Mientras se ocupaban en Sirmium en informes judiciales, la bocina daba la señal de los combates en Oriente. Reforzado el rey de Persia por las terribles naciones cuyo auxilio había conseguido, deseando extender sus dominios, reunía de todas partes hombres, armas y víveres. Evocáronse los manes, interrogóse a los adivinos, y, cuando todo estuvo dispuesto, el rey esperó la primavera para poner por obra sus proyectos de invasión.
Profundo temor produjeron en los ánimos, vagos rumores al principio, y después detalles más ciertos. Sin embargo, los familiares del palacio, dirigidos por los eunucos, no cesaban día y noche de golpear sobre el mismo yunque, como suele decirse; y, para el crédulo y pusilánime Emperador, Ursicino había venido a ser en cierto modo la cabeza de Medusa. Vencedor de Silvano y designado en seguida para defender el Oriente, como si él solo fuese capaz de ello, soñaba una posición más elevada todavía. Esto repetían continuamente delante del Emperador, y bajo todas las formas; no teniendo otro objeto esta infame maniobra que el de granjearse el favor de Eusebio, prepósito de palacio, de quien podía decirse sin exageración que su señor era quien gozaba de su favor. Eusebio tenía otro motivo de animosidad contra el jefe de la caballería. Este era el único que jamás había recurrido a él, y además, Ursicino se obstinaba en no salir de una casa que tenía en Antioquía, cuya posesión deseaba ardientemente Eusebio. Como la serpiente henchida de veneno, cuyos pequeñuelos apenas comienzan a arrastrarse y ya los enseña a morder, Eusebio educaba a los jóvenes eunucos de la cámara a que aprovechasen, para derribar poco a poco a un hombre honrado, las facilidades de su servicio íntimo, y del encanto de su voz, que continuaba siendo dulce e infantil a los oídos del príncipe, prestándose todos dócilmente a estas lecciones.
Ante tales hechos, podría creerse digna de rehabilitación la memoria de Domiciano, quien, en medio de la justa reprobación inherente a su reinado, tan diferente del de su padre y de su hermano, conserva, sin embargo, el honor de haber dictado la ley más útil de todas; la que prohíbe bajo penas severísimas la castración de los niños en toda la extensión del imperio romano. ¿Qué sería de nosotros si hubiese pululado esta especie de monstruos, cuando siendo tan cortos en número, aun consiguen ser una calamidad?
Quisieron, sin embargo obrar con circunspección contra Ursicino, insinuando que le inspiraría temores otro llamamiento, y que entonces podría muy bien prescindir de consideraciones; siendo mejor esperar una oportunidad para abrumarle de improviso: y, mientras acechaban con impaciencia este momento, Ursicino y yo llegamos a Samosata, en otro tiempo célebre capital del reino de Comageno. Allí recibimos sucesivamente noticias de los acontecimientos de que voy a hablar.
Un tal Antonino, que de rico comerciante había llegado a ser intendente del duque de Mesopotamia, entró después en el cuerpo de los protectores, llegando a adquirir en la provincia mucha fama de talento y prudencia. Amenazado por injustas reclamaciones de la pérdida de considerable caudal, quiso pleitear; pero tenía por contrarios hombres poderosos, y los jueces, inclinándose al más fuerte, consiguieron que el litigante sufriese repetidos descalabros. Lejos de luchar contra la injusticia, tomó el partido de doblegarse y apelar a la destreza, reconociéndose deudor, y fingió abandonar al fisco la cantidad exigida, al mismo tiempo que germinaba en su cabeza siniestro proyecto de venganza. Dedicóse secretamente a enterarse de todos los resortes del Estado y de la administración. Siéndole familiares las dos lenguas, teniendo a su disposición las cuentas, muy pronto combinó el número, fuerza y distribución de los cuerpos de tropas, y el destino ulterior de cada uno en caso de guerra. Su infatigable investigación llegó hasta escudriñar la situación y recursos del armamento, subsistencias y todo lo que compone el material de campaña. Al fin quedó enterado de la parte fuerte y de la débil de nuestro estado militar en Oriente, y reconoció también que la prolongada presencia del Emperador en Iliria, reconcentraba en aquel punto la mayor parte de las tropas y los fondos necesarios para pagarlas. Viendo entonces que se acercaba el término de la obligación que la fuerza y el miedo le habían hecho firmar, y conociendo que era inminente su ruina, porque no podía esperar gracia del gran tesorero, que quería estar bien con la parte contraria, tomó sus disposiciones para huir a Persia con su esposa, sus hijos y lo más precioso que poseía. Con objeto de engañar más fácilmente a los guardias de las fronteras, compró en Haspis, por poco precio, un terreno ribereño del Tigris. De este modo aseguraba con sus frecuentes viajes a la frontera un pretexto que evitaba preguntas, porque los demás propietarios hacían lo mismo. De esta manera, y por medio de criados seguros, que sabían nadar, pudo comunicar frecuentemente con Tamsapor, que le conocía, y mandaba en toda la orilla opuesta. A favor de una escolta de jinetes que éste le envió, Antonino pudo embarcarse con su familia, pasando a la otra ribera, reproduciendo en sentido contrario el hecho de Zopyro, que en otro tiempo entregó Babilonia a Cyro.
Así estaban las cosas por el lado de Mesopotamia, cuando la turba palaciega, hablando siempre en el mismo tono contra el honrado Ursicino, encontró al fin ocasión de perjudicarle. Ahora también le inspiró y secundó la banda de eunucos, gentes que con nada se blandean ni se sacian, y que, privadas de todo humano afecto, se lanzan a la posesión de las riquezas y se abrazan a ellas con el apasionamiento que tendría un padre por su hijo. Concertaron entre ellos que el hombre que les convenía en el mando del Oriente era Sabiniano, viejo decrépito, pero tan rico como inepto y destituido de energía; que se llamaría a Ursicino y sucedería a Barbación en el cargo de jefe de la infantería; y, una vez en su mano aquel ambicioso innovador, tendría bastante con defenderse de las poderosas enemistades que le suscitarían.
Mientras se repartían los papeles en la corte de Constancio como para representar una comedia, o como para señalar los puestos en un festín, y se hacía llevar a cada casa influyente su parte del precio estipulado para el poder que se acaba de vender, Antonino, conducido al cuartel de invierno del rey de Persia, era recibido con los brazos abiertos y se le honraba con la tiara, distinción que confiere el derecho de sentarse a la mesa real, y además el de emitir opinión en los consejos y alternar en las deliberaciones; derecho de que usó ampliamente Antonino, navegando a velas desplegadas, atacando desde luego a la república sin circunloquios ni rodeos, y repitiendo al rey sin cesar, como en otro tiempo Maharbal reconviniendo por su indecisión a Aníbal, «que sabía vencer, pero que no sabía aprovechar la victoria». Como hombre práctico que gozaba de instrucción tan vasta como profunda, encontraba oyentes atentos y maravillados, que no aplaudían, pero que manifestaban a la manera de los Pheacas de Homero, su admiración con su silencio. Su asunto habitual era el período de los últimos cuarenta años, en que, después de una guerra constantemente afortunada, y especialmente después de aquel combate nocturno cerca de Hileia y de Singara, combate tan mortífero para los nuestros, los Persas vencedores se detuvieron de pronto, como si se hubiese interpuesto un facial, dejando intacta a Edessa y sin pisar el puente del Eufrates. Sin embargo, la ocasión era excelente con fuerzas tan poderosas, después de tan brillantes comienzos, para llevar más lejos sus ventajas, en el momento en que el poder romano, presa de los estragos de interminable guerra civil, se extenuaba en esfuerzos y sangre.
De esta manera, en medio de los banquetes en que los Persas, a imitación de los Griegos de otras épocas, celebraban consejo acerca de los asuntos políticos y de guerra, el desertor, que sabía conservar el dominio sobre sí mismo, excitaba constantemente la embriaguez del monarca, aumentaba su confianza en la fortuna, y lo impulsaba a ponerse en campaña en cuanto llegase el verano, prometiendo por su parte su celo y asistencia en caso necesario.
Por este mismo tiempo, Sabiniano, envanecido con su repentina importancia, venía a buscar a Cilicia al hombre a quien debía reemplazar, y le entregaba una carta del Emperador, que le invitaba a presentarse inmediatamente en la corte, donde se le ofrecía puesto más elevado. Ahora bien: las cosas habían llegado en Oriente a un punto tan crítico, que en vez de separar a Ursicino de su gobierno, debieron llamarle a él apresuradamente, aunque hubiesen tenido que ir a buscarle hasta Thule; tan indispensable le hacían en aquel momento su profunda inteligencia y su conocimiento de la táctica especial de los Persas.
La nueva consternó a las provincias: reuniéronse en todas partes los órdenes del Estado y agitóse el pueblo: deliberóse por un lado; vociferóse por otro, y todos decidieron retener de buena o mala manera al defensor común. Recordaban que, quedando solo para defender el país, había sabido con un puñado de soldados, sin brío ni fuerza, y que jamás habían visto la guerra, resistirse durante diez años, sin quedar vencido en ninguna parte. Sabíase, además, para colmo de temores, que al perder a Ursicino, le reemplazaba el hombre más inepto.
Créese generalmente, y yo creo también, que las noticias corren por el aire. Sin duda los Persas se enteraron por este camino, porque deliberaban ya acerca de lo que acababa de ocurrir entre nosotros; y, después de muchos debates, adoptaron al fin en el último consejo el plan que proponía Antonino, fundado tanto en la ausencia de Ursicino, como en la nulidad de su sucesor; plan que consistía en forzar el paso del Eufrates y marchar adelante en línea recta sin exponerse a perder gente ante las plazas fuertes. Adelantándose de esta manera por la celeridad a la noticia de la marcha, su ejército ocuparía sin combatir las provincias que no habían visto enemigos desde el tiempo de Galieno y que se habían enriquecido por larga paz. Ofrecía además Antonino servir de guía, y no podía encontrarse otro mejor. Todos aprobaron el proyecto, y ya no se ocuparon más que de reunir soldados, víveres, armas y todo el material necesario, durando los preparativos el resto del invierno.
Por nuestra parte, una vez desembarazados de los obstáculos de que acabo de hablar, y que nos detuvieron algún tiempo al otro lado del Tauro, nos apresuramos a obedecer al Emperador, y caminamos apresuradamente hacia Italia. Llegados a las orillas del Hebrum, río que tiene su origen en los montes Odrysos, recibimos una carta del Emperador, que nos mandaba emprender en el acto el camino de Mesopotamia; y esto sin acompañamiento alguno, puesto que nuestra misión no era activa, teniendo otro la autoridad. Esta maniobra la habían imaginado los directores del gobierno, cuya intención era, en el caso de que los Persas fracasaran en su empresa, atribuir al nuevo general todo el honor del éxito, y conservar, en caso contrario, un motivo de acusación contra Ursicino como traidor. Después de tantas idas y venidas sin objeto, regresamos, encontrándonos frente a frente con Sabiniano, que nos recibió con desdén. Sabiniano tenía mediana estatura, y estaba tan destituido de valor como de talento; hombre que perdía la serenidad ante el alegre ruido de un festín, siendo imposible resistiese el fragor de la batalla.
Concordando los relatos de nuestros espías con las declaraciones de los desertores acerca de la actividad que desplegaban los Persas en sus preparativos, dejamos a aquel hombrecillo bostezar a su gusto y acudimos a poner a Nisiba en estado de defensa, temiendo que el enemigo, fingiendo no hacer caso de esta plaza, la sorprendiese desprevenida. Mientras apresurábamos los trabajos en el interior de las murallas, aparecieron al otro lado del Tigris columnas de humo y llamas extraordinarias en dirección de Sisara y del fuerte de las Moreras, y, propagándose hasta muy cerca del recinto, revelaban el paso del río por las fuerzas avanzadas del enemigo y el principio de las devastaciones. Salimos apresuradamente, queriendo adelantarnos y cortarles el paso, y a dos millas de las fortificaciones encontramos un hermoso niño llorando: parecía como de ocho años y llevaba collar. Díjonos que pertenecía a buena familia y que, al acercarse el enemigo, su madre lo había abandonado en la precipitación de la fuga. Compadecido el general, me mandó que colocase a aquel niño delante de mí en el caballo y que lo llevase a la ciudad. Pero los exploradores saqueaban ya las cercanías. Temí quedar encerrado, y, dejando el niño en el dintel de una puerta entreabierta, me reuní a toda brida y sin poder respirar a nuestras turmas. Poco faltó para que me cogiesen. El criado de un tribuno, llamado Abdigido, cayó en poder de un grupo, en el momento en que pasaba yo como una flecha. Su amo escapó. Preguntaron al prisionero quién era el jefe que acababa de salir de la ciudad; respondiendo que Ursicino, y que se había dirigido al monte Izalo. En cuanto se enteraron de esto, lo mataron, dedicándose a perseguirnos sin descanso. Gracias a la rapidez de mi caballo conservé ventaja sobre ellos, y cerca de Amudis, fuertecillo deteriorado, vi a los nuestros que descansaban completamente tranquilos, dejando pastar los caballos en los alrededores. Desde lejos levanté los brazos cuanto pude, agitando un paño arrollado de mi túnica, en señal de que el enemigo estaba encima. En seguida se retiraron, y yo también, a pesar del cansancio de mi caballo. Para daño nuestro, la luna estaba en lleno y atravesábamos una llanura igual y despejada, en la que solamente se veía hierba muy corta, sin árboles ni matorrales donde refugiarnos en el caso de que nos estrechasen muy de cerca. En este apuro, se imaginó atar una antorcha encendida en el lomo de un caballo y abandonarlo, después de lanzarlo a la izquierda, mientras que nosotros nos dirigíamos por la derecha a las montañas; siendo nuestro propósito llamar la atención de los Persas hacia aquella luz que verían avanzar lentamente, y que debían creer destinada iluminar los pasos del general. A no ser por esta estratagema, infaliblemente nos rodean y cogen.
Libres del peligro, llegamos a una comarca poblada de viñedos y árboles frutales, llamada Mejacarire por la frescura de sus aguas. Habían huído todos los habitantes, y solamente se encontró un soldado oculto en un parapeto, y que fue llevado ante el general. El temor que mostraba aquel hombre y sus contradictorias respuestas nos lo hicieron sospechoso. Estrecháronle con amenazas, y al fin lo confesó todo, enterándonos de que había nacido en las Galias, entre los Parisios, y que había servido en nuestra caballería, pero que el temor de un castigo merecido le había hecho desertar a los persas; que se había casado con una mujer honrada, de la que tenía hijos; que, empleado como espía por los persas, frecuentemente les había dado útiles noticias, y que en el momento mismo de su captura, regresaba en busca de los generales Tampsapor y Nohodares, que mandaban muchedumbre de merodeadores, para enterarles de lo que había averiguado. Después de obtener de él algunas noticias acerca del enemigo, se le dio muerte.
Apurando el tiempo y siendo mayor cada vez la alarma, marchamos apresuradamente hacia Amida, ciudad tan célebre después por su desastre. Allí, al regresar nuestros exploradores, se nos entregó un pergamino misteriosamente oculto en una vaina y en el que habían trazado caracteres de escritura. El mensaje procedía de Procopio, que, como antes dije, había formado parte de la segunda legación a Persia con el conde Luciliano. Aquel pergamino, redactado de intento en términos obscuros por si caía en manos del enemigo, decía lo siguiente: «El rey viejo ha rechazado a los legados Griegos, cuya vida pende de un hilo. Ya no le basta el Helesponto: muy pronto se le verá unir por medio de puentes las dos orillas del Gránico y del Ryndacio, y lanzar al Asia, para invadirla, pueblos enteros. Por su propio carácter es demasiado irritable y violento, y el sucesor del emperador Adriano de otra tiempo está allí para enardecerle e irritarle cada vez más.» El sentido de estas palabras era que el rey de Persia iba a atravesar el Anzabo y el Tigris, y que, impulsado por Antonino, aspiraba al dominio de todo el Oriente. Cuando, a fuerza de trabajo, se penetró el sentido, se tomó la siguiente acertada disposición.
Ocupaba a la sazón el gobierno de la Corduena, país perteneciente a, los persas, un sátrapa llamado Joviniano, que mantenía con nosotros secreta inteligencia. Designado en otro tiempo en rehenes, había pasado la juventud en Siria, donde tomó afición a los estudios liberales, y deseaba ardientemente volver a nuestro lado para entregarse a su pasión. Fui enviado a él con un centurión, elegido como hombre seguro, con objeto de obtener datos ciertos relativamente a la invasión; teniendo que recorrer para llegar hasta él caminos apenas trazados entre ásperos montes y precipicios. Reconocióme en seguida, y en cuanto le dije sin testigos el objeto de mi viaje, me dio un guía discreto, muy conocedor del terreno. El guía me llevó a alguna distancia de allí, sobre un peñasco bastante alto, para que una vista penetrante pudiese reconocerlo todo hasta cincuenta millas de distancia. Dos días enteros permanecimos de observación sin ver nada. Pero al amanecer del tercero, todo el espacio circular que abrazaba la vista, y que llamamos horizonte, pareciónos que se llenaba de innumerables muchedumbres armadas. El rey aparecía al frente con su traje más brillante. A su izquierda marchaba Grumbates, rey de los Chionitas, hombre de mediana edad, lleno ya de arrugas, pero de corazón esforzado y que había ilustrado su nombre con más de una victoria. A su derecha estaba el rey de los Albaneses, igual al anterior en rango y consideración. Después venían muchos jefes distinguidos y poderosos, y en seguida una multitud guerrera, lo más escogido de las naciones vecinas y endurecida desde antiguo en las fatigas y peligros. Refiera la Grecia como le plazca la gran revista pasada en Dorisco de Tracia y la fabulosa reunión celebrada en estrecho recinto; nosotros, más circunspectos o más tímidos, solamente consignamos lo que puede demostrarse por testimonios seguros e incontestables.
