hasta el punto de atribuirse él mismo la eternidad en las cartas que dictaba, y hasta titularse señor de la tierra en las que escribía él mismo. Y, sin embargo, debió haberse ofendido hasta de que otros le calificasen así cuando tanto afectó amoldarse a aquellos antecesores suyos que conservaron en sus personas las costumbres republicanas. Aunque su poder se hubiese extendido a aquellos innumerables mundos que imaginaba Demócrito, cuya mortificante idea, suscitada en Alejandro por los sarcasmos de Anaxarco, perseguía al joven conquistador hasta en sueños, hubiese debido no leer nada y taparse los oídos, o reconocer, como todos (porque así lo enseñan los matemáticos), que esta tierra que nos parece sin límites no es más que un punto en el espacio.

La desgraciada catástrofe de Galo fue la señal de nuevas persecuciones judiciales. La envidia, ese azote de cuanto es bueno, se encarnizó más y más contra Ursicino, llegando hasta suscitar contra él una acusación de lesa majestad. El mayor peligro de su posición consistía en el carácter del Emperador, obstinadamente prevenido contra toda explicación franca y leal, y dispuesto siempre a escuchar las secretas insinuaciones de la calumnia. Decíase que ni siquiera se pronunciaba ya en Oriente el nombre de Constancio. Para gobernar, como para combatir, todos invocaban a Ursicino, siendo éste el único capaz de contener a los persas. Impasible y resignado aquel ánimo sereno, no pensaba más que en mantener incólume su dignidad; pero no sin deplorar interiormente la débil protección que el hombre honrado encuentra en su inocencia, siendo su mayor aflicción ver a sus amigos, tan solícitos antes en derredor suyo, pasar al lado del favor, como pasan los lictores, siguiendo el ceremonial, del funcionario que sale, a su sucesor. Su colega Arbeción le dirigía rudos ataques, demostrándole al mismo tiempo profunda simpatía en las públicas alabanzas que hacía de su carácter. Tenía Arbeción singular habilidad para urdir intrigas contra los hombres de bien, y era muy grande su influencia, siendo su maniobra como la de la serpiente que acecha desde su escondrijo al transeúnte para lanzarse de improviso sobre él. Aquel soldado, que había llegado a las primeras dignidades militares, que no tenía provocaciones que rechazar, ni injurias que vengar, encontrábase poseído por insaciable deseo de hacer daño; y tan bien se condujo, que en un consejo secreto que presidió el Emperador, y al que solamente se admitieron los confidentes más íntimos, decidióse que se arrebataría de noche a Ursicino, y, sin procesarle, se le ejecutaría lejos de la vista del ejército. Dícese que de esta misma manera desapareció otro defensor del imperio, igualmente hábil y honrado, Domicio Corbulón, en el sangriento período del reinado de Nerón. Solamente se esperaba momento favorable para realizar el. plan; pero entretanto se abrieron paso ideas de moderación, y se creyó que debía deliberarse otra vez acerca del asunto antes de realizarlo.

Los esfuerzos de la calumnia se dirigieron entonces contra Juliano, que más adelante tan célebre hizo su nombre. Creyóse que se habían encontrado dos puntos de acusación en contra suya: en primer lugar había abandonado su forzosa residencia de Macelo, en Capadocia: impulsado por sus aficiones científicas había hecho efectivamente un viaje por Asia: y en segundo lugar, se había presentado en Constantinopla al pasar su hermano. Pero su justificación fue terminante, demostrando que en ambos casos había sido autorizada su conducta. No por esto hubiese dejado de sucumbir bajo los esfuerzos reunidos de los cortesanos, si la reina Eusebia, movida por inspiración sobrenatural, no hubiese intercedido por él; limitándose entonces a relegarle a Como, cerca de Milán, donde permaneció poco tiempo; encontrando en seguida ancho campo para el cultivo de la inteligencia en el permiso que se le concedió para retirarse a Grecia.

También alcanzaron lo que podría llamarse resultado feliz, otros procesos que se intentaron en esta fecha: o fracasaba la persecución, o la justicia solamente se ejercía contra verdaderos culpables. Sin embargo, más de una vez ocurrió que el rico alcanzó la impunidad por efecto de obstinada obsesión y por la corrupción practicada en vasta escala; mientras que los que poseían muy poco o no tenían para pagar el rescate de su vida, eran inflexiblemente juzgados y condenados. Por esta razón se vio más de una vez sucumbir la verdad ante la mentira y la mentira erigida en verdad.

También se procesó a Gorgonio, encargado del tálamo del César: mas a pesar de que quedó convicto, por sus propias declaraciones, de haber sido cómplice y a veces instigador de los excesos de su amo, la habilidad de los eunucos supo tergiversar tan bien los hechos, que el culpable escapó al castigo.

Mientras ocurrían estas cosas en Milán, llegaron prisioneros a Aquilea muchos militares y cortesanos de Oriente, arrastrándose bajo el peso de las cadenas y maldiciendo una vida que les imponía tales sufrimientos. Acusábaseles de haber sido ministros de los furores de Galo, de haber tomado parte activa en las atrocidades ejercidas contra Domiciano y Moncio y en todas las precipitadas ejecuciones de que fueron víctimas tantos otros. Encargóse la audición de los acusados a Arboreo y Eusebio, prepósito de palacio a la sazón, ambos arrogantes hasta lo sumo, injustos y crueles, que ni siquiera se tomaron el trabajo de examinar, y, sin distinguir entre inocentes y culpables, desterraron a los unos, después de hacerles azotar con varas o pasar por las torturas, rebajaron a otros hasta soldados, y los demás pagaron con la vida. Después de cargar las piras de víctimas, los dos comisarios regresaron triunfantes para dar cuenta de su misión al Emperador, que ahora, como siempre, mostró endurecimiento y obstinado rencor. Desde entonces, y como impaciente por adelantar el término asignado a cada cual por el destino, Constancio se entregó por completo a los delatores, viéndose pulular en seguida esta especie de sabuesos de los rumores públicos. Su furor descargó primeramente sobre los altos dignatarios, y concluyó por encarnizarse contra los pequeños como contra los grandes. No eran como aquellos hermanos Cibyratos verrinos que lamían el tribunal de un pretor único: el furor de éstos se dirigía a todos los puntos del Estado para ocasionar incesantemente nuevas heridas. Descollaban en esta industria Paulo y Mercurio, éste persa de origen y el otro dacio. El primero era notario y el segundo, de ministro del triclinio había llegado a jefe de cuentas (racionalis). Ya hemos dicho que Paulo se había granjeado el apodo de Catena (cadena), y, en efecto, una acusación en sus manos se hacía completamente inextricable; tanta destreza y recursos de ingenio desplegaba para tejer la infame red de la calumnia, pareciéndose a esos luchadores que tienen todavía al enemigo bajo el pie cuando se creía ya fuera, de su alcance. Llamábase a Mercurio Conde de los Sueños, porque se deslizaba en las reuniones y festines a manera de perro maligno que menea la cola para ocultar su deseo de morder; y si en la expansión de la intimidad refería algún convidado lo que había visto en sueños, circunstancia en que, como es sabido, la imaginación toma vuelo, en seguida corría Mercurio a deslizar el relato, cargándole de negros colores, en los oídos del príncipe, ávido siempre de estas comunicaciones. Desde aquel momento la ilusión del sueño se convertía en crimen imperdonable, y no se necesitaba más para tener que responder a gravísimas acusaciones. Pronto se conoció este nuevo género de peligro y la fama no dejó de aumentarlo; por cuya razón cada cual se hizo tan discreto acerca de sus sueños, que apenas se confesaba ante extraños que se había dormido; y los que tenían alguna instrucción deploraban no haber nacido en Atlántida donde, según dicen, se duerme sin soñar; cosa que dejamos para que la expliquen otros más sabios.

Entre esta repugnante serie de denuncias y suplicios, algunas palabras imprudentes encendieron en Iliria nuevo foco de persecuciones. En un festín que Africano, gobernador de la Pannonia segunda celebró en Sirmio y en el que el vino había circulado más de lo conveniente, la confianza de no asistir oyentes sospechosos aflojó el freno a las quejas acerca de los excesos del gobierno. Aseguraron algunos que los presagios anunciaban una revolución tan inminente como deseada; otros, con inconcebible olvido de toda prudencia, se vanagloriaban por predicciones de familia. Encontrábase entre los convidados Gaudencio, agente del fisco, hombre obtuso e irreflexivo que vio un crimen de Estado en aquellas conversaciones de mesa, y se apresuró a dar cuenta de ellas a Rufino, jefe de los aparitores del prefecto del pretorio, peligroso y perverso por naturaleza. La noticia le prestó alas, marchó en seguida a la corte, vio al Emperador, y tanto influyó su discurso en aquel espíritu pusilánime, dispuesto a recibir impresiones de este género, que sin previa deliberación dióse orden terminante para que se apoderasen de cuantos habían asistido al fatal banquete. El infame delator consiguió como premio de su servicio dos años de prórroga en su empleo; gracia que solicitó con la pasión que suele apoderarse del espíritu humano por las cosas desordenadas.

