Capítulo 9
Graham tomó el último sorbo de café y se reclinó en el asiento con satisfacción.
—Te diré algo sobre los ferrocarriles italianos: la comida es deliciosa.
—Excelente —confirmó Kolchinsky entre dos bocados de cassata.
Graham miro la última mesa de la otra fila del vagón restaurante.
—Werner acaba de pagar la cuenta. Se irán de un momento a otro.
—No tiene sentido vigilarles mientras el tren está en marcha. No pueden ir a ningún sitio.
Kolchinsky consultó su reloj.
—¿Cuándo está previsto llegar a Piacenza?
—El camarero dijo que alrededor de las ocho y media.
—Diez minutos —calculó en voz alta Kolchinsky, y luego se llevó a la boca la última cucharada de helado.
Graham llamó al camarero.
—¿Nos traerá la cuenta?
—Il conto, per favore —tradujo Kolchinsky cuando el camarero miró a Graham con semblante de extrañeza.
El camarero asintió y se alejó.
Werner y Hendrique se levantaron y recorrieron el pasillo que separaba las dos filas de mesas.
—Perdone, ¿no es usted el caballero que estaba con Sabrina? —preguntó Werner, deteniéndose al ver a Graham.
—¿Sabrina?
—La joven que detuvieron en Vergiate.
—Sí, estaba con ella, pero nos habíamos conocido la noche anterior. No sabía su nombre. ¿Usted la conoce?
—Sí, desde hace mucho tiempo.
—¿Por qué no se sientan? —les invitó Kolchinsky, indicando los dos asientos libres que había a cada lado de la mesa.
—Gracias, padre —dijo Werner, y se sentó a su lado. Se presentó y luego hizo lo propio con Hendrique, al que llamó Joe Hemmings.
—Soy el padre Kortov —se presentó a su vez Kolchinsky mientras estrechaba la mano de Werner.
—¿De qué parte de Rusia es usted? —le preguntó Werner.
—Nací en Moscú, pero me vi obligado a emigrar. Ahora trabajo en Estados Unidos.
—Sí, ya se sabe que la autoridades soviéticas son muy intolerantes.
Graham tomó la cuenta que le tendía el camarero y calculó mentalmente su parte. Kolchinsky pagó el resto.
—¿Les apetece una copa? —preguntó Werner, haciendo una señal al camarero para que no se marchara.
—¿Qué se bebe en Italia después de las comidas? —preguntó Kolchinsky.
—Los licores favoritos son el amaretto y el sambuca.
—¿Amaretto? Sabe a almendras, ¿verdad? —preguntó de nuevo Kolchinsky, fingiendo ignorancia—. No soy muy aficionado a los licores.
—Espero que no, padre —rio Werner—. Sin embargo, tiene razón: el amaretto es licor de almendras.
—Me gustaría probarlo, gracias —dijo Kolchinsky.
Werner miró a Graham.
—¿Y usted, señor…?
—Green, Michael Green. No quiero beber nada.
—¿Está seguro?
—Desde luego.
—Due amaretto; per favore —pidió Werner al camarero, que se marchó a toda prisa.
—¿Han encontrado al revisor desaparecido? —preguntó Graham a Hendrique.
Hendrique denegó con la cabeza.
—Estoy seguro de que existe una explicación completamente lógica para esta desaparición —dijo Werner para romper el inquietante silencio. El camarero volvió con las copas. Werner levantó su copa después de pagar la cuenta.
—Por el futuro.
—Beberé por él —dijo Kolchinsky, y entrechocaron las copas.
Werner bebió un sorbo.
—No me imagino a Sabrina mezclada en algo tan sórdido como un asesinato. Siempre me pareció el refinamiento por antonomasia.
—No hay barreras de clase para el asesinato —comentó Hendrique.
—Es cierto, pero de todas formas no puedo imaginar que sea una asesina.
—Tal vez sea una espía —replicó Hendrique con una plácida sonrisa.
—Piacenza, Piacenza… —anunció el ayudante del revisor desde la puerta.
Werner se terminó el amaretto y después se puso en pie.
—Creo que volveré al compartimento y leeré algunos capítulos de mi libro. Me alegro de haberles conocido. Estoy seguro de que volveremos a encontrarnos.
Kolchinsky estrechó la mano extendida.
—Yo también. Gracias por la copa.
—Ha sido un placer —replicó Werner con una breve inclinación.
Hendrique echó la silla hacia atrás y siguió a Werner hasta salir del vagón restaurante.
—Nosotros sabemos que ellos saben, y estoy seguro de que ellos saben que nosotros sabemos. De momento estamos en tablas. Y si ellos saben que nosotros sabemos van a cambiar de planes casi con toda seguridad. Hemos de estar preparados para esa eventualidad.
Kolchinsky terminó su amaretto y posó la copa en el centro de la mesa.
—De acuerdo —dijo Graham sin convicción. Kolchinsky le había dejado anonadado desde la primera frase. Ahogó un bostezo y se puso en pie—. ¿Vienes?
—Claro.