Después que los reyes aliados atravesaron Nínive, ciudad principal del Adiabeno, continuaron resueltamente la marcha, habiendo celebrado un sacrificio en medio del puente del Anzabo, y consultado las entrañas de las víctimas, que se mostraron favorables. Por nuestra parte, calculando que el resto del ejército emplearía por lo menos tres días en desfilar, volvimos rápidamente junto al sátrapa para descansar de nuestras fatigas. En seguida, con la energía que da la necesidad, regresamos a los nuestros, atravesando con más velocidad de la que creíamos el desierto que nos separaba de ellos. Entonces pudimos darles la seguridad de que los persas habían construido un puente de barcas y que caminaban en línea recta, como conocedores del terreno. Inmediatamente se expidieron jinetes llevando ordenes a Cassio, duque de Mesopotamia, y a Eufronio, gobernador de la provincia, para que replegasen los habitantes con los ganados; evacuar la ciudad de Carras, cuyas murallas se encontraban en mal estado, y en fin, que incendiasen las mieses para que el enemigo no encontrase subsistencias en ninguna parte; todo lo cual se ejecutó inmediatamente. Las mieses que comenzaban a madurar y hasta las hierbas más tiernas fueron pasto de las llamas, hasta el punto que desde el Tigris al Eufrates no se veía rastro de verdura. En aquel incendio perecieron multitud de fieras, y especialmente leones, que en aquel país son extraordinariamente feroces, pero a los que una causa puramente local muchas veces hiere de muerte o deja ciegos, como vamos a ver. Encuéntranse estos animales casi siempre en los matorrales y espesuras, entre los dos ríos. Durante el invierno, que es muy benigno, no hacen daño alguno; pero en cuanto el sol lanza sus rayos de estío sobre aquellas abrasadas tierras, y ardiente vapor comienza a caldear la atmósfera, nubes de mosquitos, inevitable azote de aquellas comarcas, no dejan a los leones momento de descanso. Estos insectos se ceban en los ojos, cuya brillantez y humedad les atrae, se clavan en las membranas de los parpados y las acribillan con sus picaduras. Exasperados los leones, o se arrojan al agua y se ahogan, al querer librarse de aquella insoportable tortura, o se clavan las uñas en los ojos, se los rompen y enloquecen de furor. A no ser por esto, todo el Oriente estaría infestado de tales fieras.
Mientras, como ya hemos dicho, quemaban los campos, destacamentos de protectores, mandados por tribunos, cubrían la orilla citerior del Eufrates con parapetos y empalizadas, proveyéndola además de máquinas de guerra en todos los puntos donde permitía colocarlas el terreno al abrigo de las aguas. En medio de esta actividad, estimulada por el conocimiento del peligro en la ciudad de una guerra de exterminio, el jefe, tan acertadamente elegido para hacer frente, Sabiniano, pasaba tranquilamente el tiempo en medio de las tumbas, figurándose sin duda que, estando en paz con los muertos, nada tenía que temer de los vivos; y, por extraño y siniestro capricho, divertíase en turbar el profundo silencio de aquellos parajes haciendo tocar a su presencia los cantos guerreros de la pírrica para desquitarse de la falta de espectáculos. La idea de funesto presagio inherente a tales actos, se une también al relato que de ellos se hace; pero al menos puede impedir que el ejemplo sea contagioso.
El ejército de los persas dejó a un lado Nisiba, sin dignarse detenerse en ella. Pero extendiendo por todas partes sus estragos el fuego, para no exponerse a carecer de subsistencias, tuvo que seguir por el pie de las montañas, buscando valles donde quedase alguna vegetación, llegando muy pronto a la quinta de Babasen. Desde aquí hasta Constantina, en un espacio de cerca de cien millas, reina absoluta sequía, sin encontrarse más agua que la poca que proporcionan los pozos. Los jefes vacilaron por largo tiempo; pero confiando en la energía física de sus soldados, iban a continuar hacia adelante cuando les informaron de que repentina licuación de nieves había engrosado el Eufrates, haciéndole invadeable. Este contratiempo destruía sus esperanzas. Necesario era esperar ocasión y que la casualidad la presentase. En tan crítica circunstancia celebróse urgente consejo, invitando a Antonino para que manifestase su opinión; aconsejó éste que se inclinasen a la derecha, y, por medio de largo rodeo, ganaran las fortalezas de Barzala y Laudias, ofreciéndose a servir él mismo de guía: así atravesarían una comarca fértil en toda clase de productos, que había quedado intacta por la marcha del ejército en línea recta; y el río allí, cercano a su nacimiento, y sin haber recibido afluentes, ofrecería cauce fácilmente vadeable. Recibióse con aplauso la proposición; le invitaron a mostrar el camino, que debía conocer bien, y todo el ejército, cambiando de dirección, siguió sus pasos.
Enterados en seguida de este movimiento por nuestros exploradores, nos dispusimos para trasladarnos en seguida a Samosata, pasar allí el río y, después de cortar los puentes de Zeugma y de Carpesana, procurar, con el auxilio divino, rechazar al enemigo. Pero un accidente tan funesto como ignominioso, que debería sepultarse en eterno silencio, desconcertó nuestras medidas. Teníamos por este lado un puesto avanzado de dos turmas, compuestas de setecientos caballos, que habían enviado de Iliria como refuerzo; tropa enervada y sin valor que, temiendo una sorpresa nocturna, había abandonado la custodia de la calzada al obscurecer, es decir, a la hora precisamente en que era necesario vigilar más, y ocupar hasta el sendero más insignificante. Observaron los persas esta circunstancia, y aprovechando la doble embriaguez del vino y del sueño en que estaban sumidos aquellos hombres, pasaron sin ser vistos cerca de veinte mil, mandados por Tamsapor y Nohódaros, y se emboscaron detrás de las alturas inmediatas a Amida.
Apenas había amanecido y estábamos en marcha hacia Samosata, como ya he dicho, cuando desde una altura se descubrió considerable reflejo de armas; y a los gritos de ahí está el enemigo, se dio la ordinaria señal de combate. Hízose alto, se estrecharon las filas. Nuestra retirada era muy insegura, porque estando tan cerca el enemigo, no habría dejado de perseguirnos. Atacar era correr a segura muerte, teniendo enfrente fuerzas tan superiores, sobre todo en caballería, y nos preguntábamos aún qué íbamos a hacer, cuando ya era inevitable el combate y habían caído algunos de los nuestros que se adelantaron demasiado. En el momento en que se reunían los dos bandos, Ursicino reconoció a Antonino, que estaba al frente de las fuerzas enemigas; dirigióle abrumadoras reconvenciones y le trató de desertor e infame. Antonino, quitándose la tiara, signo de su dignidad, echó pie a tierra, e inclinándose hasta el suelo, con las dos manos unidas a la espalda (el saludo más humilde entre los asirios), dio a Ursicino los nombres de amo y señor, diciéndole: «Perdona, ilustre conde, una acción que reconozco culpable, y a la que únicamente ha podido impulsarme la necesidad. Me ha perdido el inicuo encarnizamiento de implacables acreedores. Tú mismo lo sabes, puesto que tu alta intervención ha sido impotente contra su avidez.» Dichas estas palabras, se retiró de espaldas, en señal de respeto, hasta que perdió de vista a su interlocutor.
En el transcurso de media hora había ocurrido todo esto, y de pronto nuestro última fila, que coronaba la colina, gritó que una nube de catafractos acudía a toda brida a cogernos por la espalda. Entonces, como de ordinario sucede en los casos desesperados, oprimidos por todas partes por masas innumerables, no supimos qué hacer ni qué evitar, y comenzó la dispersión en todos sentidos. Pero el enemigo nos tenía encerrados en un círculo, y nuestros mismos esfuerzos por huir nos arrojaba en medio de sus filas. Solamente se pensaba ya en defender la vida; pero combatiendo vigorosamente, nos vimos arrojados hasta las escarpadas riberas del Tigris, cayendo muchos al río, en el que algunos, enlazando los brazos, consiguieron no separarse de los puntos vadeables; otros perdieron pie y se sumergieron. Estos peleando esforzadamente hasta el último momento y con diferente éxito, aquéllos perdiendo la esperanza de resistir, procuraron llegar a las gargantas más inmediatas del monte Tauro; y entre estos se encontraba nuestro general, a quien vi en un momento rodeado con el tribuno Ajadatho y un solo criado, debiendo la vida a la ligereza de su caballo.
Separado de mis compañeros, miraba en derredor qué debía hacer, cuando vi a Verenniano, compañero mío en los protectores, que tenía un muslo atravesado por una flecha. A ruego suyo procuré extraérsela, cuando viéndome rodeado y rebasado ya por un grupo de persas, emprendí vertiginosa carrera hacia la ciudad, que, muy escarpada por el lado donde nos empujaba el enemigo, solamente es accesible por un sendero abierto en la roca y estrechado más y más por moles artificiales. Allí permanecimos hasta la mañana siguiente, confundidos con los persas, que habían penetrado mezclados con nosotros, y en tal confusión, que no encontraban los cadáveres espacio para caer, y que un soldado, que tenía la cabeza partida por espantosa cuchillada, permanecía de pie como una estaca delante de mí, sostenido por todos lados. La proximidad de las paredes nos preservaba de una nube de dardos que lanzaban las máquinas desde lo alto de las murallas. Al fin nos abrieron una puerta y encontré invadida la ciudad por una multitud de hombres y mujeres. En efecto, aquel día se celebraba una gran feria que tenía lugar periódicamente en los arrabales, a la que afluía la población de las campiñas inmediatas. En el interior se alzaba confuso vocerío, lanzando lastimosos gritos los que se encontraban mortalmente heridos; quejándose otros por las pérdidas que habían experimentado, o llamando a voces a los que les eran queridos, y que, en la confusión, no podían ver.
Al principio no fue Amida más que un caserío; pero Constancio, siendo César, concibió el proyecto, cuando estaba edificando otra ciudad, la de Antoninópolis, de convertirla en refugio seguro para la población de los alrededores. Rodeóla de muros y de torres, y estableció un depósito de máquinas de muralla; haciéndola, en una palabra, temible plaza fuerte, y queriendo darle su nombre. Por el lado austral la baña el Tigris, que forma recodo en aquel punto, cercano de su nacimiento; al Oriente, domina las llanuras de la Mesopotamia; al Norte, tiene cerca el río Ninfeo, y por baluarte las cimas del Tauro, que forman las fronteras de la Armenia y de las regiones transtigritanas; y por el lado del Oeste toca a la Comagena, comarca muy fértil y bien cultivada, donde se encuentra la ciudad de Abarno, famosa por sus aguas termales. En el centro de la misma Amida, al pie de la fortaleza, brota abundante manantial de agua potable, pero que, por efecto de los fuertes calores, toma olor mefítico. Formaba la guarnición de esta ciudad la quinta legión párthica y un cuerpo de caballería formado en el país, que no era despreciable. Pero la irrupción de los persas había hecho acudir allí seis legiones, que se adelantaron al enemigo bajo sus murallas, por medio de una marcha forzada, poniendo la plaza en respetable pie de defensa. Dos legiones de éstas llevaban los nombres de Magnencio y de Decencio, y el Emperador, que desconfiaba de ellas después de la guerra civil, las había relegado al Oriente, donde no podían temerse conflictos más que con los extraños. Las otras cuatro legiones eran la décima, la trigésima y otras dos formadas con los soldados superventores y preventores, bajo el mando de Eliano, que recientemente había ascendido a conde. Recordaráse el aprendizaje de esta tropa en Singara, siendo bisoña entonces, y la matanza que hizo en los persas dormidos, en una salida que dirigió el mismo jefe, que entonces no era más que simple protector. Allí se encontraba también la mayor parte de los sagitarios comites, cuerpo reclutado entre los bárbaros de condición libre, elegidos por su vigor y destreza en el manejo de las armas.
En el momento de este inesperado triunfo de su vanguardia, aprovechaba Sapor el consejo de Antonino, y al salir de Babasa, se dirigía a la derecha por Horren, Mejacarire y Charcha, como si no tuviese propósito alguno sobre Amida. En su camino encontró los dos fuertes romanos, Rema y Busa, enterándose por un desertor que la fortaleza de aquellas dos plazas había decidido a muchos particulares a depositar en ellas sus riquezas como en lugar seguro, diciendo que, además de los tesoros, se encontraba allí una mujer singularmente hermosa con una hija pequeña. Era esta mujer la esposa de Craugaso, individuo influyente y distinguido del cuerpo municipal de Nisiba.
El cebo del botín excitó a Sapor, que inmediatamente atacó a los dos fuertes, no dudando tomarlos, como así sucedió, porque consternadas las guarniciones a la vista de tantos enemigos, sólo pensaron en rendir las plazas con todos los refugiados. A la primera intimación entregaron las llaves, abrieron las puertas, y cuanto encerraban fue abandonado al vencedor. Viéronse entonces filas de temblorosas mujeres, de niños en brazos de sus madres, haciendo en tan tierna edad el aprendizaje de la desgracia. El rey preguntó por la esposa de Craugaso, le dijo que se acercase sin temor, y viéndola cubierta con un velo negro que le caía hasta los pies, le aseguró bondadosamente que se respetaría su pudor y que volvería a ver a su marido, de quien sabía estaba apasionado de su esposa, esperando conseguir por este medio la rendición de Nisiba. Sin embargo, extendió igual protección a las vírgenes consagradas según el rito de los cristianos al servicio de los altares, permitiéndoles continuar sin temor sus prácticas religiosas. Con esta ostentación de clemencia procuraba atraerse aquellos a quienes asustaba su reputación de barbarie; esperando convencerles con estos ejemplos de que sus costumbres se habían dulcificado y de que su extraordinaria fortuna no le hacía olvidar los sentimientos humanitarios.
LIBRO XIX
Intima Sapor la rendición a los habitantes de Amida, recibiéndole éstos con flechas y dardos de balista.—Renueva la intimación el rey Grumbates y cae muerto a su lado su hijo.—Sitio de Amida; doble asalto de los Persas.—Propone Ursicino un ataque nocturno a los sitiadores y se opone Sabiniano.—Declárase la peste en Amida, desapareciendo a los diez días merced a ligera lluvia.—Causas y variedades de este azote.—Nuevo asalto a la ciudad combinado con una sorpresa en el interior, por medio de un paso secreto entregado por un desertor.—Una salida de las fuerzas galas hace mucho daño a los Persas.—Construyen torres y otras obras de sitio que incendian los Romanos.—Los Persas se apoderan de la ciudad por medio de terrazas que consiguen apoyar en las murallas.—Ammiano escapa a favor de la noche y consigue llegar a Antioquía.—Los jefes romanos que mandaban en Amida son condenados a muerte o aprisionados.—Craugaso, ninivita, pasa a los Persas, arrastrado por el deseo de ver a su esposa.—El temor de escasez ocasiona sediciones en Roma.—Los Sármatas limigantos, so pretexto de pedir la paz, atacan al Emperador, siendo rechazados con grandes pérdidas.—Numerosas acusaciones y condenaciones por el delito de lesa majestad.—Latrocinios de los isauros reprimidos por el conde Lauricio.
Enorgullecido el rey Sapor por la captura y esperando nuevos triunfos, marchó reposadamente hacia Amida, a donde llegó el tercer día. Al amanecer el siguiente, cuanto abarcaba la vista brillaba con el resplandor de sus armas, llenando valles y colinas innumerable caballería cubierta de hierro. Delante de los caballos veíase al rey, que se destacaba por su elevada estatura y por el gorro de oro sembrado de pedrería con que se cubría en vez de diadema y que figuraba una cabeza de carnero; y además por la comitiva de príncipes de diferentes naciones, señal de su poder soberano. Persuadida estaba la guarnición de que, siguiendo el consejo de Antonino, no haría más que pasar por delante de la ciudad, limitándose a hacer una intimación. Pero el Numen celestial, queriendo sin duda circunscribir en un punto el azote que amenazaba al Imperio, inspiraba al monarca ilimitada confianza, creyendo que, solamente con su presencia, aterrados los sitiados, acudirían a pedirle de rodillas la vida. Por esta razón se le vio con su regia comitiva caracolear delante de las puertas de la ciudad y hasta acercarse lo bastante para que se pudiesen distinguir fácilmente sus facciones. Su brillante ropaje le hizo blanco en seguida de una nube de dardos y flechas, estando a punto de caer bajo un dardo de muralla; pero escapó con un rasgón en las ropas, gracias a una nube de polvo que no permitía apuntar, conservando la vida para destrucción de otras muchas.
No le hubiese parecido más sacrílega la violación de un templo: aquello era un atentado al soberano de tantos pueblos y reyes; y en el acto mismo habría intentado supremos esfuerzos contra la ciudad culpable, a no haber intervenido los jefes para reconvenirle dulcemente por aquel arrebato que comprometía el éxito de una grande empresa. Consiguieron calmarlo, pero decidió hacer una intimación a la ciudad a la mañana siguiente.
Encargóse de esta misión Grumbates, rey de los chionitas; y, en cuanto amaneció, avanzó resueltamente hacia las murallas este príncipe, acompañado por excelente escolta. Pero en cuanto estuvo a tiro, un dardo lanzado por experta mano hirió en un costado a su hijo, joven que sobresalía entre todos los de su edad en estatura y elegancia, atravesándole la coraza y el pecho de parte a parte. Al verle caer, todos se dispersaron; pero en seguida, obedeciendo al deber, volvieron junto al cadáver, para impedir que lo arrebatasen. Sus gritos de venganza llamaron entonces a las armas a aquella multitud de naciones, cambiándose furiosa nube de dardos, cayendo multitud de soldados de una y otra parte, y la matanza se prolongó hasta entrada la noche, cuya obscuridad apenas ocultó la retirada del cadáver, entre montones de muertos y arroyos de sangre. Tal fue en otro tiempo bajo las murallas de Troya aquella sangrienta lucha en que se disputaron dos ejércitos el exánime compañero del héroe de Tesalia. Toda la corte persa y todos los jefes confederados lloraron con el padre a aquel noble joven tan universalmente querido como digno de serlo; ordenándose una suspensión de hostilidades para celebrar sus exequias según el rito de su nación. Revestido el cadáver con su armadura fue expuesto en un estrado espacioso y alto, rodeado de diez lechos funerarios, en cada uno de los cuales estaba depositada la efigie, cuidadosamente imitada, de un cadáver sepultado. Los hombres, agrupados por tiendas y manípulos, pasaron los siete días siguientes en festines alternados con danzas e himnos fúnebres en honor del joven héroe. Las mujeres, por su parte, prorrumpían en sollozos y gemidos, y se golpeaban el pecho exclamando que habían tronchado en flor la esperanza de la patria; imitando en las demostraciones de su dolor a las sacerdotisas de Venus cuando celebran las fiestas de Adonis, símbolo místico de la reproducción de los bienes de la tierra.
