Mientras que aquella obstinada resistencia mantenía a Constancio detenido al otro lado del Eufrates, Juliano empleaba en Viena los días y las noches en formar planes para el porvenir, procurando, en los estrechos límites de sus recursos, tomar la actitud conveniente a su nueva fortuna. Sus reflexiones no le ofrecían, sin embargo, más que incertidumbre, porque no sabía si debería agotar primeramente todos los medios de conciliación o tomar la iniciativa en las hostilidades e influir en su adversario por el terror. La alternativa le parecía muy peligrosa. La amistad de Constancio había sido cruenta muchas veces y siempre había quedado vencedor en las guerras civiles. Juliano recordaba incesantemente el ejemplo de su hermano Galo, que se había perdido por la inercia y excesiva confianza en traidoras promesas. Sin embargo, más de un acto de vigor indicaba en el nuevo Augusto la resolución de erguirse valerosamente ante un rival capaz, como demostraba el pasado con elocuencia, de ocultar la traición bajo falsa apariencia de cariño. Por esta razón, haciendo caso omiso de la carta que le entregó Leonas de parte de Constancio, no confirmó de los nombramientos que había hecho más que el de Nebridio, y además, realizando un acto de Emperador, presidió la celebración de las fiestas quinquenales. En esta ceremonia se presentó adornado con magnífica diadema de pedrería, cuando en los primeros días de su advenimiento se le había visto ceñir la frente con una corona tan modesta que hubiese convenido al más sencillo xystarco (gimnasiarco) que revistiese la púrpura. Entonces dispuso la traslación de los restos de su esposa Helena a Roma, con orden de colocarlos en la suburbana vía Nomentana, donde estaba sepultada Constantina, hermana de Helena y esposa de Galo.
Otro motivo le animaba también para adelantarse al ataque de Constancio: era perito en el arte de la adivinación, y de una serie de sueños y presagios deducía la seguridad de la próxima muerte del Emperador. Ahora bien, como la malevolencia no ha dejado de hacer odiosas insinuaciones acerca de las prácticas adivinatorias de Juliano, príncipe tan esclarecido y tan curioso, por todo lo que puede ensanchar el dominio de la inteligencia, bueno será exponer brevemente cómo se concilia con una razón superior este género de estudios, mucho menos frívolo de lo que generalmente se cree.
No es imposible que, por un esfuerzo de estudio, el espíritu que preside a los elementos, principio de actividad de todo lo que existe, y que ve lo venidero porque es eterno, quede en relación con la inteligencia humana y le participe algo de la facultad de presciencia que le pertenece. Invocadas con ciertas formas rituales las esencias intermediarias entre nosotros y la Divinidad, pueden predecir por boca mortal lo mismo que por medio de una fuente. Dícese que Themis preside a estos oráculos, llamada así porque revela al presente los inmutables decretos de los destinos, a los que llaman los griegos τεθειμένα, y por esta razón los antiguos teólogos asignaban a esta diosa un lugar en el lecho y sobre el trono de Júpiter, principio creador.
El ánimo más inepto no podría admitir la idea de que los augurios y vaticinios dependan del capricho de las aves, que no conocen lo venidero. Pero Dios, que ha dado a las aves el vuelo y el canto, ha querido que a estos atributos de su ser, al movimiento pausado o rápido de sus alas, se uniese la significación de las cosas futuras. Complácese la Providencia en hacer estas advertencias, sea como recompensa, o bien sencillamente como efecto de su cuidado por los intereses humanos.
Las entrañas de las víctimas, en sus infinitas variedades de conformación y aspecto, son también para la vista experimentada anuncio de lo que ha de acontecer. Fue inventor de esta ciencia Tages, que, según la tradición, brotó de la tierra en un campo de Etruria.
La exaltación da también espíritu profético, teniendo lugar entonces una manifestación divina por medio del lenguaje humano. En física, siendo el sol el alma del mundo, del que las nuestras no son más que destellos, cuando el foco envía su calor en cierta medida a sus emanaciones, les comunica el conocimiento de lo porvenir. De aquí el ardor interno de las sibilas; los torrentes de fuego de que se sienten penetradas. También existen otros muchos accidentes que son otros tantos pronósticos: los sonidos, las visiones que hieren repentinamente los ojos y los oídos, los truenos, los relámpagos y el rastro de las estrellas.
Implícita fe se debería a los sueños, si no fuese muchas veces defectuosa su interpretación. Según Aristóteles, los sueños son verídicos e irrecusables, cuando se duerme profundamente, fija la pupila y sin desviación del rayo visual. Pero el vulgo ignorante exclamará: «Si se puede leer en lo porvenir, ¿cómo se ignora que se perecerá en una batalla, o que nos espera otra cualquier desgracia?» Una palabra basta para responder. Si un gramático comete una falta de lenguaje; si un músico desafina; si un médico se equivoca en el remedio, ¿acaso lo atribuiremos a la gramática, a la música o a la medicina? Puede citarse, además, esta frase de Cicerón, en la que, como en todo, brilla su elevado ingenio: «Recibirnos de los dioses señales de lo que ha de suceder. Si nos engañamos, falta es de la inteligencia humana y no de los dioses.» Pero las digresiones deben ser cortas para no degenerar en fastidiosas. Volvamos al asunto.
Encontrándose en París, no siendo Juliano más que César, dedicábase un día en el campo de Marte a un ejercicio militar. El escudo sobre que golpeaba se rompió, no quedándole en la mano más que la empuñadura, que sujetó con firmeza. Mostrábanse alarmados los presentes, considerando el caso como presagio funesto, y Juliano les dijo: «Tranquilizaos; no he soltado.» Más adelante, estando en Viena, acababa una noche de dormirse, después de frugal cena, cuando creyó ver en medio de las tinieblas brillante fantasma, que le dirigió y repitió muchas veces estos cuatro versos griegos:
Cuando Júpiter esté próximo a salir de Acuario, y Saturno, aparezca en el grado veinticinco de Virgo, Constancio, Emperador de Asia, terminará sus días con muerte triste y dolorosa.
Estas palabras le inspiraron confianza a prueba de todo lo que le reservase el porvenir. Sin embargo, decidió no aventurar nada, sino antes bien tomar con calma y reflexión las medidas que exigían las circunstancias, dedicándose especialmente a aumentar por grados sus fuerzas y a poner su estado militar a la altura de su nuevo rango. Hacía mucho tiempo que había renunciado al cristianismo, y, como todos los adoradores de los antiguos dioses, se entregaba a las prácticas de los augures y arúspices, cosa que solamente sabían corto número de confidentes íntimos, porque de este secreto dependía su popularidad. Por esta razón fingía seguir profesando el culto cristiano, y para disimular mejor su cambio, llegó hasta presentarse en una iglesia en el día de la festividad llamada Epifanía, que los cristianos celebran en el mes de Enero, y tomó parte ostensible en las oraciones públicas.
En los primeros días de la primavera recibió una noticia muy triste; enterándole de que los alemanes de la comarca de Vadomario, de los que, después del tratado, no creía tener que temer ningún insulto, devastaban las fronteras de la Rhecia, y enviaban merodeadores a saquear por todos lados. Si cerraba los ojos ante estas depredaciones, despertaría de nuevo la guerra; y, para evitarlo, envió hacia aquella parte al conde Libinón con los petulantes y los celtas, que invernaban en derredor suyo, encargándole de restablecer el orden. Libinón se acercaba a la ciudad de Sanctión, cuando le vieron desde lejos los bárbaros, que deseando caer de improviso sobre él, se habían emboscado en un valle. Libinón arengó a sus soldados, que ardían en deseos de pelear no obstante la desigualdad de fuerzas, y atacó imprudentemente a los germanos, cayendo el primero al comenzar el combate. Aumentando su muerte la confianza de los bárbaros, encendió en los nuestros el deseo de vengarle; pero después de encarnizado combate, se vieron abrumados por el número y puestos en derrota, dejando algunos muertos y heridos.
Como antes se dijo, Constancio había tratado con Vadomario y su hermano Gondomado; éste había muerto ya. Ahora bien: Constancio, que contaba con la buena fe de Vadomario, y con la cooperación eficaz y discreta de su parte a sus secretos proyectos, le había invitado por medio de carta (si ha de creerse en rumores) a que realizase en la frontera algunas hostilidades en señal de ruptura. Este era un medio de inquietar a Juliano y obligarle a detenerse para defender las Galias. Es muy verosímil que Vadomario no se movía en aquel momento sino a consecuencia del impulso recibido. Este príncipe bárbaro había desplegado en su juventud astucia y falsedad increíbles; y el mismo carácter mostró después igualmente pronunciado, cuando le nombraron duque de Fenicia. Descubierto en esta ocasión, se contuvo; pero un secretario suyo que llevaba una carta para Constancio, cayó en manos de las avanzadas de Juliano. Registráronle y le encontraron la carta, que, entre otras cosas, decía: «Tu César se insubordina», aunque Valdomario no dejaba jamás, cuando escribía a Juliano, de calificarle de señor, Augusto y dios.
Esto era peligroso y obscuro: Juliano comprendió el apuro en que podría ponerle esta intriga, y, por su propia seguridad, lo mismo que por la de la provincia, no pensó más que en apoderarse de la persona de Vadomario, para lo que empleó el siguiente medió: envióle a su secretario Filagrio, que después fue conde de Oriente, y cuya habilidad conocía bien, con diferentes instrucciones y le entregó además una carta cerrada, que no debía abrir sino en el caso de que Vadomario viniese a la orilla izquierda del Rhin. Cuando Filagrio llegó al punto designado, y mientras se entregaba a los asuntos de su misión, Vadomario cruzó el Rhin como en plena paz, aparentando ignorar los atentados que acababa de cometer. Visitó en aquel punto al jefe romano, habló con él como de ordinario, y para alejar mejor toda sospecha, se invitó espontáneamente a una comida a que debía asistir Filagrio. Al entrar éste, reconoció a Vadomario; y so pretexto de asunto urgente, regresó a su alojamiento, abrió la carta de Juliano, que le prescribía lo que había de hacer, y volvió en seguida a ocupar su puesto en medio de los convidados. Terminada la comida, Filagrio cogió fuertemente a Vadomario, y, alegando la orden superior que había recibido, mandó, al jefe militar que llevase el prisionero al campamento, y lo guardase con cuidado. La comitiva del rey, a la que no se refería la orden, pudo retirarse. En seguida llevaron a Vadomario al campamento del príncipe, creyéndose perdido al ver descubierto el secreto de su correspondencia por la detención de su emisario. Sin embargo, Juliano ni siquiera le dirigió reconvenciones y se contentó con relegarle a España; porque no había tenido otra intención que la de impedir que, durante su ausencia, aquel hombre peligroso perturbase de nuevo la tranquilidad de las Galias.
Tranquilo en cuanto a sus proyectos ulteriores por aquella captura, cuyo éxito había excedido a sus esperanzas, Juliano se preparó para castigar sin más retraso a los bárbaros por el desastre que habían sufrido el conde Libinón y sus escasas fuerzas. Con objeto de ocultarles su marcha, cuyo ruido solamente habría bastado para alejarles mucho, pasó el Rhin en el silencio de la noche, con las tropas auxiliares más ligeras y rodeó al enemigo, que no sospechaba nada: y cuándo despertando al ruido de las armas, buscaban sus flechas y espadas, el príncipe cayó sobre ellos, mató considerable número, perdonó a los que ofrecieron como suplicantes la devolución del botín y concedió la paz a los demás, con la seguridad de que no la turbarían ya en adelante.
Exaltado todavía su ánimo con el triunfo, previó sagazmente el alcance del paso que había dado, comprendiendo que en tales casos es necesario marchar directamente al objeto y que le era conveniente proclamar él mismo su independencia. Queriendo, sin embargo, asegurarse bien de las disposiciones del soldado, después de un sacrificio secreto a Belona, mandó reunir el ejército a son de bocina; subió en seguida a un estrado de piedra, y habló ahora más seguro de sí mismo y dando a su voz mayor sonoridad que de ordinario, en los términos siguientes:
«Nobles compañeros: ante tan graves acontecimientos, cada cual forma sin duda conjeturas y espera con impaciencia que hable yo de la situación y de las medidas que aconseja la prudencia. La misión del soldado antes es escuchar que discurrir. Pero también el carácter de vuestro jefe, que os es bien conocido, os garantiza que nada os propondrá que no os sea conveniente y digno de vuestra aprobación. Escuchad, pues, atentamente la sencilla exposición que voy a hacer de mis propósitos y planes. Colocado muy joven entre vosotros por la voluntad divina, he sabido rechazar las incesantes irrupciones de los alemanes y francos, y comprimir su deseo de pillaje. Con el auxilio de vuestros brazos he podido abrir el Rhin en todo su curso a las armas romanas. Ni sus espantosos gritos, ni el temido choque de los bárbaros me han hecho retroceder un paso, porque sentía a mi espalda el apoyo de vuestro valor. Esto es lo que la Galia, testigo de vuestra heroica energía, la Galia, renacida de sus cenizas después de larga serie de desastres, dirá en sus acciones de gracias, hasta la última posteridad. Elevado por vuestros votos y por la fuerza de las cosas a la dignidad de Augusto, me atrevo, con el auxilio de Dios y el vuestro, a dar un paso más hacia la fortuna. Diré en favor mío que este ejército tan brillante por su valor, y no menos notable por su espíritu de justicia, siempre me ha concedido, con el mérito de la moderación y desinterés en la administración civil, el de la prudencia y tranquilidad en nuestros frecuentes combates con las naciones bárbaras. Ahora bien: solamente con la estrecha unión de voluntades podremos hacer frente a las pruebas que nos esperan. Seguid, pues, mientras las circunstancias lo permiten, un consejo que creo muy saludable: el de aprovechar el actual desarme de la Iliria para ocupar su extensión por el lado de las Dacias. Una vez establecidos en esta comarca, proveeremos a extender nuestros triunfos. Prometedme, bajo la fe del juramento, como se hace cuando el jefe inspira confianza, vuestro concurso fiel y perseverante. Sabéis que, por mi parte, no tenéis que temer temeridad ni debilidad, y que tenéis un jefe dispuesto a creer en cada uno de vosotros intenciones y motivos que solamente tienen el bien público por móvil y objeto. Pero os ruego que refrenéis el arrebato de vuestro ardor guerrero; que no padezca nada el interés particular. Recordad que habéis conseguido menos gloria de la multitud de enemigos derrotados ante el esfuerzo de vuestras armas, que del hermoso ejemplo que habéis dado tratando generosamente a la provincia que habéis salvado con vuestro valor.»
El discurso del Emperador produjo en los soldados el efecto de un oráculo. Apasionada emoción se apoderó de todos los corazones, y el entusiasmo por el nuevo reinado se mostró por una explosión de aclamaciones mezcladas con el ruido de los escudos. Por todas partes se oía repetir las frases de gran general, jefe incomparable, y el título, merecido ante sus ojos, de afortunado dominador de las naciones. Aproximándose todos a la garganta la punta de la espada desnuda, juraron, según la fórmula consagrada, y con las execraciones más terribles, ofrecer si era necesario toda su sangre en sacrificio por el Emperador. Los jefes del ejército y las personas agregadas al servicio de la persona del príncipe hicieron lo mismo. Solamente se negó el prefecto Nebridio con lealtad más valerosa que prudente, a obligarse bajo juramento contra el Emperador Constancio, que, según decía, le había colmado de beneficios. Esta protesta exasperó a los soldados, que le habrían destrozado si Juliano, a cuyas rodillas se abrazó, no le hubiese cubierto con el palio de su toga. De regreso a palacio, Juliano encontró a Nebridio arrodillado, tendiéndole las manos, y suplicándole le librase del terror: «¿Qué haría yo por mis amigos, le dijo Juliano, si permitiese que tu mano tocase la mía? Nada tienes que temer; marcha a donde quieras.» Nebridio se retiró entonces a su casa de Toscana, sano y salvo. Después de este preliminar indispensable y que se ajustaba a la magnitud de la empresa, conociendo Juliano el valor de la iniciativa en tiempos de revolución, dio la señal de marcha, y se dirigió hacia la Pannonia, decidido a tentar fortuna.
(Año 361 de J. C.)
Para la inteligencia de los acontecimientos conviene retroceder y exponer brevemente los hechos militares y civiles de Constancio en Antioquía durante los sucesos de las Galias. A su regreso de Mesopotamia, acudieron a visitarle los primeros de los tribunos y otros personajes distinguidos. Encontrábase entre ellos un tribuno llamado Amfiloquio, plafagonio de origen, que había servido mucho tiempo bajo el emperador Constante, y de quien se suponía, con mucha verosimilitud, que había sembrado la discordia entre los dos hermanos. Este hombre, de aspecto arrogante, esperaba su turno; pero le reconocieron y no fue admitido. Muchos cortesanos hicieron bastante ruido acerca de lo que llamaban indulgencia excesiva; porque, en su concepto, un rebelde tan obstinado no merecía que le dejasen ver la luz. Pero Constancio, con mansedumbre extraordinaria en él, les dijo: «Dejad vivir a ese hombre. No le creo inocente, pero no está convicto. Y si en efecto es culpable, encontrará su castigo en mi mirada y en la voz de su conciencia.» Todo se redujo a esto. Al día siguiente aquel mismo hombre asistía a los juegos del circo, y, según su costumbre, se colocó en frente del Emperador. En el momento en que comenzaba el espectáculo, la balaustrada en que se apoyaba, con algunos otros espectadores, se rompió, y todos cayeron. Algunos solamente recibieron ligeras heridas; pero Amfiloquio, que se había roto las vértebras, fue hallado muerto en el sitio, regocijándose Constancio por su profecía.
Esta fue la época de su matrimonio con Faustina. Hacía mucho tiempo que había perdido a Eusebia, hermana de los consulares Eusebio e Hypacio. Esta princesa, extraordinariamente hermosa y adornada con las cualidades morales más relevantes, se había mostrado accesible a los sentimientos humanitarios en la cumbre de las grandezas. Ya hemos dicho que a su constante protección debió Juliano la vida, y después su elevación al rango de César. Constancio pensó al mismo tiempo en indemnizar a Florencio, a quien había echado de las Galias el temor a las consecuencias de la revolución. Anatolio, prefecto del pretorio en Iliria, acababa de morir, y enviaron a Florencio para reemplazarle; revistiendo las insignias de su elevada dignidad al mismo tiempo que Tauro, nombrado para el mismo cargo en Italia.
