Capítulo 10

Whitlock podía resumir su estado de ánimo en una sola palabra: desaliento. ¿Qué había conseguido en los tres días que llevaba en Maguncia? Nada más empezar, su pantalla había sido destruida por una bella mujer, que casualmente había salido alguna vez con uno de los principales columnistas de espectáculos del New York Times (hecho corroborado por la UNACO); casi le había atropellado un Mercedes, cuyo conductor había acabado ahogándose (al menos eso suponía), y si bien tendía a coincidir con Karen en la teoría de que Leitzig se hallaba complicado en la diversión, no tenía la menor prueba contra él. Cada nueva iniciativa de la investigación conducía a un callejón sin salida. Tenía que encontrar una brecha, y cuanto antes. Pero ¿cómo?

El día podía haber comenzado mejor. Durmió más de la cuenta, y se despertó a las 9.30. Después, cuando daba marcha atrás al Golf por el sendero privado, se puso a llover de manera torrencial. Tras detenerse en el hotel brevemente para cambiarse, fue hacia la planta por la antigua carretera de Frankfurt, una ruta que le había recomendado Karen el día anterior. El tráfico era escaso, pues la mayoría de los conductores preferirían los espacios de la autopista A66.

Paró el Golf lo más cerca posible de la caseta de guardia y abrió un poco la ventanilla para exhibir el pase que Karen le había proporcionado el primer día que visitó la planta. Uno de los guardias se protegió con un impermeable, se caló bien la gorra y se acercó al coche desafiando la cortina de lluvia.

—Buenos días. Soy Whitlock, del New York Times —anunció.

El guardia siguió con el dedo la lista plastificada.

—Tenemos órdenes de no permitirle la entrada.

—¿Quién ha revocado mi pase? —preguntó Whitlock, irritado.

—El doctor Leitzig.

—¿Por qué?

—No tengo ni idea; llámele cuando llegue a casa.

—¡Quiero hablar con él ahora!

—Su pase ha sido revocado: por consiguiente no hay nada más que hablar. Ha entrado sin derecho en una propiedad gubernamental.

Whitlock tiró el pase sobre el tablero y agitó la cabeza, frustrado. Leitzig había desbaratado sus planes. Si quebrantaba la orden de revocación tendría razones muy válidas para proceder contra él, y de paso había evitado que Whitlock investigara desde dentro de la planta.

El guardia dio unos golpes en la ventanilla.

—Le repito que ha entrado sin derecho en una propiedad gubernamental.

Whitlock sabía que era inútil discutir; es probable que Leitzig también tuviera en el bolsillo al guardia. Necesitaba tiempo para recomponer su estrategia, pero no lo tenía. Dio media vuelta frente a la puerta de entrada y se alejó.

El guardia se llevó la radio a los labios.

—Se ha ido.

Whitlock tomó de nuevo la antigua carretera Maguncia-Frankfurt. Prefería los baches a las caravanas de la autopista principal. Conectó la radio y buscó una emisora que transmitiera música. Sonó una insípida canción pop, más aceptable que discusiones sobre agricultura o política en alemán. A Rosie, su sobrina de quince años, seguro que le gustaría. Aún seguía colgado de la música de los años sesenta, cuando los cantantes, al contrario que los actuales, tenían voces armoniosas, y los músicos de sus grupos no rivalizaban entre sí para ver quién hacía más ruido. Como no cesaba de recordarle Rosie, «cuanto más viejo te haces más difícil debe de ser no perder el ritmo de una sociedad en constante cambio». Siempre conseguía que se sintiera el doble de viejo.

Interrumpió bruscamente sus pensamientos al advertir un par de faros deslumbrantes que se acercaban cada vez más. Murmuró algo sobre la falta de consideración de algunos conductores y le hizo señas al conductor para que se adelantara. Las largas se mantuvieron fijas en la parte trasera del Golf, y tuvo que inclinar el espejo retrovisor hacia el asiento contiguo. Abrió la ventanilla y movió el brazo para indicarle al conductor que le dejaba paso libre. Incluso se arrimó al arcén para que el otro conductor tuviera una vista despejada de la carretera. Forzó la vista y distinguió la cubierta roja del motor adornada con franjas de cromo. Un Range Rover. Corría paralelo al Golf, pero Whitlock no veía al conductor.

—¡Sigue, sigue! —gritó, y volvió a hacerle señas al conductor para que adelantara.

El Range Rover hizo un viraje brusco y golpeó el costado del Golf.

—¡Maldito maníaco! —aulló Whitlock mientras giraba el volante violentamente para evitar que el Golf se saliera de la carretera.

El suave talud cubierto de hierba que se hallaba a diez metros a su izquierda terminaba de repente en una zona boscosa, donde era fácil que se rompiera el depósito de la gasolina de un coche, en caso de choque.

El Range Rover golpeó el costado del Golf por segunda vez, y Whitlock frenó con brusquedad, a sabiendas de que podía perder el control del volante y precipitarse hacia el talud. Por otra parte, no ignoraba que, debido a la muy superior potencia del Range Rover, sólo era cuestión de tiempo que obligara al Golf a salirse de la carretera. Las ruedas traseras patinaron y el Golf quedó cruzado en medio de la calzada. El Range Rover se detuvo y ejecutó un cauteloso giro en forma de U para encarar el Golf inmovilizado. Whitlock extendió la mano y abrió la guantera, dispuesto a empuñar la Browning. Cuando sus dedos se cerraban en torno a la culata, el Range Rover chocó con el Golf y destrozó el faro delantero derecho entre una nube de cristales rotos. El Golf dio un giro de ciento ochenta grados, y la cabeza de Whitlock golpeó contra el volante. Luchó para incorporarse, la cabeza resentida por el impacto. Cuando se tocó el corte de la ceja, la sangre empapó sus dedos.

El Range Rover había dado la vuelta para atacar de nuevo. El Golf se encontraba inmóvil a escasos metros del borde de la carretera, y la próxima embestida le enviaría sin duda talud abajo. Whitlock intentó poner en marcha el motor sin éxito y agarró la Browning caída en el asiento de su lado. El Range Rover se lanzó directamente hacia la puerta del conductor, buscando el ángulo exacto que le precipitaría hacia el desnivel. Esperó a que el Range Rover estuviera a menos de seis metros de distancia para empuñar la pistola con ambas manos y asomarla por la ventanilla. Eligió un punto imaginario en el centro del parabrisas oscurecido y disparó dos veces. Las dos balas atravesaron el cristal, separadas por pocos centímetros, y de los orificios brotó una miríada de grietas delgadas como hilos. El Range Rover se desvió, rozó la parte trasera del Golf, continuó por la carretera y desapareció tras la primera curva.

Entonces vio la Suzuki 1.000 cc negra aparcada un poco más adelante. El conductor, vestido de cuero blanco, la puso en marcha a toda prisa y pasó como un rayo junto al Golf.

Consiguió encender el motor del Golf y, mientras avanzaba poco a poco, empezó a pensar con más atención en el Range Rover. ¿Lo había visto antes? ¿Se lo había mencionado Karen? Cuanto más pensaba en él, más seguro se hallaba que alguien se refirió de pasada al vehículo. El día anterior estuvo charlando en la planta con una docena de trabajadores, pero no podía precisar quién habló de él.

—Leitzig —dijo en voz alta, y chasqueó los dedos—. Leitzig tenía un Range Rover que utilizaba para ir a pescar.