Cuando las llamas consumieron el cadáver, recogieron las cenizas en una urna de plata, que, por decisión del padre, se depositaría al regreso en el suelo natal. Celebróse en seguida consejo y se acordó ofrecer el incendio de la ciudad y su total destrucción en expiación a los manes del joven; negándose Grumbates a escuchar toda proposición de ponerse en marcha antes de haber vengado a su hijo único. Dedicáronse al descanso dos días; sin embargo, grupos numerosos salieron a talar los campos inmediatos, cuyo rico cultivo ofrecía por todas partes la floreciente imagen de la paz. Al amanecer el día tercero formóse alrededor de la ciudad un cinturón de cinco filas de escudos. Innumerable caballería llenó el espacio en cuanto alcanzaba la vista, acudiendo cada cuerpo, marchando despacio, a ocupar el puesto que le había designado la suerte. El ejército persa formó círculo completo alrededor de la ciudad, habiendo tocado a los chionistas la parte de Levante, punto en que, por casualidad que nos fue fatal, había muerto su joven príncipe. Los vertes se formaron por el lado del Mediodía y los albaneses al Norte: a Poniente se presentaban en batalla los segestanos, que eran los más temibles de aquellos guerreros; y en medio de ellos avanzaban lentamente los elefantes, que, como ya hemos dicho, son a propósito para inspirar terror, pareciendo movibles fortalezas aquellos monstruos de rugosa piel, cargados de hombres armados.
Al ver aquel levantamiento en masa de pueblos conjurados para la destrucción del mundo romano, y que detenía un momento su marcha para aplastarnos al paso, se extinguió en nosotros toda esperanza de salvación, no pensando cada cual sino en conseguir gloriosa muerte y en adelantar el momento todo lo posible. Desde el amanecer hasta la postura del sol permanecieron inmóviles las líneas enemigas, como clavadas en el suelo y guardando profundo silencio, sin que se oyera siquiera el relincho de un caballo. El regreso se verificó en el mismo orden que observaron al ocupar las posiciones, para tomar alimento y dormir un poco. Pero en cuanto amaneció, al sonido de trompas que parecían anunciar la última hora de la ciudad, comenzó de nuevo el terrible cerco. A la conocida señal de un dardo ensangrentado, lanzado al aire por Grumbates, que representaba en esta ocasión el papel de facial, según costumbre de su país y del nuestro, terrible ruido de armas estalló de pronto, y el ejército persa, todo entero, se lanzó como un torbellino contra las murallas, desencadenándose entonces con horrible violencia la tormenta guerrera, rivalizando en velocidad aquella espantosa masa de caballería, disputándose todos el primer puesto en la lucha; y los sitiados, por otra parte, oponiendo a todos sus esfuerzos obstinación tan ardiente como inflexible.
Muchas cabezas enemigas quedaron destrozadas a los golpes de las piedras que lanzaban nuestros escorpiones; muchos cadáveres quedaron en el suelo, atravesados por nuestras flechas y nuestros dardos. Multitud de heridos se replegaron rápidamente sobre aquellos que avanzaban para contenerles; pero las pérdidas por el lado de la ciudad también eran grandes y dolorosas, estando el cielo verdaderamente obscurecido por las flechas de los Persas. El juego de las máquinas de guerra que habían cogido en el saqueo de Singara, fue fatal a muchos de los nuestros. Solamente se dejaba por un momento la muralla por turno y para volver en cuanto se recobraban fuerzas. Aquí el herido que volvía al combate caía para no levantarse más, y, al caer, arrastraba consigo al compañero. Otro, vivo todavía, pero cubierto de flechas, buscaba por todas partes mano que se las arrancase de las heridas; siendo tan grande la sed de sangre por una y otra parte, que la matanza duraba a la caída de la tarde, calmando apenas al obscurecer. Unos y otros pasamos la noche con las armas en la mano. Los ecos de las colinas repetían los gritos de los dos ejércitos; ensalzaban los nuestros las virtudes de Constancio, saludándole como señor del mundo y dominador supremo; y los Persas dando a. Sapor los títulos de Saasan y Pirosen, palabras que equivalen en su lengua a las de rey de reyes y triunfador.
Antes de amanecer sonaron las trompas y, animados por igual furor, las innumerables huestes avanzaron como aves de paso. Por todos lados a la vez no se veía a lo lejos otra cosa que el brillo de las armaduras de los bárbaros. De pronto lanzaron fuertes gritos y corrieron confusamente hacia la ciudad; pero les recibió una nube de dardos lanzados desde las murallas, y, probablemente ninguno se perdió en medio de aquellas masas profundas y compactas. Por nuestra parte, rodeados, estrechados por aquella multitud de enemigos, lo repito, menos pensábamos en conservar la vida que en morir como valientes. Así se peleó hasta el obscurecer, sin que se inclinase a ningún lado la victoria y con más encarnizamiento que orden y prudencia; porque los gritos confundidos de los que mataban y morían comunicaban a todos esa febril exaltación que hace no se piense en preservarse. Al fin llegó la noche a poner tregua en la matanza, tregua que prolongó el cansancio de los dos bandos. Pero este intervalo, que debió dedicarse al descanso, se empleó en trabajo continuo, cuyo exceso, unido al insomnio, consumió las fuerzas que nos quedaban. También se debilitaba el valor al ver las sangrientas heridas y pálido rostro de los moribundos, a quienes, por falta de terreno, había de negárseles hasta la sepultura. En efecto; además de la presencia de siete legiones, llamadas con algunas otras fuerzas a la defensa de la ciudad, había afluido a ella del exterior confusa multitud de toda edad y sexo, encontrándose lo menos veinte mil hombres en su estrecho recinto. Cada cual, por lo tanto, cuidaba como podía sus propias heridas y con los recursos que encontraba. Más de un agonizante exhalaba el último suspiro al perder toda su sangre en el punto mismo donde le derribó el golpe. Otro, viviendo todavía, aunque traspasado de parte a parte, veía a los peritos negarle su asistencia, para ahorrarle inútiles sufrimientos; y aquél, soportando la extracción de las flechas que le habían herido, sufría mil muertes por una curación dudosa.
Mientras sostenía Amida aquella terrible lucha, desesperaba a Ursicino su posición subalterna; y Sabiniano, cuya autoridad era entonces superior a la suya, no se movía de entre las tumbas. No cesaba Ursicino de exhortarle a que reuniese todos los vélites e interviniese con marcha rápida siguiendo la falda de las montañas; pudiéndose esperar con tropas tan ligeras, apoderarse de las guardias avanzadas del enemigo, y romper por algún punto, en un ataque nocturno las líneas que formaban alrededor de las murallas, y si no, multiplicar las sorpresas para separar de los trabajos de sitio los esfuerzos de los sitiadores. Sabiniano calificó este proyecto de desobediencia y presentó una carta del Emperador en la que mandaba terminantemente que no se hiciese más que lo posible sin mover las tropas. Pero se guardó mucho de enterar a Ursicino de la recomendación expresa que había recibido de la corte de evitar, aunque padeciese el Estado, toda ocasión en que su enérgico predecesor pudiese adquirir gloria: y se iba a llegar hasta a sacrificar una provincia para quitar a aquel gran general el honor, aun compartido, de una acción brillante. Paralizado por estas maquinaciones, Ursicino, a quien preocupaba mucho nuestra situación, estaba reducido a comunicar con nosotros por medio de mensajeros, cosa que frecuentemente era muy difícil, atendido el rigor del bloqueo en que el enemigo tenía a la plaza, y a formar plan sobre plan, sin poder ejecutar ninguno; semejante a un león terrible que, privado de uñas y dientes, ve a sus cachorros en las redes y no se atreve a lanzarse a socorrerles.
Pero en la ciudad, cuyas calles estaban sembradas de cadáveres, cuando faltaron brazos para enterrarlos sobrevino la peste, aumentando las calamidades que ya existían, efecto inevitable de tantas emanaciones pútridas combinadas con el calor de la estación y el estado enfermizo de la población aglomerada. Diré algo acerca de las causas de este azote y de sus variedades. En opinión de los filósofos y de los médicos más hábiles, debe atribuirse la peste al exceso de frío o de calor, de sequía o de humedad. En los países húmedos y pantanosos, el mal se manifiesta por accesos de tos y padecimientos de los ojos; en los climas cálidos, por fiebre lenta y síntomas de inflamación. Pero tanto como el fuego supera en actividad a los demás elementos, así la sequía sobrepuja a todo principio deletéreo, como lo demuestra aquella mortandad espantosa que experimentó el ejército griego por efecto de los rayos de Apolo, es decir, por la acción de un sol ardiente durante aquella lucha terrible que sostuvo durante diez años, para que un regio raptor no gozase en paz del precio de un adulterio; testigo el relato que hace Tucídides del desastre de los Atenienses, diezmados, al principio de la guerra del Peloponeso por este azote destructor que, naciendo bajo el cielo abrasador de la Etiopía, y acercándose poco a poco, concluyó por invadir el Ática. Atribuyen algunos esta funesta influencia a la corrupción del aire o del agua, viciada por los miasmas de la putrefacción animal o por otra causa análoga: estando por lo menos averiguado que una sencilla variación atmosférica basta para molestar, cuando es repentina. Ven otros la causa inmediata de la muerte en la supresión del sudor, que el aire, condensado por ciertas emanaciones terrestres, detiene al salir de los poros. Así es que, según Homero, y como la experiencia acredita, cuando se declara la peste alcanza a los animales lo mismo que al hombre, y como su conformación les acerca más al suelo, sucumben más pronto.
Desígnase la primera especie de peste con el nombre de pandemia, y casi constantemente se encuentra en los países donde domina la sequía, manifestándose por un ardor interno que no deja descanso a los enfermos. La segunda, conocida con el de epidemia, tiene apariciones periódicas; turba la vista y altera los humores. La tercera, llamada lemodes, reina accidentalmente, pero hiere y mata como el rayo. La peste de Amida pertenecía a esta temible especie; sin embargo, solamente arrebató corto número de personas, a quienes el excesivo calor y dificultades de la aglomeración predisponían al ataque. Al fin, en la noche siguiente al décimo día sobrevino ligera lluvia, que purificó el aire de toda influencia morbosa y nos devolvió la salud.
Entretanto nuestro vigilante enemigo construía manteletes, rodeaba las murallas de terrazas, elevaba torres cubiertas de hierro por delante y armada cada una con una balista destinada a barrer los parapetos; y todo esto mientras sus honderos y arqueros nos abrumaban sin interrupción con una nube de piedras y flechas. Como ya he dicho, en la guarnición había dos legiones recientemente sacadas de la Galia, y que habían peleado por Magnencio. Formábanlas hombres atrevidos y dispuestos, excelentes para campo abierto, pero que nada entendían de la defensa de una plaza, y hasta más a propósito para estorbar las operaciones que para secundarlas. Incapaces de manejar una maquina, de contribuir a la ejecución de ningún trabajo, no sabían otra cosa que exponerse temerariamente en. salidas intempestivas, de las que regresaban siempre numéricamente debilitados después de pelear valerosamente, pero sin contribuir más a la defensa que aquel que, para extinguir un incendio, llevase, como dice el proverbio, el agua en el hueco de las manos. Sordos a los ruegos de los tribunos, al fin se les negó la apertura de las puertas, y rugían como fieras por su forzosa inacción. Sin embargo, no pasaron muchos días sin que mostrasen brillantemente, como más adelante se verá, de lo que aquellos soldados eran capaces.
En un punto de la parte meridional de las fortificaciones que domina el Tigris, se alzaba sobre una roca cortada a pico una torre colosal, desde cuya parte superior no se podía mirar sin experimentar vértigos al abismo que se abría al pie. En el piso inferior de esta torre desembocaba un paso secreto abierto en la misma base del peñasco, por el que se subía merced a escalones hábilmente labrados, hasta el nivel de la ciudad. Este camino subterráneo lo habían abierto para poder sacar ocultamente agua del río. Según creo, existen pasos como éste en todas las fortalezas próximas a alguna corriente. Como lo escarpado de esta parte de la ciudad hacía menos activa la vigilancia, setenta arqueros de la guardia del rey de Persia, elegidos entre los más resueltos y seguros de su destreza, penetraron a media noche en aquella obscura galería, guiados por un vecino de la ciudad que había pasado al enemigo. Favorecido este grupo por la lejanía de las guardias, que no podían oírles, se deslizaron uno a uno en la torre, subiendo hasta la plataforma del tercer piso, y allí permanecieron ocultos hasta el amanecer, a cuya hora enarbolaron una túnica roja, que era la señal del asalto. En seguida, al ver su ejército que se desplegaba en derredor de la ciudad, vacían a los pies sus carcajes, lanzan fuertes gritos para animar a sus compañeros y comienzan a lanzar las saetas aquí y allá con admirable precisión. Acto continuo se pone en movimiento el ejército de los persas, y sus compactas masas se lanzan sobre la ciudad con mayor furia que antes. Se vacila, no se sabe al punto donde acudir, si al enemigo que lanza la muerte sobre nuestras cabezas, o a aquella inmensa multitud dispuesta ya a escalar nuestras murallas. Al fin se divide la defensa; elígense cinco balistas de las más transportables; colócanlas contra la torre y las saetas parten con tal fuerza, que a veces traspasan dos arqueros a la vez. Pronto quedó limpio el puesto; unos caen heridos mortalmente, los otros se precipitan espantados ante el solo silbido de las máquinas, y se rompen los miembros en la caída. Terminada esta ejecución, tranquilos los sitiados por esta parte, se apresuran a colocar de nuevo en su puesto las balistas, y todos los esfuerzos se dirigen a la defensa de las murallas. La indignación contra el traidor redoblaba la energía de los soldados, no habiendo ninguno que no corriese animosamente a las murallas y con pie más firme que en campo raso. Sus brazos imprimían hasta a los dardos más pesados fuerza y rapidez tan extraordinarias, que los vertes que atacaban por el lado de mediodía, no pudieron resistir y tuvieron que retirarse a su campamento, con sensibles pérdidas que lamentar.
Parecía que la fortuna nos favorecía. La jornada había sido fatal para el enemigo, y casi sin pérdidas para nosotros. Empleamos la noche en descansar de nuestras fatigas, y al amanecer vimos desde las murallas confusa multitud que se dirigía al campamento enemigo: era la población entera de Ziata, cautivada después de la sorpresa de aquella plaza. La fuerza y la magnitud de su recinto, que tenía diez estadios de circuito, habían hecho que generalmente la eligieran por punto de refugio. Otras muchas ciudades habían sido sorprendidas también y entregadas a las llamas, haciendo los persas millares de esclavos. Entre la multitud de cautivos encontrábanse ancianos enfermos y mujeres de avanzadísima edad, y cuando faltaban las fuerzas a algunos de estos desgraciados, extenuados por la duración de la marcha, cortábanles los tendones o los jarretes y los dejaban en el sitio.
Conmovidos los soldados galos por aquel doloroso espectáculo, quisieron hacer una salida, amenazando a sus tribunos y a sus primipilarios con la muerte si persistían en retenerlos. El enardecimiento era general, pero el momento estaba mal elegido. Como fieras encerradas en jaulas, enfurecidas por el olor que exhala la carne sangrienta y cuya rabia se estrella impotente contra las rejas, golpeaban con las espadas las puertas, cuya clausura se había dispuesto, como antes dije. Tormento grande era para su orgullo pensar que, al sucumbir la ciudad, perecerían bajo sus ruinas, sin dejar el recuerdo de algún brillante hecho de armas; o bien que podría el enemigo levantar el sitio antes que ellos hubiesen hecho nada para sostener la fama del valor galo. Sin embargo, en sus frecuentes salidas, habían contribuido mucho a la destrucción de las obras del enemigo, habían dado muerte a considerable número de trabajadores, y, prodigando su sangre, dado al menos pruebas de su valor.
Siendo impotentes nuestros consejos, y siendo imposible contenerles por más tiempo, necesario fue consentir, con la condición de un aplazamiento, que aceptaron murmurando, para que cayesen sobre los puestos avanzados de los Persas, que solamente distaban de la plaza un tiro de flecha; y hasta se les autorizó para pasar más adelante si conseguían vencer aquel primer obstáculo; porque en este caso cabía creer que podrían hacer extraordinaria matanza. Entretanto la guarnición se defendía vigorosamente desde las murallas, trabajando o peleando de día, vigilando de noche y colocando en los parapetos máquinas para lanzar saetas o piedras. Al mismo tiempo los Persas hicieron que sus peones levantasen dos terrazas muy altas, procediendo con mucha lentitud a esta operación, que les aseguraba la captura de la ciudad. Por nuestra parte, con grandísimos esfuerzos de brazos, levantábamos andamios sobre las murallas, elevándolos al nivel de las terrazas, procurando darles la firmeza necesaria para resistir la enorme carga que habían de soportar.
Imposible contener por más tiempo la impaciencia de los galos, y aprovechando una noche obscura y sin luna, salieron armados con hachas y espadas, después de invocar el socorro del cielo para su empresa. Al principio caminaron con cautela y conteniendo la respiración; pero al acercarse al enemigo, se estrechó el grupo y aceleraron la marcha. Sorprendieron algunos centinelas y una guardia avanzada que exterminaron estando dormidos los soldados, que no podían esperar aquel atrevido ataque. Iba a penetrar la columna hasta el cuartel real, si la suerte continuaba favoreciéndola, pero al rumor de los pasos, por ligero que fuese, a los lamentos de los heridos, despierta el campamento y por todas partes se grita «¡A las armas!» Detiénense los nuestros sin atreverse a avanzar un paso, porque hubiese sido locura aventurarse más lejos, estando descubierta la marcha, y todo el ejército persa acudió a tomar parte en la pelea. Los galos, tan bravos de corazón como robustos de cuerpo, no dejaron de resistir, derribando con las espadas a cuantos se ponían a su alcance. Pero ya habían caído muchos de ellos y los demás estaban a punto de sucumbir bajo la nube de flechas que les lanzaban por todas partes; porque los esfuerzos de toda la multitud se reconcentraba en aquel puñado de hombres y a cada momento aumentaba el número de sus adversarios; por lo que comenzaron a retirarse sin que ni uno sólo volviese el rostro, sino haciéndolo paso a paso y marcándolos como en la marcha. De esta manera repasaron el foso del campamento, resistiendo ataque sobre ataque y ensordecidos por el espantoso sonido de las trompas.