Hacíanse a la vez los preparativos para la guerra extranjera y la civil. Reforzábase la caballería con nuevas turmas; y para reclutar las legiones, se decretaban levas en las provincias. Pusiéronse a tasa los órdenes del Estado y los oficios para suministrar, bien en dinero, bien en especie, ropas, armas, máquinas, así como también para aprovisionar de víveres de toda clase al ejército y proveerlo de bestias de carga. El rey de Persia se había retirado a despecho, ante la imposibilidad de continuar la campaña en invierno, y se esperaban de su parte enérgicos esfuerzos en cuanto mejorase la temperatura. Enviáronse, pues, legados con ricos regalos a los reyes y sátrapas de las comarcas transtigritanas para conseguir su ayuda, o al menos franca y sincera neutralidad. Esforzáronse en ganar a fuerza de regalos, especialmente con el envío de ricos trajes, a los reyes Arsaces y Meribanes, uno de Armenia y el otro de Iberia, cuya defección en aquellas circunstancias hubiese sido fatal para el Imperio. Por este tiempo murió Hermógenes, dándose su prefectura a Hipólito, plafagonio de nacimiento, bastante vulgar en sus modales y lenguaje, pero que tenía sencillez de costumbres a la antigua y carácter tan inofensivo y dulce, que habiéndole mandado un día Constancio en persona que sometiese un hombre a la tortura, rogó al príncipe le admitiese la renuncia y encargase a otro aquel oficio, que lo desempeñaría mejor.
Amenazado por dos lados, no sabía Constancio qué partido tomar: si salir al encuentro de Juliano, o esperar y hacer frente a los Persas, que se les creía a punto de pasar el Eufrates. Después de largas deliberaciones con sus principales capitanes, adoptó el partido de concluir primeramente, o al menos tratar con el enemigo que le estrechaba más de cerca; en seguida, una vez asegurado a la espalda, atravesar la Iliria y la Italia, para acorralar a Juliano como a pieza de caza (así hablaba para dar valor a los suyos) y ahogar en su origen los gérmenes de su ambición. No queriendo tampoco cesar en su propia vigilancia acerca de otros asuntos, ni presentar el flanco por ningún lado, hacía propalar por todas partes que había abandonado el Oriente, y que avanzaba a muchas fuerzas. A fin de prevenir especialmente una tentativa sobre el África, cuya posesión es tan importante para nuestros príncipes, envió por mar al notario Gaudencio, el mismo que estuvo en las Galias con el encargo de espiar la conducta de Juliano. Por dos motivos creía segura la obediencia de este agente: el de queja que había dado a uno de los dos partidos, y el natural deseo de complacer a aquel que parecía tener tantas probabilidades de triunfar, porque todos estaban convencidos de que Constancio vencería. En cuanto llegó Gaudencio se puso a la obra; envió por cartas instrucciones tanto al conde Creción como a los demás, e hizo que le proporcionasen las dos Mauritanias excelente caballería ligera, con la que protegió eficazmente todo el litoral frente a la Aquitania e Italia. Constancio había elegido bien; porque mientras Gaudencio administró el país, ni un soldado enemigo se acercó, aunque toda la costa de Sicilia, desde Pachyno hasta Lilibea, estaba cubierta de tropas que no hubiesen dejado de pasar el mar, al ver probabilidades de desembarco.
En el momento en que terminaba Constancio sus disposiciones, que con razón consideraba prudentes, y disponía otras cosas menos importantes, se enteró por cartas de sus generales de que las fuerzas reunidas de los Persas, con su soberbio monarca a la cabeza, estaban en marcha hacia el Tigris, pero que no podía preverse el punto preciso donde verificarían el paso. Alarmado por esta noticia y queriendo estar dispuesto para adelantarse a su adversario, dejó apresuradamente los cuarteles de invierno, reunió en torno suyo sus tropas más escogidas en caballería e infantería, pasó el Eufrates por un puente de barcas, y marchó por Capesana a Edessa, ciudad muy fuerte y abundantemente abastecida. Allí se detuvo para asegurarse, por sus exploradores y por los desertores, de la verdadera dirección del enemigo.
Entretanto Juliano, que se disponía a dejar a Rauraso, después de tomar las disposiciones de que antes hablamos, envió a Salustio como prefecto a las Galias, y dio a Germaniano el puesto que había dejado vacante Nebridio. Nombró también a Nevita general de la caballería en reemplazo de Gumoario, que le era sospechoso por haber, según decían, trabajado sordamente para entregar a su señor cuando mandaba los escutarios bajo Vetranión. Jovio, de quien se habla en la historia de Magnencio, fue investido con la cuestura, y Mamertino con el cargo de tesorero. Confió el mando de los guardias a Degalaifo, e hizo otros muchos nombramientos de oficiales según su mérito personal, apreciado por él mismo.
El camino que se había trazado Juliano atravesaba la selva Marciana y seguía las dos orillas del Danubio. Muy lejos estaba de tener seguridad en el país, y podía temer que, al verle tan mal acompañado, intentasen cortarle el paso, peligro que evitó con diestra maniobra. Dividió todas sus fuerzas en dos cuerpos; el uno, al mando de Jovio y Jovino, se dirigió rápidamente por el conocido camino de Italia, y el otro se dirigió por el corazón de la Rhecia, teniendo por jefe a Nevito, general de la caballería. Esta distribución hizo creer en una masa de fuerzas considerable, y mantuvo en respeto a la vez a las dos comarcas. La misma táctica empleó Alejandro el Grande y otros generales después de él. Ya habían salido de los pasos peligrosos, y Juliano recomendaba todavía la celeridad de la marcha, como cuando se espera un ataque, y que todas las noches se conservasen guardias en pie para evitar sorpresas.
Así continuó la marcha con la confianza que inspira continua serie de triunfos, pero empleando todas las precauciones estratégicas que adoptaba en sus expediciones contra los bárbaros. Cuando llegó a un punto donde decían que el río era navegable, aprovechó el casual encuentro de muchas barcas pequeñas para bajar la corriente, ocultando así su marcha todo lo posible. Esto podía hacerlo tanto mejor, cuanto que con sus costumbres de frugalidad y abstinencia, le servían hasta los alimentos más groseros: cosa que le dispensaba de toda comunicación con las ciudades y fortalezas ribereñas. Juliano gustaba de aplicarse aquellas palabras de Cyro el antiguo a su huésped cuando le preguntó qué quería comer: «Nada más que pan, le contestó, porque aquí cerca tengo un arroyo.»
Pero las mil lenguas que se atribuyen a la fama no tardaron en propalar por toda la Iliria, con la ordinaria exageración, que Juliano, vencedor de los pueblos y de los reyes, avanzaba orgulloso con tantos triunfos al frente de un ejército formidable. Al oírlo Tauro, prefecto del pretorio, huyó como ante una invasión extranjera, y, sirviéndose de las postas, atravesó rápidamente los Alpes Julianos, arrastrando con su ejemplo a su colega Florencio. El conde Luciliano mandaba en Sirmio las fuerzas de las dos provincias; y al primer aviso de la aproximación de Juliano, sacó cuantas tropas pudo de sus respectivas estaciones y se preparó para resistir. Pero la barca de J uliano, rápida como una saeta, o como la antorcha lanzada por máquina de guerra, llegó a Bononia, a diez millas de Sirmio, y, de un salto, se encontró el príncipe en tierra. La luna estaba en su declinación, y, por lo tanto, las noches eran obscuras. Juliano envió en seguida a Dagalaifo y algunos hombres armados a la ligera con orden de traerle a Luciliano de grado o por fuerza. El conde estaba en el lecho: despertado por el ruido de las armas y viéndose rodeado de desconocidos, comprendió lo que ocurría, y, temblando ante el nombre de Juliano, obedeció, aunque muy a pesar suyo. Obligado a humillarse ante la fuerza, el altivo general de la caballería fue colocado en el primer caballo que se encontró, y llevado ante Juliano como prisionero de baja ralea. Parecía que el terror le había privado de los sentidos; pero cuando vio que le daban la púrpura a besar, se rehízo, y con acento más tranquilo dijo: «El país no está por ti y te arriesgas muchísimo al venir con tan poca gente.» Juliano le contestó con amarga sonrisa: «Guarda tus advertencias para Constancio. No pensaba consultarte, sino librarte del miedo. No interpretes de otra manera mi clemencia.»
Suprimido este enemigo, no descansó Juliano por el éxito, sino que, redoblando en actividad y energía a medida que las circunstancias eran más graves, marchó directamente a la ciudad, que creía dispuesta a entregársele; y cuando se acercaba, vio salir de los grandes arrabales habitantes y soldados que acudían a recibirle con antorchas y flores, saludándole con los nombres de señor y Augusto, y le llevaron al palacio entre aclamaciones. Esta recepción le colmó de regocijo por el pronóstico que deducía. Ya veía las demás ciudades rivalizando en seguir el ejemplo que daba la metrópoli (porque Sirmio tenía este rango por la importancia de su población), y acogida por todas partes su presencia como la aparición de su astro benéfico. Al día siguiente dio al pueblo, que mostró profunda alegría, el espectáculo de una carrera de carros, y al siguiente llegó sin detención y por la vía pública a los pasos de Sucos, que ocupó fuertemente sin combate, confiando la defensa a Nevita, con cuya fidelidad podía contar. Conveniente será dar idea de estos parajes. Sucos es un desfiladero formado por la unión de dos montes, el Rhodofo y el Hemus, de los que uno se apoya en las orillas del Danubio y el otro en las del río Axius. Estas montañas elevan entre la Tracia y la Iliria fuerte barrera, dejando a un lado el país de los Dacios y a Sárdica (Sofía), y al otro las nobles ciudades de Tracia y Filipópolis. Parece que la Naturaleza ha dispuesto esta región según el interés futuro de la dominación romana. En otro tiempo no era más que una garganta obscura, entre dos colinas; pero modificándose el paso de la grandeza del Imperio, la garganta se hizo ancha vía practicable a los carruajes. Cerrando este paso, muchas veces se han contenido los esfuerzos de los capitanes más grandes y de los ejércitos más numerosos. Por la vertiente del lado de la Iliria, el monte baja por plano apenas inclinado, siendo casi insensible la pendiente. Por la que mira a la Tracia, está, por el contrario, casi cortado a pico, presentando solamente aquí y allá corto número de senderos escarpados, por los que apenas se puede subir, aunque no haya otros obstáculos que los que opone la Naturaleza. A uno y otro lado de la cadena se extienden al Norte y al Mediodía llanuras que se pierden de vista, que llegan por una parte a los Alpes Julianos, y por la otra se dilatan, sin presentar la más pequeña desigualdad, hasta el estrecho y la Propóntida.
Después de disponerlo todo Juliano en aquel punto según exigía la gravedad de las circunstancias, dejó allí al general de la caballería y regresó a Nysa, ciudad muy importante, con objeto de ocuparse tranquilamente de las medidas más adecuadas para alcanzar éxito en su empresa. Llamó al historiador Aurelio Tictor, a quien había visto en Sirmio, y le nombró consular de la Pannonia segunda. Además, concedióse a aquel varón, extraordinariamente virtuoso, a quien más adelante se le vio llegar a prefecto de Roma, el honor de una estatua de bronce.
Poco después se manifestó ya más abiertamente Juliano. Renunciando a toda esperanza de acuerdo con Constancio, envió al Senado una Memoria muy acre contra este príncipe, llena de terribles acusaciones. Tertulo, prefecto a la sazón, la leyó a la asamblea, cuya afección por el otro Emperador estalló ahora con noble independencia, exclamando todos a una voz: «Respeta a aquel de quien has recibido tu autoridad.» No se trataba mejor a la administración de Constantino en aquel escrito; tachándose a este príncipe de innovador, violador de las antiguas leyes y costumbres, acusándosele especialmente por haber sido el primero en prostituir los ornamentos y los haces consulares confiriéndolos a los bárbaros. Juliano no fue hábil en este paso y se mostró inconsecuente en su conducta ulterior, incurriendo en la misma censura que él dirigió, porque Nevito, a quien hizo colega de Mamertino en el consulado, no podía sin duda alguna sostener la comparación, ni por el nacimiento, ni por el talento, ni por los servicios, con aquellos a quienes Constantino honró con la magistratura suprema; sino que era hombre rudo, agreste y cruel, que es mucho peor en el ejercicio del poder.
Cuando se encontraba en esta polémica, y en el momento en que eran más profundas sus preocupaciones, recibió la noticia tan alarmante como imprevista de una inesperada rebelión, muy a propósito para detenerle en sus atrevidos proyectos, si no la ahogaba en el acto. Su origen fue el siguiente: había enviado a las Galias, so pretexto de urgencia, pero en realidad porque desconfiaba de ellas, dos legiones de Constancio y una cohorte de arqueros, hallada en Sirmio. Estas fuerzas, descontentas de su destino y muy temerosas de encontrarse enfrente a los terribles germanos, cedieron a los consejos de rebelión de un tribuno mesopotámico, llamado Nigrino. El asunto lo trataron secretamente y lo llevaron con extraordinaria cautela; pero cuando llegaron a Aquilea, plaza muy fuerte por,su posición y defensas, el cuerpo expedicionario en plena rebelión penetró en ella, secundándole la población, afecta a Constancio. En seguida cerraron las puertas, armaron las torres y lo dispusieron todo para la defensa, proclamando con audaz golpe de mano, que todavía existía un partido de Constancio, e invitando a toda Italia a unirse a ellos.
Juliano recibió la noticia en Nysa; y, no teniendo ningún enemigo a la espalda, y sabiendo además que esta ciudad no había sido tomada nunca ni jamás sería entregada, empleó toda clase de insinuaciones y de agasajos para atraérsela, antes que se hiciese contagioso el ejemplo de Aquilea. Jovino, jefe de la caballería, que acababa de cruzar los Alpes y apenas había puesto el pie en Nórica, recibió orden de retroceder e impedir a toda, costa que se propagase el incendio. Autorizósele además para retener y agregarse como refuerzo todo destacamento aislado que pasase por la ciudad, dirigiéndose al grueso del ejército. En este momento se enteró Juliano de la muerte de Constancio: y cruzando entonces apresuradamente la Tracia, entró en Constantinopla. Allí recibía frecuentes noticias de lo que ocurría en Aquilea, y calculando por los partes de Jovino que la resistencia sería larga, pero sin graves consecuencias, llamó a este general, a quien quería emplear en asuntos más graves en otra parte, y encargó la continuación del sitio a Immón, ayudándole otros capitanes.
Rodeada Aquilea por dos lados, los jefes de los sitiadores convinieron en ensayar ante todo el efecto de las promesas y amenazas. Mucho se discutió por ambas partes; pero la obstinación de los sitiados rompió las conferencias, no dejando otro recurso que el de las armas. Preparáronse, pues, los dos partidos para el combate, comiendo algo y descansando. Al amanecer el día siguiente, la bocina dio la señal de pelea y se trabó la lucha en medio de fuertes gritos, con más furor que prudencia. Impulsando al fin los sitiadores los manteletes y zarzos de mimbre, comenzaron a avanzar con más precaución, llevando unos toda clase de herramientas de hierro para atacar la muralla por el pie, y arrastrando otros escalas tan altas como aquéllas. Pero en el momento en que la primera línea tocaba ya los muros, abrumada por las piedras y acribillada por las saetas, retrocedió sobre la segunda, arrastrándola en su movimiento y cediendo ante el temor de sufrir otro tanto. Enorgullecidos por este primer triunfo, no tuvo límites la confianza de los sitiados, que guarnecieron con máquinas de guerra todos los puntos donde podían producir efecto, y se entregaron con infatigable energía a todos los cuidados de la defensa. Por su parte los sitiadores, quebrantados por el fracaso, pero ocultando por honra el temor, renunciaron al asalto, que tan mal les había resultado, y recurrieron a los procedimientos propios de los asedios. El suelo no permitía el empleo de los arietes, ni colocar máquinas de armas arrojadizas, ni tampoco abrir mina. Pero mediante un esfuerzo de invención, comparable a lo más extraordinario que ofrece la historia en este género, aprovecharon la corriente del río Natisón, que baña las murallas de la ciudad. Tres naves fuertemente unidas con amarras sirvieron de plataforma para levantar otras tantas torres más altas que los muros, a cuyo alcance tuvieron que llevarlas. Los soldados que coronaban estas torres se esforzaban en ahuyentar de las murallas a sus defensores, mientras que por aberturas practicadas más abajo en las paredes de las torres, salían vélites armados a la ligera, que en un momento lanzaron y cruzaron puentes volantes adecuados para este uso. Éstos, mientras cruzaban nubes de piedras y saetas por encima de sus cabezas, trabajaban en abrir brecha en las murallas para penetrar en el interior de la ciudad. Pero tan ingeniosa combinación tampoco tuvo buen resultado. Atacadas las torres al aproximarse con antorchas embarradas de pez encendida, sarmientos, ramaje y otras materias inflamables, se incendiaron en seguida y, perdiendo el equilibrio por el peso de sus defensores, que precipitadamente se arrojaron a un lado, cayeron al río con los que se habían librado de las armas del enemigo. Quedando descubiertos los vélites que habían pasado bajo las murallas, fueron aplastados con piedras grandes, exceptuando los pocos que consiguieron, a fuerza de agilidad, salvarse a través de los restos.
Al obscurecer, la señal de retirada puso fin al combate, quedando los dos bandos bajo impresiones muy diferentes. La tristeza de los sitiadores, que deploraban la muerte de sus compañeros, fortificaba en los habitantes la esperanza de vencer, que también habían experimentado grandes pérdidas. Pero no por esto dejaban de prepararse para comenzar de nuevo, y, después de una noche dedicada a reparar las fuerzas por medio del sueño y del alimento, al despuntar el día, las bocinas dieron otra vez la señal de combate. Entre los sitiadores, unos, para pelear más desahogadamente, levantaban los escudos sobre la cabeza, y otros llevaban, como en el primer ataque, escalas al hombro; y todos se lanzaron con igual brío, presentando el pecho a los golpes del enemigo. Esforzándose algunos en romper los herrajes de las puertas, sucumbieron bajo lluvia de fuego o aplastados por piedras enormes que hacían rodar desde lo alto de las murallas; otros, que valerosamente habían franqueado el foso, veíanse rechazados por las bruscas salidas que hacían los sitiados, aunque no se retiraban hasta encontrarse cubiertos de heridas. Protegían la retirada de los sitiados contra todo ataque unos parapetos de césped, elevados delante de las murallas, y puede decirse que se mostraron superiores a sus adversarios en perseverancia y por el partido que supieron sacar de las defensas de la plaza. Impacientes por la duración del sitio, no cesaban los soldados de rondar en derredor de la ciudad, buscando algun punto accesible al asalto o que pudiese ser atacado con las máquinas; pero al fin el convencimiento de encontrar siempre dificultades insuperables produjo calma en los esfuerzos, abandonando las guardias para merodear en los campos inmediatos, donde encontraban de todo en abundancia, y dando parte del botín a sus compañeros. El ejército se hartaba de vino y de comida, y la repetición de excesos concluyó por quitarle el vigor.