El protector doméstico Teutomeres, acompañado por un colega, recibió orden para apoderarse de las personas que se le nombraron y traerlas cargadas de cadenas. Pero durante una parada que hicieron en Aquilea, Marino, antiguo instructor militar y ahora tribuno, el mismo que había comenzado las conversaciones, hombre de resoluciones extremas, viendo a los guardias ocupados en algunos detalles de viaje, cogió un cuchillo que encontró a mano, se abrió el vientre, se arrancó las entraños y expiró en el acto. Llevados a Milán los otros prisioneros, confesaron en los tormentos que, en la alegría del festín habían pronunciado algunas palabras indiscretas. En seguida les encerraron en una prisión, dejándoles entrever la dudosa esperanza de conseguir gracia, y a los dos protectores, supuestos cómplices del suicidio de Marino, se les desterró; pero intercedió por ellos Arbeción, y fueron perdonados.

Poco después de terminado este asunto declaróse la guerra contra los alemanes lencienses, que no cesaban de traspasar las fronteras, avanzando mucho en sus incursiones por el territorio del Imperio. Constancio en persona tomó el mando de la expedición y marchó a establecerse en los campos caninos, en Recia. Allí se meditó cuidadosamente el plan de campaña, decidiéndose que era honroso y ventajoso tomar la iniciativa. En consecuencia de esto, Arbeción, jefe de la caballería, tuvo que marchar contra el enemigo con las mejores fuerzas del ejército, costeando el lago Brigancio. Describiré brevemente la configuración de aquellos parajes.

Entre las anfractuosidades de altas montañas, brota con terrible impetuosidad la corriente del Rhin, y, sin afluentes todavía, se precipita por escarpadas rocas como el Nilo en sus cataratas. Navegable sería ya en aquel punto, si esta parte de su curso no fuese torrente más bien que río. Cuando se encuentra libre ya en su marcha, divide sus aguas en muchos brazos que bañan diferentes islas y desemboca en un lago de forma redonda y muy extenso, al que los pueblos ribereños de la Recia dan el nombre de Brigancio, teniendo próximamente cuatrocientos estadios de largo y ancho. En derredor de este lago se extiende obscura y salvaje selva que en otro tiempo hacía inaccesibles las orillas; pero la perseverante energía de la antigua Roma abrió en aquellas regiones ancho camino, luchando contra el suelo, contra los esfuerzos de los bárbaros y contra la inclemencia del cielo. Arrastrado el Rhin por áspera pendiente, penetra espumoso en aquellas dormidas aguas, separándolas en dos partes, entre las que pasa el río sin aumentar ni disminuir su caudal, corriendo a perderse a lo lejos, conservando hasta allí su nombre y la integridad de sus aguas en los abismos del Océano. Y ¡cosa admirable! ni la inmovilidad del lago se turba por el impetuoso río que lo atraviesa, ni queda retrasada la corriente del río por la masa inerte y cenagosa que su invasión repele. No hay confusión, no hay mezcla, y apenas se puede creer el testimonio de los ojos. Así el Alfeo, río de la Arcadia, según cuenta la fábula, penetra en las ondas del mar Jónico, para unir sus aguas con las de su amada Aretusa.

Arbeción, a quien anunciaran la aproximación de los bárbaros, aunque no carecía de experiencia y sabía cuánta prudencia se necesita en los comienzos de una campaña, no hizo caso de los avisos de sus exploradores, siguió adelante y cayó en una emboscada. Desconcertado hasta el punto de detener el movimiento, no supo qué maniobra emplear; y los bárbaros, viéndose descubiertos, presentan de pronto sus fuerzas y hacen llover por todos lados multitud de dardos de toda clase. No pudiendo resistir los nuestros aquel ataque, buscan la salvación en rápida fuga. Cuidando cada cual de sí mismo, rompen las filas, y masas confusas y dispersas, al volver la espalda, presentan blanco más seguro a los golpes del enemigo. Sin, embargo, favorecidos por la obscuridad de la noche, escaparon algunos, tomando caminos de travesía, y recobrando valor con el día, reunieron individualmente sus enseñas. Aquella desgraciada escaramuza nos costó diez tribunos y considerable número de soldados. Alentados los alemanes con el éxito se mostraron más emprendedores, y, aprovechando la bruma de la mañana, diariamente venían hasta las empalizadas romanas, aullando furibundas amenazas. Una salida que intentaron los escutarios tuvo que detenerse ante las masas de caballería que le opusieron los bárbaros: resistieron bien los romanos y a gritos llamaron a todos los del campamento para que les ayudaran; pero desalentado por el descalabro sufrido anteriormente, Arbeción no veía grandes seguridades para comprometer el resto de sus fuerzas. De pronto tres tribunos, por espontáneo movimiento, acuden a reunirse con los valientes de fuera: eran estos Arinteo, director de la armadura; Seniaco, jefe de la caballería de los guardias, y Bappo, jefe de los veteranos seguidos por las fuerzas que el Emperador les había confiado. El peligro de sus compañeros inflamó a aquel puñado de valientes como si ellos mismos lo corriesen; yérguense contra fuerzas superiores con la energía de nuestros antepasados, y caen sobre el enemigo con la impetuosidad de un torrente, sin observar orden de batalla, peleando individualmente y al fin ponen a los bárbaros en vergonzosa fuga. Rompen éstos las filas, y con tanto apresuramiento huyen, que no cuidan de cubrirse, entregando sus desarmados cuerpos a los golpes de nuestras lanzas y espadas, pereciendo muchos con sus caballos, en cuyos lomos permanecían aun en el suelo. Entonces aquellos cuya vacilación había retenido en el campamento, desechando el temor, salen al fin y se lanzan sobre las confusas masas de los bárbaros. Todos los que no pudieron salvarse en la fuga quedaron muertos, caminando los romanos sobre cadáveres y bañándose en sangre. Habiendo terminado la campaña aquella carnicería, el Emperador marchó en triunfo a invernar en Milán.

(Año de J. C. 355.)

En medio de las desgracias del Estado surgió depronto una tempestad igualmente peligrosa que amenazaba ahora sumergirlo todo en común desastre, si la fortuna, soberana en todas las cosas, no hubiese ahogado el mal en su mismo origen. Hacía mucho tiempo que la inercia del gobierno dejaba la Galia abierta a las incursiones de los bárbaros, que señalaban siempre su paso con el robo, el incendio y la devastación. Por orden del Emperador pasó a este país Silvano, jefe de la infantería, y a quien se consideraba capaz de remediar el mal. Arbeción, que soportaba a disgusto la presencia de un mérito superior al suyo, había contribuído poderosamente a alejarle con aquella peligrosa misión.

Un tal Dinamio, encargado de la dirección de los equipajes del Emperador, pidió a Silvano algunas cartas de recomendación, que pudiese utilizar con los amigos del general en calidad de íntimo suyo. Una vez poseedor de estas cartas, que Silvano en su rectitud no creyó deber negarle, aquel pérfido las conservó reservadas con el propósito de utilizarlas más adelante en algún negro proyecto. Así fue que mientras Silvano, entregado por completo a sus deberes, recorría las Galias arrojando delante de él a los bárbaros, que habiendo perdido la confianza, en ninguna parte resistían contra sus armas, este Dinamio, dando rienda suelta a su espíritu intrigante, elaboraba con arte de malvado consumado la falsificación más indigna. Rumores, que no están justificados a la verdad, señalaron como fautores y cómplices de aquella imaginación a Lampadio, prefecto del pretorio, a Eusebio, denominado Mcatioiocopas, que había sido intendente del dominio privado, y a Edesio, ex secretario de los mandamientos del príncipe; estos dos íntimos amigos del prefecto, y, a este título invitados por él a la ceremonia de la investidura del consulado. Empleando un pincel que Dinamio pasó sucesivamente sobre las líneas de la carta de Silvano, las borró, no dejando más que la firma, y escribió cosas diferentes, resultando una circular que Silvano dirigía a sus amigos políticos y particulares, especialmente a Tusco Albino, invitándoles en términos ambiguos a secundarle en su intento de usurpar el trono. Dinamio entregó al prefecto, para que éste lo presentase al príncipe, aquel tejido de mentiras, hábilmente urdido para perder a un inocente. Convertido Lampadio en clave de aquella tenebrosa intriga, acechó la ocasión de encontrarse solo con Constancio, y se presentó en su cámara, seguro de tener envuelto en sus redes a uno de los defensores más vigilantes del trono. En el consejo se dio lectura a las falsas cartas y se tomaron disposiciones para apoderarse de las personas mencionadas. Prendióse en el acto a los tribunos y se enviaron ordenes a provincias para trasladar a Milán a los particulares. El evidente absurdo de la acusación sublevó a Malarico, jefe de los gentiles, quien, en una reunión de sus compañeros, provocada por él, dijo con franqueza que le indignaba dejar envolver en intrigas de miserables a los hombres más adictos al gobierno del Emperador. Declaró terminantemente a Silvano incapaz de la traición que le imputaban y que era obra de detestable intriga. Ofrecióse a marchar él mismo y traerle a Milán; proponiendo como rehenes a su propia familia, y además la caución de Melobaudo, tribuno de la armadura, como garantía de su regreso; o bien ofrecía como alternativa que Melobaudo haría el viaje y se encargaría de realizar la misión. Silvano se irritaba pronto, hasta sin motivo, y enviarle otro que un compatriota era arriesgarse a convertir en rebelde a quien hasta entonces había sido sinceramente fiel.