En el acto resonaron también por el lado de la ciudad y se abrieron las puertas para recoger a los nuestros si tenían la fortuna de llegar hasta ellas. Al mismo tiempo se hacían jugar sin carga las máquinas para ahuyentar con el ruido a los soldados del cerco, que ignoraban todavía la suerte de sus compañeros; desembarazar las puertas y dejar a nuestros valientes el paso libre hasta las murallas. La estratagema tuvo buen éxito; los galos pudieron entrar al amanecer, heridos gravemente unos, y otros sin haber recibido más que ligeros golpes. Pero aquella noche les había costado cuatrocientos de los suyos, porque no habían tenido que habérselas con un Rheso, durmiendo con algunos tracios bajo los muros de Troya, sino con el mismo rey de Persia, a quien hubieran degollado dentro de su tienda en medio de sus cien mil hombres, a no haberse declarado contra ellos el destino. Después de la pérdida de Amida, el Emperador, en memoria de aquel brillante hecho de armas, hizo alzar en la plaza principal de Edessa las estatuas armadas de los jefes que mandaron el destacamento; estatuas que todavía existen perfectamente conservadas.
La luz del día reveló a los Persas la extensión de su desgracia, viendo entre los cadáveres, los de varones distinguidos y hasta sátrapas; oyéndose entonces muchos lamentos, que variaban según la importancia de las pérdidas. Los reyes estaban indignados y su enojo recaía sobre la pretendida negligencia de los puestos avanzados, que habían dejado pasar a los romanos. Concertóse por ambas partes una tregua de tres días, que nos proporcionó algún tiempo de descanso.
Al asombro que produjo aquel golpe a los Persas, sucedió violentísima exasperación; pero habiendo fracasado toda tentativa a viva fuerza, solamente pensaban en apresurar con actividad los trabajos; habiendo llegado al colmo el ardor, y estando decididos a morir gloriosamente bajo los muros de la ciudad, o a ofrecer en expiación su ruina a los manes de los que habían perecido.
Con extraordinaria rapidez terminó todo lo material, y una mañana vimos al amanecer que avanzaban hacia nuestras murallas torres revestidas con planchas de hierro. Sus plataformas estaban guarnecidas de balistas, cuyos dardos, cayendo sobre los parapetos, ahuyentaban a los sitiados. La luz nos descubrió numerosas huestes, formando un cinturón de hierro en derredor de la ciudad, y que marchaban, no desordenadamente, como en los ataques anteriores, sino en filas apretadas y sin que un solo hombre saliese de ellas, bajo la protección de sus máquinas y cubiertos con zarzos de mimbre. Pero cuando se encontraron al alcance de nuestras balistas, en vano presentaban los escudos los peones persas; ni una saeta se perdía. Entonces aflojaron las filas; hasta los catafractos vacilaron y tuvieron que replegarse, cosa que aumentó por modo extraordinario el valor de los nuestros. En cambio, en todos los puntos expuestos a los dardos de sus torres, los sitiadores conservaban ventaja merced a su posición dominante, y nos ocasionaban mucho daño. La noche puso término al combate, empleando nosotros la mayor parte de ella en buscar medio para neutralizar, si era posible, los terribles efectos de aquellos aparatos de destrucción.
Después de deliberar maduramente, decidirnos adoptar un medio cuyo éxito dependía de nuestra rapidez: el de colocar cuatro escorpiones en oposición a las balistas. Es sumamente difícil la traslación de estos aparatos, y sobre todo su colocación; y mientras se procuraba hacerlo con las precauciones necesarias, apareció el día más amenazador que nunca, desarrollándose ante nuestros ojos las temibles falanges de los Persas, formadas ya en batalla y reforzadas con los grupos de elefantes, cuyas colosales proporciones y extraños gritos tan a propósito son para poner terror hasta en los corazones más intrépidos. Todo aquel formidable aparato de elefantes armados, falanges y máquinas, nos estrechaba por todas partes, cuando enormes pedazos de piedra, lanzados sucesivamente por las férreas hondas de nuestros escorpiones, empezaron a dislocar los compartimientos, a destrozar las uniones de las torres y a precipitar desde lo alto las balistas con los hombres que las servían, quedando unos aplastados en el mismo sitio por la caída de las máquinas, y otros por los trozos de las torres, que se derrumbaban sobre ellos. Rodeados los elefantes por los fuegos que lanzaban desde las murallas por todas partes, y que ya les alcanzaban, retrocedieron a pesar de los esfuerzos de los conductores. Pero ni el incendio de las obras calmaba el combate; porque, en contra de lo que hasta entonces se había visto, el rey, a quien la costumbre dispensa de asistir personalmente a las batallas, impresionado por aquella serie de catástrofes, se lanzó como simple soldado a lo más recio de la pelea. Pero como los numerosos grupos que le escoltaban le ponían en demasiada evidencia, pronto fue blanco de multitud de dardos, que hicieron muchas víctimas en derredor suyo, obligándole a cambiar de puesto a cada instante: pero no le inmutó el número de muertos, ni la vista de la sangre y las heridas, necesitándose que acabase el día para que concediese a su ejército algún descanso.
La noche puso término al combate y pudimos dedicar algunos momentos al sueño. Pero en cuanto Sapor vio despuntar el día y con él la esperanza de apoderarse de su presa, excitado por la ira y el dolor, y desatendiendo al peligro propio, lanzó de nuevo los suyos al combate. Ya he dicho que habíamos incendiado sus obras: y ahora intentaron el ataque por medio de terrazas que había hecho levantar contra nuestras murallas, sosteniéndolo por nuestra parte con igual vigor desde los andamios, que habíamos procurado elevar a su nivel.
La pelea fue larga y mortífera, arrostrándose por ambas partes la muerte antes que ceder un paso. En una palabra: a tal punto habían llegado las cosas, que solamente una circunstancia fortuita podía decidir la suerte de uno u otro bando, cuando nuestro andamio, muy quebrantado ya, se derrumbó de pronto como por un terremoto, llenando con sus restos el espacio que mediaba entre las murallas y la terraza, tan perfectamente como si las hubiese unido un puente o una calzada. Esta desgracia abrió libre paso al enemigo e inutilizó a considerable número de los nuestros, aplastados o mutilados por la caída de los maderos. Sin embargo, acudióse por todas partes para reparar aquel imprevisto accidente, y con tal precipitación, que se estorbaban unos a otros, cosa que aumentó la audacia de los sitiadores. Acto continuo, por orden del rey, toda el ejército persa se lanzó sobre aquel punto, trabándose furiosa pelea, batiéndose cuerpo a cuerpo, corriendo la sangre por ambos lados, cayendo los hombres, llenándose el foso de cadáveres y ensanchándose el paso. Una oleada de enemigos desborda ya en la ciudad, perdiéndose la esperanza de huir o defenderse. Combatientes o no, todos son degollados sin reparar en sexo ni edad y como si fuesen viles rebaños.
Al cerrar la noche, muchos de los nuestros resistían aún, haciendo desesperados esfuerzos. Por mi parte, aprovecho la obscuridad para ocultarme con dos compañeros en punto apartado de la ciudad, y desde allí ganar una puerta que nadie pensaba en guardar. Rodeábanos la obscuridad; pero afortunadamente conocía yo los caminos y mis compañeros estaban ejercitados en la carrera. En poco tiempo nos alejamos diez millas; y después de tomar aliento, volvimos a marchar sin detenernos. Pero yo me encontraba mal preparado, por efecto de mis costumbres aristocráticas, para fatigas tan grandes, y ya me sentía desfallecer, cuando sobrevino un accidente bastante trágico en sí mismo, pero que en el estado en que me encontraba fue para mí verdadero favor del cielo. Un criado del ejército enemigo montaba en pelo un caballo muy vivo, sin freno y solamente con una correa que llevaba, según costumbre, fuertemente atada a la muñeca izquierda para que no se le escapase. Lanzado al suelo y no pudiendo deshacer el nudo, pronto quedó destrozado por el caballo, que al fin se paró, detenido por el peso del cadáver, después de haberlo arrastrado por mucho tiempo de aquí para allá. Apresuréme a aprovechar aquella montura que la casualidad me deparaba tan oportunamente, y con bastante trabajo y continuando con la misma compañía, llegué a un punto donde brotaban manantiales calientes y sulfurosos. El calor era extraordinario; nos devoraba ardiente sed y vagábamos penosamente buscando agua potable. Al fin encontramos un pozo, pero sin cuerda, y tan profundo, que no se podía bajar a él. Inspirónos la necesidad, y rasgando todo el lienzo de nuestras ropas formamos largo cordón, a cuyo extremo atamos la cubierta que uno de nosotros llevaba sobre el casco. De este modo llegamos al agua, sacando como con una esponja para poder saciarnos todos. En seguida nos dirigimos apresuradamente hacia un punto del Eufrates, donde desde muy antiguo había una barca para el paso de hombres y ganados. De pronto vemos a lo lejos un cuerpo de caballería romana con sus enseñas, huyendo desordenadamente ante multitud de persas que parecían haber brotado no sé de dónde a su espalda. Aquel encuentro me suministró el comentario de la tradición de los terrígenas. De la instantaneidad de su aparición, debida sin duda a singular velocidad, habrá nacido la creencia de su origen maravilloso. Repentinamente se veían en diferentes puntos y todos desconocidos; y esto fue bastante, en aquella antigüedad tan aficionada a fábulas, para merecer el nombre de Spartos, como si efectivamente hubiesen brotado de la tierra. En el acto comprendimos que no teníamos más salvación que la fuga, y, deslizándonos entre los matorrales, procuramos llegar a los montes. Desde allí llegamos a Militina, en la Armenia Menor, encontrando a nuestro general en el momento en que iba a partir, regresando con él a Antioquía.
El otoño tocaba ya a su fin, y como el temible signo de Aries impedía a Sapor y a los persas penetrar más dentro en nuestras tierras, pensaban ya en regresar a las suyas con el botín y los cautivos cogidos en Amida. Para coronar dignamente las escenas de matanza y de pillaje de que aquella desgraciada ciudad había sido teatro, hicieron perecer ahorcados al conde Eliano y a los tribunos que tan valerosamente habían defendido las murallas y causado tan considerables pérdidas a los enemigos; Jacobo y Cesio, tesoreros del general de la caballería, y otros muchos protectores fueron arrastrados con las manos atadas a la espalda; y después de muchas pesquisas para descubrirlos, todos los individuos nacidos al otro lado del Tigris fueron confundidos en matanza general.
A la esposa de Craugasio la respetaron y trataron como a persona de elevada condición; pero, no obstante, aquellas muestras de consideración y de otras mayores que la hacían entrever, no dejaba de deplorar la necesidad de ir a vivir separada de su esposo como en otro mundo. Al reflexionar en su situación, lo temía todo para lo porvenir, compartiendo su corazón el dolor de la ausencia y el miedo a pasar a los brazos de otro. Por esto encargó secretamente a un criado fiel, en quien tenía completa confianza, que marchase a Nisiba para enterar a su esposo de la situación en que se encontraba, y que le instase en su nombre para que acudiese a reunirse con ella, donde a los dos les esperaba tranquila vida. Aquel hombre conocía todos los caminos de la Mesopotamia; debía atravesar el monte Izalo y pasar entre las dos fortalezas de Marida y Lorna. Partió el mensajero con las instrucciones, y a poco llegó a Nisiba, siguiendo senderos extraviados y caminos de travesía. Allí se fingió ignorante de la suerte de su ama, cuya muerte, decía, era muy probable. Habíasele presentado ocasión de evadirse, y la había aprovechado. Considerándolo sin importancia, comunicó sin dificultad con Craugasio, y recibió de éste la seguridad de que nada deseaba tanto como reunirse con su esposa, en cuanto pudiera hacerlo sin peligro. El esclavo regresó entonces furtivamente para llevar a su señora la deseada respuesta; y en cuanto la conoció ésta, suplicó al rey tomase, antes de abandonar el territorio romano, las disposiciones necesarias para asegurar, si era posible, la evasión de su esposo.
Aquel hombre que había aparecido inopinadamente y desaparecido de repente sin causa conocida, excitó en alto grado las sospechas del duque Cassiano y de los principales magistrados de la ciudad, quienes prorrumpieron en amenazas contra Craugasio, asegurando públicamente que no podía ser extraño a aquel regreso y a aquella desaparición. Temiendo éste que se le acusase de traición, y especialmente que algún desertor viniese a revelar que su esposa, no solamente vivía, sino que era objeto de grandes atenciones, fingió desear en matrimonio una joven de elevada familia. So pretexto de algunos preparativos para el banquete nupcial, marchó a su casa de campo, situada a ocho millas de Nisiba, y desde allí corrió a rienda suelta al encuentro de un grupo de merodeadores persas que sabía se habían dirigido hacia aquel lado. Recibido alegremente por éstos en cuanto se dio a conocer, entregáronlo cinco días después en manos de Tamsapor, que lo presentó al rey, siéndole devueltos sus bienes, su familia y su esposa, a la que perdió algunos meses después. Craugasio forma pareja con Antonino: gran talento, disponiendo de inmensa experiencia y grandes recursos, todo lo había combinado y ejecutado él solo. Craugasio no fue tan hábil; sin embargo, su nombre no ha sido menos famoso. Estas cosas ocurrieron poco después del saqueo de Amida.
Sapor, aunque afectaba tranquilidad y orgullo de vencedor, experimentaba dentro de su pecho profunda agitación al considerar con qué dolorosos sacrificios había comprado aquel éxito: porque en las diferentes peripecias del sitio había perdido mucha más gente de la que nos había cogido o muerto. Como en otro tiempo delante de Nisiba y Singara, en los setenta y tres días que había durado el sitio, su innumerable ejército había disminuido en treinta mil combatientes. El recuento lo hizo después Disceno, tribuno de los notarios, que fácilmente pudo comprobar el cálculo; porque en los cadáveres romanos es tan rápida la transformación y descomposición de las carnes, que ni uno solo puede reconocerse a los cuatro días; mientras que los de los Persas parece que, adquieren la dureza de la madera, sin experimentar sensible descomposición. Esto procede de sus costumbres más sobrias y de la constitución seca que deben a la abrasadora atmósfera de su país.
Mientras se desencadenaban estas tempestades en el extremo Oriente, amenazaban a la ciudad eterna los horrores del hambre; y el populacho, para quien este mal es el peor de todos, acusaba insolentemente a Tértulo, a la sazón prefecto de Roma. Nada más falto de razón, porque no dependía de él que las naves de transporte entrasen oportunamente en el puerto de Augusto, cuando el estado del mar y la persistencia de los vientos contrarios, que les había obligado a recalar en los puertos inmediatos, hacían muy peligrosa la tentativa. Ya habían estallado muchos motines, cuando la sedición tomó un día, por la inminencia del mal, mayor carácter de ferocidad. Creyóse perdido el prefecto en medio de aquella furibunda agitación; pero conociendo la influencia de lo imprevisto sobre la multitud, tuvo serenidad bastante para presentarle sus dos tiernos hijos: «Aquí tenéis, dijo con lágrimas en los ojos, a vuestros conciudadanos sujetos a las mismas calamidades que vosotros; la fortuna no nos favorece. ¿Creéis que su muerte puede conjurar el mal? Os los entrego; tomadlos.» Esta conmovedora escena produjo efecto en el pueblo que, por naturaleza, fácilmente se enternece. Volvió, pues, al orden, y se mostró tranquilo y resignado. Pocos días después, el Numen celestial favoreció a esta Roma, cuya cuna protegió, prometiendo su duración eterna. Mientras Tertulo sacrificaba en Ostia, en el templo de Cástor y Polux, tranquilizóse el mar, y con suave viento de Mediodía entró en el puerto la flota a velas desplegadas, devolviendo la abundancia a los graneros de la ciudad.
A pesar de tantos motivos de inquietud, Constancio invernaba tranquilamente en Sirmium, cuando una noticia sumamente alarmante turbó su reposo. Los sármatas limigantos, usurpadores, como ya dijimos, de los dominios hereditarios de sus amos, y que un año antes la política romana los había relegado muy lejos para ponerles en condiciones de no perjudicar, acababan de dar nuevas pruebas de su inquieto carácter. Poco a poco se habían alejado de las regiones que les señalaron por morada, y ya aparecían en nuestras fronteras, entregándose a sus costumbres de rapiña con audacia, que era urgente reprimir.
Comprendió el Emperador que todo retraso aumentaría su insolencia, y reunió apresuradamente las mejores tropas que tenía, poniéndose en campaña en los primeros días de la primavera. Dos motivos poderosos tenía para confiar: de un lado la avidez de los soldados, exaltada por los ricos despojos conseguidos en la guerra anterior, le garantizaba sus esfuerzos en la que iba a comenzar; y de otro, el ejército, gracias a los cuidados de Anatolio, prefecto de Iliria, se encontraba provisto de antemano de todo lo necesario sin que hubiera que recurrir a ningún procedimiento vejatorio. Cosa demostrada es que ninguna administración, antes de la suya, había derramado tantos beneficios en nuestras provincias del Norte. Corrigiendo los abusos con tanta firmeza como prudencia, había emprendido con valor que le honra la iniciativa de una reducción de impuestos. Aligeró la enorme carga de los transportes públicos, que dejó tantas casas desiertas, así como los impuestos sobre las personas y los bienes, con lo que hacía desaparecer muchos gérmenes de irritación y queja. En una palabra, todo aquel país sería hoy feliz y estaría tranquilo, si más adelante no hubiese reaparecido con los nombres más odiados, el régimen de exacciones, agravado como a porfía por los agentes del fisco y por los contribuyentes, que a la vez eran repartidores: éstos, queriendo con la exageración de sus ofrecimientos hacerse buen lado con los poderes; aquéllos, no viendo más que en la ruina medio para asegurar el fruto de sus rapiñas; sucediendo muy pronto a la prosperidad las expropiaciones y los suicidios.
Urgiendo poner coto a los males de la invasión, partió el Emperador al frente de fuerte ejército, dirigiéndose a aquella parte de la Pannonia recientemente erigida en provincia distinta bajo Diocleciano, y que, en honor de su hija, recibió el nombre de Valeria. Allí plantó su tienda, en las orillas del Ister, y se dedicó a observar los movimientos de los bárbaros. Lisonjeábanse éstos con adelantar su marcha en Pannonia, y penetrando en el país en el rigor del invierno, so pretexto de la alianza, talarlo con un golpe de mano, mientras que el hielo del río, resistiendo a las primeras influencias de la primavera, permitiría con mucha dificultad a nuestras tropas mantener la campaña.