Invernaba a la sazón Juliano en Constantinopla, y adverdido de estos desórdenes por las comunicaciones de Immón y de sus compañeros, se apresuró a remediarlos, haciendo partir en el acto a Agilón, general de la infantería, para que llevase a Aquilea la noticia de la muerte de Constancio, creyendo que la comunicación, hecha por persona tan. autorizada, bastaría para que en el acto abriesen las puertas.
Entretanto no estaban suspendidas las operaciones del sitio, y habiendo fracasado todos los medios, trataron de reducir la ciudad por medio de la sed, cortando los acueductos. Mas no por esto fue menos tenaz la resistencia. El ejército, a fuerza de brazos, consiguió separar el curso del río; pero no adelantó nada, porque los habitantes se resignaron a beber el agua de las cisternas, y distribuida ésta en cortas porciones.
Entretanto llegó Agilón a Aquilea, y, cumpliendo las órdenes recibidas, se presentó resueltamente al pie de las murallas con débil escolta, Hizo allí verídica relación de todo lo ocurrido: Constancio ha muerto y Juliano está en pacífica posesión del poder soberano. Pero en vano lo aseguraba; al principio únicamente le contestaron con injurias e improperios, y sólo cuando consiguió un salvoconducto para confirmar sus aserciones en las murallas mismas, pudo obtener al fin que le creyesen; abriendo ahora alegremente sus puertas la plaza al jefe que le traía la paz, y tratando de justificarse achacando toda la culpa a Nigrino y a algunos otros, cuyo suplicio pidieron en castigo de la sublevación, y de los males que habían acarreado a la ciudad. Bajo la dirección de Mamertino, prefecto del pretorio, se abrió inmediatamente una información, por consecuencia de la cual Nigrino fue quemado vivo, como principal instigador de la rebelión. Después perecieron bajo el hacha los senadores Rómulo y Sabostio, convictos de haberla fomentado, y se perdonó a todos los demás, que el temor antes que la inclinación había hecho cómplices de aquella guerra civil; distinción que de antemano había hecho la clemencia del Emperador.
Antes de que se conociesen estos resultados, era muy grande la ansiedad de Juliano en Nysa. Veíase amenazado por dos partes. En primer lugar, la guarnición de Aquilea, cerrando con un destacamento los pasos de los Alpes Julianos, podía cortarle las comunicaciones con las provincias e interceptar los socorros que esperaba. También le inspiraba temores el Oriente, porque se decía que el conde Marciano, habiendo formado un cuerpo con los destacamentos diseminados en la Tracia, marchaba hacia el paso de Sucos. No dejaba Juliano de atender a todas las necesidades del momento. Reconcentraba en Iliria su ejército, formado de tropas experimentadas y dispuestas a seguir a su belicoso jefe en medio de los mayores peligros; no olvidando tampoco los intereses particulares en medio de aquella apurada situación, sino que continuaba fallando los procesos, con preferencia aquellos que se referían a los magistrados municipales, a quienes favorecía hasta el punto de imponer algunas veces estos cargos onerosos con desprecio de los derechos de exención más fundados.
Juliano vio en Nysa a Symmaco y Máximo, varones eminentes, enviados por el Senado en legación a Constancio, recibiendoles muy bien a pesar de esto, y hasta nombró a Máximo prefecto de Roma, en. reemplazo de Tertulo; obrando así por el deseo de complacer a Vulcasio Rufino, tío de Máximo. Sin embargo, debe notarse que bajo su administración reinó la abundancia en la ciudad, y que no se alzó ni una queja acerca de la carestía de los víveres. Últimamente, para dar garantía a los fieles y asegurar a los inciertos, nombró a Mamertino, que era prefecto de Iliria, cónsul con Nevita, a pesar de que censuró duramente a Constancio por haber conferido las dignidades a bárbaros.
Mientras continuaba Juliano entre la esperanza y el temor su atrevida empresa, las contradictorias noticias que recibía Constancio en Edessa de sus espías le hacían vacilar, resintiéndose de ello sus medidas; formando en tanto partidas para recorrer los campos, en tanto pensando en dar otro asalto a Bezabda; porque, en efecto, era muy prudente, antes de llevar sus armas al Norte, asegurar la defensa de la Mesopotamia. Pero al otro lado del Tigris estaba el rey de Persia, no esperando para atravesarlo más que respuesta favorable de los auspicios, y que, si no le cerraban el paso, pronto llegaría hasta el Eufrates. Por otra parte, conociendo por experiencia la solidez de las murallas y el vigor de la guarnición, vacilaba en comprometer a sus soldados en los trabajos de un sitio cuando iba a necesitarlos para hacer frente a la guerra civil.
Necesario era, sin embargo, ocupar a las tropas, y que no le acusasen de inercia; y por esta razón mandó avanzar a los dos generales, el de la caballería y el de la infantería con fuerzas considerables, pero llevando orden de evitar todo choque con los Persas; debiendo limitarse a guarnecer toda la orilla citerior del Tigris y a reconocer el punto por donde penetraría el impetuoso monarca. Además, les había recomendado especialmente, tanto de palabra como por escrito, que se replegasen en cuanto alguna fuerza enemiga intentase el paso. Por su parte, mientras sus generales guardaban la frontera y procuraban descubrir los engañosos movimientos del enemigo, estaba preparado, con el grueso del ejército, a tomar personalmente la ofensiva y a cubrir todas las plazas amenazadas. Los exploradores y los desertores, que de tiempo en tiempo llegaban, se contradecían en sus informes, consistiendo esto en que, entre los Persas, el secreto de sus planes solamente lo conocen los personajes principales, confidentes impenetrables que guardan religiosamente silencio. Entre tanto, Arbeción y Argilón rogaban incesantemente al Emperador que acudiese a apoyarlos, asegurando de común acuerdo que se necesitaban todas las fuerzas para sostener el choque de tan terrible adversario.
En medio de estos cuidados llegaron, una tras otra, noticias de que Juliano, con rápida marcha, había atravesado Italia y la Iliria; que ocupaba el paso de Sucos; que de todas partes recibía refuerzos, y, finalmente, que iba a caer con muchas fuerzas sobre la Tracia. Estas noticias eran desoladoras; pero Constancio confiaba, sin embargo, atendiendo a su constante fortuna contra los enemigos del interior. Mas no por esto era menos difícil la decisión que había que tomar. Resolvió al fin marchar primeramente a donde era mayor el peligro, y enviar delante el ejército por convoyes sucesivos, en los carruajes del Estado. El consejo opinó unánimemente lo mismo, comenzando en seguida el transporte por aquel medio tan ligero. Pero al día siguiente supo Constancio que Sapor, viendo contrarios los auspicios, había retrocedido con el ejército. Libre de este temor, reunió todas sus fuerzas, exceptuando el cuerpo destinado a la custodia de la Mesopotamia, y regresó él mismo a Hierápolis. Imposible adivinar el giro que iban a tornar las cosas; y en esta incertidumbre, aprovechando la ocasión de tener el ejército reconcentrado en derredor suyo, quiso robustecer con una arenga el celo de aquella multitud para el mantenimiento de su autoridad. A son de trompetas fueron convocadas centurias, manípulos y cohortes, que llenaron hasta muy lejos el campo, y subiendo él a un tribunal, rodeado por guardia más numerosa que de ordinario, dio a su semblante aspecto de confianza y serenidad y habló de esta manera:
«Cuando tanto me he esforzado en mostrarme intachable en mis actos y palabras; cuando tanto he atendido a llevar el timón según el movimiento de las olas, me veo obligado, amigos míos, a confesar en este momento que me he engañado; o mejor dicho, que la extraordinaria bondad de mi corazón me ha engañado acerca del verdadero interés común. Para comprender el objeto de esta reunión, prestadme todos oído atento, porque es necesario.
»En la época en que Magnencio promovió revueltas que vuestro valor reprimió, elevé a Galo, sobrino de mi padre, a la dignidad de César, y le encargué la defensa del Oriente. La justicia fue virtud desconocida para él, y una serie de actos detestables atrajo sobre su cabeza el rigor de las leyes. ¡Y ojalá, para tranquilidad del Imperio, que se hubiese limitado a aquel intento el espíritu de rebelión! Su recuerdo es sin duda aflictivo, pero podría creérsele prenda de seguridad. Sin embargo, acaba de estallar una traición, y me atrevo a decir que mucho más deplorable; traición que el cielo os va a conceder que castiguéis. En el momento mismo en que rechazabais victoriosamente las hordas salvajes que vagaban en derredor de la Iliria, Juliano, en cuyas manos había puesto yo la custodia de las Galias, enorgullecido por algunos éxitos fáciles conseguidos sobre los germanos, casi desnudos, e impulsado por ciego furor, ha reunido un puñado de esos hombres a quienes la sed de sangre y esperanza de saqueo lleva a las empresas más desesperadas; y con desprecio de la justicia, aspira con ellos al derrumbamiento del Estado. Pero la justicia es madre y nodriza de este Imperio, y ella destruirá esos orgullosos proyectos con sus culpables autores. De esto tengo como prenda mi propia experiencia y los ejemplos del pasado.
»¿Que podemos hacer sino afrontar la tempestad, y extirpar radicalmente esa rabia homicida antes de que pueda desarrollarse? El desenlace no puede ser dudoso: el dios que castiga la ingratitud volverá contra esos impíos el hierro que empuñan, y que sin provocación alguna dirigen contra el que los colmó de beneficios. Sí; confío íntimamente en el poder protector de las buenas causas: en cuanto nos encontremos cara a cara, el terror les paralizará, y ni uno solo de ellos resistirá el brillo de vuestra mirada, ni la vibración de vuestro grito de combate.»
Estas palabras exaltaban las pasiones de los soldados, que blandieron las lanzas en señal de cólera, y, confirmando su afecto, pidieron que les llevasen en seguida contra el rebelde; actitud que trocó en alegría los temores del Emperador, que en el acto disolvió la reunión y mandó a Arbación que se pusiese en marcha con los lanceros, los maciarios y las tropas armadas a la ligera. Constancio suponía a este jefe afortunado por sus anteriores triunfos en las guerras civiles. Gurnoario debería hacer frente con los letos al cuerpo enemigo que ocupaba el paso de Sucos, eligiéndole Constancio porque este jefe odiaba a Juliano, que le había afrentado en la Galia.
Pero en este crítico momento, todo revelaba visiblemente que palidecía la fortuna de Constancio y que se acercaba su hora fatal. Espantosas visiones le turbaban el sueño: una vez se le apareció al dormirse la sombra de su padre llevando en brazos un hermoso niño. Constancio tomó al niño sobre las rodillas, pero éste, arrancándole su globo que tenía en la mano, lo arrojó a lo lejos. Evidentemente este sueño anunciaba una revolución, a pesar de que se había conseguido encontrarle explicación favorable. También ocurrió al Emperador quejarse, en una expansión íntima, de que le había faltado de pronto cierta manifestación indefinida de la presencia de un ser sobrenatural a que estaba acostumbrado; cosa que interpretaba como ausencia de su fortuna y anuncio de su próximo fin. Efectivamente, en metafísica está admitida la opinión de que a cada cual, desde el día en que nace, se le asocia una inteligencia superior, de esencia divina, que rige nuestras acciones, salvas las inmutables leyes del destino; pero cuya presencia solamente es sensible para aquellos cuyas virtudes hacen superiores a los demás hombres. Esta doctrina se apoya en oráculos y en importantes autoridades escritas, especialmente en estos dos versos del poeta Menandro:
Al lado de todo mortal se encuentra, desde el día en que nace, un genio familiar que le guía en la vida.
Esta es la alegoría que encierran los inmortales versos de Homero. Bajo el nombre de dioses del Olimpo, el poeta pone en relación con sus héroes estos genios familiares, como interlocutores, como auxiliares o como salvadores. A misteriosa intervención de este género se atribuye unánimemente la preeminencia de Pitágoras, de Sócrates, de Numa Pompilio, del primer Escipión, y, según una tradición no tan universalmente extendida, la de Mario, de Octaviano, que fue el primero en llevar el nombre de Augusto, de Hermes Termáximo, Apolonio Tyaneo y de Plotino. Este último filósofo no temió analizar tan abstrusa teoría y sondear sus profundidades, explicando el principio de esta conexión de una esencia divina con el alma humana, de la que se encarga y a la que protege en cierto modo en su carrera hasta el término prefijado; elevándola hasta las concepciones más altas, cuando lo merece por su pureza y por su unión con un cuerpo exento de toda mancha.
Impaciente, como en todo lo que deseaba, por llegar a las manos con los rebeldes, marchó Constancio a Antioquía, desde donde, una vez terminados los preparativos, se apresuró a marchar de nuevo. A muchos de su comitiva parecía excesiva aquella precipitación; pero se limitaban a murmurar en voz baja, no atreviéndose ninguno a presentar objeciones, ni a mostrar dudas. Ya estaba avanzado el otoño cuando partió. A tres millas de Antioquía, cerca de una ciudad llamada Hippocefalo, encontró en pleno día el cadáver de un hombre asesinado; el cuerpo estaba hacia la derecha, inclinado a Occidente, y a la izquierda la cabeza, separada del tronco. Este presagio aterró al príncipe, pero se obstinó más y más en correr al encuentro de su suerte.
En Tarso tuvo un ligero ataque de fiebre, y esperando disiparlo con el movimiento, siguió por un camino muy difícil hasta Mopsucrena, ciudad situada al pie del Tauro, y la última estación que se encuentra antes de salir de Cilicia. Al siguiente día le detuvo la agravación de la enfermedad, a pesar de todos sus esfuerzos para ponerse de nuevo en marcha; circulando por sus venas tal ardor, que quemaba su cuerpo al tocarle. Faltando los socorros del arte, vio con dolor que era inevitable su muerte. Dícese que, conservando aún el conocimiento, designó a Juliano por sucesor. En el acto ahogó su voz el estertor, y, después de larga agonía, expiró el tres de las nonas de Octubre, a los cuarenta años y pocos meses de reinado y de edad.
Después de tributar, entre llanto y gemidos, los últimos honores a su cadáver, deliberaron los principales de la corte acerca del partido que convenía tomar. Dícese que se realizaron algunos trabajos ocultos para elegir Emperador, bajo la inspiración de Eusebio, alarmado por la cuenta que tenía que dar. Pero, estando tan cerca Juliano, no podía prevalecer ninguna insinuación de este género. Enviáronle, pues, a los condes Theolaifo y Aligildo para anunciarle la muerte de su pariente y para rogarle que marchase sin demora al Oriente, que le tendía los brazos. Corría además el rumor de que Constancio había dejado un testamento en el que, como ya hemos dicho, instituía por heredero a Juliano, y designaba a algunos de los que quería más como tutelares delegados o fideicomisos. Su esposa, a la que dejó encinta, dio más adelante a luz una princesa, a la que se dio el nombre de su padre, y que cuando llegó a la edad nubil, casó con Graciano.
Para dar exacta idea del carácter de Constancio, debe empezarse por sus buenas cualidades. Encerrado siempre en la etiqueta imperial, su ánimo, orgulloso y altivo, consideraba la popularidad como baladí. Solamente con mucha circunspección otorgó las altas dignidades, y, exceptuando muy pocos casos, no consintió aumento alguno de las ventajas unidas a los cargos públicos. Supo contener la arrogancia militar. Bajo su reinado no ascendió nadie al título de ilustrísimo, aunque sabemos que algunas veces concedió el de perfectísimo. El rector de provincia no estaba obligado entonces a salir al encuentro del maestre general de la caballería, y éste no tenía derecho a intervenir en nada de la administración civil: pero, militar o civil, toda autoridad se inclinaba con el respeto de los antiguos tiempos ante la superioridad del prefecto del pretorio. Cuidó del soldado hasta el último extremo. Rígido apreciador del mérito, no confirió cargo en palacio hasta después de haber pesado, por decirlo así, con la balanza en la mano, todos los títulos, y nadie subió de pronto, sino por grados. De antemano se sabía a quién correspondía, después de diez años de servicios, el título de tesorero, de maestre de oficios o de cualquier otro empleo. Rara vez ocurrió que se confiriese al militar el manejo de los negocios civiles; pero nadie, sin largo aprendizaje del oficio de soldado, consiguió el honor de mandarlos. Fue muy amante de las letras; pero su genio no se inclinaba a la elocuencia, ni fueron afortunados sus ensayos poéticos. Su régimen de vida fue frugal y sobrio; debiendo a su moderación en las comidas no estar enfermo sino rara vez, aunque nunca lo estuvo sin peligro de muerte. La experiencia, de acuerdo con la ciencia médica, demuestra que así sucede de ordinario con las personas que se abstienen de excesos. En caso necesario sabía prescindir del sueño, y se mostró constantemente casto, hasta el punto que ni siquiera fue sospechoso de relaciones contra la naturaleza; vicio que, como es sabido, la malignidad atribuye a todo evento a los grandes, por la sola razón de que lo pueden todo. Jinete excelente, manejaba el dardo, y sobre todo el arco, con maravillosa destreza, siendo igualmente hábil en los ejercicios a pie. Nada diré aquí de lo que tanto se ha repetido acerca de su costumbre de no escupir, ni de sonarse, ni de volver la cabeza en público, ni tampoco de su abstinencia de toda clase de frutas.