Whitlock aún sentía dolor en la cabeza cuando encontró un teléfono público. Sus sospechas acerca de Leitzig se robustecieron cuando le informaron desde la planta de que entraba a trabajar en el turno de tarde. Encontró la dirección de Leitzig en la guía, arrancó la página y volvió corriendo al destrozado Golf. Declararía los daños más tarde y usaría su tarjeta de crédito para saldar cuentas con la Hertz. UNACO le reintegraría los gastos cuando regresara a Nueva York. A Kolchinsky no le iba a hacer mucha gracia…

Leitzig vivía en una casa de dos plantas de la Quintinstrasse que daba al campus de la Universidad Vieja, en la orilla este del Rin. Whitlock aparcó el Golf, guardó en el bolsillo la Browning y corrió bajo la lluvia hacia el garaje situado a un lado de la casa. Haciendo visera con ambas manos, miró por una ventana rota. Pese a que un trozo de tela de arpillera hacía las veces de cortina, pudo ver el Range Rover en el interior. La pintura de la puerta derecha estaba rascada. No veía el parabrisas, pero tampoco necesitaba más pruebas para acusar a Leitzig.

Luego concentró su atención en los pasos que daría para penetrar en la casa. Escaló una valla destartalada de dos metros de altura levantada junto al garaje y aterrizó sin hacer ruido en el patio trasero, sembrado de malas hierbas, donde permaneció unos instantes de rodillas, empuñando la Browning, valorando los posibles peligros. Una terraza a su derecha daba quizá a la cocina. Se abrió paso en esa dirección a través de la hierba que le llegaba a las rodillas, mojándose los pies a cada paso que daba. Su camisa de Christian Dior estaba manchada de sangre y su traje verde botella de Richard James y sus costosos zapatos deportivos de Pierre Cardin estaban completamente empapados. Si había que tirarlos, la UNACO pagaría un par nuevo, tanto si a Kolchinsky le gustaba como si no. Llegó a la terraza y tanteó la puerta. Se abrió.

Un perro alsaciano le bloqueaba el camino, pero en lugar de lanzarse sobre él para defender su territorio, meneó la cola y volvió a su cesta para continuar durmiendo. Decidió que no le daría unas palmaditas, pues ya había desafiado demasiado al destino. Se deslizó dentro de la cocina y cerró la puerta a su espalda. Después se agachó y se quitó los zapatos.

Leitzig estaba en la salita, sentado junto a una pequeña estufa, de espaldas a la puerta. Whitlock se detuvo y paseó la mirada por la estancia. Era un templo dedicado a una sola mujer, con fotos que abarcaban desde su adolescencia a su madurez. Docenas de fotos ampliadas, todas enmarcadas, cubrían las paredes, la repisa de chimenea ornamental y el aparador desportillado que había en la parte opuesta a la puerta.

Toda su rabia contenida pareció disiparse, y su voz sonó hueca cuando por fin habló:

—¿Doctor Leitzig?

Leitzig se puso en pie de un salto y dio la vuelta para encararse con él.

—¡Fuera de aquí, fuera de aquí!

Whitlock, casi por instinto, dio un paso atrás hacia el vestíbulo, con la Browning a lo largo de su costado. Leitzig respiraba con gran esfuerzo.

—Ésta es su habitación y yo soy la única persona autorizada a compartirla con ella. ¡Nadie más!

—Entonces hablaremos en otro sitio. ¿Qué le parece la cocina?

—¿Quién es usted? ¿Qué quiere?

Para su sorpresa, Leitzig titubeaba.

—Whitlock. Intentó asesinarme hace media hora, ¿se acuerda?

—No sé de qué me habla. Salga de mi casa o llamaré a la policía.

—Hágalo, por favor, pero no se olvide de mencionar el Range Rover que guarda en el garaje. Tal vez les interese comparar los desperfectos en la pintura de su carrocería con los de mi Golf. Estoy seguro de que llegarán a fascinantes conclusiones.

—No creo que le interese la intervención de la policía más que a mí.

La paciencia y la ecuanimidad de Whitlock se agotaban por momentos. Agarró a Leitzig por las solapas y lo arrojó contra la pared. Habló en voz baja y amenazadora:

—Estoy cansado de jugar al gato y al ratón con usted. Quiero algunas respuestas y le doy mi palabra de que se las voy a arrancar.

Leitzig denegó con la cabeza.

—No puede hacerme más daño del que ya me han hecho. Ahora estoy inmunizado contra el dolor.

Whitlock apartó a Leitzig de un empujón y entró en la sala, donde se apoderó de la fotografía más cercana.

—Las romperé una por una hasta que me diga lo que quiero saber.

Leitzig contempló la foto que Whitlock estaba a punto de romper, como si se tratara de un jarrón Ming de incalculable valor.

—No le haga daño, por favor; se lo suplico.

—Responda a mis preguntas y no le haré daño a su esposa.

—Contestaré a todas sus preguntas. Pero, por favor, no le haga daño.

Whitlock devolvió la fotografía al aparador, se encaminó hacia la estufa.

Leitzig tomó la misma foto y se sentó en la única butaca.

—Mi mujer —dijo con suavidad, recorriendo con el dedo el contorno de su cara.

—Ya me lo imaginé. ¿Cuándo murió?

—Hace tres años. Yo la maté.

—¿Usted la mato?

—Padecía cáncer. No podía soportar verla sufrir, de modo que la maté. Lo hice porque la quería con locura.

—Eutanasia —dijo Whitlock.

—Llámelo como quiera, pero yo la maté —continuo Leitzig—. La llevé de vuelta a Travemunde, donde habíamos pasado la luna de miel veintiséis años antes. Quería que pasara las vacaciones de su vida. La última noche la emborraché deliberadamente y fuimos a dar un paseo por la playa —aferró el marco con las dos manos y contuvo la emoción que pugnaba por aflorar a la superficie—. Fue entonces cuando la ahogué.

—¿Y salió bien librado?

—La investigación terminó con un veredicto de muerte accidental, si se refiere a eso, pero no me he librado del castigo aquí —dijo Leitzig, señalando su cabeza—. La culpa es como una migraña. Nunca desaparece. Pienso a menudo en el suicidio, pero me falta el valor necesario.

Whitlock se masajeó la frente; el dolor no cesaba. Palpó la herida de su ceja y se sintió aliviado al comprobar que ya no sangraba.

Leitzig pareció reparar en la maltrecha apariencia de Whitlock por primera vez.

—¿Quiere ropa seca? Tengo un montón de jerseys y pantalones.

Era una oferta tentadora, pero Whitlock se hallaba decidido a controlar la situación.

—Quédese donde está.

—¿Qué me va a pasar?

—Todo dependerá de su cooperación. ¿Cómo llegó a mezclarse en la diversión?

Leitzig miró la fotografía que descansaba en su regazo.

—Me chantajearon para que les ayudara.

—¿Qué pruebas poseían?

—Se las enseñaré. ¿Puedo levantarme?

—¿Adónde va?

—Al aparador.

Leitzig abrió un cajón y sacó un sobre marrón que tendió a Whitlock antes de volver a sentarse.

Whitlock extrajo las seis fotografías en blanco y negro ampliadas. Todas habían sido tomadas con lentes nocturnas y mostraban a Leitzig manteniendo la cabeza de su esposa bajo el agua por la fuerza. La última le sorprendió saliendo del agua, mientras el cuerpo sin vida de su esposa flotaba en el agua cabeza abajo. Introdujo las instantáneas en el sobre y se lo devolvió a Leitzig.