Bueno era el consejo y debía seguirse; pero Malarico hablaba en vano. Prevaleció la opinión de Arbeción, y se encargó a Apodemo, obstinado enemigo de todo hombre honrado, de llevar a Silvano una carta llamándole. En otra cosa pensaba Apodemo, al encargarse de aquella misión; y en cuanto llegó a la Galia prescindió de sus instrucciones, y, sin ver a Silvano, sin transmitirle invitación alguna para que regresase ni comunicarle la carta, le envió el agente del fisco, y procediendo desde luego contra el general como contra un proscrito cuya cabeza perteneciese al verdugo, toma contra sus clientes y servidores vejatorias medidas con la insolencia de un vencedor en país conquistado.

Mientras que Apodemio prende fuego a todo y hace desear impacientemente la presencia de Silvano, Dinamio, para asegurar el efecto de su intriga, dirige a un tribuno de la fábrica de Cremona, bajo los nombres de Silvano y Malarico, cartas análogas a las que había hecho entregar por el prefecto al Emperador: invitándole sencillamente, como si estuviese enterado de antemano de lo que se trataba, a que lo dispusiese todo prontamente para la ejecución. El tribuno leyó y releyó sin comprender nada, no recordando ninguna relación íntima con las personas que le escribían, por lo que decidió volver a Amalarico su carta con el mismo mensajero, acompañado por un soldado que llevaba el encargo de rogarle se expresara claramente y sin reticencias con un hombre rudo que no entendía los enigmas. Malarico, que se encontraba muy desanimado y triste, y que deploraba con amargura su suerte y la de su compañero Silvano, comprendió en seguida todo el misterio. En el acto reunió a cuantos francos se encontraban en palacio (siendo numerosos e influyentes), y con animado lenguaje les enteró del descubrimiento. Levántase fuerte rumor: la trama estaba descubierta y se dirigía contra ellos. Enterado el Emperador de lo que ocurría, dispone en el acto que se revise el asunto, y quiere que la revisión se haga ante todos los miembros del Consejo, tanto del orden civil como del militar. Renunciaban ya los jueces a ver claro en el enredo, cuando Florencio, hijo de Nigriniano, que reemplazaba a la sazón al prefecto de los oficios, mirando más detenidamente la letra de los documentos, encontró debajo algunos rasgos de los caracteres primitivos, adquiriendo todos en seguida el convencimiento de que las interpolaciones de un falsario habían desfigurado el pensamiento de Silvano. Entonces quedó descubierta la impostura. El Emperador hizo le diesen detallada cuenta del procedimiento, depuso al prefecto y le sometió a juicio; pero consiguió ser absuelto merced a los esfuerzos de sus amigos. Eusebio, ex intendente del dominio, confesó en el tormento que había tenido noticia de la trama, y Edesio salió del mal paso encerrándose en absoluta negativa. Los demás acusados fueron absueltos. En cuanto a Dinamio, en recompensa de sus servicios fue nombrado corrector y enviado a regentar la Toscana.

Entretanto Silvano, que se encontraba en Agripina, recibía allí aviso sobre aviso de las tramas de Apodemio para perderle; y conociendo demasiado el pusilánime corazón del príncipe y lo poco que podía confiarse en sus buenas intenciones, velase en vísperas de ser tratado como criminal, sin haber sido oído ni condenado. Por un momento pensó escapar de aquella crítica situación pidiendo auxilio a los bárbaros; pero le disuadió Laniogasio, que era entonces tribuno, el mismo que, no siendo todavía más que candidato, había quedado solo, como ya dijimos, al lado del emperador Constante en el momento de su muerte. Silvano decía que, por parte de sus compatriotas los francos, solamente podía esperar ser asesinado o vendido a sus enemigos. Era, pues, inevitable una resolución extrema. Silvano conferenció con los jefes principales, les excitó con promesas, y, reuniendo trozos de púrpura arrancados de los estandartes y dragones, se proclamó él mismo Emperador.

Mientras ocurrían estas cosas en las Galias, al obscurecer llegó a Milán la extraña noticia de la seducción del ejército y la usurpación del rango imperial por el ambicioso jefe de la infantería. Aquel golpe fue un rayo para Constancio. Inmediatamente convocó el Consejo, acudiendo a palacio en la segunda vigilia todos los grandes dignatarios; pero cuando hubo que emitir opinión, ninguno supo qué decir. Solamente circularon algunas palabras en voz baja acerca de los talentos de Ursicino, sus recursos como militar y de las graves ofensas que gratuitamente se le habían inferido. Llamóse, pues, a Ursicino al Consejo, e introducido (distinción muy honorífica) por el maestro de ceremonias, le dieron a besar la púrpura, con aspecto el más afable que jamás le habían mostrado. Diocleciano fue el primero que introdujo esta forma de adoración bárbara; porque leemos que antes de él se saludaba a los príncipes de la misma manera que se saluda hoy a los magistrados. En aquel mismo hombre a quien acusaba en otro tiempo la encarnizada malevolencia de absorber el Oriente en provecho propio, de desear para sus hijos el poder supremo, no se veía ahora más que el general experto, el compañero de armas de Constantino, el único brazo que podía conjurar el incendio; elogio tan exacto como poco sincero, porque al mismo tiempo que se pensaba seriamente en abatir un rebelde tan peligroso como Silvano, se entreveía, en caso de no conseguirlo, la probabilidad de deshacerse de Ursicino, cuyos rencores, supuestos implacables, continuaban causando honda preocupación. Así fue que cuando el general, mientras apresuraban los preparativos de marcha, quiso pronunciar algunas palabras de justificación, el Emperador le cerró dulcemente los labios, diciéndole que no se necesitaban explicaciones, cuando existía mutuo y muy grande interés en entenderse. Mucho deliberaron todavía, buscando sobre todo la manera de persuadir a Silvano de que el Emperador lo ignoraba todo; encontrándose al fin un medio que se creyó eficaz para inspirarle completa confianza; este medio fue el de comunicarle en los términos más honrosos una orden que le mantenía en posesión de sus títulos y funciones, dándole a Ursicino por sucesor.

Convenido así, mandóse a Ursicino partir inmediatamente con diez tribunos u oficiales de los guardias que, a petición suya, se le unieron para ayudarle en su misión. En este número nos encontramos mi compañero Valeriano y yo, siendo los demás parientes o amigos de Ursicino. Como el viaje fue largo, cada cual pudo meditar en los peligros que corría, considerándonos como en lucha con fieras. Pero el mal presente tiene de bueno que, al menos, se considera el bien en perspectiva, y nos consolábamos con aquel pensamiento de Cicerón que expresa exactamente la verdad: «Sin duda es muy de desear una serie no interrumpida de felicidad y fortuna; pero no se encuentra en ella, por efecto de la misma continuidad, esa viveza de sensación que experimenta el alma al pasar de un estado desesperado a condición mejor.»

