Tranquilizado con estos primeros triunfos acerca del resultado de tales encuentros, llegó a Tricasas arrostrando mil peligros. Tan inesperada era su presencia, y tal era el miedo que inspiraban las numerosas partidas que recorrían el país por todas partes, que no le abrieron las puertas sino después de larga vacilación. En aquella ciudad no se detuvo más que el tiempo necesario para que descansasen sus tropas; y, considerando en seguida que no debía perder momento, marchó rápidamente hacia Remos (Reims), señalado como punto de reunión general. Allí le alcanzó el resto del ejército bajo el mando de Marcelo, sucesor de Ursicino, y del mismo Ursicino, que tenía orden de permanecer en las Galias hasta el fin de la campaña. Largamente se deliberó acerca del plan que convenía seguir; y al fin decidieron atacar a los alemanes en la dirección de Decem pagos (los diez pueblos), y las reforzadas tropas se pusieron alegremente en marcha. Pero los bárbaros, cuyos movimientos favorecía densa niebla, aprovechando su conocimiento del terreno, practicaron un rodeo y se colocaron a la espalda del César, y hubiesen destrozado dos legiones que formaban la retaguardia, si sus angustiados gritos no atrajeran en socorro suyo al cuerpo de los auxiliares. Desde esta alarma, Juliano temió constantemente emboscadas en los accidentes del camino y en los pasos de los ríos, haciéndose más prudente y circunspecto; primera cualidad de todo el que tiene el mando supremo, y la seguridad mejor para los que combaten sus órdenes.
Enteróse entonces de que los bárbaros se habían apoderado de Argentoratum, Brocomangum, Tavernas, Salison, Nemetas, Vangionas y Mogontiacum, pero que solamente ocupaban las afueras, por el miedo que tienen a la permanencia en las ciudades, que consideran como tumbas para enterrarse en. vida. Había salido a su encuentro un cuerpo germánico y, para recibirlo, formó su ejército en media luna, encerrando por los dos lados al enemigo, que cedió al primer choque, pero perdiendo parte de sus fuerzas, que sucumbieron en el calor del primer ataque. Los demás se salvaron huyendo.
Ningún obstáculo cerraba ya la marcha para recobrar Agripina (Colonia), cuyo desastre había precedido a la llegada de Juliano a las Galias. En aquella comarca no existe otro punto fortificado que Ricomagum (Rheinmagen), construido en el paraje llamado Confluente, porque allí se reúnen el Rhin y el Mosela, y una torre cerca de Agripina. Ocupó, pues, esta ciudad, de la que ya no salió una vez que tomó posesión de ella, hasta que hizo firmar a los reyes francos, a quienes el miedo dulcificó, un convenio cuyos frutos recogió el Estado más adelante, y poner a la ciudad misma en respetable estado de defensa. Satisfecho por aquellos felices triunfos de sus armas, marchó en seguida a invernar en Senonas, en el país de los Treviros, residencia muy agradable en la época de que hablamos. Allí le cayó sobre los hombros, como decirse suele, todo el peso de una guerra general, y tuvo que desplegar extraordinaria actividad para atender a las exigencias de aquella situación; teniendo a la vez que guarnecer con puestos militares todos los puntos amenazados, romper la unión de tantas naciones coligadas contra el nombre romano, y en fin, asegurar en extensísimo campo de operaciones la subsistencia de todo el ejército.
En lo más apremiante de estos cuidados, asaltóle una masa de enemigos con la esperanza de apoderarse de la plaza por un golpe de mano. Habíales inspirado esta confianza la ausencia de los escutarios y gentiles, repartidos en las diferentes ciudades municipales, para dividir la carga de las subsistencias. Juliano mandó cerrar las puertas, reparar las fortificaciones, y día y noche se le vio entre los soldados, sobre las murallas, entre las almenas, estremeciéndose de enojo ante la impotencia en que se encontraba de intentar una salida con aquella guarnición tan escasa. A los treinta días, desalentados los bárbaros, levantaron el sitio, murmurando contra la loca esperanza que les llevó a emprenderlo. Debe hacerse constar aquí, como cosa propia del espíritu de aquella época, la conducta de Marcelo, jefe de la caballería, que, aunque acantonado muy cerca de allí, dejó al César en el peligro, sin prestarle ni el más ligero auxilio; cuando tenía el riguroso deber de intentar una operación que distrajera al enemigo, siquiera no fuese más que:para libertar a la plaza de los males de un sitio, aunque no hubiese estado encerrado en ella el príncipe. Libre de aquel apuro, Juliano, cuya única preocupación era el bienestar de los soldados, se apresuró a concederles el necesario descanso, aunque muy corto, para reparar las fuerzas, después de tantas fatigas. En aquella ocasión, su deseo tuvo que luchar contra la escasez de víveres en un país completamente devastado; pero dominó la dificultad con su activa inteligencia y con la confianza que sabía inspirar a todos, de mejorar en próximo porvenir.
El primer esfuerzo difícil que acometió fue imponerse y observar rigurosamente una regla de temperancia tan severa, como si hubiese vivido bajo el régimen abstemio de las leyes (rhetris) de Licurgo y de Solón; leyes importadas después, y por mucho tiempo en Roma y que, caídas en desuso, restableció el dictador Sila. Juliano pensaba como Demócrito que si la riqueza permite el lujo de la mesa, la razón lo prohíbe. Idea moral expresada con igual brillantez en esta frase de Catón tusculano, llamado el Censor, a causa de sus rígidas costumbres: «Decidida pasión por la comida acredita indiferencia completa por la virtud.» Juliano leía con frecuencia un compendio de instrucciones que Constancio había escrito de su puño para su ahijado, en el que había dispuesto el servicio ordinario del joven, a quien se había de servir con cierta profusión. Juliano borró los artículos, faisán, vulva y tetas de cerda, contentándose, como el simple soldado, con el primer alimento que encontraba.
Dividía la noche en tres partes, dedicando la primera al descanso, y las otras dos a los negocios de gobierno y a las Musas, en lo que imitaba a Alejandro el Grande; pero aventajando a su modelo, porque Alejandro no despertaba sino al caer una bola de plata, que mantenía suspendida sobre una vasija de cobre, cuando el sueño aflojaba sus músculos. Juliano despertaba espontáneamente, sin emplear ningún artificio. Levantábase siempre a media noche, abandonando, no blando lecho cubierto con cojines de seda de vivos colores, sino cama formada por una piel de largos pelos, de las llamadas sisurna en el lenguaje familiar del pueblo. En seguida, realizados algunos actos de su culto secreto tributado a Mercurio, dios considerado, según cierta doctrina religiosa, como motor supremo, como principio de toda inteligencia, dedicábase a sondear con fe segura y vigilante mano las llagas del Estado y a aplicarles remedio, y cuando había atendido a las pesadas exigencias de los negocios, entregábase por completo al perfeccionamiento de su espíritu, mostrando increíble ardor al trepar a las arduas cimas de la ciencia, y queriendo su pensamiento lanzarse más allá. No tiene nociones la filosofía que él no abordase y sometiese al severo examen de su razón. Aquel talento tan a propósito para los conceptos más elevados y abstractos, sabía, sin embargo, descender a especulaciones más secundarias. Amaba la poesía y la literatura, como demuestran la sostenida elegancia y la severa pureza de estilo de sus arengas y cartas. Su gusto le llevaba también a seguir en todas sus vicisitudes la historia de su país y la de las naciones extranjeras. Poseía bastante el latín para sostener en esta lengua conversación sobre cualquier asunto. En una palabra, si es posible, como algunos autores han afirmado del rey Cyro, del poeta Simónídes y del célebre sofista Hippias Eleo, aumentar la memoria por medio de cierta bebida, podría decirse que Juliano tuvo la cuba a su disposición y que la apuró antes de llegar a la virilidad. Este era el casto y útil empleo que daba a sus noches.
También diremos, aprovechando las oportunidades, cómo empleaba los días, cuán grande era el atractivo de su conversación, cuán delicados sus chistes; cuál fue el carácter que mostró en la guerra, antes y después de la pelea; y en fin, cuánta magnanimidad y libertad llevaron consigo los actos de su administración civil. Puesto de pronto en medio de los campamentos, tuvo que improvisar su educación militar. Así es que, cuando tenía que sujetarse al sonido de los instrumentos y marcar el paso cadencioso de la danza pírrica, con frecuencia solía exclamar: «¡Oh Platón!», diciendo con ironía y aplicándose el antiguo proverbio: «Han puesto la albarda al buey: no es buena carga para mi espalda.» Habiendo llamado un día a su cámara a los agentes del fisco para entregarles una cantidad de dinero, uno de ellos tendió las dos manos, en vez de presentar, como era costumbre, una punta de la clámide, y dijo: «Estas gentes saben cómo se toma, pero no saben cómo se recibe.» Presentáronle queja unos padres contra un hombre que había violado a su hija. Convicto el violador, solamente fue condenado a destierro: y habiendo reclamado los padres contra aquella justicia incompleta, pidiendo la muerte del culpable, les dijo: «La ley no perdona, pero la clemencia es la primera ley de los príncipes.» En el momento en que iba a partir para una expedición, presentáronse en grupo unos reclamantes exponiendo cada cual su queja: Juliano remitió todas las reclamaciones, recomendándolas a los gobernadores de las provincias; y en cuanto regresó, pidió cuenta detallada de las resoluciones que habían tomado, dulcificando, por su natural moderación, el rigor de las sentencias. Finalmente, no hablando de las derrotas conque castigó frecuentemente la incorregible audacia de los bárbaros, el sello más sensible del alivio que su presencia llevó a las extraordinarias miserias de la Galia es que, a su llegada, el tributo medio era de veinticinco monedas de oro por cabeza, y cuando abandonó el país no se pagaban más que siete por todo impuesto. Así era que el pueblo, en su alegre entusiasmo, le comparaba con un astro benéfico que se le había aparecido en medio de las nieblas más densas. Añádase que, hasta el final de su reinado, observó la prudente regla de no conceder ningún aplazamiento tributario, porque había comprendido que estas concesiones no aprovechan más que a los ricos, demostrando la experiencia que en la cobranza de toda carga social, a los pobres es a quienes se tiene menos consideraciones, siendo los primeros que pagan.
Pero mientras la administración del César preparaba un modelo para los mejores príncipes del porvenir, se desencadenó más y más la rabia de los bárbaros. Los animales carniceros, cuando negligente pastor les ha dejado acostumbrarse a diezmar su rebaño, no cesan de buscar pasto en él, a riesgo de encontrar vigilancia más activa, y, perdiendo con el exceso del hambre el temor al peligro, se lanzan indistintamente sobre los bueyes y los corderos; así también los bárbaros, estrechados nuevamente por la necesidad después de haber devorado todo el producto de sus anteriores rapiñas, venían otra vez a tantear las probabilidades de pillaje, y en ocasiones perecían sin haber encontrado presa alguna en su camino.
Estos eran ya para las Galias los resultados de un año que comenzó bajo auspicios tan dudosos. En aquel momento circulaban en la corte del Emperador furiosos rumores contra Arbeción, acusándole de haber encargado para su uso ornamentos imperiales, como si hubiese de ascender muy pronto al rango supremo. El conde Verissimo hablaba muy mal de él, diciendo que de simple soldado había subido al primer puesto de la milicia, y no contento, aspiraba al de príncipe. Pero enemigo suyo más encarnizado era Doro, ex médico de los excutarios, quien siendo centurión de los guardas nocturnos, bajo Magnencio, como antes dijimos, acusó a Adelfo, prefecto de Roma, de aspirar a posición más elevada. Iba a abrirse el proceso y parecía que la acusación alcanzaría éxito, cuando una coalición de los cubicularios, si hemos de asentir a una opinión acreditada, se puso de parte del acusado. En el acto, como por golpe teatral, los supuestos cómplices vense libres de sus cadenas. Doro desaparece, enmudece Verissimo y termina todo repentinamente.
Enterado al mismo tiempo Constancio por el rumor público del aislamiento en que se dejó al César dentro de las murallas de Senona, quitó el mando a Marcelo y lo envió a su casa. Éste consideró injusta la destitución y empezó a intrigar contra Juliano, aprovechando la natural tendencia del Emperador para acoger toda acusación. Juliano desconfiaba de sus calumnias; y en cuanto dejó Marcelo el ejército, salió tras él Euterio, jefe de los cubicularios del César, para estar dispuesto a contrarrestar las calumnias. Marcelo, que no esperaba en manera alguna encontrarse frente a un contradictor, llegó a Milán, haciendo ruido y amenazando mucho. Era Marcelo declamador ferviente y extravagantemente enfático. Admitido ante el Consejo, acusó sin reparo la insolencia de Juliano, «que se construía alas, según dijo, para volar más alto», frase que acompañó con adecuada pantomima. Pero cuando de esta manera soltaba la rienda a su imaginación, Euterio pidió audiencia, se la concedieron, y obteniendo a su vez la palabra, puso de manifiesto la falta de verdad de Marcelo, exponiendo con el acento más sencillo y menos apasionado, como, a pesar de la inacción calculada, según decían, del jefe de la caballería, la vigorosa defensa del César había obligado a los bárbaros a levantar el sitio de Senona. «Mientras viva Juliano, decía, será el súbdito más fiel del Emperador y respondo de él con mi cabeza.»
Puedo dar acerca de este mismo Euterio detalles que tal vez algunos no creerán. El elogio de un eunuco sería sospechoso hasta en labios de Sócrates o de Numa Pompilio, aun después de jurar que no diría más que la verdad. Sin embargo, la rosa nace entre abrojos y entre las fieras hay algunas que se domestican. No renuncio, pues, a referir lo que sé de las relevantes cualidades de Euterio, que era oriundo de Armenia, habiendo nacido de familia libre. Conforme fue creciendo hízose notar por su buena conducta e inteligencia, por la extensión de sus conocimientos, muy superiores a su condición, por su rara penetración en los asuntos dudosos o embrollados y por su prodigiosa memoria. Tenía además pasión por lo bueno, siendo la justicia la esencia de sus consejos. Así fue en su juventud y así fue también en edad más avanzada al lado del emperador Constante, quien, si no hubiese seguido otros consejos que los de Euterio, su memoria habría escapado a las censuras que se le han dirigido, o al menos a las más graves. Jefe de los cubicularios de Juliano, no temió reprender a su señor algunos rasgos de ligereza, frutos de la primera educación recibida en Asia. Dejado en descanso y llamado después nuevamente a la corte, mantuvo en estas diferentes situaciones su carácter desinteresado y su inviolable discreción: no reveló ningún secreto sino para salvar una vida, y nunca se rindió al amor del dinero, que era la pasión de su tiempo.
Así fue que en su retiro de Roma, donde ha querido terminar sus días, puede levantar la frente, con la tranquilidad que da la buena conciencia y una vejez honrosa y querida de todos: siendo muy diferente de los hombres de esa clase que, por punto general, después de haberse enriquecido por medios indignos, buscan algún rincón obscuro, como el búho huye la luz, para ocultarse a las miradas de las numerosas víctimas de su rapacidad. Imposible es encontrar semejante a Euterio entre los eunucos cuyos nombres ha conservado la historia. Mis investigaciones no han podido descubrirlos. Sin duda los ha habido que conservasen el carácter de servidores pobres y fieles; sin embargo, algún vicio ha manchado las buenas cualidades que habían recibido de la educación y de la naturaleza. Avidez, dureza de corazón o malignidad instintiva en unos; tiránica insolencia en todos los otros. Sí, lo aseguro con plena confianza en el testimonio de mis contemporáneos: un carácter tan igual en todo no lo he leído ni oído citar de ningún otro eunuco que Euterio. Si algún minucioso escrutador de viejos anales me pone el ejemplo de Menofilo, eunuco de Mitrídates, rey del Ponto, responderé que su celebridad se debe al último acto de su vida. Cediendo Mitrídates a los romanos y a Pompeyo, había huído a Cólquida, dejando en la fortaleza de Sinhorio a su hija, llamada Drypetina, enferma, y encargada a Menofilo. Nada omitió éste para su curación, y, habiéndola conseguido, continuaba velando por su depósito con extraordinario cuidado. Cuando Manlio Prisco, legado del general romano, puso sitio a la fortaleza que le servía de asilo, Menofilo vio que la guarnición iba a rendirse, y para libertar a la hija de su señor de la mancha de los espantosos ultrajes reservados a la noble cautiva, la mató por su propia mano y en seguida se clavó la espada en el vientre. Pero volvamos al punto donde dejamos el relato de los acontecimientos.
Habiendo quedado confundido Marcelo, fue confinado en Sardica, su ciudad natal. Pero después de su marcha, el mismo género de acusación se propagó por el campamento de Constancio, y pretendidos actos de lesa majestad sirvieron de pretexto para odiosas persecuciones. Consultaba alguno a un adivino sobre el chillido de un ratón o el encuentro de una comadreja u otro presagio de este género; o bien para calmar algún dolor físico, había hecho recitar a una vieja algunos encantos, como está admitido en medicina, pues se le acusaba, se le llevaba al tribunal y era sentenciado a muerte, sin saber de dónde venía el golpe. En aquel mismo tiempo un tal Dano, por un motivo cualquiera, le denunció su esposa, quien solamente quería intimidarle. Ignórase por qué era enemigo de aquel hombre Rufino, el cual, por su celo, destituido de todo escrúpulo, se había elevado al rango de jefe de los aparitores del prefecto del pretorio. Este es el mismo Rufino que se había apoderado, como antes dijimos, de la comunicación de Gaudencio, agente del fisco, para perder a Africano, consular de Pannonia, y con él a cuantos tomaron parte en su banquete. Rufino hablaba bien y la mujer era veleidosa; arrastróla primeramente a comercio adúltero, y en seguida a otro acto más criminal todavía: el de presentar contra su inocente marido una acusación de lesa majestad que solamente era un tejido de imposturas, diciendo que había robado en la tumba de Diocleciano y puesto en lugar secreto un velo de púrpura, ayudándole en el robo muchos cómplices. Con esto había para derribar bastantes cabezas. Rufino corrió en seguida al campamento del Emperador para explotar con su acostumbrada habilidad una calumnia que esperaba había de servirle de recomendación. En seguida se dio orden a Mavorcio, prefecto del pretorio, carácter extraordinariamente firme, para que actuase en aquella denuncia; y para los interrogatorios le unieron a Úrsulo, tesorero mayor, igualmente recto. Estos procedieron con todo el rigor arbitrario de formas propio de la época; pero después de muchas pruebas de tortura, que no dieron resultado alguno, comenzaban los jueces a dudar, cuando se reveló de pronto la verdad. Estrechada la esposa acusadora, denunció a Rufino como autor de aquella infame maquinación, sin ocultar siquiera sus torpes tratos con él, y en el acto dictaron contra los dos sentencia capital, aplicando justamente la ley como exigía la vindicta pública. Estremecióse Constancio ante esta sentencia, y, como si le quitasen la salvaguardia de su propia vida, envió apresuradamente mensajeros a Úrsulo, con orden terminante para que regresase en seguida. Aconsejábanle que no hiciese nada, pero él, sin dejarse intimidar, marchó derechamente a la corte, y ante el consejo expuso con calma y tranquilidad los hechos como habían acontecido. Su enérgica actitud impuso silencio a los aduladores y le libró, al mismo tiempo que a su colega, de gravísimos peligros.