Acabo de enumerar todas las buenas cualidades que se le conocieron; pasemos ahora a las malas. Por poco seguro que estuviese acerca de una acusación de aspirar al trono, por frívolo y hasta absurdo que fuese el pretexto, no descansaba ya, y, siguiendo el hilo sin fin ni término, no retrocedía ante ningún medio, legítimo o no, para llegar al objeto; y este príncipe, al que bajo cualquier otro aspecto se le podría considerar entre los moderados, sobrepujaba entonces en crueldad a los Calígulas, Domicianos y Cómodos. La manera de deshacerse de sus parientes al principio de su reinado anunciaba un émulo de aquellos monstruos, Agravaba la situación de los acusados con la dureza de las formas y la envenenada persistencia de las acriminaciones. Por la sospecha más ligera se aplicaba la tortura con rigor desconocido antes de él, y con implacable vigilancia; y, en las ejecuciones, hasta la misma muerte se aplicaba con toda la lentitud que permite la naturaleza. Bajo este punto de vista fue menos accesible a, la compasión que el mismo Galieno; porque éste, que en realidad tuvo que defender constantemente su vida contra las conspiraciones verdaderamente reales de Aureolo, Postumio, Ingenuo, Valente, llamado el Tesalónico, y tantos otros, indultó, sin embargo, algunas veces de la pena capital a los culpados. Bajo Constancio, por el contrario, el exceso de los tormentos arrancó algunas veces falsa confesión. En estas ocasiones era enemigo de toda justicia, cuando tanto le gustaba aparecer justo y clemente. Como esas chispas que escapan de las selvas en tiempos de sequía y llevan inevitablemente a las chozas inmediatas el incendio y la muerte, el germen más ligero servía en sus manos para inmensa proscripción. ¡Qué contraste con Marco Aurelio, que en estos casos cerraba siempre los ojos! Cassio acababa de proclamar en Siria sus pretensiones al trono: interceptóse en Iliria, donde se encontraba el Emperador, su correspondencia con sus cómplices; y Marco Aurelio la hizo arrojar al fuego con objeto de que, ignorando quiénes conspiraban, no se viese tentado a tratarles como a enemigos. Con razón se ha dicho que mejor hubiese sido para Constancio renunciar el poder que mantenerse en él a costa de tanta sangre. Cicerón dice en una carta a Cornelio Népote: «La felicidad es el éxito en el bien: o, en otros términos, la fortuna favoreciendo honestos propósitos. No se es feliz con malos propósitos. No llamo felicidad en César el triunfo de ideas impías y subversivas. Entre Manlio y Camilo, la felicidad está de parte del desterrado Camilo, aunque Manlio consiguiese lo que tanto deseaba, el trono.» Heráclito de Éfeso expone la misma idea: «Un capricho de la suerte, dice, da la ventaja por un momento al más débil, al más cobarde, sobre el corazón más heroico. Pero saber dominarse cuando se dispone del poder, contener el resentimiento, el odio y hasta los repentinos movimientos de la ira, esta es la verdadera gloria y el triunfo más noble.»
Tan humillado y abatido como se vio en las guerras extranjeras, así se aparece de orgulloso en el triunfo contra las revueltas intestinas, aplicando implacable mano a estas llagas del Estado. Por esta razón se atrevió, con flagrante ultraje a las costumbres y al buen sentido, consagrar con arcos de triunfo, en la Galia y en la Pannonia, la sangrienta reducción de las provincias romanas, y grabar en piedra estas hazañas..., y mientras duren estos monumentos, transmitir a la posteridad la conmemoración de un desastre nacional. Conocido es el ascendiente que adquirían sobre su ánimo la atiplada voz de las mujeres y de los eunucos, y cuánta debilidad mostraba por todo el que sabía adularle y limitarse a decir sí o no a su beneplácito.
Debe mencionarse entre los males de este reinado la insaciable rapacidad de los agentes del fisco, que acumulaban más odio sobre la cabeza del príncipe que dinero en las arcas del Estado. Constancio no prestó nunca oídos a las quejas de las provincias extenuadas, sin conseguir jamás sus lamentos el menor alivio en el peso y multiplicidad de las cargas, o alcanzando solamente vanas y transitorias concesiones.
En Constancio se encontraba desnaturalizada la sencilla unidad del Cristianismo con mezcla de supersticiones de vieja. Intervino en las discusiones del dogma, antes para sutilizar en las cuestiones que para procurar la concordia de los ánimos, multiplicando, por consiguiente, las disidencias. Personalmente tomó parte activa en la verbosa agudeza de las controversias. Por los caminos pasaban grupos de sacerdotes marchando a discutir en lo que llaman ellos sínodos, para hacer triunfar esta o aquella interpretación: y estas idas y venidas concluyeron por agotar el servicio de transportes públicos.
Diremos algo de su aspecto exterior: su tez era morena, tenía noble mirada, penetrante golpe de vista y finos cabellos. Afeitábase cuidadosamente todo el rostro, para que resaltase el color. Su busto era más largo que el resto del cuerpo. Tenía las piernas cortas y arqueadas, cosa muy ventajosa para el salto y la carrera.
Embalsamado y encerrado en un féretro el cadáver, Joviano, que entonces era protector, recibió orden de llevarlo con grande aparato a Constantinopla, donde estaba sepultada su familia. Sentado en el mismo carro que llevaba los restos de su señor, durante el camino ofrecieron a este oficial, según costumbre observada con los príncipes, las muestras de las subsistencias militares, y prestaron homenaje con combates de fieras, en medio del concurso de las poblaciones. Estas cosas eran como presagios de su futura grandeza; grandeza, ilusoria y efímera, como los honores tributados al conductor de un carro fúnebre.
LIBRO XXII
Detenido en la Dacia Juliano por temor a Constancio, consulta secretamente los augures y arúspices.—A la noticia de la muerte del Emperador, atraviesa con rapidez la Tracia, entra pacíficamente en Constantinopla y se ve dueño del Imperio romano sin combatir.—Condenación más o menos justificada de los partidarios de Constancio.—Juliano arroja del palacio a los eunucos, barberos y cocineros.—Vicios de los eunucos del palacio y corrupción de la disciplina militar.—Juliano rinde públicamente el culto a los dioses, que hasta entonces había tributado en secreto, y trabaja para promover conflictos entre los obispos cristianos.—Medio que emplea para librarse de las importunas reclamaciones de algunos egipcios y para despedir a su país a los peticionarios.—Administra personalmente justicia en Constantinopla, y mientras se dedica a la administración de la Tracia, recibe diferentes legaciones extranjeras.—Ojeada sobre esta comarca, el Ponto Euxino y las poblaciones del litoral.—Juliano, después de haber agrandado y embellecido a Constantinopla, visita Antioquía.—En el camino concede a los habitantes de Nicomedia un subsidio para reedificar su arruinada ciudad.—En Ancira cuida de la administración de justicia.—Pasa el invierno en Antioquía y desempeña cargo de juez sin perseguir a nadie por motivos de religión.—Los politeístas de esta ciudad arrastran en las calles y despedazan a Jorge, obispo de Alejandría, y a otras dos personas, quedando impune el atentado.—Meditando Juliano una expedición contra los Persas, consulta los oráculos acerca del resultado de la guerra y ofrece un sacrificio de innumerables victimas.—Su respeto a los arúspices y augures.—Atribuye sin fundamento a los cristianos el incendio del templo de Apolo en Dafnea, y manda cerrar la iglesia catedral de Antioquía.—Sacrificio a Júpiter en el monte Casio.—Rencor de Juliano contra los habitantes de Antioquía.—Este es el origen del Misopogon.—Estadística del Egipto.—Del Nilo, de los cocodrilos, del ibis y de las pirámides.—De las cinco provincias del Egipto y de su ciudad más notable.
(Año 361 de J. C.)
Durante esta rápida serie de acontecimientos en diferentes puntos de la tierra, Juliano, en medio de las preocupaciones que le asediaban en la Iliria, no dejaba de registrar las entrañas de las víctimas y consultar el vuelo de las aves, para saber lo que le deparaba la suerte. Pero de la adivinación no conseguía más que ambigüedad e incertidumbre. Al fin el orador Aprúnculo, galo de nacimiento, y que más adelante fue gobernador de la Galia Narbonense, le predijo cuál sería el desenlace, por el examen, según dijo, de un hígado de doble tegumento. Pero Juliano sospechaba alguna superchería para complacerle y continuaba inquieto, cuando tuvo él mismo un presagio mucho más significativo y que era clara manifestación de la muerte de Constancio. En el momento mismo en que el Emperador fallecía en Cilicia, Juliano montaba a caballo, rodeado de numerosa comitiva. El soldado que acababa de ayudarle a montar cayó, y Juliano exclamó: «El autor de mi elevación ha caído.» Mas no por esto dejó de insistir, por muchas razones, en no pasar la frontera de la Dacia, considerando que no era prudente aventurarse por conjeturas que la realidad podía desmentir.
Cuando mayor era su incertidumbre, llegaron Theolaifo y Aligildo, encargados de anunciarle que Constancio no existía ya, y que su última voluntad había sido que le sucediese Juliano. Esta noticia, que ponía término a su ansiedad y le libertaba de los cuidados y agitaciones de una guerra inminente, regocijó su corazón, inspirándole ilimitada confianza en la ciencia adivinatoria. Recordando entonces cuánto le había servicio la celeridad de sus empresas, en seguida dio orden de marchar, franqueó rápidamente la vertiente del paso de Sucos que mira a la Tracia, y llegó a Filipópolis, la antigua Eumolpiada. Cuantos soldados se encontraban reunidos en derredor suyo corrían alegremente detrás de él, comprendiendo perfectamente todos que, en vez de desesperada lucha por el Imperio, solamente se trataba de una toma de posesión pacífica y no disputada. La fama, que ensalza siempre todo lo nuevo, prestaba a Juliano su prestigio; pareciendo su marcha la de Triptolemo, que la fabulosa antigüedad nos presenta cruzando los aires en un carro tirado por dos dragones alados. Ejércitos, flotas, murallas, todo cede ante él, encontrándose ya en Perintho, la ciudad de Hércules. En cuanto llegó la noticia a Constantinopla, toda la población de uno y otro sexo salió de las murallas con el apresuramiento que se mostraría por ver a un hombre bajado del cielo. Entró en la ciudad el tres de los idus de Diciembre, saludándole en respetuoso homenaje el Senado y recibiendo unánimes aclamaciones del pueblo. Escoltábale prodigioso concurso de tropas y ciudadanos con el orden de marcha militar, mientras que sólo en él se fijaban las miradas y admiración de la multitud. Y en efecto; aquel príncipe tan joven (31 años), de tan escasa estatura, con tan gigantescas hazañas, con sus sangrientas lecciones dadas a tantos reyes y tantos pueblos, su repentina aparición de ciudad en ciudad, donde su presencia se adelantaba a toda previsión, atraían el afecto por todas partes, reclutando sin cesar nuevas fuerzas; su dominación, extendiéndose como el incendio y quedando al fin ocupado el trono como por intervención divina, sin que costase al país ni una lágrima; todo esto parecía la ilusión de un sueño.
El primer acto del nuevo reinado fue abrir una serie de informaciones judiciales, cuya dirección se encargó a Salustio Segundo, recientemente nombrado prefecto del pretorio, y que gozaba de la completa confianza de Juliano. Diole el príncipe por asesores a Mamertino, Arbeción, Agilón y Nevita, agregándoles Jovino, a quien acababa de crear general de la caballería, a su paso por Tilda. Reunida la comisión en Calcedonia, hizo asistir a sus actos a los príncipes y tribunos de las legiones Joviana y Herculiana, juzgando con excesivo rigor, si se exceptúan algunos grandes criminales castigados con justicia. En primer lugar desterró a Bretaña a Paladio, que había sido maestre de los oficios, sospechoso solamente de haber perjudicado con sus relatos, durante su cargo, a Galo cerca de Constancio. Tauro, que fue prefecto del pretorio, marchó relegado a Vercellum por un hecho que cualquier juez imparcial habría mirado con indulgencia; porque no es crimen, en tiempos de revolución, buscar refugio al lado de un soberano legítimo. Así es que nadie puede leer sin indignación el preámbulo de la sentencia que le condenaba: «Bajo el consulado de Tauro y de Florencio, Tauro por la voz del pregonero, etc.» Igual suerte estaba reservada a Pentadio, acusado de haber redactado, por expreso mandato de Constancio, el acta del último interrogatorio de Galo. Pero hábil defensa le libró del castigo. Con igual arbitrariedad enviaron a la isla de Boas, en Dalmacia, a Florencio, maestre de los oficios e hijo de Nigrino. El otro Florencio, prefecto del pretorio, consiguió ocultarse con su esposa y no volvió a presentarse hasta después de la muerte de Juliano. A este Florencio le condenaron a muerte por contumacia. Dictóse pena de destierro contra Evagro, tesorero del dominio privado; contra Saturnino, que había sido intendente del palacio, y contra el notario Girino. Me atrevo a decir que hasta la misma justicia ha llorado la muerte de Úrsulo, tesorero de los ahorros, y ha tachado de ingratitud al Emperador; porque en la época en que Juliano fue enviado como César al Occidente, se encontraba tan escaso de recursos, que no podía dar nada a los soldados, siendo esto intriga de la corte para que no pudiese manejar bien al ejército, y este mismo Úrsulo escribió al tesorero de las Galias que entregase al César cuanto dinero pidiese. Comprendió Juliano que aquella muerte había de provocar contra él maldiciones y odios, y procuró más adelante paliar un acto inexcusable, pretextando que se había realizado sin su consentimiento y que había sido efecto de los rencores del ejército por sus palabras ante las ruinas de Amida. También se consideró como contrasentido y acto de debilidad la elección de Arbeción, que presidía de hecho las investigaciones, apareciendo sus colegas de nombre solamente. Y en efecto; era imposible que aquel ambicioso hipócrita no hiciese sospechoso a Juliano, ni que pudiera considerarle de otra manera que como enemigo, por el activo papel que había desempeñado en las guerras civiles.
Después de estos actos, que desaprobaron hasta los amigos de Juliano, citaremos algunos ejemplos de justa severidad. Aquel Apodemio, intendente en otro tiempo, a quien vimos encarnizarse con tanta rabia en la pérdida de Galo y de Silvano; aquel notario Paulo, denominado Catena, cuyo sólo nombre hacía temblar, encontraron en la hoguera el suplicio que merecían sus crímenes. También se dictó sentencia de muerte contra el altivo y cruel Eusebio, camarero mayor de Constancio, puesto a que había llegado desde la condición más humilde, consiguiendo casi hacer obedecer a su mismo amo, por lo que mostraba intolerable arrogancia. Adrastia, cuya vista está fija siempre en las faltas de los hombres, le había hecho más de una advertencia; pero no hizo caso, y, como de elevada roca, se vio precipitado de su grandeza.
El nuevo Emperador fijó en seguida su atención en los palatinos, expulsándoles sin distinción. No era esto lo que podía esperarse de un filósofo amigo de la verdad. La depuración habría sido laudable, si hubiese respetado a los pocos cuya conducta era notoriamente pura e integra. Verdad es que el palacio se había convertido en un semillero de vicios, cuyos gérmenes se habían propagado al exterior. El desorden no habría sido tan grave sin el contagio del ejemplo. Algunos comensales de aquella morada, enriquecidos con los despojos de los templos, se habían acostumbrado a despojar, y acechaban, por decirlo así, toda ocasión de lucro. Pasando sin transición de la extrema pobreza al supremo grado de la opulencia, saqueaban y disipaban, prodigando sin freno y sin medida. El contagio se apoderó poco a poco de las costumbres públicas: de aquí el desprecio tan común de la fe jurada y de la estimación ajena; la avidez de ganancia, que ansía satisfacerse aun a costa de cualquier mancha, y los caudales prodigiosamente devorados, sepultados en el lujo y los festines. La mesa tuvo sus triunfadores, como en otro tiempo la victoria. A esta época pertenece el inmoderado uso de los tejidos de seda; los premios concedidos a la perfección de una tela, a los refinamientos de la ciencia culinaria, y el fausto en el mobiliario y las inmensas dimensiones de las moradas. Si el campo de Cincinato hubiese igualado en extensión al suelo de una de aquellas casas, no habría conseguido, después de la dictadura, el honor de su noble pobreza.
Debemos añadir a este cuadro de disolución, el quebrantamiento de la disciplina militar, los cantos lascivos repetidos en vez de himnos de guerra; la piedra, que en otro tiempo servía de almohada al soldado, cambiada por el plumón del cojín más blando; su copa de beber pesaba más que su espada; ya no quería vasos de tierra, y necesitaba palacios de mármol. ¡Y leemos en la historia que fue severamente reprendido un soldado espartano por haber puesto el pie bajo techado en tiempo de guerra! Feroz y rapaz con sus conciudadanos, el romano se había trocado en blando y cobarde ante el enemigo. Corrompido por la ociosidad, pervertido por los donativos, era en cambio perito en el conocimiento del oro y la pedrería. Y, sin embargo, no distaba mucho el tiempo en que un simple soldado de Maximiano César, habiendo encontrado en el saqueo del campamento de los persas un saquito de piel lleno de perlas, fue bastante inocente para arrojar el contenido, contentándose con la envoltura, por lo mucho que le gustó la piel.
Quiso un día el Emperador que le cortasen el cabello, y vio entrar un personaje suntuosamente vestido. Extrañándolo, dijo Juliano: «He pedido un barbero, y no un rentista.» Preguntó, sin embargo, a aquel hombre cuánto ganaba con su empleo: «Veinte raciones de mesa por día, contestó; otras tantas de forraje, un buen sueldo anual y bastantes accesorios muy lucrativos.» Enojóse el Emperador y despidió a toda aquella chusma, así como también a los cocineros y a cuantos se encontraban en iguales condiciones, y de los que no sabía qué hacer, diciéndoles que se buscasen la vida en otra parte.
Tuvo Juliano en su infancia inclinación al culto de los dioses, que fue aumentando con la edad. Mientras necesitó guardar consideraciones, no se entregó a él sino rodeándose de profundo misterio: pero una vez libre de trabas, y pudiendo al fin obrar según su voluntad, reveló claramente el secreto de su conciencia. Por medio de edictos claros y terminantes mandó abrir de nuevo los templos y ofrecer otra vez víctimas en los abandonados altares. Para asegurar el efecto de estas disposiciones, convocó en su palacio a todos los obispos divididos entre sí por la doctrina y a los representantes de las diferentes sectas que profesaba el pueblo, haciéndoles ver, aunque suavemente, que era necesario terminasen las disputas y que cada cual profesase sin temor el culto que eligiese. Si se mostraba tan tolerante en este punto, era porque esperaba que la libertad multiplicaría los cismas, y que de esta manera no tendría en contra suya la unanimidad, sabiendo por experiencia que, divididos en el dogma los cristianos, son peores que fieras unos contra otros. Frecuentemente les decía: «Escuchadme; los alemanes y los francos me han consultado muchas veces.» Esto era parodiar la frase de Marco Aurelio, y Juliano no veía que las circunstancias habían cambiado. Marco Aurelio atravesaba la Palestina dirigiéndose a Egipto; y exasperado por la horrible suciedad de los judíos y su turbulento carácter, exclamó con disgusto; «¡Oh marcomanos! ¡Oh quados! ¡Oh sármatas! Al fin he encontrado otros más ineptos que vosotros!»