Avanzábamos a grandes jornadas, queriendo en su celo nuestro jefe llegar a la frontera sospechosa antes de que la noticia de la sublevación se propagase por Italia. Mas por rápida que fue nuestra marcha, se nos adelantó la fama, y, a nuestra llegada a Agripina, la sublevación había tomado tal desarrollo, que desafiaba los medios de represión de que podíamos disponer. Por todas partes apoyaban las poblaciones el nuevo orden de cosas; por todas partes se reunían considerables tropas. En tal situación, Ursicino no podía tomar más que una resolución y fue una necesidad de que hay que compadecerle: la de violentar. sus sentimientos y deseos fingiendo adhesión a aquel poder de un día y conducirse de manera que halagase la vanidad del rebelde y adormeciese su vigilancia con seguridad completa. Lo más difícil era el desenlace, porque necesitábamos extraordinaria atención para no apresurar ni perder el momento de obrar; porque la manifestación más pequeña, siendo inoportuna, nos llevaría a todos a la muerte.

Ursicino fue muy bien recibido. Obligado, para fingir bien, a inclinarse ante aquellas insignias imperiales, el usurpador le trató con miramientos y respetos; teniendo libre acceso a su persona, el puesto de honor en su mesa, y muy pronto intimidad en sus confidencias. Silvano se quejaba amargamente de las indignas elecciones que habían hecho constantemente para el consulado y los altos cargos, con preferencia a él y a Ursicino, y esto, añadía, despreciando los largos e importantes servicios que, con el sudor de su frente, los dos habían prestado al Imperio. En cuanto a él, se había llegado hasta someter a la tortura a sus amigos y a dirigir en contra suya innobles procedimientos, y todo so pretexto de frívola acusación de lesa majestad. Ursicino, por su parte, había sido violentamente arrancado del Oriente y entregado como presa a la maldad de sus enemigos. Silvano soltaba la rienda a su disgusto, lo mismo en público que confidencialmente; y además de estas frases, tan poco a propósito para tranquilizarnos, sentíamos estremecerse en derredor nuestro la impaciencia de la soldadesca, que se quejaba de tener hambre y ardía en deseos de cruzar los Alpes Cottianos.

En este estado las cosas, todos nos martirizábamos el cerebro para llegar a un resultado: y, despues de mil partidos adoptados y abandonados en seguida, convinimos en que agentes elegidos cuidadosamente y que nos asegurasen su discreción con juramento, tentarían la dudosa fidelidad de los braccatos y cornutos. Nuestros agentes, bien pagados y elegidos entre los más obscuros, como los más a propósito para una trama de este género, arreglaron en seguida el asunto. Al amanecer, buen golpe de gente armada se presentó repentinamente delante del palacio, y exaltando a los más atrevidos los peligros propios de la empresa, degollaron a los guardias, penetraron en el interior y asesinaron a Silvano, después de sacarle medio muerto de una capilla dedicada al culto cristiano, donde se había refugiado.

Así pereció un hombre cuyo mérito era innegable, víctima de un extravío a que le arrastró infame calumnia. Encontrándose ausente, no pudo romper la red fatal en que envolvían su inocencia, y, desesperado, se lanzó a la sublevación para salvar la vida. Además, Silvano había desconfiado siempre del carácter versátil del príncipe, a pesar de los derechos que había adquirido a su gratitud al pasar tan oportunamente a su bando antes de la batalla de Mursa, con las fuerzas que mandaba. No se encontraba muy seguro, aunque nunca dejaba de aprovechar este título, recordando los hechos militares de su padre Bonito que, siendo franco, adoptó ardientemente, en la guerra civil, la causa de Constantino contra los licinianos.

Cosa singular fue que, antes de existir síntoma alguno de conmoción en las Galias, un día, reunido el pueblo en el circo máximo, por ilusión o presentimiento, exclamó: «Silvano está vencido.»

Imposible es expresar la alegría de Constantino cuando llegó de Agripina la noticia de la muerte de Silvano. Con este éxito se exaltó su orgullo y lo creyó señal de predestinación. Enemigo del valor por instinto, obrando siempre como Domiciano, le atacaba por los medios contrarios. La empresa, tan bien guiada por Ursicino, ni siquiera le mereció un elogio; todo lo contrario, quejábase en sus cartas de los gastos efectuados con perjuicio del tesoro de las Galias, al que nadie, ciertamente, había tocado; llegando en este punto hasta ordenar una investigación, y sometió a un interrogatorio a Remigio, tesorero de la caja militar, el mismo que más adelante, bajo el imperio de Valentiniano, terminó su vida con un lazo de cuerda en la causa de los legados tripolitanos.

Desde aquel día no reconoció límites la adulación. Constancio se alzaba hasta el cielo, disponía de los acontecimientos. Él mismo daba en estas extravagancias, reprendiendo y maltratando de palabra al que no sabía hablar elocuentemente. De la misma manera Creso, según refiere la historia, expulsó de sus estados a Solón, que no entendía el lenguaje de la lisonja; así también Dionisio quiso entregar a la muerte a Filoxeno, por haber guardado silencio él solo en medio del aplauso general, cuando el tirano recitaba en su corte los malos versos que había hecho. Este mal engendra todos los demás. ¿Qué satisfacción puede encontrar el poder en la lisonja, cuando no puede hablar la crítica?

Restablecida la tranquilidad, comenzaba el período de las persecuciones, aprisionando por millares y cargándoles de cadenas. Paulo estaba ebrio de alegría; aquel delator infernal había encontrado campo para su funesta destreza. Todos los miembros del consejo, civiles o militares, tuvieron que tomar parte en las informaciones. Por orden suya se aplicó el tormento a Próculo, aparitor de Silvano, hombre endeble y valetudinario, ocasionando este hecho grandes alarmas, porque se temía que la crueldad de los verdugos, triunfando de una constitución tan débil, llegase a conseguir de él revelaciones comprometedoras; pero sucedió todo lo contrario. El paciente, como refirió después, había tenido un sueño que le prohibía entregar a ningún inocente; por esta razón se dejó atormentar hasta casi morir sin que sus labios pronunciaran un nombre, ni una palabra que pudieran aprovechar contra otro. Además, aseguró constantemente y demostró hasta la evidencia que la aventurada tentativa de Silvano no era un plan premeditado, sino puramente efecto de la fuerza de las circunstancias; citando como prueba de su aserto un hecho comprobado por numerosos testigos. Este hecho consistía en que, cinco días antes de vestir las insignias del poder imperial, hacía pagar el sueldo a las tropas, y, en nombre de Constancio había exhortado a los soldados a mostrarse valerosos y fieles. Indudable es que si en aquel momento hubiese pensado en la usurpación, habría distribuído en su propio nombre aquella considerable cantidad. Perdonado Próculo, fue llevado al suplicio Pemenio. Ya hemos referido cómo le eligió por jefe el pueblo de Tréveris, cuando cerró las puertas al césar Decencio. A éstas siguieron una tras otra las ejecuciones de los cónsules Asclepiodoto, Luto, Maudio y los de otros muchos; hechos todos muy característicos de aquella época de inflexible crueldad.

En la época de estos asesinatos jurídicos, era prefecto de la ciudad eterna Leoncio, que tenía como magistrado muchas cualidades apreciables, fácil para escuchar, rigurosamente imparcial y de benévolo carácter. Censurábanle, sin embargo, cierta rudeza en el ejercicio de su autoridad y excesiva inclinación al amor. Por la causa más frívola promovióse contra él una sedición: había mandado prender al auriga Filocomo, y el pueblo se amotinó en el acto por su favorito, llegando a furiosas demostraciones contra el prefecto. Creían sin duda intimidarle, pero se mantuvo firme e imponente, hizo que sus aparitores echaran mano a los más alborotadores, que fueron azotados y deportados y ninguno se atrevió a pronunciar palabra ni a intentar resistencia. Sin embargo, pocos días después, el pueblo, que continuaba agitado, so pretexto de carestía de vino, habiéndose reunido en el Septizonio, barrio de los más frecuentados, donde el emperador Marco Aurelio con grandes gastos hizo construir el magnífico edificio del Nimfeo, el prefecto marchó resueltamente allá. Toda su comitiva, funcionarios y agentes, le rogaban que no se presentase a aquella multitud irritada y amenazadora, que tenía contra él reciente motivo de disgusto; pero se dirigían a un hombre incapaz de temor. Leoncio marchó directamente a la multitud, sin tener en cuenta lo débil de su comitiva, de la que una parte huyó al verle decidido a arrostrar tan evidente peligro. Tranquilamente sentado en su carro, paseó serena mirada por las tumultuosas masas que le rodeaban, cuya agitación convulsiva parecía la de un nido de serpientes. Brotaban injuriosas exclamaciones y las escuchaba con impasibilidad; de pronto, apostrofando en medio de la multitud a un individuo que se destaca por su atlética estatura y rojos caballos, le pregunta si es Pedro Valvomeres, y aquel hombre contesta con insolencia que él es. Entonces el prefecto, a quien desde mucho antes estaba indicado aquel individuo como cabeza de motín, le hizo atar las manos a la espalda y azotarle, a pesar de los gritos que no podía menos de arrancar aquella orden. Pero en cuanto vieron a Valvomeres en el poste, a pesar dé sus reiteradas apelaciones a la compasión de sus compañeros, la multitud, tan compacta un momento antes, desapareció instantáneamente por las calles inmediatas, y aquel peligroso promovedor de motines recibió el castigo sin más resistencia que si se lo aplicasen en la secreta cámara judicial. En seguida marchó relegado al Picentino, donde después fue condenado a muerte y ejecutado por sentencia del consular Patruino, por atentado al pudor de una doncella perteneciente a familia notable.