Por el mismo tiempo ocurrió en Aquitania un caso que tuvo resonancia en otras partes. Un buscador de acusaciones asistió a una comida servida con la profusión y delicadeza acostumbradas en dicho país. Aquel hombre vio dos cobertores de lechos de mesa, que los esclavos habían colocado con bastante destreza para que las anchas bandas de púrpura de que cada uno estaba bordado pareciesen una sola. Formaban el mantel trozos de tela semejantes, de las que cogió uno con cada mano, uniéndolos de manera que figurasen la parte anterior de una clámide imperial. Esto fue bastante para que se sujetase al dueño a un proceso criminal que devoró su rico patrimonio. Un agente del fisco en España dio otro ejemplo de este furor de interpretación. Encontrábase también invitado a un festín, y cuando a la caída de la tarde los criados lanzaron la acostumbrada exclamación de «¡Triunfemos!» al traer las luces, aquel hombre recogió la exclamación, que es de ceremonia, para interpretarla en sentido criminal, dando esto ocasión a la ruina de una casa ilustre.
El mal aumentaba cada vez más por la excesiva pusilanimidad del príncipe, que en todas partes veía atentados contra su persona; pudiéndosele comparar a aquel Dionisio, tirano de Sicilia, que, atormentado por iguales terrores, quiso que sus mismas hijas aprendiesen el oficio de barbero, con objeto de no tener que entregarse a manos extrañas, e hizo rodear la casita en que pasaba la noche con ancho foso, sobre el que echaban un puente formado con piezas cuyos ejes y clavijas quitaba por la noche para armarlo de nuevo al amanecer. Los cortesanos de Constancio se esforzaban en mantener vivo aquel foco de desgracias públicas con la esperanza de apropiarse los despojos de los condenados, y para tener ocasión de medrar a costa ajena. Cierto es que Constantino fue el primero en despertar la codicia de los que le rodeaban, pero bien puede decirse hinchó los suyos con la substancia de las provincias. Bajo su reinado apoderóse ardiente sed de riquezas, con menosprecio de la justicia y la honradez, de los personajes principales de todos los órdenes: contándose en este número Rufino, prefecto del pretorio, en la magistratura civil; entre los militares, Arbeción, general de la caballería; Eusebio, prepósito de los familiares, ... anus cuestor; y en la ciudad los Anicios, familia en la que se transmite con la sangre cierta emulación de rapacidad, que nunca pudo saciar el continuo aumento de riquezas.
Entretanto los persas agitaban el Oriente, aunque sin hacer grandes correrías como antes, limitándose a arrebatar algunos hombres o ganados. Estas depredaciones tenían no pocas veces éxito por sorpresa; algunas también, encontrándonos con fuerzas suficientes, escapaba la presa al enemigo, y frecuentemente quedaba burlada su esperanza de botín, por la precaución que se observaba de no dejar nada a su alcance. Ya hemos hablado de Musoniano, prefecto del pretorio, como de hombre superior con carácter venal, a quien la perspectiva de la ganancia apartaba fácilmente del deber. Musoniano mantenía entre los persas hábiles emisarios, y por medio de ellos procuraba enterarse de las intenciones del enemigo. Con este propósito se entendía con Casiano, duque de Mesopotamia, veterano experimentado en las fatigas y peripecias de muchas campañas. Sapor, por efecto de las comunicaciones uniformes de sus agentes, se encontraba ocupado entonces en la otra frontera de sus Estados, conteniendo con trabajo y graves pérdidas las belicosas naciones que tenía enfrente. Cuando estuvieron seguros acerca de este punto, entablaron secretas comunicaciones; por medio de soldados desconocidos, con Tampsapor, que mandaba las fuerzas de los persas por nuestro lado, y le excitaron para que aconsejase a su señor en sus cartas, que en la primera ocasión tratase de la paz con el Emperador romano: de esta manera aseguraría a la vez sus flancos y retaguardia, y podría llevar todas sus fuerzas al punto en que eran más vivas las hostilidades. Tampsapor se apresuró a aceptar las indicaciones y escribió a Sapor que Constancio, encontrándose a la sazón empeñado en peligrosa guerra, le pedía con instancias la paz. Pero transcurrió mucho tiempo antes de que llegase su carta a manos del rey, que invernaba en el territorio de los Chionitas y de los Eusenos.
Mientras ocurrían estas cosas en Oriente y en las Galias, Constancio, como si hubiese cerrado el templo de Jano y derribado bajo sus golpes a todos los enemigos del imperio, se encontró invadido por el deseo de visitar a Roma y triunfar en ella con ocasión de aquella, victoria sobre Magnencio, adquirida a costa de la debilitación de la patria y efusión de la sangre romana. Ni personalmente, ni por el valor de sus generales, había vencido por completo a ninguna de las naciones que le habían hecho guerra, ni añadido ninguna conquista al imperio, ni tampoco se le vio jamás el primero, ni entre los primeros en el momento del peligro; pero cedía al deseo de ostentar con inusitada pompa el oro de sus estandartes y el brillante aspecto de sus soldados escogidos ante los no acostumbrados ojos del pueblo, que ni esperaba ni deseaba contemplar tales espectáculos. Tal vez ignoraba que los Emperadores de otro tiempo se habían contentado en épocas de paz con un cortejo de lictores; pero en las de guerra y en las circunstancias en que debían exponerse, uno había arrostrado en débil barca de pescador la furia de los desencadenados vientos; otro, imitando a Decio, había sacrificado su vida; aquél no había temido, acompañado de corto número de soldados, marchar a reconocer el campamento del enemigo; en una palabra, que no hay uno que, por alguna hazaña digna de memoria, no legase su nombre a la posteridad.
Empleáronse cantidades enormes en los preparativos… Bajo la segunda prefectura de Orfito, Constancio, con la vanidad de su gloria, atravesó Ocriculo con formidable comitiva, organizada como un ejército, asombrando tanto a los que lo vieron, que no podían apartar los ojos de aquel espectáculo. Cuando se acercó a la ciudad, salió el Senado a saludarle; y pasando satisfecha mirada por aquellos venerables retoños de la antigua raíz patricia, parecióle, no como a Cineas el legado del rey Pirro, tener delante una reunión de reyes, sino más bien el consejo del mundo entero. Contemplando en seguida el pueblo, no podía menos de asombrarse ante el espectáculo de aquella universal reunión del género humano: entretanto, precedido él por compactas masas de soldados con los estandartes desplegados, como si se tratase de mezclar el Rhin con el Eufrates, avanzaba sobre una carroza de oro, resplandeciente con las piedras más preciosas. En derredor flotaban los dragones sujetos en astas incrustadas de pedrería, y cuya púrpura, enchida por el aire que penetraba por sus abiertas bocas, producía ruido parecido a los silbidos de cólera del monstruo, mientras que sus largas colas se desarrollaban a merced del viento. A los lados de la carroza marchaban dos filas de soldados con el escudo al brazo, el casco en la cabeza y la coraza en el pecho, armas brillantes cuyos reflejos deslumbraban la vista. Después venían fuerzas de catafractos y clibanarios, como les llaman los persas; jinetes completamente armados, que se hubiesen creído estatuas ecuestres de bronce recién salidas de las manos de Praxiteles. Las partes de la armadura de estos soldados correspondientes a las articulaciones del tronco o de los miembros estaban formadas por un tejido de mallas de acero tan delicadas y flexibles, que toda la envoltura de metal adhería perfectamente al cuerpo sin entorpecer ningún movimiento. Torrente de exclamaciones hizo entonces repetir el nombre de Augusto a los montes y riberas: conmovióse por un momento Constancio, pero sin abandonar la actitud inmóvil que constantemente había mostrado a las provincias. Inclinándose, a pesar de ser muy pequeño, al pasar bajo las puertas más altas, miraba siempre hacia adelante, no volviendo la cabeza ni los ojos, cual si tuviese metido el cuello en un estuche; hubiérasele creído una estatua. Nadie le vio hacer ni el más leve movimiento con el cuerpo en los vaivenes de la carroza, ni sonarse, ni escupir, ni mover un dedo. Sin duda aquello era afectación; pero demostraba, en lo tocante a la comodidad personal, abnegación poco común, o mejor dicho, que le era exclusivamente propia. Creo haber dicho oportunamente que desde su advenimiento se impuso como ley no permitir a nadie que montase con él en su carroza, ni consentir que ningún particular fuese colega suyo en el consulado, cosas que han consentido otros muchos príncipes, pero que su meticulosa vanidad tomaba por rebajamiento.
Al fin entró en Roma, santuario del valor y de la grandeza. Al llegar al Foro y contemplar desde lo alto de la tribuna aquel majestuoso foco de la antigua dominación romana, quedó por un momento asombrado: a cualquier parte que mira, deslúmbrale continuación de prodigios. Después de una arenga a la nobleza en la Curia, y otra al pueblo desde el Tribunal, marchó al palacio entre reiteradas exclamaciones, y saboreó al fin en su plenitud la felicidad, objeto de todos sus deseos. Al presidir los juegos ecuestres, gozó mucho con los chistes del pueblo, que supo reprimir las exageraciones sin renunciar a sus costumbres de libertad. El mismo príncipe observaba el justo medio entre la rigidez y el olvido de su dignidad; no imponiendo su voluntad, como en otras partes hacía, por límite a los placeres de la multitud, y dejando, según la costumbre ordinaria, que dependiese de las circunstancias la duración de los juegos.
Recorrió todos los barrios construidos en llano o en las vertientes de las siete colinas, sin prescindir de los arrabales, creyendo continuamente que ya nada le quedaba que ver después del último objeto que le impresionaba. Aquí el templo de Júpiter Tarpeyo le pareció sobrepujar a todo, tanto como exceden las cosas divinas a las humanas; allá las termas, comparadas por su extensión a provincias; más lejos la orgullosa masa de ese anfiteatro, cuyos materiales suministró la piedra de Tibur, y cuya altura no mide la vista sin fatiga; después la atrevida bóveda del Panteón y su vasta circunferencia; los gigantescos pilares, accesibles por escalones hasta su cúspide, coronados por las estatuas de los emperadores; y el templo de la diosa Roma, el foro de la Paz, el teatro de Pompeyo, el Odeón, el Estadio y tantas otras maravillas que forman el ornamento de la ciudad eterna. Pero cuando llegó al foro de Trajano, construcción única en el mundo, y en nuestra opinión digna hasta de la admiración de los dioses, paróse asombrado, tratando de medir con el pensamiento aquellas proporciones colosales que desafían toda descripción y que ningún esfuerzo humano podría reproducir. Convencido de su impotencia para crear nada igual, dijo que, al menos, quería elevar un caballo a imitación del de la estatua ecuestre de Trajano, colocado en el punto central del edificio, y que intentaría la empresa. Junto a él se encontraba en aquel momento el real emigrado Hormidas, cuya evasión de Persia se ha referido más arriba, y éste dijo al emperador, con la finura propia de su nación: «Empieza, ¡oh Emperador! por construir la caballeriza por este modelo para que tu caballo se encuentre tan cómodamente colocado como el que vemos aquí.» Al mismo Hormidas preguntaron qué le parecía Roma, y contestó: «Lo que me agrada es que aquí se muere como en todas partes.»
En medio del asombro que le producía aquella reunión de prodigios, el Emperador clamaba contra la insuficiencia o injusticia de las noticias de la fama, tan justamente sospechosa de exageración en todas ocasiones, y tan inferior a la realidad en cuanto había dicho de Roma. Después de larga deliberación acerca de lo que podría hacer para aumentar las magnificencias de la ciudad, se fijó en la erección de un obelisco en el circo Máximo; obelisco cuyo origen y forma explicaré oportunamente.
Entretanto empleábanse secretamente prácticas odiosas por la emperatriz Eusebia contra Helena, hermana de Constancio y esposa de Juliano, a la que, fingiendo cariño, había traído con ella a Roma. Siendo estéril Eusebia, consiguió que Helena bebiese por sorpresa un brebaje que la haría abortar siempre que se encontrase en cinta. Un niño que Helena había dado a luz en las Galias murió por la complicidad de una partera corrompida con dinero, que le cortó demasiado bajo el ombligo. ¡Tanta importancia se daba a que un hombre grande no dejase sucesión! El Emperador solamente pensaba en prolongar su estancia en la más augusta de todas las residencias, donde saboreaba con delicia los placeres del descanso, cuando perturbaron estos ocios comunicaciones demasiado verídicas, anunciándole sucesivamente que los suevos devastaban la Rhecia, los quados la Valeria y que los sármatas, los bandidos más famosos de la tierra, hacían incursiones en la Mesia superior y en la baja Pannonia. Alarmado con estas noticias, salió de Roma el 4 de las Kalendas de Junio, un mes después de su entrada, marchando apresuradamente a la Iliria y pasando por Tridento. (Trento). Desde allí envió a Severo, general muy experimentado, a que ocupase en las Galias el puesto de Marcelo, y llamó a su lado a Ursicino, que obedeció apresuradamente la orden, reuniéndosele en seguida en Sirucio con los asociados en su misión anterior. Deliberóse largamente acerca de la paz propuesta por Musoniano a los persas, y se envió a Ursicino con mando al Oriente, A los más antiguos se dieron mandos en el ejército, y los más jóvenes (encontrábame entre ellos) recibieron orden de acompañar a Ursicino y de obedecerle en todo en servicio de la República.
El César, cónsul por segunda vez con Constancio, que lo era por la novena, después de un invierno pasado en Senona, donde las amenazas de los alemanes le tuvieron constantemente alarmado, abrió la campaña bajo excelentes auspicios y se dirigió rápidamente a Remos. Ensanchábase su corazón ante la idea de no tener que temer ya oposición ni sospechas por parte de un lugarteniente tan experimentado como severo en la obediencia de los campamentos, y del que estaba seguro le seguiría en toda ocasión con la prontitud del soldado más disciplinado. Además, por orden del Emperador había recibido en Rauracos un refuerzo de veinticinco mil hombres, al mando de Barbación, jefe de la infantería desde la muerte de Silvano. Así se ejecutaba el plan, maduramente meditado de antemano, de estrechar insensiblemente el campo de depredaciones de los bárbaros por medio de dos ejércitos romanos, partiendo de dos puntos diferentes para coger a los bárbaros como entre unas tenazas, y concluir con ellos de una vez.
Mientras se ejecutaba esta maniobra con la celeridad y orden que podían desplegar, los Letos bárbaros, dispuestos siempre para aprovechar toda ocasión de saquear, ocultando su marcha a los dos campamentos, cayeron de improviso sobre Lugdunum, que habrían saqueado y quemado en aquel golpe de mano si no hubiesen sido cerradas a tiempo las puertas, pero devastaron todas las cercanías. Al tener noticia Juliano de este contratiempo, mandó ocupar apresuradamente con fuerzas de caballería tres caminos por donde necesariamente tenían que regresar aquellos bandidos; y tan bien tomó sus medidas, que cuantos regresaron por los referidos caminos dejaron en ellos la vida con el botín, que se recogió intacto; escapando solamente un grupo que pasó, en su fuga, junto al campamento de Barbación, y que este dejó tranquilamente desfilar bajo sus mismos parapetos. La salvación de aquel grupo se debió a una contraorden que dio Cela, tribuno de los escutarios, a los tribunos Bainobaudo y Valentiniano, que más adelante fue Emperador; contraorden por la cual tuvieron los dos que abandonar los puntos de observación donde estaban colocados. No fue esto todo. El cobarde Barbación, obstinado detractor de la gloria de Juliano, conociendo el daño que acababa de ocasionar al Estado (porque la contraorden dimanaba de él mismo, según confesó Cela cuando después le censuraban su traición) se apresuró a remitir a Constancio un parte falso, en el que pretendía que los dos tribunos habían venido, so pretexto de un servicio encargado, a procurar seducir a sus soldados; no necesitándose más para que los destituyesen y enviaran a sus casas.
En aquellos mismos días, asustados los bárbaros establecidos al otro lado del Rhin por la aproximación de los dos ejércitos, algunos trataron de interceptar los caminos en los puntos más tortuosos y difíciles, por medio de grandes cortas de árboles: los demás, refugiándose en las numerosas islas de que está sembrado, el río, lanzaban contra el César y nuestros soldados siniestras imprecaciones. Irritado Juliano, quiso apoderarse de algunos de ellos, y para conseguirlo pidió a Barbación siete barcas, de algunas que había adquirido para el caso de tener que echar un puente de barcas sobre el Rhin: pero Barbación, que no quería auxiliar con nada a Juliano, prefirió quemarlas todas. Al fin, algunos mensajeros enemigos que cayeron en poder de Juliano le indicaron un punto del río que la sequía había hecho vadeable: y, reuniendo en seguida los vélites auxiliares, después de arengarles, los envió bajo el mando de Bainobaudo, tribuno de los cornutos, a intentar una empresa memorable. Estos soldados, marchando los unos por el agua, sirviéndose otros de los escudos a guisa de esquifes cuando no hacían pie, abordaron la isla más próxima, matando a cuantos la ocupaban, sin distinción de sexo ni edad. Encontrando allí barcas abandonadas, las ocuparon aun a riesgo de hacerlas zozobrar, y recorrieron de esta manera casi todas aquellas guaridas. Cuando se cansaron de matar, regresaron sanos y salvos, cargados con abundante botín, del que tuvieron que arrojar parte al río. No encontrándose ya segura la población germana de las demás islas, pasó a la otra orilla, llevando consigo las mujeres, niños y hasta provisiones. Entonces se ocupó Juliano en reparar las fortificaciones de Tres Tabernas, que la obstinación de los bárbaros había concluido por destruir, y cuya reedificación iba a poner freno a sus continuas incursiones en las Galias. Empleó en la terminación de estos trabajos menos tiempo del que esperaba, y dejo a la guarnición víveres para un año. Para conseguir esto, fue necesario apoderarse del grano sembrado por el enemigo, aunque con el temor de tener que combatirlo durante la operación. Esta recolección proporcionó además a Juliano medios para aprovisionar a sus soldados por veinte días. El soldado ganaba así su alimento por las armas, siendo tanto mayor su regocijo cuanto que acababa de perder un convoy que le enviaban; porque Barbación, que lo había encontrado en el camino, tomó por autoridad propia cuanto le convenía y quemó el resto en montón. ¿Era este modo de obrar reto o locura, tal vez estos actos con harta frecuencia repetidos estaban autorizados por órdenes secretas del Emperador? Lo único que puede asegurarse es, según opinión muy acreditada, que a Juliano se le nombró César, no para que salvase las Galias, sino para que pereciese, y con esta esperanza se le puso en medio de los peligros de aquella guerra cruel, contando con la inexperiencia de un hombre a quien se consideraba incapaz hasta de resistir su fragor.