Por aquel mismo tiempo, una nube de egipcios, seducidos por vagas esperanzas, vino a caer sobre Constantinopla. Raza disputadora, pleitista, que no paga sino por fuerza, infatigable en sus repeticiones, siempre exageradas, y que para conseguir descargo, perdón o aplazamiento, tiene siempre dispuesta queja o concusión. Asediaban en masa las audiencias del príncipe y prefectos del pretorio, hablando todos a la vez como grajos y aturdiéndoles con peticiones, fundadas o no, cuyo origen remontaba por lo menos a setenta años; siendo imposible ocuparse de otros asuntos. Por medio de un edicto los citó Juliano a Calcedonia, prometiéndoles que iría el mismo para decidir acerca de sus pretensiones; y en cuanto marcharon, se prohibió terminantemente a los barcos de regreso que admitiesen como pasajeros a los egipcios, prohibición que se cumplió a la letra; disipándose inmediatamente todo aquel ardor de peticiones en cuanto quedó demostrada su inutilidad, y cada cual regresó a su casa. De esto se tomó ocasión para dictar un ley que parece dada por la equidad misma, en la que se declara bien adquirido todo dinero dado con el propósito de conseguir una ventaja, prohibiéndose la reclamación.
(Año 362 de J. C.)
En las calendas de Enero se abrieron los registros consulares con los nombres de Mamertino y Nevita. El príncipe se digno mezclarse a pie con las personas distinguidas que asistían a la ceremonia, cosa que aprobaron unos y tacharon otros de degradante afectación. En seguida dio Mamertino juegos en el circo, y habiendo sido introducidos los esclavos que, según costumbre, habían de recibir la libertad, el mismo Juliano pronunció la fórmula de manumisión. Pero habiéndole advertido que aquel día pertenecía a otro el derecho de manumitir, se condenó a sí mismo por aquella equivocación a una multa de diez libras de oro.
Frecuentemente acudía al Senado para dirimir las cuestiones litigiosas. Un día en que escuchaba atentamente la discusión, vinieron a decirle que acababa de llegar del Asia el filósofo Máximo. Inmediatamente se levantó y, prescindiendo de su dignidad, corrió a recibirle hasta más allá del vestíbulo, lo abrazó y lo introdujo con ciertas muestras de respeto en la sala de sesiones; demostración intempestiva y que probaba su afán por falsa gloria. Indudablemente había olvidado aquel pensamiento de Cicerón sobre tales acciones, cuando dice: «Estos mismos filósofos no dejan de poner su nombre en los tratados del desprecio de la gloria; queriendo que se les alabe y glorifique por sus mismos esfuerzos, para inspirar este desprecio.»
Pocos días después, dos intendentes comprendidos en la expulsión de los empleados palatinos, acudieron secretamente a Juliano para proponerle la revelación del retiro de Florencio, con tal de que consintiera en reponerles en sus empleos. Con desprecio rechazó el ofrecimiento, les trató de viles delatores, y añadió que sería indigno de un Emperador emplear tales medios para apoderarse de un hombre que solamente se ocultaba por temor a la muerte, y a quien la esperanza de conseguir perdón alentaría quizás a no ocultarse por más tiempo.
Tenía entonces Juliano a su lado a Pretextato, varón de excelente carácter y senador como los de la antigua Roma. La casualidad se lo presentó en Constantinopla, a donde le llevaron sus asuntos particulares, y el príncipe le nombró espontáneamente procónsul de la Acaya.
No perdía de vista Juliano los intereses militares, no obstante su atención a las reformas en la administración civil. Solamente confiaba el mando a jefes experimentados por largos servicios; reedificaba por toda la Tracia las fortificaciones arruinadas y velaba con extraordinaria solicitud para que los destacamentos distribuidos por la orilla derecha del Iter, de los que sabía velaban bien y atentamente acerca de las empresas de los bárbaros, no careciesen de armas, ropas, sueldo ni víveres. Cuando se multiplicaba para atender a tantos cuidados, y comunicaba la actividad a todos los mecanismos del Estado, le aconsejaron una expedición contra los godos fronterizos, que nos habían dado tantas pruebas de su mala fe y de su perfidia. Pero deseaba, según decía, adversarios de otro temple, porque en cuanto a éstos, bastaba dejar hacer a los mercaderes galatas que los vendían a tanto por cabeza, sin atender a la condición de los individuos.
La fama, sin embargo, proclamaba en el extranjero su valor, su templanza y sus conocimientos militares; su nombre, despertando la idea de todas las virtudes, se extendía poco a poco por todo el mundo; comunicándose cierto sentimiento de respetuoso temor desde los pueblos más inmediatos a las naciones más apartadas. De todas partes y una tras otra, llegaban legaciones. De la Armenia y las comarcas del otro lado del Tigris, vino una para negociar paz con él. Desde los extremos de la India, hasta de Dib y Serendib, partieron diputaciones cargadas de regalos. Las regiones australes de la Mauritania solicitaron el favor de que se las considerase como dependencias del Imperio. En fin, al Norte y al Oriente, los pueblos ribereños del Bósforo y del mar que recibe las aguas del Phaso, ofrecieron como suplicantes un tributo anual para obtener permiso de continuar habitando en el suelo donde habían nacido.
El relato de dichos acontecimientos, a que va unido el nombre de este gran príncipe, nos ha llevado a hacer mención de la Tracia y del Ponto Euxino, por lo que no será inconveniente dar acerca de estas regiones algunas noticias que me son propias, o que he recogido en mis lecturas.
La elevada cima del monte Athos, en Macedonia, abierta en otro tiempo para dejar paso a la flota de Jerjes, y el escarpado promontorio de Cafarea, en la isla Eubea, adonde vino a chocar la armada de los griegos, gracias al artificio de Nauplius, padre de Palamedes, a pesar de la distancia que los separa, marcan los límites recíprocos del mar Egeo y del de Tesalia. A partir de este último punto, el Egeo va ensanchándose, sobre todo por la derecha, donde las Esporadas por una parte y por otra las Cícladas, llamadas así porque forman casi un círculo en derredor de Delos, cuna de dos divinidades, le dan aspectos de vasto archipiélago. Sus olas bañan por la izquierda Imbros y Tenedos, Lemnos y Thasos, y, cuando las levanta el viento, se agitan furiosas contra las rocas de Lesbos. Rechazadas por este obstáculo, se lanzan sobre la costa de Troada, hacia el templo de Apolo Smithiano y el heroico hijo de Troya. Más al Norte, el Egeo forma el golfo de Melana, desde cuya entrada se descubre, por un lado a Abdera, patria de Protágoras y de Demócrito, y por el otro la sangrienta guarida del cruel Diomedes de Tracia, y el estrecho valle donde la corriente del Hebro se replega sobre sí misma y sube hacia su origen; después Maronea y Aenos, playa a que abordó Eneas bajo auspicios funestos, y de la que se apresuró a huir, guiado por los dioses, hacia las orillas de la antigua Ausonia.
En seguida se estrecha el Egeo, y, obedeciendo a un impulso natural, corre a reunirse con el Ponto, del que se agrega una parte, figurando la letra griega Φ. Abriéndose desde aquí el Helesponto, y dejando a un lado el Rhodopo, baña sucesivamente Cynossemo, donde se cree sepultada Hécuba, Coelos, Sestos y Callipolis, y en la orilla opuesta las tumbas de Aquiles y Ajax, Dardania y Abydos, donde Jerjes echó un puente para atravesarlo. Más adelante están Lampsaco, regalo del rey de los persas a Temístocles, y Paros, fundada por Parios, hijo de Jason. Ensanchándose ahora por ambos lados en semícirculo, aparta muy lejos sus orillas, y, tomando el nombre de Propóntida, baña al Oriente Cizico y Dindimo, santuario reservado a la madre de los dioses; después Apamia, Cio y Astaco, cuyo nombre cambió un rey andando los tiempos por el de Nicomedia. Por el lado de Poniente, toca a Querronesa, Ægos-Potamos, donde predijo Anaxágoras que lloverían piedras, Lysimaquia y la ciudad que fundó Hércules en memoria de su compañero Perintho. En fin, como para hacer completa la semejanza con la Φ, en medio de su circunferencia se prolongan las islas Preconosa y Besbica.
En cuanto sus aguas doblan la punta de esta isla, este mar se estrecha otra vez entre la Europa y la Bitinia, y baña a la derecha Calcedonia, Crisópolis y otros parajes menos conocidos. Por la izquierda forma los puertos de Athyras, Selymbria y Constantinopla, la antigua Bizancio, colonia ateniense, y el promontorio de Ceras, coronado por alto faro; lo que ha hecho dar el nombre de Ceratas al frío viento que ordinariamente sopla de estas costas.
Aquí se detiene la corriente y queda completa la comunicación de los dos mares. Retíranse ahora de nuevo las dos riberas, abrazando un manto de agua sin límites a que alcance la vista, y cuyo circuito forma navegación de veintitrés mil estadios, según Eratóstenes, Hecateo, Ptolomeo y otros autores que pretenden ser exactos en la determinación de las distancias. Según todos los geógrafos, la forma de este mar es la de un arco escita con la cuerda. A Levante lo limita la Palus Meotida, y a poniente el Imperio romano. Sus costas septentrionales las habitan pueblos que tienen diferentes costumbres y lenguaje. Su ribera del mediodía describe ligera curvatura entrante. Su inmenso litoral está sembrado de ciudades griegas, casi todas fundadas por los milesianos, colonia de Atenas, establecidos desde muy antiguo en el Asia Menor por Nileo, hijo de Codro, que, según dicen, se sacrificó por su patria en la guerra contra los Dorios. Figuran los dos extremos del arco los dos Bósforos, el Thracio y el Cimmeriano. El nombre de Bósforo viene de que la hija de Inaco, transformada en vaca, según los poetas, atravesó a nado los dos mares interiores para pasar a la Jonia.
A la derecha de la curvatura, al salir del Bósforo, se encuentra la costa de Bitynia, llamada por los antiguos Mygdonia. Este reino comprende las provincias de Thynia, Mariandena, las Bebryces, que en otro tiempo libertó Pólux de la tiranía de Amycus, y la lejana comarca donde el divino Fineo temblaba al batir de alas de las harpías. En esta sinuosa playa, frecuentemente interrumpida por profundos senos, se encuentran las embocaduras del Sangaro, el Psylles, Bizes y Rhebas. Por el opuesto lado vense surgir del seno de las aguas las Simplegadas, doble roca escarpada por todos sus lados, de las que se dice que en otro tiempo, las dos partes chocaban con horrible estrépito, retrocedían y renovaban el combate sin cesar. Por rápido que fuese el vuelo de un pájaro, no habría podido escapar de entre aquellas dos moles en el momento en que se precipitaban una sobre otra. La primera nave de Argos, cuando bogaba para la conquista del vellocino de oro, pudo, sin embargo, pasar entre ellas sin que la alcanzase el choque, y desde este día cesó el antagonismo; las dos partes se reunieron tan íntimamente, que hoy nadie creería en su antigua separación si no existiesen, para acreditarla, todas las tradiciones de la poesía antigua.
Después de la Bithynia vienen las provincias del Ponto y de Plafagonia, en las que descuellan Heraclea y Sinope, Polemonion y Amisos, ciudades importantes, creadas todas por el activo genio de los griegos; y Cerasonta, cuyos dulces frutos trajo Lúculo a nuestras. Comarcas. En el seno de altas islas se alzan las importantes ciudades de Trapezunta (Trebisonda) y Pityunta. Más lejos se encuentra la caverna de Aquerusa, que los habitantes del país llaman Μυκοπόντιος (que absorbe el agua del mar); el puerto de Acón y varios ríos, el Aquerón, el Arcadio, el Iris y el Tibris, y más adelante el Parthenio, precipitándose todos con rápido curso en el mar. Cerca de aquí se encuentra el Thermodón, que baja del monte Armonio y corre entre los bosques de Therniscira, donde en otro tiempo buscaron refugio las amazonas, por los motivos que voy a referir.
Estas guerreras de la antigüedad, después de haber arruinado con sus continuas y sangrientas incursiones todos los Estados vecinos, aspiraban todavía a descargar mayores golpes. Confiando en sus fuerzas, y arrastradas por ardor de conquista, llegaron, pasando sobre los restos de multitud de pueblos, a buscar en los atenienses los adversarios más temibles. La lucha fue obstinada; pero al fin cedió su ejército, por la derrota de la caballería que guarnecía las alas, y todas las amazonas sucumbieron. A la noticia de esta derrota, las que, menos aptas para pelear, habían quedado en sus hogares, viéndose reducidas al último extremo y temiendo la venganza de vecinos irritados por los males que les habían hecho sufrir, se retiraron a las orillas más tranquilas del Thermodón. Allí se multiplicó su posteridad, volvió reforzada a su antigua patria y fue de nuevo terror de todas las naciones extranjeras.
Cerca de allí se alza en suave pendiente hacia el septentrión el monte Carambis, separado por dos mil quinientos estadios de mar del promontorio de Criumetopón, en Taurida. A partir del río Halys, todo el litoral se extiende en línea tan recta como la cuerda estirada entre los dos extremos del arco. En sus confines se encuentran los Dahas, el pueblo más belicoso de la tierra, y los Chalybos, que fueron los primeros en arrancar el hierro de las minas. Ocupan las inmensas comarcas que se encuentran en seguida, los Byzaros, los Tybarenos, los Mosinecos, los Macronos y los Fíliros, pueblos sin comunicación con nostros hasta hoy. A corta distancia se encuentran las tumbas de tres héroes, Sthenelo, Idmón y Tiphys; el primero compañero de Hércules, herido mortalmente peleando con las amazonas; el segundo augur de los argonautas, y el tercero su hábil piloto. Al otro lado de esta comarca se hallan el antro de Aulión y el río Calicoro, llamado así porque Baco, después de haber realizado en tres años la conquista de las Indias, celebró su regreso en sus umbrosas y floridas orillas, con coros, danzas y orgías, misterios que algunos llaman Tritéricas. En seguida se llega a las famosas moradas de los camaritanos y al Faso, cuyas murmuradoras aguas bañan los pueblos de Cólquida, raza salida antiguamente del Egipto. En el número de estas ciudades debe citarse a Faso, que torna su nombre del río, y a Dioscura, importante aún en nuestros días, cuya fundación se atribuye a Amfito y Cercio, aurigas de Cástor y Pólux. Encuéntranse muy cerca los Aqueenos, que, según algunos autores, después de una guerra anterior a la de que Helena fue objeto, rechazados por una tempestad a las orillas del Ponto, encontrando enemigos por todas partes y no pudiendo establecerse en ninguna, concluyeron por ocupar las cumbres de las montañas, cubiertas por nieves eternas. La dureza del clima hizo contraer a aquellos emigrados la costumbre de vivir de la rapiña, haciéndoles muy pronto feroces bandidos. En cuanto a sus vecinos los Cercetos, no se sabe nada digno de mención.
Detrás de éstos se encuentran los Cimerianos, habitantes del Bósforo. Allí existen muchas ciudades milesianas y su metrópoli Panticapea, regada por el Hypanis, engrosado por numerosos afluentes. Al otro lado, pero a largas distancias, tribus de amazonas habitan las dos orillas del Tanais (Don) y se extienden hasta el mar Caspio. Este río nace en las montañas del Cáucaso, y va a perderse en la Palus Meotida, formando en su sinuoso curso el límite recíproco de Europa y Asia. Cerca de aquí corre el río Rha, en cuyas orillas se encuentra una raíz que tiene el mismo nombre, y que se emplea frecuentemente en medicina.
Al otro lado del Tanais se extienden indefinidamente la comarca de los Sármatas, regada por numerosos ríos, tales como el Maracco, el Rhombito, el Theofano y el Tatordano. Aunque separada de esta región por enorme distancia, otra nación torna también el nombre de Sármata: ésta habita las orillas del mar donde vierte sus aguas el Corax.
En seguida aparece el vasto contorno de la Palus Meotida, que saca de sus abundantes venas y vierte en el Ponto, por el estrecho de Datara, considerable masa de agua. A la derecha del lago están las islas de Fanagora y Hermonassa, civilizadas por los trabajos de los griegos. Más lejos, y en sus orillas más apartadas, habitan multitud de tribus, con diferentes costumbres y lenguaje: los Jaxamatos, los Meotas, los Jasygos, los Roxolanos, los Gelones y los Agathyrsos, entre los que abundan los diamantes. Todavía se encuentran pueblos más allá, pero penetrando mucho en las tierras.
A la derecha de la Palus Meotida se encuentra el Quersoneso, lleno de colonias griegas; así es que los habitantes son amables y pacíficos; se dedican a la agricultura y viven de sus productos. Corta distancia los separa de la Taurida, dividida entre las diferentes tribus de los Arincos, los Sincos y los Napeos, todos igualmente temibles por la inveterada barbarie de sus costumbres; barbarie que llega a tal punto, que el mar que los baña ha recibido el nombre de inhospitalario. Pero los griegos, por antífrasis, le han llamado Ponto Euxino; de la misma manera que llaman εύήθεν al loco, εύφρόνην la noche, y εύμενίδας a las Furias. Estos pueblos sacrifican víctimas humanas. Inmolan los extranjeros a Diana, a la que llaman Oreiloche, y cuelgan los cráneos de sus víctimas en las paredes de los templos, como gloriosos trofeos.
Leuca, isla habitada y consagrada a Aquiles, es una dependencia de la Taurida. Los viajeros que lleva allí la casualidad visitan sus templos y contemplan las ofrendas llevadas en honor de los héroes; pero al obscurecer vuelven a sus naves, porque, según se dice, se arriesga la vida pasando allí la noche. En el interior hay lagos poblados de aves blancas del género de los alciones. Más adelante hablaremos de su origen y de los combates que tienen en el Helesponto. También posee ciudades la Taurida, entre las que sobresalen Eupatoria, Dandacia y Theodosia, siendo las otras menos importantes, sin haberse manchado nunca con sacrificios humanos.
Aquí termina la parte superior del arco. Recorramos ordenadamente los parajes del resto de su curvatura, ligera por este lado, y opuesta al signo de la Osa, hasta la orilla izquierda del Bósforo de Tracia. Diremos que, a diferencia del arco que usan las otras naciones, que tiene forma de vara larga, los dos lados del de los escitas y parthos, reunidos en el centro por un puño recto y redondo, describe cada uno una curva tan pronunciada como la de la luna menguante.