—Esas fotos me habrían puesto tras las rejas durante el resto de mi vida.

—¿Quién las tomó?

—No lo sé, pero las recibí dos días después de la encuesta.

—¿Qué ocurrió después?

—Al principio nada, pero al cabo de seis meses se pusieron en contacto conmigo, en la Universidad Planck, donde trabajaba, y me dijeron que solicitara el puesto vacante de técnico jefe en la planta de reprocesamiento. Mi experiencia contribuyó a que me aceptaran después de la primera entrevista. Más tarde averigüé que mi predecesor había muerto en circunstancias extrañas, mientras esquiaba en St. Anton, Austria. Piense lo que quiera, pero estoy seguro de que le asesinaron para sustituirle por un hombre de su confianza en el interior.

—¿Ha visto alguna vez a alguno de sus extorsionadores?

—Establecí contacto con dos. El mayor era un tipo maquiavélico, un auténtico malvado. Un hombre corpulento, de cabello negro y ojos hundidos.

—¿Cómo se llama?

—Hendrick, Hendricks, o algo por el estilo. No es la clase de hombre al que se lo haces repetir dos veces.

—¿Y el otro?

—Canadiense; se hacía llamar Vanner. Cabello rubio, bigote rubio; siempre llevaba sombrero. Acostumbraba conducir el Mercedes negro de Hendricks.

Otra pieza del rompecabezas encajaba en su sitio.

—¿Cuándo empezó la diversión?

Leitzig sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo y encendió uno.

—Unos seis o siete meses después de que yo entrara en la planta. En ese período tuve que reclutar a cuatro nuevos técnicos, y aunque entrevisté a docenas de aspirantes me vi obligado a aceptar a los que Hendricks me ordenaba. Estaban muy cualificados, de modo que no desperté sospechas innecesarias. Con nosotros cinco trabajando en equipo, la diversión funcionó como un mecanismo de relojería.

—He investigado montones de cifras impresas en el ordenador, pero no descubrí la menor discrepancia. Habrán robado el plutonio durante el reprocesamiento actual, pero ¿cómo se las ingeniaron con tantos técnicos alrededor? ¿Había más gente mezclada?

—Sólo algunos guardias y chóferes, y, por supuesto, nadie de mi personal. Ya tenía mi equipo. No robamos el plutonio durante el reprocesamiento, lo hicimos desaparecer después.

—¿Después? Si aquellas cifras son verificadas por varias fuentes antes de almacenarlas en el ordenador…

—De acuerdo; manipular cifras voluminosas es virtualmente imposible. Hay una columna insignificante en las hojas de inventario encabezadas con el lema «Cifras residuales», en la que casi con seguridad no se fijó.

—La recuerdo; las cifras eran irrelevantes. Karen dijo que estaban relacionadas con los materiales fisionables que quedan en los residuos. No le vi sentido.

Leitzig apagó el cigarrillo.

—Como ya le dije cuando le enseñé la planta, el uranio y el plutonio pasan por varias fases de extracción a fin de eliminar las posibles impurezas, antes de separarse para formar nitrato de uranio y nitrato de plutonio respectivamente. Por supuesto que queda algo de uranio y algo de plutonio en los residuos, si bien en cantidades inapreciables. Ese residuo pasa entonces por sus propias fases de extracción para recuperar el uranio y el plutonio atrapados. Las cantidades varían en cada depósito en unos pocos gramos, pero lo que cuenta es la suma final —encendió un segundo cigarrillo—. Me puse a cubierto desde el principio, pues manifesté al director de la planta mi disgusto por el proceso de extracción de los residuos.

—Me lo puso en bandeja pidiéndome que lo supervisara personalmente. Tenía las manos libres. Cada tres días podíamos robar ocho, incluso nueve gramos, sin afectar las cifras del inventario. Trabajamos durante dos años: seis kilos de plutonio altamente enriquecido, «clase armamentística».

—¿Adónde va destinado?

—Una vez oí a Hendricks que iba a ser embarcado hacia un laboratorio secreto en Libia.

—¿Mencionó el nombre del buque?

—Sólo oí lo que acabo de decirle.

—¿Especificó para qué lo iban a usar?

—Utilice su imaginación. Puede emplearse para cabezas nucleares, pero yo diría que van a convertirlo en una bomba atómica. Seis kilos es el peso perfecto.

—¿Libia con una bomba atómica? ¡Santo Dios! —Whitlock sintió que aumentaba el dolor de su cabeza—. Quiero el nombre de todos sus cómplices: técnicos, guardias, chóferes; todos.

Sonó el timbre de la puerta.

—¿Puedo contestar, o todavía estoy prisionero?

—Siempre lo estará —replicó Whitlock, apoderándose de una de las fotos que había sobre la repisa de la chimenea.

Leitzig salió de la habitación.

Whitlock oyó abrirse la puerta, y luego el sonido de una tos ahogada. La mayoría de la gente lo habría atribuido a un ruido de fondo, pero él sabía exactamente lo que era: una pistola con silenciador. Se precipitó por la puerta y rodó por la deshilachada alfombra del pasillo, con la Browning apuntada hacia delante. No había señales del pistolero. Se puso en pie de un salto y salió al porche a tiempo de ver al motorista vestido de cuero blanco que montaba la Suzuki negra en la carretera.

Leitzig se había desplomado contra la pared, y manaba sangre de una herida en el estómago. Whitlock abrió de un golpe la puerta del frente y entró corriendo en la sala, donde registró los cajones del aparador en busca de algunas servilletas de hilo que sirvieran para detener la hemorragia. Después recogió los zapatos de la cocina y deslizó las fotos acusadoras bajo su chaqueta. Leitzig estaba semiinconsciente y no podía hacer más por él. Después de llamar a una ambulancia sin dar su nombre, abandonó la casa.

Se detuvo primero en el domicilio de Karen. Aparcó en el sendero privado y corrió hacia el porche. Nadie respondió a su llamada. Metió el brazo por el cristal roto y descorrió el pestillo.

—¡Karen! —gritó cuando penetró en el vestíbulo. No hubo respuesta.

Inspeccionó la cocina y la sala antes de subir al dormitorio. La puerta estaba entreabierta, como la había dejado por la mañana antes de marcharse. Asomó la cabeza y comprobó que seguía dormida, su cabello de color arena desparramado sobre la almohada crema.

Cerró la puerta de nuevo antes de alejarse. Mientras conducía de regreso al hotel, repasó los acontecimientos de la mañana, deseoso de ofrecerle un informe constructivo a Philpott para variar. Su necesidad más perentoria era un baño caliente y curarse la ceja abierta. Después debería desafiar otra vez las condiciones climáticas para ocultar el Golf en alguno de los aparcamientos subterráneos de la ciudad, y alquilar otro coche a una compañía diferente. No sería difícil localizar un Golf amarillo, abollado y con la pintura rascada, sobre todo si está aparcado cerca del escenario del tiroteo. Si la policía le daba caza, tal vez no sería tan afortunado como Sabrina en Zúrich.

Tuvo la impresión de que todos los ojos se clavaban en él cuando entró en el vestíbulo del hotel Europa. Sonrió con tristeza y se dirigió, cohibido, al mostrador de recepción para recoger la llave de su habitación.

Cuando la recepcionista le tendió la llave, echó una rápida ojeada a su alrededor y se inclinó hacia la joven. Ella hizo exactamente lo mismo y se acercó más a él, ladeando la cabeza un poco para oír lo que Whitlock le iba a decir.

—Aunque le parezca imposible, está lloviendo.