Llegaron al compartimento cuando el tren se detenía en la estación de Piacenza, brillantemente iluminada. Las ventanillas del pasillo daban al andén, y Graham recorrió con la mirada el grupo de viajeros que aguardaban el tren.
—Allí hay una monja —dijo sin volverse.
—Ven y cierra la puerta —le apremió Kolchinsky. Si me ve, seguro que querrá hablar conmigo. Entremos.
Graham entró en el compartimento y cerró la puerta.
—Esperar me crispa los nervios. Vamos faltos de tiempo, y esos bastardos nos pueden dar esquinazo en cualquier momento. ¿Quién me asegura que se dirigen a Roma? Todo lo que necesitan hacer es desenganchar el vagón de carga para librarse de nosotros.
Alguien llamó a la puerta.
Graham desenfundó la Beretta y la deslizó en el bolsillo de la chaqueta; luego atisbó entre las cortinas.
—Es la monja. Te habrá visto desde el andén.
—¡Solamente nos faltaba eso! Será mejor que abras la puerta.
—No le hagamos caso —sugirió Graham.
—Hemos de hacerle caso. Abre la puerta; hablaré con ella.
Graham se encogió de hombros y obedeció. La monja recogió su bolsa y entró con la cabeza gacha.
—Este compartimento ya está ocupado, hermana. Estoy seguro de… —se interrumpió cuando la mujer levantó la vista—. ¿Sabrina?
—Yo diría que tenemos el mismo sastre —dijo ella, quitándose las gafas de montura negra—. Un tal monsieur Jacques Rust.
Graham cerró la puerta.
—¿Qué diablos ocurre? ¿Cómo has conseguido escaparte? ¿Cómo has llegado hasta aquí?
Sabrina levantó las manos como para defenderse.
—Permitidme que me siente y responderé a todas vuestras preguntas.
—¿Te apetece un café? —preguntó Kolchinsky.
La sonrisa de la joven respondió a la pregunta.
—Luego podrás comer algo. El vagón restaurante no abre hasta las once. No entiendo por qué, pues hay suficientes pasajeros para organizar turnos —dijo Kolchinsky mientras salía a buscar el café.
Cuando volvió traía una pequeña bandeja con una taza de café caliente y un trozo de tarta de castañas coronada por nata líquida. Ella rehusó la tarta, que se comió Kolchinsky, mientras explicaba lo sucedido, desde el momento de su detención en Vergiate al vuelo en helicóptero desde Zúrich.
—El jefe te envía esto, Sergei.
Sacó un sobre sellado de la bolsa y se lo tendió a Kolchinsky.
Kolchinsky rompió el sello, leyó la carta y la quemó.
—El coronel quiere que nos apoderemos del plutonio cuanto antes. Considera muy peligroso seguir jugando al gato y al ratón con ellos, en especial con Hendrique a sus anchas y provisto de un auténtico arsenal. El tren no es tan grande, y muchos inocentes pueden resultar heridos si no le detenemos.
—Ya ha muerto una persona: el revisor.
Kolchinsky asintió con la cabeza y explicó el incidente a Sabrina.
La joven desvió la mirada hacia la puerta de comunicación.
—Indicadme bajo qué litera se halla antes de que me acueste. No me gustaría nada dormir encima de él.
—Yo creo que a él no le importará —bromeó Graham con sorna.
Ella le dedicó una mirada y se volvió hacia Kolchinsky.
—¿Has pensado en algún plan?
—Sólo en líneas generales. Que sea factible ya es otra cosa.
Graham y Sabrina le escucharon en silencio; luego engarzaron los detalles hasta llegar a un acuerdo sobre la manera de llevarlo a cabo.
Después Sabrina se dirigió al vagón restaurante. Mientras comía, pensó en C. W. y se preguntó cómo irían sus investigaciones en Maguncia.
Sonó el teléfono.
Whitlock se removió en la cama, medio dormido, y tanteó en la oscuridad para hallar el interruptor de la luz. Golpeó algo sin querer, y por el ruido que hizo al caer sobre la alfombra dedujo que se trataba del vaso de agua que había dejado sobre la mesita de noche antes de acostarse. Encontró el interruptor y se llevó el auricular al oído, protegiéndose los ojos de la luz con el otro brazo.
—¿Diga? —murmuró, ahogando un bostezo.
La voz al otro extremo de la línea se reducía a un susurro casi inaudible.
—¿Diga? —repitió, irritado—. Hable más alto.
—¿C. W.? —preguntó la voz.
—Sí. ¿Quién habla?
—Karen.
—Son las… —echó un rápido vistazo al despertador—. ¡Santo Dios! Son las tres menos veinte de la madrugada. ¿Qué quieres?
—Él está afuera.
—¿Quién? —preguntó, mientras trataba de incorporarse.
—El hombre del Mercedes negro que intentó atropellarnos en el Hilton. —Está en el porche. Ayúdame, por favor.
Oyó el sonido de cristales rotos por el teléfono. Ella chilló.
—¡Karen! ¡Karen! —gritó Whitlock. ¿Estás ahí?