A partir de la unión, en el punto donde terminan los montes Rifeos, habitan los Arimfos, pueblo conocido por su justicia y amenidad. Los ríos Cronio y Bísula riegan esta comarca. Cerca de aquí están los Messagetas, los Alanos, los Sergetas y otros pueblos obscuros, de los que no conocemos bien los nombres ni las costumbres. A cierta distancia se encuentra el golfo de Carcinita, un río del mismo nombre, y después un bosque consagrado a Hecato. En seguida aparece la corriente del Boristhenes, que, naciendo en el monte de los Nervianos, siendo poderoso en su nacimiento y aumentado con la afluencia de otros ríos, se precipita en el recipiente del Euxino. En sus frondosas orillas se alzan las ciudades de Boristhenes y de Cefalonesa, y altares consagrados a Alejandro el Grande y a César Augusto. Más lejos se encuentra la península habitada por la innoble raza de los Sindos, aquellos infieles siervos que, mientras sus amos llevaban la guerra al Asia, se apoderaron de sus mujeres y de sus bienes. La estrecha playa que se encuentra en seguida ha recibido de los indígenas el nombre de Carrera de Aquiles, el héroe de Tesalia, que hizo un estadio para entregarse a este ejercicio. En las inmediaciones está Tyros, colonia de Fenicios, bañada por el río Tyros.
El centro de la convexidad del arco, que un buen andarín puede recorrer en quince días, está habitado por los Alanos de Europa y los Costobocos, y detrás de éstos se encuentran las innumerables tribus escíticas, extendidas en ilimitados espacios. Corto número de estos pueblos se alimenta con trigo, vagando los demás indefinidamente por vastas y áridas soledades, que nunca roturó el arado ni recibieron semillas. Allí viven entre hielos y a la manera de las bestias. Carros cubiertos con cortezas les sirven para transportar por todos lados, según su capricho, habitación, muebles y familia. La playa, cuando se llega al último punto de la curvatura, está llena de multitud de puertos. Allí se eleva la isla Peuca, morada de los Trogloditas, de los Pencos y de algunas otras tribus pequeñas. También se encuentra allí Histros, ciudad muy poderosa en otro tiempo; Apolonia, Anquialos y Odissos, sin hablar de otras muchas diseminadas por la costa de la Tracia. El Danubio, que nace en los montes Rauracos, en los confines de la Rhecia, aumentado en su inmenso curso conlas aguas de más de treinta ríos navegables, viene aquí a derramar su caudal por siete bocas en el mar de la Scitia. Estas bocas tienen nombres griegos; la primera el de Peuca, de la isla del mismo nombre; llámase la segunda Naracustoma, la tercera Calonstoma, la cuarta Pseudostorna, siguiendo Boreonstoma y Sthenostoma, mucho menos importantes que las otras cuatro; la séptima ocupa vasta superficie, pero, a decir verdad, no es más que una charca.
En toda la superficie del Ponto Euxino reina atmósfera nebulosa; sus aguas son más dulces que las de los otros mares y ocultan multitud de bajos. Depende el primer efecto de la evaporación de tan extenso manto de agua; el segundo de la cantidad relativamente considerable de agua fluvial que penetra en él, que modera la sal; y el tercero por la cantidad de limo continuamente acarreado por los afluentes. Es cosa averiguada que los peces acuden a bandadas para depositar allí su freza, que se desarrolla mejor, y corre menos peligro en aquellas aguas más dulces y en cavidades más profundas, donde no tienen que temer la voracidad de los monstruos marinos; porque estas especies no aparecen jamás en aquellos parajes, como no sean algunos delfines pequeños, que no hacen daño alguno. La parte de este mar más expuesta al río se hiela hasta tal profundidad, que, a lo que se cree, no pueden los ríos encontrar salida; y entonces su superficie resbaladiza y peligrosa impide que hombre o bestia de carga se atreva a poner en ella el pie. Este fenómeno es común a todo mar interior en el que penetra agua dulce en tanta cantidad. Pero terminemos esta digresión, que nos ha llevado más lejos de lo que esperábamos.
Al fin llegó a poner colmo a las alegrías del momento una noticia impacientemente esperada y que por mucho tiempo había defraudado nuestra esperanza. Cartas de Agilón y de Jovio, que no tardó en ser nombrado cuestor, anunciaron que la guarnición de Aquilea, cansada por la duración del sitio, al tener seguridad de la muerte de Constancio, había abierto al fin las puertas, entregado a los autores de la revuelta, y que, quemados éstos, se había concedido el perdón a los demás.
Después de tantas contrariedades, una serie de éxitos felices colocaban a Juliano por encima de la condición humana. Parecía que la fortuna solamente le reservaba favores. El mundo romano, completamente sometido obedecía a él solo. Y lo que pone el sello a su gloria durante el tiempo de su reinado, es que en el interior no hubo ni una sola agitación, y en el exterior, ni un bárbaro se atrevió a pasar la frontera; y el espíritu popular, que denigra siempre el poder caído, aumentaba más y más su entusiasmo por el poder nuevo.
Después de tomar con madura deliberación todas las medidas que reclamaban las circunstancias, arengando frecuentemente a los soldados y, por medio de liberalidades, asegurado sus buenas disposiciones para cualquier evento, partió Juliano para Antioquía, acompañado por el cariño de todos, y dejando a Constantinopla colmada de beneficios. Había nacido en esta ciudad y mostraba por ella esa predilección que ordinariamente se tiene al lugar del nacimiento. Cruzó el estrecho, dejando a un lado Calcedonia y Lybissa, donde se encuentra la tumba de Aníbal, y entró en Nicomedia, ciudad magnífica en otro tiempo, de tal manera embellecida por el esplendor de sus antecesores, que se podía, al aspecto de sus edificios públicos y privados, si ofender a la ciudad eterna, creerse en un barrio suyo. Juliano lloró ante aquellas murallas, que no eran más que montones de ruinas, mientras que lentamente y en silencio se encaminaba al palacio. Mucho peor fue cuando se le presentó el Senado y la población de la ciudad. Tanta miseria después de tanto esplendor, colmó la aflicción. Reconoció a muchas personas con quienes había mantenido relaciones cuando tenía por maestro a su lejano pariente el obispo Eusebio; dio a la ciudad considerable subsidio para ayudarles a reparar su desastre, y marchó en seguida por Nicea a las fronteras de la Galo-Grecia. Desde allí, describiendo un rodeo por el estrecho, fue a visitar en Pesinunta el antiguo templo de Cibeles, de donde, durante la segunda guerra púnica, Escipión Nasica, bajo la fe de los versos sibilinos, hizo trasladar la estatua a Roma. En el reinado del emperador Cómmodo hemos relatado detalladamente la llegada de esta estatua a Italia, y algunas circunstancias relacionadas con ella. Los historiadores presentan diferentes etimologías del nombre de la ciudad: pretenden algunos que se deriva del verbo griego τόπεσεῖν, caer, porque su estatua de la diosa había caído del cielo: según otros, el nombre se lo dio Ilo, hijo de Tros, rey de Dardania: por su parte afirma Theopompo, que no la fundó Ilo, sino Midas, el poderoso monarca de Frigia.
Después de venerar Juliano a la diosa y de ofrecer sacrificios en sus altares, retrocedió a Ancira. Iba a dejar esta ciudad y a continuar su viaje, cuando se vio asediado por importuna multitud de reclamantes. Éste había sido despojado de sus bienes, aquél clasificado sin razón en tal curia, y algunos exageraban la pasión hasta el punto de lanzar a todo evento contra el adversario la acusación de lesa majestad. Más impasible que los Cassios y los Licurgos, Juliano, en medio de aquellos clamores, pesaba imparcialmente cada circunstancia, y, sin equivocarse jamás, administraba justicia a cada uno. Pero se mostraba extraordinariamente severo con los calumniadores, a los que detestaba, porque había aprendido a costa suya, cuando no era más que simple particular, hasta dónde puede llegar su odio. Un ejemplo entre muchos demostrará cuán poca impresión le causaban las acusaciones de este género.
Uno que odiaba mortalmente a otro, hablaba mucho contra su adversario, de un atentado que, según decía, había cometido contra la majestad del príncipe, y continuamente instaba al Emperador, que siempre fingía no comprenderle. Juliano le preguntó al fin qué era el acusado, contestando el otro que de la clase media y muy rico. El príncipe sonrió. «¿Qué prueba, dijo, tienes contra él?» «Ha hecho teñir de púrpura un manto de seda», exclamó el acusador. Juliano se contentó con decirle que cuando un hombre que nada valía acusaba de aquel delito a otro de igual estofa, no merecían que se ocupase de ellos; y que en adelante callase y viviera tranquilo. Pero no teniéndose por vencido el querellante, insistió más y más. Irritado ya Juliano, se volvió al tesorero de los donativos, que estaba presente, y le dijo: «Haz que den a este peligroso hablador un calzado de púrpura para el hombre a quien odia, y que, según dice, se ha mandado hacer un traje de ese color; así verá lo que gana, si no es muy fuerte, con cargarse con tales adornos.»
Esto debían imitarlo siempre los que gobiernan. Pero no puede ocultarse que, en otras ocasiones, mostró repugnante parcialidad. En este reinado, difícilmente podía el reclamado por los magistrados municipales para formar parte de su corporación, escapar a sus pretensiones acerca de su persona, aunque gozase de todos, los derechos de exención posibles por sus servicios militares y hasta por su calidad de extranjero: llegando esto a tal punto, que se resignaban a comprar el descanso por medio de transacciones clandestinas, a precio de dinero.
Al llegar a la estación de Pylas, que marca el límite entre la Capadocia y la Cilicia, encontró Juliano al corrector de la provincia, llamado Celso, a quien había conocido cuando estudiaba en Atenas. Abrazóle y le hizo montar en su carroza, llevándole con él a Tarso. Desde allí marchó sin detenerse a Antioquía, maravilla del Asia, que ardía en deseos de visitar. Los habitantes le recibieron en las inmediaciones de la ciudad con una especie de culto, asombrándose él mismo ante aquel inmenso concierto de voces que le saludaban como astro nuevo que aparecía en Oriente. Era precisamente la época en que se celebraba la antigua fiesta de Adonis, aquel joven amante de Venus, muerto por un jabalí, imagen poética de la cosecha segada en su madurez; y se consideró como funesto presagio que se oyesen lamentaciones de duelo en la primera entrada del jefe del Estado en una residencia imperial.
Aunque la ocasión fue muy trivial, Juliano dio prueba de mansedumbre que le honró mucho. Un hombre llamado Thalasio, que había pertenecido a los investigadores, le era odioso como cómplice de los lazos tendidos para perder a su hermano Galo, y había mandado le advirtiesen no se presentara entre los honoratos que acudieron a saludarle. Thalasio tenía un pleito; los que litigaban contra él, aprovechando aquella mala voluntad, idearon al día siguiente de la entrada amotinar el populacho y acudir a gritar ante el Emperador: «Thalasio, ese enemigo de tu majestad, quiere apoderarse de nuestros despojos.» Confiaban haber encontrado ocasión de perderle; pero Juliano comprendió la intención: «En efecto, dijo, el hombre de quien habláis ha merecido justamente mi indignación. Suspended vuestra queja, porque conviene que obtenga yo satisfacción de él antes que vosotros.» Dicho esto, envió orden al prefecto que ocupaba el tribunal para que aplazase el asunto hasta que Thalasio vólviese a su gracia, cosa que no tardó en suceder.
Conforme había proyectado, pasó el invierno en Antioquía; pero en vez de dejarse arrastrar por las seducciones de todo género que abundan en Siria, ocupábase, como por descanso, en entender en los procesos, cosa que no exige menos trabajo de espíritu que la dirección de una guerra. Aplicando su maravillosa inteligencia, entregábase ardorosamente a reconocer a cada uno su derecho, a reprimir el fraude con toda la severidad compatible con la prudencia, y a proteger la razón contra la injusticia. Verdad es que algunas veces mostró indiscreta curiosidad en cuanto a las respectivas creencias de las partes, pero no hubo ejemplo de que esta preocupación influyese en las sentencias. Nunca se le censuró haberse desviado lo más mínimo por este motivo ni por ningún otro, de la equidad más estricta. En todo proceso, la conciencia del juez no debe atender más que a lo justo o injusto, y no se está más atento en el mar para evitar un escollo, que lo estaba él para no olvidar esta regla. Por tal razón, conociendo muchas veces que perdía la serenidad, permitía a los prefectos y a los asesores le advirtiesen sus arrebatos de vivacidad, mostrándose siempre afligido por tales arranques y agradecido a las observaciones. Un día que los abogados ensalzaban la rectitud de una sentencia suya, respondió con bastante sequedad: «Más agradecería el elogio, y más dispuesto me encontraría para gloriarme, si pudiera decirme: En el caso contrario me habrían reprendido.» Un ejemplo bastante gracioso dará a conocer la poca rudeza de sus formas jurídicas. Viendo un día una litigante que la parte contraria, empleado de palacio perteneciente al número de los eliminados, llegaba al tribunal ceñido con el cinturón, comenzó a quejarse de aquella reposición de la que auguraba mal para su pleito: «No dejes de exponer tus quejas, le dijo Juliano. Tu contrario no gana con eso más que recogerse mejor la toga para librarse del barro, y nada tendrá que sufrir tu reclamación.»
El poeta Arato ha descrito la justicia huyendo al cielo de la perversidad de los hombres. Además de los ejemplos citados (que no son los únicos), hubiera podido decirse, como el mismo Juliano se jactaba de ello, que su reinado había vuelto a traer esta diosa a la tierra. Y la frase habría sido completamente exacta, si el príncipe no hubiese colocado muchas veces su decisión propia en el lugar de la ley, y cometido por esto errores que enturbian su gloria. Y no es que algunas veces no corrigiese atinadamente el texto, esclarecido sus obscuridades y determinado con mayor precisión el sentido positivo o negativo de tal o cual texto; pero existe también de él algún rasgo de intolerancia arbitraria que quisiera sepultar en eterno olvido. Prohibió la enseñanza a los retóricos y gramáticos que profesaban el cristianismo.
Por esta misma época, aquel notario Gaudencio, a quien el difunto Emperador encargó poner el África en pie de defensa, fue llevado con su ex vicario Juliano, cargado de cadenas a Constantinopla y condenado a muerte. Aplicóse también la pena capital a Artemio, que fue duque de Egipto, al que dirigían abrumadoras acusaciones los alejandrinos; pereciendo asimismo, por mano del verdugo, el hijo de Marcelo, ex general de la caballería: y se envió al destierro a los tribunos de los escutarios Romano y Vicencio, de las primera y segunda escuela, convictos los dos de planes ambiciosos muy superiores a su condición.
No se tardó mucho en Alejandría en conocer la muerte de Artemio; no temiendo nada tanto los habitantes como su regreso y mantenimiento en el cargo, porque había amenazado mucho, y probablemente habría ejercido terribles venganzas. En seguida descargó su odio contra Jorge, obispo de la ciudad, que efectivamente había mostrado contra ellos la malicia de la víbora. Nacido, si ha de creerse al rumor público, en el taller de un batanero de Epifanía, en Cilicia, había adelantado mucho, con desprecio de todos los derechos, y desgraciadamente para su diócesis y para él mismo, había conseguido hacerse ordenar obispo de Alejandría. Conocida es, por la voz misma de los oráculos, la proverbial turbulencia del populacho de esta ciudad, y su propensión a insurreccionarse sin causa; y la conducta de Jorge fue muy a propósito para atizar el fuego de sus ánimos. Olvidando su misión de paz y de equidad para rebajarse al papel de delator, estaba siempre dispuesto a designar los alejandrinos al suspicaz Constancio, como hostiles a su gobierno. Acusábanle de haber sugerido malignamente que la renta de los edificios públicos pertenecía al tesoro, porque el emperador Alejandro los había construido a expensas públicas; pero unas palabras inconsideradas fueren la causa inmediata de su pérdida. Regresaba de la corte, y pasando, como de ordinario, su suntuosa carroza ante el magnífico templo de Serapis, exclamó mirando al edificio: «¿Hasta cuando dejarán en pie ese sepulcro?» Estas palabras produjeron el efecto del rayo en los que las escucharon, creyendo destinado aquel templo, como tantos otros, a la destrucción; y desde aquel momento no hubo tentativa que no dirigiesen contra el obispo. En medio de esta disposición de los ánimos, llegó de pronto la deseada noticia de la muerte de Artemio: arrebato embriagador se apoderó entonces del populacho, que se apoderó de Jorge, lo derribó, lo pisoteó y descuartizó.
Al mismo tiempo Draconcio, prepósito de la moneda, y un tal Diodoro, que tenía el título de conde, arrastrándoles a los dos con cuerdas atadas a los pies, sufrieron igual tratamiento; el primero por haber derribado un altar nuevo, alzado en la casa de la moneda; el segundo, porque presidiendo la construcción de una iglesia, por autoridad propia había tonsurado a muchos niños, creyendo ver en su larga cabellera homenaje votivo a los dioses. No contento con esta barbarie, el populacho cargó en camellos los mutilados cadáveres, los trasladó a la playa, y, después de quemarlos, arrojó las cenizas al mar; con objeto, según decían, de que nadie los recogiese y les alzase templos. Insultante alusión a aquellas víctimas de la constancia religiosa que, antes de abjurar su culto, sufrieron heroicamente los últimos suplicios, y que hoy se designan con el nombre de mártires.
Hubiesen podido los cristianos interponerse y proteger a aquellos desgraciados contra tan horrible muerte; pero los dos bandos aborrecían de igual manera a Jorge. Cuando llegó al Emperador la noticia de aquel atentado, se indignó y quiso al pronto castigar duramente a los autores. Pero calmaron su irritación y se limitó a protestar severamente por medio de un edicto contra aquellos actos, y amenazar con el último suplicio al que, en lo sucesivo, violase la justicia y las leyes.
Hacía mucho tiempo que meditaba Juliano una expedición contra los Persas. Su resolución era firmísima, inspirada por el legítimo deseo de vengar ruidosamente el pasado. Sesenta años hacía que aquella orgullosa nación llevaba al Oriente la devastación y la matanza, habiendo llegado sus triunfos hasta el completo exterminio de ejércitos enteros. Dos causas excitaban el ardor de Juliano: en primer lugar su aversión al descanso, soñando siempre con el clamor de las trompetas y el estrépito de las batallas; y además, gloriosos recuerdos ponían continuamente delante de su vista las luchas de su juventud contra indómitas naciones; aquellos jefes, aquellos reyes humillándose ante él hasta las súplicas más humildes, cuando podía creérseles alguna vez abatidos, pero nunca suplicantes; y también deseaba ardientemente unir el epíteto de Parthico a sus otros trofeos.
