Capítulo 8
Mientras el tren entraba en la estación de Milán, Graham tuvo que mirar dos veces al sacerdote que aguardaba en el andén para reconocerle. Kolchinsky sostenía una Biblia en una mano y una bolsa en la otra. Esperó pacientemente hasta que los pasajeros bajaron, y entonces montó y se dirigió con determinación al compartimento que había ocupado Sabrina. Parecía estar cerrado por dentro, con las cortinas corridas sobre la ventanilla. Ya lo habían ocupado. Abrió la puerta del compartimento contiguo y entró, aliviado de abandonar el estrecho pasillo en que los pasajeros se empujaban y disputaban los escasos lugares que quedaban.
—¿Está libre esta litera?
—Entre, padre —le invitó Graham con una sonrisa, mientras examinaba el atuendo de Kolchinsky—. ¿No ha olvidado su báculo?
Kolchinsky miró atrás y cerró la puerta del compartimento.
—Me las arreglo muy bien sin tus sarcasmos. Confiaba en instalarme en el compartimento contiguo, pero ya está ocupado.
—Por mí. Pensé que podría servirme —dijo Graham, y arrojó la llave a Kolchinsky—. Si esto fuera una película diría que han escogido al actor menos apropiado. ¡Un cura del KGB!
—Ex KGB —corrigió Kolchinsky.
—¿Qué pasará si te piden que bendigas a alguien? Ya sabes que los italianos son muy religiosos.
—Pues lo haré. Éste solía ser mi disfraz habitual en el KGB, y se aseguraron de que estuviera preparado para cualquier contratiempo.
—Siempre me sorprendes —dijo Graham, y se inclinó hacia delante con expresión grave—. ¿Qué le ha pasado a Sabrina?
Kolchinsky le relató los últimos acontecimientos, incluyendo el ultimátum de Philpott a Kuhlmann.
—¿Y si Kuhlmann rehúsa dar marcha atrás?
—El secretario general podría presionar a la Asamblea Federal Suiza para obligarle, pero dudo que se llegue a ese extremo. Es un profesional muy competente. Por eso es el jefe de policía europeo que ha durado más en el cargo. Ahora se encuentra en un aprieto: cómo liberar a Sabrina sin despertar la iras de la prensa internacional.
Graham divisó por el rabillo del ojo una figura familiar.
—¿Qué demonios hace aquí?
—¿Quién?
—El policía que arrestó a Sabrina.
—Dame la pistola y la pistolera —dijo Kolchinsky, alargando la mano.
—¿Cómo?
—Es lógico imaginar que está aquí para vigilarte. Sólo faltaría que encontrara tu pistola y tu pistolera. Dámelas.
Graham le tendió a Kolchinsky la pistola y la pistolera. Kolchinsky las depositó en su bolsa de cuero negra.
—Haz todo lo que te pida, incluso si eso significa acompañarle a la estación para más interrogatorios. Te sacaremos enseguida y, mientras tanto, me quedaré para no perder de vista a los otros dos.
Ni siquiera sabes qué aspecto tienen.
—Conozco el aspecto de Werner —Kolchinsky abrió la Biblia que llevaba en el regazo. Desde este momento no nos conocemos.
Cuando el sargento llamó con los nudillos a la puerta, Kolchinsky levantó la vista y le indicó por signos que entrara.
El sargento se quitó la gorra.
—Perdone que le moleste, padre, siga leyendo. Vengo a ver a este caballero.
—¿Qué pasa ahora? —se quejó Graham.
—¿Le importaría ponerse en pie?
Graham se irguió y el sargento le cacheó con pericia; luego le puso las manos a la espalda y le esposó. Un segundo policía uniformado se hizo cargo de las dos bolsas de Graham y se marchó con ellas.
—¿Qué se supone que he hecho?
—Está arrestado como cómplice de un asesinato. La policía suiza formulará oficialmente los cargos. —Kolchinsky cerró la Biblia y levantó los ojos.
—¿Asesinato?
—Por favor, padre, no se preocupe, es un asunto de la policía.
Sacaron a Graham del compartimento, y el sargento le aferró por el brazo mientras bajaban los escalones del vagón. Ordenó a dos de sus hombres que abrieran un pasillo entre los curiosos que se agolpaban alrededor del tren tras contemplar la llegada de la policía minutos antes. Cuando estaban cerca del coche patrulla, la multitud de la parte derecha se apartó para abrir paso a un Alfa Romeo blanco. Se detuvo a escasa distancia del coche patrulla. El conductor se apeó y se dirigió hacia donde esperaban Graham y el sargento. El sargento se cuadró. El hombre se llevó aparte al sargento y le habló en voz baja. El sargento le tendió una llave.
El hombre se acercó a Graham.
—Señor Green, soy el teniente De Sica, del Departamento de Investigación Criminal de Milán —abrió las esposas—. Lo único que puedo hacer es ofrecerle mis sinceras disculpas por lo ocurrido. Los culpables recibirán su merecido, le dio a Graham el pasaporte. De nuevo lamento todo lo sucedido. Le doy mi nombre por si desea llevar las cosas más lejos.
La muchedumbre se dispersó en cuanto los dos coches desaparecieron, pero algunos remolones permanecieron cerca de Graham, cuchicheando entre ellos. Graham volvió al tren y montó.
—¿Qué coño significa esto? —preguntó al regresar al compartimento.
Kolchinsky sacó la Beretta y la pistolera de la bolsa y se las dio.
Yo diría que el comisario Kuhlmann cedió por fin.
Se volvieron hacia la ventana mientras el tren empezaba a moverse, y por tanto ninguno de los dos vio a Werner pasar frente a la puerta. Cuando llegó a su compartimento, en el siguiente vagón, encontró la puerta cerrada con llave y las cortinas corridas sobre la ventanilla. Golpeó con los dedos en el cristal, irritado. Una mano invisible apartó las cortinas un segundo y después abrió la puerta. Hendrique estaba sentado en una de las literas y limpiaba metódicamente las piezas de su Desert Eagle automática con un trozo de tela. Kyle vaciló al ver a Werner.