—Está entrando en la casa —gimió la joven—. Va a matarme.
—Enciérrate en una habitación y refuerza la puerta con todo lo que puedas. Voy enseguida.
—C. W., por favor…
—¡Karen, cuelga el teléfono y haz lo que te digo!
Whitlock llamó inmediatamente a la policía, que prometió enviar un coche al instante. Se vistió a toda prisa y hundió la Browning en el bolsillo antes de salir. El encargado de noche, que ocupaba su sitio en la recepción, le proporcionó breves pero precisas directrices para llegar a la dirección de Karen. Luego bajó al aparcamiento y subió al Golf. Lo puso en marcha a la primera y salió a la Kaiserstrasse, donde se dirigió por el sur hacia el Rin. Los neumáticos chirriaron cuando dobló por la Rheinalle, un paseo que corría paralelo al río, y después cruzó el puente Heuss para acceder a la parte occidental de la ciudad. Perdió el sentido de la orientación y tuvo que volver hacia el puente, muy a su pesar; se adentró en la Boetckestrasse, dejó a su izquierda el castillo que dominaba la ciudad (y que el encargado había mencionado a propósito), y casi pasó de largo de la Hindenburgstrasse, aunque consiguió tomar la curva en el último momento. El Golf se subió a la acera, pero controló el volante enseguida y frenó frente al coche de la policía. Sus faros centelleaban ante la antigua iglesia católica. Saltó del coche y corrió por el sendero privado, pero un policía uniformado le impidió entrar en la casa. Desde donde se hallaba divisó los cristales rotos esparcidos sobre la alfombra del vestíbulo y, en su vacilante aunque comprensible alemán, trató de explicar quién era. El policía llamó a un compañero invisible que montaba guardia en la entrada y Whitlock recibió permiso para continuar adelante.
Karen estaba en la antesala, sentada en el borde del sofá, con una bata ceñida al cuerpo y retorciendo entre las manos un pañuelo blanco. Sólo cuando levantó la vista distinguió la mancha azulada debajo de su ojo izquierdo. Karen corrió hacia él y le abrazó con fuerza, las mejillas inundadas de lágrimas. De repente, se echó hacia atrás y sonrió como avergonzada. Él le apretó la mano para tranquilizarla y fueron a sentarse en el sofá. El policía que ocupaba una butaca junto al sofá siguió interrogando a Karen un rato más, y luego dedicó su atención a Whitlock, a quien formuló algunas preguntas rutinarias. Cuando el encargado de localizar las huellas dactilares anunció que había terminado de examinar la puerta principal, el policía se incorporó y prometió a Karen que un coche patrullaría a intervalos alrededor de la casa hasta que amaneciera. Le acompañó a la puerta y esperó a que se marcharan para volver a la antesala. Whitlock le ofreció la compresa tirada sobre la mesa de café y ella la apretó de mala gana contra la hinchazón.
—¿Café? —preguntó con suavidad.
—Yo lo haré —respondió Whitlock—; tú limítate a mantener la compresa en su sitio.
La cocina era pequeña, con armarios empotrados de pino y una mesa también de pino en el centro, con banquetas idénticas a cada lado. La joven se sentó en una y contempló cómo él preparaba el café. Whitlock bajó dos tazas, vertió café en cada una, sacó un cartón de leche de la nevera y lo puso sobre la mesa.
—Gracias por venir tan de prisa, y por llamar a la policía —dijo Karen después de que él se sentara.
—Lo único que lamento es que no lo previne —indicó su ojo—. Y sigue apretando la compresa.
—Es incómodo —comentó ella con una mueca.
—Ya se sabe. Explícame lo que ha pasado.
—Me despertó un ruido en el exterior, y cuando bajé la escalera vi el Mercedes aparcado en el camino particular. Estoy segura de que es el mismo que emplearon para intentar atropellarnos en el Hilton. Luego vi una sombra en el porche. Sé que debería haber llamado a la policía, pero me entró pánico, y eres la primera persona en la que pensé. Rompió un cristal de la puerta principal mientras estábamos hablando…
—Sí, lo oí.
—Me precipité hacia el cuarto de baño, pero el pestillo es muy débil. Huyó cuando oyó la sirena de la policía. Gracias a Dios que había un coche patrulla en la vecindad y acudió rápidamente.
—¿Qué aspecto tenía?
—Llevaba un pasamontañas. Estoy asustada, C. W., muy asustada.
—¿Quieres que me quede contigo esta noche?
—Sí, ya lo creo —dijo ella, asiéndole las manos.
—Como vigilante nocturno —aclaró él, soltándose.
—Estás casado, ¿verdad?
—Desde hace seis años.
—¿Por qué están casados todos los hombres buenos? —sonrió ella con tristeza—. No es justo.
—Estoy seguro de que los solteros dicen lo mismo de las mujeres. Ése era mi caso, hasta el día en que conocí a mi esposa.
—¿Tenéis hijos?
—Nunca hemos querido. Tal vez nos arrepintamos algún día.
