Capítulo 5

El aviso a la entrada de la desviación que partía de la A643 a ocho kilómetros de Maguncia, advertía de las sanciones que se impondrían a cualquier persona no autorizada que intentara penetrar ilegalmente en la Planta de Reprocesamiento de Materias Radiactivas, que distaba casi kilómetro y medio.

Whitlock tomó la desviación, pasó frente al aviso y, cuando llegó a la cumbre de la primera elevación, vio la planta que se extendía a sus pies, protegida por una cerca de tres metros y coronada con alambre de espinos, el cual, como más tarde descubrió, podía electrificarse con sólo apretar un botón. Tres feas torres refrigeradoras se alzaban por encima de los numerosos edificios en forma de caja. Arrojaban un humo gris y espeso que subía hacia las nubes bajas cargadas de lluvia. Mientras frenaba frente a la puerta principal, pensó en las intolerables cantidades de productos tóxicos de bajo nivel que eran arrojadas cada día a la atmósfera por avariciosas compañías químicas, indiferentes a la salud y al bienestar de las futuras generaciones. Se enfrentaban a pequeños problemas, como su papel en la destrucción de la capa de ozono, al igual que el Vaticano se enfrentaba a la corrupción interna: barriendo debajo de la alfombra y fingiendo que no existían. Siempre le había sacado de quicio que los dos bloques, tanto el del este como el del oeste, desembolsaran sumas enormes para lo que él consideraba los males de la industria nuclear, mientras millones de personas en el Tercer Mundo morían de hambre. Independientemente de las preguntas que formulara en la planta de reprocesamiento, jamás permitiría que sus sentimientos personales se interfirieran en la misión.

Un guardia salió de la caseta que había tras la puerta y se acercó al Golf. Whitlock se fijó en la pistolera que colgaba del cinturón del guardia, y luego bajó la vista hacia el dóberman sujeto con una correa, sentado a su lado. Bajó la ventanilla y pensó por un momento en su cuñado, Eddie Kruger, quien le había enseñado todo el alemán coloquial que sabía.

No era mucho, pero lo suficiente para hacerse entender.

—Buenos días. Me llamo Whitlock. New York Times. Tengo una cita con… —hizo una pausa para mirar el nombre al pie de la carta que iba incluida en la bolsa que recogiera en la estación—, con K. Schendel. A las nueve en punto.

El guardia siguió con el dedo la lista de nombres mecanografiada sujeta a su tablilla, halló el nombre, y pidió a Whitlock algún tipo de identificación. Satisfecho con el pasaporte de Whitlock, el guardia volvió a la caseta y telefoneó a recepción. Abrió la puerta, y Whitlock le saludó con la mano al pasar, dirigiéndose al aparcamiento reservado a los visitantes.

Obviamente, la zona de recepción había sido pensada para impresionar, con su alfombra Anton Plus de color hongo, importada de Estados Unidos, las triples arañas de cristal checoslovacas: las butacas de cuero marrón y las abrumadoras cortinas de velludillo que colgaban formando pliegues artísticos a cada lado del ventanal que daba al aparcamiento.

Se acercó al mostrador de recepción y devolvió la sonrisa a la recepcionista.

—Tengo una cita con el señor Schendel a las nueve.

—Señorita, en realidad. Karen —dijo una voz en inglés detrás de él.

Lo primero que pensó al volverse fue que ella también había sido diseñada para impresionar. Llevaba el pelo oscuro recogido en un moño alto que acentuaba sus elegantes facciones y la perfección del cuello, en contraste y al mismo tiempo acentuando la chaqueta a rayas y la falda. Sus movimientos eran graciosos y distinguidos, y le estrechó la mano con firmeza sin perder un ápice de femineidad.

—Le presento mis disculpas —dijo Whitlock.

—¿Por qué? —preguntó ella con un fruncimiento de cejas.

—Por imaginar que era un hombre.

—Un pensamiento muy típico en un hombre. Venga a mi despacho. Iba a pedir un poco de café.

Su despacho, situado junto al pasillo que desembocaba en la zona de recepción, era espacioso y sutilmente femenino. Las paredes de color pastel conformaban un agradable telón de fondo para una selección de reproducciones enmarcadas de Sara Moon. Un jarrón contenía un ramillete de flores frescas, y una pantalla rosa adornaba la pequeña lámpara del escritorio. Indicó con un gesto la butaca blanca de cuero que había frente a la mesa, y luego se sentó en la silla giratoria para coger el teléfono.