—¿Necesito permiso para entrar en mi propio compartimento? —espetó Werner.
—Eddie, déjanos. Hablaremos más tarde —dijo Hendrique sin levantar la vista.
Werner volvió a cerrar con llave tras la apresurada partida de Kyle. Después se sentó ante Hendrique.
—¿Desde cuándo utiliza mi compartimento para citarse con su esbirro?
—Se equivoca —replicó Hendrique. Luego sacó el muelle de retroceso y procedió a limpiarlo con esmero, casi con cariño—. Eddie sólo vino a preguntarme si había visto lo ocurrido en el andén.
—¿Y lo ha visto?
—No.
—Demasiado ocupado limpiando la pistola, claro.
—Demasiado ocupado hablando con Benin por teléfono, claro —replicó Hendrique.
—¿Qué le dijo el general Benin?
—Sus chicos han identificado por fin a nuestros dos amigos. El de los ojos azules es un ex Delta, y se llama Mike Graham. El apellido de ella es Carver, no Cassidy.
Werner tamborileó con los dedos.
—Claro, Sabrina Carver. Su padre fue en otros tiempos embajador de los Estados Unidos. George Carver.
—Y el de Maguncia utiliza su apellido verdadero, Whitlock. Forman un equipo de la UNACO.
—¿La UNACO? Estaba seguro que sólo se trataba de un mito.
—Es lo que desean que piense el mundo. Parece que toman toda clase de precauciones a fin de borrar sus huellas.
—¿Y cómo lo ha averiguado el general Benin?
—El Directorio S siempre averigua lo que se propone —sonrió con frialdad Hendrique.
—¿Qué haremos ahora?
—Lo que estaba previsto. Ya nos hemos desembarazado de la chica. Se encargarán de Whitlock en Maguncia, así que sólo nos falta Graham. Ya he pensado algo para él.
Werner contempló cómo Hendrique empezaba a montar la Desert Eagle pieza a pieza.
—Matarle llamará la atención de las autoridades.
—¿Quién ha hablado de matarle? Lo quitaremos de en medio como a la chica.
—Ya ha oído lo que ocurrió en la estación. No fue un caso de identificación errónea; la orden de liberar a Graham debió de llegar de muy arriba. La policía tendrá mucho cuidado de meterse con él a partir de ahora.
—Siempre que se mantenga dentro de los límites de la ley. ¿Por qué supone que fue tan fácil librarse de la Carver? Quebrantó la ley, y la UNACO no puede liberarla sin descubrirse. Podemos explotar esa circunstancia todavía más, sólo que esta vez utilizaremos a una víctima inocente. Un italiano. Bastará para enfurecer a todo el país. Las autoridades se verán obligadas a procesarle por asesinato.
—¿Y qué podrá impedir a la UNACO enviar a más agentes?
—Nada, pero Graham es nuestro objetivo inmediato. Como decía mi profesor de la Balashikha, «sólo has de ir un paso por delante para ganar la carrera». Quitarnos de encima a Graham nos pondrá varios pasos por delante. Cuando envíen a más agentes ya estaremos muy lejos.
—¿Y si este plan que ha ideado fracasa?
—Entonces usted deberá usar su carta de triunfo —respondió Hendrique, mirando el maletín que había en el portaequipajes, sobre la cabeza de Werner. El asa estaba esposada a la tubería de acero que corría a lo largo de la pared.
Werner se agitó, nervioso.
—¿Tiene malas ideas? —preguntó Hendrique con sarcasmo.
—Haré lo que sea para asegurar el éxito de la operación —replicó Werner con vehemencia.
—Un hombre dispuesto a morir por sus creencias. Un gesto emocionante, pero inútil.
—¿Por qué está dispuesto a morir usted?, ¿por dinero?
Hendrique puso el cargador en la automática.
—El dinero es un incentivo para vivir. Cuanto más se consigue, más poderoso es el incentivo. ¿De qué le sirve el dinero o, para el caso, los ideales a un hombre muerto?
—Mi compañía está valorada en algo más de cuatrocientos millones de libras. ¿Cree que todo ese dinero me da algún incentivo para vivir? Mi vida tiene sentido gracias a un propósito y a una motivación. El marxismo me proporciona ese sentido.
Hendrique se levantó y deslizó la automática en su pistolera.
—Con esa forma de pensar, no me extraña que sea el niño mimado de Benin.
—¿Cómo piensa incriminar a Graham?
—Voy a matar dos pájaros de un tiro. Le daré los detalles más tarde. Ahora quiero que vaya a sentarse a la vista de la gente, en el vagón restaurante, en el bar, en el coche con mirador. No me importa dónde; sólo quiero que le vean.
—¿Para qué?
—Una coartada. No debe existir ni la más remota posibilidad de que le relacionen con el crimen.
Hendrique esperó a que Werner se marchara, para ir a buscar al revisor. Le encontró en una angosta e incómoda cabina situada en la parte posterior del vagón. Declinó la invitación a café y se alegró cuando vio lo que el revisor vertía en su taza desportillada. Tenía el aspecto de la miel. El revisor escuchó el plan de Hendrique y al principio se negó a considerarlo, pero su actitud cambió milagrosamente en el momento que Hendrique sacó un fajo de billetes del bolsillo de la chaqueta. Apartó cinco billetes de 50 000 liras y el revisor sugirió un par de alteraciones en el plan que, en su opinión, lo dotarían de más agilidad. Hendrique escuchó en silencio, satisfecho por los conocimientos del revisor sobre la disposición del tren. Repasaron el plan corregido, y después Hendrique entregó los billetes a su cómplice, que los guardó en el bolsillo de su blusón. Hendrique le siguió con la mirada mientras se alejaba. Recogió del suelo un ejemplar doblado de una revista italiana y la hojeó. La modelo de la página central desplegable le recordó a su esposa.