La muchacha le dedicó una sonrisa absorta mientras le veía desaparecer en el ascensor.

Lo primero que vio Sabrina al abrir los ojos fue una confusa cara que la miraba. Se frotó los ojos, y los rasgos de la cara cobraron nitidez.

—¿Mike? —dijo, todavía atontada—. Mike, ¿te encuentras bien?

—Sí, estoy bien —replicó con rudeza, y después le acercó un vaso a los labios—. Bebe esto.

Sabrina bebió un sorbo de coñac, y tosió cuando el licor bajó por su garganta. Apartó el vaso lejos de sí.

—Ya sabes que detesto el alcohol.

—La gente responde con más prontitud a lo que detesta —sentenció Philpott desde un rincón de la habitación.

Sabrina yacía en una cama de lo que era, obviamente, una habitación de hotel.

—¿Dónde estamos?

—En el hotel Da Francesca de Prato —replicó Philpott, poniéndose de pie—. La embajada de Estados Unidos en Roma recibió una llamada anónima anunciando que os habían dejado inconscientes a ti y a Mike en un pequeño almacén de la estación de Prato. El hombre también aconsejó a la embajada que nos llamaran. ¿Cómo sabían que trabajabais para nosotros? —Mike no dijo nada…

—¡Ni yo tampoco, señor! —gritó Sabrina, para después frotarse las sienes—. Stefan Werner es un agente del KGB. Lo averiguaron por su mediación.

—¿Werner del KGB? —preguntó Kolchinsky, asombrado, desde la silla que había junto a la puerta.

Se volvió hacia él y la inquietud se pintó en su semblante. Kolchinsky llevaba un collarín de goma espuma alrededor del cuello, que le obligaba a echar la cabeza hacia atrás.

—Un golpe. Es una larga historia. Michael te proporcionará los detalles más tarde.

Alargó la mano para tomar los cigarrillos de encima de la mesa. Sabrina apoyó la almohada en la cabecera y se incorporó.

—¿Puedo beber algo? Tengo la lengua como un trozo de cuero reciclado.

—¿Café?

Philpott indicó la bandeja sobre el televisor.

—Sí, por favor.

—¿Con leche, pero sin azúcar?

—Sí, señor.

Él le sirvió el café, y Sabrina se inclinó hacia delante para asir la taza. Tomó varios sorbos antes de depositar la taza y el plato en la mesa contigua. Procedió a contarles todo cuanto había ocurrido, metódica y profesionalmente, sin hacer mención en ningún momento de que había accedido a las exigencias de Hendrique, pues le constaba que recibirían la información con cierta actitud crítica, en especial Graham. Lo había hecho por él, y estaba segura de que jamás se arrepentiría de su decisión.

—De modo que toda la operación ha sido financiada por el KGB —dijo Philpott cuando ella terminó—. Te felicito por vuestra glasnost, Sergei.

—No me vengas con chorradas, Malcolm —replicó Kolchinsky, y luego se volvió hacia Sabrina—. ¿Te dio Werner alguna pista sobre la identidad de su superior?

Ella denegó con la cabeza.

—Me pondré en contacto ahora mismo con Zúrich y con las Naciones Unidas, a ver si pueden descubrir algo.

Kolchinsky se levantó con toda clase de precauciones. Philpott caminó hacia la puerta y apoyó la mano con suavidad en el hombro de Kolchinsky.

—Conoces a fondo la jerarquía del KGB; seguro que no habrá muchos extremistas capaces de llevar a cabo algo semejante, ¿verdad?

—Más de los que crees —contestó Kolchinsky antes de abandonar la habitación.

—¿Por qué no llama desde aquí? —preguntó Sabrina.

—Porque estoy esperando una llamada importante —explicó Philpott, y fue a sentarse en la silla que antes ocupaba Kolchinsky—. Se han producido nuevos acontecimientos en las últimas horas. Acababa de contárselos a Mike cuando despertaste.

—¿Por qué no me despertó antes, señor?

—No era necesario. De todos modos, no podemos efectuar el menor movimiento hasta recibir la llamada —Philpott sacó su pipa y la llenó de tabaco—. Después de recibir el soplo sobre vuestro paradero, envié un helicóptero para que se pegara al tren hasta llegar a Roma. Sólo hubo un problema: no había ni rastro del vagón cuando el helicóptero alcanzó al convoy.

—¿Quiere decir que lo habían desenganchado? Philpott encendió la pipa y exhaló el humo hacia el techo.

—Eso es exactamente lo que quiero decir. Ordené a nuestros hombres que abordaran el tren en la siguiente estación, pero Werner y Hendrique ya habían ahuecado el ala; según el revisor, bajaron aquí, en Prato, dos horas antes. El vagón no había sido desenganchado en Prato, de manera que fue preciso ponerse en contacto con todas las estaciones entre Módena y Prato para averiguar dónde había ocurrido.

—¿Lo descubrieron?

—Setenta minutos más tarde. Un mozo de cuerda de Montepiano, una ciudad a veintitrés kilómetros al norte de aquí, recordó vagamente haber visto un vagón solitario en una de las vías. Coincide con la hora en que el tren estaba en Prato. Podría ser una artimaña, pero es la única pista que poseemos. La tripulación del helicóptero ha ido a Montepiano para intentar averiguar algo sobre el vagón.

—¿La llamada que espera es desde Montepiano?

Philpott asintió con la cabeza.

—Cuando conozcamos el destino del plutonio, os pondréis en macha para llegar antes e impedir que siga adelante. Uno de nuestros helicópteros aguarda no lejos de aquí, y en Zúrich me han asegurado que el piloto conoce el país como la palma de su mano.

—¿Quiere que prosigamos la operación a pesar de la amenaza de Werner?

—Ya conoces la política de la UNACO…

—¡Basta, Mike! Sería un bonito comentario si te ciñeras a las ordenanzas, pero que tú cites la Carta es como si Stallone citara a Macbeth.

Sabrina estalló en una carcajada y después se llevó la mano a la boca.

—Lo siento, señor.

Graham le dedicó una mirada helada.

—No sabemos con seguridad si Werner se estaba echando un farol cuando dijo que haría estallar el plutonio si le acorralaban…, pero aceptar sus exigencias sería como tolerar la conducta criminal. La UNACO se fundó precisamente para neutralizar situaciones como ésta. No podemos dar marcha atrás. Un tirador dispara a matar cuando ha acorralado un perro rabioso. Si el perro resulta sólo herido, todavía es capaz de morder. Creo que ya sabéis a qué me refiero.

Ambos asintieron en silencio.

Philpott indicó con la boquilla de la pipa las dos bolsas de color crema colocadas junto a la cama.

—Conseguí que las autoridades suizas nos las devolvieran anoche. Estoy seguro de que querréis cambiaros. Sabrina saltó de la cama y tomó la bolsa.

—Gracias, señor; me encantará volver a ser yo misma.

—El cuarto de baño está allí —dijo Philpott, señalando con un gesto la puerta de su derecha.

Sabrina entró en el cuarto de baño y cerró la puerta.

Philpott se levantó y caminó hacia la ventana, como si su proximidad a la puerta pudiera dar pie a interpretaciones erróneas.

—¿Por qué la tratas tan mal, Mike? ¿Porque es una mujer, porque aún no ha adquirido tu nivel de experiencia, por su puntería…?

—No tiene nada que ver con todo eso —replicó Graham, a la defensiva.

—¿La has visto disparar alguna vez? Lo pregunto únicamente porque sé que a ti también te gusta tirar.