—¿Café o té?

—Lo mismo que usted.

—¿Por qué los hombres son siempre tan evasivos? El dilema no se presenta difícil. ¿Té o café?

—Café. —Mientras la joven daba instrucciones por teléfono, se inclinó hacia adelante para observar mejor la fotografía enmarcada de un niño pecoso—. Un chico muy guapo.

—Mi hijo Rudi —aclaró, colgando el teléfono—. Él y su padre se ahogaron en la Costa Brava hace cuatro años.

—Lo siento.

—Gracias.

—¿Cuánto tiempo llevaba casada?

—Ah, no estábamos casados. Un amor desde la infancia. Conocí a Eric cuando tenía quince años. Este año habríamos llevado juntos diecinueve.

—Le aseguro con toda honestidad que no representa más de veinticinco.

—Tengo la sensación de que nos vamos a llevar muy bien, señor Whitlock —rió ella.

—C. W., por favor.

—¿Qué significan las iniciales?

—Nada, simples iniciales.

Nunca había perdonado a sus padres por llamarle Clarence Wilkins.

Karen sirvió el café cuando lo trajeron y dejó que Whitlock se sirviera la leche y el azúcar.

—¿Qué clase de artículo le gustaría escribir? —preguntó ella.

—Me gustaría tratar acerca del personal que trabaja aquí. Se ha escrito tanto sobre el aspecto operativo de la industria, que el público tiende a dejar de lado a la mano de obra cuya experiencia lo hace todo posible.

—El punto de vista humano, en otras palabras. —Whitlock asintió con la cabeza.

—Por otra parte, con Chernóbil todavía fresco en la mente de todos, pensé que sería una buena idea mostrar que los trabajadores de la industria nuclear son iguales que el resto de nosotros. Tienen familias e hipotecas, y se sienten tan preocupados por la posibilidad de fugas radiactivas como cualquiera.

—Más preocupados. No sólo se vería comprometido nuestro medio de vida si se cerrara la planta, sino que seríamos los primeros en sufrir la radiación —hizo una pausa para beber café—. ¿Por qué eligió Maguncia?

—Nos han abrumado con historias sobre la industria nuclear norteamericana desde hace varios años. La gente quiere leer algo diferente, y la de Maguncia es una planta a la vez importante y controvertida. Una explosión aquí contaminaría todo el continente.

—El melodrama del periodismo —dijo ella con una sonrisa—. ¿Cuánto tiempo piensa pasar aquí?

—Dos o tres días.

—Bien, en ese caso podré demostrarle personalmente las rigurosas medidas de seguridad. Por desgracia, estaré ocupada la mayor parte del día dando explicaciones a un grupo de empresarios japoneses, de modo que le dejaré en manos de mi ayudante. Le paseará por todas partes y usted podrá decidir después a quién le gustaría entrevistar. Concertaré las entrevistas para usted.

—Muy amable.

—Le proporcionaré una placa de medición —dijo ella, levantando el teléfono.

—Una, ¿qué? —preguntó Whitlock, fingiendo ignorancia.

—Es una placa que contiene un rollo de película virgen, y que todo el mundo que trabaja en la planta debe llevar. Cuando se revela la película, el grado de oscurecimiento determina la dosis de radiación recibida. —Colgó el teléfono y le dedicó una sonrisa de disculpa—. Lamento dejarle con tanta precipitación, pero le prometo que mañana estaré libre.

—La llamada del deber —replicó Whitlock con una sonrisa irónica.

La joven garrapateó algo en su cuaderno de notas y deslizó el papel hacia él por encima del escritorio: «Invíteme a salir esta noche».

Levantó la vista asombrado, y reparó en que la confianza en sí misma había desaparecido de sus ojos. Parecía asustada.

—Me estaba preguntando si estaría libre esta noche.

—Sí —replicó ella, dotando a su voz de un leve tono vacilante.

—Pensé que podríamos ir a cenar —dijo Whitlock, doblando el papel y guardándolo en el bolsillo de la chaqueta.

—Excelente idea. ¿Ha pensado en algún lugar en concreto?

—Dejo la decisión en sus manos.

—La Rheingrill de Hilton es lo mejorcito de la ciudad.

—¿A las ocho?