Se habían conocido al poco de graduarse en la Balashikha en 1973. Bailaba en un espantoso espectáculo, en un club nocturno de baja estofa de Casablanca, donde el alcohol era barato y la comida, deleznable. Se casaron un mes después. Él pensó al principio que el hombre llegado a los pocos minutos de concluida la ceremonia era un amigo de la novia, pero la verdad le había encendido la cara como una bofetada cuando ella anunció que era su chulo. Golpeó al chulo sin piedad en la oficina de registro, y pese a que la joven le aseguró entre lágrimas que ya no se dedicaba a la profesión, abandonó Casablanca el mismo día. Nunca la volvió a ver.
Arrancó el desplegable, lo rompió en pedazos y después arrojó encolerizado la revista contra la pared. Ya había pasado bastante tiempo, así que se dirigió al vagón contiguo. El revisor, apoyado en una rodilla, manipulaba su conducto de ventilación. Miró a Hendrique y asintió con la cabeza antes de reponer la reja. Hendrique quitó el letrero de «Averiado» de la puerta del lavabo y se encerró por dentro.
Apenas había cerrado la puerta, los primeros jirones de humo se filtraron por la reja, y en cuestión de segundos se formó una densa y oscura niebla que impregnó el pasillo con gran rapidez. El revisor, que se había quedado vacilante en un extremo del pasillo, se precipitó en medio del humo y tocó con los nudillos en las puertas de los compartimentos, pidiendo a los pasajeros que pasaran al siguiente vagón hasta que localizaran la avería. Les aseguró que no había peligro (un fallo mecánico en algún punto del conducto de ventilación) y prometió ocuparse de ello en persona para que pudieran regresar a sus compartimentos lo antes posible. El vagón se vació en treinta segundos. El revisor llamó cuatro veces a la puerta del lavabo y Hendrique salió. Siguió al revisor a través del humo hasta que llegaron al compartimento cerrado con llave que Sabrina había ocupado antes. Hendrique escudriñó en el compartimento contiguo. No había nadie. El revisor acercó el manojo de llaves a su rostro mientras luchaba por distinguir las diferentes llaves, y por fin seleccionó una y abrió la puerta. Entraron en el compartimento y volvió a cerrarlo con llave.
—¿Qué busca, signore?
—Nada —replicó Hendrique, y hundió las manos en los bolsillos de la chaqueta.
La perplejidad del revisor se convirtió en terror al ver el cuchillo de supervivencia, de mango negro, en la mano de Hendrique, la hoja de doce centímetros de largo brillando a la luz de la bombilla. Hendrique hundió el cuchillo en el blando y prominente estómago del revisor y luego en la caja torácica. Una sonrisa sádica distendió las comisuras de sus labios mientras contemplaba los últimos estremecimientos del cuerpo del revisor en los momentos que precedieron a su muerte. Se desplomó contra el armario y cayó al suelo sin vida. Hendrique extrajo el cuchillo del cuerpo y recuperó su dinero antes de penetrar en el compartimento contiguo para introducir la prueba acusadora. Luego desapareció entre la espesa humareda.
A escasos metros de distancia, en el siguiente vagón, algo se insinuaba en la mente de Graham, pero no lo podía precisar. Mientras observaba el humo que remolineaba tras el cristal, al otro lado de la puerta, descubrió de repente lo que le inquietaba.
Agarró a Kolchinsky por el brazo.
—Te dije que algo me preocupaba; ahora ya sé lo que es. Si un fallo mecánico en el conducto de ventilación fuera el causante del humo, también debería oler a quemado.
Kolchinsky abrió un poco la puerta y olfateó el aire.
—No huele.
—Precisamente.
—¿Un truco?
—Y no cuesta mucho adivinar quién hay detrás. ¿Vas armado?
—No, la pistola está en mi bolsa —dijo Kolchinsky, contrito.
—No importa, saldré yo primero.
Graham se deslizó en el pasillo lleno de humo, seguido de muy cerca por Kolchinsky.
—Tal vez haya colocado una trampa en la puerta —advirtió Kolchinsky al llegar a su compartimento.
—No habrá tenido tiempo. Hendrique es un hijo de puta muy metódico.
Graham, con todo, tomó precauciones y se apretó contra el espacio que separaba los dos compartimentos, abriendo la puerta unos tres centímetros con las puntas de sus dedos. Tanteó el marco y buscó con el dedo la presencia de algún cable.
—¿Dónde estás? —preguntó al terminar.
—Detrás de ti.
—Vía libre.
Graham abrió la puerta de un empujón y se tiró al suelo sobre una rodilla, con la Beretta apuntando hacia delante. Kolchinsky surgió del humo y cerró la puerta. Se agachó e indicó con el dedo una mancha en la alfombra.
—¿Qué es? —preguntó Graham.
—Sangre —replicó Kolchinsky, y después sacó su pistola Tokarev de la bolsa.
Graham descubrió otra mancha en la litera y reparó en una mancha mayor aún en la pared, debajo del portaequipajes. Sólo en ese momento se dio cuenta de que su bolsa estaba parcialmente abierta. Nunca dejaba sus bolsas abiertas. La bajó y, tras comprobar la ausencia de cables, miró en su interior. Sacó el cuchillo ensangrentado. Ambos se volvieron hacia la puerta de comunicación. Kolchinsky la abrió y Graham bajó la Beretta al ver al revisor. Kolchinsky le tomó el pulso y meneó la cabeza. Los dos sabían lo que debían hacer.
—La ventanilla —dijo Graham.
—Aunque pasara por ella, cosa que dudo mucho, ¿no crees que alguien en el vagón anterior entraría en sospechas al ver un cuerpo tendido junto a la vía? Olvídate de la ventanilla.
—¿El armario de la ropa?
—Demasiado estrecho.