Mientras se fortificaba rápidamente Juliano en aquella posición, y parte del ejército completaba los puestos avanzados y se ocupaba otra en recoger el grano, permaneciendo vigilante contra las sorpresas, una nube de bárbaros, adelantándose a fuerza de ligereza a la noticia de su marcha, cayó sobre el ejército de Barbación, (que, como ya hemos visto, continuaba operando separadamente del ejército de las Galias, le llevó combatiéndolo hasta Rauraco y le rechazó tan lejos como pudo en aquella dirección, arrebatándole gran parte de los bagajes, bestias de carga y gentes de servidumbre. Hecho esto, los bárbaros se reunieron al grueso de los suyos; y Barbación, como si hubiera realizado la campaña más gloriosa, distribuyó tranquilamente sus tropas en los cantones y regresó a la corte para preparar, como de ordinario, algunas acusaciones contra Juliano.
Pronto se supo el descalabro que acababan de experimentar nuestras armas. Los reyes alemanes Chnodomario y Vestrulapo reunieron sus fuerzas, y a éstos se incorporaron sucesivamente Urio, Ursicino, Serapión, Soumario y Hortario, marchando todos a acampar cerca de Argentoratum, lisonjeándoles la idea de que Juliano se había replegado temiendo desastre completo, mientras que en realidad continuaba ocupándose de las fortificaciones de Tres Tabernas. Esta confianza la debían especialmente a la relación de un escutario, que por temor a un castigo había desertado poco después del descalabro de Barbación, y que les dijo que Juliano no tenía consigo más de trece mil hombres. En efecto; con este número hizo frente el César al principio al desbordamiento general de la ira de los bárbaros. El desertor repitió el aserto con seguridad que puso el colmo a su audacia; por lo que enviaron legados a Juliano para que le intimasen con imperioso tono que abandonase un país que les pertenecía, según aseguraban, por el derecho de su valor y la fortuna de sus armas. Juliano, que no se intimidaba fácilmente, recibió el mensaje sin conmoverse; y al mismo tiempo que se burlaba de la arrogancia de los bárbaros, dijo a los legados que los retendría hasta la terminación de los trabajos, y conservó tranquilamente su posición.
El rey Chnodomario se movía de un modo increíble, yendo y viniendo el primero de todos cuando se trataba de alguna sorpresa, animado con la confianza que da siempre la costumbre del triunfo: porque, en efecto, había derrotado al César Decencio con fuerzas iguales, destruido o devastado muchas ciudades opulentas y llevado el estrago según su gusto por la indefensa Galia. Su presunción había aumentado porque acababa de arrojar a un general romano con numeroso ejército de tropas escogidas; pues los alemanes habían reconocido por las insignias y los escudos que los que habían retrocedido delante de ellos eran los mismos soldados que los habían derrotado y dispersado en tantos combates. Todo esto alarmaba al César, reducido, por la deserción de su asociado, a comprometer a un puñada de valientes contra naciones enteras.
Al amanecer sonaron las bocinas, y los peones se pusieron en marcha con mesurado paso, flanqueados en ambas alas por la caballería, reforzada a su vez por los temibles cuerpos de los catafractos y arqueros a caballo. Aun tenían que recorrer los romanos, desde el punto de que habían levantado las enseñas hasta el campamento de los bárbaros catorce leguas o veintiuna millas, cuando Juliano, en su prudente cuidado, retiró todos los exploradores, mandó hacer alto, y colocándose en medio del ejército, formado en cuña, con el tranquilo lenguaje que le era natural, le dirigió esta arenga:
«Compañeros: Conocedores sois de vuestra fuerza y poseéis la confianza que inspira: el César que os habla tampoco es sospechoso de carecer de valor: así es que se le puede creer, cuando en interés de la salvación de todos os dice, y pocas palabras os lo demostrarán, que en las pruebas de paciencia y valor que nos esperan, es necesario escuchar los consejos de la moderación y la prudencia, y no los de la precipitación e inconsiderado ardimiento. Los hombres valientes, altivos e intrépidos cuando el peligro está presente, deben mostrarse, si es necesario, reflexivos y dóciles. Este es el consejo que os doy, y que os ruego aceptéis. Es cerca de medio día: fatigados ya por la marcha, vamos a entrar en desfiladeros tortuosos y obscuros; la luna en menguante nos amenaza con tenebrosa noche; no podemos esperar ni una gota de agua en este suelo abrasado por la sequía. Triunfaremos, así lo quiero, de todos estos obstáculos; pero ¿qué haremos si nos encontramos encima al enemigo, descansado, alimentado y fresco? ¿Cómo resistiremos el choque rendidos por la fatiga, el hambre y la sed? El éxito en las circunstancias más críticas suele depender de una sola disposición. Una buena determinación, tomada oportunamente, es un camino que nos abre la divinidad para salir de las coyunturas más desesperadas. Creedme, acampemos aquí, bajo la protección de un foso y una empalizada; pasemos esta noche descansando y velando por turno; y mañana al amanecer, repuestos por el sueño y el alimento, desplegaremos de nuevo, con el auxilio de Dios, nuestras victoriosas águilas y banderas.»
No le dejaron acabar. Los soldados, mostrando su impaciencia con rechinamiento de dientes y con el golpeteo de las picas contra los escudos, querían que inmediatamente les llevasen al enemigo, que se encontraba ya a la vista; confiando todos en sí mismos y en la fortuna y experimentado valor de su general. Y en efecto, según demostraron los hechos, mientras estuvo a su frente, parecieron inspirados por el genio mismo de los combates. Aumentaba el arrebato la circunstancia de participar de él los mismos jefes, y Florencio, prefecto del pretorio, más atrevido que los demás, decía que era buena política venir a las manos a toda costa, mientras estaban reunidos los bárbaros. Si la confederación se disolvía, tendrían mucho que trabajar con la fiebre de sediciones, tan habitual al soldado, que ahora alegaría el especioso pretexto de que le habían arrebatado la victoria. Doble recuerdo aumentaba la confianza del ejército. El año anterior habían franqueado los romanos la barrera del Rhin y realizado correrías por la orilla derecha, sin que se presentase ni un solo enemigo para defender el suelo de su país; habiéndose limitado los bárbaros a obstruir los caminos por medio de cortas de árboles, y penetrando en seguida en el interior, habían pasado miserablemente el invierno, sin abrigo contra las inclemencias de la estación. En otra ocasión, el Emperador en persona ocupó su territorio sin que se atreviesen a resistir ni a presentarse, sino para pedir como suplicantes la paz. Pero no querían ver que las circunstancias habían cambiado mucho. En el primer caso, los alemanes se encontraban estrechados por tres partes a la vez; por el Emperador, que amenazaba la Rhecia, por el César, que les cerraba por completo la entrada de las Galias; y en fin, por las naciones limítrofes, que se habían declarado contra ellos y les amenazaban por la espalda. Una vez ajustada la paz con el Emperador, éste había retirado su ejército; entonces arreglaron sus disensiones con sus vecinos, que se les unieron para obrar de acuerdo; y recientemente, la vergonzosa fuga de un general romano acababa de aumentar su natural altivez. Otro acontecimiento agravaba además la situación de los romanos. Los reyes Gundomado y Vadomario, sujetos por el tratado que habían obtenido de Constancio el año anterior, no se habían atrevido hasta entonces a tomar parte en el movimiento, ni a escuchar proposición alguna en este sentido; mas el primero, el mejor de los dos y más firme en sus compromisos, pereció víctima de una traición, reuniéndose en seguida a la liga todo su pueblo; y Vadomario no pudo impedir, al menos así se asegura, que el suyo siguiese el mismo movimiento.
Como todo el ejército, desde las primeras filas hasta las últimas, se mostraba unánime en la oportunidad de marchar en el acto contra el enemigo, y dispuesto de la misma manera a resistir la orden contraria, un signífero exclamó: «¡Adelante, César, el más afortunado de los hombres: la fortuna misma guía tus pasos. Solamente desde que tú nos mandas comprendemos cuánto puede el valor unido a la habilidad. Enséñanos el camino de la victoria como valiente que marcha delante de las enseñas, y nosotros te mostraremos a nuestra vez lo que vale el soldado ante la vista de un jefe valeroso que por sí mismo juzga el mérito de cada cual.»
Oídas estas palabras, sin admitir mayor descanso, el ejército se puso de nuevo en movimiento y llegó al pie de suave colina, cubierta de trigo en sazón ya, y situada a corta distancia de la orilla del Rhin. En la cumbre observaban tres jinetes enemigos, que corrieron a toda brida para anunciar la aproximación del ejército romano; pero otro explorador que se encontraba al pie de la colina, y no pudo seguir a los primeros, fue vencido en ligereza por los nuestros, y por él supimos que el ejército germano había empleado tres días y tres noches en pasar el Rhin. Nuestros jefes veían ya al enemigo formar sus columnas de ataque: mandóse hacer alto, y en seguida los antepilarios y hastatos se ordenan en fila y quedan parados, presentando un frente de batalla tan fuerte como un muro. El enemigo, queriendo imitar nuestra prudencia, guardó igual inmovilidad. Viendo toda nuestra caballería colocada en el ala derecha, le opusieron a la izquierda, en compactas masas, lo mejor de sus jinetes, entre cuyas filas, empleando una táctica muy bien entendida, cuyo conocimiento debían al desertor mencionado ya, pusieron aquí y allá algunos peones ágiles y armados a la ligera. Habían observado, en efecto, que las riendas y el escudo no dejaban a sus jinetes más que un brazo libre para lanzar el dardo, y el más diestro, en un combate cuerpo a cuerpo con un dibanario romano, no conseguía más que fatigarse en vano contra el soldado completamente defendido por su armadura de hierro; pero que un peón, en quien no se reparaba en medio del combate, cuando solamente se piensa en el que se tiene delante, podía deslizarse por los costados del caballo, herirle en el vientre y desmontar de esta manera al enemigo invulnerable, al que fácilmente se vencía entonces; y no contentos con esta disposición, nos preparaban a su derecha otra clase de sorpresa.
Mandaban aquel ejército feroz y belicoso Chnodomario y Serapión, los más poderosos de todos los reyes confederados. En el ala izquierda, donde según esperaban los bárbaros, el combate había de ser más furioso, se mostraba el funesto promotor de aquella guerra, Chnodomario, ceñida la frente con una banda roja y montando un caballo cubierto de espuma. Amante del peligro, confiando ciegamente en sus prodigiosas fuerzas, apoyábase altivo en su lanza de formidables dimensiones, llamando la atención desde lejos por el brillo de sus armas. Hacía mucho tiempo que tenía acreditada su superioridad como valiente soldado y hábil capitán. Serapion mandaba el ala derecha; éste apenas había entrado en la edad de la pubertad, pero el talento se había adelantado en él a los años. Era hijo de aquel Mederico, hermano de Chnodomario, cuya vida entera había sido un tejido de perfidias. Mederico, que estando en rehenes, había permanecido mucho tiempo en las Galias, se inició en ella en algunos de los misterios religiosos de los griegos; debiéndose a esta circunstancia el cambio de nombre de su hijo Agenarico por el de Serapion. En segunda línea estaban los cinco reyes inferiores en poder, diez hijos o parientes de reyes, y detrás de éstos considerable número de hombres muy respetables para los bárbaros. El ejército se elevaba a treinta y cinco mil combatientes, pertenecientes a diferentes naciones; parte de ellos asalariados, y sirviendo los demás en virtud de convenios de mutuo auxilio.
Había resonado la terrible señal de las bocinas cuando Severo, que guiaba el ala izquierda de los romanos, vio a corta distancia delante de él parapetos cubiertos de gentes armadas que, levantándose de pronto, habían de introducir perturbación en las filas. Sin acobardarse, suspendió, sin embargo, la marcha, ignorando con qué número tenía que pelear, temiendo avanzar y no queriendo retroceder. El César vio la vacilación en aquel punto; acudió a él con una reserva de doscientos jinetes, que conservaba alrededor de su persona, dispuesto a acudir a donde fuese necesaria su presencia, y siempre más animoso cuando mayor era el peligro. En rápida carrera recorrió el frente de la infantería, animando a todos; y como la extensión de las líneas y su profundidad no permitían arenga general, y tampoco quería despertar las suspicacias del poder, arrogándose lo que él mismo consideraba como prerrogativa del Emperador, limitóse a correr de aquí para allá; resguardándose como podía de los dardos del enemigo, y dirigiendo a unos o a otros, conocidos o no, algunas frases enérgicas que les excitaban a cumplir su deber: «Compañeros,decía a unos, al fin tenemos una verdadera batalla; este es el momento que deseábamos todos, y que vuestra impaciencia adelantaba siempre.» Dirigiéndose en seguida a las últimas filas: «Compañeros, ha llegado el día tan deseado que nos llama a todos a lavar las manchas arrojadas sobre la majestad romana, y a devolverla su antiguo esplendor. Mirad, los bárbaros vienen aquí a buscar un desastre; su ciego furor les trae a ofrecerse ellos mismos a vuestros golpes.» A los soldados que por su larga práctica podían apreciar las maniobras, les decía, enmendando algunas disposiciones: «Ánimo, valientes, reparemos con nobles esfuerzos el baldón que ha caído sobre nuestros ejércitos. Con esta esperanza acepté, a pesar de mi repugnancia, el título de César.» A los que pedían aturdidamente la señal, y cuya petulancia amenazaba traspasar las órdenes y producir confusión: «Guardaos, les dijo, guardaos cuando el enemigo vuelva la espalda, de encarnizaros demasiado con los fugitivos, porque esto empañaría la gloria de vuestro triunfo. Que ninguno ceda tampoco el terreno sino en el último apuro, porque jamás ayudaré a los cobardes. Pero asistiré a la persecución con tal que no se haga con furor desmedido.»
Hablando a cada uno de la manera conveniente, mandó avanzar la mayor parte de sus fuerzas contra la primera línea de los bárbaros. Entonces la infantería alemana se estremeció de indignación contra los jefes que estaban a caballo, prorrumpiendo en espantosos gritos. Debían pelear a pie como los demás, decían; que nadie tuviese ventajas en caso de huida; que nadie tuviese medios de salvarse abandonando a su suerte a los demás. Esta manifestación hizo que Chnodonario abandonase el caballo, siguiendo todos su ejemplo; no dudando ninguno que alcanzarían la victoria.
Dieron la señal las bocinas, y por ambas partes se vino a las manos con igual brío, empezando por una nube de dardos. Desembarazados de las armas arrojadizas, los germanos se lanzaron sobre nuestras fuerzas con más ímpetu que simultaneidad, rugiendo como fieras. Mayor ira que de ordinario erizaba su espesa cabellera y sus ojos brillaban con furor. Intrépidos al abrigo de los escudos, los romanos paraban los golpes, y blandiendo la pica, presentaban la muerte a la vista del enemigo. Mientras la caballería sostiene el ataque con vigor, la infantería aprieta sus filas y forma una muralla con todos los escudos reunidos. Densa nube de polvo envuelve a los combatientes. Los romanos pelean con diferentes peripecias; aquí resisten bien, allá ceden; porque acostumbrados la mayor parte de los germanos a esta maniobra, se ayudaban con las rodillas para penetrar en nuestras filas. La lucha era cuerpo a cuerpo entre todos, mano contra mano, escudo contra escudo, y por todas partes resonaban gritos de triunfo o de angustia. Al fin se pone otra vez en movimiento nuestra ala izquierda, y rechazando multitud de enemigos, venía enérgicamente a tomar parte en aquel combate, cuando en el momento en que menos podía esperarse, la caballería cedió en el ala derecha y se repliega con cierta confusión hasta las legiones, donde, encontrando apoyo, puede rehacerse. Había dado ocasión a esta alarma el hecho de que el jefe de los catafractos, al rectificar un defecto de formación, recibió una herida ligera; y uno de los suyos, cuyo caballo cayó, quedó aplastado bajo el peso del animal y de la armadura. Esto fue bastante para que el resto se dispersara, y habrían atropellado a la infantería, lo que hubiese producido el desorden general, si ésta no hubiese resistido el choque merced a su masa y energía.
Vio el César aquella caballería desordenada, buscando la salvación en la fuga, y, lanzándose a ella se colocó delante como una barrera. El tribuno de una de las turmas le había reconocido, viendo a lo lejos flotar en la punta de un hasta el dragón rojo que guiaba su escolta, enseña cuya vejez acreditaba sus largos servicios. Avergonzado y palideciendo, corre en seguida a rehacer sus fuerzas; y Juliano entonces, dirigiéndose a los fugitivos con el acento persuasivo que reanima el valor más quebrantado: «¿A dónde corremos, valientes?, les dijo. ¿No sabéis que no se gana nada huyendo y que el mismo miedo no puede aconsejar nada peor? Vamos, pues, a reunirnos con los nuestros que pelean por la patria, y no perdamos, abandonándolos sin saber por qué, la parte que nos pertenecerá en el triunfo común.» Con esta alocución tan hábil, les lleva de nuevo al ataque, renovando con pocas diferencias un rasgo que en otro tiempo honró a Sila. Abandonado por los suyos en un combate en que le estrechaba Arquelao, lugarteniente de Mitrídates, Sila cogió el estandarte, lo lanzó en medio de los enemigos, y dijo a los soldados: «Marchaos vosotros, a quienes había designado para compartir mis peligros; y si os preguntan dónde habéis perdido a vuestro general, responded, y no mentiréis, en Beocia, donde le dejamos solo combatir y derramar su sangre por nosotros.»