Constancio comenzó por enviar a los limigantos dos tribunos, acompañado cada cual por un intérprete para preguntarles bondadosamente la razón de aquellas correrías y aquella violación del territorio con menosprecio de los tratados y de la paz pedida y jurada. El mensaje les impuso, alegando al principio varios pretextos y concluyendo por pedir perdón, implorando, con el olvido del nuevo atentado, permiso para pasar el río y llegar hasta el Emperador para exponerle sus desdichas. Dispuestos estaban, si lo encontraban misericordioso, a marchar a establecerse en algún distrito lejano de la circunscripción del Imperio, dedicados en adelante al culto de la paz como al de una divinidad benéfica, y aceptando el título y condición de súbditos.
Referidas estas proposiciones a Constancio por los tribunos a su regreso, le regocijaron profundamente, porque, sin combatir, se veía libre de una de sus preocupaciones más graves. El sentimiento de la avaricia, fomentado por su cohorte de aduladores, quedaba también satisfecho con este arreglo. Concluíase con la guerra exterior, decían; por todas partes iba a quedar asegurada la paz; ganábase considerable aumento de población y fecundo semillero de reclutamiento, y, en fin, se obtenía alivio para las provincias, dispuestas siempre, por una transacción frecuentemente perjudicial a la república, a rescatar con oro el impuesto de sangre. Constancio acampó cerca de Acimincum, y allí hizo levantar una terraza en forma de tribunal. Cierto número de barcas, montadas por hombres armados a la ligera, permanecieron en observación todo lo cerca posible de la orilla, con objeto de coger por la espalda a los bárbaros a la menor demostración hostil. Esto lo había aconsejado el agrimensor Inocencio, que recibió el mando de aquella fuerza. Los limigantos no dejaron de observar aquellas disposiciones, pero no por esto abandonaron la actitud de suplicantes con que ocultaban otros propósitos.
Meditaba el Emperador una alocución muy suave y se preparaba a tratarles como a hombres morigerados, cuando de pronto, uno de ellos lanzó furiosamente su calzado contra el tribunal, exclamando: «¡Marha, Marha!», que es su grito de guerra. A esta señal toda la multitud alzó las enseñas y se precipitó contra el príncipe, rugiendo como fieras. Constancio, que dominaba desde su posición, vio extenderse por la llanura aquel formidable torbellino, y volverse contra él todas aquellas espadas, todos aquellos dardos; consideró que no podía perder un momento, y, aprovechando la premura para ocultar su rango, lanzóse sobre un caballo y huyó a la carrera. El débil grupo que lo defendía quedó destrozado, derribado y pisoteado por las masas, a que quiso resistir; quedando en el acto hechos pedazos el asiento imperial y el áureo cojín que lo cubría.
Corrió en seguida la noticia de que el Emperador había estado a punto de perecer y que todavía estaba amenazada su vida; y el ardor del soldado, sabiendo que no estaba aún fuera de peligro, se exalta con la idea de salvar a su príncipe. Dando furiosos gritos, cayó sobre el enemigo, que peleó desesperadamente. Impacientes por vengar en aquellos traidores la ofensa inferida a su Emperador, los romanos no perdonaron a ninguno, quedando aplastados bajo los pies, muertos o moribundos, los que no habían recibido heridas; porque fueron necesarios montones de cadáveres para aplacar su enojo. Todos los limigantos quedaron muertos sobre el campo o dispersados a lo lejos; y de éstos, todos los que esperaron salvación por sus ruegos, fueron acribillados de golpes. No se tocó retirada hasta su completo exterminio, y entonces se pudieron ver nuestras pérdidas, que eran poco considerables, porque solamente teníamos que lamentar la de aquéllos que sostuvieron el primer choque, o que cayeron víctimas de su precipitación al exponerse casi desnudos. El golpe más sensible para nosotros fue la muerte de Cela, tribuno de los escutarios, que desde los comienzos de la pelea se lanzó en medio de los sármatas.
Con aquella terrible represión se vengaba Constancio de un enemigo pérfido, y aseguraba la integridad de las fronteras. En seguida regresó a Sirmium, desde donde marchó a Constantinopla, después de dictar apresuradamente las disposiciones que exigía el crítico estado de los negocios. Colocado allí, casi en el dintel del Oriente, encontrábase en disposición de remediar el desastre de Amida y rehacer su ejército para oponer al fin, fuerzas iguales a las del rey de Persia; porque si el influjo celestial no intervenía en favor nuestro por alguna ocupación grave, indudablemente el rey iba a llevar la guerra a Mesopotamia y más allá.
En medio de estas alarmas, un azote que desde muy antiguo residía entre nosotros, es decir, la fatal tendencia a suponer el crimen de lesa majestad por la menor apariencia, reemplazó con sus agitaciones las de la guerra extranjera. El autor principal, o por mejor decir, la clave de todas las acusaciones, fue el famosísimo notario Paulo, cuya atroz industria explotaba en provecho propio los brazos del verdugo y los instrumentos de suplicio, como el empresario de un circo especula con la muerte de sus gladiadores, a tanto por cabeza. Buscando a toda costa víctimas, nunca vacilaba en emplear el fraude y envolver a un inocente en las redes de la acusación capital, por poco que estuviese en juego su avidez.
Una circunstancia de las más ínfimas y triviales dio ocasión para extraordinario número de acusaciones. Encuéntrase en el interior de la Tebaida la ciudad de Abydos, donde se pronuncian los oráculos del dios Besa, objeto de antiquísimo culto local. Al oráculo se le consulta directamente o por medio de mandatario. Escríbense las preguntas en cédulas de papel o pergamino, según las fórmulas consagradas, y algunas veces quedan en el templo después de obtenidas las respuestas. Recogidas con pésima intención algunas cédulas de aquéllas, las presentaron al Emperador, cuyo débil espíritu, incapaz de la menor aplicación a las cosas graves, mostraba singular lucidez en los asuntos de este género, apreciando en el acto todos los detalles. La comunicación aquella le irritó profundamente, siendo en el acto enviado Paulo al Oriente, provisto de plenos poderes para tomar informes y dirigir el proceso a su antojo. Su habilidad estaba probada, y se le unió a Modesto, conde de Oriente, a quien cuadraba perfectamente el encargo. Era entonces prefecto del pretorio Ermógenes Pontico, cuya benignidad infundiría sospecha, y prescindieron de él.
Inmediatamente marchó a. su destino Paulo, que no respiraba más que odio y destrucción, y desde aquel momento se soltó la brida a la calumnia. Nobles y plebeyos, traídos en masa de casi todos los puntos del Imperio, sucumbían en el camino bajo el peso de las cadenas, o perecían en las prisiones. Eligieron para teatro de estas ejecuciones la ciudad de Scytliópolis, en Palestina, en primer lugar a causa de su aislamiento, y, además, porque ocupaba punto intermedio en condiciones de recibir los acusados de Antioquía y Alejandría.
Simplicio compareció uno de los primeros: era hijo de Filipo, que fue prefecto y cónsul, y, según decían, consistía su crimen en haber consultado al oráculo para saber si llegaría al imperio. Una orden expresa del príncipe mandaba aplicarle el tormento, porque en estos casos ni el aturdimiento siquiera encontraba perdón a sus ojos. Pero gracias a especial protección de la suerte, Simplicio salvó sus miembros, y solamente fue deportado. En seguida compareció Parnasio, hombre de costumbres modestas, que había sido prefecto de Egipto. Puesto en el borde de una sentencia capital, quedó al fin castigado con el destierro. Acusábasele de haber referido a muchas personas que la víspera de dejar, para buscar empleo, la casa que habitaba en Patras en la Acaya, su ciudad natal, se había visto en sueños escoltado por muchas personas con vestiduras trágicas. Después de éstos se juzgó a aquel Andrónico, que más adelante adquirió tanta fama como sabio y poeta. Pero su justificación, presentada con la serenidad de conciencia tranquila, no dejó subsistir cargo alguno contra él, y se le absolvió. Siguióles Demetrio Chytras, llamado el filósofo, varón de avanzada edad, pero muy fuerte de ánimo y de cuerpo. Acusábasele de haber ofrecido frecuentes sacrificios y convino en ello; pero, según decía, era para tener propicias a las divinidades, por seguir una costumbre de la infancia, y de ninguna manera por ambición o por tentar al cielo. No sabía que nadie hubiese consultado al oráculo con otro fin. Después de haberle tenido bastante tiempo en el potro sin que flaquease su energía, sin que pudiese notarse la más pequeña variación en sus respuestas, le concedieron la vida y permiso para retirarse a Alejandría, de donde era natural.
Suerte propicia salvó a otros pocos, amparando la manifestación de su inocencia. Pero las prevenciones se multiplicaron hasta lo infinito, y pronto envolvieron en sus inextricables redes innumerables víctimas que perecieron desgarrados sus miembros en los tormentos o sufrieron la sentencia capital con pérdida de cuanto poseían, siendo Paulo el eje de todas aquellas iniquidades. Su espíritu, fecundo en medios de dañar, era arsenal de toda clase de calumnias, pudiéndose decir que de una señal suya dependía la suerte de los acusados. Había llevado uno al cuello un amuleto como preservativo de la fiebre cuartana o de otra enfermedad cualquiera, o bien se le había visto pasar de noche junto a una tumba; esto era bastante para que fuese denunciado y condenado a muerte, como confeccionador de venenos o como violador de sepulcros, que turbaba el reposo de los manes para componer maleficios, siguiendo la ejecución inmediatamente a la sentencia. Teníase por averiguado que considerable número de personas habían interrogado al oráculo de Claro, los árboles de Dodona y la trípode de Delfos, para saber cuándo moriría el Emperador; y en el acto, la turba aduladora del palacio tomaba pie de esto para las exageraciones más monstruosas, repitiendo por todas partes en alta voz que el Emperador estaba por encima de la ley común, que su destino era inmutable y que toda oposición se estrellaría ante su grandeza.
Que en esto hubiese motivo para serias investigaciones, nadie que piense rectamente podrá dudarlo. No negaremos que a la existencia del príncipe legítimo vaya unida la idea de protección y seguridad de las personas honradas y hasta la garantía de todos, ni tampoco que todas las voluntades no deban concurrir para formar en torno de su persona barrera infranqueable. Para reforzar más y más esta barrera, las leyes Cornelias no reconocían excepción alguna en la aplicación del tormento en los delitos de lesa majestad. Pero aprovecharse de esta dura necesidad y exagerar sus rigores, solamente es propio de la tiranía, y no del poder moderado. Mejor es seguir el ejemplo de Cicerón, quien pudiendo, como él mismo dice, castigar o perdonar, según su voluntad, prefería perdonar a castigar. De esta manera procede la justicia serena e imparcial.
Por este tiempo nació en Dafnea, ameno y espléndido arrabal de Alejandría, un monstruo tan repugnante de ver como de describir. Era éste un niño con barbas, que tenía dos bocas, dos dientes, cuatro ojos y dos orejas apenas perceptibles; ser informe que pronosticaba la desorganización de la república. Es asaz frecuente la aparición de estos fenómenos, presagios de convulsiones políticas; pero de ordinario pasa sin que se tome en cuenta, porque ya no la siguen, como en los antiguos tiempos, ceremonias de expiación.
Hemos hablado en un libro anterior de una expedición de los Isaurios y de su fracasada tentativa contra Seleucia. Por esta época comenzaba a removerse este pueblo, después de larga inacción, como serpiente a quien la primavera hace salir de su agujero. Desde la cima de sus escarpadas montañas, sus numerosos grupos caían sobre las comarcas vecinas, asolándolas con sus devastaciones y rapiñas: en seguida, aprovechando su conocimiento de las montañas, burlaban a nuestras guardias, refugiándose rápidamente en sus inaccesibles guaridas. Envióse a Lauricio, revestido con la dignidad de conde, con el encargo de reducir a aquel país por la persuasión o la fuerza; y este hombre civil, hábil para gobernar, supo imponerse sin necesidad de crueldades, restableciendo tan perfectamente el orden en la provincia, que no volvió a ocurrir, bajo su mando, ningún acontecimiento digno de mención.
LIBRO XX
Enviase a Bretaña a Lupicino con su ejército para reprimir las incursiones de los escoceses y de los pictos.—Ursicino, que llega a general de la infantería, es calumniado y depuesto.—Eclipse de sol.—Fenómeno de los parelios.—Eclipses de sol y luna y diferentes fases de este astro.—Invernando Juliano en Lutecia, le proclaman Emperador, en contra de su voluntad, las legiones galas, que Constancio quería quitarle para emplearlas contra los persas.—Su arenga al ejército.—Sapor pone sitio y se apodera de Singara. Traslada a Persia todos los habitantes con un destacamento de caballería auxiliar y dos legiones que formaban la guarnición de la ciudad, que queda arrasada.—Sapor se apodera de la ciudad de Bezabda, defendida por tres legiones. En seguida la repara y abastece de víveres. Fracasa ante la fortaleza de Virta.—Juliano entera a Constancio por medio de una carta de lo ocurrido en Lutecia.—Constancio manda a Juliano que se contente con el título de César.—Unánime oposición de las legiones galas.—Juliano pasa el Rhin y cae de improviso sobre los francos, llamados acuarios, mata o se apodera de considerable número y concede la paz a los demás.—Constancio sitia con todas sus fuerzas a Betzabda y se retira sin éxito.—Del arco iris.
(Año 360 de J. C.)
Mientras ocurrían estas cosas en Oriente y en Iliria, bajo el décimo consulado de Constancio y tercero de Juliano, los negocios tomaban mal sesgo en Bretaña. Los escoceses y los pictos habían roto su convenio con nosotros, y estos pueblos feroces, extendiendo sus incursiones y estragos por toda la frontera, infundían terror en nuestras provincias, dominadas aún por la impresión de sus recientes desastres. El César, que invernaba todavía entre los parisios, se encontraba agitado por diferentes inquietudes, temiendo dejar sin jefe la Galia, a merced de los alemanes, que todavía pensaban en guerra y venganza, si iba personalmente, siguiendo el ejemplo del emperador Constante, a socorrer nuestras posesiones del otro lado del mar. Adoptó, pues, el partido de enviar a Lupicino, revestido entonces de la categoría de general, para que pacificase el país por la fuerza o por medio de negociaciones. Lupicino era buen soldado y entendido capitán, pero de los que levantan las cejas como cuernos, hablan alto y con acento perentorio; no pudiéndose decir si dominaba en él la dureza de corazón o el deseo de lucro. Partió en lo más recio del invierno con el cuerpo de los vélites, compuesto de hérulos y batavos, dos legiones de la Mesia, y pasó a Bononia. Allí se procuró suficiente número de naves para embarcar a toda su gente, y aprovechando viento favorable, después de tomar tierra en Rutopia (Hastings o Sanwich), punto de desembarque enfrente del primero, llegó a Lundinio (Londres), donde tomó rápidas disposiciones para la expedición.
Después de la caída de Amida, Ursicino había vuelto al lado del príncipe en calidad de jefe de la infantería, en cuyo cargo sucedió a Barbación, según hemos dicho. Pero no le dejaron tranquilo sus enemigos, que comenzaron por ataques ocultos, y en seguida propalaron calumnias sobre calumnias. Crédulo de ordinario y demasiado indolente para examinar, el Emperador escuchaba gravemente aquellos rumores. Había encargado a Arbeción y a Florencio, maestre de los Oficios, hacer una investigación acerca de los acontecimientos de Amida; pero éstos, temerosos de desagradar a Eusebio, que entonces era jefe del palacio, poniendo de manifiesto que la cobarde inercia de Sabiniano era la única causa del desastre, ocultaron los hechos más acusadores, fijándose solamente en las circunstancias más insignificantes y hasta en las menos relacionadas con el objeto de su misión.
Esta iniquidad exasperó a Ursicino: «El Emperador, dijo, no quiere creerme, pero yo sostengo que la gravedad del asunto es tan grande, que solamente él puede conocer el negocio, único medio de llegar al descubrimiento de la verdad. Le predigo además que, si se limita a llorar sobre el fiel relato de la catástrofe, no fiando más que en las inspiraciones de sus eunucos, su presencia, aun en primavera, al frente de todas sus fuerzas, no impedirá el desmembramiento de la Mesopotamia.» Estas palabras, que la malevolencia recogió y envenenó singularmente, irritaron de tal manera a Constancio, que, sin llevar más lejos la investigación, y dándola por terminada, despojó de su cargo al calumniado Ursicino, y, por inaudita promoción, nombró sucesor suyo a Agilón, que no era más que tribuno de los escutarios.
Por este mismo tiempo mostrábase el cielo, en la parte oriental, obscurecido y cubierto por nieblas; y desde el momento en que aparece la luz hasta el medio día, no se cesaba de ver a través de aquella niebla como aparición de estrellas intermitentes. Para colmo de terror, las exaltadas imaginaciones atribuían la falta de luz diurna a un eclipse solar de inusitada duración. Al fin aparecía el astro solar, pero con las fases de la luna, presentando al principio, como ésta, las dos puntas de una media luna, llegando gradualmente a formar el semicírculo de un cuarto, y al fin se destacaba de la obscuridad. Ahora bien: estos fenómenos evidentemente no tienen lugar sino cuando la luna, después de las desigualdades de su carrera mensual, vuelve al punto inicial de un período más largo, que la lleva debajo del sol, ocultándolo a nuestra vista. La línea recta que entonces forman los dos con la tierra, durante uno de esos instantes indivisibles que admite la Geometría, responde a un solo e idéntico punto del zodíaco. Aunque al término de cada mes lunar los movimientos y revoluciones de los dos astros les ponen necesariamente en conjunción, no resulta, sin embargo, como habían observado los que se dedican al estudio de las causas físicas accesibles a nuestra inteligencia, que el sol se encuentre obscurecido en tales días. Necesario es, en efecto, que la luna que oscila a un lado y otro de la eclíptica, se acerque bastante para que se encuentre sobre poco más o menos frente a frente del sol, de modo que se interponga entre nuestra vista y el globo de fuego. El disco del sol no pierde, pues, ante nuestros ojos extensión y brillo, sino cuando la marcha del globo lunar, el más bajo de los cuerpos celestes, lo trae a la proximidad del círculo mayor; entonces depende la magnitud del eclipse, según la hermosa y sabia demostración de Ptolomeo, en primer lugar, de la conjunción más o menos precisa de los dos centros, y además, del intervalo que los separa, porque es preciso que los dos discos penetren más o menos en la línea diametral que pasa por los nodos. Estos nodos, que los griegos llaman άναβιβάζοντας y καταβιβαζοντας έκλειπικοὺς συνδεσμοὺς, son el ascendente y el descendente, colocados uno y otro sobre la eclíptica, y determinando allí los eclipses. El eclipse será tanto más débil cuanto más lejano esté del nodo el centro de la luna. Pero si coinciden el nodo y el centro, el cielo se cubre de densa obscuridad, el aire se condensa, y en vano procura la vista distinguir los objetos, aun los que están muy inmediatos.