—No nos quedan más opciones, y en cuanto el humo se disipe Hendrique o uno de sus esbirros volverá con algún empleado en busca del revisor. No me convence la idea de pedir disculpas por el cadáver y explicar que el cuchillo llegó a mi bolsa por azar.
—Existe la posibilidad de ocultarlo en un lugar. Saca las vendas que llevas en la bolsa. Encontrarás en mi bolsa un cuchillo del Ejército suizo; sácalo también.
—¿Vendas?
—¡Haz lo que te digo, Michael!
Graham volvió con un rollo de vendas y el cuchillo del Ejército suizo. Se agachó detrás de Kolchinsky, que estaba desabrochando el blusón del cadáver.
—Pero ¿qué piensas hacer con los vendajes? ¡Está muerto, por el amor de Dios!
—Por fortuna, podré detener el flujo de sangre, al menos por un rato. No nos interesa que sangre Kolchinsky —señaló una franja de madera terciada que cubría la zona comprendida entre la parte inferior de la litera y la alfombra—. No sé lo que hay ahí debajo, pero es nuestra única oportunidad. Utiliza el cuchillo para separarla.
La tabla de madera terciada estaba asegurada por doce clavos pequeños, y Graham procuró no doblarlos mientras los desenroscaba. Le pareció que pasaban horas, pero en realidad sólo tardó noventa segundos en extraer la tabla de su marco de madera, perdiendo sólo dos clavos en la manipulación, doblados irremediablemente. Escrutó la abertura. Estaba vacía. Miró al cadáver. ¿Encajaría? Se puso en pie de un salto y atisbó entre las cortinas corridas. El humo se estaba disipando.
—Bien, ha de funcionar —dijo Kolchinsky, asegurando el vendaje con un nudo muy apretado Vamos a ver si podemos meterle ahí.
Trataron de introducir el cuerpo en la abertura, pero era demasiado pequeña.
—Dóblale las piernas por debajo del cuerpo; así encajará —dijo Kolchinsky, y metió el cadáver en la abertura, con la cabeza por delante.
Graham obedeció, pero aunque las piernas cabían por muy poco, los pies todavía colgaban sobre la alfombra. Intentó empujarlos contra las piernas, pero saltaron de nuevo. Kolchinsky presionó la tabla sobre la abertura y golpeó los clavos con el tacón de su zapato, a modo de martillo, hasta que encajaron.
—El peso de sus piernas hará saltar la tabla. Es de una madera muy débil.
—Pero tardará un poco. Alguien se va a llevar una impresión inolvidable cuando por fin haga aparición.
Kolchinsky, tras obtener el permiso poco convencido de Graham, usó la camisa sobre la que estaba tirado el cuchillo para limpiar las manchas de sangre de la alfombra. Luego envolvió el cuchillo con la camisa y lo guardó en su bolsa.
Cuando terminaron, el humo ya se había disipado. Graham salió del compartimento y recorrió el pasillo hasta llegar al conducto de la ventilación. Le resultó muy sencillo sacar la reja y apoderarse de la lata introducida en el conducto. Encajó la reja de nuevo y volvió a su compartimento, donde entregó la lata a Kolchinsky.
El fallo mecánico —dijo Kolchinsky mientras le daba vueltas en las manos.
—Mira dónde está hecha.
Kolchinsky puso la lata de costado para leer la etiqueta.
—Rosenstraat, Amsterdam.
—El reducto de Hendrique.
Alguien llamó a la puerta. Kolchinsky metió la lata en su bolsa y se levantó para abrir la puerta. Un joven se presentó como el ayudante del revisor y paseó la mirada por el compartimento antes de volverse hacia la puerta y rogarle a Hendrique que le siguiera.
—Discúlpenme por esta intrusión, pero me han pedido que actúe como intérprete. Este hombre no habla inglés, y si no recuerdo mal usted me dijo la otra noche que no hablaba italiano. Y usted, padre, ¿habla inglés?
—Me expreso por igual en inglés y en italiano.
—Parece ser que el revisor ha desaparecido, y varios pasajeros aseguran que le vieron entrar en el compartimento contiguo a éste cuando empezó a salir humo. Intentamos abrir la puerta, pero debe de estar cerrada por dentro. Es posible que se encerrara él mismo para huir del humo y se desvaneciera con las emanaciones. La única forma de entrar es por esa puerta de comunicación.
—Hay que comprobarlo —dijo Kolchinsky, fingiendo cierta alarma.
Abrió la puerta y entró en el compartimento, donde permaneció de pie para asegurarse de que no hubiera manchas de sangre húmedas en la alfombra. El ayudante del revisor asomó la cabeza por la puerta, se encogió de hombros y retrocedió. Hendrique avanzó y miró el lugar donde había dejado el cadáver. La furia asomó a sus ojos cuando miró alternativamente a Kolchinsky y a Graham.
—Debió de recuperarse —comentó Kolchinsky.
—Seguro que tarde o temprano aparecerá —añadió Graham, sosteniendo la mirada colérica de Hendrique.
Hendrique se marchó sin decir palabra. El ayudante del revisor se disculpó por la interrupción y cerró la puerta al salir.
Graham echó el cerrojo a la puerta de comunicación y se volvió hacia Kolchinsky.
—Diga lo que diga el jefe, me cargaré a Hendrique si vuelve a intentar algo.
—No dejes que los impulsos nublen tu juicio —advirtió Kolchinsky—. Es absolutamente necesario que averigüemos a dónde ha ido a parar el plutonio. Mata a Hendrique y darás al traste con toda la operación.
—No me voy a quedar cruzado de brazos.
—Dentro de dos meses tendrá lugar tu reevaluación. El coronel me despellejará vivo si se entera de que te lo he dicho, pero va a presionar al secretario general para que sea la última. Ambos consideramos que, en los últimos doce meses, ya has demostrado con creces lo que vales. Así pues, no cometas estupideces.
Graham suspiró y se sentó.