—Será un placer. Ahora tendrá que disculparme; he de preparar algunas cosas antes de que lleguen mis invitados. Mi ayudante estará enseguida con usted.

Whitlock se retrepó en la silla cuando ella se marchó.

—¿Qué demonios estaba pasando?

Sabrina tardó cuarenta minutos en ir de Lausana a Friburgo, y otros quince en encontrar el patio de carga y descarga aislado donde Teufel, el guardián de Lausana, le había dicho que hallaría los vagones de mercancías. Aparcó el Audi Coupé alquilado enfrente de la valla alambrada y tomó la bolsa que contenía el contador, que había conseguido comprar tras numerosas llamadas telefónicas a una serie de proveedores de Lausana. El viento helado azotó su rostro cuando abrió la puerta, y se subió la cremallera del anorak hasta la garganta, protegiéndose la cabeza con la capucha.

La puerta estaba cerrada por dentro con un candado. Se colgó la bolsa a la espalda y escaló la valla sin gran esfuerzo, saltando al suelo, ya en el otro lado, cuando estaba a mitad del descenso. Se acuclilló tras una fila de vagones de mercancías y examinó el terreno: a su derecha, un cobertizo; a su izquierda, dos grupos de vías paralelas y un vagón de carga herrumbroso, apenas visibles las ruedas a través de la masa enmarañada de malas hierbas. Toda la zona estaba completamente desierta. Trasladó la Beretta de la pistolera al bolsillo del anorak y luego fue de vagón en vagón, en busca del número de serie que Teufel había copiado para ella. Estaba escrito con pintura blanca en el cuarto vagón a partir del primero. Sacó el contador de la bolsa, pero no obtuvo ninguna lectura al acercarlo a la puerta. Entonces deslizó el dedo por la estrecha ranura entre la puerta y el marco, buscando algún alambre que pudiera delatar una posible trampa con explosivos. Sus temores eran infundados, de modo que abrió la puerta. Percibió el fugaz movimiento por el rabillo del ojo, y cuando su mano volaba hacia la Beretta le golpearon violentamente en el hombro. Soltó el contador, que chocó contra el vagón. El cristal exterior se astilló y el ánodo sensible se combó.

El gato de color jengibre la miró y movió la cola con furia de un lado a otro. Ella esperó a que se alejara para recoger los restos del contador y tirarlos dentro de la bolsa. Una sonrisa de triunfo se dibujó en sus labios cuando volvió al vagón abierto. Su único contenido eran seis barriles metálicos de cerveza. Se izó al vagón para mirarlos más de cerca, aunque a una prudente distancia. Los seis tapones estaban precintados y no había señales de que alguno hubiera sido dañado. Hasta el mejor soldador habría dejado huellas de su obra. Tenía que ser una trampa.

La bala se estrelló en el barril más cercano. Sabrina se arrojó al suelo y se puso a cubierto tras la puerta medio abierta, asiendo firmemente la Beretta. Aunque su atacante la tenía acorralada, no era en realidad la peor amenaza. Su corazón latió con violencia cuando miró poco a poco hacia atrás. La bala había abierto un orificio en un lado del barril, pero no había signos de que se desprendiera el plutonio mortífero. Exhaló un profundo suspiro de alivio. Mike estaba en lo cierto: aquellos barriles no eran más que un señuelo. Considerando el ángulo desde el que la bala había hecho blanco en el barril, debieron de disparar desde el cobertizo. No podía escapar por la puerta del vagón: el tirador la controlaba. Reparó en que se habían desprendido algunos trozos de madera en la esquina de la pared opuesta, dejando un hueco del tamaño de una pelota de fútbol. Resolvía el misterio de cómo el gato había penetrado en el interior del vagón. Apoyó la espalda contra la pared y encajó las posaderas en la abertura, sin dejar de mirar la puerta para asegurarse de que no la podían ver desde el cobertizo. La madera húmeda estaba podrida y la rompió en pedazos como si fuera cartón empapado. La tabla de encima era más resistente, pero los clavos se soltaron cuando la golpeó con el tacón de la bota. Le dio un segundo puntapié, y esta vez la rompió a unos sesenta centímetros de la juntura con la pared adyacente. El tercer impacto la ensanchó lo suficiente como para arrancarla. Escrutó a través del hueco, pero sólo vio el perímetro de la valla a unos treinta metros de distancia. Se deslizó por el agujero sudando de miedo, rodó bajo el vagón y reptó lentamente hacia adelante entre los dos pares de vías. Aunque no la podían ver, ella tampoco divisaba el cobertizo, ni, lo más importante, el exacto emplazamiento del tirador.