—Me consta que es muy buena; mejor que yo —admitió Graham, encogiéndose de hombros con indiferencia.

—He estado pensando en vosotros dos durante un par de días, y por eso pedí que me enviaran esto desde Nueva York, abrió su maletín y extrajo una carpeta. Es confidencial, por supuesto, pero como eres su compañero, pensé que deberías verlo. Son las dianas que utilizó en las pruebas preliminares. Sólo tengo dos aquí; no podía solicitar las de figuras humanas. Echa un vistazo; tal vez aprendas algo.

Graham abrió la carpeta y sacó la primera diana. En el ángulo superior derecho estaba impresa la inscripción Beretta 92/15 balas. Había un solo orificio en el centro del blanco, equivalente a una moneda de veinticinco centavos. La segunda diana llevaba impresa en el ángulo superior derecho la inscripción Mannlicher Luxusí 10 balas. Aparte de un único orificio de bala que atravesaba el círculo central, el resto de los proyectiles habían dibujado un extraño círculo geométrico en el centro del blanco, como si la joven hubiera creado a propósito otro círculo perfecto en el interior del blanco.

Philpott indicó una grieta en la diana.

—Fue su primer disparo; aún no había ajustado bien las miras. Nadie es perfecto.

Graham cerró la carpeta y se la entregó a Philpott.

—Nunca creí que alguien pudiera ser tan bueno.

Philpott alzó la carpeta.

—Sé que algunos pensáis que ingresó en la UNACO gracias a la influencia de su padre, pero habría dado igual que fuera el presidente o un vendedor de perritos calientes de la calle Cuarenta y Dos. Éste fue el factor decisivo que la catapultó a la UNACO. Aquella mañana estaba ella en el campo de tiro, no su padre.

—¿Puedo hacerle una pregunta, señor, dejando aparte el aspecto confidencial?

—Depende de la pregunta —contestó Philpott mientras guardaba la carpeta en su maletín.

—¿Ejerció alguna influencia el padre de Sabrina en la decisión final que tomó usted?

—Si conocieras a George Carver no habrías hecho esta pregunta.

Graham esperó a que Philpott continuara. Se produjo una larga pausa.

—Siga, señor.

—No es necesario, ya he respondido a tu pregunta.

Sabrina salió del cuarto de baño antes de que Graham consiguiera que Philpott justificase su contestación. Vestía un jersey blanco ancho y unos tejanos ajustados, embutidos en un par de botas de media caña, de cuero marrón. Llevaba el pelo recogido en la nuca con una cinta blanca.

—Qué silencio se ha hecho —comentó, y después sonrió—. ¿Queréis que vuelva al cuarto de baño cinco minutos más?

—Mike me preguntaba por tu padre.

—¿Por qué?

Graham miró con el ceño fruncido a Philpott mientras se esforzaba por encontrar algo que decir. Sintió la tentación de responder con rudeza, pero no serviría de nada.

—Preguntaba al jefe si conocía a tu padre.

—¿Le conoce, señor? —inquirió Sabrina.

—Me encontré con él una vez, en Montreal. Yo había dado una conferencia por la tarde en una convención policial, y por la noche me invitaron a una fiesta en la embajada de Estados Unidos, cuyo titular era por aquel entonces tu padre. Fue la típica fiesta de embajada, dejando aparte el hecho de que una niña en pijama entró corriendo en la sala, decidida a enseñar a todo el mundo las estrellas doradas que su profesor le había pegado en el boletín de notas aquella mañana.

—¿Yo hice eso? —exclamó Sabrina, horrorizada—. ¡Qué vergüenza!

—Lo que más me asombró fue la facilidad con la que alternabas el inglés y el francés al hablar con tus padres. Sé que tu madre es francesa, pero te expresabas con tanta fluidez como ella, y no tenías más de siete u ocho años. Es una de esas cosas que siempre recordaré.

—Me educaron así, eso es todo. Hablaba inglés con mi padre y francés con mi madre. Se podría decir que obtuve lo mejor de ambos mundos. Lo tenía tan interiorizado, que cuando fui a dormir por primera vez a casa de una amiga (debía de tener unos nueve años), hablé automáticamente con sus padres tal como lo hacía en casa. ¡Pensaba que todas las madres hablaban francés!, —se sentó en el borde de la cama y miró sus uñas sin pintar—. ¿Sabe algo de C. W., señor?

—Sí; hablé con él esta mañana antes de salir de Zúrich. Han ocurrido tantas cosas que me había olvidado por completo.

Refirió los sucesos ocurridos desde que la llamada de Karen había sacado a Whitlock de la cama hasta el atentado contra Leitzig, nueve horas después.

—¿Leitzig sigue vivo?, preguntó Graham.

—C. W. llamó al hospital pocos minutos antes de telefonearme y le dijeron que Leitzig se hallaba en estado crítico.

—¿Y C. W.? ¿Cómo está la herida de su ojo? —se interesó Sabrina.

—Necesitó cinco puntos. Mike también resultó herido.

—¿Cómo fue?, preguntó Sabrina con ansiedad.

Graham se limitó a encogerse de hombros.

—Se golpeó con mucha fuerza el hombro cuando intentaba poner pie en el techo del vagón. El médico le ha dado calmantes. Estará bien hasta que volvamos a Nueva York; allí le atenderán como es debido.

Sonó el teléfono.

Philpott dio la vuelta a la cama para contestar. Escuchó con atención, asintió con la cabeza de vez en cuando, y después colgó el teléfono sin una palabra.

—Engancharon el vagón a un tren que se dirige a Trieste, adonde llegará a las 4.40. Os quedan algo más de cincuenta minutos. Existe todavía una oportunidad de que lleguéis antes. Llamaré al piloto.

Ambos se pusieron la chaqueta y guardaron en el bolsillo las nuevas Beretta que Kolchinsky les había proporcionado, provistas de una abrazadera como soporte adicional.

—El piloto espera en el vestíbulo —anunció Philpott tras colgar el auricular.

Salieron corriendo de la habitación sin decir una palabra.

El helicóptero cubrió los doscientos noventa kilómetros que distaba Trieste en cuarenta minutos, aterrizando en un descampado situado detrás mismo de la estación.

Graham y Sabrina saltaron a tierra antes de que el piloto hubiera parado el motor, y se dirigieron hacia el edificio de la terminal. La espaciosa sala de espera estaba atestada de viajeros y turistas. Tras echar un rápido vistazo, Sabrina le agarró por el brazo y le guió hasta un quiosco.

—Voy a ir a información para saber cuándo llega el tren. No tiene sentido que vayamos los dos; podríamos perdernos entre tanta gente. Volveré lo antes posible.

Se alejó en cuanto hubo terminado de hablar.

Volvió cinco minutos después con una expresión sombría.

—No me digas que llegó con antelación.

—Hace veinticinco minutos.

—Tiempo más que suficiente para transportarlo a otro lugar. ¿Qué andén?

—El siete.

—Habrá que volver hacia el helicóptero y averiguar si podemos llegar al andén siete desde aquí. ¿No crees que Philpott habría podido proporcionarnos unas credenciales como hizo en Estrasburgo?

—Voy a sacar un as de la manga —extrajo dos tarjetas de identidad plastificadas y le dio una a Graham.

—Robé dos a los chicos del Departamento de Investigación Criminal de Suiza. Basta con que te la coloques y digas polizia. Yo me encargaré del diálogo.

—A veces se diría que en ti hay algo más que una cara bonita.