—No espero que te quedes cruzado de brazos, ni tampoco el coronel —prosiguió el ruso—. Si te hayas en peligro es lógico que te defiendas, pero la lucha que mantenemos ahora es psicológica, y eres lo bastante fuerte como para aguantarla.
—¿Cómo Sabrina? —preguntó Graham con voz hueca.
Kolchinsky no respondió a la pregunta.
Sabrina fue acusada oficialmente del asesinato de Kurt Rauff a las cuatro y veintisiete minutos de aquella tarde. No le sorprendió, y aunque sabía que Philpott estaba haciendo lo imposible para liberarla, experimentó una sensación de abandono mientras miraba a Frosser cumplimentar la hoja de cargos. No se había sentido tan sola desde aquel terrorífico encierro de su infancia en el sótano infestado de ratas, y ansiaba ver un rostro familiar, incluso oír una voz familiar, para tener la seguridad de que no la habían olvidado.
Si C. W. estuviera allí le estrecharía la mano para tranquilizarla, y la calmaría con su voz tranquila y reconfortante. Pese a la gravedad de su situación, sonrió para sí cuando intentó imaginar a Graham haciendo lo mismo. Él, por su parte, preferiría estrechar en la mano un puñado de brasas humeantes, y habría poca simpatía en su voz. Le diría que dejara de sentir lástima de sí misma. Sabrina sabía muy bien a cuál de ellos le gustaría tener a su lado en estos momentos…
Contempló al hombre sentado frente a ella. Un abogado de cara rojiza y escaso pelo revuelto al que la policía había encargado representarla. Se había pasado veinticinco frustrantes minutos intentando obligarla a hablar. Ella le ignoró, con la vista fija en la pared. Él parecía convencido de que le estaba haciendo un gran favor al encontrarse allí. Sabrina se sintió tentada de ponerle en su lugar, pero sabía que el esfuerzo no valía la pena. Era un mediocre picapleitos más. Sabía que si llegaban a juzgarla, la UNACO encargaría la defensa al mejor abogado posible, sin importar los gastos. Sólo entonces se mostraría dispuesta a cooperar.
Un enérgico golpe en la puerta interrumpió sus pensamientos. El sargento Clausen asomó la cabeza y le dijo a Frosser que deseaba hablar con él en privado. Frosser tiró la pluma sobre la mesa, malhumorado, y casi tropezó con la mujer policía que montaba guardia ante la puerta, antes de desaparecer en el pasillo. Unos cuantos minutos después, penetró en la habitación hecho una furia, con un télex apretado en su mano. Llamó al abogado y discutieron el contenido del télex entre murmullos. El abogado volvió a la mesa.
—Van a trasladarla a Zúrich para someterla a nuevos interrogatorios.
Ella comprendió al instante que Philpott tenía algo que ver en el asunto. Si fueran a interrogarla sobre el caso de Dieter Teufel la trasladarían a Lausana, no a Zúrich. No había pruebas que la relacionaran con un crimen cometido en Zúrich. Sabía que Philpott había forjado un plan en su mente, y esa convicción le devolvió los ánimos.
Frosser captó su sonrisa y se inclinó sobre la mesa hasta que sus rostros sólo estuvieron separados por unos pocos centímetros.
—Recuerde una cosa: donde usted vaya, voy yo. —Salió de la habitación.
Cuando regresó al cabo de quince minutos, llevaba un expediente en una mano y el impermeable de Sabrina en la otra. Arrojó el impermeable sobre la mesa.
—El helicóptero ha llegado.
En cuanto se hubo puesto el impermeable, Frosser alzó su manga derecha y le esposó la muñeca a su muñeca izquierda. La condujo hacia la puerta, mientras el abogado tomaba su maletín y corría tras ellos.
Sabrina se detuvo y se volvió hacia el hombre.
—¿Adónde se cree que va?
—Vaya, pero habla y todo… —dijo Frosser, estupefacto.
—Ya tengo una carabina —siguió Sabrina, agitando su muñeca esposada, y no necesito otra.
—El caso es muy serio y…
—Y lo llevaré a mi manera cortó ella. Está despedido.
El desconcertado abogado buscó entonces el apoyo de Frosser.
El policía se limitó a encogerse de hombros.
—Está en su derecho a despedirle.
El abogado intentó razonar con ella, pero la joven le dio la espalda y tiró de las esposas. Frosser la condujo por un estrecho pasillo. Bajaron por una escalera de incendios y desembocaron en el aparcamiento situado en la parte trasera de la comisaría. El centro del aparcamiento había sido despejado para permitir el aterrizaje del helicóptero Apache. Los rotores permanecían inmóviles, y el piloto estaba enfrascado en una conversación con el recluta al que habían designado para despejar el aparcamiento. Ambos levantaron la vista al aproximarse las dos figuras, y sus ojos se fijaron con suma atención en Sabrina. El recluta salió del trance, saludó a Frosser y se marchó a toda prisa hacia el edificio de la comisaría.
El piloto, un capitán de la Policía Aérea Suiza, dedicó una sonrisa a Frosser.
—Me gusta mucho la compañía que traes.
Bruno rió por lo bajo y trepó a la cabina.
Frosser siguió a Sabrina al compartimento de los pasajeros, separado por un tabique del asiento del piloto, y cerró la puerta. Se ajustaron los cinturones de seguridad mientras el piloto abría la válvula de estrangulación para poner en marcha los rotores. El piloto aguardó a que el tacómetro del motor de las hélices indicara las revoluciones por minuto normales para emprender el vuelo, y después alzó poco a poco la palanca para que el helicóptero se separara del suelo. Una vez en el aire, ladeó la palanca de mando y alteró la potencia de la válvula de estrangulación para aumentar el impulso. Después, determinó el rumbo, y el helicóptero se inclinó pronunciadamente sobre la comisaría y se dirigió al noreste.