Estaba a escasos centímetros del tope cuando una rata pasó corriendo frente a ella, y aunque alzó la cabeza al instante, no consiguió evitar que la cola húmeda rozara su mejilla cuando el animal desaparecía en un resquicio entre dos raíles corroídos. Se mordió el labio inferior para ahogar el grito en su garganta, y se le puso la carne de gallina. ¿Dónde estaba el maldito gato cuando era más necesario? Siempre se había sentido muy orgullosa de su fortaleza y resolución, pero nunca logró aplacar cierto temor, el temor a las ratas, que provenía de un incidente ocurrido cuando tenía tres años. La encerraron por descuido en un sótano que no se usaba, y el único sonido que oyó mientras estuvo encogida en un rincón oscuro fue el incesante correteo de las ratas a su alrededor, sobre el piso de hormigón. Cuando la rescataron unas dos horas después, descubrieron que se había comido el borde de su vestido.

Respingó de dolor cuando una sensación abrasadora se extendió por su mejilla, y apartó la mano de su cara. Sin darse cuenta había estado frotando la zona de piel que la cola de la rata había tocado. Se puso a reptar de nuevo, mirando continuamente a cada lado de las vías.

Las ratas, como los conejos, eran muy prolíficas. Llegó al tope y salió de debajo del vagón, a salvo del tirador. Y viceversa. El cobertizo se hallaba por lo menos a veinte metros, y no había forma de acercarse sin ser vista.

Inhaló profundas bocanadas de aire, abandonó su precario refugio y corrió en zigzag por el espacio abierto. La primera bala se estrelló en la tierra detrás de ella, levantando una nube de polvo, seguida de una segunda, esta vez frente a ella, y tuvo que tirarse al suelo los últimos centímetros, aterrizando con violencia contra la puerta de hierro acanalada. Se aplicó masajes a la clavícula y trató de calmar su respiración alterada. Las balas se habían sucedido con demasiada rapidez y desde diferentes ángulos para haber sido disparadas por la misma persona. Tenía cierta idea del emplazamiento del primer tirador, pero acaso había cambiado de lugar. El segundo podía ocultarse en cualquier sitio. Sabía que sería tanto como suicidarse intentar pasar por la puerta abierta, así que se deslizó con toda clase de precauciones junto al edificio, agachada para que no la localizaran al pasar frente a las ventanas destrozadas. Había dos puertas en la parte trasera del cobertizo, una parcialmente abierta, con el marco torcido por años de abandono. Era la única entrada. Se aplastó contra la pared, a escasos centímetros de la puerta, y utilizó un trozo de tubería corroída que encontró a sus pies para ayudarse a abrirla. Una lluvia de balas salpicó de inmediato el umbral de la puerta, confirmando sus peores temores. Iban armados con semiautomáticas, pero no con fusiles de mira telescópica. Tenía una visión limitada del interior del cobertizo, pero lo que vio aumentó sus esperanzas. Era el primer destello de suerte de toda la tarde. Había una vagoneta amarilla descolorida a unos sesenta centímetros de la puerta, distancia que podía salvar de un salto.

Se precipitó a través de la puerta y se puso a salvo tras la vagoneta antes de que las primeras balas se estrellaran contra el vehículo. Oyó una vehemente maldición en alemán, y después se hizo el silencio. El alemán se hallaba en algún punto del pasadizo elevado en forma de H, al otro lado del cobertizo. El segundo tirador se ocultaba tras un banco de trabajo oxidado, cerca de la puerta principal. Muy próximas al banco estaban aparcadas dos motos Honda, y su primera idea fue inutilizarlas, pero dudaba de poder hacerlo sin exponer la cabeza. Oyó pasos en el pasadizo y escudriñó en la semioscuridad los movimientos del alemán. Estaba demasiado oscuro para que pudiera ver algo, pero desde la posición de su atacante, a unos seis metros, ella se siluetearía perfectamente contra la puerta abierta. Se aproximaba para matarla. Sabrina se mordió el labio inferior con nerviosismo, y escrutó las tinieblas sobre su cabeza, en un desesperado intento de vislumbrar algún movimiento. Era cuanto necesitaba para intentar desquitarse. Un súbito disparo desde detrás del banco acribilló la pared que había detrás de ella. Vió al alemán en el último momento. Apoyaba una rodilla en el suelo, con el fusil semiautomático FN FAL descansando sobre la barandilla. El cañón le apuntaba directamente. Sin tiempo para apuntar, disparó cuatro veces en rapidísima sucesión. Una de las balas le alcanzó en el antebrazo y el hombre lanzó un grito. Soltó el fusil, que chocó con estrépito contra el suelo de hormigón.