Aprovechando la ventaja y dispersión de la caballería, los alemanes caen sobre la primera línea de la infantería romana, esperando encontrar soldados quebrantados e incapaces de resistir enérgicamente; pero se sostuvo el choque y se peleó durante algún tiempo con igual fortuna. Los cornutos y los bracatos, soldados aguerridos, al espantoso gesto que les es propio, unieron en aquel momento el tremendo grito de guerra que lanzan en el calor del combate, y que, comenzando por un murmullo apenas perceptible, va subiendo por grados y concluyendo por estallar como un rugido parecido al de las olas al estrellarse en un escollo. Chocan las armas, los combatientes se empujan en medio de una nube de dardos y de una nube de polvo que todo lo oculta, pero las masas desordenadas de los bárbaros no dejan de avanzar con el furor de un incendio; y más de una vez, la fuerza de sus espadas consigue romper la especie de tortuga con que se protegen las filas romanas con la unión de los escudos. Los batavos ven el peligro y dan la señal de ataque; secundados por los reyes acuden a la carrera en socorro de las legiones y se rehace el combate. Estas formidables fuerzas debían, ayudando la fortuna, decidir el éxito hasta en las circunstancias más críticas. Pero los alemanes, a quienes parecía dominar rabia de destrucción, no dejaban de continuar en sus desesperados esfuerzos. Aquí sin interrupción vuelan los dardos, se vacían los carcajes; allá se acometen cuerpo a cuerpo; la espada choca con la espada, y el filo de las armas entreabre las corazas. El herido, mientras le queda una gota de sangre, se levanta del suelo y se obstina en pelear. Las probabilidades son casi iguales por ambas partes. Los germanos tenían ventaja por la estatura y energía muscular; los romanos por la táctica y la disciplina; en los unos, ferocidad y ardimiento; en los otros, serenidad y cálculo. Estos confiaban en la inteligencia; aquéllos en la fuerza del cuerpo. Cediendo algunas veces bajo los golpes del enemigo, el soldado romano se erguía en seguida. El bárbaro a quien flaqueaban los jarretes, peleaba rodilla en tierra, demostrando así su extremada obstinación. De pronto los germanos principales, con sus reyes al frente y siguiéndoles la multitud, atacan en masa compacta a los romanos, abriéndose paso hasta la legión escogida, colocada en el centro de batalla, formando lo que se llama reserva pretoriana. Allí las filas más apretadas y profundas les oponen muralla tan resistente como una torre, volviendo a comenzar el combate con nuevo vigor. Atentos a parar los golpes y manejando los escudos a la manera de los mirmilones, nuestros soldados herían fácilmente los costados de sus adversarios, que en su ciego furor, olvidaban cubrirse. Pródigos de sus vidas y no pensando más que en vencer, los alemanes intentan los últimos esfuerzos para romper nuestras filas; pero los nuestros, cada vez más seguros de sus golpes, cubren el suelo de muertos y las filas de los que atacan sólo se renuevan para caer a su vez. Al fin flaquea su valor y los gritos de los heridos y moribundos acaban de espantarles. Agobiados por tantas pérdidas, ya no les quedaban fuerzas más que para huir, cosa que hicieron de pronto en todas direcciones, con la precipitación desesperada que lleva a los náufragos a abordar a la primera playa que ven.
Cuantos presenciaron aquella victoria convendrán en que fue más deseada que esperada. Sin duda algún dios propicio intervino aquel día en favor nuestro. Los romanos cayeron sobre los fugitivos, y, a falta de las espadas embotadas, que más de una vez les fueron inútiles, arrancaban la vida a los bárbaros con sus propias armas. No se cansaban los ojos de ver correr la sangre, ni los brazos de herir. A ninguno se perdonó. Multitud de guerreros gravemente heridos pedían la muerte para librarse de los sufrimientos; otros, en el momento de expirar, abrían los moribundos ojos para ver por última vez la luz. Cabezas cortadas por el ancho hierro de las lanzas, pendían aún del tronco de que habían sido separadas. Resbalaban, y caían en montones en aquel suelo empapado de sangre, pereciendo, aplastados por el peso de los suyos, algunos que habían salido del combate sin heridas. Embriagados los vencedores por el éxito, seguían hiriendo con sus embotadas espadas los magníficos cascos y escudos, que bajo los golpes rodaban por el polvo. En fin, estrechados los bárbaros hasta el Rhin, y encerrados como por una muralla de cadáveres amontonados, no vieron salvación más que en el río. Abrumados por nuestros soldados, a quienes su pesada armadura no bastaba a detenerse en la persecución, algunos se lanzaron al agua, confiando en su habilidad en la natación para salvar la vida; y el César, que comprendió el peligro que el excesivo ardimiento envolvía para los nuestros, mandó en alta voz, e hizo anunciar por los jefes y tribunos, que prohibía a todos los soldados penetrasen, persiguiendo al enemigo, en las turbulentas aguas. Limitáronse, pues, a seguir la orilla, lanzando sobre el enemigo multitud de dardos de toda clase. La mayor parte de los que escapaban a nuestros golpes, hundiéndose por su propio peso, encontraban la muerte en el fondo del río; y entonces el espectáculo ofreció, sin peligro, interés dramático. Aquí lucha el nadador con el desesperado abrazo del que no sabe nadar y le deja flotar como un tronco si consigue desprenderse; allá, arrastrados por la corriente, los más hábiles ruedan sobre sí mismos y se sumergen. Algunos, auxiliándose con los escudos, desviándose a cada momento, para evitar el choque de las olas, consiguen, después, de mil vicisitudes, alcanzar al fin la otra orilla. Enrojecido el río con la sangre bárbara, se asombra con el repentino crecimiento de sus aguas.
En medio del desastre, el rey Chnodomario, que había podido escapar deslizándose entre montones de cadáveres, procuraba regresar apresuradamente al campamento que ocupaba antes de la reunión a corta distancia de las fortificaciones romanas. De antemano había hecho reunir, para el caso de derrota, naves que quería aprovechar ahora para buscar algún refugio desconocido y esperar en él cambio de fortuna. Como no podía llegar sino pasando el Rhin, retrocedió, teniendo la precaución de cubrirse el rostro. Acercábase ya a la orilla del río, cuando al rodear una charca que encontró en su camino, antes de llegar al punto de embarque, su caballo cayó en terreno cenagoso, cogiéndole debajo. A pesar de su corpulencia, consiguió desprenderse y llegar a una colina cubierta de bosque cercana de allí. Pero denunciándole el mismo brillo de su antigua grandeza, le reconocieron. En el acto, una cohorte mandada por un tribuno rodeó la colina; pero sin penetrar en el bosque, por temor de caer en alguna celada; y entonces, viéndose perdido Chnodomario, se decidió a entregarse. Encontrábase solo entre los árboles, pero doscientos soldados de su escolta y tres amigos suyos de los más íntimos, acudieron espontáneamente a rendirse, considerando como un crimen sobrevivir a su rey, y no dar, en caso necesario, la vida por salvarle. Los bárbaros, insolentes en el triunfo, ordinariamente no tienen dignidad en la derrota: así fue que Chnodomario mostró con su palidez, cuando le llevaban, la actitud degradada del esclavo: el convencimiento del daño que había causado le hacía enmudecer. ¡Cuánto se diferenciaba entonces del fiero devastador a quien en otro tiempo anunciaban el terror y el espanto, y que hollando bajo sus plantas las cenizas de la Galia, amenazaba llevar más lejos sus estragos!
Concluida la batalla con el favor de los dioses, la bocina llamó al terminar el día a los invencibles soldados, que, reunidos al fin cerca de la orilla del río, pudieron, bajo la protección de muchas líneas de escudos, tomar algún alimento y descanso. Los romanos perdieron en la jornada doscientos cuarenta y tres soldados y cuatro jefes principales; Bainobaudo, tribuno de los cornutos; Laipsio e Inocencio, capitanes de los catafractos, y un tribuno cuyo nombre no se ha conservado. De los alemanes quedaron sobre el campo seis mil muertos, además del considerable número de cadáveres que arrastró el Rhin. Juliano, cuyo ánimo era muy superior a su fortuna, y que no creía aumentar su mérito ensanchando su poder, reprendió severamente la indiscreción de los soldados, que por aclamación le saludaron augusto; asegurando bajo juramento que aquel título distaba tanto de su ambición como de sus esperanzas. Mas para aumentar en ellos la exaltación del triunfo, hizo comparecer ante él a Chnodomario. Avanzó éste inclinándose hasta el suelo, y al fin se prosternó a sus pies implorando perdón a la manera de los bárbaros. Juliano le tranquilizó, y pocos días después fue llevado Chnodomario a la corte del Emperador, enviándole a Roma éste último, que le asignó por morada el barrio de los extranjeros, en el monte Palatino, donde murió de languidez.
A pesar de tan grandes y brillantes resultados no faltaban personas en la corte que encontraban a Juliano defectos y ridiculeces, sabiendo que de esta manera agradaban al Emperador. Por burla le dieron el nombre de Victorino, porque en sus comunicaciones repetía muchas veces, aunque en términos modestísimos, que los germanos habían sido constantemente derrotados en todas partes donde había mandado personalmente. Por un exceso de adulación cuya extravagancia era palpable, pero a propósito para halagar una vanidad llevada hasta los últimos límites, persuadieron a Constancio de que en todo el universo no se hacía nada grande sino por su influencia y bajo los auspicios de su nombre. Aturdióle esta adulación, y desde entonces y en lo sucesivo, desmintió atrevidamente los hechos, diciendo en sus edictos y en primera persona, que había peleado, vencido, levantado los reyes prosternados a sus pies, cuando todo esto se había realizado sin él. Si, por ejemplo, un general suyo, mientras permanecía él sin moverse de Italia, conseguía una victoria sobre los persas, no dejaba de enviar a todas las provincias cartas laureadas, mensajeras de su ruina, conteniendo interminables relatos de la batalla, y ante todo, de las grandes hazañas del príncipe. Todavía existen en los archivos públicos edictos, monumentos de ciega jactancia, en los que se ensalza hasta las estrellas; también se encuentra en ellos una relación detallada del asunto de Argentoratum, de donde distaba más de cuarenta jornadas. En él se ve a Constancio disponiendo el orden de batalla, combatiendo junto a las enserias, persiguiendo a los bárbaros, recibiendo la sumisión de Chnodomario; y para colmo de indignidad, no se dice ni una palabra de Juliano, cuya gloria habría sepultado Constancio, si la fama, a despecho de la envidia, no hubiese cuidado de publicarla.
LIBRO XVII
Después de la derrota de los alemanes, Juliano pasa el Rhin y destruye por el hierro y el fuego los establecimientos de este pueblo.—Repara la fortificación de Trajano y concede a los bárbaros diez meses de tregua.—Reduce por hambre una banda de francos que hacía correrías en la Germania.—Sus esfuerzos por aliviar a la Galia del peso de los impuestos.—Constancio hace elevar un obelisco en Roma en el circo máximo.—Correspondencia y negociaciones inútiles para la paz, entre Constancio y Sapor, rey de Persia.—Los Juthungos, pueblo alemán, devastan la Rhecia.—Los romanos los derrotan y ahuyentan.—Un terremoto destruye a Nicomedia.—Juliano recibe la sumisión de los Salios, pueblo franco.—Derrota o hace prisioneros a parte de los Chamavos, y concede la paz a los demás.—Juliano repara tres fortificaciones en el Mosa y es objeto de reconvenciones y amenazas por parte de los soldados, irritados por la escasez.—Los reyes alemanes Soumario y Hortario consiguen la paz devolviendo los prisioneros.—Burlas de los envidiosos contra las victorias de Juliano.—En la corte le acusan de indolencia y pusilanimidad.—Constancio obliga a los Sármatas y a los Quados, que devastaban la Mesia y las dos Pannonias, a devolver los prisioneros y entregar rehenes.—Restituye a los Sármatas expulsados la posesión de sus tierras y les da un rey.—Constancio hace terrible matanza de Limigantos y les obliga a expatriarse.—Los legados romanos abandonan la Persia sin ha ber ajustado la paz.—Sapor invade de nuevo la Mesopotamia y la Armenia.
(Año de J. C. 357.)
Terminadas las cosas de la manera satisfactoria que acabo de referir, y viendo libre el curso del Rhin por la victoria de Argentoratum, Juliano mostró su piedad con los muertos mandando enterrarlos a todos indistintamente, porque le repugnaba que sirviesen de pasto a las aves de rapiña. En seguida despidió sencillamente a los que le trajeron el insolente mensaje la víspera de la batalla, y regresó a Tres Tabernas, desde donde partió para Moguntiacum, encargando hasta su regreso a la custodia de los Mediomatricos el botín y los prisioneros. Proponíase establecer un puente en el Rhin y buscar en su territorio a los bárbaros, de los que ya no quedaba ninguno en las Galias. El ejército se mostró mal dispuesto al principio; pero le atrajo en seguida por medio de la seducción y encanto de su palabra. Robustecida con nuevos títulos la adhesión del soldado, le encadenaba en cierto modo a los pasos del glorioso jefe que compartía todas sus fatigas, no usando de su prerrogativa sino para tomar mayor parte en el peligro y el trabajo. Llegaron a Moguntiacum; establecieron el puente, y el ejército pasó al territorio enemigo. Al pronto, el atrevimiento de los romanos dejó estupefactos a los bárbaros, completamente seguros entonces, y que nada esperaban menos que verse atacados en su propio territorio. Justamente alarmados por lo que les amenazaba, pensando en el reciente desastre de sus compatriotas, fingieron vehemente deseo de paz, con el único objeto de que se disipase el primer furor de la invasión y enviaron una legación para que hablase de amistad. Mas por repentino cambio, del que no puede explicarse la razón, a estos legados siguieron inmediatamente otros, mandándonos con terribles amenazas que abandonásemos en el acto el territorio.
El César, que comprendía bien lo que se proponían, se procuró algunas barcas pequeñas, pero de rápida marcha, hizo embarcar al obscurecer ochocientos hombres y les mandó remontar el Rhin hasta cierta distancia, y llevarlo todo a sangre y fuego en cuanto saltasen a tierra. La maniobra se ejecutó; y viendo al amanecer a los bárbaros situados en una altura, los romanos se lanzaron a la carrera y no encontraron a nadie, porque el enemigo les vio llegar y tuvo tiempo para huir. Pero densas nubes de humo les anunciaron desde lejos el desembarco de los nuestros y la devastación de sus tierras. Este espectáculo aterró a los germanos, que se habían emboscado para atacarnos en un desfiladero estrecho y cubierto de bosque, y tuvieron que abandonarlo para repasar el río llamado Mænum, y acudir al socorro de sus familias; pero estrechándoles por dos lados los soldados de las barcas y un movimiento simultáneo de la caballería romana, gracias a su especial conocimiento del terreno consiguieron retirarse; si bien los nuestros aprovecharon su fuga, atravesando sin obstáculos el desfiladero, cayendo sobre ricos pueblos, y apoderándose de cuanto trigo y ganados poseían. Al mismo tiempo pusieron en libertad a los prisioneros que guardaban en ellos y destruyeron por medio del fuego cuantas moradas encontraron construidas por el progresivo gusto de los bárbaros, según la arquitectura romana. A unas diez millas de allí encontraron los romanos una selva obscura de aspecto espantoso, que detuvo la marcha por bastante tiempo; porque un desertor reveló la presencia de numerosas bandas que permanecían ocultas en las cavernas, subterráneos inmensos con muchas salidas, desde donde acechaban el momento de caer sobre nosotros. Los soldados se mostraron animosos; pero al avanzar, encontraron de tal manera obstruidos los senderos por la corta de árboles de toda especie, que tuvieron que retroceder, convencidos, con amarga mortificación que expresaban en voz alta, de la imposibilidad de adelantar más, a menos de describir largo rodeo por caminos menos practicables. Hacer esto en aquella estación era exponerse inútilmente a mil peligros, porque había pasado el equinoccio de otoño, y todo el país, montes y valles, estaba cubierto ya de densa capa de nieve. Juliano renunció, por tanto, a continuar la marcha; pero aprovechando la circunstancia de no tener enemigos al frente, quiso que atestiguase sus progresos un monumento; por lo que mandó reconstruir apresuradamente en aquel punto un fuerte, que en otro tiempo levantó Trajano, dándole su nombre, y que después fue tomado a viva fuerza. Colocóse allí guarnición temporal y se puso en requisa a todo el país para proporcionarle víveres.
Viendo los germanos alzarse aquel edificio amenazador, y aterrados ya por el triunfo de las armas romanas, se apresuraron a pedir la paz en humildísimo mensaje; y el César, después de deliberar largo tiempo y calcular maduramente las consecuencias, les concedió diez meses de tregua; porque la prudencia le decía que no estribaba todo en haber ocupado aquel fuerte con inesperada rapidez, sino que, para conservarlo, era necesario proveerlo de máquinas, de muralla y de material completo de defensa. Confiados en las promesas de Juliano, tres de los reyes más violentos que habían suministrado fuerzas a la liga vencida en Argentoratum, acudieron temblando ahora a asegurar ante él, con las formas habituales de su patria, su tranquilidad futura y el estricto cumplimiento del tratado hasta el término establecido; prometiendo respetar aquel fuerte al que dábamos tanta importancia, y llevar, aunque fuese a hombro, los víveres necesarios a la guarnición en cuanto hiciese señal de que le faltaban. En esta ocasión el miedo venció a la falsedad, porque cumplieron fielmente las condiciones. Juliano pudo gloriarse con justa razón por el feliz resultado de aquella campaña, cuyo éxito podía compararse al de las guerras púnicas y de los teutones, aunque conseguido a menor costa. Sostienen, sin embargo, sus detractores que el valor de que acababa de dar tantas pruebas, no era en él más que cálculo, y que buscaba gloriosa muerte en el campo de batalla, por el temor que tenía de perecer como su hermano Galo, por mano del verdugo. Esto era efectivamente lo que le reservaban culpables esperanzas; y podría creerse que la malignidad había acertado, si tantas acciones brillantes, después de la muerte de Constancio, no desmintiesen terminantemente tales suposiciones.