Ya era de noche en Zúrich cuando aterrizaron en el lugar previsto, una pista desierta a ocho kilómetros del Aeropuerto Internacional de Kloten. Un Mercedes negro estaba aparcado junto al hangar en desuso, y su único ocupante aguardó a que las palas del helicóptero se inmovilizaran, para apearse del coche y caminar hacia el aparato por la pista invadida de hierbas. Se abrió la portezuela, y Frosser saltó al suelo, con cuidado de alargar su brazo izquierdo para no arrastrar a Sabrina tras él. Ella ignoró la mano que le ofrecía para ayudarla a bajar y dio un limpio salto desde la cabina. El hombre mostró su placa a Frosser y les guió hasta el Mercedes. Cuando los rotores se pusieron en marcha, Frosser miró atrás y saludó al piloto con la mano. El conductor sostuvo la portezuela abierta, y en cuanto Frosser y Sabrina estuvieron dentro del coche la cerró, se puso tras el volante y se alejó del hangar. Se internó en una vieja carretera, en otros tiempos muy utilizada por los militares antes de que cerraran la pista, y desembocó en la autopista principal pasados unos kilómetros.
Aunque el tráfico era intenso, apenas hubo retenciones, y el Mercedes llegó al puente Zoll, cercano al centro de la ciudad, al cabo de quince minutos. Al penetrar en la Museumstrasse, el conductor advirtió que un coche de la policía les seguía; vio por el espejo retrovisor que le hacían destellos. Para empezar, no estaba seguro de lo que querían que hiciera, pero cuando las luces persistieron, se apartó a un lado de la calle, frente al Museo Nacional de Suiza.
—¿Qué sucede? —inquirió Frosser.
—No lo sé, señor replicó el chófer, y luego apretó su placa contra la ventanilla cuando los dos policías uniformados se acercaron al coche.
Uno de los hombres echó un vistazo a la placa y le hizo señas al conductor de que bajara el cristal.
El chófer siseó entre dientes, irritado, pero obedeció la orden.
—Trasladamos a una detenida a la comisaría de la Bahnhofstrasse. ¿Cuál es el problema?
—¿Tiene la bondad de bajar del coche, señor?
—¿Cuál es el problema? —repitió el chófer.
—Nos gustaría echar una ojeada al maletero.
Frosser se asomó a la ventanilla.
—¿Qué quieren buscar en el maletero? Vamos en un coche de la policía…
—Ya me doy cuenta, señor, pero hemos de cumplir nuestras órdenes.
—Ábralo —espetó Frosser, y volvió a sentarse.
Nada más puso el conductor el pie en el suelo, los dos policías le obligaron a dar media vuelta y le empujaron contra la puerta trasera.
—¿Qué demonios ocurre? —preguntó el conductor, pero cuando trató de moverse lo empujaron de nuevo contra el costado del coche.
Le pusieron las manos a la espalda y se las esposaron.
Un segundo coche policial se detuvo con un chirrido de neumáticos frente al Mercedes y otros dos hombres uniformados descendieron. Uno portaba galones de teniente.
—¿Capitán Frosser? Soy el teniente D’Angelo, señor.
—¿Qué ocurre, teniente? —preguntó Frosser, desconcertado.
—Este hombre es uno de sus cómplices, señor.
—¿De qué está hablando? —se irritó el conductor—. Trabajo para el Departamento de Investigación Criminal de Zúrich. El capitán ha visto mi tarjeta de identidad.
—Robada del cadáver del auténtico detective —dijo el teniente.
—Lleva mi foto; compruébelo si quiere.
El teniente hizo caso omiso del chófer.
—Se dictó una orden de busca y captura hace veinte minutos, cuando fue hallado el cadáver del auténtico detective del Departamento de Investigación Criminal. Me alegro de que lo encontráramos a tiempo, señor.
—Capitán, no sé quiénes son estos hombres, pero sin duda están confabulados con su detenida —dijo el conductor, luchando con las esposas.
—Hay una forma de demostrar su credibilidad. Esta tarde recibió un télex personal procedente de Zúrich, ¿no es cierto, señor?
—Sí —admitió Frosser, vacilante.
—Sé quién lo envió —el teniente se volvió hacia el chófer—. ¿Y usted?
—No, pero…
—Fue enviado por el jefe de policía. Sólo usted podía leerlo. ¿Correcto, señor?
Frosser asintió.
—El jefe de policía pidió que la información constara en la orden de busca y captura porque nadie, excepto ustedes dos, la conocían. Está esperando para hablar con usted por la radio, señor.
—¡Señor, es una trampa! —gritó el chófer.
—El télex fue enviado desde el despacho del jefe de policía. ¿Cómo nos habríamos enterado de no habérnoslo comunicado él en persona?
—Le creo —dijo Frosser.
—Señor, le están…
—Llévenselo. Primera Brigada de Homicidios —interrumpió el teniente, y abrió la puerta para que Frosser se apeara.
El conductor se debatió furiosamente mientras se lo llevaban, sin dejar de advertir a Frosser.
—Se lo agradezco —dijo Frosser mientras caminaba junto al teniente hacia el coche policial—. Debo de haber corrido un gran peligro.
—Por eso el jefe de policía intervino personalmente en la orden de busca y captura, señor. Nos enfrentamos con auténticos profesionales.
Frosser miró de soslayo a Sabrina.
—No lo sabía.
—Llame, por favor —dijo el teniente, indicando la radio.
Frosser ocupó el asiento contiguo al del conductor y buscó la radio. Los tres policías se situaron frente a la ventanilla, ocultándole a la vista de los coches que pasaban. El teniente sacó una pistola de dardos y le disparó a Frosser un proyectil en el cuello antes de que pudiera reaccionar. Sabrina asió el cuerpo de Frosser con la mano libre y lo empujó contra el asiento.
—Bien venida sea la caballería —dijo Sabrina con una sonrisa.
—¿Te diste cuenta de mi mensaje en clave? —preguntó el teniente mientras registraba los bolsillos de Frosser en busca de las llaves de las esposas.