Esperaba que la asediaran con una concentrada ráfaga de disparos para darle tiempo al alemán de ponerse a cubierto, pero el segundo tirador desvió su FN FAL hacia el confiado alemán y le derribó. Luego acribilló la vagoneta y aprovechó para sacar una de las motos por la puerta. La puso en marcha de un enérgico puntapié y siguió disparando hacia atrás mientras se alejaba. Cuando Sabrina llegó a la puerta, ya se encontraba a salvo de sus disparos. Subió con cautela los oxidados peldaños metálicos y se arrodilló junto al alemán, con la Beretta apoyada en la nuca de su enemigo. No había pulso. Metió la Beretta en el bolsillo del anorak, dio la vuelta al hombre y le quitó el pasamontañas negro. Unos cuarenta años, escaso cabello castaño y rostro curtido por la intemperie. Registró sus bolsillos, pero sólo encontró un cargador del FN FAL. Frotó el cargador en su anorak, le quitó al cadáver los guantes de cuero y presionó los dedos contra las dos caras del cargador. Si tenía ficha criminal, la UNACO estaría en posesión de una muestra de sus huellas dactilares. Deslizó con todo cuidado el cargador en el bolsillo del anorak, subió la cremallera, descendió la escalera y recogió el FN FAL caído. Extrajo el cargador, lo tiró entre un montón de cajas de madera amontonadas en la esquina del cobertizo, y luego sepultó el fusil bajo la basura que contenía la vagoneta.

De pronto, tuvo la sensación de que la observaban. Se volvió en redondo hacia la puerta, empuñando firmemente la Beretta. Enseguida bajó la pistola. Los dos niños no llegarían a los seis años, y contemplaban con el miedo reflejado en los ojos el arma que colgaba a lo largo del costado de Sabrina.

—¿Estás haciendo una película?, preguntó inocentemente uno de ellos en francés.

Ella enfundó la Beretta. Le temblaban las manos al pensar en lo cerca que había estado de disparar. Se acercó a la puerta y les condujo fuera del cobertizo.

—Sí, estamos haciendo una película —replicó en francés. Después se arrodilló frente a ellos y puso las manos sobre sus hombros—. ¿Cómo os llamáis?

—Marcel.

—Jean Paul. ¿Y tú?

—Sabrina.

—¿Eres una estrella de verdad? —preguntó Marcel.

Ella asintió con la cabeza, y luego se llevó un dedo a los labios.

—No lo digáis a nadie: estamos rodando en secreto.

—¿Dónde están las cámaras? —preguntó Jean Paul, mirando a su alrededor.

—Llegarán a última hora de la tarde. Estábamos ensayando cuando llegasteis.

—¿La pasarán por la tele? —preguntó Marcel.

—El año que viene.

—¿Lo ves? Ya te dije que era una película —dijo Jean Paul y empujó a Marcel en broma.

—No lo dijiste —replicó Marcel, y le empujó a su vez.

—Vi a un hombre aquí el otro día. Dijo que también actuaba en la película —Jean Paul le dio otro empujón a Marcel—. Tú no viniste. Estabas enfermo.

Sabrina miró a Jean Paul.

—¿Qué hombre?

—Dijo que no se lo contara a nadie, pero supongo que no importa, porque tú también actúas en la película. No era tan simpático como tú.

—¿Dijo quién era?

Jean Paul denegó con la cabeza.

—Pero apuesto a que es el malo.

Sabrina decidió arriesgarse.

—Creo que sé a quién te refieres. ¿Un hombre grande, de pelo negro?

—Sí. ¿Es el malo?

Sabrina asintió.

—¿Qué estaba haciendo?

—Él y otro hombre estaban metiendo unos barriles en el vagón de allí. Dijo que era para la película.

—¿Cuánto tiempo llevan ahí esos vagones? —preguntó Sabrina, intentando que Marcel no se desviara de la conversación.

Éste se encogió de hombros y miró a Jean Paul.