Habiendo obtenido de su expedición todo el partido posible, volvió Juliano a tomar cuarteles de invierno, pero otros trabajos le esperaban a su regreso. Severo, general de caballería, marchando a Remos por Agripina y Juliacum, encontró una banda ágil y determinada de francos, en número de unos seiscientos, según se supo después, que aprovechaba la ausencia de los romanos para devastar el país. Sabiendo que el César se ocupaba en perseguir a los alemanes hasta en el fondo de sus guaridas, se habían lisonjeado, en su audacia, de recoger rico botín sin pelear. Al aproximarse el ejército, se refugiaron en dos fuertes que habían quedado sin guarnición y se defendieron cuanto les fue posible.
Asombrado al pronto el César por aquel atrevido golpe de mano, comprendió en seguida las consecuencias. Detuvo, pues, el ejército ante aquellos dos fuertes, bañados por las aguas del Mosa, y los puso sitio en toda forma. La increíble obstinación de los bárbaros le retuvo cincuenta y cuatro días, es decir, casi la totalidad de los meses de Diciembre y Enero. Las noches eran obscuras, el río estaba helado, y como el previsor Juliano temía que el enemigo aprovechase estas circunstancias para huir, desde el obscurecer hasta el amanecer, por orden suya, soldados montando ligeras barcas recorrían de alto abajo el río para romper el hielo y quitar esta esperanza a los sitiados que, privados de aquel medio, no podían huir. Viendo que les faltaba este recurso, y reducidos al último extremo por el cansancio y el hambre, se entregaron prisioneros, y en seguida fueron enviados a la corte del Emperador. Una multitud de francos intentaba distraer a los romanos para libertar a los sitiados; pero la noticia de su captura y traslación les hizo retroceder, sin llevar más lejos la tentativa. Terminada la campaña, el César marchó a pasar el resto del invierno entre los Parisios.
Amenazaba ahora una coalición más formidable que la anterior, siendo esto grave motivo de preocupaciones para quien sabía cuán variable es la suerte de las armas. Sin embargo, como la tregua le dejaba algún descanso, aunque escaso, reclamado por multitud de negocios, ocupóse en aliviar la propiedad de los galos distribuyendo más equitativamente las cargas que la gravaban. Florencio, prefecto del pretorio, que, según decía, se había dado cuenta exacta de las cosas, aseguraba que la capitación daría lugar a disminución de rentas, que no podría resarcirse sino acudiendo a impuestos extraordinarios. Pero convencido el César del mal resultado de este sistema, afirmaba que prefería la muerte a permitir su aplicación; porque conocía qué clase de heridas se infieren a las provincias por esta especie de subsidios, o mejor dicho, despojos, y cuántas miserias arrastran necesariamente en pos. Más adelante veremos que la ruina de la Iliria no tuvo otra causa.
Mucho clamó el prefecto del pretorio porque se negaban de pronto a obedecer al hombre a quien el Emperador había concedido la alta dirección de aquella parte de los negocios administrativos. Juliano procuró ante todo calmarle, y después le demostró con cálculos exactos que la capitación, no solamente bastaba para las necesidades de la provincia y del ejército, sino que produciría sobrantes. No por esto dejaron de presentarle después un proyecto de edicto para un impuesto suplementario; pero el César se negó terminantemente a firmarlo, y arrojó al suelo el documento sin permitir siquiera su lectura. Enterado el Emperador por las quejas del prefecto, escribió a Juliano aconsejándole más suavidad y confianza en sus relaciones con aquel funcionario; a lo que contestó sencillamente el César, que era necesario agradecer a una provincia devastada, como lo estaba aquélla, que pagase puntualmente el impuesto ordinario; pero que no habría rigor que bastase para obtener de una población reducida a tanta miseria, un aumento cualquiera. Solamente a esta firmeza debió la Galia verse libre de una vez para siempre de exacciones vejatorias.
El César dio entonces un ejemplo inusitado. La Bélgica segunda estaba abrumada por toda clase de cargas, y Juliano pidió y obtuvo del prefecto que difiriese a él en aquella parte de su administración; pero con la condición expresa de que no intervendría ningún aparitor ni agente del fisco, ni se ejercería presión alguna para el pago de lo debido. Esta suave conducta tuvo por efecto que todos se apresurasen a pagar anticipadamente sin esperar la citación.
Mientras comenzaba a renacer la Galia, mediante estos procedimientos, alzaban en Roma un obelisco en el circo máximo, bajo la segunda prefectura de Orfito. Siendo ahora momento oportuno, diremos algo acerca de este monumento. Existe una inmensa y soberbia ciudad de antiguo origen, célebre desde hace muchos siglos por las cien puertas que le dan entrada, por cuya razón se la llamó Tebas hecatomphylos; nombre del que se deriva Tebaida, que hasta nuestros días ha conservado la provincia. En la primera época del engrandecimiento de Cartago, uno de sus generales emprendió rápida expedición que hizo caer a Tebas en su poder. Libre de esta primera opresión, tuvo que soportar la de Cambises, rey de Persia, déspota el más ávido y tirano que invadió el Egipto, atraído por el cebo de sus riquezas, y que ni siquiera respetó los santuarios. En dicha ocasión fue cuando este príncipe, que tanto se movía entre los bandidos de su comitiva, se enredó un pie en los pliegues del manto, y cayendo, se hirió casi mortalmente con el puñal que llevaba sujeto al muslo derecho, y que, a la caída, saltó de la vaina. Mucho tiempo después Cornelio Galo, procurador del Egipto bajo el emperador Octaviano, arruinó a Tebas con sus exacciones. Acusado a su regreso del saqueo de aquella provincia, y perseguido por la indignación de los caballeros, a cuyo orden había encargado el Emperador informar en aquel asunto, se dio la muerte con su propia mano. Si no me engaño, este Galo es el poeta del mismo nombre a quien dedica Virgilio tan sentidos versos en la última parte de las Bucólicas.
Entre las importantes obras de esta ciudad, como grandes cisternas y simulacros gigantescos de los dioses de Egipto, he visto yo mismo numerosos obeliscos, tanto en pie como caídos y mutilados; monumentos de los pasados siglos consagrados por los antiguos reyes del país a los dioses inmortales, en agradecimiento por victorias militares o por el beneficio de extraordinaria prosperidad interior; obeliscos de piedra, traída muchas veces de lejanos parajes y que vino tallada ya desde la cantera al punto de la erección. Estos monumentos, en figura de meta más o menos alta, están formados de una sola piedra de grano muy duro, pulida con el mayor cuidado, y que por imitación a los rayos del sol, tiene forma cuadrangular, tendiendo insensiblemente las cuatro aristas a reunirse en la parte superior. Vense grabadas en ellos innumerables figuras o símbolos, que llamamos jeroglíficos, y que son los misteriosos archivos de la sabiduría de otros tiempos; figuras de aves, de cuadrúpedos, productos de la naturaleza o de la fantasía, destinados a transmitir a las edades siguientes la tradición de los hechos contemporáneos, o los votos que los soberanos de aquellas épocas formulaban y cumplían. El idioma de los antiguos egipcios no tenía, como las lenguas modernas, determinado número de caracteres que respondiesen a todas las necesidades del pensamiento; sino que cada letra tenía el valor de un nombre o de un verbo, y muchas veces encerraba un sentido completo. Dos ejemplos bastarán para dar idea de ello. El buitre designa en esta lengua la palabra naturaleza, porque esta especie no tiene machos, según la enseñanza de la física. La abeja, ocupada en elaborar la miel, expresa la palabra rey, para dar a conocer que si la dulzura es la esencia del gobierno, debe, sin embargo, hacerse sentir la presencia del aguijón, y así en todo lo demás.
La llegada de un obelisco a Roma bajo el reinado de Constancio puso en movimiento a los aduladores, diciendo que si Octaviano Augusto trajo dos de Heliópolis, colocando uno en el circo máximo y el otro en el campo de Marte, la enorme mole del traído ahora asustó a aquel príncipe, que ni siquiera trató de moverla. Pero bueno es advertir, para aquellos que lo ignoren, que Augusto se abstuvo de tocar a éste cuando mandó trasladar los otros dos, solamente por respeto al sentimiento religioso del país; porque este monumento era una consagración especial a la divinidad del Sol. Este destino lo respetó como irrevocable, y protegido por la inviolabilidad del magnífico templo en cuyo centro se alzaba como un gigante. Pero el emperador Constantino, que no experimentaba tales escrúpulos, o pensaba, con razón, que no atacaba a las ideas religiosas tomando aquella maravilla de un templo particular para consagrarla en Roma, templo de todo el universo, comenzó por remover el monumento, que dejó tendido esperando a que terminasen los preparativos de transporte. Conducido en seguida por el Nilo, dejáronle en la orilla en Alejandría, donde construían expresamente una nave de dimensiones extraordinarias, que debían poner en movimiento trescientos remeros. Pero el príncipe murió entretanto, y las operaciones aflojaron. Hasta mucho tiempo después no embarcaron aquella mole, que cruzó el mar y remontó el Tíber, que parecía temer no fuesen sus aguas bastantes para elevar a la ciudad que riega aquel regalo del casi desconocido Nilo. Cuando llegó al pueblo de Alexandri, a tres millas de Roma, colocaron el obelisco en un carromato (chamulcis impositus), y arrastrándolo lentamente lo introdujeron por la puerta Ostiense y la antigua piscina pública, hasta la explanada del circo máximo. Tratábase ahora de erigirlo, cosa que se consideraba muy difícil, si no imposible. Con este objeto alzaron, no sin peligro, un bosque de mástiles muy altos, en cuya parte superior quedaban sujetos multitud de largos y fuertes cables, tan espesos como los hilos de la trama de un tejedor, formando red tan densa que quitaba la vista del cielo. Con el auxilio de este aparato y de los esfuerzos de muchos millares de brazos que imprimían simultáneamente a la máquina movimiento análogo al de la muela superior de un molino, aquella especie de montaña, depositaria de los primeros rudimentos de la escritura, se levanta insensiblemente, y suspendida por algún tiempo en el espacio, ocupa al fin su asiento en medio del suelo. Al principio se adornó la cúspide del obelisco con un globo de bronce, revestido con láminas de oro. Pero habiendo caído un rayo sobre él, lo sustituyeron con una antorcha del mismo metal, cuya llama, figurada también con oro, producía desde abajo el efecto de un haz de fuego. En los siglos siguientes trajeron otros obeliscos a Roma, de los que se alza uno en el Vaticano, otro en los jardines de Salustio, y dos en el mausoleo de Augusto. En cuanto al antiguo obelisco, el del circo máximo, Hermapión tradujo al griego sus inscripciones emblemáticas, siendo la siguiente su interpretación:
CARA DE MEDIODÍA
Primera columna de escritura.
El Sol al rey Ramestes. Te he concedido reinar con regocijo en la tierra, favorito del Sol y de Apolo; poderoso amigo de la verdad, hijo de Herón, nacido de un dios creador del globo terrestre; tú, preferido del Sol, Ramestes, hijo de Marte, en cuya obediencia se siente feliz y orgullosa la tierra; rey Ramestes, hijo del Sol, cuya vida es eterna.
Segunda columna.
Poderoso Apolo, verdadero dispensador de la diadema, glorioso dominador del Egipto, que has formado el esplendor de Heliópolis, y creado el resto del globo; fundador del culto de Hiólopolis, querida del Sol.
Tercera columna.
Poderoso Apolo, hijo del Sol, esplendor universal; tú, a quien el Sol quiere con preferencia a todos y a quien el intrépido Marte ha colmado con sus dones; tú, cuyos beneficios serán eternos; tú, a quien quiere Ammón; que has llenado de ofrendas el templo del Fénix, a quienes los dioses han ofrecido vida inmortal. Poderoso Apolo, hijo de Herón; Ramestes, rey de la tierra, que has salvado el Egipto triunfando del extranjero; a quien el Sol ama, a quien los dioses han concedido largos días; Ramestes, señor del universo, que vivirás eternamente.
Otra segunda columna.
Yo el Sol, supremo dominador de los cielos, te doy una vida que no conocerá la saciedad, árbitro de la diadema; a quien nadie es comparable; a quien el soberano del Egipto ha elevado estatuas en este reino, por quien Heliópolis es honrada al igual del Sol, soberano de los cielos. El hijo del Sol, que vivirá eternamente, ha terminado una hermosa obra.
Tercera columna.
Yo el Sol, soberano señor de los cielos, he dado el imperio, con autoridad sobre todo, al rey Ramestes, a quien Apolo, amigo de la verdad, y Hephestus, padre de los dioses, aman tanto como Marte. Rey afortunado, hijo del Sol y amado del Sol.
CARA DE LEVANTE
Primera columna.
Gran dios de Heliópolis, poderoso y celeste Apolo, hijo del Sol; a quien los dioses han honrado, a quien el Sol, que manda en todos, cuyo poder que iguala al de Marte, ha amado tiernamente; a quien el brillante Ammón ama también y a quien ha hecho rey por la eternidad. (Falta la continuación.)
(Año 358 de J. C.)
Siendo cónsules Daciano y Cerealis, en el momento en que renacía el orden en las Galias, donde la experiencia había calmado el ardor de invasión de los bárbaros; el rey de Persia, en guerra por mucho tiempo en su frontera con los pueblos limítrofes, acababa de ajustar alianza con las dos tribus más temibles, la de los Chionitas y Gelanos, y se disponía a retroceder, cuando recibió la carta en que le anunciaba Tamsapor la pacífica iniciativa tomada por el Emperador romano. No dejó Sapor de sospechar que había recibido algún descalabro el poder del imperio; creció con esto su natural orgullo, y aceptando la paz, quiso imponer duras condiciones; para lo cual envió como legado cerca de Constancio a un tal Narses, encargándole una carta, escrita en el enfático estilo de aquella corte soberbia y cuyo sentido era el siguiente: «Sapor, rey de reyes, comensal de los astros, hermano del Sol y de la Luna, a su hermano Constancio César, salud. Me regocija que al fin entres en el buen camino, y consientas en escuchar la incorruptible voz de la equidad, instruido por propia experiencia de lo que cuesta llevar demasiado lejos la avidez del bien ajeno. La verdad no tiene más que un lenguaje claro y libre, y privilegio es de la grandeza decir lo que se piensa. He aquí, pues, en pocas palabras, mi resolución, tal como frecuentemente la he formulado, según se recordará.. Los estados de mis mayores se extendían hasta el curso del Stryinon y las fronteras de la Macedonia; vuestros anales me dan la razón. Tengo derecho para reivindicar esto, yo que, dicho sea sin orgullo, soy superior en brillo y virtudes a mis predecesores. Nada olvido, y desde que tengo edad de hombre, no me he arrepentido de ningún acto mío. Tengo, pues, el deber de recobrar la Armenia así como la Mesopotamia, arrebatadas a mi abuelo por manifiesto engaño. Ahora bien: nunca hemos admitido vuestra máxima, proclamada tan enfáticamente: Astucia o valor, todo está justificado en la guerra. ¿Quieres seguir un buen consejo? Sacrifica, para asegurar el resto, una pobre posesión, que para ti es sangrienta y desastrosa. Imita en esto la prudencia del médico que aplica el hierro y el fuego a las partes enfermas con objeto de conservar las sanas. Hasta a los animales enseña el instinto, por interés de su propia tranquilidad, a separar de sí mismos lo que atrae la codicia del cazador. Por mi parte declaro, que si mi legado regresa sin haber concluído, en cuanto termine el invierno me pondré al frente de todas mis tropas, y apoyado en la justicia de mi causa y en la equidad de mis proposiciones, llevaré las hostilidades todo lo lejos que puedan ir.»
Meditada por mucho tiempo esta carta, después de madura reflexión, contestó Constancio tranquilamente lo siguiente: «Constancio, vencedor en tierra y mar, siempre Augusto, a mi hermano el rey Sapor, salud. Te felicito por tu afortunado regreso como hombre que será amigo tuyo si así lo quieres; pero nunca reclamaré demasiado contra esa insaciable e ilimitada ambición. Dices que necesitas la Armenia y la Mesopotamia, y me aconsejas que mutile un cuerpo sano para que tenga más salud. Consejo es éste más fácil de rechazar que de seguir. He aquí la verdad desnuda, manifiesta, que no puede quedar disfrazada por vanas baladronadas. Un prefecto de mi pretorio ha creído obrar bien entablando, sin conocimiento mío, negociaciones de paz con un general tuyo. Ni censuro ni apruebo este paso, suponiendo que no se ha dicho nada que no sea digno y conveniente, nada que ataque a la majestad imperial. Pero es absurdo, sería deshonroso, cuando a todos los oídos llegan los triunfos de mi reinado, cuando la derrota de los tiranos pone a todo el mundo romano bajo mis leyes, sufrir el desmembramiento de lo que he sabido conservar intacto hasta en el tiempo en que los mismos límites del Oriente marcaban los de mi poder. Renuncia, pues, a esa vana ostentación de amenazas convencionales. Sabido es que por moderación, y no por cobardía, preferimos esperar a ir en busca de la guerra; pero todo ataque a nuestro territorio nos encontrará dispuestos siempre a rechazarlo con energía. Además, la historia demuestra, así como nuestra propia experiencia, que si la fortuna de Roma (y de esto hay pocos ejemplos), ha podido vacilar en algún combate, al fin ha conseguido siempre la victoria.»
Despidióse sencillamente a la legación persa, porque no merecían otra cosa las soberbias pretensiones de su soberano. Pero casi inmediatamente hizo partir Constancio, con su carta y regalos, a Próspero, acompañado por Spectato, tribuno y notario; y por consejo de Musopiano, les unió el filósofo Eustathio, que tenía fama de poseer palabra persuasiva, llevando los legados el encargo de intentarlo todo para detener los preparativos de Sapor, mientras se realizaban los últimos esfuerzos. a fin de poner en buen estado de defensa la frontera del Norte.
En tanto se verificaba este cambio de cartas ambiguas, los Juthungos, pueblo alemán, vecino de Italia, despreciando los tratados y el pacto implorado con tantas instancias en otro tiempo, emprendieron una irrupción grave en la Rhecia, llevando las hostilidades, contra la costumbre de esta nación, hasta poner sitio a las ciudades. Barbación, que había reemplazado a Silvano, en el mando de la infantería, fue enviado contra ellos con fuerzas considerables. Este general, careciendo de valor para la acción, sabía encontrar palabras; y sus arengas imprimieron tal brío a los soldados, que exterminaron a los bárbaros, escapando muy pocos para llevar a sus hogares aquella noticia desoladora. Nevita, que fue cónsul después, mandaba una turma de caballería en aquella campaña, y, según se dice, contribuyó gloriosamente al éxito.