—Dijiste que el chófer había robado la tarjeta de identidad del cadáver del auténtico detective. Un agente de la UNACO nunca mataría a un policía; se limitaría a inmovilizarle. Muy sutil…, teniente.
—Llámame Alain —dijo, mientras la liberaba de las esposas y se las ponía a Frosser. Vamos, el señor Rust nos espera. Iremos en el Mercedes. Con escolta policial, por supuesto.
—¿Y el hombre del Departamento de Investigación Criminal?
—Duerme pacíficamente, como nuestro amigo aquí presente. Cuando lleguemos al almacén los trasladarán de nuevo al Mercedes y les dejarán en algún sitio cercano a la comisaría de la Bahnhofstrasse…, de modo que cuando se despierten comprenderán que, a fin de cuentas, han llegado a su destino.
—Engañar con una sonrisa. Incluido en los servicios de la UNACO —Sabrina subió al Mercedes y se sentó al lado de Alain—. ¿Dónde está ese almacén del que hablas?
—¿No has estado nunca allí? —preguntó Alain mientras seguían al coche policial por el puente Wilche.
—Ni siquiera sabía que existiera.
—No lo conoce mucha gente. Es la alegría y el orgullo de Rust.
Alain condujo el Mercedes hacia el Limmatquai. La carretera, que corría paralela al río, estaba flanqueada por una serie de restaurantes remozados, bares, clubes nocturnos y ocasionales burdeles que desbordaban los límites del Niederdorf, el barrio de los farolillos rojos de la ciudad, situado a escasos metros de distancia. La atmósfera le recordó a Sabrina Greenwich Village, un paraíso bohemio. Pasaron frente al barroco ayuntamiento de la ciudad y la catedral gótica con sus exquisitas vidrieras, rebasaron el cruce del puente Quai con la Ramistrasse y entraron en el Utoquai, a orillas del plácido lago Zúrich.
Los tres coches se adentraron en una calle desierta. El suelo se veía sembrado de ladrillos y mampostería de los ruinosos muros de los edificios abandonados que se alzaban a ambos lados. Un letrero en la entrada de la calle advertía: «PELIGRO DE DERRUMBAMIENTOS. NO NOS RESPONSABILIZAMOS DE LOS COCHES APARCADOS». Un segundo letrero resultaba aún más amenazador: «EDIFICIOS PRECARIOS. PELIGRO. NO ENTRAR». El coche de policía que abría la marcha aminoró la velocidad cerca del callejón sin salida y ascendió la corta rampa del último almacén, deteniéndose a escasos centímetros de la puerta de chapa ondulada. El chófer habló por la radio, se identificó con un santo y seña, y al cabo de un momento la puerta se abrió electrónicamente desde dentro del almacén, y los tres coches entraron. Sabrina esperaba que el almacén bulliría de actividad, pero se encontraba desierto y a oscuras. Depositaron a los dos policías inconscientes en el asiento posterior del Mercedes, y Alain se despidió de Sabrina con un gesto de la mano antes de dar marcha atrás para salir de nuevo a la calle. La puerta de chapa ondulada volvió a cerrarse. Un montacargas oxidado subía por el extremo opuesto del almacén, y cuando se detuvo surgieron de él Philpott y Rust.
—¿Te encuentras bien, ma chérie? —preguntó Rust con ansiedad.
—Muy bien. Tardasteis mucho, sin embargo —le dirigió una burlona mirada de reproche. ¿Qué es exactamente este lugar?
—El Centro Europeo de Pruebas de UNACO —respondió Philpott.
—¿Cómo el de Long Island?
—Sigue las mismas directrices, sólo que es más pequeño. —Philpott golpeó el suelo de hormigón con su bastón. Todo está aquí debajo.
—Somos los propietarios de toda la calle, aunque éste es el único edificio que se utiliza —añadió Rust.
—¿Pusisteis todos aquellos carteles?
—Las estructuras de los edificios no están dañadas asintió Rust. Están abandonados, simplemente. Al principio tuvimos problemas con los coches aparcados, pero después de que varios fueron abollados por la caída de cascotes, pronto circuló por la ciudad el rumor de que era peligroso aparcar aquí.
—Querrás decir por los cascotes «arrojados» corrigió Sabrina.
—Nadie resultó herido, chérie; sólo las arcas de las compañías de seguros. Teníamos que proteger nuestro secreto. Llegamos incluso a esparcir cascotes por la calle para dar la impresión de que los edificios podían derrumbarse de un momento a otro.
—Diseñadores de ruinas, en otras palabras —dijo ella, con expresión inescrutable.
Philpott y Rust dieron un respingo al mismo tiempo.
—No lo puedo evitar —sonrió Sabrina.
De repente, empezó a parpadear una luz roja junto al montacargas, y el haz intermitente barrió el almacén apenas iluminado.
—¿Para qué sirve? —preguntó Sabrina.
—Mira —replicó Rust.
Una sección circular del piso se hundió unos centímetros y luego se dividió en dos partes; las dos hojas desaparecieron bajo el suelo adyacente. Al cabo de treinta segundos había en el centro del almacén un hueco de dieciséis metros de diámetro.
Primero aparecieron las palas y después el fuselaje de un helicóptero Lynx. Descansaba sobre una sección de suelo que se elevaba desde las profundidades del almacén mediante un poderoso mecanismo hidráulico. El piso volvió a nivelarse.
—Estoy impresionada. ¿Qué más hace?
—Va a llevarte a Italia para que vuelvas a montar en el tren —anunció Philpott con brusquedad. Sube, ya llevas retraso.
El piloto se estiró y abrió la portezuela de los pasajeros. Sabrina hizo una pausa antes de trepar a la cabina y se volvió hacia Philpott.
—Gracias, señor.
—Dame las gracias cuando hayamos aplastado esta conspiración.
Ella asintió con la cabeza, se sentó junto al piloto y se ciñó el cinturón de seguridad.