—Yo nunca me he arrepentido de tener a Rudi. Siempre me quedarán los recuerdos —estudió su rostro mientras él miraba al frente con semblante pensativo—. Tu esposa es una mujer muy afortunada.
—¿Afortunada? ¿En qué sentido?
—Por tener un marido que no la engaña cuando está lejos de ella. No existen muchos hombres capaces de despreciar la posibilidad de acostarse conmigo.
A Whitlock le sorprendió la arrogancia de su voz. Parecía fuera de lugar, después de lo sucedido.
Ella no pasó por alto su estupor.
—Sé que soy hermosa. ¿Es un crimen? Se trata de sinceridad, no de vanidad.
—No hay nada malo en creer en uno mismo —respondió con tacto.
—¿Más café?
—No, gracias —se puso en pie—. Ve a dormir. Me quedaré a vigilar aquí abajo.
—Me sentaré contigo —dijo Karen mientras ponía las dos tazas en el fregadero.
—No, quiero que te vayas a la cama. Estarías a tiro si ese hombre volviera, pero no te preocupes: no permitiré que pase por encima de mi cadáver.
Ella le dio un breve beso en la mejilla.
—Gracias de nuevo. Si necesitas algo estaré arriba, segunda puerta a la izquierda.
—Nos veremos por la mañana —sonrió Whitlock.
—Sírvete todo lo que quieras. Hay mucha comida y me siento muy orgullosa de mi bar. Está en la antesala; te lo enseñaré.
—No hace falta: con café tengo suficiente. Ahora, a la cama.
Karen reprimió un bostezo.
—De repente me siento muy cansada. Creo que los nervios me están venciendo.
Whitlock esperó a que desapareciera para inspeccionar las puertas y las ventanas. Estaban cerradas. Volvió a la cocina y se sirvió otra taza de café. Miró las pastillas para dormir que había en un aparador. La que había disuelto en el café de Karen la dejaría fuera de combate hasta la mañana. Se despertaría con un ligero dolor de cabeza, pero lo atribuiría al golpe en el ojo. La había drogado por dos razones. Dormiría como un tronco a pesar de la herida, y estaría a salvo si el atacante regresaba. Apagó la luz de la cocina y de la antesala y se sentó en el sofá hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. Luego se acercó al mirador y apartó la cortina para vigilar a sus anchas la calle y el camino particular. Se sentó y esperó.
Su mano se cerraba sobre la Browning cada vez que se veían las luces de un coche, para aflojar la presa cuando el vehículo pasaba de largo. El Mercedes volvió media hora más tarde. Al menos, era la primera vez que lo veía. Pasó tres veces, aminorando la velocidad en cada ocasión para que el chófer escudriñara la casa, al acecho de la menor señal de actividad. Cuando reapareció por cuarta vez se detuvo al otro lado de la calle. El conductor salió con una mini-Uzi en su mano enguantada.
Whitlock se deslizó hacia la puerta principal y se aplastó contra la pared, a escasos centímetros del cristal roto. El conductor debería pasar la mano por él para soltar la cadena de seguridad. Aunque el hombre llevaba suelas de goma, Whitlock percibió sus cautelosos movimientos por el porche hasta que su silueta se recortó contra la puerta de cristal esmerilado. Agarró la mano cuando penetró por la abertura y la apretó contra un borde de cristal astillado. El conductor emitió un grito agónico cuando el cristal le cortó el dorso de la mano. Whitlock quitó la cadena con rapidez y abrió la puerta. Saltaron cristales al suelo mientras asestaba un violento golpe en la cabeza del intruso. El golpe le hizo retroceder hacia los muebles de bambú del porche. Se recobró, asió una silla caída, la hundió en el estómago de Whitlock, saltó la barandilla y corrió hacia el Mercedes, con la mano izquierda oscilando fláccida a lo largo de su costado.
Cuando Whitlock llegó al Golf, el Mercedes ya se había alejado de la casa. Puso en marcha el Golf y persiguió a toda velocidad al coche negro, lanzado Boetckestrasse abajo, en dirección a los muelles que bordeaban el Rin. El Mercedes derrapó al girar por la Rampenstrasse y chocó contra el costado de un Volkswagen aparcado. Whitlock frenó el Golf y aguardó. El Mercedes, del que escapaba humo por el radiador, dio marcha atrás y estuvo a punto de estrellarse contra una camioneta Renault aparcada al otro lado de la calle. El conductor giró el volante con violencia cuando el Mercedes enfocaba la calle lateral más cercana, y consiguió salvar la angosta entrada sin dañar más la carrocería. Tal vez se dio cuenta en el último momento de que la calle llevaba directamente al muelle, pero cuando frenó las ruedas patinaron en la superficie húmeda y el coche dio una vuelta de campana antes de patinar otros diez metros y desaparecer en el fondo del agua.
Cuando Whitlock, después de apagar el motor y salvar la distancia a grandes zancadas, llegó al borde del muelle, el Mercedes ya se había hundido en el agua. Esperó varios minutos, pero no vio ni rastro del conductor. Volvió al Golf y condujo de regreso a la casa. Después de comprobar que Karen seguía durmiendo, hizo más café y lo tomó en la antesala. Se acomodó en el sofá, cerró los ojos y pensó en Carmen, allá en Nueva York.