En esta época ocurrió un terremoto en la Macedonia, el Asia Menor y el Ponto, conmoviendo los montes y los valles: debiéndose citar, entre los desastres de toda, clase que produjo esta calamidad, la completa destrucción de Nicomedia, en la Bitinia. Diremos algo perfectamente averiguado acerca de esta catástrofe.
El nueve de las calendas de Septiembre (24 de agosto) al amanecer, turbó de pronto el sereno aspecto del cielo aglomeración de negras nubes, desapareciendo la claridad. Imposible era ver los objetos, por cercanos que estuviesen, tan cegados estaban los ojos por el denso vapor que acababa de invadir la atmósfera. En seguida, como si el supremo numen hubiese lanzado por sí mismo sus fatales rayos y desencadenado los vientos de los cuatro puntos cardinales, espantoso hucarán hizo rugir a las montañas y retemblar las playas con el espantoso fragor de las olas que rompían sobre ellas. Estremecióse el suelo, y con sacudidas espantosas, acompañadas de trombas y tifones (typhones, prestares) derrumbó por completo la ciudad y sus arrabales. La mayor parte de la ciudad estaba construida en la ladera de la montaña, y los edificios cayeron unos sobre otros con espantoso ruido. El eco de las montañas repetía los desesperados gritos de los que llamaban a su esposa, a su hijo, a alguna persona querida; hasta que al fin, cerca de la hora segunda y mucho antes de la tercera, serenándose el cielo, dejó ver todo el horror de la catástrofe. Unos habían muerto aplastados por las ruinas; otros sepultados hasta los hombros, y a los que un poco auxilio podía salvar, perecían por falta de socorro. Veíase a algunos suspendidos en el aire en el extremo de maderos en que habían quedado clavados. Aquí y allá yacían grupos antes llenos de vida, y que, por suerte común en la destrucción, habían quedado convertidos en montones de cadáveres. Aprisionados otros, sanos y salvos, bajo los escombros de sus casas, veíanse condenados a morir de angustia y de hambre. En este caso se encontraba Aristeneto, que acababa de obtener el título, que ambicionó durante mucho tiempo, de vicario de aquella provincia, a la que Constancio había dado el nombre de Piedad, en honor de su esposa Eusebia. Aquel desgraciado murió después de larga y cruel agonía. Muchos quedan sepultados todavía bajo las ruinas, en el punto donde les sorprendió el derrumbamiento. En una palabra, por todas partes oíanse desgarradores gritos de los heridos que, con la cabeza abierta, mutilados de un brazo o de una pierna, en vano imploraban socorro de aquellos a quienes la suerte había maltratado del mismo modo.
A pesar de todo, cierto número de templos y de casas particulares y hasta una parte de la población habrían podido librarse del desastre, a no sobrevenir un incendio que, paseando sus estragos durante cincuenta días y cincuenta noches, devoró todo lo que podía alimentarle.
Creo llegado el caso de decir algo de las conjeturas de los antiguos acerca de los terremotos. Digo conjeturas, porque en este particular, las infatigables lucubraciones de los sabios y sus discusiones, que todavía duran, no están más cerca de la demostración que la ignorancia del vulgo. Así es que, para evitar una equivocación que sería un sacrilegio, los rituales y los libros de los pontífices mandan prudentemente, y así lo observan con rigor los sacerdotes, que se abstengan de invocar en estas ocasiones a un dios con preferencia a otro, puesto que todavía se ignora qué divinidad preside en efecto a estos grandes trastornos de la tierra.
Abundan las conjeturas acerca de la causa de los terremotos y se contradicen hasta el punto de poner en duda a Aristóteles. En tanto se atribuyen a la acción violenta de las corrientes de aguas subterráneas, contra las paredes de los anchos canales que las contienen, y que llamamos en griego syringas. En tanto, como asegura Anaxágoras, es el aire que circula en profundas cavernas y que encontrando obstáculo en algún cuerpo sólido, conmueve, para encontrar salida, el terreno bajo el cual se encuentra comprimido. Comprobada está, en efecto, la tranquilidad de la atmósfera mientras duran las sacudidas, sin duda porque entonces queda absorbido todo el aire en las profundidades de la tierra. Por su parte Anaximandro pretende que, penetrando el viento en las hendiduras o grietas que se abren en el suelo a consecuencia de excesivo calor o de lluvias persistentes, lo remueven en seguida hasta en sus fundamentos; lo cual podría explicar la ordinaria coincidencia de estos terribles fenómenos con un período de sequía o de excesiva humedad. Por esta razón los poetas y los theogonistas han dado a Neptuno divinidad, que domina en el elemento húmedo, los nombres de Ennosigœon (Que conmueve la tierra) y de Sisichthon (Que remueve la tierra).
Los terremotos son de cuatro clases: los brasmacios, fermentación violenta de las entrañas de la tierra, que la hacen levantar con esfuerzo considerables masas en su superficie: así surgieron en Asia Delos, Hiera, Anapla y Rodas, conocida esta última sucesivamente por los antiguos con los nombres de Ophiusa y Pelagia, de la que se dice fue regada por una lluvia de oro; de esta manera nacieron Eleusis en Beocia, Vulcania en el mar Tirreno y otras muchas islas. Los climacios, que arrojan de costado a las ciudades, monumentos y montañas, dejando arrasado el suelo; los casmacios, en los que la fuerza de la conmoción abre abismos que absorben comarcas enteras. De esta manera quedaron sepultadas en la profunda noche del Erebo una isla en el mar Atlántico, la más grande de todas las de Europa; Helice y Bura, en el golfo de Crissa; y cerca del monte Cimino, en Italia, la fuerte ciudad de Saccumum. En fin, los micemacios, variedad de los otros tres, que se anuncian con terrible ruido subterráneo. En estas intestinas convulsiones del globo parece que va a quedar disuelto, pero sus elementos no tardan en recobrar su asiento. Caracteriza especialmente a este fenómeno el sordo rugido que le precede, parecido al de los toros; pero volvamos a nuestro relato.
Al invernar el César entre los Parisios hacía sus preparativos para adelantarse a los alemanes, que todavía no habían formado la nueva liga, pero cuya audacia y ferocidad no dejaba de fermentar hasta el delirio, a pesar del desastre de Argentoratum. Costumbre es de los galos no entrar en campaña hasta el mes de Julio, y hasta entonces había de refrenar su impaciencia. Además, no podían comenzar las operaciones hasta que la licuación de las nieves y los hielos permitiese la llegada de los convoyes que venían de Aquitania. Pero ante la actividad del genio resisten pocos obstáculos. Juliano estudió su plan bajo todos aspectos y se fijó en la idea de adelantarse a la estación y caer sobre los bárbaros de improviso. Mandó abrir los almacenes y repartir a los soldados, que no deseaban otra cosa, provisiones para veinte días de ese pan cocido para las guardias, que vulgarmente llaman galleta. Cuando estuvo cocido partió, bajo auspicios igualmente felices que en su primera campaña, esperando poner fin en cinco o seis meses a otras dos de urgente necesidad: dirigiéndose primeramente contra los francos llamados salios, que se habían establecido por autoridad propia en territorio romano, en Toxiandria. En Tungros encontró una legación de este pueblo que, suponiéndole todavía invernando, le hacía ofrecer la paz. Según aseguraban, permanecían aún en sus hogares, y prometían continuar tranquilos, con tal que no fuesen a perturbarlos. Juliano distrajo por algún tiempo a los legados con palabras ambiguas, y al fin les despidió con regalos, dejándoles creer que esperaría su regreso. Pero en cuanto volvieron la espalda se puso en marcha, y, haciendo seguir a Severo la orilla del río para dar extensión a su línea de ataque, cayó como el rayo sobre el grueso de la nación, encontrándola más dispuesta a humillarse que a defenderse. Como el éxito le predisponía a la clemencia, les recibió en su gracia cuando se presentaron a entregarse con sus bienes y sus hijos. Desde allí, cayendo sobre los Chamavos, a los que tenía que castigar por una agresión semejante, los deshizo con igual prontitud. Parte de la nación le opuso viva resistencia y quedó prisionera; el resto ganó rápidamente sus guaridas, absteniéndose el César de perseguirles en ellas, para no malgastar las fuerzas de sus soldados. Sin embargo, para asegurar los vencidos sus esperanzas de salvación, no tardaron en enviarle una legación que imploró de rodillas la paz, siéndoles concedida con la única condición de que regresasen a su antiguo país.
Afortunado hasta entonces en sus empresas y meditando constantemente algún proyecto útil para las provincias, decidió reparar, si tenía tiempo para ello, tres fuertes construidos en la misma línea para defender el paso del Mosa, y que desde antiguo habían sucumbido ante los esfuerzos de los bárbaros. La reparación fue bastante rápida para no suspender sensiblemente las operaciones militares; y, con objeto de aprovechar su celeridad, dejó para aprovisionar los fuertes parte de los víveres que llevaba a hombros de soldados desde el principio de la campaña, y que representaban aún la subsistencia por diez y siete días. Para reponer esta pérdida contaba con la cosecha de los Chamavos, pero muy pronto perdió la esperanza. El soldado consumió lo que llevaba antes de que el grano en pie hubiese madurado, y no teniendo con qué vivir, prorrumpió en reconvenciones y amenazas, prodigando al César los epítetos de asiático, griego afeminado, embaucador y sabio imbécil. Los soldados tienen siempre sus oradores propios, y éstos peroraban y gritaban muy alto, diciendo: «¿Nos han economizado la marcha entre nieves y hielos? Y para colmo, cuando tenemos en las manos la suerte del enemigo, vamos a perecer con la muerte más innoble, de hambre. ¡Qué no nos traten de sediciosos! Lo único que pedimos es vivir. En cuanto al oro y la plata, hace mucho tiempo que nos tienen acostumbrados a no tocarlo ni verlo. No nos tratarían peor si hubiésemos soportado tantas fatigas y peligros peleando contra el Estado.» En estas quejas había algo de verdad. Después de tantas hazañas, de tantos sufrimientos de todo género, el soldado, extenuado por su campaña de las Galias, se encontraba, desde que Juliano tomó el mando, sin recibir gratificación ni estipendio alguno; porque Constancio se negaba a abrir el tesoro público y Juliano era demasiado pobre para suplir de su propio caudal. Más adelante quedó demostrado que el Emperador obraba con más malevolencia que economía; porque un día, habiendo un simple soldado pedido a Juliano, según costumbre, para afeitarse, y habiéndole dado el César algunas monedas de poco valor, Gaudencio, que entonces era notario, y que hacía mucho tiempo se encontraba en las Galias para espiar la conducta de Juliano, tomó pie de este hecho para propalar contra él las calumnias más injuriosas. Como más adelante se verá, este mismo Gaudencio recibió la muerte por orden de Juliano.
A fuerza de arte y lisonjas, el César consiguió al fin dominar la sedición. Cruzaron el Rhin por un puente de barcas, y pusieron pie en territorio alemán. Entonces Severo, general de la caballería, que hasta entonces había demostrado talento y valor, flaqueó de pronto; y cuando antes se le había visto dar a todos, juntos y en particular, lecciones de bizarría, no sabía ahora qué cobarde consejo dar para evitar el combate, como si presintiese su próxima muerte; así como, según los libros de Tegetes, los destinados a ser heridos por el rayo adquieren tal susceptibilidad, que no pueden oír el trueno ni ninguna clase de estrépito. Lejos de impulsar hacia adelante con su acostumbrado vigor, este general llegó hasta las amenazas más terribles contra los guías, que marchaban alegremente a la cabeza del ejército, para hacerles declarar unánimemente que no conocían el camino; y aquellos hombres, intimidados, no se atrevieron a dar un paso más.
Durante la forzosa inacción que siguió a esto, llegó de pronto Suomario, rey de los alemanes, con su comitiva. Enemigo feroz y encarnizado hasta entonces del nombre romano, había llegado a considerar en aquel momento como concesión inesperada la conservación de su propio territorio. El paso que daba y su actitud eran de suplicante, recibiéndole con amabilidad Juliano y tranquilizándole. Suomario se entregó entonces a merced suya, y pidió de rodillas la paz; obteniéndola a condición de devolver todos los prisioneros, y de proporcionar, en caso necesario, víveres a los soldados; obligándose, como proveedor ordinario, a recibir cada vez relación de lo que había entregado y a presentarla a cada requisa, so pena de doble entrega.
Terminado este convenio, se ejecutó en seguida. Tratábase ahora de llegar a la residencia de otro rey, llamado Hortario, y para esto se necesitaba un guía; dándose orden a Nestica, tribuno de los escutarios, y a Charietonio, varón de esclarecido valor, para que a toda costa cogiesen un prisionero. Éstos no tardaron en apoderarse de un joven alemán a quien Juliano ofreció la vida a condición de que mostraría el camino. Siguiendo a este guía, el ejército encontró primeramente una gran corta de árboles que le cerraba el camino; pero después de largo circuito, llegó al fin a su destino. El soldado mostró su ira con el incendio de las mieses, el pillaje de los ganados y por el implacable exterminio de cuanto oponía resistencia. El rey quedó aterrado ante aquel desastre, creyendo que había terminado su poder, cuando vio el número de legiones y los estragos del fuego. Acudió, pues, como el otro, a implorar su perdón, sometiéndose a todas las condiciones, y juró por su cabeza entregar todos los prisioneros, punto sobre que insistían más; a pesar de lo cual devolvió muy pocos al principio, conservando los restantes. Esta falta de fidelidad indignó a Juliano, cuando se presentó el rey a recibir los acostumbrados regalos, quedaron como rehenes cuatro de sus mejores y más queridos capitanes, no dándoles libertad hasta la completa entrega de los cautivos. Llamado entonces a la presencia del César, Hortario se prosternó, expresando terror sus ojos y dominado por la presencia de su vencedor, oyó que le imponía la condición más dura para él, pero que sin embargo no era más que el ejercicio de un derecho adquirido por tantas victorias; el de suministrar a su costa los carros y materiales necesarios para la reconstrucción de las ciudades que habían destruido los bárbaros. Accedió a ello, y cuando empeñó toda su sangre como garantía de su palabra, se le permitió retirarse. No le exigieron provisiones, como a Suomario, porque la completa devastación de su país hubiese hecho ilusorio este tributo.
De esta manera el extraordinario orgullo de aquellos reyes, acostumbrados a enriquecerse con el pillaje de nuestras provincias, se doblegaba bajo la dominación romana y aceptaban la obediencia como si hubiesen sido tributarios nacidos y acostumbrados por educación a la servidumbre. Terminadas todas estas disposiciones, el César distribuyó las tropas en sus diferentes cantones y regresó a invernar.
Cuando llegó a la corte de Constancio la noticia de estos acontecimientos (estando obligado el César, como un simple aparitor, a darle cuenta de todos sus actos), cuantos gozaban de algún ascendiente en el palacio, en calidad de aduladores, se esforzaron en ridiculizar aquellas empresas tan hábilmente meditadas y con tanta felicidad llevadas a cabo. Frecuentemente repetían: «Ya estamos hartos de la cabra y sus victorias», alusión a la larga barba de Juliano. Llamábanle también «topo hablador, mono purpurado, griego frustrado», chistes que resonaban bien en los oídos del príncipe y que tenía mucho gusto en provocar. Por esta razón trabajaban a porfía para desnaturalizar las virtudes de Juliano y calificarle de indolente, pusilánime, afeminado y hablador hábil para dar a los acontecimientos importancia que no tenían en realidad. Cuanto más alto está el mérito, mejor blanco es para la envidia, y en la historia leemos los efectos de la malevolencia contra los varones más eminentes, atribuyéndoles faltas e imperfecciones, en la imposibilidad de encontrárselas. Así es que se acusó de intemperancia a Cimón, hijo de Milcíades, cuyo brazo destruyó cerca de Eurymedon, en Pamfilia, innumerable ejército de persas y que obligó a aquella arrogante nación a humillarse para obtener la paz: así la envidia trató de manchar con el epíteto de soñoliento a aquel Escipión Emiliano, cuya enérgica actividad valió a Roma la destrucción de sus dos enemigos más encarnizados. Y se ha visto, en fin, a los detractores de Pompeyo esforzándose para descubrir su lado débil, fijarse en las dos particularidades más fútiles e insignificantes: en su costumbre de rascarse la cabeza con el dedo y en la venda blanca con que envolvía la lesión que tenía en una pierna. En lo uno creían ver indicio de costumbres disolutas, y en lo otro inclinación a cambiar la forma de gobierno. Esa, es, decían, la insignia de la realeza; no importa el punto en que la coloca: despreciable juicio que servía de pretexto a tantos clamores que se dirigían al hombre que, según los testimonios más respetables, mostró más templanza en su vida privada y más moderación en la pública.
Mientras ocurrían estas cosas, Artemio, que ya era vicario de Roma, reemplazó a Basso, titular recientemente investido del cargo, que acababa de morir. La administración de Artemio, aunque frecuentemente turbada por sediciones, no ofrece nada extraordinario digno de mención.
Augusto pasaba entonces el invierno en Sirmium, interrumpiendo su tranquilidad mensajeros que le trajeron la desagradable noticia de la unión de los Quados y Sármatas. Estos dos pueblos, entre quienes mantiene cierta inteligencia la proximidad de territorio y la semejanza de sus costumbres y manera de pelear, saqueaban de común acuerdo y por pequeños grupos las dos Pannonias y la Mesia Superior. Los dos pueblos son más aptos para los saqueos que para batallas campales: llevan largas lanzas y corazas de tela guarnecidas de escamas de cuerno pulido colocadas como las plumas en el cuerpo de las aves: no usan más que caballos castrados, porque así permanecen tranquilos a la vista de las yeguas, y menos ardientes que los enteros; no relinchan tanto y no descubren el secreto de las emboscadas. Los Sármatas, con ayuda de estos corceles tan rápidos como dóciles, pueden recorrer grandes distancias huyendo o persiguiendo. El jinete lleva ordinariamente uno, algunas veces dos apareados, montándolos sucesivamente para economizar sus fuerzas con la alternativa de carga y libertad.