Durante la administración de este mismo Leoncio, fue llevado ante Constancio, Liberio, pontífice cristiano, como refractario a la voluntad imperial y a las decisiones de sus compañeros en episcopado. Diré algo acerca del punto de disidencia. Un sínodo, según llaman los cristianos a la reunión de los altos dignatarios del clero, había depuesto a Atanasio1, obispo de Alejandría, por haber prevaricado y por haberse entregado a persecuciones impropias de su carácter de sacerdote: al menos, de esto le ha acusado siempre el rumor público. Decíase que realmente era muy perito en el arte de la adivinación y en la ciencia de los augures, habiendo vaticinado algunas veces lo porvenir; sin olvidar ciertas imputaciones igualmente contrarias al espíritu de la religión que enseñaba. Mandóse a Liberio de parte del príncipe, que firmase el decreto que expulsaba a Atanasio de su silla. Pero Liberio, aunque conforme en los puntos de doctrina con el sínodo, se negó obstinadamente a coadyuvar, protestando enérgicamente de la indignidad de un juicio en el que el acusado no había sido oído ni siquiera llamado. Esto era contrariar abiertamente la voluntad del Emperador. Éste, que siempre había detestado a Atanasio, considerando la condenación como válida, tenía singular empeño en que la confirmase la autoridad preponderante del obispo de la ciudad eterna. No logrando su propósito, mandó prender a Liberio, y fue preciso hacerlo de noche, a causa del amor que profesaba el pueblo a su obispo.

Tales cosas ocurrieron en Roma en esta época. Tenía entonces Constancio motivos de graves inquietudes. Sucedíanse sin interrupción mensajeros anunciando la ruina de las Galias, porque no encontrando los bárbaros resistencia en parte alguna, todo lo llevaban a sangre y fuego. Por largo tiempo meditó para encontrar un medio que no le obligase a abandonar su residencia de Italia, porque veía gravísimo peligro en alejarse tanto del centro: siendo muy prudente el partido que adoptó, que consistía en asociar a su poder a Juliano, hijo de su tío paterno, a quien poco antes había llamado de Grecia y que todavía llevaba el traje de los filósofos de este país.

Cuando Constancio manifestó a sus confidentes más íntimos la resolución a que la impulsaba la gravedad de las circunstancias, confesando, cosa que nunca había hecho, su impotencia para soportar solo la carga, cada día más pesada, del gobierno del Estado, todos aquellos maestros en el arte de adular se esforzaron para aturdirle acerca de su posición; repitiendo hasta la saciedad que no había exigencias, por grandes que fuesen, de que no pudiesen triunfar como siempre, su fuerza de ánimo y su fortuna sobrehumana. Algunos que tenían motivos para temer al nuevo poder, pretendían que solamente el nombre de César estaba preñado de peligros y podía reproducir la época de Galo. La emperatriz sola hacía frente a aquellos obstinados adversarios a la participación en el gobierno; bien porque la asustase la longitud del viaje que tenía que hacer, bien que por instinto de prudencia comprendiese dónde estaba el verdadero interés del Estado; insistiendo en la elección de un pariente con preferencia a cualquier otro. Después de muchas deliberaciones infructuosas, el Emperador, cortando debates, mostró su decisión de admitir a Juliano a la participación del mando. En el día señalado, Augusto, llevando por la mano a Juliano, delante de todas las fuerzas presentes en Milán, subió a un tribunal, de intento muy elevado sobre el suelo, y decorado en todos sus frentes con águilas y estandartes, hablando en seguida así, con sereno rostro:

«Valientes defensores de la república, vengo a vindicar ante vosotros una causa que nos es común a todos: trátase del bien de la patria. A jueces tan rectos como vosotros, tendré muy pocas palabras que decir. Más de una vez ha dirigido contra nosotros sus furores la rebelión: los autores de tan insensatas tentativas ya no existen; pero como ofrenda impía a sus manes, los bárbaros hacen correr torrentes de sangre romana. Rompiendo todos los tratados, traspasando todos los límites y hollando las Galias devastadas, confían en los imperiosos deberes que nos retienen y en la enorme distancia que los separa de nosotros. Grave es el mal, pero pronta resolución puede remediarlo. Que vuestra voluntad se una a la mía, y ésas soberbias naciones serán humilladas, no atreviéndose nadie en adelante a violar nuestras fronteras. He tomado una resolución en que descansan bellas esperanzas; a vosotros toca secundar su efecto. Aquí tenéis a, Juliano, mi primo paterno, cuyos títulos a mi afecto por su intachable conducta conocéis. En su juventud ha dado ya brillantes esperanzas: deseo elevarle al rango de César; y si creéis acertada la elección, os pido que la afirméis con vuestro consentimiento.»

Favorable murmullo interrumpió la oración, considerando cada cual, como por especie de adivinación, que aquello, más que pensamiento humano era arbitrio del destino. El Emperador esperó con paciencia que se restableciese el silencio, y con acento más firme, continuó diciendo: «Considero como aprobación el estremecimiento de alegría que acabo de escuchar. Elévese, pues, a honor tan insigne el joven en quien la fuerza tan bien se une a la prudencia, y a quien alabaría mejor imitando la reserva que forma su carácter. Además, eligiéndole, rindo debido homenaje a las cualidades que tiene de la educación y de la naturaleza. En vista de esto, con beneplácito de Dios, le revisto las insignias de príncipe.»

Dicho esto, cubre a Juliano con la púrpura de sus abuelos y le proclama César, entre los aplausos de la asamblea. Volviéndose en seguida hacia el nuevo príncipe, cuyo semblante parecía más grave que de costumbre, le dijo: «Hermano querido, muy joven aún participas de los esplendores de tu familia. Considero que mi gloria ha aumentado; y no me creería tan grande por la posesión del poder absoluto, como por este acto de justicia que eleva hasta mí a quien tan de cerca me toca. Marcha, pues, asociado en adelante a mis trabajos y peligros, a tomar a tu cargo el gobierno de las Galias. Aplica a sus dolores el bálsamo de tu intervención tutelar. Si es necesario combatir, tienes señalado tu puesto al lado de las enseñas. Sé atrevido con oportunidad, pero no muestres valor irreflexivo. Anima al soldado con tu ejemplo, pero guárdate tu mismo de todo arrebato. Estarás siempre presente para prestar socorro si ceden. Reprende sin dureza cuando parezca que va a faltar el valor, y entérate siempre por ti mismo de quién ha cumplido bien y quién ha faltado. Las circunstancias nos estrechan, y como varón animoso, marcha a mandar hombres valientes, contando con la cooperación más activa y sincera de mi parte. Combatamos de acuerdo. Combatiremos unidos para que, si place a Dios escuchar un día mis ruegos y devolver la paz al mundo, podamos, de acuerdo, gobernarlo con amor y moderación. En todas partes he de recordarte, y suceda lo que quiera, nunca te faltaré. Marcha, pues, marcha; te siguen todos mis votos, y muéstrate vigilante defensor del puesto a que te ha elevado la confianza pública.»

Nadie calló al escuchar estas últimas palabras. Los soldados, con muy pocas excepciones, para mostrar su entusiasmo por la elección que acababa de hacer el Emperador, golpearon fuertemente los escudos con las rodillas, que es su manera de demostrar profundo regocijo, como cuando lo golpean con la lanza es señal de que se irritan o van a disgustarse. Justa admiración estalló a la presencia del César revestido con la púrpura imperial, contemplando todos con afán aquellos ojos tan terribles como agradables y aquel semblante tan gracioso como animado; y el soldado hacía el horóscopo del príncipe como si conociese el antiguo sistema que hace depender las facultades morales de ciertas señales exteriores. Y, lo que daba mayor peso a sus alabanzas, sabía conservar en ellas la justa medida, no yendo más allá de las conveniencias ni de la verdad; siendo la expresión de estas alabanzas, no como podía esperarse de soldados, sino de censores. Juliano subió en seguida al carro del Emperador y regresó a palacio recitando en voz baja este verso de Homero:

Ελλαβε πορφύρεος θάνατος καὶ μοῖρα κραταιή.2

Ocurría esto el 8 de los idus de Noviembre (6 de noviembre), bajo el consulado de Arbeción y de Loliano. Pocos días después casó Juliano con Helena, hermana de Constancio; y, después de prepararlo aceleradamente todo para el viaje, partió el día de las calendas de Diciembre (1 de diciembre) con séquito muy modesto, acompañándole el Emperador hasta las dos columnas alzadas a mitad del camino de Lumela a Ticino, desde donde tomó el César en línea recta la dirección de Turín. Esperábale una triste noticia que la corte sabía ya, pero que por precaución política habían mantenido secreta. Los bárbaros, después de obstinado asedio, habían tomado por asalto y saqueado la célebre colonia Agripina, en la Germania inferior. Aquella desgracia impresionó el ánimo de Juliano, considerándola presagio de lo que había de acontecerle; y muchas veces se le oía repetir con amargura que con su advenimiento solamente había conseguido morir menos tranquilo.