Se durmió al cabo de pocos minutos.
Un golpe seco en la puerta del compartimento despertó a Graham y a Kolchinsky.
Kolchinsky saltó de la litera y miró por entre las cortinas. Descorrió el cerrojo y abrió la puerta.
El ayudante del revisor le dedicó una fatigada sonrisa.
—Buon piorno. Correggio, quindici minutz:
—Grazie —contestó Kolchinsky, y tomó la bandeja. El ayudante del revisor cerró la puerta y echó a andar por el pasillo, silbando para sí.
Graham se frotó los ojos, todavía dormido.
—¿Correggio?
—Dentro de quince minutos dijo Kolchinsky, ofreciéndole una taza de café.
—¿Qué hora es?
—Las cuatro menos cinco.
Graham se incorporó y contempló cómo Kolchinsky se afeitaba en el pequeño lavabo situado en un rincón del compartimento. Cada pase de la navaja estaba calculado para que coincidiera en el balanceo sistemático del tren. Examinó el esquijama blanco de Kolchinsky.
—¿Una prenda habitual del KGB?
Kolchinsky miró a los ojos de Graham por el espejo.
—No, simple sentido común. Es térmico, perfecto para este tipo de temperatura.
Graham se estiró y levantó. Llevaba un chándal y un par de gruesos calcetines de lana. Se tiró al suelo y ejecutó sin el menor esfuerzo treinta y una flexiones, alternando las manos. Siguieron cincuenta y completó el breve ejercicio con veinte flexiones normales antes de levantarse de un salto y sacudirse las manos.
—¿Es una rutina diaria? —preguntó Kolchinsky, secándose la cara con una toalla.
—Sólo una parte de la rutina diaria. No hay tiempo de hacerla completa.
Cinco minutos más tarde se habían vestido con ropas de abrigo adecuadas a la temperatura bajo cero que encontrarían al bajar del tren en Correggio.
—Sabrina pidió que la despertáramos antes de irnos. Creo que deberías ir tú.
Graham se encogió de hombros y abrió la puerta de comunicación. Sabrina estaba encogida en la litera, con las rodillas dobladas contra el pecho, la mano derecha colgando sobre la alfombra. Las mantas habían resbalado hasta su cintura, y aunque parecía incómoda, una expresión de paz y serenidad se traslucía en su rostro. Estaba a punto de sacudirla, cuando de pronto cambió de opinión y estiró las mantas hasta cubrir sus hombros, arropándole el cuello. Por un momento pensó en meterle los brazos debajo de las mantas, pero decidió que el movimiento la despertaría casi con toda seguridad.
Kolchinsky se apartó a un lado para que Graham pudiera entrar de nuevo en el compartimento. Cerró la puerta de comunicación en silencio.
—Vaya, vaya, una nueva faceta del cínico Michael Graham.
—¿Cómo? —respondió Graham con sequedad—. ¿De qué serviría despertarla ahora? No va a participar en esta parte de la operación. Dejemos que la niña duerma: ha pasado dos noches muy duras bajo la custodia de la policía. Vamos, el tren empieza a perder velocidad, debemos de estar cerca de Correggio.
Cuando llegaron al final del pasillo, el tren ya se había detenido en la estación escasamente iluminada. El andén se veía desierto, y aparte de una mujer de edad madura que iba en compañía de un niño lloriqueando, fueron los únicos pasajeros en descender del tren. Graham cogió sus dos bolsas y siguió a Kolchinsky. Atravesaron el control de billetes y salieron a la sala de espera vacía.
—Llamaré a Zúrich y les diré que envíen un helicóptero cuanto antes.
Graham se sentó en el banco más próximo mientras Kolchinsky se dirigía a un teléfono público situado al final de la sala. Una prostituta entró en la estación y se acercó a Graham. Era una adolescente de rostro atractivo, estropeado por el excesivo maquillaje, y figura esbelta acentuada por una ceñida chaqueta de cuero negro y una minifalda. Apoyó un pie en el banco.
—Buon giorno, come si chiama? —ronroneó, y siguió la curva de sus labios con un dedo.
Él le apartó la mano y la miró.
—No me interesas. Lárgate.
Aunque ella no entendía el inglés, su tono de voz no daba lugar a dudas. Caminó hacia la entrada y salió a la calle.
—¿Quién era ésa? ¿Una prostituta? —preguntó Kolchinsky al volver.
—Sí, una conejita —dijo Graham.
—¿Una conejita?
—Carne de presidio. Una puta que todavía no ha cumplido la edad reglamentaria —Graham señaló los teléfonos—. ¿Conseguiste comunicar con Zúrich?
Kolchinsky encendió un cigarrillo y asintió con la cabeza.
—Hemos tenido un golpe de suerte. Uno de nuestros helicópteros se halla en Milán. Estará aquí dentro de una hora.
—¿Dónde está la cita?