En cuanto pasó el equinoccio de primavera, se puso en campaña Constancio al frente de considerable ejército y bajo los auspicios más favorables. Llegado a las orillas del Inster (Danubio), crecido entonces por la licuación de las nieves, eligió el punto más a propósito para establecer un puente de barcas, cruzó el río y propagó el estrago por el territorio enemigo. Sorprendidos por aquel ataque, y viéndose encima un ejército completo cuya reunión les había parecido imposible en aquella época del año, los bárbaros no pudieron resistir, huyendo sin tomar aliento para escapar de aquel peligro imprevisto, pereciendo muchos de aquellos a quienes el terror encadenaba los pasos. Los que debieron la salvación a la rapidez de la carrera y pudieron refugiarse en las gargantas de sus montañas, desde aquellas guaridas contemplaron el desastre de su patria; desastre que sin duda habrían evitado si hubiesen desplegado tanto vigor para defenderse como para huir.
Estas cosas ocurrían en la parte del país de los Sármatas que da frente a la Pannonia inferior. Otro ejército, recorriendo como huracán la Valeria, devastaba allí con igual furor las propiedades de los bárbaros, saqueando o incendiando cuanto encontraba a su paso. Esta inmensa desolación conmovió al fin a los Sármatas, que renunciaron a esconderse y simularon proposiciones de paz, siendo su plan aprovechar la seguridad que a todos daría aquel paso y, dividiendo sus fuerzas realizar contra nosotros triple ataque bastante brusco para que no pudiésemos parar sus golpes, ni usar nuestros dardos, ni tampoco apelar al supremo recurso de la fuga. Los Quados, que habían sufrido igualmente en nuestras excursiones, se les unieron; pero era necesario pelear de frente, y su tentativa fracasó a pesar de la audacia y rapidez de sus medidas. Inmensa carnicería se hizo en ellos, y los que pudieron escapar solamente lo consiguieron refugiándose en parajes de sus montañas que ellos solos conocían.
Este triunfo alentó a los romanos, que marcharon entonces en masas compactas contra los Quados; quienes, juzgando por lo que acababa de acontecer la suerte que les esperaba, se presentaron como suplicantes al Emperador, atreviéndose a dar este paso por la mansedumbre de que frecuentemente habían dado pruebas en iguales ocasiones.
En el día fijado para convenir las condiciones, un joven sármata de gigantesca estatura, llamado Zizais, nacido de sangre real, llegó con los suyos, a quienes hizo formar para presentar su súplica en igual forma que si se tratase de dar una batalla. Al presentarse el Emperador, arrojó las armas y se tendió boca abajo. Dijéronle que presentase su petición, y, cuando quiso hablar, el miedo ahogó su voz; pero sus visibles esfuerzos para sofocar los sollozos conmovían los corazones con más elocuencia que las palabras. Tranquilizáronle, le invitaron a que se levantase, pero continuó de rodillas, y pudiendo hablar al fin, suplicó con instancias perdón y olvido de todas las ofensas que nos habían hecho. Entonces la comitiva que, con mudo terror, esperaba qué se decidiría de su jefe, fue admitida para que expusiese también sus súplicas; y el mismo jefe, al levantarse, dio la señal, tardía para su impaciencia. Con simultáneo movimiento, todos arrojaron los escudos, las lanzas, y alzando las manos cruzadas, se esforzaron en sobrepujar a su príncipe en demostraciones de humildad. Entre los Sármatas que había traido Zizais se encontraban tres reyezuelos sin vasallos, Rumón, Zinafro y Fragiledo, habiéndoles seguido otros muchos jefes, esperando conseguir igual favor. Sintiéndose todos reanimados por el buen resultado de las primeras instancias, pedían solamente rescatar por medio de las condiciones más duras el daño que habían causado sus hostilidades, y se sometían gustosos, con sus esposas y territorio, a merced del gobierno romano. Pero la clemencia y equidad hablaron más alto; mandándoseles que regresaran sin temor a sus hogares, y que nos devolviesen los cautivos. Entregaron también todos los rehenes que se les pidieron y se obligaron a cumplir la primera condición en breve plazo.
Esta clemencia produjo efecto, viéndose acudir con todos los suyos a Arehario y Usafro, ambos de sangre real, guerreros distinguidos y los primeros entre los notables de su país. Uno de ellos era jefe de una parte de los Transyugitanos y de los Quados; el otro de parte de los Sármatas, estrechamente unidos con los primeros por lazos de vecindad y salvaje conformidad de costumbres. Al verles tan numerosos, temió el Emperador que, so pretexto de tratar, intentasen apelar a las armas; por lo que consideró prudente separarles, y mantener a cierta distancia los que tenían que hablar por los Sármatas, hasta que terminase la negociación con Arahario y los Quados.
Éstos se presentaron inclinados profundamente, según la costumbre de su país, no pudiendo alegar excusa alguna por las atrocidades que habían cometido. Sometiéronse, pues, para evitar terribles represalias, a entregar los rehenes que les pidieron, cuando hasta entonces no se había podido conseguir de ellos ni la garantía más pequeña para un tratado. Terminado este arreglo, admitióse a su vez a Usafro para que solicitase separadamente su perdón. Pero Arahario reclamó, sosteniendo obstinadamente que el pacto ajustado con él alcanzaba implícitamente a aquel príncipe, aliado suyo, aunque inferior en categoría, y vasallo. Examinóse la cuestión y quedó decidido que los Sármatas, en todo tiempo clientes de los romanos, no estaban sujetos a ninguna otra dependencia, y que todos habían de entregar separadamente rehenes como garantía de su conducta venidera, aceptando ellos con agradecimiento.
Entonces acudió extraordinario número de pueblos y de reyes, quienes enterados de que Arahario había conseguido perdón, venían también a suplicar apartásemos la espada suspendida sobre sus cabezas. Concedióseles igual favor y ofrecieron en rehenes los hijos de las familias principales, que trajeron desde el fondo de su país. También devolvieron todos sus prisioneros, y mostraban tanto pesar al separarse de ellos como de sus compatriotas.
Hecho esto, se tomó en consideración el caso especial del pueblo sármata, que pareció más digno de compasión que de rencor. Increíble beneficio fue para ellos nuestra intervención en sus asuntos, y esta circunstancia parece comprobar la opinión de que la autoridad del príncipe encadena los acontecimientos y dispone de la suerte. Una raza indígena, fuerte y poderosa, había dominado en otro tiempo en aquel país; pero estalló contra ella una conspiración de sus esclavos, y como entre los bárbaros la fuerza es el derecho, los amos tuvieron que sucumbir ante sus adversarios, igualmente enérgicos y más numerosos. El miedo perturbó su consejo y huyeron al lejano país de los Victohalos, prefiriendo, al elegir entre dos males, el yugo de sus defensores al de sus propios esclavos. Cuando dispensaron los romanos su gracia a éstos, los Sármatas se quejaron de la sujeción que la desgracia les había hecho aceptar, y reclamaron nuestra protección directa. Conmovido el Emperador por sus quejas, les dirigió delante de todo el ejército benévolas palabras, excitándoles a obedecerle a él solo y a los generales romanos; y para sancionar su rehabilitación como pueblo por un acto solemne, les dio por rey a Zizais; quien en lo sucesivo se mostró digno de su elevación y de la insigne confianza depositada en él. Así terminó aquella serie de gloriosas transacciones; pero ninguno de los pretendientes recibió permiso para retirarse antes del regreso convenido de todos nuestros compatriotas prisioneros.
En seguida marcharon a Bregetium, en cuyo territorio sostenían los Quados un resto de hostilidad, que se quería ahogar en sangre o en lágrimas. Al ver nuestro ejército, que ya había llegado al centro del país y cuyo pie hollaba su suelo natal, Vitrodoro, hijo del rey Viduario y Agilimundo, vasallo suyo, acompañados por los jefes o jueces de muchas tribus, acudieron a prosternarse delante de nuestros soldados, y juraron sobre su espada desnuda, única divinidad que reconoce aquel pueblo, sernos fieles.
No bastaban los brillantes resultados obtenidos: la utilidad y la moral exigían que se marchase inmediatamente contra los Limigantos, los esclavos sublevados de los Sármatas, y que se hiciese justicia a las quejas que se tenían de ellos. En efecto; dejando dormir su antigua cuestión, en el momento en que sus anteriores amos invadían nuestro territorio, se habían apresurado a hacer lo mismo por su parte: no existiendo entre ellos otro punto en que estuviesen conformes más que el de la violación de nuestras fronteras. Sin embargo, el castigo que se proponían aplicarles sólo era proporcionado a la magnitud de las ofensas; porque sólo se trataba de desterrarles, llevándoles a bastante distancia para que no pudiesen hacernos daño. Advertidos por el propio convencimiento de sus crímenes, comprendían que, después de larga impunidad, iba a caer con todo su peso la guerra sobre ellos, y se prepararon a conjurar el peligro, empleando, según las circunstancias, astucia, fuerza o ruegos. Pero al ver el ejército, quedaron como heridos por el rayo; y creyendo llegado su último momento, pidieron la vida, ofreciendo un tributo anual en dinero y hombres útiles, y últimamente su completa sumisión. Pero estaban decididos a negarse a la emigración, y en su actitud y semblante podía leerse su completa confianza en las defensas naturales del suelo que habían conquistado con la expulsión de sus amos. En efecto; de un lado tienen por frontera los Limigantos al rápido Parthisco que, corriendo oblicuamente para arrojarse en el Danubio, forma del país una especie de cuña prolongada y terminada en punta, protegida contra los romanos por el río principal y oponiendo su afluente robusta barrera a las incursiones de los bárbaros. El suelo de esta península, frecuentemente empapado por los desbordamientos de los dos ríos, es húmedo, pantanoso, y se necesita completo conocimiento del terreno para guiarse con seguridad entre los bosques de sauces que lo cubren. Una isla destacada del continente por las violentas aguas del Danubio forma como un anejo poco más arriba de la confluencia.
Llamados por Constancio los Limigantos, pasaron con arrogancia a nuestra orilla; no siendo aquéllo, como veremos más adelante, acto de deferencia, sino que deseaban mostrar que no les imponía el aspecto de nuestro ejército; retándonos con su actitud, como si desearan decirnos que habían querido negarse más de cerca. Presintiendo Constancio lo que podía acontecer, dividió el ejército en muchos cuerpos, y mientras avanzaban los bárbaros con audaz aspecto, les hizo envolver antes de que lo notasen. Colocado él mismo con escasa comitiva sobre un cerro, rodeado por su guardia, trató de persuadirles con palabras suaves a que se mostrasen menos obstinados; los bárbaros deliberaban y parecía que fluctuaban entre dos opiniones; pero de pronto, ocultando la violencia con la astucia, y creyendo que fingida humildad sería medio ventajoso para venir a las manos, arrojaron hacia adelante los escudos, avanzando insensiblemente en seguida para recogerlos, esperando por este medio ganar terreno sobre nosotros sin que se conociese. Entretanto pasaba el tiempo, y el día, declinando ya, aconsejaba poner término a aquella indecisión. Levantáronse, pues, las enseñas, y nuestros soldados cayeron sobre los bárbaros con el furor de un incendio. Por su parte los Limigantos estrechan sus filas, y se precipitan en compacta masa sobre el cerro en que, como ya se ha dicho, se encontraba el Emperador, amenazándole con el gesto y la voz. La indignación del ejército estalló ante aquella excesiva audacia; y en un momento se formó en el orden de batalla triangular, llamado, en el lenguaje de los soldados, cabeza de puerco, cae sobre el enemigo y lo derriba. Nuestros peones hacen a la derecha terrible carnicería en sus gentes de a pie, mientras que a. la izquierda nuestras turmas deshacen su caballería. La cohorte pretoriana destinada a la guardia del príncipe había sostenido al principio valientemente el ataque; no teniendo en seguida otra cosa que hacer sino herir por la espalda a los fugitivos. Los bárbaros demostraban hasta al morir terrible encarnizamiento, diciendo claramente sus gritos de rabia que no era para ellos lo más penoso morir, sino ver la alegría de sus vencedores. Además de los muertos, el campo de batalla estaba sembrado de desgraciados que, teniendo los jarretes cortados, no podían huir, o que habían perdido algún miembro, o que, libres del hierro, estaban sofocados bajo montones de cadáveres. Todos sufrían en silencio; ni uno solo de los afligidos con aquellas torturas pedía perdón, ni rendía las armas, ni siquiera imploraba el beneficio de muerte más rápida. Apretando todavía el hierro en. la moribunda mano, creían menos deshonroso morir que declararse vencidos. La suerte, murmuraban, y no el valor, había decidido de todo. La matanza de tantos enemigos apenas ocupó media hora, y solamente por la victoria se comprendió que había habido combate.
Inmediatamente después de este terrible castigo de la gente armada, sacaron de las cabañas, sin distinción de sexo ni edad, las familias de los que habían sucumbido. Ya no mostraban la anterior soberbia, sino que descendían a las sumisiones más humillantes. En un momento, solamente se vieron montones de cadáveres y bandas de cautivos. Entonces despertaron en los soldados el ardor por combatir y la avidez de pillaje, y quieren exterminar a cuantos han escapado del campo de batalla, o habían permanecido escondidos dentro de las chozas. Sedientos de la sangre de los bárbaros, corren a las habitaciones, derriban sus endebles techos y pasan a cuchillo a cuantos encuentran. Nadie halla abrigo en su casa, por buena construcción que tuviese; y para terminar, recurren al fuego, ante el que es imposible todo refugio. Entonces los bárbaros no tuvieron otra alternativa que morir abrasados o perecer bajo el hierro del enemigo al huir de aquel suplicio. Sin embargo, escapando algunos a la espada y a las llamas, se lanzaron al río inmediato, confiando en su destreza en la natación para llegar a la otra orilla; pero la mayor parte se ahogaron y las flechas hirieron a otros muchos. Las aguas del caudaloso río se tiñeron en seguida con la sangre de aquel pueblo, para cuya destrucción parecía que se habían conjurado dos elementos con el hierro de los vencedores.
Pero no se limitaron a esto, sino que, para quitar a los bárbaros hasta la esperanza de salvar la vida después del incendio de sus moradas y de arrebatarles sus familias, reunieron cuantas barcas poseían para ir en busca de los que estaban separados de nosotros por el río. Guiado cautelosamente un grupo de vélites, se colocó en ellas, penetrando por este medio en el refugio de los Sármatas. Creyeron éstos al pronto, al ver sus barcas movidas por remeros de su país, que se trataba de compatriotas; pero el hierro de las lanzas, que brillaba a lo lejos, les reveló la proximidad de lo que más temían, huyendo entonces a los pantanos, a donde les siguieron los romanos, que mataron considerable número, y que en. aquella ocasión supieron pelear y vencer en un suelo donde parecía que no se podía fijar el pie. Completamente destruidos o dispersos los Amicenses (así se llamaba aquella tribu), marcharon en seguida contra los Picenses, nombrados así por la comarca de que eran vecinos. No ignoraban éstos el desastre de sus compatriotas, pero la noticia había contribuido a aumentar su seguridad. Esta gente estaba dispersa por vasta comarca donde era difícil marchar a buscarla, ignorando nosotros los caminos; y para dominarla, se acudió al auxilio de los Taifales y de los Sármatas libres; ordenándose la operación según las respectivas posiciones, atacando al enemigo los romanos por la Mesia y ocupando los aliados las comarcas que tenían enfrente.
Aunque consternados los Limigantos por la terrible derrota de sus compatriotas, vacilaban todavía entre acudir a las armas o a las súplicas; si bien, después de lo que había pasado, debían saber ya a qué atenerse. En fin, en un consejo de ancianos prevaleció la resolución de rendirse, y a la gloria de las anteriores victorias se añadió la sumisión de enemigos que debían la libertad a su valor. Los pocos que quedaban, no queriendo entregarse a sus antiguos amos, que consideraban inferiores a ellos, acudieron como suplicantes a doblar la cerviz antes hombres que reconocían como superiores. Casi todos, confiando en nuestra fe, dejaron el inexpugnable asilo de sus montañas, y marcharon al campamento romano, desde donde se les dispersó en vasta comarca lejana, llevando consigo sus ancianos, sus esposas, hijos y lo poco que poseían, y que tan repentina marcha les permitía llevar. Aquellos mismos hombres que parecía no habían de abandonar su país sino con vida, en el tiempo que llamaban libertad a lo que solamente era desenfrenada demencia, se resignaban de esta manera a obedecer y aceptaban un establecimiento pacífico, seguros en adelante contra los males de la guerra y de la emigración. En esta condición vivieron algún tiempo en paz, aparentando estar satisfechos; pero sobreponiéndose muy pronto su ferocidad natural, les llevó, con nuevos crímenes, a merecer completa destrucción.