Parece que hay dos soles cuando la nube, a consecuencia de extraordinaria altura, se encuentra herida más de cerca por sus rayos, reflejándose entonces la imagen del astro eterno como en el espejo más puro.
Pasemos ahora a los eclipses de luna. Averiguada está que solamente se verifican cuando el disco del astro, exactamente redondo y completamente iluminado, se encuentra en oposición con el del sol, del que está constantemente separada 180 grados, que equivalen a diez signos del zodíaco. Si bastasen estas condiciones, el plenilunio se eclipsaría siempre en medio de cada mes sinódico. Pero este astro, muy próximo al globo terrestre, donde todo es variable y susceptible de alteración, no pertenece propiamente a ese hermoso cielo donde todo es puro. Así es que le vemos en tanto desarrollarse parcialmente a la luz que le hiere, habiendo penetrado muy poco en el cono de sombra que proyecta la tierra, y, en tanto, envolverse por completo en torbellinos tenebrosos cuando los rayos solares, interceptados por la opacidad de la masa terrestre, se deslizan en el espacio alrededor de la circunferencia del globo colocado sobre nosotros, sin poder iluminar la superficie; porque las opiniones, divergentes en otros puntos, concuerdan en reconocer que la luna no tiene luz propia, por cuya razón, cuando se encuentra en conjunción con el sol, es decir, cuando responde al mismo punto que él en uno de los signos del zodíaco, pierde su brillo, como antes se ha dicho, o mejor aún, no conserva el reflejo.
Créese que nace la luna cuando su eje deja de ser perpendicular al centro del sol; en realidad no se hace visible al ojo humano, y solamente por el borde extremo de su disco, hasta que completamente desprendida de la circunferencia del astro, entra en el segundo signo. Continúa su marcha, e iluminada ya parcialmente, aparece en forma de media luna; llámasela entonces μηνοιδής (luna cornuda). Alejándose más aún y llegando el cuarto signo, se presenta de perfil al sol, que ilumina la mitad de su superficie: los griegos llaman a esta fase διχόμηνος (media luna). Cuando llega al quinto signo, que marca su mayor distancia, haciéndose convexa su figura en todos lados, toma el nombre de ὰμφικύρτος. Pero solamente cuando ocupa el séptimo signo, en el que se encuentra en oposición directa con el sol, brilla en toda su plenitud. Avanza más, sin salir de este signo y comienza a decrecer, y este es el principio del ὰπόκρουσις (declinación). Entonces recorre las mismas fases en sentido inverso. Todos los sistemas de astronomía concuerdan en cuanto a que nunca hay eclipse de luna sino en medio del mes lunar.
Para comprender lo que hemos dicho, que el sol pasa en tanto por encima, en tanto por debajo de nosotros, necesario es saber que los cuerpos celestes, considerados relativamente al universo, no salen ni se ocultan, sino que aparentan ocultarse a nuestros ojos en esta tierra que permanece suspendida por una fuerza interna y que solamente es un punto en la inmensidad. Esto es también lo que causa la ilusión del cambio de sitio de las estrellas, cuyo orden es en realidad fijo e inmutable. Pero volvamos a nuestro asunto.
Todos nuestros puestos avanzados estaban advertidos por los desertores de lo inminente que era la invasión de los persas, y Constancio acudía en socorro del Oriente. Pero la envidia devoraba su corazón ante el brillante testimonio que proclamaba la fama acerca de los trabajos y heroicas virtudes de Juliano: los alemanes vencidos, las ciudades de la Galia arrancadas de manos de los bárbaros, y estos mismos sometidos y hechos tributarios, eran otras tantas heridas que lastimaban su celosa vanidad. Temía que el invierno le reservase otras más crueles todavía, y, según se dice, por consejo del prefecto Florencio, envió a la Galia a Decencio, tribuno de los notarios, con encargo de tomar del ejército de Juliano todas las tropas auxiliares, compuestas de hérulos, batavos, petulantes y celtas; reunir trescientos hombres escogidos de las otras fuerzas y enviarlos todos al Oriente con bastante premura, para que en la primavera pudiesen pelear con los persas.
Lupicino estaba nominalmente designado para mandar estas tropas, porque todavía se ignoraba en la corte la expedición de Bretaña. Además, Sintula, que entonces era tribuno de las caballerizas del César, recibió orden de tomar lo más escogido de los escutarios y de los gentiles y ponerse al frente de este otro desmembramiento del ejército de las Galias.
Juliano se sometió sin murmurar, decidido a obedecer en todo a la autoridad superior. Pero no pudo menos de protestar contra toda violencia que se infiriese a los soldados nacidos al otro lado del Rhin, que al venir a ofrecerle sus brazos, habían estipulado que nunca se les haría servir al otro lado de los Alpes. Los bárbaros, según decía, ponían siempre esta cláusula en todos sus compromisos voluntarios; y atacarla era comprometer para lo venidero este medio de reclutamiento. Pero en vano habló; el tribuno, sin atender a estas observaciones, ejecutó estrictamente sus órdenes. Tomó de los auxiliares y de las legiones los hombres más vigorosos y ágiles y partió con aquella gente escogida regocijado por haber adquirido por este medio nuevos títulos al favor de la corte.
Faltaba enviar el resto de las tropas pedidas, y el César experimentaba grandísimas ansiedades, porque tenía que habérselas con los soldados más rudos y las órdenes del Emperador eran terminantes. En su apuro, aumentado por la ausencia del general de la caballería, llamó al prefecto, que había marchado a Viena so pretexto de ocuparse de las provisiones, pero en realidad para apartarse de las dificultades. Efectivamente, Florencio pasaba por haber insistido mucho ante Constancio en informes anteriores acerca del espíritu militar de los cuerpos empleados en la defensa de las Galias, sobre el espanto que inspiraban a los bárbaros y haber influido con esto en el llamamiento de aquellas tropas. A la invitación de Juliano para que acudiese a ilustrarle con sus consejos, opuso obstinada negativa. La carta del César decía terminantemente (cosa que estaba muy lejos de tranquilizar a Juliano) que el puesto del prefecto estaba al lado del general en los momentos difíciles: añadiendo Juliano que si persistía en dejarle solo, iba a renunciar el título de César, prefiriendo la muerte a la terrible responsabilidad que pesaría sobre él. Pero todas las razones se estrellaron ante la tenacidad del prefecto.
Entregado a sus incertidumbres por la ausencia de uno de sus consejeros y la pusilanimidad del otro, después de alguna vacilación, consideró que no tenía otro partido que tomar sino apresurar oficialmente la partida, y mandó ponerse en marcha a las tropas, que habían salido ya de sus cuarteles; pero en el momento en que se publicaba la orden, arrojaron un pasquín al pie de las enseñas de los petulantes, conteniendo, entre otras excitaciones, la siguiente: «Nos relegan a las extremidades del mundo como a proscriptos o malhechores; y nuestras familias que, al precio de tanta sangre, hemos arrancado a la servidumbre, caerán de nuevo bajo el yugo de los alemanes.» Llevóse este pasquín al cuartel general y lo leyó Juliano, quien, reconociendo justicia en la queja, permitió a las esposas e hijos de los soldados que los siguiesen a Oriente, y puso a su disposición los transportes públicos; y, dudándose acerca del camino que deberían seguir, el notario Ducencio propuso que atravesasen la comarca de los parisios, donde se encontraba todavía el César, prevaleciendo esta opinión. Al entrar las tropas en los arrabales, el príncipe salió a recibirlas, según su costumbre, dirigiendo la palabra a los conocidos, celebrando individualmente sus buenos servicios y exhortándoles a felicitarle por ingresar bajo el mando del Emperador: «Allí, les decía, la generosidad es ilimitada, lo mismo que el poder; allí les esperaban al fin recompensas dignas de ellos.» Para honrar más a los soldados, reunió a los jefes en un festín de despedida y les invitó a que le expusieran con libertad completa sus peticiones. Pero la misma benevolencia del recibimiento aumentaba la amargura de su disgusto; y regresaron a sus cuarteles sin saber qué deplorar más, si la separación de tal jefe o la expatriación. Hacia la media noche se caldearon los ánimos, la actitud del disgusto se trocó en desesperación, y en seguida en revuelta. Corren a las armas, acuden tumultuosamente al palacio y bloquean todas las salidas. En seguida brota espantoso vocerío proclamando Augusto a Juliano, e insistiendo obstinadamente para que se presente. Como era de noche, tuvieron forzosamente que esperar; pero al amanecer, obligado al fin el príncipe a presentarse, unánimes aclamaciones le saludaron de nuevo, llamándole Augusto.
Juliano, sin embargo, permaneció inflexible; exhortando a todos y a cada uno, en tanto con acento de indignación, en tanto extendiendo hacia ellos manos suplicantes, para que no empañasen con un acto reprobable tantas victorias: con aquella temeraria manifestación iban a desgarrar la república; y aprovechando en seguida un momento de calma, añadió con acento más conciliador: «Os ruego que no os dejéis arrebatar por el disgusto: lo que todos deseáis, puede conseguirse sin revolución, sin guerra civil. Puesto que el suelo de la patria tiene tanto atractivo para vosotros; puesto que tanto teméis al viaje, regresad a vuestros cantones: ninguno de vosotros atravesará si no quiere los Alpes. Yo me encargo de justificaros, y la alta sabiduría y prudencia de Augusto comprenderán mis razones.» Ante estas palabras, brotan de nuevo y con mayor vehemencia las exclamaciones y comienzan a mezclarse con ellas las quejas y las injurias, teniendo al fin el César que acceder a sus exigencias. Levantado sobre un escudo pedestre, fue proclamado unánimemente Augusto. En seguida quisieron que se ciñese la corona, y como manifestó que nunca había poseído joya de esta forma, pidieron el collar a su esposa y su adorno de cabeza; pero Juliano se opuso a ello, diciendo que las galas mujeriles inaugurarían mal un reinado. En seguida pensaron en un penacho de caballo, para que, a falta de corona, una insignia cualquiera anunciase en él la autoridad suprema; pero Juliano lo rechazó también, objetando lo impropio del adorno. Entonces un tal Mauro, elevado después a la dignidad de conde, que más adelante se portó muy mal en las gargantas de Sucos, y que, a la sazón no era más que simple hastato en los petulantes, se quitó el collar que lo distinguía como draconario y lo puso audazmente en la cabeza de Juliano, quien, estrechado ya hasta el extremo, comprendió que comprometía la vida insistiendo en la negativa, y prometió a cada soldado cinco monedas de oro y una libra de plata.
Pero esta transacción no podía tranquilizar a Juliano, que veía claramente las consecuencias. Quitóse la diadema y se encerró en su cámara, absteniéndose de despachar hasta los asuntos más urgentes: y mientras. en su turbación busca los rincones más obscuros de su morada, un decurión de palacio, puesto que daba cierta importancia, empezó a recorrer precipitadamente los alojamientos de los petulantes y de los celtas, diciendo a voces que acababa de cometerse un atentado: el que ellos habían proclamado la víspera Emperador, había sido herido por un asesino en la obscuridad. Agitáronse inmediatamente los soldados, cuya turbulencia se conmueve pronto con razón o sin ella; y en seguida blanden las lanzas, desenvainan las espadas y corren en tropel, como acontece en las sublevaciones, para ocupar a viva fuerza las salidas del palacio. Apodérase el miedo de los centinelas, de los tribunos de la guardia y del conde, llamado excubitor, que tenía el mando supremo. Conociendo de antiguo el ánimo levantisco de los soldados, los jefes suponen que es golpe preparado, y cada cual huye para salvar la vida. Pero ante la profunda tranquilidad que reina en el palacio, se calma la agitación, y ninguno sabe responder cuando se le pregunta la causa de aquella irrupción tan brusca y extraña, diciendo al fin que han temido por la seguridad del príncipe. Sin embargo, no abandonaron el palacio hasta que le vieron con traje imperial en la sala del consejo, donde fue absolutamente necesario introducirle.
Al tener noticia de estos acontecimientos, las tropas que habían salido al mando de Síntula se detuvieron en la marcha y regresaron tranquilamente a París. Juliano convocó entonces a todas las fuerzas en el campo de Marte para la mañana siguiente; y desplegando ahora más solemnidad que de ordinario, subió a su tribunal, adornado con águilas y estandartes y rodeado por todas partes de cohortes armadas. Allí guardó silencio durante breve rato; pero no viendo en torno suyo más que semblantes alegres, con voz que resonaba como el clarín, para que pudiesen oírle desde lejos, pronunció estas palabras, sencillas y enérgicas:
«Guerreros esforzados, que tan fiel y noblemente habéis combatido por mí y por la patria; que tantas veces habéis derramado conmigo vuestra sangre para conservar nuestras provincias; las circunstancias son demasiado apremiantes para soportar largos discursos. Vuestra decidida voluntad me ha elevado del rango de César a la cumbre del poder. Habéis realizado una revolución completa, y solamente queda que consolidarla con prudentes medidas. Honrado apenas adolescente con la púrpura, y, como sabéis muy bien, solamente por forma, desde que el celeste numen me colocó bajo vuestra tutela, jamás me he separado de la regla del deber. Me habéis visto tomar parte en todos vuestros trabajos, cuando después del saqueo de tantas ciudades, del asesinato de tantos millares de conciudadanos nuestros, la obra de destrucción propagada por la audacia de los bárbaros iba a extenderse a lo poco que había perdonado su furor. No os recordaré, pues, cuántas veces, en medio del invierno, con cielo glacial, cuando ordinariamente se pone tregua a los combates por tierra y por mar, hemos atacado y rechazado victoriosamente a los alemanes, no domados hasta entonces. Pero no es posible olvidar ni pasar en silencio aquella hermosa batalla de Argentoratum, aurora de la libertad de las Galias. Allí, corriendo yo mismo bajo una nube de dardos, os vi unas veces resistir como peñascos, con valor probado en tantos combates, y otras precipitaros como torrentes, desbordar, rebasar las masas enemigas que caían a vuestros pies o cedían ante el empuje: brillante victoria conquistada con poca sangre de los nuestros, cuya muerte hubo de ser más gloriosa que llorada. Habiendo merecido vosotros tanto de la patria, no necesito deciros lo que os resta que hacer para que la fama llegue hasta la más remota posteridad: defender con igual energía contra toda agresión al que vosotros mismos habéis elevado a la autoridad suprema. Por mi parte, para conservar el orden, mantener intacta la regla de la equidad en los ascensos y cerrar la puerta a las secretas invasiones de la intriga, decreto, bajo la sanción de esta gloriosa asamblea, que para toda promoción en el orden civil o militar, no se tendrá en cuenta otro título que el mérito personal, y que las recomendaciones se considerarán como deshonrosas para el que las emplee.»
Los simples soldados, que desde mucho tiempo se veían excluidos de los grados y de las recompensas, recibieron esta declaración con el ruido aprobador de las picas chocando con los escudos. Pero los petulantes y los celtas, con objeto de que la derogación siguiese a la ley todo lo más cerca posible, se apresuraron a pedir a Juliano, por medio de los actuarios, comisiones a su elección, peticiones que fueron rechazadas sin que mostrasen ellos queja ni disgusto.
Los familiares de Juliano le oyeron decir que la noche que precedió a su proclamación, se le apareció en sueños una figura en la forma que se representa al genio del Imperio, y le dijo con severo acento: «Mucho tiempo hace ¡oh Juliano! que permanezco invisible en el dintel de tu palacio para encumbrarte a los honores. Más de una negativa he soportado. Si ahora me cierras también la puerta a pesar de la unanimidad de votos que te llama, me marcharé triste y desalentado. Pero recuerda que desde este día dejaré de habitar contigo.»
Mientras ocurrían estas cosas en las Galias, el terrible rey de los persas se mostraba más impaciente que nunca para conquistar la Mesopotamia; porque Antonino había redoblado las excitaciones desde la llegada de Crangasio. Aprovechando el alejamiento en que se encontraba entonces Constancio con su ejército, pasó pomposamente el Tigris al frente de fuerzas imponentes y se presentó delante de Singara para sitiarla. Esta plaza estaba bien guarnecida, y, en opinión de los gobernantes, abundantemente provista de todos los medios materiales de defensa. En cuanto la guarnición vio a lo lejos al enemigo, cerró las puertas, ocupó resueltamente las murallas y las torres, las guarneció de máquinas de guerra y de saetas, y, terminados todos los preparativos, permaneció con las armas en la mano, preparada para rechazar aquella multitud de asaltantes en cuanto intentase acercarse a las murallas.
Por mediación de los principales jefes, el rey trató primeramente de pactar con los sitiados, y no pudiendo conseguir nada, dedicó un día completo al descanso. Pero al salir el sol, desplegaron el estandarte rojo y atacaron a la ciudad, provistos unos de escalas, preparando otros las máquinas, y la mayor parte llevando delante manteletes formados con zarzos de mimbres, procurando abrirse camino hasta las murallas con objeto de atacarlas por el pie; y por su parte los sitiados, firmes en sus parapetos, abruman con piedras y dardos de toda clase a aquellos asaltantes que se muestran más encarnizados.
Durante muchos días seguidos repiten de igual manera el asalto con dudoso éxito, y muchos muertos de una y otra parte: y al fin, el último día por la tarde, cuando más empeñada estaba la pelea, los persas acercaron un ariete de formidable fuerza, cubierto con cueros húmedos para que resistiera a los dardos y al fuego y combatieron con repetidos golpes una torre redonda. Este era el mismo medio que emplearon para abrir brecha en el sitio anterior. Entonces se reconcentraron todos los esfuerzos en este punto, peleando allí con extraordinario furor. Por todas partes llueven antorchas y saetas incendiarias, además de una nube de flechas y piedras que caen sobre el aparato destructor, que no por esto cesa en su obra, a despecho del valor de los sitiados. Su acerada punta penetra en el muro de la torre y cuando más se la disputan el hierro y el fuego, se derrumba ésta de pronto, abriendo paso a la ciudad. En el acto lanzan los persas un grito de triunfo, y penetran por aquella brecha que el miedo desguarnece de defensores, invadiendo sin obstáculo las calles. Al principio fueron degollados al azar algunos habitantes, y los demás, por orden de Sapor, cogidos vivos y enviados al interior de Persia.