—No la hay. Zúrich dice que habrá un coche alquilado en el lugar de aterrizaje para que el piloto nos venga a buscar.
Graham contempló a la prostituta, que se había quedado de pie junto a la entrada.
—Cuando me encuentro con tías como ésas me doy cuenta de que debería apreciar un poco más a Sabrina.
—Ya la aprecias, pero no te das cuenta. Piensa en esta noche, por ejemplo, en el tren.
—La tapé porque lo último que nos haría falta en esta fase de la misión es que pillara una pulmonía. Exageras las cosas, Sergei.
—¿Yo? Ya sabes que ella piensa mucho en ti.
Graham se incorporó.
—Somos muy diferentes. Ella es el prototipo de la chica yuppie. Una esclava de la moda, que vive en la parte elegante de la ciudad, que frecuenta los mejores restaurantes y conduce Mercedes deportivos que su papá le compra. Otro detalle: su padre ha hecho todo por ella. Le ha comprado un apartamento, un coche deportivo, ha influido en el secretario general…
—¡No! —interrumpió Kolchinsky con aspereza—. Está aquí por méritos propios, y lo sabes. La has visto disparar: es una fuera de serie. Voy a decirte algo: todos y cada uno de los miembros de la Fuerza de Choque te envidiaron cuando reemplazaste a Jacques. Habrían hecho cualquier cosa por formar parte del equipo de Sabrina.
—Hay una «máquina del millón» en la esquina. Nos ayudará a pasar el rato.
Aún estaba jugando en la máquina cuando el piloto del helicóptero llegó, cuarenta minutos después.
Kolchinsky le acompañó para presentarle a Graham.
—¿Estás preparado, Tommy?
—Estoy impresionado —comentó Graham sin apartar los ojos de la máquina—. No sabía que pasaban esas películas en Rusia.
—La vi en el Odeon de Leicester Square. En verdad, era espantosa.
—No me sorprende, es una película para enfermos seniles.
—Muchas gracias. En realidad…, fui con una de las secretarias de la embajada rusa. Quería verla.
—No me digas más —replicó Graham, y dio por finalizada su séptima partida gratuita—. Muy bien: estoy preparado…
Salieron de la estación y subieron al Peugeot 305 alquilado. No tardaron mucho en llegar al aeródromo improvisado, una estrecha faja de tierra cubierta de nieve en las afueras de la ciudad. Graham aferró sus dos bolsas y se encaminó al helicóptero Lynx. Kolchinsky habló con el piloto por la ventanilla y se acercó a donde Graham esperaba.
—¿Preparado?
—Preparado, pero ¿por qué no calienta los motores el piloto?
—Porque no lo va a pilotar. Lo haré yo.
—¿Tú? —se sorprendió Graham. ¿Desde cuándo sabes pilotar helicópteros?
—Desde que me saqué el permiso hará unos veinte años.
Graham exhaló una larga bocanada de aire, se dirigió al helicóptero y tomó asiento junto a Kolchinsky.
—Te doy mi palabra de que puedes sentirte completamente seguro.
—No lo dudo —respondió Graham mientras se ceñía el cinturón de seguridad—. No tenía ni idea de que supieras manejar estos trastos. ¿Te entrenó el KGB?
—Nada de eso. Aprendí a volar cuando servía como agregado militar en Estocolmo. Así combatía el aburrimiento.
El piloto, que iluminaba el helicóptero con los faros del coche, respondió al saludo de Kolchinsky, hizo girar el vehículo y tomó la dirección de la autopista.
—¿Cuánto tardaremos en alcanzar el tren? —preguntó Graham una vez estuvieron en el aire.
—Estás sentado sobre el plano.
Graham recuperó el plano y lo despegó sobre sus rodillas. Siguió con el dedo la línea de puntos negros que representaba la vía del tren.
—Si la memoria no me engaña, estaba previsto que llegara a Módena a las 4:45. Ahora son las… —se subió el puño de la chaqueta para ver la hora en su reloj Piaget chapado en oro— 5:17. ¿Cuánto tiempo estará parado en Módena?
—Quince minutos.
—De modo que ahora estará en las cercanías de Castelfranco Emilia, a unos treinta y ocho kilómetros.
—Llevamos una ligera ventaja sobre el horario que Zúrich proporcionó por la radio al piloto. Eso quiere decir que alcanzaremos el tren antes de que llegue a Anzola d’Emilia. ¿Me sigues?
—Si lo sabías, ¿por qué no me lo dijiste cuando te lo pregunté?
—Una simple comprobación —replicó Kolchinsky con una sonrisa.
Graham dobló el plano y lo deslizó detrás del asiento. Se quitó el reloj y le dio vueltas entre las manos.
—Carrie me lo regaló cuando cumplí treinta y cinco años. Aquella noche fuimos al teatro. Encargó las entradas con cinco meses de antelación. Me obligó a vestirme de esmoquin.
—¿Tú con esmoquin? No puedo imaginarte.