—Desde que empezamos a jugar aquí.

—¿Y cuánto hace de eso?

Volvió a encogerse de hombros.

—Mucho tiempo.

—¿Estarás mañana aquí? —preguntó Jean Paul.

—Aún no lo sé —mintió—. ¿Y vosotros?

—Venimos a jugar cada día replicó Jean Paul, y después le dio un empujón a Marcel antes de empezar a correr hacia la valla.

Marcel se lanzó en su persecución.

Esperó a que se perdieran de vista para volver a entrar en el cobertizo. El alemán era demasiado pesado para arrastrarlo escaleras abajo, así que decidió de mala gana tirarle desde el pasillo. Ayudándose con las manos lo empujó hasta el borde. Experimentó una náusea momentánea cuando el cadáver chocó contra el piso de hormigón, pero se repuso enseguida y, tras bajar la escalera corriendo, buscó un lugar apropiado para ocultar el cuerpo. Se fijó en una fila de recipientes cilíndricos oxidados, pero los descartó al instante. Incluso si podía introducirlo en uno de ellos, cosa que dudaba mucho, no existía la menor garantía de que resistiera su peso sin romperse. ¿Una tela embreada de color pardo tirada en un rincón del cobertizo? No sólo era un lugar obvio para mirar, sino que le inquietaba lo que podía haber debajo. La imagen de la rata cruzó por su mente, y de forma instintiva se pasó el dorso de la mano por la mejilla. ¿El banco de trabajo? Se agachó y abrió las dos puertas, convencida de que se habría convertido en una guarida de ratas. Muchas telarañas, pero ninguna rata. El espacio estaba dividido en dos por una plancha de metal, que logró desmontar. Arrastró el cadáver hacia el banco y lo metió dentro, con la cabeza por delante. Cabía todo el cuerpo, excepto el brazo izquierdo.

Pese a sus esfuerzos y tentativas, el brazo siguió colgando sobre el suelo.

Por fin consiguió cerrar la puerta izquierda, apretó el brazo contra el pecho del muerto y oprimió la otra puerta encima, deslizando los restos de una lima por las dos anillas donde en otro tiempo estaban los tiradores, para mantenerlo cerrado. Apiló delante un montón de grava, luego sacó el FN FAL de la vagoneta y lo ocultó en el pasillo, en un trozo de tubo hueco. A continuación se dedicó a la moto. Era demasiado grande para esconderla en el cobertizo, así que la llevó afuera y la ocultó en el vagón de los barriles de cerveza. Era cuestión de tiempo que la descubrieran, pero no podía hacer otra cosa con tantas prisas. Se arrodilló junto al barril dañado y aplicó el ojo al agujero de bala. El barril estaba vacío, Comparó su peso al de los restantes barriles. Todos estaban vacíos. Saltó del vagón, cerró la puerta, recogió su bolsa y corrió hacia la cerca.

En cuanto llegase al hotel, llamaría a Philpott para informarle.

El tren con destino a Roma había sufrido un retraso imprevisto en Montreux a causa de un pequeño alud que bloqueaba la vía a unos ocho kilómetros de distancia. Llegó con cincuenta minutos de retraso a Martigny, la siguiente parada, a unos treinta y ocho kilómetros al sur de Montreux.

Graham consiguió estar en Martigny diez minutos antes de la hora oficial de llegada del tren, de manera que cuando bajó en la estación descubrió que le quedaba una hora libre. Decidió sentarse en la cafetería de la estación, y ya iba por su tercera taza de café cuando anunciaron por los altavoces que el tren se acercaba.

Tomó sus dos bolsas negras y salió al andén para ver cómo el tren entraba en la estación. Las ruedas chirriaron mientras se deslizaban por los raíles, y el tren se detuvo finalmente entre una nube de vapor. Tomó nota mental del número de coches y de vagones de carga. Seis coches y ocho vagones de carga.

Se dirigió al guardabarrera y le tocó en el hombro.

—¿Cuánto tiempo estará parado el tren?

—Veinte minutos —replicó el guardabarrera, y luego corrió para ayudar a alguien con las maletas.

Captó un movimiento y volvió la vista atrás para mirar al hombre que estaba de pie en la escalerilla del último coche.