—Muy amable.

Nadie vigilaba la puerta de acceso al andén siete, y entraron sin problemas.

Sabrina señaló la locomotora.

—Es un rápido; no me extraña que llegara antes de la hora.

—¿Qué es un rápido?

—En Italia hay varias clases de trenes. Un rápido es un expreso; sólo se detiene en las ciudades importantes. Es muy veloz y muy seguro.

—¿Cómo clasificarías el rompe huesos en el que viajamos antes?

—Estaría al otro extremo de la escala. Tal vez un locale. Para en todas las estaciones.

Cosa desidera? —preguntó una voz detrás de ellos.

—Ten el pase preparado —le susurró Sabrina a Graham.

Se volvió para ver al guardia que se aproximaba y alzó el disco, cuidando de ocultar la foto con los dedos. Habló precipitadamente en italiano y, al cabo de pocos segundos, el guardia había contestado a sus preguntas. Le dio las gracias cuando obtuvo la información que precisaba y esperó a que se alejara para hablar con Graham.

—La caja con los barriles fue transferida a un camión de mudanzas blanco en cuanto el tren llegó a la estación.

—¿Dijo adónde fue?

—Dijo que oyó algo acerca de un barco, pero no mencionaron el nombre.

—Si el plutonio va destinado a Libia, Trieste es un puerto inmejorable para introducir la carga en un barco.

—Primero por el Adriático y después por el Mediterráneo.

—En efecto. De todas formas, quiero echar un vistazo al vagón. No confío en estos mozos de cuerda europeos, sobre todo después de lo que sucedió en Lausana.

Aunque no esperaban ningún tipo de oposición, guardaron sus Berettas en el bolsillo de la chaqueta mientras se aproximaban al vagón de carga. Sabrina se aplastó contra el costado y aguardó la señal de Graham para abrir la puerta. El vagón estaba vacío.

—Estamos perdiendo el tiempo —dijo Graham, cerrando la puerta de nuevo.

Empezaba a anochecer cuando volvieron al helicóptero. Al cabo de dos minutos, el piloto elevó el aparato y se dirigió hacia los muelles.

—¡Mira! —exclamó Sabrina cuando el helicóptero descendió sobre el puerto.

Graham siguió la dirección de su dedo extendido. Una sección del complejo, desde el muelle nueve al diecisiete, iluminada por numerosos focos, estaba pintada con los colores de la Compañía Werner. El símbolo de la W resaltaba en cada pared de los almacenes, en cada grúa, e incluso los números que delimitaban cada muelle habían sido pintados en amarillo con un reborde negro. Lo que más les sorprendió a ambos fue la limpieza de los muelles comparados con los colindantes. Estaban sembrados de cajas desechadas y recipientes metálicos que rebosaban, y gran parte de las paredes de los almacenes estaban cubiertas de inscripciones en muchos colores. Los muelles de Werner, en cambio, se veían limpios, y los almacenes parecían haber sido pintados horas antes. Pese a los errores de Werner, era preciso admitir que se trataba de un empresario muy profesional.

—¿Queréis que descienda sobre uno de los muelles?, preguntó el piloto.

—No, sobre la oficina del capitán de puerto. ¿Sabes dónde está? —contestó a gritos Sabrina.

El piloto levantó el pulgar, y al cabo de dos minutos el helicóptero aterrizó en una zona despejada. Señaló un edificio de ladrillo rojo que se hallaba a unos quince metros de distancia. Sabrina y Graham caminaron hacia el edificio. Al llegar, él se sentó en un banco junto a la puerta, y la joven se acercó al mostrador para hablar con el oficial de guardia. Éste consultó varias veces su libro de registro y, al final, escribió unas líneas en un trozo de papel. Sabrina le dio las gracias y volvió junto a Graham.

Uno de los cargueros de Werner, el Napoli, amarró en el muelle número once y zarpó hace una hora.

—Bien, no son buenas noticias —cortó Graham.

—Espera un momento —replicó la joven, irritada. Parece ser que el Napoli llevaba seis horas de retraso, porque Werner le había dado instrucciones personalmente al capitán de que esperara una caja que era transportada a Trieste por tren. El capitán recibió permiso para abandonar el puerto sin la caja, pero en cuanto el Napoli zarpó, un Sikorsky de la compañía aterrizó en el muelle número once. Debía depositar la caja en el Napoli tan pronto como llegara al almacén.

—¿Y el helicóptero ya ha despegado con la caja?

Ella asintió con semblante sombrío.

—Hace veinticinco minutos.

Graham descargó un puñetazo sobre el brazo del banco.

—Siempre van un paso por delante de nosotros.

—Hay algo más: el Napoli transporta una carga de cereales a Etiopía. No puedo creer que alguien se aproveche del sufrimiento de ese pueblo por servir alguna ideología política.

Sabrina meneó la cabeza. Sus ojos reflejaban una mezcla de cólera y frustración.

—Llegaremos a tiempo —dijo Graham para tranquilizarla—. ¿Dónde es la siguiente escala?

—En Dubrovnik. Llegará a primera hora de la mañana. Después, Trípoli.

—Hemos de detenerlo antes de que llegue a Dubrovnik —decidió Graham, levantándose—. No me imagino a Werner tan separado de su plutonio: creo que nos encontraremos con él en Dubrovnik.

—¡No es un juego, Mike! —exclamó Sabrina, aferrándole el brazo mientras salían del despacho.

—Estoy de acuerdo: es un desafío —caminó varios metros antes de volverse hacia ella—. Tú eres una tiradora de primera. Werner es asunto tuyo. Yo quiero a Hendrique.

—¡No se trata de una venganza! —gritó Sabrina, pero el fuerte viento casi se llevó sus palabras.

—Hemos de llegar a Dubrovnik esta noche —le dijo Graham al piloto.

—¿A Dubrovnik? —el piloto agitó la cabeza—. No es posible esta noche.

—¿Qué cojones significa eso?

—Me he puesto en contacto con el control aéreo. Sopla un viento tan fuerte sobre la costa dálmata, acompañado de una niebla tan espesa, que se recomienda a todos los vuelos aguardar a que amaine.

—Somos miembros de la UNACO, no de una agrupación excursionista de adolescentes. Los riesgos forman parte de nuestro oficio. ¿No te lo dijeron cuando ingresaste?

El piloto clavó la mirada en Graham, pero contuvo sabiamente su irritación.

—Sería el primero en arriesgarme si hubiera visibilidad, pero me han informado de que con esa niebla es imposible ver una mano delante de tu cara. Más que arriesgar nuestras vidas sería cometer un suicidio.

—¿Cuándo se espera que la niebla desaparezca?

—El hombre del tiempo predijo que despejaría por la mañana.

—¿Nos llevará a Dubrovnik entonces?

—En cuanto la niebla empiece a levantarse, el aeropuerto me avisará.

Graham pareció muy decepcionado, pero no dijo nada; sabía que el piloto tenía razón.

—Una cosa más. ¿Cómo podría zarpar un barco en estas condiciones? —preguntó Sabrina.

El piloto escudriñó las tinieblas.

—Levando anclas antes de que la niebla se cerrara. Sólo un loco se atrevería a navegar en estas condiciones.

Graham y Sabrina intercambiaron una mirada; cada uno sabía lo que el otro pensaba.

—Si quieren que volvamos al aeropuerto, allí nos espera un coche. Les llevaré a la ciudad. Tendremos que encontrar un hotel para pasar la noche.