A su entrada en Viena acudió a recibir al deseado príncipe la población entera de todo rango y edad, y no solamente los que la habitaban, sino que también los de las cercanías; resonando por todas partes y con el mayor entusiasmo, en cuanto le vieron, las palabras Emperador clemente, Emperador afortunado. Gozábase con avidez al ver al fin los atributos reales en un príncipe legítimo: su presencia iba a remediarlo todo, siendo como un genio tutelar que se presentaba en el momento en que todo parecía perdido. Una pobre mujer ciega había preguntado qué entrada se celebraba, y cuando le contestaron que la de Juliano, exclamó que él restablecería los templos de los dioses.

Puedo decir ahora, como antes el insigne vate mantuano, que mi asunto se engrandece, que ante mí se desarrolla una serie de acontecimientos más majestuosos. Creo que es conveniente una descripción de las Galias, teatro donde se realizaron, porque estos conocimientos, puestos incidentalmente en medio del relato, cuando el interés del lector queda despierto esperando una batalla o las peripecias del combate, hacen que el autor se parezca al marinero que, en las horas de holganza, descuida la recomposición de las velas y jarcias y se ve obligado a hacerla cuando se encuentra luchando ya con la tempestad y azotado por las olas.

Faltos de datos precisos, los autores antiguos nos han transmitido acerca del origen de los galos nociones más o menos incompletas. Pero más recientemente Timagenes, griego por la actividad de su espíritu como por su lengua, consiguió reunir considerable número de hechos por mucho tiempo perdidos entre libros obscuros, de donde los había sacado. Voy, pues, a aprovechar sus investigaciones, procediendo metódicamente para que cada cosa resulte en su lugar con claridad.

Por relatos de los contemporáneos, los aborígenes de aquella comarca, fueron llamados Celtas, del nombre de un rey muy querido, o Gálatas, del nombre de la madre de aquél rey. De este último nombre los griegos han hecho el de galos. Según otros, una colonia de dorios, siguiendo al más antiguo de los Hércules, vino a habitar el litoral. Teniendo en cuenta las antigüedades druídicas, solamente una parte de la población de la Galia es indígena, formándose en épocas diferentes por el ingreso de insulares extranjeros, venidos del otro lado de los mares, y por pueblos transrhenanos arrojados de sus hogares, bien por las vicisitudes de la guerra, permanente en aquellas comarcas, bien por las invasiones de los elementos fogosos que caen sobre las costas. Dicen otros que un puñado de troyanos, escapados del saqueo de su ciudad, encontrando por todas partes griegos en su fuga, vino a establecerse en aquella región, desierta entonces. La opinión que sostienen los naturales del país, robustecida con sus monumentos, es que Hércules, hijo de Amphitrion, rápido destructor de Gerión y Taurisco, uno tirano de España y el otro de la Galia, tuvo en su comercio con diferentes mujeres de las familias más nobles de este último país considerable número de hijos, de los que cada uno dio su nombre a una comarca regida por sus leyes. Dice la misma tradición que una emigración de focenos del Asia, huyendo de la opresión de Harpalo, sátrapa de Cyro, abordó primero en Italia, donde fundó la ciudad lucaniana de Velia; después marchó con el resto de su gente a construir Marsella, en la Galia vienense, establecimiento que, habiendo prosperado, andando los tiempos llenó el país con numerosas colonias.

Pero abreviaré esta reseña, que mucha prolijidad haría enojosa. La civilización se introdujo insensiblemente en estos pueblos y se aficionaron al cultivo de la inteligencia, bajo la inspiración de sus bardos, euhages y druidas. Los bardos celebraban las grandes hazañas en cantos heroicos con dulces modulaciones de lira: los euhages investigaban y comentaban los sublimes secretos de la naturaleza. Las especulaciones de los druidas eran muy superiores a éstas: formando comunidad bajo estatutos de Pitágoras, dedicado constantemente el espíritu a las cuestiones más abstractas y arduas de la metafísica, como su maestro, despreciaban las cosas humanas y defendían la inmortalidad del alma.

Esta región de las Galias, que, exceptuando sus comarcas marítimas, está separada del resto del género humano por gigantescas montañas coronadas por nieves eternas, ha recibido de la naturaleza conjunto de defensas tan completo como si el arte hubiese intervenido en ello. Bañada al Mediodía por el mar Tirreno y Gálico, al Norte, opone como barrera a los bárbaros la corriente del Rhin; al poniente la rodean el Océano y las alturas de los Pirineos, y por el lado que sale el sol la imponente masa de los Alpes Cottianos, donde el rey Cottis se resistió solo contra nosotros por tanto tiempo, protegido por sus impracticables desfiladeros inaccesibles peñascos. Aquel príncipe, sin embargo, depuso más adelante su orgullo, y él fue quien, amigo del emperador Octaviano, movido por memorable cariño, y después de inauditos esfuerzos, abrió más lejos, a, través de los viejos Alpes, esos cómodos caminos que abrevian los viajes. Más adelante daré acerca de estos trabajos los datos que he podido reunir. En los mismos Alpes Cottianos, que comienzan en la ciudad de Susa, hay una cresta que es casi completamente infranqueable. El viajero que viene de la Galia sube con facilidad por un plano ligeramente inclinado; mas para descender por la parte opuesta se encuentra una pendiente y precipicios cuyo sólo aspecto estremece. En primavera especialmente, cuando la suavidad de la temperatura produce el deshielo y derrite las nieves, peatones, bestias de carga y carros vacilan y tropiezan en una calzada estrecha, encajada entre dos precipicios y cortada por hoyos ocultos bajo acumulación de nieblas. Solamente se ha encontrado hasta ahora un medio para disminuir las probabilidades de destrucción; y es sujetar los vehículos con recias cuerdas que retienen a la espalda, a fuerza de brazos o con yuntas de bueyes, y una vez contenidos de esta suerte, convoyarlos con alguna más seguridad hasta el pie de la cuesta. Así se obraba en los tiempos antiguos. En invierno, endurecido el suelo y como pulimentado por el hielo, por todas partes presenta superficie resbaladiza en que apenas se puede sentar el pie; y profundos abismos a los que una capa de hielo presta pérfida apariencia de llanuras, devoraron más de una vez a los imprudentes que se atrevieron a penetrar en ellos. Así es que, para seguridad de los viajeros, los habitantes del país, que conocen los pasos, cuidan de señalar el camino más seguro por medio de largos palos clavados en el suelo. Pero si derribados por los desprendimientos, desaparecen estos palos bajo la nieve, la travesía viene a ser muy peligrosa hasta tomando por guías a los habitantes de las inmediaciones. Franqueado este paso, se marcha por llano durante siete millas hasta la estación de Marte, donde se alza un pico más elevado y mucho más difícil de atravesar, y cuyo vértice tomó el nombre de la Matrona, desde la desgracia ocurrida a una mujer noble. Desde allí se desciende por suave pendiente hasta el castillo Virgancio. El sepulcro del reyezuelo constructor de los caminos de que hemos hablado se ve aún junto a las murallas de Susa, existiendo doble motivo para venerar su memoria porque gobernó su pueblo con equidad, y con su alianza con nosotros le aseguró perpetua paz.