No le faltaban, sin embargo, detractores. La malevolencia y la pusilanimidad se asustaban ante sus inmensos preparativos: al oírles, aquella ostentación de fuerzas era intempestiva y peligrosa. ¿No podía realizarse la transmisión del Imperio sin una perturbación universal? No teniendo otro medio para oponerse, los descontentos no cesaban de repetir, para que sus palabras llegasen al Emperador, que si no moderaba aquella peligrosa ambición, se le vería como al trigo con demasiada savia, perecer por el exceso de su propio vigor. Pero la oposición era de todo punto inútil. Juliano no se mostraba más conmovido por las murmuraciones que Hércules por los esfuerzos de los pigmeos, o del sacerdote rodiano Thiodamas: y continuando con igual ardor en su empresa, medía con penetrante vista toda su extensión, esforzándose en acumular apropiados medios de ejecución.
Por otra parte, los altares estaban literalmente inundados con la sangre de las víctimas. Algunas veces sacrificaba hasta cien bueyes a la vez, innumerables variedades de ganado menor, así como también millares de aves blancas que hacía buscar por tierra y por mar. Así fue que diariamente se veía, por efecto de una licencia que hubiese sido mejor reprimir, dar los soldados en los templos repugnantes ejemplos de voracidad y embriaguez; y en seguida, embrutecidos por los excesos, recorrer las calles sobre los hombros de los transeúntes, obligándoles a que les llevasen a sus cuarteles. En estas orgías distinguíanse especialmente los petulantes y los celtas, que entonces se lo creían todo permitido. El gasto de las ceremonias religiosas adquiría proporciones inusitadas y sin límites. El último recién llegado, tuviese o no conocimientos en la materia, podía hacer oficios de adivino, y sin carácter, sin misión, ingerirse a pronunciar oráculos y a investigar en las entrañas de las víctimas el porvenir que algunas veces se manifiesta en ellas. La adivinación examina el vuelo, el canto de las aves, y emplea todos los medios para interrogar la suerte. En medio de esta tendencia de los ánimos, favorecida por los ocios de la paz, la curiosidad de Juliano quiso abrirse un camino más, desembarazando el obstruido orificio de la profética fuente de Castalia. Dícese que el emperador Adriano mandó cegar con gruesas piedras la salida de aquella fuente, porque allí había recibido en otro tiempo el anuncio de su exaltación futura y no quería que ningún otro pudiese recibir aviso semejante. Juliano dispuso la exhumación de los muertos enterrados en el circuito de la fuente y lo purificó, observando el ceremonial que en iguales circunstancias emplearon los atenienses en la isla de Delfos.
En este mismo año, el once de las calendas de Noviembre, fueron presa de las llamas el vasto templo de Apolo que construyó en Dafnea el violento y cruel monarca Antíoco Epifanio, y la estatua del dios, igual en magnitud a la de Júpiter Olímpico. Este desastre irritó extraordinariamente al Emperador, que dispuso severa investigación y mandó cerrar la iglesia catedral de Antioquía, sospechando que los cristianos habían sido autores del atentado, impulsados por el despecho al ver rodear al templo con magnífico peristilo. Atribuíase, sin embargo, aunque vagamente, el siniestro a causa accidental. El filósofo Asclepiades, cuyo nombre se cita en la historia de Magnencio, en un viaje que hizo para ver a Juliano, habiendo visitado el templo, colocó, según se dice, al pie de la colosal estatua una figurita de plata representando la madre de los dioses, rodeándola, según costumbre, de cirios encendidos, y no se había, retirado hasta la media noche, hora en que no había allí nadie para prestar auxilio. Ahora bien; las pavesas de los cirios habían llegado a las paredes, cuya vejez las hacía muy a propósito para arder; y todo el edificio, no obstante su prodigiosa elevación, quedó en un instante reducido a cenizas. Aquel mismo año hubo tan espantosa sequía, que se extinguieron hasta los manantiales más abundantes; pero no tardó en restablecerse su corriente natural. El cuatro de las nonas de Diciembre, por la tarde, otro terremoto destruyó lo que quedaba de Nicomedia, experimentando igual suerte considerable parte de Nicea.
Juliano, cuyo corazón estaba entristecido con tantas calamidades, no aflojó en su actividad en completar sus armamentos para la deseada época en que debía comenzar la campaña. Pero en medio de estas graves y útiles preocupaciones, tenía una que la razón no puede aprobar, y que hasta carecía de pretexto plausible; la de abaratar arbitrariamente, y por vano deseo de popularidad, el precio de los comestibles. Esta operación es muy delicada, y si no se toca con prudencia, de ordinario acarrea la escasez y el hambre. En vano le demostraban hasta la evidencia los magistrados municipales la inoportunidad de la medida; no atendió a la objeción, y mostró en este punto igual obstinación que su hermano Galo, aunque sin sus sangrientas violencias. El disgusto de Juliano por aquella oposición, que calificó de malévola, dio origen al violento volumen que intituló el Antioqueno o Misopogón; que es una serie de invectivas, en las que no todo es verdad, y que le atrajo algunas sátiras mordaces. No lo ignoraba el Emperador, y a pesar que creyó deber callar, su rencor aumentó con la reconcentración. Divertíanse los burlones llamándole Cercops, y describiéndole de esta manera: bajito, con barba de chivo; hombros estrechos y que anda a zancadas como el Otus o el Ephialitis que celebra Homero. Llamábanle también victimario, con preferencia a sacrificador; alusión maligna a sus matanzas de víctimas. Tampoco se perdonaba su manía de mezclarse ostensiblemente a las funciones sacerdotales y de mostrarse por todas partes llevando en las manos los objetos sagrados, en medio de procesiones de devotos. Todos estos sarcasmos le irritaban profundamente, conteniéndose para no revelar nada y persistiendo en sus prácticas religiosas.
Un día quiso sacrificar a Júpiter sobre el Casio, montaña muy alta, cubierta de bosque, redonda en su base y que recibe al canto del gallo los primeros rayos del sol. Marchó allá en el día señalado y se dedicaba a las ceremonias del sacrificio, cuando vio a un hombre arrodillado a sus pies, implorando perdón con suplicante voz. Preguntó Juliano quién era, y le contestaron que Theodoto, antiguo presidente del consejo de Hierápolis, quien, acompañando a Constancio a su cámara al frente de los nobles de la ciudad, había cometido la hipócrita bajeza de suplicarle, con lágrimas en los ojos, como si lo viese ya vencedor, que le enviase la cabeza del ingrato rebelde Juliano, con objeto de repetir el espectáculo que se dio con la de Magnencio. Juliano se limitó a contestar al suplicante: «En tiempo oportuno se me repitieron por todas partes tus palabras. Pero regresa tranquilamente a tu casa y cuenta con la clemencia de tu Emperador. Por prudencia quiere disminuir el número de sus enemigos, y por inclinación prefiere hacerse amigos.» Y continuó celebrando el sacrificio, a cuya terminación recibió del corrector de Egipto una carta en la que le decía que, después de muchas investigaciones infructuosas, al fin se había encontrado al dios Apis; lo que, según las creencias del país, presagiaba abundante cosecha de todos los productos de la tierra.
Diremos algo acerca de esto. De todas las consagraciones de animales practicadas en la antigüedad, eran las más solemnes las de Mnevis y Apis: el primero dedicado al sol, y cuya tradición no dice nada notable; el segundo a la luna. El buey Apis nace señalado con varios signos, pero muy especialmente con el de una media luna en el costado derecho. Cuando llega al término de su existencia, el dios desaparece por inmersión en una fuente; porque no está permitido dejarle vivir más tiempo del señalado por la autoridad mística de los libros sagrados, ni de ofrecerle más de una vez por año la vaca, su compañera, que también está marcada con signos especiales. Búscasele entonces sucesor, con todo el ceremonial del duelo público, y en cuanto se encuentra uno dotado de las cualidades requeridas, le llevan a la gran ciudad de Memfis, célebre por la divina presencia de Esculapio. Allí cien sacerdotes introducen al animal en su santuario, y desde este momento es sagrado, interpretándose cada movimiento suyo como manifestación de lo venidero. La historia dice que se separó cuando Germánico César le ofreció comida en la mano; señal de la desgracia que iba a ocurrir a este príncipe.
Parece que debo añadir algunos detalles a las noticias más extensas que di acerca del Egipto, en los reinados de Adriano y de Severo, noticias que di bajo la fe de mi propia vista. Es el Egipto la nación más antigua, si se exceptúa la de los Escitas, que le disputa la antigüedad. Al Mediodía tiene por límite la Sirte Mayor, los promontorios de Phycus y de Borión, y el país que habitan los Garamantos y otros pueblos; al Oriente, las ciudades etiópicas de Elefantina y Meroen, las cataratas, el mar Rojo y los árabes scenitas, a quienes llamamos sarracenos. Por el Norte toca al inmenso continente del Asia por la frontera de la provincia siria; y su límite a Poniente es el mar Issiaco, que algunos autores llaman también mar Parthenio.
Fijémonos un poco en el Nilo, el río más bienhechor de todos, al que Homero llama Egipto; después hablaremos de otras maravillas de esta comarca. Creo que la posteridad no conocerá mejor que se conoce hoy el origen del abundante caudal del Nilo. Los poetas se contradicen en sus ficciones como los sabios en sus conjeturas acerca de este misterioso fenómeno. De unos y de otros tomaré las explicaciones que me parecen más probables. Pretenden algunos físicos que las masas de nieve condensadas por los inviernos septentrionales, se ablandan después por la influencia de temperatura más suave y se evaporan bajo la forma de nubes que, arrojadas hacia el Mediodía por los vientos etesios, se resuelven en agua en clima más cálido, siendo la causa de las primeras crecidas del Nilo. Afirman otros que sus periódicas inundaciones no tienen otro origen que las abundantes lluvias que caen en la Etiopía, durante los grandes calores del verano. Ambas explicaciones deben ser erróneas; porque se asegura que no llueve nunca en Etiopía, o que solamente llueve a largos intervalos. Existe otra opinión más acreditada, la de que el aumento del río se debe a los vientos prodromos y etesios, que rechazan sus olas durante cuarenta y cinco días, en los que la corriente, violentamente contenida y luchando contra el obstáculo, eleva sus aguas a esa altura prodigiosa y hace que se extiendan como un mar bajo el que desaparecen los campos. Por su parte el rey Juba sostiene, bajo la fe de los libros púnicos, que el Nilo nace en una montaña de Mauritania inmediata al Océano, y la prueba está, según dice, en que los similares de las plantas, peces y cuadrúpedos que viven en el río o en sus orillas, se encuentran en las aguas o en el suelo de aquella comarca.
Cuando el río ha recorrido la Etiopía recibiendo diferentes nombres de las diversas regiones que atraviesa, llega, con caudal muy considerable ya, a lo que llaman las cataratas. Éstas las forman una línea de peñascos cortados a pico que cierra su curso, y desde cuya altura se precipita con tal estrépito, que los Atos, pueblos que en otro tiempo habitaban en sus inmediaciones, tuvieron que emigrar en busca de comarca menos ruidosa, porque se les embotaba el oído. En seguida es más tranquila su corriente, y, después de atravesar todo el Egipto, penetra en el mar sin recibir ningún afluente, por siete bocas distintas, de las que cada una tiene la anchura y presta la utilidad de un río. Ramificase además en muchos brazos o canales de diferente importancia, de los que siete, que son navegables, han sido designados respectivamente por los antiguos con los nombres de Heracleótico, Sebenítico, Bolbítico, Phatnítico, Mendesiano, Tanítico y Palusiaco. Estos brazos forman por encima de las cataratas diferentes islas, siendo algunas tan extensas, que el río emplea tres días en completar su circuito. Las más notables son Monroe y Delta, llamada así por la figura triangular que le es común con la letra griega de este nombre.
Desde la entrada del sol en el signo de Cáncer, hasta que sale del de Libra, el nivel del Nilo se eleva durante cinco días. En seguida decrece, y sus aguas, bajando poco a poco, dejan libres los campos a la circulación de carros, cuando antes solamente podían recorrerse en barca. La inundación puede ser perjudicial por abundancia o escasez. Cuando es excesiva, la permanencia demasiado prolongada de las aguas empapa el suelo y retrasa los trabajos de la agricultura; cuando es escasa, la cosecha resulta estéril. El labrador no desea jamás que el desbordamiento exceda de diez y seis codos de altura; y es cosa rara, si la inundación viene en justa medida, que la semilla arrojada a la tierra no dé el setenta por uno. Este es el único río cuya corriente no imprime al aire agitación alguna.
Pululan en Egipto los animales terrestres y acuáticos; y los hay que viven indiferentemente en tierra o agua, llamándoles por esta razón anfibios. En los terrenos secos hay cabras y búfalos, variedades de monos presentando reunión de extraños caracteres y deformidades, y otros monstruos cuya nomenclatura no tendría nada de interesante.
Entre las especies acuáticas abunda el cocodrilo, encontrándosele en todas las comarcas. Este es un cuadrúpedo peligroso que vive en uno y otro elemento. Carece de lengua y solamente es movible su mandíbula inferior. Sus dientes, alineados como los de un peine, muerden con furor todo lo que pueden coger. Es ovíparo, y sus huevos parecidos a los del ganso. Tiene pies armados con uñas, y si no careciesen de pulgar, su presión bastaría para hacer zozobrar una nave. A veces tiene diez codos de largo este animal. De noche duerme debajo del agua, y de día sale a tierra a buscar el alimento. Tal es la dureza de su piel, que le forma coraza en el dorso, pudiendo apenas atravesarla una saeta lanzada por balista. La ferocidad del cocodrilo se dulcifica como por una manera de tregua, y queda en suspenso durante los siete días de las ceremonias que consagran los sacerdotes de Menfis a celebrar el nacimiento del buey Apis. Tiene muchos enemigos, y frecuentemente muere con el vientre abierto por cierto pez crustáceo que tiene la figura del delfín, y que le ataca por este lado débil. También perecen cocodrilos de la siguiente manera: Un pajarillo, llamado troquila, tiene el instinto, cuando encuentra alguno descansando, de picotear revoloteando en derredor de sus mandíbulas, cosa que le produce tal cosquilleo, que tiene que abrirlas, y entonces el pájaro se le introduce hasta la garganta. En el momento en que abre la boca, el ichneumón, especie de hidra, penetra por la abertura que le ha ofrecido el pájaro hasta las entrañas del cocodrilo, las tortura y las destruye, y se abre paso de esta manera horadándole el vientre. Atrevido con los que huyen, el cocodrilo carece de valor cuando se le afronta. Ve mejor en tierra que en el agua, y, según dicen, pasa los cuatro meses de invierno sin tomar alimento.
También vive en este país el hipopótamo, el ser más inteligente entre los que carecen de razón. Este anfibio tiene forma de caballo, pero la pata hendida y la cola corta. Dos rasgos bastarán para que se comprenda su sagacidad. Generalmente establece su guarida en un matorral espeso, y allí permanece escondido, pero constantemente en acecho, hasta que considera propicio el momento para ir a pastar en algún campo de trigo. Cuando se encuentra repleto, cuida de señalar varios rastros andando hacia atrás, para confundir las pistas y desorientar a los cazadores que le persiguen. Otro ejemplo: El hipopótamo come con voracidad; y cuando abultado su vientre por el exceso de comida le entorpece los movimientos, se abre las venas de los muslos y de las piernas, frotándolas contra jaras recientemente cortadas, con objeto de aligerarse con la sangría; en seguida se cubre las heridas con barro hasta que quedan cicatrizadas. Este raro y monstruoso cuadrúpedo apareció por primera vez en un anfiteatro romano, bajo la edilidad de Scauro, padre de aquel que defendió Cicerón, y a propósito del cual intimó a los habitantes de Sarda que mostrasen a aquella noble familia el mismo respeto que todo el género humano. En los siglos siguientes viéronse en Roma muchos hipopótamos; pero hoy no se encuentran ya en Egipto, porque, según dicen los habitantes, viéndose perseguidos estos animales, han emigrado al país de los Blemyas.
Entre las aves de Egipto, cuyas variedades son innumerables, descuella el ibis, ave sagrada, de agradable forma, y cuyas costumbres son muy provechosas, porque alimenta a sus polluelos con huevos de serpientes, disminuyendo de esta manera la reproducción de estos reptiles de venenosa mordedura. Los ibis vuelan también en bandadas al encuentro de los ponzoñosos dragones alados que envían al Egipto las charcas de la Arabia, los combaten en el aire y los devoran, sin permitir a sus perniciosas falanges que crucen la frontera. Preténdese que el ibis da a luz sus polluelos por el pico.
También produce el Egipto infinidad de serpientes de las especies más dañosas, basiliscos, antisbenas, scytalas, aconcios, dipsadas, víboras y otras. La más notable por su tamaño y belleza de colores es el áspid, que nunca abandona el Nilo, a menos que no se vea obligada a ello.
Bajo otros muchos aspectos merece el Egipto la atención del observador: no podemos dejar de mencionar la colosal estructura de sus templos y pirámides, enumeradas entre las siete maravillas del mundo. Herodoto nos dice cuánto tiempo emplearon en su construcción y cuántos obstáculos tuvieron que vencer. Anchas en la base, agudas en la cúspide, se elevan a una altura que jamás alcanzó obra alguna del hombre. Esta figura se llama en geometría pirámide, porque tiene parecido con la llama, τοῦ πυρὸς, y va estrechándose en cono. Por consecuencia física de esta disminución de bajo a alto, las pirámides no dan sombra.
También se encuentran en muchos puntos de aquella comarca galerías subterráneas con muchas revueltas, laboriosamente construidas, según se dice, por los depositarios de los ritos antiguos, que, temiendo un diluvio, quisieron conservar la tradición de las ceremonias, y con este objeto hicieron esculpir en las paredes de las bóvedas innumerables figuras de pájaros y animales, a lo que llaman escritura jeroglífica.
Allí se encuentra la ciudad de Syena, en la que, durante el solsticio de estío, caen a plomo los rayos del sol; lo que hace que todo objeto colocado en línea vertical se encuentra iluminado a la vez por todos lados y no proyecta sombra. De manera que si se mira un palo clavado verticalmente en tierra, un árbol, un hombre de pie, no se ve sombra alguna en el suelo, en el extremo inferior de la línea que el objeto describe en el espacio. Dícese también que en Meroe, ciudad etiópica inmediata al ecuador, durante noventa días se proyecta la sombra en sentido inverso que entre nosotros, lo que ha hecho se dé a aquellos habitantes el nombre de Antiscios. Pero de tal manera abundan las maravillas en aquella comarca, que su enumeración sola excede a los límites de este trabajo; por lo que dejaremos el cuidado de relatarlas a otros más inteligentes, limitándonos a dar a conocer brevemente sus provincias.