Era un hombre de unos cuarenta años, con el pelo color azabache peinado hacia atrás, dejando al descubierto un rostro cruel y amenazador. Su musculatura recordaba a la de un culturista. Se apeó como indiferente a lo que le rodeaba, y caminó junto a los vagones de carga hasta detenerse junto al último. Abrió el voluminoso candado y la puerta. El hombre que saltó del vagón medía por lo menos un metro noventa, unos cinco centímetros más que el otro, y exhibía una horrenda cara surcada de cicatrices y una trenza teñida de rubio que se balanceaba grotescamente de un lado a otro de su afeitada cabeza. El hombre de pelo negro cerró la puerta, pero no con candado.

Graham esperó a que los dos hombres se sentaran en la cafetería, para dirigirse al vagón. Paseó la vista a su alrededor, satisfecho de que nadie reparase en su comportamiento sospechoso, abrió un poco la puerta y escudriñó el interior. Un saco de dormir de nilón Firebird estaba tirado en el suelo frente a la puerta; había sido utilizado sin duda como lecho improvisado. El vagón hedía a orina rancia y a sudor, pero Graham contuvo sus náuseas y abrió más la puerta para ver lo que contenía el vagón: una caja de madera precintada, de cuatro metros de largo por uno y treinta centímetros de ancho, con la inscripción «WERNER FRACHT, ERHARDSTRASSE, McNCHEN», esparcida con pintura negra en la parte de arriba. Metió la bolsa dentro del vagón y activó el contador. El contador emitió un monótono chisporroteo. El vagón estaba contaminado.

Oyó tras él unos pasos que se aproximaban.

Cosa desidera?

El hombre de cara sonrosada tendría algo más de cincuenta años. Lo más sobresaliente de su cara era el espeso bigote gris y las gafas de concha que se mantenían en precario equilibrio sobre su nariz bulbosa. Vestía blusón y pantalones azul claro, con una franja roja alrededor de las mangas y las solapas.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Graham mientras cerraba la cremallera de la bolsa.

—Le pregunté qué desea. Esto es propiedad privada.

—Caramba, creía que los trenes eran públicos. —El hombre se esforzó en ordenar sus pensamientos y traducirlos a otro idioma.

—Lo son, pero este vagón es propiedad privada.

—Ahora lo entiendo —Graham señaló la caja—. ¿De quién es?

—¡El que pregunta soy yo! ¿Qué estaba haciendo aquí?

—Miraba.

—¿Miraba? ¿Es usted uno de los pasajeros?

Graham asintió.

—Y usted, ¿quién es?

—El revisor. Enséñeme su billete.

—Claro, cuando suba al tren.

Graham cogió las bolsas y caminó hacia la cafetería, donde cambió dos francos suizos en moneda para llamar desde un teléfono público, colocándose de manera que podía examinar a los dos hombres y describirlos a Philpott. Colgó el teléfono en cuanto recibió instrucciones.

Quedarse en el tren fuera como fuese, eran sus órdenes.

Los dos hombres abandonaron la cafetería cuando se anunció la inminente salida del convoy. El hombre de pelo negro encerró de nuevo a su acompañante en el vagón, con candado, y volvió la vista cuando el revisor se le acercó, corriendo.

—Perdone, señor, me dijo que le avisara si alguien merodeaba cerca del vagón mientras estaba en la cafetería —dijo el revisor atropelladamente en italiano.

—¿Y bien? —fue la imperturbable respuesta.

—Vino alguien, señor: un norteamericano.

—Excelente. ¿Qué estaba haciendo?

El revisor se quitó la gorra y se rascó el hirsuto cabello, con semblante pensativo.

—Llevaba algo escondido en su bolsa. No pude ver lo que era, pero hacía un curioso ruido chirriante.

—¿Y dónde está ahora?

—En el tren, señor. ¿Quiere que le vigile?

—Ya se lo diré, si llegara el caso.

—Sí, señor —replicó el revisor con obsequiosidad.

—Enséñele ese norteamericano a mi amigo. Dígale que ya ha hablado conmigo.

—Sí, señor.

El hombre apartó dos billetes del fajo que guardaba y los hundió en el bolsillo del blusón del revisor.

—Gracias, señor —dijo el revisor, y se alejó.

El hombre se quedó pensativo en el andén mientras el tren salía poco a poco de la estación.

Habían tragado el anzuelo, en forma de vagón abierto. Los planes deberían ser, pues, alterados, y esto significaba, antes que nada, atender un asunto a medio concluir en la estación de Lausana.