—Gracias; es muy gentil de su parte —dijo Sabrina. El mismo pensamiento pasaba por sus mentes. Ninguno estaba preparado para aventurar una respuesta.

Whitlock se acercó al espejo de la pared para ajustarse la corbata. Se miró los puntos de la herida. Un objeto inanimado había conseguido lo que ningún adversario logró en cuatro años de boxeador aficionado: herirle. Había llegado a considerar divertida la idea de una cicatriz, pero ésta desaparecería en cuanto el pelo creciera. Una cicatriz podía aportar a un rostro carácter y energía. Recordaba las cicatrices que su abuelo exhibía, tres en cada mejilla, causadas por un hechicero con un incisivo extraído de la boca de un león muerto. Formaba parte del rito de iniciación que le transformaba de niño en hombre. Sus abuelos no habrían podido ser más diferentes. El padre de su madre, el alto guerrero de las mejillas cubiertas de cicatrices que solía subyugar al joven C. W. con emocionantes relatos sobre las guerras de los masai del pasado; y el padre de su padre, el comandante del Ejército inglés, bajo y de rostro encarnado, que apenas se dejaba ver sin un grueso cigarro entre los labios y una botella de whisky barato en las manos. Su padre tenía una cicatriz de siete centímetros y medio entre los omóplatos, recuerdo de una batalla intertribal, según contó a su hijo. Sólo cuando él murió se enteró por boca de su madre que la cicatriz era el resultado de una pelea de borrachos en un club nocturno de Nairobi. La quería mucho, pero aún se sentía ofendido por la revelación. Era como si una parte de la mística africana hubiera muerto en su interior.

Sonrió. Su abuelo masai se habría sentido orgulloso de él. Consultó su reloj: las ocho y siete. Karen le había citado para cenar en su casa a las ocho y media. La última cena, como él había dicho. Su trabajo en Maguncia había terminado. Le resultaba sorprendente pensar que veinticuatro horas antes había paseado arriba y abajo de su habitación, frustrado por la falta de progresos.

Enfundó la Browning en la pistolera que llevaba bajo el brazo izquierdo; la amenaza del misterioso motorista todavía gravitaba sobre su mente. Sonó el teléfono.

Se sentó en el borde de la cama antes de descolgarlo.

—¿Hola?

—¿C. W.?

—¿Eres tú, Karen?

—Ayúdame, por favor, me han…

Alguien le arrebató el auricular.

—Persónese en la planta a las ocho y media, o la chica morirá masculló una voz masculina en alemán.

—No puedo; hoy revocaron mi pase —objetó Whitlock con serenidad, pero sintiendo el corazón retumbar contra sus costillas.

—Entrará, no se preocupe. A las ocho y media en el estanque de refrigeración. Dese prisa o la chica irá a parar al fondo.

La línea enmudeció.

Whitlock desapareció en el cuarto de baño y salió un minuto después, con la corbata anudada al cuello. Se la ajustó frente al espejo, se puso la chaqueta y bajó al vestíbulo. Después de depositar la llave en el mostrador de recepción, se precipitó al frío aire de la noche hacia el nuevo coche alquilado, aparcado en la acera opuesta. Era un Vauxhall Cavalier blanco. Estaba decidido a conservarlo intacto. Con este pensamiento en la mente, enfiló hacia la autopista, en lugar de tomar la antigua carretera de Frankfurt.

Reparó en que había un solo guardia a cargo de la entrada, y no los tres de costumbre, mientras se acercaba al complejo iluminado. Cuando se detuvo frente a la puerta se fijó en que el guardia portaba en la mano una pistola automática Jatimatic, de fabricación finlandesa. Se quedó sorprendido. No sólo había aparecido recientemente en el mercado la Jatimatic, sino que se utilizaba muy poco fuera de los países escandinavos.

Era el mismo guardia que le había rechazado por la mañana.

—Confío en que le paguen horas extras por sus devotos servicios —dijo Whitlock por la ventanilla abierta.

El guardia ordenó a Whitlock que abriera la portezuela de atrás. Montó, cerró y apoyó la Jatimatic en el cuello de Whitlock.

—Deme su arma, y hágalo con mucha lentitud.

—Me dijo por teléfono que no la trajera.

—¡Deme su arma! —gritó el guardia, con el dedo curvado sobre el gatillo.

—De acuerdo, de acuerdo —dijo Whitlock con voz tranquilizadora, y buscó la Browning.

—Dije con mucha lentitud.

—Si lo hago con más lentitud mi mano no se moverá.

El guardia se apoderó de la Browning.

—Siga adelante, pero en lugar de girar hacia el aparcamiento reservado a los visitantes tuerza a la izquierda y continúe otros cien metros. Verá una puerta blanca con el número diecisiete. Aparque allí.

Whitlock siguió las instrucciones del guardia y frenó ante la puerta blanca con un «17» pintado en negro. Debajo se leía: «Terminantemente prohibida la entrada al personal no autorizado». Mientras bajaba del Cavalier divisó algo a la luz del reflector situado sobre la puerta. La Suzuki 1.000 cc estaba parcialmente oculta a la sombra de un roble, en el extremo del talud cubierto de hierba. El guardia presionó la Jatimatic contra sus riñones, y Whitlock concentró su atención en la puerta blanca. Se abrió hacia adentro.

—A la izquierda —indicó el guardia.

Whitlock obedeció, y a los pocos pasos se encontró frente a la puerta del estanque de almacenamiento que Leitzig le había mostrado dos días antes. La puerta estaba entornada, y la abrió con las puntas de los dedos. Miró hacia atrás, esperando instrucciones.

El guardia señaló la escalerilla de metal que trepaba por la pared de su derecha.

—Arriba.

Whitlock confiaba en desarmar al guardia en la escalerilla, pero no tuvo suerte: esperó a que Whitlock se hallara a mitad de camino para seguirle, cuidando de mantener la distancia en todo momento. Cuando Whitlock se aproximó al final de la escalerilla pudo ver las botas y los pantalones de cuero blanco del motorista, de pie en el pasillo elevado, a pocos metros de distancia. Puso el pie en el pasillo y vio el rostro del motorista por primera vez. Karen llevaba gafas de sol para disimular el ojo amoratado. Su cabello negro ofrecía un vivo contraste con la blancura de la chaqueta.

El guardia, que respiraba pesadamente, apareció en el pasillo y le entregó la Browning.

—Cachéele —ordenó la joven en alemán.

El guardia cacheó a Whitlock con gran rapidez.

—Está limpio.

—No pareces muy sorprendido de verme aquí. ¿Es que mi representación telefónica no fue lo bastante realista?

—La primera vez, sí. Lo que de veras me intriga es por qué llegaste al extremo de golpearte en un ojo si, y corrígeme si me equivoco, tú y Vanner ibais a matarme en cuanto llegase a tu casa.

—¿Cómo supiste lo de Vanner?

—Me lo dijo Leitzig antes de que disparases sobre él.

—Bien; el golpe en el ojo fue un accidente. Frankie, Frankie Vanner, me dio en la cara con la puerta de la cocina en sus prisas por huir cuando oyó la sirena de la policía. Fue entonces cuando nuestro plan empezó a fallar. Esperábamos que acudirías solo.

—¿Quién es exactamente ese Vanner?

—La mano derecha de Hendrique. En principio tenía que ir en el tren, pero Werner le envió de vuelta cuando tú apareciste —Karen levantó la mano antes de que Whitlock pudiera abrir la boca—. Me toca a mí hacer una pregunta.