La guarnición, formada por dos legiones, la primera Flaviana y la primera Parthica, de un cuerpo numeroso de indígenas y un grupo de caballería, que tuvo que refugiarse en la plaza a la aparición de los persas, fue llevada con las manos atadas a la espalda, sin que por nuestra parte se tratase de libertarla; porque la mayor parte de nuestras fuerzas se encontraban entonces reunidas en un campamento que cubría a Nisiba, y la distancia no permitía intentar nada. Observárase además que Singara fue tomada muchas veces en los tiempos antiguos sin que se pudiese socorrerla, siendo causa de esto la escasez de agua en las comarcas inmediatas. Y a pesar de las ventajas de esta fortaleza como punto de observación, puede decirse que su posesión ha sido más bien desventajosa para nosotros, por la pérdida de gente que su caída ha ocasionado muchas veces.
Tomada la ciudad, el rey prescindió prudentemente de Nisiba, recordando los frecuentes fracasos que había experimentado ante sus murallas, y tomó a la derecha un camino extraviado; queriendo, por fuerza o seducción, asegurarse de la posesión de Bezabda, ciudad a la que sus antiguos fundadores dieron también el nombre de Fenica. Esta plaza es también muy fuerte, estando asentada sobre una colina no muy alta en la orilla del Tigris, y cuya parte inferior, que es la más débil, está defendida por doble recinto de murallas. Tres legiones formaban la guarnición: la segunda Flaviana, la segunda Armeniana y la segunda Parthica, con un cuerpo numeroso de arqueros zabdicenos; porque en territorio de éstos, sometido entonces al Imperio, está fundada la ciudad municipal de Bezabda.
La primera demostración la hizo el rey al frente de un brillante cuerpo de catafractos, acercándose con bastante temeridad al foso. Recibido de cerca por una nube de flechas y de otros dardos, no fue herido, sin embargo, gracias a la fuerte armadura que le defendía como el caparazón a la tortuga. Dominando su cólera, envió a los sitiados una legación llevando el caduceo, según costumbre, para aconsejarles pronta rendición si querían salvar vida y bienes, y para invitarles a que, abriendo todas las puertas, vinieran a prosternarse, ante el señor de las naciones. Aunque los legados avanzaron hasta la proximidad de las murallas, los sitiados no quisieron rechazarles, porque cada uno llevaba al lado uno de los prisioneros de Singara más conocidos de los habitantes de la ciudad; y el temor de herir a estos desgraciados hizo que no se lanzase ni una flecha. Pero los pacíficos ofrecimientos quedaron sin respuesta.
Otro día completo pasó en la inacción; pero antes de la aurora del siguiente, todo el ejército persa atravesó a la vez el foso, y avanzó, lanzando furiosas amenazas, hasta el pie de las murallas. El combate se trabó con furor, defendiéndose enérgicamente los sitiados. Considerable número de parthos quedaron heridos al traer escalas, o detrás de los manteletes, que les obligaban a marchar a ciegas. Pero los nuestros sufrieron mucho también, porque sus apretados grupos presentaban seguro blanco a las saetas de los sitiadores. La noche sola puso fin a la matanza, que fue igual por ambas partes; y al siguiente día, al sonido de las bocinas, trabóse de nuevo la lucha más furiosa, con igual encarnizamiento por ambas partes y la misma efusión de sangre.
En el tercer día, de común acuerdo, se convino una tregua, porque el terror era recíproco, en las murallas y en el campamento de los persas. En este momento el obispo de la ley cristiana hace seña desde la muralla de que quiere salir, y, conseguido un salvoconducto, se hace llevar a la tienda del Rey. Invitado a hablar libremente, pide, en términos muy conciliadores, que se retiren los Persas. Demasiadas vidas se han sacrificado por una y otra parte; nuevas desgracias pueden temerse y quizá inminentes; pero nada consigue con su insistencia. Ciego de furor el monarca, no tiene en cuenta ningún consejo suyo, y jura no retirarse antes de la completa destrucción de la ciudad. Un rumor, que por mi parte creo sin fundamento, a pesar de que algunos lo han repetido, acusa al obispo de haber revelado a Sapor los lados de la plaza que ofrecían por el interior menos defensa y más probabilidades de éxito al ataque. Dio fuerza a este rumor el hecho de que, desde aquel momento, y con aire de triunfo, los enemigos dirigieron todo el esfuerzo de sus máquinas contra los puntos débiles, con la inteligencia y discernimiento de quien sabe perfectamente lo que hace.
Sin contar los obstáculos que presentaba, en vista de las dificultades del camino, el acceso a las murallas y el infinito trabajo que evitaba a los Persas emplear el ariete bajo una nube de flechas y de piedras lanzadas a mano, las balistas y los escorpiones no cesaban de abrumarlos con saetas enormes y pedazos de roca. También les lanzaban cestas llenas de pez ardiendo y de betún, cuyo inflamado líquido, corriendo a lo largo de sus máquinas de guerra, las unían al suelo cual si hubieran echado raíces, mientras millares de antorchas y mechas lanzadas desde las murallas, acababan de consumirlas.
Pero a pesar, de tantos esfuerzos y de las graves pérdidas que experimentaban, persuadidos los sitiadores de que la rabia de su rey no se calmaría a otro precio, se obstinaron en la resolución de apoderarse antes del invierno de una plaza tan bien defendida por el arte y la naturaleza. Nada les contenía: ni la vista de la sangre, ni lo atroz de las heridas; peleaban como desesperados, y de buena voluntad arrostraban la muerte. Pero paralizados por la caída de pedazos de roca y por lluvia de materias inflamables, los arietes no podían moverse ya, cuando una de aquellas formidables máquinas, construida con más firmeza que las otras y a la que un revestimiento de cuero fresco ponía al abrigo de los dardos y las llamas, después de increíbles esfuerzos consiguió adelantar y colocarse al pie de la muralla. Su poderoso empuje logró muy pronto entreabrir las paredes de una torre, que acabó por derrumbarse con terrible estrépito, precipitando, arrastrando y sepultando entre sus ruinas a todos sus defensores. Su caída abría fácil brecha para el asalto, y el enemigo acudió a ella en tropel. En el acto brotaron en la ciudad invadida terribles alaridos, trabándose en las calles furioso combate, peleando cuerpo a cuerpo y degollándose sin compasión. Estrechados por todas partes los nuestros, resisten algún tiempo con la energía de la desesperación, teniendo al fin que ceder ante el número; pero no por esto deja de herir la espada del vencedor sin descanso ni distinción. El niño arrancado del pecho, muere con su madre, víctimas los dos de ira que nada respeta. En medio de esta escena de horror, el enemigo no descuida el saqueo; cárgase con inmensos despojos y regresa a sus tiendas en triunfo, llevando delante millares de cautivos.
Insolente regocijo mostró Sapor al apoderarse de Phenica, plaza que deseaba desde muy antiguo, porque su posición ofrece inapreciables ventajas. Así fue que no quiso dejarla hasta reparar sólidamente aquellas partes de muralla que habían padecido durante el sitio. Aprovisionó completamente la ciudad, y eligió los más distinguidos de su ejército por su nacimiento y virtudes militares para encargarles la defensa; porque temía (y los sucesos demostraron que no sin razón), que los romanos, no pudiendo resignarse a la pérdida de una fortificación tan importante, emplearían todos sus esfuerzos para recobrarla.
Desde allí continuó la marcha, con la confiada presunción de someterlo todo a su paso; y sin detenerse, se apoderó de algunos caseríos, llegando a poner sitio a Virta, fortaleza muy antigua, puesto que, según la tradición, la fundó Alejandro de Macedonia. Situada esta plaza en la extrema frontera de la Mesopotamia, y defendida por fortificaciones en ángulos salientes y entrantes, estaba además provista de todo lo necesario para hacerla inexpugnable. Sapor empleó con la guarnición seductoras promesas y terribles amenazas, tratando de tomarla por medio de terraplenes y de máquinas; pero al fin se vio obligado a retirarse hasta sin haber hecho tanto daño como recibió.
Estas cosas habían tenido lugar entre el Tigris y el Eufrates, en el período de un año. Constancio, que permanecía en Constantinopla, se había enterado de todo por frecuentes mensajeros, preveía inminente invasión de los persas y se dedicaba a oponerles todos los medios de defensa con que contaba. Reunía armas, alistaba soldados, reclutaba legiones de jóvenes, útiles y experimentados ya en las guerras de Oriente, procurando también asegurarse el concurso voluntario o interesada de los escitas, con objeto de quedar seguro de la Tracia cuando, a la primavera, la dejase para marchar al teatro de la guerra.
Entretanto Juliano, que continuaba invernando entre los parisios, meditaba con ansiedad acerca del paso que acababa de dar. Conocía el poco afecto que le profesaba Constancio, y nunca creyó que este príncipe aceptase el nuevo orden de cosas. Al fin adoptó la idea de enviarle una legación encargada de enterarle de los detalles del acontecimiento, añadiendo una apología escrita, en la que él mismo exponía sus intenciones y lo que aconsejaba para lo venidero. No dudaba Juliano de que Constancio estuviese enterado ya de todo, tanto por los relatos de los cubicularios, que acababan de dejar las Galias después de haberle hecho las entregas ordinarias sobre los tributos, como por el de Decencio, que les había precedido. Su carta era la del hombre que acepta francamente su nueva posición, pero sin emplear el tono arrogante de un inferior que bruscamente abandona la obediencia. Su sentido era como sigue:
«Siempre me he mostrado, en cuanto he podido, y pruebas existen de ello, tanto en la intención como en las obras, escrupuloso observador de la fe jurada. Creado César, y puesto en seguida en medio del fragor de las armas, jamás he mirado más allá del poder delegado. Me has visto, como servidor fiel, darte asidua cuenta de esta serie de victorias con que la fortuna ha coronado mis votos; y todo sin atribuir a mis esfuerzos la menor parte. Y, sin embargo, multitud de testigos podrían dar fe de que en todas estas campañas en que hemos derrotado y ahuyentado a los germanos, siendo el primero en los peligros y trabajos, he sido siempre el último en buscar el descanso.
»Añadiré ahora que lo que tal vez llamarás traición, no es otra cosa que una resolución del soldado, resolución tomada desde hace mucho tiempo. Indignábase de obedecer a un subalterno, de consumir inútilmente su vida en los rudos trabajos de una guerra, que renace incesantemente, sin poder esperar de una generosidad secundaria la justa recompensa de tantas fatigas y tan brillantes triunfos. En medio de la sorda irritación que le domina, en vez de ascensos, en vez de gratificación anual, reciben estos hombres, acostumbrados a los hielos, la inesperada orden de partir casi desnudos, separándose de sus esposas e hijos, y desprovistos de todo lo necesario, para ir a pelear en los últimos confines del Oriente. Esto produjo el estallido de la sublevación, y durante la noche rodearon el palacio, repitiendo mil veces el grito de Juliano Augusto. Me estremecí; me oculté buscando refugio contra el peligro en los parajes más obscuros; pero su impaciencia no me dio tregua. Al fin me decidí a presentarme, escudándome con mi inocencia, y esperando que algunas palabras suaves, aunque enérgicas, pondrían término al tumulto. Pero entonces no conoció límites su furor, acudiendo muchos y amenazándome de muerte, mientras me esforzaba yo en recordarles su deber. Estrechado hasta el último extremo, y reflexionando que, si me mataban, otro aceptaría quizá voluntariamente el imperio en lugar mío, consentí como único medio de calmar a los soldados enfurecidos.
»Esto es exactamente lo ocurrido, que te ruego consideres con ánimo tranquilo. No creerás que te engaño en ningún punto, si cierras los oídos a las insinuaciones de malevolencia interesada en el desacuerdo de los príncipes. Rechaza la adulación, madre de todos los vicios, y no escuches más que la justicia, que es la virtud más hermosa, aceptando sin desconfianza las equitativas condiciones que acabo de proponerte: un momento de reflexión te convencerá de que tu sanción a lo que acaba de suceder aprovechará por igual al Estado y a nosotros, que estamos unidos ya por la sangre y asociados al poder por la fortuna. Perdónese, pues, todo. Lo principal para mí en este arreglo que reclama la razón, es que la tuya quede satisfecha, y mi apresuramiento será mayor para ejecutar tus mandatos.
»En pocas palabras diré cómo entiendo nuestras recíprocas obligaciones. Te proveeré de caballos de tiro españoles y de los reclutamientos que se hagan, tanto de los jóvenes letos de este lado del Rhin, como de voluntarios de la otra orilla, a propósito unos y otros para formar los cuerpos de escutarios y gentiles. A esto me comprometo por toda la vida, y con placer y regocijo cumpliré mi compromiso. Tú, por el cariño que me profesas, me designarás para prefectos del pretorio hombres íntegros y hábiles. En cuanto a los demás magistrados civiles y militares, conviene que me dejes la elección, como también la de mis guardias; porque sería verdaderamente absurdo que un príncipe, pudiendo obrar de otra manera, confiase su persona a alguno cuyas disposiciones y moralidad desconociera.
»Creo poder afirmar que ni la persuasión ni la fuerza conseguirán de los galos que envíen sus hijos a parajes lejanos. Esta región ha padecido cruelmente durante mucho tiempo; y arrebatarla sus jóvenes útiles, equivaldría a darla el último golpe, por el recuerdo de lo que ha sufrido y por la anticipación de lo que le estaría reservado aún. ¿Sería prudente, por otra parte, desguarnecer aquí completamente nuestra línea de defensa con el único objeto de reforzarnos contra los parthos? Esta provincia está muy lejos de encontrarse al abrigo de ulteriores invasiones; y hablando claramente, ésta es la que, asolada desde tanto tiempo, necesita de grandes y enérgicos socorros.
»Escribo así por nuestro común interés: considera estas breves palabras como consejo y súplica. Sin elevarme hasta el tono que mi presente dignidad autorizaría, solamente te recordaré que en muchas circunstancias la buena inteligencia entre los príncipes y recíprocas concesiones han restablecido los negocios más desesperados. Así lo acredita la historia; aquellos antepasados nuestros que pusieron en práctica este principio, consiguieron por tal medio hacer dichoso su reinado y honrada y querida su memoria.»
A esta carta oficial unió otra secreta en la que dirigía a Constancio amargas reconvenciones; pero se desconoce el texto de este escrito, y quien lo conociera sería culpable de indiscreción al publicarlo.
Juliano confió el encargo a dos hombres graves, Pentadio, maestro de oficios, y Eutherio, prefecto del palacio; quienes, después de entregar la carta, debían darle detallada cuenta de cuanto viesen y aconsejarse de las circunstancias.
Las palabras del prefecto Florencio, después de su deserción, agriaron más y más las primeras relaciones. Según decía, «tenía prevista la perturbación que había de excitar la orden de marcha de las tropas; y el interés del servicio de subsistencias, que expuso ante Juliano como causa que reclamaba la presencia del prefecto en Viena, solamente fue pretexto para huir del resentimiento que se había atraído por la independencia de su lenguaje.» Cuando Florencio vio a Juliano Emperador, se consideró casi perdido, y no pensó más que en aprovechar la distancia para sustraerse por completo al peligro de que creía amenazada su cabeza; llegando hasta dejar a la espalda su familia, y marchando a cortas jornadas a reunirse con Constancio. Allí, para no ser sospechoso de complicidad en los últimos acontecimientos, procuró dar a la conducta de Juliano el aspecto de sublevación espontánea. Pero la manera de obrar de Juliano con Florencio ausente, sólo deja entrever sentimientos de clemencia, pues fueron respetados sus bienes lo mismo que su familia, a la que hasta se autorizó para que usase los transportes públicos con objeto de facilitar su regreso a Oriente.
Los emisarios que llevaban las cartas de Juliano hicieron el viaje con toda la celeridad posible; pero los altos funcionarios del Estado, siempre que estuvieron en relación con ellos, les suscitaban indirectamente obstáculos, siéndoles sumamente difícil atravesar la Italia y la Iliria. Sin embargo, consiguieron cruzar el Bósforo y alcanzaron al fin a Constancio en Cesarea, en Capadocia. Esta es una hermosa ciudad de paso, construida al pie del monte Argeo, y que en otro tiempo se llamaba Mazaca. Allí los recibió el Emperador, permitiéndoles entregar las cartas; pero al leerlas, experimentó violentísimo arrebato, miró a los emisarios de una manera que les hizo temer por su vida, y les mandó salir sin añadir ni una palabra y sin querer oír más.
El golpe estaba dado. Dominaba a Constancio profunda vacilación, no sabiendo si marchar contra los Persas o emplear contra Juliano las fuerzas en que podía confiar más. Mucho tiempo dudó, decidiéndose al fin por el partido más acertado, dirigiendo sus pasos al Oriente. Sin embargo, despidió inmediatamente a los emisarios, y envió a la Galia a su cuestor Leonas, con una carta en que mostraba a Juliano su terminante desagrado por la innovación política de que había osado tomar la iniciativa, y le aconsejaba en interés suyo y en el de sus partidarios, que prescindiese de aquel exceso de ambición y se contentara con el rango de César. Para comprobar el efecto de estas amenazas y exhibirse como autoridad que se encuentra fuerte, nombró a Nebridio, cuestor entonces de Juliano, su prefecto del pretorio, en reemplazo de Florencio; dio al notario Félix el cargo de maestro de oficios e hizo otras promociones en el Gobierno de las Galias. En cuanto a Gumohario, que sucedía en el generalato de caballería a Lupicino, su nombramiento había sido anterior a la noticia de la revolución.
Juliano recibió en París a Leonas como a hombre cuyo talento honraba y cuyo carácter le era agradable. Pero hasta el día siguiente, en presencia de las tropas y del pueblo reunido, no quiso que le entregase la carta de que era portador; recibiéndola sobre elevado tribunal, para que se le viese desde lejos, la abrió y leyó en alta voz. Cuando llegó al párrafo en que Constancio desaprobaba todo lo que había ocurrido y declaraba que el rango de César debía bastar a Juliano, con horrible estallido se oyeron estas palabras: «Juliano es Augusto por el voto de la provincia y del ejército, por la investidura de la autoridad pública, que se alza en este momento, pero que quiere para lo venidero garantía contra las invasiones de los bárbaros.»