El Emperador coronó esta serie de triunfos dando a la Iliria doble prenda de seguridad. La idea era suya y tuvo la fortuna de realizarla: consistiendo en la vuelta a la posesión de su país de un pueblo de desterrados, cuyo carácter versátil podía sin duda inspirar algunos temores, pero del que podía esperar más circunspección en lo venidero. Y para dar mayor realce a este beneficio, le dio un rey, no desconocido, sino el que eligió el mismo pueblo, un príncipe de estirpe real, tan notable por sus prendas exteriores como por las cualidades de su espíritu. Esta conducta, tan sabia como afortunada, reveló el carácter de Constancio a los ojos del ejército, que unánimemente le otorgó otra vez el título de Sarmático, por el nombre de los pueblos que acababa de subyugar. El príncipe, en el momento de partir, mandó reunir las cohortes, las centurias y manípulos; y subiendo en seguida al tribunal rodeado de los principales jefes del ejército, les dirigió estas palabras, muy adecuadas para producir favorable impresión:
«Varones esforzados, firmísimos sostenedores del poder de Roma; bien sé que los recuerdos gloriosos son el mayor goce para los corazones valientes, y por eso quiero, ya que el favor de lo alto nos ha concedido la victoria, enumerar con vosotros, sin lesión de la modestia, lo que cada cual ha hecho antes de la batalla y durante la pelea. En efecto; ¿qué puede haber más legítimo y menos sospechoso ante los ojos de la posteridad que este leal testimonio que se dan a sí mismos, después del triunfo, el soldado de su valor y el jefe de su acertada dirección? El enemigo desenfrenado desolaba la Iliria, y en su soberbia jactancia, insultándonos en nuestra ausencia, impuesta por las necesidades de Italia y de la Galia, extendió muy pronto los estragos hasta más allá de nuestras fronteras. Empleando troncos ahuecados cruzaba los ríos o los atravesaba por vados. Mal armado, sin fuerza verdadera e incapaz de luchar con un ejército regular, en todo tiempo se había hecho temer por la audacia, de sus inesperados latrocinios y su extraordinaria destreza para escapar. Demasiado alejados del teatro del daño, hemos tenido que confiar por mucho tiempo a nuestros generales el encargo de reprimir estos excesos; pero, con la impunidad, aumentaron hasta convertirse en una especie de devastación organizada de nuestras provincias. En esta situación ya, después de fortificar los caminos de la Rhecia, atendido de un modo eficaz a la seguridad de la Galia, tranquilos en cuanto a nuestra retaguardia, hemos venido, con el auxilio del Sempiterno Numen, a restablecer el orden en las Pannonias. Como sabéis, todo estaba dispuesto desde antes de terminar la primavera para atacar de frente las dificultades de esta campaña. En primer lugar hemos tenido que proteger contra una nube de dardos la construcción de los puentes que necesitábamos. Vencido en seguida este obstáculo, hollamos el suelo enemigo. Una parte de los Sármatas se obstina en pelear, costándonos poco trabajo su derrota. Los Quados, que pretenden socorrerlos, caen con igual furor sobre nuestras valientes legiones, y quedan igualmente destrozados. En fin, pérdidas enormes experimentadas, ora huyendo de nuestros golpes, ora empeñándose en resistirnos, les dieron la medida del valor romano, comprendiendo que no tenían más camino de salvación que la súplica. Han depuesto las armas, presentado a las ligaduras de la esclavitud las manos que habían empuñado el hierro, y han venido a arrojarse a los pies de vuestro Emperador, implorando la clemencia de aquel cuya fortuna habían experimentado en las batallas. Libres de estos enemigos, con igual gloria hemos derrotado a los Limigantos, cayendo bajo nuestros golpes considerable número de sus guerreros y buscando los demás refugio contra la muerte en sus pantanos. Completo nuestro triunfo, había llegado la vez a la clemencia. Los Limigantos se han visto obligados a emigrar bastante lejos para no poder emprender en adelante nada contra nosotros, y con esta condición. Hemos perdonado al mayor número. Zizais, nuestro fiel y agradecido aliado, va a reinar sobre los Sármatas libres, que tendrán un rey dado por nosotros, siendo esto mejor que quitarles uno, y aumentando el brillo de su advenimiento la circunstancia de ser el elegido por los pueblos, el jefe que ellos mismos querían. Esta campaña ha producido cuatro resultados afortunados para vosotros, para mí y para la república: se ha hecho justicia a los bandidos más peligrosos de todos: esto para el Estado: tenéis que repartiros multitud de cautivos; y para valientes, ya es bastante la recompensa conseguida con sus sudores y hazañas. Pero aun me quedan en mi tesoro abundantes medios para recompensaros. En cuanto a mí, he conseguido con mis desvelos y esfuerzos asegurar a todos mis súbditos la integridad de mi patrimonio, que es lo que ambiciona, lo que constantemente desea un buen príncipe. En fin, he recibido personalmente mi parte de despojos en esta gloriosa reiteración del título de Sarmático, que por unanimidad, me atrevo a decirlo, me habéis otorgado con justicia.»
Extraordinarias aclamaciones recibió el final de la arenga; y los soldados, cuyo entusiasmo se inflamaba con la promesa de ulteriores recompensas, volvieron a sus tiendas tomando, según la fórmula consagrada, al cielo por testigo, de que Constancio era invencible. De regreso al cuartel imperial, el príncipe descansó dos días y volvió a Sirmium con todo el aparato de la pompa triunfal. El ejército regresó en seguida a sus cantones.
Por este mismo tiempo llegaron a Ctesifonte, donde encontraron de regreso al monarca los tres legados enviados al rey de Persia, Próspero, Spectato y Eustato, quienes le entregaron la carta y los regalos que llevaban, y, fieles a su mandato, propusieron tomar lo existente como base del tratado, no aflojando ni un punto en lo que exigían los intereses y dignidad del Imperio, e insistiendo principalmente en que no se hiciese cambio alguno en el estado de las cosas relativamente a la Armenia y Mesopotamia. Después de largos esfuerzos para vencer la obstinación del rey, y viendo que se obstinaba más y más sobre la previa cesión de estas provincia, regresaron sin haber decidido nada. A esta misión siguió, en iguales condiciones, la del conde Luciliano y de Procopio, que entonces no era más que notario y que más adelante se vio arrastrado, por la fuerza de las circunstancias, a la sublevación.
LIBRO XVIII
Beneficios de la presencia de Juliano en las Galias.—Cuida de que en todas partes se administre bien la justicia.—Repara las murallas de los fuertes reconquistados al enemigo en las orillas del Rhin, tala parte del territorio de los alemanes y obliga a cinco reyes suyos a pedir la paz y devolver los prisioneros.—Barbación, jefe de la infantería, es decapitado con su esposa por orden de Constancio.—Sapor, rey de Persia, se dispone a atacar con todas sus fuerzas a los romanos.—Ursicino, llamado al Oriente, recibe contraorden en Tracia y regresa a Mesopotamia.—Encarga a Ammiano que observe la marcha de los Persas.—Reunido Sapor con el rey de los Chionitas y de los Albaneses, penetra en Mesopotamia.—Los Romanos incendian ellos mismos las mieses, llaman a las ciudades la población de los campos y cubren de fortificaciones y castillos la orilla citerior del Eufrates.—Los Persas sorprenden un cuerpo de Ilirios compuestos por setecientos jinetes. En un encuentro con un cuerpo de Persas muy superior, Ursicino escapa por un lado y Ammiano por otro.—Descripción de Amida. Fuerza de la guarnición de esta ciudad en legiones y en caballería.—Ríndense a Sapor dos fuertes romanos.
(Año 359 de J. C.)
En el espacio de un año habían ocurrido estas cosas en diferentes puntos del orbe. Los esplendores del consulado acababan de ennoblecer los nombres de Eusebio y de su hermano Hypacio. La Galia comenzaba a tranquilizarse, y Juliano, libre por el momento de los cuidados de la guerra, atendía especialmente a todo lo que podía contribuir al bienestar de las provincias, siendo su constante ocupación vigilar por el equitativo reparta del impuesto, evitar todo abuso de autoridad, separar de los negocios a la clase de gente que especula con las desgracias públicas y no consentir a los magistrados que se apartasen de la estricta justicia. Lo que más ayudaba a la reforma en esta parte de la administración era que el príncipe ocupaba personalmente su silla de juez, aunque el proceso tuviese poca importancia por la gravedad del caso o el rango de las personas; no teniendo jamás la justicia administrador más íntegro. Un ejemplo, entre otros, bastará para determinar su carácter en este punto. Numerio, antiguo gobernador de la Narbonense, tenía que responder ante él del cargo de dilapidación y, contra la costumbre en las causas criminales, eran públicos los debates, Numerio se encerró en la negativa y faltaban pruebas contra él. Su adversario Delfidio, hombre apasionado, viendo desarmada la acusación, no pudo menos de exclamar: «Pero, ilustre César, si basta negar, ¿dónde habrá en adelante culpados?» A lo que contestó Juliano sin inmutarse: «Si basta acusar, ¿dónde habrá inocentes?» Y como este ejemplo podrán citarse muchos.
Meditaba Juliano una expedición contra numerosos caseríos alemanes, cuyas disposiciones le hacían temer nueva y furiosa agresión, que no podía evitar sino adelantándose a imponer el castigo: siendo necesaria la premura y buscar el medio de ocultar la marcha al enemigo, con objeto de sorprenderlo y caer sobre él a la primera ocasión favorable. El medio que adoptó fue el siguiente, y el éxito demostró lo acertado del plan. En primer lugar ocultó su resolución, y, so pretexto de una legación a Hortario, uno de los reyes que estaban en paz con nosotros y vecino del territorio donde se agitaban, le envió a Heriobaudo, tribuno sin mando, de valor y fidelidad intachables. Este jefe, que hablaba bien el alemán, podía desde allí acercarse fácilmente a la frontera y vigilar los movimientos del enemigo. Heriobaudo aceptó valerosamente la comisión. En cuanto llegó la estación propicia para la campaña, Juliano reunió las tropas y se puso a su frente. Gran deseo tenía, antes de que estuviesen muy empeñadas las hostilidades, de apoderarse y poner en estado de defensa muchas ciudades fuertes cuya destrucción databa de antiguo, y también en reedificar sus almacenes de subsistencias, que habían sido incendiados, y en los que se proponía guardar las ordinarias remesas de granos de la Bretaña. Los almacenes, rápidamente construidos, quedaron en seguida repletos de víveres; ocupó siete ciudades, a saber, el campo de Hércules, Quadriburgium, Tricesimo Novesium, Borma, Autunnacum y Bingio, donde se le reunió oportunamente Florencio, prefecto del pretorio, que le traía refuerzos y víveres para larga campaña.
Faltaba reedificar las murallas de las siete ciudades, obra esencial y que urgía dejar terminada antes de que pudiesen entorpecerla. En esta ocasión pudo apreciarse el ascendiente que había conquistado el César, por temor, sobre los bárbaros y por amor, sobre los soldados. Los reyes alemanes, fieles al pacto ajustado el año anterior, enviaron en carros parte de los materiales necesarios para las construcciones, y se vio a los soldados auxiliares, tan recalcitrantes para este servicio, prestarse gozosos al deseo del general, hasta el punto de llevar alegremente a hombros vigas de cincuenta y más pies, y ayudar con todas sus fuerzas a los trabajos de la construcción.
Tocaba a su término la obra, cuando volvió Hariobaudo a dar cuenta de su misión, siendo su llegada la señal de marcha, poniéndose en movimiento todo el ejército hacia Moguntiacum, donde se promovió agrio altercado, sosteniendo Florencio y Lupicino, que había sucedido a Severo, que era necesario lanzar allí un puente para cruzar el río, y negándose Juliano con inquebrantable persistencia, porque si se sentaba el pie en territorio de los reyes con quienes estábamos en paz, las costumbres devastadoras de los soldados acarrearían inevitablemente la ruptura de los tratados.
Entretanto, aquella parte del pueblo alemán contra la que se dirigía la expedición, viendo acercarse el peligro, intimó con amenazas al rey Suomario, uno de los comprendidos en los tratados anteriores, que nos impidiesen pasar el Rhin; porque en efecto, sus posesiones tocaban a la otra orilla. Declarando éste que con sus fuerzas solas no podría conseguir el objeto, marchó de pronto a aquel punto imponente masa de bárbaros, decidida a emplear todos los esfuerzos para evitar el paso del ejército; comprendiéndose entonces que el César había tenido doblemente razón en su negativa, y que para lanzar el puente era necesario buscar el punto más favorable, allí donde no hubiese exposición de devastar tierras de su amigo, ni sacrificar multitud de vidas en desesperada lucha con aquella multitud.
Los bárbaros de la otra orilla seguían atentamente todos nuestros movimientos. En cuanto veían desplegar las tiendas, hacían alto y pasaban la noche con las armas en la mano, esperando alarmados alguna tentativa nuestra para pasar el río. Llegando al fin al punto elegido, el ejército descansó después de haberse fortificado. El César llamó a Lupicino a consejo, y dio a los tribunos de su mayor confianza la orden de tener dispuestos trescientos hombres armados a la ligera y provistos de estacas, sin explicar en qué quería emplearlos, ni qué servicio iban a prestar. A media noche hizo montar el destacamento en cuatro barcas, no habiendo podido procurarse más, mandándoles bajar el río con el mayor silencio, sin emplear siquiera los remos, por temor de que su ruido llamase la atención de los bárbaros y emplear todos los esfuerzos posibles para ganar la otra orilla, mientras el enemigo tenía fija la atención en nuestras hogueras.
Cuando se preparaba esta sorpresa, el rey Hortario que, sin pensar en enemistarse con nosotros conservaba relaciones de buena vecindad con sus compatriotas, había invitado a los reyes alemanes, enemigos nuestros, con sus parientes y vasallos a un festín que, según la costumbre de estos pueblos, se prolongó hasta la tercera vigilia de la noche. La casualidad hizo que, al retirarse, se encontrasen con los nuestros, no siendo muerto ni hecho prisionero ninguno de los convidados, gracias a la velocidad de sus caballos, que lanzaron al azar; pero de los esclavos y criados que les seguían a pie escaparon muy pocos, y estos lo debieron a la obscuridad.
Habían pasado el río, y lo mismo que las expediciones anteriores, los Romanos consideraban terminados sus trabajos, puesto que habían alcanzado al enemigo; pero la sorpresa aterró a los reyes alemanes y a toda su multitud, cuya única idea consistía en impedir la construcción de un puente. Entonces tuvo lugar una dispersión general, y a la indomable furia siguió en cada cual vivo apresuramiento por buscar a lo lejos seguridad para sí propio, para su familia y bienes. Entonces se construyó el puente sin obstáculos, y la población alemana, contra lo que esperaba, vio a nuestras legiones cruzar sin causar daño alguno las posesiones del rey Hortario; pero en cuanto hollaron tierra enemiga, todo lo llevaron a sangre y fuego.
Después de degollar multitud de habitantes y de incendiar sus débiles moradas, el ejército, que ya no encontraba más que moribundos o gentes que pedían perdón, llegó al fin al punto llamado Capellatium o Palas, donde se encontraban los mojones que señalaban los límites de los territorios alemanes y de los burgondios. Allí acamparon los Romanos para recibir en actitud menos hostil la sumisión de dos hermanos, los reyes Macriano y Hariobaudo, que habían oído venir el huracán y se apresuraban a conjurarlo: ejemplo que siguió inmediatamente el rey Vadomario, cuyas posesiones lindaban con Rauracos, y que hizo valer en favor suyo una carta muy afectuosa de Constancio; por lo que se le recibió con las consideraciones debidas a un príncipe adoptado desde muy antiguo por el Emperador como cliente del pueblo romano. Macriano, lo mismo que su hermano, se veían por primera vez en medio de nuestras águilas y estandartes; y asombrado por el aspecto de nuestros soldados y la brillante variedad de las armas, se apresuró a pedir gracia para los suyos. Vadomario, que era vecino nuestro y desde muy antiguo estaba en relaciones con nosotros, no se cansaba de admirar nuestro aparato militar, pero como quien no lo contemplaba por primera vez. Después de larga deliberación, al fin se acordó conceder la paz a Macriano. En cuanto a Vadomario, como tenía el encargo, además del cuidado de sus propios intereses, de solicitar a nombre de los reyes Urio, Ursicino y Velstrapo, había dificultades para la contestación. Los bárbaros no se ligan por convenio, y un tratado concluido por intermediario no habría tenido fuerza para ellos desde el momento en que no los contuviese la presencia del ejército. Pero en cuanto quemaron sus mieses y sus casas, y mataron o cogieron parte de sus gentes, se apresuraron a negociar por legados directos y suplicaron con el mismo tono que si hubiesen causado los estragos, que habían sufrido: humildad que les valió paz en iguales condiciones que a los otros, imponiéndoles la inmediata entrega de todos los prisioneros que habían hecho en sus excursiones.
Mientras, con el auxilio divino, se restablecían nuestros negocios en las Galias, en la corte de Constancio iba a surgir otra tempestad política, sirviendo un incidente baladí de preludio a escenas de luto y lágrimas. En la casa de Barbación, general de la infantería, se había presentado un enjambre de abejas. Inquieto por el presagio, consultó con los adivinos, respondiéndole éstos que se encontraba en vísperas de algún acontecimiento grave. Fundábase el pronóstico en la costumbre de espantar las abejas del punto donde han depositado el producto de su trabajo, ya ahumándolas o ya haciendo mucho ruido con címbalos. La esposa de Barbación, llamada Assyria, era tan indiscreta como imprudente, y, encontrándose ausente en una expedición su marido, muy preocupada por el vaticinio, ocurriósele, en su inquietud mujeril, dirigirle una carta lacrimosa en la que le pedía, como próximo sucesor de Constancio (cuya muerte consideraba Assyria muy cercana) que no la pospusiese a la emperatriz Eusebia, a pesar de su extraordinaria belleza. Habíase servido Assyria de una esclava muy hábil en escritura y cifras, recibida con la herencia de Silvano. Remitióse la carta con todo el secreto posible; pero, al regreso de la expedición, la esclava que la había escrito al dictado de su señora, se fugó una noche, recogiéndola apresuradamente Arbeción, a quién entregó una copia. No perdió éste tan preciosa ocasión para desplegar su destreza, y con la copia en la mano se presentó al Emperador. Como de costumbre, se procedió rápidamente. Barbación no pudo negar que había recibido la carta, y como su esposa quedó convicta de haberla escrito, ambos fueron decapitados. Pero no puso fin su muerte a los procedimientos, sino que sufrieron el tormento multitud de desgraciados, inocentes o culpables, encontrándose entre los primeros Valentino, que acababa de pasar de oficial de los protectores a tribuno: so pretexto de complicidad se le sujetó varias veces al tormento, que soportó hasta el fin, sin contestar otra cosa que su completa ignorancia de todo lo que había ocurrido. Más adelante, por vía de indemnización, le otorgaron el título de duque de Iliria.
Barbación era duro, arrogante; generalmente se le detestaba por la hipocresía con que había hecho traición a Galo cuando servía a sus órdenes como jefe de los protectores. Habiendo obtenido por aquel servicio grado militar más elevado, aumentó su orgullo, dirigiendo entonces todas sus maniobras contra Juliano, no cesando de insinuar, con grave escándalo de las personas honradas, los conceptos peores en los oídos siempre abiertos de Constancio. Sin duda ignoraba el prudente consejo que en otro tiempo dio Aristóteles a Calisthenes, pariente y discípulo suyo, al enviarle al lado de Alejandro, de hablar lo menos posible, y de medir mucho sus palabras ante aquel hombre que podía dar con una señal la vida o la muerte. Y no debe admirar que la inteligencia humana, facultad de esencia divina, distinga las cosas provechosas de las perjudiciales, cuando los animales, desprovistos de razón, saben, por interés de su propia seguridad, obligarse espontáneamente al silencio, como lo demuestra este hecho de historia natural tan conocido. El calor obliga algunas veces a los patos silvestres a emigrar de Oriente a Occidente: cuando sus bandadas están cerca de atravesar la cordillera del Tauro, donde abundan las águilas, para que no escape ningún grito que revele su llegada a las guaridas de tan temibles enemigos, cogen piedras en el pico, que dejan caer en cuanto, con rápido vuelo, han cruzado aquellas alturas, continuando en seguida su viaje con seguridad completa.