—Ni yo, pero estaba decidida a que fuera una noche especial. Vimos el espectáculo en Broadway y después fuimos al Christ Cella’s, donde comí el mejor entrecot de toda mi vida, y terminamos tomando cafés irlandeses en el Fat Tuesday’s hasta las tres de la mañana. Sólo Dios sabe lo que se gastaría esa noche, pero no permitió en ningún momento que me llevara la mano a la cartera. Estaba empeñada en que era mi noche. Fue la última vez que salimos juntos. Me enviaron a Libia diez días después.
—A Vasilisa le encantaba el teatro. Íbamos al menos una vez al mes, pero hace unos siete años que no voy. Desde que murió. No sería igual sin ella.
—Te comprendo —dijo Graham, y luego se ciñó el reloj a la muñeca.
Kolchinsky comprobó el indicador de la velocidad del aire y después consultó su reloj.
—En teoría volaremos sobre el tren dentro de un par de minutos.
Graham se subió la cremallera del abrigo esquimal hasta el cuello y se puso unos guantes.
—No olvides el pasamontañas —le recordó Kolchinsky.
—No es mi intención: lo llevo en la bolsa.
—Michael, no…
—Lo sé, es muy peligroso, pero estuvimos de acuerdo anoche en que es vital para el éxito de la operación. No te preocupes: soy tu hombre. El jefe siempre me ha llamado temerario, de modo que ya es hora de hacer honor a la fama.
—Siempre le has hecho honor.
—Pareces más nervioso que yo. Todo lo que has de hacer es mantener este trasto firme. Soy yo el que ha de descender con una cuerda y a oscuras sobre el techo de un tren en marcha.
Kolchinsky le tendió un aparato en miniatura, adaptable a la cabeza, que consistía en un auricular y un micrófono conectados por un cable fino pero resistente. Graham se lo puso, y después se ajustó el pasamontañas.
—Tren a cien metros de distancia —anunció Kolchinsky por el micrófono.
Graham abrió la escotilla y una ráfaga de aire glacial penetró en la cabina. Tras comprobar que un extremo de la escalerilla estaba asegurado firmemente al techo de la cabina, la dejó caer por la escotilla abierta. Se aferró al pasamanos de la pared y se asomó, intentando divisar el convoy. Las luces poco potentes del tren de aterrizaje sólo le permitieron distinguir un impreciso contorno. Le separaban al menos veinte metros.
—Necesitaré más luz.
—Mira la caja negra que tienes detrás; debería contener una linterna Halo.
Graham abrió la caja y encontró lo que buscaba. Una luz en forma de disco que iba sujeta a una cinta de cuero para la cabeza, adaptable a las medidas del usuario. Había sido creada en los laboratorios de la UNACO siguiendo el esquema de la lámpara de Davy, usada en las minas. Se la ajustó a la cabeza y se aseguró de colocar la luz en el centro de la frente.
—Preparado —dijo, y se acercó a la escotilla abierta. Hubo un breve silencio antes de que Kolchinsky hablara.
—Altitud once metros. Preparado.
Graham dio la espalda a la escotilla y se agarró con firmeza a la sección de escalerilla que descansaba sobre el suelo de la cabina. Aunque apenas soplaba viento, la escalerilla se balanceaba de un lado a otro debido al aire desplazado por las palas.
—¿Cómo te va? —preguntó Kolchinsky.
—Las palas desencadenan una especie de huracán por aquí. Supongo que no hay posibilidad de pararlas, ¿verdad?
Escuchó por el micrófono la respuesta de Kolchinsky en forma de carcajada.
Cada paso era una maniobra cuidadosamente elaborada. Sacaba el pie de un peldaño y lo posaba en el siguiente, apuntalándose con fuerza antes de continuar. Se movía con cautelosa aprensión, pero no había temor en sus ojos. Hacía mucho tiempo que consideraba el miedo como la característica más negativa del hombre. El miedo traía consigo la vacilación, la estupidez y la incertidumbre; y cualquiera de estos defectos podía costar la vida. Lo había visto cientos de veces en los campos de batalla de Vietnam, donde aprendió muchas cosas sobre sí mismo. Consideraba el miedo como una especie de quimera, y la única manera de expulsarlo era la absoluta confianza en la propia capacidad. Este principio lo había inculcado en los hombres de la tribu meo a los que entrenó en Tailandia, después de ser herido en Vietnam. Sus críticos le acusaban de lavar el cerebro a sus tropas sin la menor consideración hacia la vida humana, sobre todo cuando descubrieron que utilizaba munición real durante la carrera de obstáculos semanal. Su respuesta fue muy sencilla: la única forma de combatir el miedo era enfrentarse a él, y creer a pies juntillas que era posible vencerlo. Las cifras calculadas después de la guerra demostraron que, en un período de dos años, sus tropas no sólo habían sufrido el menor número de bajas, sino que habían merecido más medallas al valor que todos los batallones meo de Tailandia. Sólo lamentó que las cifras no hubieran salido antes a la luz. La mayoría de los que le criticaban murieron, víctimas del síndrome de miedo que tanto se había esforzado en que comprendieran.