El camino de que acabamos de hablar es realmente el más corto, más directo y más frecuentado; pero anteriormente se habían abierto otros en diferentes épocas, siendo obra el más antiguo del Hércules Tebano; trabajo que apenas fue momento de detención para el héroe, cuando corría a dar muerte a Gerión y a Taurisco. Este camino costea los Alpes marítimos, a que llamó Hércules Alpes Griegos. La fortaleza y el puerto de Mónaco son monumentos eternos de su paso por aquellas comarcas. Muchos siglos después tomó esta cadena el nombre de Alpes Peninos, por el siguiente motivo: Publio Cornelio Escipión, padre del primer Africano, encargado de llevar socorros a Sagunto, tan célebre por su constancia y sus desgracias, y cuyo asedio estrechaban fuertemente a la sazón las fuerzas púnicas, navegaba hacia España con una flota montada por considerable número de tropas. Pero ya habían triunfado las armas de Cartago; estaba consumado el desastre, y Escipión no podía lisonjearse de alcanzar por tierra a Anníbal, que había cruzado el Ródano, y hacía ya tres días que estaba en marcha para Italia. El mar le ofrecía camino más corto, y navegando rápidamente, colocóse en observación delante de Génova, ciudad de la Liguria, encontrándose dispuesto para caer con opor tunidad sobre el enemigo en cuanto desembocase en la llanura, fatigado por las dificultades del camino. No se limitó a esto la previsión de Escipión, sino que envió a su hermano para que contuviese en España al ejército, de Asdrúbal, que amenazaba a Roma con doble invasión. Pero algunos desertores enteraron a Anníbal de la presencia de Escipión, y como era tan enérgico como astuto, tomó guías en Turín que le llevaron en otra dirección por el Tricastino y los extremes confines de los Voconcios, hasta los desfiladeros de los Tricorios. Allí abrió paso donde nadie lo había abierto antes, horadando una roca enorme, blandeándola por medio de fuego y vinagre que hizo derramar; y cruzando después el cauce variable y peligroso del Druencio, invadió repentinamente las campiñas de la Etruria. Pero basta de, los Alpes; hablemos del resto de la Galia.

Remontando a época muy antigua, en que todavía era desconocida la Galia bárbara, parece que se encuentra dividido el país entres razas perfectamente distintas, los celtas o galos, los aquitanios y los belgas; diferentes las tres en lenguaje, costumbres y gobierno. El límite natural entre los aquitanios y los celtas o galos es el Garona, río que nace en los Pirineos y baña numerosas ciudades antes de penetrar en el Océano. A los galos separan de los belgas el Matrona (Marne) y el Sequana (Sena), ríos que tienen igual importancia y que atraviesan la Galia Lugdunense, encerrando con su unión la fortaleza de los Parisios, llamada Lutecia; después, reunidos en el mismo lecho, penetran en el mar, cerca de la ciudad a que dio su nombre Constancio Cloro.

Para nuestros antepasados, de estas tres naciones, la de los belgas pasaba por la más valiente; cosa que dependía de su posición que, por una parte, la alejaba del contacto de la civilización y refinamientos que trae consigo, y por otra la tenía en continua guerra con los pueblos germanos del otro lado del Rhin. Los aquitanios, por el contrario, merced a la proximidad de las distancias y fácil acceso de sus costas, llamaban en cierto modo las importaciones del comercio. Por esta razón se pulieron muy pronto, oponiendo débil resistencia a la dominación romana.

Cuando cansada de guerra se sometió la Galia al dictador Julio César, quedó dividida en cuatro gobiernos: el de la Galia Narbonense, comprendiendo el Lugdunense y el Viennense; el de Aquitania, que abarcaba todos los pueblos del nombre de aquitanios, y otros dos que regían respectivamente las Germanias, tanto superior como inferior, y el país de los belgas. Todo el país de las Galias está dividido hoy en las siguientes provincias: la segunda Germania, que posee las grandes y populosas ciudades de Tungris y Agripina; la primera Germania, en la que se encuentran, entre otras ciudades municipales, Moguntiacus (Maguncia), Vagion (Worms), Nemeta (Spira) y Argentoratus, célebre después por la derrota de los bárbaros. Viene en seguida la primera Bélgica, que se enorgullece con Mediomatrico (Metz) y Treviros (Tréveris), residencias ilustres de soberanos: la segunda Bélgica, limítrofe de la primera, en la que se encuentran Ambiano (Amiens), ciudad eminente entre las demás y Catelauni (Chalons del Mar) y Remi (Reims). En el país de los Seguanos cuéntase Bisontios (Besançon) y Rauracos (Basilea), inferiores a muy pocas ciudades. Son ornamento del Lugdunense primero, Lugdunum (Lyon), Cabillonum (Chálons del Saona), Senonen (Sens), Rituriga (Bourges), y Augustudunun (Autum), admirable por sus vetustas murallas. El segundo ostenta orgullosamente Rothoomagum (Ruan), Turonem (Tours), Mediolanum (Evreux) y Tricassinum (Troyes). Los Alpes Griegos y Peninos, además de otras más obscuras posee Aventicum (Aveuche), desierta hoy, pero notable en otro tiempo, como lo demuestran todavía las ruinas de sus edificios. Estas provincias y ciudades son lo más floreciente de las Galias. En la Aquitania, limitada por los Pirineos y por el mar que baña la España, la primera Aquitania es notable por la grandeza de sus ciudades, entre las que debe citarse en primer lugar Burdegala (Burdeos), las Avernas (Clermont-Ferrand), Santones y Pictavi (Poitiers). Auscum (Auch) y Vesata (Bazas), son el honor de la Noven-populana (La Gascuña); Eusa, Narbona y Tolosa sobresalen entre las ciudades de la Narbonense. Orgullosa está también la Vienense de la belleza de sus ciudades, de las que las más notables son la misma Viena, de la que toma nombre, y después Arelata (Arlés) y Valentia (Valence). Debe citarse también a Marsella, poderosa auxiliar de Roma en muchas circunstancias críticas, según refiere la historia. Cerca se encuentran Salavium (Aú), Nicæa (Niza), Antipolis (Antibes) y las islas Stœchades (Las islas Hyeres), y como las circunstancias del asunto me lleva a hablar de estas regiones, callar acerca de un río tan famoso como el Ródano, sería incongruente y absurdo.

El Ródano, al salir de los Alpes Peninos, precipita impetuosamente hacia las tierras bajas considerable masa de agua, y sin perder nada de ella, marcha por su cauce, llenándolo hasta los bordes. En seguida penetra en un lago llamado Lemano, que atraviesa sin mezclarse con sus aguas, y surcando en la parte superior aquella masa relativamente inerte, a viva fuerza se abre paso en ella. Desde allí, sin haber perdido nada de su caudal, pasa entre la Saboya y el país de los sequanos, continúa su curso, dejando a la derecha la Vienense y a la izquierda la Lugdunense, formando bruscamente un recodo después de reunirse con el Arar, originario de la Germania primera y al que en el país llaman Saucona (Saone), perdiendo su nombre en la reunión. Aquí comienzan las Galias, y desde este punto no se mide ya la distancia por millas, sino por leguas. Engrosado por este afluente, el Ródano es asequible ya a las naves más grandes, aquellas que ordinariamente no navegan sino a la vela. Llegado al fin al término que la naturaleza ha señalado a su carrera, lleva sus espumosas ondas al mar de las Galias por vasta desembocadura, cerca del punto llamado Las Gradas, a unas diez y ocho millas de Arelata. Pero basta de descripción de lugares; pasemos a la figura y costumbres de sus habitantes.

Generalmente los galos tienen elevada estatura, blanca tez, rubia cabellera y mirada fiera y temible. Su carácter es excesivamente pendenciero y arrogante. En riña, cualquiera de ellos hace frente a muchos extranjeros a la vez, sin más auxiliar que su esposa, campeón mucho más temible sin duda: cosa es de verla con las venas hinchadas por la ira, recoger sus brazos, blancos como la nieve, y lanzar con manos y pies golpes que parecen partir de una catapulta. Tranquilos o irritados, los galos tienen casi siempre en la voz tonos amenazadores y terribles. Generalmente son limpios y cuidadosos de sus personas; y en este país, especialmente en Aquitania, no se ve a nadie, hombre o mujer, que lleve vestidos sucios o rasgados, como es muy común en todas partes. En cualquier edad son soldados los galos, corriendo al combate con igual ardor jóvenes o viejos, no habiendo trabajo insoportable para aquellos cuerpos endurecidos por los rigores del clima y por ejercicio constante. Entre ellos es cosa desconocida la costumbre italiana de amputarse el dedo pulgar para librarse del servicio de las armas, y el epíteto de mureus (cobarde) que de esto dimana. Gustan apasionadamente del vino, y para suplirlo, fabrican diferentes bebidas fermentadas. La embriaguez, ese frenesí voluntario, según la sentencia catoniana, es allí el estado habitual de muchos hombres de baja condición, que vagan de aquí para allá en completo embrutecimiento, lo que hace verdadera la frase de Cicerón al defender a Fonteyo: «Los galos pondrán agua en el vino», que para ellos sería lo mismo que poner veneno.