Dícese que antiguamente formaban el reino de Egipto sólo tres provincias: Egipto, Tebaida y Libia: en las edades siguientes aumentó este número con otras dos, Augustamnica y Pentápolis, que no son más que desmembramientos, una del verdadero Egipto y la otra de la Libia árida.
Cuenta la Tebaida, entre sus ciudades más célebres, Hermópolis, Coptos y Antinoi, construida por Adriano en honor de su querido Antinoo: y todos han oído hablar de Tebas hecatónfila.
Citase entre las ciudades de la Augustamnica la célebre Pelusa, que, según se dice, fundó Pelea, padre de Aquiles, que habiendo dado muerte a su hermano Foco, y viéndose perseguido por las furias, fue a purificarse por mandato de los dioses en el lago que baña
las murallas de esta ciudad. También son notables Cassio, donde se encuentra la tumba del gran Pompeyo, Ostracina y Rhinocolura.
En la Pentápolis de Libia se hallan Cyrene, ciudad antigua, desierta hoy, construida por el espartano Batto. Vienen en seguida Ptolemais, Arsinoe o Teuchira, Darnis y Berenice, llamada también Hespérida. La Libia árida tiene pocas ciudades municipales; encontrándose en este número Paretonión, Cherecla y Neápolis.
En cuanto al Egipto, propiamente dicho, que desde su reunión al Imperio está gobernado por un prefecto, exceptuando algunas poblaciones inferiores, no se ven más que nobles ciudades como Athribis, Oxyrynca, Thumis y Memfis.
Pero entre todas estas ciudades, la preeminencia pertenece a Alejandría; honor que debe a la munificencia de su fundador y a la habilidad de su arquitecto Dinocrates. Dícese que, careciendo de cal en el momento en que construía los cimientos, el arquitecto trazó el perímetro con harina; presagio de la abundancia de que había de gozar un día la nueva ciudad. Reina en ella temperatura que siempre es igual, respirándose aire suave y saludable. También consta por continua serie de observaciones, que no pasa un solo día sin que los habitantes vean el cielo sereno.
En otro tiempo esta costa era pérfida para los navegantes por sus numerosos bajos y escollos. Cleopatra imaginó construir cerca del puerto una torre muy alta, que ha tornado el nombre de Pharos, del suelo de la isla sobre que se alza, y que por la noche sirve de fanal; de manera que las naves que vienen del mar Prathenio, o del de Libia, no corren peligro de perderse en las arenas de aquel vasto litoral, en el que no hay colina alguna que pueda guiarlas en su dirección. También fue esta reina quien, en un caso de necesidad urgente, cuyas circunstancias son muy conocidas, manda construir el magnífico dique de siete estadios con increíble celeridad. La isla de Pharos, en la que Homero ha colocado poéticamente a Proteo con su rebaño marino, y que solamente dista mil pasos de las playas de Alejandría, pagaba en otro tiempo tributo a los Rodios. Un día llegaron éstos para cobrarlo, exagerando mucho la cantidad debida. La astuta princesa, so pretexto de festejar a los agentes Rodios, los ocupó en los barrios de Alejandría, y dio órdenes para construir la calzada en aquel espacio de tiempo, sin abandonar un punto los trabajos. En siete días quedó terminada la obra, a razón de un estadio por día, y la isla se encontró unida a tierra firme. En seguida entró Cleopatra por aquel camino, y dijo: «que estaban equivocados los Rodios, porque el tributo se debía por una isla y no por un continente.»
Adornan a Alejandría templos magníficos, entre los que descuella el de Sérapis, del que no podría dar idea ninguna descripción. Los pórticos, columnatas y obras maestras de arte acumuladas en este templo forman un conjunto que, exceptuando el Capitolio, orgullo eterno de la venerable Roma, nada hay en el mundo que se le pueda comparar. Encontrábase allí en otro tiempo riquísima biblioteca, formada, según documentos antiguos, por setecientos mil volúmenes, que la liberal solicitud de los Ptolomeos había reunido. Pero en la guerra de Alejandría, en el momento del saqueo de la ciudad por el dictador César, quedó reducida a cenizas.
A doce millas de Alejandría se encuentra Cenopa, cuyo nombre, según antigua tradición, es el del piloto de Menelao, enterrado en aquel paraje. Abundan en esta ciudad buenas posadas; y el aire es tan puro y templado, que el extranjero, no oyendo más que el dulce murmullo del céfiro, se cree trasladado a otro mundo diferente del de los hombres.
Alejandría, a diferencia de otras ciudades, no ha progresado, sino que de un solo golpe llegó al apogeo de su desarrollo. Pero desde su origen la desgarraron disensiones intestinas, que, después de muchos años, bajo el reinado de Aureliano, tomaron el carácter de guerra civil y de exterminio. Este príncipe derribó sus murallas, y la ciudad perdió la parte más importante de su territorio, llamado Bruchión, cuna de muchos varones insignes, como el célebre gramático Aristarco; Herodiano, tan ingenioso en sus investigaciones sobre las bellas artes; Ammonio Saccas, que fue maestro de Plotino, y otros muchos que fueron ilustres en las letras, entre los que debemos mencionar a Didimo Calcentero, autor de muchos libros muy eruditos, pero a quien las personas delicadas censuran haber desempeñado con Cicerón, en seis libros de crítica, muchas veces desatentada, el papel de un gozquecillo ladrando desde lejos a un león. A estos nombres podían añadirse otros muchos. Lejos de haberse extinguido en Alejandría el gusto científico, florece todavía en considerable número de profesores distinguidos. La Geometría continúa allí haciendo útiles descubrimientos; la música tiene aficionados, e intérpretes la armonía. Todavía se encuentran astrónomos, aunque son bastante más raros. Cultívase generalmente la ciencia de los números, así como también el arte de adivinar lo porvenir.
En cuanto a la medicina, cuyos socorros hace frecuentemente indispensables nuestra intemperancia, ha realizado notoriamente tales adelantos, que basta a un médico decir que ha estudiado en Alejandría para que no se le pida otra prueba de su saber. Pero ya hemos hablado demasiado de esto. Quien quiera profundizar en la ardua noción de la esencia divina, investigar la causa de nuestras sensaciones, reconocerá que los fundamentos de estas elevadas teorías fueron importados de Egipto. Los egipcios fueron los primeros hombres que remontaron al manantial de toda idea religiosa, cuyos misteriosos orígenes conservan en sus libros sagrados. Entre ellos imaginó Pitágoras su doctrina y los elementos de aquella institución fundada en la autoridad de una comunicación divina, lo que confirmaba con la exhibición de su fémur de oro en Olimpia, y después con sus conversaciones con el águila. De allí trajo Anaxágoras aquella facultad de intuición que le hizo prever que lloverían piedras y predecir un terremoto con sólo tocar el barro del fondo de un pozo. A la sabiduría de los sacerdotes de Egipto deben hacerse remontar también las admirables leyes de Solón, y, por consiguiente, mucha parte de los rudimentos de la jurisprudencia romana. También había visitado el Egipto Platón, y allí adquirió aquella inmensa sabiduría que le iguala al mismo Júpiter.
Generalmente los egipcios tienen la tez obscura y hasta curtida. Su semblante es sombrío y su cuerpo delgado y seco. Por cualquier cosa se inflaman, y son litigantes y porfiados. El egipcio que ha pagado el impuesto, se avergonzaría si no mostrase las señales del látigo empleado contra él como medio de obligarle. La tortura ha sido siempre impotente para arrancar su nombre a un ladrón de este país.
Sabido es, y nuestros anales lo acreditan, que en otro tiempo el Egipto era un reino cuyos soberanos tenían alianza con nosotros; y que Octaviano Augusto tomó posesión de él a nombre de provincia romana, después de haber vencido a Antonio y Cleopatra en el combate naval de Accio. La Libia árida la recibimos por testamento de su rey Apión; y Cirena, así como las demás ciudades de la Pentápolis, son donativo del último Ptolomeo. Pero ya es tiempo de terminar esta digresión, excesivamente larga, y de volver a nuestro asunto.
LIBRO XXIII
Vana tentativa de Juliano para reedificar el templo de Jerusalén.—Intima a Arsaces, rey de Armenia, a que se prepare para hacer la guerra con él a los Persas, y pasa el Eufrates con un cuerpo de escitas auxiliares.—Durante la marcha del ejército por la Mesopotamia, los jefes de muchas tribus de sarracenos le ofrecen auxilio y le regalan una corona de oro.—La flota romana, formada por mil y cien naves, cubre las aguas del Eufrates.—Descripción de las máquinas de sitio y de muralla: la balista, el onagro o escorpión, el ariete, el helépolo y el maleolo.—Juliano pasa el Aboras por un puente de barcas, cerca de Circesio.—Su arenga al ejército.—Enumeración de las diez y ocho provincias principales del reino de Persia y de sus ciudades. Costumbres de los habitantes.
(Año 363 de J. C.)
Pasando en silencio cosas de poca monta, llegamos al cuarto consulado de Juliano, que tomó por colega a Salustio, prefecto de las Galias. Pareció extraño que eligiese un hombre de condición privada, siendo, efectivamente, el único ejemplo que podía citarse desde el consulado de Diocleciano y Aristóbulo. Continuaba Juliano apresurando sus armamentos, adelantándose su impaciencia a los obstáculos; y aquel genio que todo lo abarcaba, concebía al mismo tiempo la idea de una obra monumental capaz de perpetuar el recuerdo de su reInado; puesto que quería modificar sobre planos extraordinariamente suntuosos aquel magnífico templo de Jerusalén, que después de una serie de mortíferos combates librados por Vespasiano, tomó al fin Tito a viva fuerza. Encargó de este trabajo a Alipio de Antioquía, que había administrado la Bretaña como lugarteniente de los prefectos. Perfectamente secundado Alipio por el corrector de la provincia, impulsaba vigorosamente los trabajos; cuando repentinamente formidable erupción de globos de fuego, que brotaron uno tras otro de los mismos cimientos del edificio, hizo el paraje inaccesible a los trabajadores, después de haber perecido muchos de ellos; y renovándose el prodigio siempre que volvían al trabajo, fue necesario renunciar a la empresa.
Por este tiempo recibió Juliano una legación de la ciudad eterna, para la que habían elegido varones de elevado nacimiento y recomendable mérito, a todos los cuales confirió la investidura de alguna dignidad importante: hizo a Aproniano prefecto de Roma, a Octaviano procónsul del Asia, a Venusto encargó el vicariato de España, y a Aradio Rufino dio la sucesión del cargo de su tío Juliano, conde de Oriente. A estos nombramientos acompañaron dos circunstancias de funesto presagio, confirmadas después por los acontecimientos. Félix, prefecto de los donativos, murió repentinamente de una hemorragia, siguiéndole a poco el conde Juliano, lo cual daba lugar a siniestras observaciones cuando se leía esta inscripción en las efigies del príncipe: Felix, Julianus Augustusque. A este pronóstico había precedido otro igualmente funesto. El día de las calendas de Enero, en el momento en que el príncipe subía las gradas del templo, el decano de los sacerdotes cayó sin haber recibido choque ostensible, quedando muerto repentinamente. Los que presenciaron el acontecimiento, por ignorancia o adulación, aplicaban el presagio al mayor en edad de los dos cónsules, es decir, a Salustio. Pero el resultado demostró que no se refería al más avanzado en años, sino al más elevado en dignidad, la fatal advertencia. Este funesto presagio lo confirmaban otras circunstancias, aunque menos características. En el mismo momento en que se declaró la apertura de la campaña, llegó la noticia de un terremoto que se había sentido en Constantinopla; y los peritos en adivinación deducían triste augurio para el jefe del ejército que iba a entrar en país enemigo. Tratóse de persuadir a Juliano de que había elegido mal el momento, y que si se puede prescindir de los presagios, es solamente en el caso en que, ante la amenaza de una invasión extranjera, es ley suprema la salvación común, y no admite aplazamientos. Al mismo tiempo le anunciaban cartas de Roma que los libros sibilinos, consultados por orden suya, prohibían terminantemente cruzar la frontera aquel año.
Sin embargo, de todas partes recibía legaciones ofreciéndole socorros; acogíalas agradablemente Juliano; pero confiando completamente en sus propios recursos, a todos contestaba que Roma acudía en auxilio de sus amigos y aliados cuando necesitaban su intervención; pero que no cuadraba bien a su dignidad emplear su ayuda para vengar sus injurias. A pesar de esto, había exhortado a Arsaces, rey de Armenia, para que preparase un cuerpo de tropas considerable, con objeto de operar de la manera y en la dirección que después se le diría. Dispuestas ya las cosas, en los primeros días de la primavera envió la orden de marcha a todos los cuerpos, y deseando adelantarse a la noticia de su partida, mandó que cruzasen inmediatamente el Eufrates. El movimiento fue general en todos los cuarteles, y una vez atravesado el río y ocupadas las posiciones designadas, se esperó la llegada del jefe.
En el momento de salir de Antioquía, nombró Juliano para el gobierno de Siria a un tal Alejandro de Heliápolis, varón turbulento y malo. Decía el Emperador que aquel hombre no era digno de tal puesto, pero que los habitantes de Antioquía lo tenían merecido por su insolencia y avidez. En el momento de la marcha le rodeó la multitud, deseándole buen viaje y glorioso regreso, y suplicándole que se ablandase para ellos, mostrándose en lo venidero más benévolo con su ciudad. Pero Juliano, resentido todavía por sus sarcasmos, les contestó agriamente que les veía por última vez; habiendo tomado medidas, según decía, para tener en Tarso su cuartel de invierno después de la campaña, regresando por el camino más corto. Memorio, presidente de Cilicia, había recibido ya sus órdenes para las disposiciones necesarias. Las palabras del emperador se realizaron puntualmente, porque a Tarso llevaron su cadáver, sepultándole sin pompa en un arrabal, en cumplimiento de su última voluntad.
Acercábase la primavera, y el Emperador partió el día de las nonas de Marzo, no empleando más tiempo del necesario para llegar a Hierápolis. En el momento en que pasaba bajo las puertas de esta gran ciudad, derrumbóse a su izquierda un pórtico, aplastando con sus escombros cincuenta soldados que estaban debajo, e hiriendo a mayor número. Allí reunió su ejército y se dirigió a la Mesopotamia con tal celeridad (cosa que entraba en sus planes), que antes de que circulase la noticia de su marcha estaba ocupada ya la Asiria. Reforzado con un cuerpo de Escitas, pasó el Eufrates por un puente de barcas y llegó a Batnea, ciudad municipal de la Osdronea, donde funesto accidente aumentó los siniestros presentimientos. Acostumbran en este país a hacer montones de paja extraordinariamente altos. Los forrajeros del ejército se lanzaron en considerable número y sin precaución alguna a socavar uno de aquellos pajares por la base, y, cayendo toda la masa, ahogó con su peso a cincuenta de ellos.
Dominado por pensamientos sombríos, dejó Juliano a Batnea, marchando apresuradamente a Carras, ciudad antigua y famosa por el desastre de los dos Crassos y su ejército. Encuéntranse allí dos caminos para marchar a Persia: a la izquierda por Adiabena y el Tigris, a la derecha por Asiria y el Eufrates. Juliano se detuvo algunos días en aquella ciudad para tomar algunas disposiciones y para ofrecer, según el rito local, un sacrificio a la luna, objeto de culto particular en el cantón. Dícese que allí, delante de los altares y sin que hubiese testigos, entregó la clámide de púrpura a su pariente Procopio, y le recomendó empuñar atrevidamente las riendas del Imperio, en el caso de que cayese él bajo los golpes de los Persas. Siniestros ensueños perturbaron las noches de Juliano en aquella ciudad; y los intérpretes, a quienes dio cuenta de sus visiones, convinieron con él en observar lo que ocurriese al día siguiente, que era el catorce de las calendas de Abril. Ahora bien: como después se supo, aquella misma noche, siendo prefecto Aproniano, quedó reducido a cenizas el templo de Apolo Palatino en Roma; y sin los socorros que por todas partes acudieron, también habrían sido presa de las llamas los libros sibilinos.
Mientras se ocupaba Juliano en Carras de los movimientos de las tropas y de la dirección de los convoyes, llegaron mensajeros, extenuados por la carrera, para notificarle que turmas de caballería enemiga habían penetrado por un punto de la frontera y recogido botín. Aquel audaz golpe de mano le irritó extraordinariamente, poniendo en el acto en práctica un proyecto que tenía de antemano. Entregó a Procopio treinta mil hombres escogidos y le unió el conde Sebastián, anteriormente duque de Egipto, mandándoles que maniobrasen en la orilla izquierda del Tigris, y que estuviesen muy prevenidos contra las sorpresas de que los historiadores de nuestras guerras con los parthos refieren tantos ejemplos. Recomendóles además, que si les era posible se reuniesen con Arsaces para talar, de acuerdo con él, el distrito de Chilicomo, el más fértil de toda la Media, y en seguida regresar por la Corduena y la Moxoena, para ayudarle en sus operaciones ulteriores en la Asiria. Tomadas estas disposiciones, simuló un avance sobre el Tigris, habiendo enviado con este propósito provisiones hacia aquel punto; en seguida describió repentinamente un recodo hacia la derecha y mandó parar por la noche, que pasaron vigilando. En cuanto amaneció el día siguiente, pidió un caballo, llamándose Babilonio el que le trajeron; y aquel animal, atacado repentinamente de cólico, cayó agitándose, arrastrando en el polvo su gualdrapa bordada de pedrería. Juliano exclamó entonces, regocijado con el presagio: «Babilonia ha caído despojada de todos sus ornamentos»: aplaudiendo todos los que lo oyeron. Detúvose un poco tiempo en aquel paraje para ofrecer un sacrificio, con objeto de asegurar los efectos del presagio; y en seguida marchó a Davana, fortaleza situada en el nacimiento del Belias, que desagua en el Eufrates. Descansó allí el ejército, comió y se trasladó en seguida a Calinicio, plaza fuerte y centro de considerable comercio. El cinco de las calendas celebró allí, según el ceremonial acostumbrado, los misterios de la Madre de los dioses, porque este día señalaba en Roma la celebración anual de esta antigua fiesta y de la inmersión tradicional en las aguas del Almón del carro que llevó la estatua de la diosa. Cumplido este deber, pudo descansar el príncipe una noche entera, no viendo en sueños más que triunfos y regocijos. A la mañana siguiente volvió a partir, siguiendo con su escolta las orillas del río, cuya corriente en aquel punto comienza a aumentar con multitud de tributarios.