El piloto esperó a que Philpott y Rust hubieran bajado en el montacargas para poner en marcha el motor. Sabrina alargó el cuello para mirar el techo por la ventanilla.
—¿Cuándo se abrirá?
—Cuando estemos dispuestos para despegar. Funciona de la misma manera que el suelo —señaló una bolsa a los pies de Sabrina—. Es para usted.
Ella descorrió la cremallera de la bolsa y examinó el interior.
—¿Quién tuvo la idea?
—Ni siquiera sé lo que hay. Monsieur Rust me pidió que se la entregara.
—Debería haberlo adivinado —dijo ella, y la abrió del todo para ver su contenido.
—¿Es lo que usted pensaba? —preguntó el piloto, incapaz de arrancarle una sonrisa.
—En efecto.
El hombre rió por lo bajo y acercó el micrófono de la radio a la boca.
—Sierra-Lime-Uncle 127, preparado para despegar.
—Techo activado —contestó una voz. Hubo una pausa, y otra voz sonó en la radio:
—Emile, soy Jacques Rust. No olvide el paquete.
—El paquete ya ha sido entregado, monsieur Rust.
El piloto sonrió a Sabrina, y ésta se la devolvió.
—Me las pagarás, Jacques.
—Ya te lo miraré, chérie. Au revoir.
—Au revoir contestó ella con una sonrisa, y devolvió el micrófono al piloto.
Se reclinó en el asiento, y el helicóptero empezó a elevarse.
Frosser estaba sentado a solas en el despacho del capitán de la comisaría de la Bahnhofstrasse, con una segunda taza de café al alcance de su mano. Aunque ya había pasado una hora desde que despertara en el Mercedes, aún le dolía la cabeza, como secuela del dardo anestésico, y las muñecas conservaban las marcas de las esposas, que se le habían clavado en la piel. Había enviado a casa al chófer del Departamento de Investigación Criminal; el chico había hecho cuanto estuvo en su mano. Todo el peso de la culpa recaía sobre él. Lo que más le frustraba era no gozar de jurisdicción legal en Zúrich, lo cual le impedía tomar parte en la operación montada para intentar capturar de nuevo a la mujer.
Alguien llamó a la puerta, pero Frosser no fue capaz de identificar la silueta que se trasparentaba tras el cristal esmerilado.
—Entre —dijo, y bajó las palmas de las manos hacia la estufa que había a sus pies.
Se levantó de un brinco cuando se abrió la puerta. Reinhardt Kuhlmann parecía cansado y ojeroso. Las bolsas oscuras bajo sus ojos contrastaban con la cara pálida, y el pelo revuelto le caía desordenadamente sobre la frente y las orejas. Apartó el pelo de sus ojos y se desabrochó el abrigo de cachemir.
—Permítame que le ayude a quitárselo, comisario —dijo Frosser.
—Prefiero llevarlo puesto, Bruno; no me voy a quedar mucho rato —replicó Kuhlmann, forzando una débil sonrisa—. Siéntate, siéntate.
Frosser, nervioso, se agitó en el borde de la silla. Sabía que Kuhlmann tendría algo que decir sobre los acontecimientos que habían desembocado en la huida de la mujer, pero nunca habría sospechado que acudiera allí en persona. Su presencia aumentaba la gravedad de la situación.
—Acabo de hablar por teléfono con el capitán Moussay —dijo Kuhlmann, echando un vistazo al nombre escrito en la placa que descansaba sobre el escritorio—. Ya han venido varios testigos para declarar que vieron dos coches de policía escoltando un Mercedes negro en el Limmatquai. Ninguno sabe a dónde fueron los coches.
—Algo es algo —proclamó Frosser con optimismo.
—No hay mucho más. Estamos tratando con profesionales. Como buen policía que es, continuará dando palos de ciego durante unos cuantos días, y luego la investigación empezará a desfallecer y dentro de dos semanas será otro expediente que engrosará el montón de los casos no resueltos. Y ahí quiero que se quede.
El desconcierto asomó al rostro de Frosser.
—No le entiendo, señor.
—Quiero que el caso sea archivado, tanto aquí como en Friburgo.
Frosser contempló la estufa y pensó en el télex que Kuhlmann le había enviado a primera hora de la tarde.
—Me pone en una situación muy difícil, señor.
Kuhlmann caminó hacia la ventana y miró por entre las tablillas de la celosía las luces de la ciudad, desplegadas como en una gigantesca postal.
—No tuve elección.
—Usted sabía que iban a rescatar a la mujer. Usted puso en peligro mi vida…
—Tu vida no estuvo en peligro en ningún momento. Sabía que iban a rescatar a la mujer, pero ignoraba cómo o dónde lo harían.
Frosser meneó la cabeza lentamente.
—No puedo creerlo, señor. Me engañó deliberadamente.
—Era preciso liberarla, pero resultaba casi imposible retirar los cargos con la publicidad que los medios de comunicación han dedicado al caso.
—¿Era preciso liberarla?
—Era preciso liberarla —repitió Kuhlmann—. Me gusta tan poco como a ti, pero hay momentos en que uno ha de tragarse el amor propio.
—¿Quién era?
—Se trata de una información reservada. Todo cuanto puedo decirte es que te las has visto con una agente secreta. Mató a Rauff por exigencias de la misión que tenía encomendada.
—¿Y si yo me negara a abandonar el caso? —preguntó Frosser con aire desafiante.
—Sé a ciencia cierta que no falta mucho tiempo para que te sea concedido un ascenso. Por si te imaginas que se trata de un soborno, te diré que se está estudiando desde hace cuatro meses. No arrojes por la borda tu futuro por la muerte de un criminal insignificante, Bruno; no vale la pena.
—No, señor, creo que no —Frosser se puso en pie—. Considere el caso cerrado.
Kuhlmann salió del despacho.
Frosser levantó la taza en un silencioso brindis.
—Por la igualdad y la justicia.
El café le supo amargo.