Testigo Leonas de esta manifestación, regresó en seguida con una carta de Juliano que contenía su fiel narración. De todos los nombramientos que había hecho Constancio, el nuevo Emperador no confirmó más que el de Nebridio, en calidad de prefecto del pretorio; porque en una carta anterior había designado la elección de este último como agradable para él. Del cargo de maestro de los oficios había dispuesto en favor de Anatolio, maestro de peticiones. También reformó los demás nombramientos, según las conveniencias de su poder y seguridad.
En medio de estas disposiciones, Lupicino le inspiraba temores, a pesar del alejamiento en que le tenía su misión en Bretaña. Sabía que era emprendedor, vanidoso, y si llegaban las noticias hasta él, siendo capaz de promover nuevas turbulencias, trabajaría por su propia cuenta. Para mayor seguridad, envióse un notario a Bononia, con objeto de no dejar a nadie pasar el estrecho. Esta precaución hizo que Lupicino, que no supo nada, hasta su regreso, no tuviera ocasión de removerse.
El ánimo de Juliano se había elevado más y más con el sentimiento de su mayor grandeza y de la confianza que le mostraba el ejército. Temiendo dejar enfriar aquel ardor e incurrir él mismo en la nota de indolencia y apatía, envió una legación a Constancio, y con fuerzas proporcionadas a la empresa que meditaba, marchó a las fronteras de la segunda Germania, y desde allí a la ciudad de Tricensima. Pasando en seguida el Rhin, cayó sobre el país de los francos actuarios, raza turbulenta que en aquel momento insultaba con sus incursiones las fronteras de la Galia. Emprendió el ataque en medio de la engañosa seguridad que inspiraba aquellas gentes el detestable estado de sus caminos, en los que desde tiempo inmemorial no se habían aventurado las armas romanas, y fácilmente dio cuenta de ellos. Cogióles o les mató mucha gente y los que quedaron se humillaron y recibieron del vencedor, que por este medio quiso asegurar la tranquilidad de las cercanías, la paz, con las condiciones que quiso imponer. En seguida, con igual rapidez atravesó Juliano el Rhin, revistó todas las plazas fuertes de la frontera, reparándolas, y adelantó hasta Rauraco; y, después de tomar otra vez posesión de ella y atendido a la seguridad ulterior de todo aquel país, donde los bárbaros se habían creído definitivamente instalados, se dirigió por Besanzón a Viena, donde se proponía invernar.
Así marchaban las cosas en las Galias, en donde todo demostraba hábil y firme dirección. Por este mismo tiempo, Constancio llamaba a su presencia a Arsaces, rey de Armenia; y después de dispensarle honrosa recepción, empleaba toda clase de raciocinios y persuasiones para decidirle a permanecer inviolablemente unido a los romanos; porque sabía cuántas supercherías, intrigas y amenazas había empleado el rey de Persia para alejar de nosotros a este príncipe y traerlo a su partido. Arsaces juró y repitió muchas veces el juramento de morir antes que cambiar respecto a nosotros, retirándose colmado de regalos, lo mismo que su comitiva; guardando perfectamente su fe, uniéndole muchos lazos de gratitud con Constancio, siendo el principal el matrimonio que éste le había hecho contraer con Olimpia, hija de Ablabio, antiguo prefecto del pretorio, desposada anteriormente con su hermano, el emperador Constante.
Después de partir Arsaces, emprendió Constancio la marcha por Melitina, ciudad de la Armenia Menor, Lacotena y Samosata, llegando a Edessa y pasando el Eufrates. Allí se detuvo bastante tiempo esperando los refuerzos de tropas y convoyes de víveres que llegaban por todos lados, y no salió hasta después del equinoccio de Otoño, para marchar a Amida. Cuando vio de cerca sus parapetos y edificios incendiados, se le estrechó el corazón y se le llenaron de lágrimas los ojos al considerar los males que había experimentado aquella desgraciada ciudad. Úrsulo, guarda del tesoro, que se encontraba allí en aquel momento, exclamó, en la amargura, de su dolor: «He ahí cómo defienden las ciudades aquellos por quienes el Estado se extenúa para que no carezcan de nada.» El recuerdo de estas palabras bastó para promover más adelante en Calcedonia una sublevación militar contra su vida.
Desde Amida marchó el ejército, formado en cuña, sobre Bezabda, y allí acampó parapetándose con un foso y empalizada. El Emperador montó a caballo para dar vuelta a la ciudad fuera del alcance de las flechas, y durante el reconocimiento supo por boca de muchos que habían sido reparados y reforzados los puntos de las fortificaciones quebrantados por el tiempo y la incuria de las autoridades anteriores. No queriendo comenzar las hostilidades hasta después de agotar todos los medios de conciliación, envió a los sitiados hábiles negociadores para ofrecerles la alternativa de regresar a su país, conservando pacífica posesión de todo el botín que habían conquistado, o aceptar la dominación romana, con la segura esperanza de que se les colmaría de dignidades y regalos. La respuesta de los jefes estuvo conforme con el carácter indomable de su nación; todos pertenecían a nobles familias, y ni los peligros ni los trabajos les inspiraban temor. No quedaba, pues, otro camino que prepararlo todo para el sitio.
Entonces estrechó sus filas el ejército, y poniéndose en movimiento al sonido de las trompetas, embistió vigorosamente a la plaza por todas partes a la vez. Divídense las legiones en muchos cuerpos, que forman la tortuga reuniendo todos los escudos, intentando con aquel abrigo atacar el pie de las murallas. Pero cantidad prodigiosa de toda clase de armas arrojadizas rompió en seguida aquella especie de techo que les cubría, siendo necesario tocar retirada. Dedicóse un día entero al descanso; y al siguiente, los nuestros comienzan de nuevo el asalto, procurando cubrirse con medios más eficaces. Toda la extensión de las murallas estaba cubierta de cilicios de pelo de cabra que ocultaban a los sitiados; pero no vacilaban en salir de detrás de aquel parapeto cuando era necesario mover los brazos y abrumarnos con lluvia de piedras y de dardos. Dejaban acercar nuestros manteletes confiadamente hasta el pie de las murallas; pero en cuanto tocaban a ellas, caían de lo alto toneles llenos de tierra, piedras de molino y pedazos de columnas, rompiendo aquellas endebles defensas, obligando a dispersarse apresuradamente los que se guarecían bajo de ellas.
Hacía diez días que duraba el sitio, y la confianza que continuaban demostrando los nuestros empezaba a alarmar a los sitiados, cuando se ocurrió echar mano de un ariete monstruoso que en otro tiempo proporcionó a los Persas la toma de Antioquía, y que después dejaron cerca de Carras. La vista de aquella máquina, la maravilla de su construcción, helaron al pronto el valor de los sitiados, que por un momento creyeron que no les quedaba otro camino que el de la rendición; pero se rehicieron e ingeniaron para neutralizar el efecto de aquel terrible aparato de guerra. Mientras se esforzaban los sitiadores por todos los medios para ajustar las piezas de aquel antiguo ariete, que habían desmontado por comodidad del transporte y encaminaban todos sus esfuerzos a proteger la aproximación, las balistas y hondas de la ciudad no cesaban de lanzar piedras, que, por derecha o izquierda alcanzaban a los obreros, costando considerable número de vidas. Sin embargo, nuestros terraplenes avanzaban rápidamente y de día en día se impulsaban las operaciones con más vigor; pero resultaban para nosotros más mortíferas por el mismo ardor que demostraban los soldados para merecer la recompensa. Peleando ante los ojos de su Emperador, algunos llegaban hasta a despojarse del casco para que se les pudiese reconocer con más seguridad, convirtiéndose por este medio en blancos para las flechas de los Persas. No se dormía de noche ni de día, manteniendo en constante alarma a todos los centinelas de ambas partes.
Los Persas veían elevarse más y más nuestros terraplenes y adelantar el ariete grande, siguiéndole otros más pequeños. Extraordinariamente asustados, procuraron prender fuego, arrojando antorchas y saetas incendiarias, pero sin producir efecto alguno, porque las máquinas estaban cubiertas en parte con cueros frescos o telas mojadas y barnizado el resto con alumbre, que las hacía incombustibles. Inauditas dificultades experimentaban los romanos para moverlas y protegerlas, pero la esperanza de apoderarse de la plaza les hacía arrostrar los peligros más grandes. Por su parte los sitiados, en el momento en que el ariete grande iba al fin a jugar contra una torre, tuvieron la singular destreza de coger y atar con largas cuerdas la cabeza de hierro del batiente, que en realidad figura la de un carnero, de manera que impidieron el movimiento de retroceso, y por lo tanto paralizaron el efecto: al mismo tiempo lo inundaron con una lluvia de pez hirviendo. Las demás máquinas preparadas permanecieron también por bastante tiempo inmóviles, recibiendo las armas arrojadizas de toda clase que les lanzaban desde las murallas.
Pero los terraplenes alcanzaban ya a lo alto de los parapetos, y los sitiados veían segura su pérdida si no daban algún golpe decisivo; por lo que adoptaron la resolución desesperada de hacer una salida, y, en medio del combate, incendiar con antorchas y calderos de fuego los arietes. Pero después de violenta pelea se vieron rechazados en desorden a la plaza, sin haber podido realizar su propósito. Inmediatamente los romanos, desde lo alto de los terraplenes lanzaron nubes de flechas y piedras al mismo tiempo que de saetas incendiarias contra las torres, cuyo efecto impidió la vigilancia de los guardianes.
Mucho había disminuido por ambas partes el número de combatientes; pero los Persas habrían llegado a su última hora, de no haber conseguido reponerse por medio de una salida mejor combinada. Imponente fuerza se presentó de pronto fuera de las murallas; y ahora los incendiarios, que iban colocados en el centro de los combatientes, consiguieron lanzar sobre nuestras máquinas multitud de haces encendidos formados con sarmientos y otros combustibles. Instantáneamente quedó envuelto todo en torbellinos de humo; y al verlo suena la bocina y las legiones que estaban sobre las armas precipitan el paso. Su ardor crecía a medida que avanzaban, pero apenas habían llegado a las manos, cuando nuestras máquinas estaban abrasadas. Solamente pudo salvarse el ariete grande, porque habiendo conseguido algunos soldados con vigoroso esfuerzo cortar las cuerdas que le sujetaban todavía contra la muralla, le sacaron medio consumido de en medio de las llamas.
La noche puso fin al combate, pero sin dar mucho descanso a los soldados. Despertados por los jefes, después de algunos momentos de comida y sueño, recibieron orden de retirar lejos de las murallas todas las máquinas, y se tomaron disposiciones para un ataque desde lo alto de los terraplenes que dominaban ya las fortificaciones. Colocaron balistas para barrer con más comodidad las murallas de sus defensores, creyendo que su sólo aspecto bastaría para que ni uno de ellos se atreviese a presentarse. Tomadas estas disposiciones, al acercarse el crepúsculo, triple línea de combatientes, llevando escalas muchos de ellos, avanzó, sacudiendo la cimera de los cascos en señal de desafío, para intentar el asalto de las murallas. El ruido de las trompetas se mezcla al estrépito de las armas, y se traba el combate con igual audacia por ambas partes. Los romanos, cuyo frente de ataque era más extenso, viendo ocultarse a los Persas, intimidados por el aspecto de las balistas, comenzaron a combatir la torre con el ariete, y, a pesar de una nube de saetas, continuaban avanzando, provistos de palancas, martillos y escalas. Comparativamente, los Persas sufrían mucho más, abrumados como estaban por las continuas y regulares descargas de las balistas, cuyos golpes caían sobre ellos desde lo alto de los terraplenes. Creyendo llegado el último momento, se dispusieron para un esfuerzo supremo. Una parte de sus fuerzas quedó para la defensa de las murallas, mientras que un cuerpo escogido, abriendo silenciosamente una puerta, salió rápidamente espada en mano, siguiéndole otro que llevaba antorchas ocultas; y mientras los soldados armados ocupaban a los romanos, que en tanto retrocedían, en tanto volvían al ataque, los otros se deslizaban encorvados y arrastrándose por el suelo hasta el pie de un terraplén, en cuya construcción habían empleado ramaje, haces de juncos y malezas, e introdujeron tizones encendidos en los huecos. En un momento prendieron fuego a todas aquellas materias inflamables, no teniendo tiempo los nuestros más que para retirar, en medio de grandes peligros, las máquinas intactas. La proximidad de la noche puso término a la pelea, y por una y otra parte se retiraron para descansar.
Muy apurado se encontraba el Emperador. Por graves razones consideraba indispensable la toma de Fenica, de la que podía hacerse inexpugnable baluarte contra las empresas del enemigo; pero la estación estaba demasiado avanzada para pensar en apoderarse de ella a viva fuerza. En vista de esto, decidió no tomar enérgicamente la ofensiva, limitándose al bloqueo, para apoderarse de los Persas por hambre. Pero el resultado engañó sus esperanzas. Continuaban combatiendo, pero con menos vigor, cuando la atmósfera, cargada de humedad, se cubrió con velo de tinieblas. Continuas lluvias empaparon el suelo, naturalmente blando en aquella comarca, haciéndole completamente impracticable, aumentando el terror de los ánimos repetidos truenos y deslumbradores relámpagos.
Tampoco cesaba de aparecer el arco iris, acerca del cual diré breves palabras. Calentada la tierra, deja brotar de su seno húmedas exhalaciones; y estos vapores, condensados primeramente en nubes, se resuelven en seguida en fino rocío que coloran los rayos del sol, cuando se encuentran en oposición a su brillante globo. Esto es lo que produce el arco iris; resultando la curvatura que vemos de la forma misma de la bóveda del mundo sobre que se despliega, y que, según la física, es la de una semiesfera. La vista distingue en el arco iris cinco bandas: la primera amarillo-clara, la segunda más intensa, la tercera roja, la cuarta purpúrea y la quinta azul tirando a verde. Esta hermosa serie de colores la explican de la siguiente manera. El matiz graduado de las dos primeras bandas depende de que su amarillo se confunde más o menos con el tinte del aire inmediato, por lo que resulta más pálido en la primera y más vivo en la segunda. La tercera brilla con tan hermoso rojo porque, sometida a la acción del sol, absorbe muy de cerca sus rayos. El color púrpura de la cuarta procede de los rayos que se debilitan al atravesar el velo de rocío, y solamente dan un reflejo obscuro, con efecto parecido sobre poco más o menos al color del fuego. Este último color pierde al extenderse y se trasforma en azul o verde.
Creen otros que se debe la aparición del arco iris a la interposición de alguna nube más densa y elevada de lo que ordinariamente se encuentran, y no pudiendo atravesarla los rayos del sol, los devuelve con intensidad aumentada por la refracción. Según este sistema, el arco iris recibe del mismo sol los reflejos de color análogo al blanco, y de la nube los que tienen aspecto verdoso; cosa análoga a la que sucede con las olas, cuyo color es azul en alta mar y que blanquean a la vista cuando se rompen en la playa.
El arco iris es precursor de las variaciones en el aspecto del cielo, que, de tranquilo y puro, pasa a ser obscuro y tempestuoso como en el ejemplo presente, o, de nebuloso, vuelve al estado de serenidad. De aquí la alegoría tan frecuente en los poetas, que hacen bajar del cielo a Iris, siempre que va a ocurrir algún cambio en el estado de las cosas. También existen otras muchas teorías acerca de este asunto. Pero vuelvo a mi relato.
El amenazador estado de la atmósfera inspiraba vivas inquietudes a Constancio. El mal tiempo aumentaba de día en día y era temible una sorpresa por el estado de los caminos, que hacía muy difíciles los movimientos. Además, exasperados los soldados, podían sublevarse de un momento a otro; y el Emperador experimentaba el despecho de aquel que viera abierta delante de sí opulenta morada y se le prohibiese poner el pie en ella. Abandonó, pues su empresa, y regresó a la desgraciada Siria para invernar en Antioquía; llevando el corazón contristado porque aquel año había experimentado deplorables reveses, cuyas consecuencias se sentirían por mucho tiempo. En efecto; parecía que pesaba sobre Constancio una fatalidad siempre que combatía personalmente con los Persas, por cuya razón prefería oponerles sus generales, quienes frecuentemente fueron más afortunados que él.
LIBRO XXI
Juliano Augusto celebra en Viena las fiestas quinquenales.—Cómo augura que se acercaba el fin de Constancio.—Diferentes medios para conocer el porvenir.—Juliano Augusto se hace pasar por cristiano para hacerse agradable al pueblo de Viena, y asiste públicamente a orar en una iglesia.—Vadomario, rey de los alemanes, rompe el Tratado y envía merodeadores a saquear nuestras fronteras.—Mata algunos hombres con el conde Libinon que los mandaba.—Juliano intercepta una carta de Vadomario a Constancio y hace prender al rey en un festín.—Destroza o hace prisioneros a una parte de los alemanes y concede la paz a los restantes.—Juliano arenga a los soldados y los decide a hacer la guerra a Constancio.—Constancio se casa con Faustina.—Refuerza su ejército y se atrae con regalos a los reyes de Armenia y de Iberia.—Sin salir de Antioquía, contiene al África por medio del notario Gaudencio.—Pasa el Eufrates y marcha a Edesa con el ejército.—Juliano, después de ordenar los asuntos de las Galias, se dirige al Danubio y hace que se adelante parte de sus tropas por Italia y la Recia.—Los cónsules Tauro y Florencio, prefectos del pretorio los dos, huyen al acercarse Juliano, uno a Iliria y el otro a Italia.—Luciliano, general de la caballería, quiere resistir, pero le sorprenden y aprisionan.—La ciudad y guarnición de Sirmio, capital de la Iliria Oriental, se rinde a Juliano, que ocupa el paso de Sucos, y escribe al Senado contra Constancio.—Dos legiones que habían pasado en Sirmio al partido de Juliano y a las que enviaba a las Galias, ocupan Aquilea, de acuerdo con los habitantes, y le cierran las puertas.—Aquilea sostiene un sitio en interés de Constancio.—A la noticia de la muerte del Emperador, se rinde la plaza a Juliano.—Sapor se retira ante auspicios desfavorables.—Constancio, en el momento de partir contra Juliano, arenga las tropas en Hierápolis.—Presagios de la muerte de Constancio.—Muere en Mesopotamia, en Cilicia.—Cualidades y defectos de este príncipe.