La parte de esta región, vecina a Italia, pasó sin grandes esfuerzos al poder romano. Su independencia, amenazada primeramente por Fulvio, muy quebrantada después en una serie de escaramuzas contra Sextio, quedó completamente abatida por Fabio Máximo; triunfo que no consiguió, sin embargo, hasta que venció a los Alobroges, nuestros adversarios más obstinados en esta lucha y que le valió un apelativo. Pero solamente después de diez años de campañas, según refiere Salustio, y diferentes alternativas de victorias y reveses, la totalidad de la Galia, exceptuando las comarcas inaccesibles por los pantanos, quedó al fin sometida a César y unida al Imperio por lazo indisoluble en lo sucesivo. Mucho me ha separado del asunto está digresión; volvamos a él.

Después de la trágica muerte de Domiciano, gobernaba el Oriente Musoniano, que le había sucedido en las funciones de prefecto del pretorio. La reputación que adquirió por su agradable facilidad para expresarse en los dos idiomas, le valió inesperado ascenso. Deseando Constantino instruirse a fondo en las sutilezas del dogma de los maniqueos y otros sectarios, no sabía a quien dirigirse para que se las explicase. Recomendáronle a Musoniano y lo aceptó ante las seguridades que le dieron de su aptitud. Desempeñó éste el encargo a satisfacción del príncipe, que se la manifestó, en primer lugar, haciéndole cambiar su nombre de Strategio por el de Musoniano, y en seguida elevándole gradualmente hasta la prefectura. Carácter prudente, afable y conciliador, hubiese hecho muy suave su administración a las provincias, a no ser por la codicia que mostró en toda ocasión, y especialmente en donde es más odioso este vicio, en la administración de justicia. Esta sórdida pasión descolló principalmente en las actuaciones a que dio origen la muerte de Teófilo, consular de Siria, señalado por una frase de Galo al furor del populacho, que lo despedazó. Todos los acusados pobres fueron condenados, aunque hubiesen probado hasta la evidencia que no se encontraron allí; todo acusado rico fue perdonado aun después de demostrada su culpabilidad; pero solamente a precio de su completo despojo. Musoniano tenía un rival en rapacidad en la persona de Próspero, que entonces desempeñaba el mando militar en la Galia, hombre abyecto de los que, como dice el Cómico, «desprecian las precauciones y roban públicamente».

Mientras estos dos hombres, por medio de culpable connivencia, se prestaban en sus depredaciones recíproco apoyo, los lugartenientes del rey de Persia, cuyas fuerzas estaban acantonadas a lo largo de los ríos fronteros, mientras se encontraba retenido su señor en el otro extremo de su Imperio, no dejaban de enviar grupos para que inquietasen nuestro territorio; eligiendo su audacia aumentada con la impunidad, por teatro de sus incursiones en tanto la Armenia, en tanto la Mesopotamia; y esto a la vista de los gobernadores romanos, que, por su parte, no pensaban más que en apropiarse los bienes de sus súbditos.

LIBRO XVI

Elogio del César Juliano.—Juliano ataca a los alemanes, los derrota, los dispersa y les hace prisioneros.—Recobra Colonia de los francos y trata con sus jefes.—Sostiene un sitio en Sens contra los alemanes.—Virtudes del César Juliano.—Acusado Arbeción, es absuelto.—Euterio, cubiculario de Juliano, defiende a su señor contra Marcelo. Elogio de Euterio.— Circulan en el campamento de Constancio falsos relatos y calumnias.—Rapacidad de los cortesanos.—Negociaciones para la paz con los persas.—Aparato militar y casi triunfal de la entrada de Constancio en Roma.—El césar Juliano ataca a los alemanes en las islas del Rhin, donde se habían refugiado, y repara los muros de Tres Tavernas.—Coalición de los reyes alemanes contra la Galia.—Juliano les ataca y derrota cerca de Argentoratum.

(Año de J. C. 356.)

Cuando de esta manera se desenvolvía el orden de los hechos en el mundo romano, Constancio, que había entrado en su octavo consulado, escribió por primera vez el nombre de Juliano en los fastos consulares. En tal momento no pensaba aquel esforzado ánimo más que en combates y en el exterminio de los bárbaros, prometiéndose, con auxilio de la fortuna, restablecer la unidad que éstos habían roto en la provincia. Las grandes cosas que realizó en las Galias, favorecido por el hado y por su genio, pueden compararse a las más memorables de los tiempos antiguos. Procuraré referirlas, a pesar de que la tarea es muy superior a mi escaso talento; y la narración, aunque despojada de todo adorno ficticio y apoyada en testimonios auténticos y en las pruebas más irrecusables, parecerá algunas veces que se torna en panegírico. Diríase que constante progresión hacia el bien fue la ley de la existencia de este príncipe, desde su noble cuna hasta su muerte. Su fama, aumentando lo mismo en paz que en guerra, le elevó rápidamente al nivel de los soberanos más grandes. Por la prudencia se le ha comparado con Tito; por sus triunfales expediciones con Trajano, y por la clemencia con Antonino. Perseverante tendencia a la perfección ideal le haría semejante a Marco Aurelio, a quien Juliano había tomado como modelo para sus actos y costumbres. Cicerón ha dicho: «Gózase de las artes de la misma manera, sobre poco más o menos, que de la vista de un árbol hermoso: toda la atención se fija en el tronco y follaje, no quedando ninguna para las raíces.» Así también en los primeros desarrollos de aquel hermoso carácter, hay partes que quedaron inapreciadas por efecto de diversas circunstancias, y que deben admirarse, sin embargo, con más razón que las grandes cosas que realizó después. Porque aquel dominador de la Germania, aquel pacificador de las heladas orillas del Rhin, aquel héroe cuyo brazo derribó a los reyes de los bárbaros o los cargó de cadenas, no fue un guerrero experimentado a quien sacó de su tienda el grito de los combates, sino un discípulo de las Musas, casi adolescente, educado como Erecchteo en el seno de Minerva y bajo las tranquilas sombras de la Academia.

Invernaba en Viena Juliano, presa de constantes preocupaciones y en medio de rumores diferentes, cuando recibió cierta y positiva noticia de un ataque brusco de los bárbaros contra la antigua ciudad de Augustudunum, defendida por vasta extensión de murallas en las que el tiempo había abierto muchas brechas. El temor había paralizado a la guarnición, y la plaza estaba perdida, si por uno de esos movimientos repentinos que salvan en los momentos supremos, los veteranos no hubiesen acudido a socorrerla. En el acto se decidió Juliano, desechando insinuaciones aduladoras, que no faltaron, para que atendiese a su seguridad y comodidades; y, tomando únicamente el tiempo necesario para los preparativos indispensables, marchó a Augustudunurn el 8 de las calendas de Julio (24 de junio), dirigiendo la marcha con la habilidad y prudencia de consumado capitán; marcha durante la cual estuvo constantemente en disposición de hacer frente a las bandas que hubiesen intentado cortarle el paso. Allí celebró consejo, al que concurrieron los que pasaban por conocer mejor el país, discutiéndose la dirección más segura para el ejército. Dividiéronse las opiniones: unos querían marchar por Abor..., otros por Sedelaucum y Cora; pero incidentalmente se recordó que en otro tiempo había pasado Silvano con ocho mil auxiliares por un camino más corto en verdad, pero que podía tenerse por sospechoso en atención a los muchos bosques que impedían al ejército reconocerlo. Desde aquel momento no pensó el César más que en no ser inferior en audacia a aquel valiente general, y no queriendo aplazamientos, tomó consigo solamente a los catafractos, completamente armados, y algunos arqueros, escolta muy mal calculada en aquella ocasión para su seguridad, y por aquel camino marchó rápidamente a Austosidoro; desde allí, después del descanso acostumbrado, se dirigió con su tropa, a Tricasas; pero no realizó este movimiento sin tener que resistir ataques de los bárbaros. Al principio el aspecto de aquellas masas irregulares inquietaba a Juliano acerca de su fuerza verdadera, y se limitaba a observarlas reforzando los flancos de sus columnas; pero algunas veces también, cuando tenía la ventaja de las alturas, tomaba repentinamente la ofensiva y derribaba a la carrera todo lo que encontraba delante. En estos combates cogió muy pocos prisioneros, y éstos porque el miedo se los entregó, escapando sin trabajo a la persecución de tropas tan pesadamente armadas todos los que tuvieron fuerzas para huir.


1 . San Atanasio de Alejandría, adversario del arrianismo.

2 «La muerte con manto de púrpura y el inflexible destino han puesto mano en él.» Alusión al color rojo que Homero atribuye al manto de la muerte.