Whitlock miró el cañón de la Browning, que le apuntaba al plexo solar.

—Yo diría que se trata de una petición muy correcta.

—¿Cuándo empezaste a sospechar de mí?

—Siempre he sospechado de ti, aunque muy en el fondo. Lo que me hizo pensar fue algo que Leitzig dijo: que una de las razones por las que le introdujeron en la planta fue para que contratara a cuatro técnicos de Hendrique que le ayudaran, aparte los guardias y chóferes que también se hallaban mezclados en la diversión. Tú me dijiste en el Hilton que, entre otras funciones, te encargabas de contratar a los chóferes y a los guardias.

—Me dejas impresionada —dijo Karen sin convicción—. Estás en lo cierto, por supuesto. Contraté a todo el personal recomendado por Hendrique sin que nadie sospechara de mí, la responsable de relaciones públicas. Ha sido la tapadera perfecta. Sólo cuatro personas lo sabían: Hendrique, Werner, Frankie y mi jefe.

—¿Y Leitzig?

—¿Leitzig? Una de las razones por las que me encontraba aquí era controlar los progresos de la diversión e informar directamente a mi jefe. Si Leitzig hubiera sabido que le espiaba, seguro que se habría asustado. Se consideraba la pieza clave de la planta. Todo nuestro personal trabajaba para él. Él pagaba, y si alguien se mostraba codicioso avisaba a Hendrique.

—¿Y su predecesor? ¿Hendrique le asesinó?

—No era codicioso, pero se negó a cooperar. También amenazó con revelar la diversión antes de que empezara. Hendrique le mató y se las ingenió para que pareciera un accidente de esquí —sonrió como disculpándose—. Creo que ya he respondido a todas tus preguntas.

Dio un paso atrás y extendió el brazo, apuntando el cañón de la Browning al centro de la frente de Whitlock. Su dedo se cerró sobre el gatillo. Whitlock clavó la vista en la Browning, paralizado, sabiendo que no podría apoderarse de ella antes de que apretara el gatillo. Su muñeca se desvió un segundo antes de disparar. La bala alcanzó al guardia en el pecho y le arrojó contra la pared. Disparó de nuevo y el guardia cayó de bruces sobre el pasillo. La Jatimatic fue a parar a escasos centímetros de los pies de Whitlock.

—Inténtalo —dijo Karen, al percibir su mirada ansiosa— o tírala por el borde.

Whitlock la empujó con el pie.

—Esta sección de la planta no funciona esta noche, y aunque alguien pasara por delante no oiría nada. Esta insonorizada. Estamos solos por completo.

Whitlock contempló al guardia muerto.

—Tienes una forma muy peculiar de recompensar la lealtad.

—Ya te lo dije; ese tipo trabajaba para Leitzig, no para mí. De todos modos, conocía mi secreto. Tuve que confiar en él para conseguir que me ayudara. En realidad, todo ha ido muy bien. El guardia te descubre husmeando en una zona prohibida de la planta, y en el forcejeo posterior muere de un disparo, tú pierdes pie y te estrellas sobre el piso. No es muy original, pero sí efectivo.

—¿Y si trato de conservar el equilibrio?

—Entonces te mataré. Estropearía mi pequeño montaje, pero al menos ya no tendrías que preocuparte por ese detalle.

—Muy considerada.

Whitlock se acercó a la barandilla y miró el agua inmóvil, veintitrés metros más abajo.

—¿Puedo hacerte una última pregunta?

—Hazla.

—¿Para quién trabajas en concreto?

—Para el KGB, Departamento S. Me reclutaron en la universidad y he trabajado para ellos desde entonces —su voz sonó extrañamente hueca. Sólo me arrepiento de una cosa: de no haber hecho el amor contigo anoche.

—Bien; te habría ahorrado el viaje de esta noche.

—No habría podido matarte entonces —dijo Karen con serenidad—. Te deseaba mucho.

—Podríamos probar…

—¡No te burles de mí! —estalló ella, apuntándole al pecho con la Browning—. Dispararé si no saltas antes de diez segundos.

Whitlock volvió la cabeza para mirar el estanque y se llevó la mano a la nuca, el rostro deformado por una mueca de miedo. Se masajeó la nuca y sus dedos buscaron el estilete que había sujetado con esparadrapo bajo el cuello de la camisa antes de dejar el hotel. Había practicado la maniobra innumerables veces ante el espejo de su dormitorio, pero era la primera vez que la iba a poner en práctica. La sorpresa y la precisión eran vitales, el menor error le costaría la vida. Asió el mango, ladeó un poco la cabeza para sacarlo de la funda y lo arrojó con un veloz movimiento.

Karen vio el destello de la hoja en el último segundo, pero en lugar de disparar intentó aferrar con más fuerza la Browning. La hoja afiladísima le atravesó la mano. Chilló, soltó la Browning y se tambaleó hacia atrás, apretando la mano ensangrentada contra el estómago. Whitlock contempló lo que sucedió a continuación como si se desarrollara a cámara lenta. Karen retrocedió hacia la barandilla y perdió el equilibrio, cayendo pero agarrándose a uno de los puntales verticales con la mano herida. Consiguió rodear con la otra mano la barandilla y después miró el agua, veintitrés metros más abajo.

—¡No mires abajo! —gritó Whitlock.

Sobre el nivel del pasillo sólo se veían sus manos.

—Dame la mano.

—¡No puedo, me resbalan! —gritó. Karen, incapaz de asirse a la resbaladiza barandilla con sus manos cubiertas de sangre—. ¡Ayúdame, por el amor de Dios, ayúdame!

Se agachó entre los barrotes y la agarró por una muñeca con ambas manos, pero la sangre actuaba como un lubricante entre la piel de cada uno. Hundió sus dedos sin piedad en la carne de Karen, y en un último y desesperado esfuerzo por sostenerse, ella dejó de asir la ya pegajosa barandilla y agarró con las dos manos las muñecas de Whitlock. Él intentó tirarla hacia arriba, pero las manos de la joven no cesaban de resbalar. Luego, de repente, incapaz de soportar el dolor, ella soltó su mano herida. Su muñeca se deslizó de las manos de Whitlock y, mientras clavaba los dedos en sus palmas, le miró con ojos implorantes. Después se rompió el contacto. Whitlock se dio la vuelta para no presenciar su caída.

Por fin se incorporó y miró abajo. Karen flotaba en el estanque cabeza abajo; sobre la superficie del agua sólo se veía su atavío de cuero blanco.

Sacó del bolsillo del guardia muerto el disco de identificación para abrir la puerta, recogió la Browning y se encaminó a la escalerilla.

Después de cerrar la puerta del estanque de almacenamiento, recorrió el pasillo y salió a la noche. Condujo lentamente el Cavalier hasta la puerta principal. Un guardia salió de la caseta y echó una ojeada al pase. A pesar de que había sido revocado, ningún guardia se molestaría en comprobar el de alguien que salía.

—¿Ha visto a un guardia vestido como yo? Cuando empecé el turno hace pocos minutos no había nadie. Cualquiera habría podido entrar.

—No, lo siento —replicó Whitlock con una sonrisa de disculpa.

El guardia activó la barrera.

El siguiente paso de Whitlock sería volver al hospital para interesarse por el estado de Leitzig. Lo último que sabía era que Leitzig se encontraba mejor. Cuanto antes se hiciera con los nombres de sus cómplices, antes entregaría su último informe a Philpott.

Después volvería a Nueva York.

Volvería junto a Carmen.