La escalerilla oscilaba con violencia cuando alcanzó la mitad. Distinguió un par de luces en el tren, probablemente en los vagones, pero un manto de niebla ocultaba la parte de cabeza cuando la primera luz del alba se insinuó en el lejano horizonte. Carrie siempre había afirmado que no había nada más hermoso que ver amanecer sobre Nueva York. Él no estaba de acuerdo. La belleza consistía, para él, en la simetría de la curva descrita por una pelota de béisbol bien lanzada, o la precisión angulada de un impecable pase de tanto en rugby. Apartó tales pensamientos de su mente y se concentró en el siguiente peldaño de la escalerilla. El tren se hallaba a menos de tres metros de distancia, y se dispuso a planear cómo se posaría y llegaría al voluminoso candado que aseguraba la puerta lateral del vagón de carga.
—Michael, capto algo en el radar, delante mismo.
El poderoso foco situado bajo el helicóptero rastreó todo el tren. Ambos vieron al mismo tiempo el puente de piedra, que distaba unos treinta metros.
—¡Súbeme! —gritó Mike por el micrófono.
—Voy a bajar —replicó Kolchinsky, e hizo descender el helicóptero hacia el techo del último vagón de carga.
—Es demasiado peligroso… —empezó Graham, y enseguida notó que sus piernas tocaban el techo.
El helicóptero se inclinó y la escalerilla de cuerda se alejó del vagón de carga. Cuando volvió a oscilar sobre el vagón, Graham se dejó caer y aterrizó sobre el techo.
Kolchinsky elevó de inmediato el helicóptero, intentando con desesperación evitar el puente. No lo consiguió a tiempo, y el patín de aterrizaje derecho chocó contra la estructura de piedra y se dobló. Piedras y mampostería se derrumbaron sobre la vía, mientras una parte del puente se desintegraba por la fuerza del impacto. Kolchinsky recuperó el control del helicóptero, pero percibió un chirrido que surgía de uno de los turborreactores Rolls Royce, y poco después comenzó a brotar humo negro del fuselaje superior, en el que estaban ubicados.
Graham se había golpeado con fuerza en el hombro y se aferró de forma instintiva a un saliente del techo del vagón. Le había salvado la vida. De haber caído del tejado habría salido despedido contra el pilar metálico levantado para sostener el arco reforzado. Quedó tendido sobre el techo, falto de aliento, el rostro contraído por el dolor que palpitaba en su hombro izquierdo.
—¡Michael! ¡Michael!
Dio un respingo cuando la voz alarmada de Kolchinsky pareció reverberar en su cabeza.
—¡Michael!
—¡Deja de gritar! —gritó a su vez Graham.
—¿Estás bien? —preguntó Kolchinsky con ansiedad.
—Estoy vivo. El hombro izquierdo me duele una barbaridad.
—Aborta…
—Olvídalo —cortó Graham.
—¿Qué posibilidades tienes contra Milchan con un hombro herido?
—Sea como sea, mataré a ese hijo de puta. Voy a entrar.
—Algún día nos sorprenderás a todos obedeciendo una orden.
—No cuentes con ello —replicó Graham—. ¿Qué te ha ocurrido a ti? Oí un impacto cuando pase bajo el puente.
—Choqué con él. He de aterrizar en algún sitio: el motor está averiado.
—¿Y tú?
—Aturdido, eso es todo. Si tu hombro no está en condiciones, quiero que…
Graham no escuchó el resto. Se quitó los auriculares y los tiró. Se dio cuenta de que estaba sentado en la oscuridad y conectó la linterna Halo. No sucedió nada. Si se había averiado, ya podía olvidarse de intentar penetrar en el vagón de carga antes de que amaneciera. Le dio unos golpecitos con el dedo índice y por fin funcionó. Un dolor agudo se propagó por su brazo izquierdo cuando se movió, y lo apretó contra el cuerpo como medida de protección. Esperó a que se calmara y avanzó hacia el borde del techo, donde se aferró al peldaño superior de la escalerilla metálica y empezó a descender por el costado del vagón de carga. Pese al dolor casi insoportable en el hombro, consiguió alcanzar el candado y aplicarle un pequeño transmisor magnetizado antes de subir otra vez hacia el techo. Una vez allí, extrajo un detonador no más grande que una caja de cerillas, oculto en un hueco del cinturón, y giró el cuadrante hasta hacerlo coincidir con la longitud de onda del transmisor. Se produjo una sorda explosión que destrozó el candado. Estaba sacando la Beretta cuando las enormes manos de Milchan aparecieron en el peldaño superior de la escalerilla. Un momento después distinguió su horrible y desfiguraba cara sobre el nivel del techo. Milchan aferró el pie de Graham y tiró de él con todas sus fuerzas. La bala salió desviada. Milchan hizo presa en su muñeca, la Beretta cayó de su mano y resbaló con agonizante lentitud por la pendiente del techo. La culata se enganchó en la ventanilla de ventilación levantada. Graham esquivó un violento puñetazo y se precipitó hacia la Beretta. Una irregularidad de la vía hizo que el tren se sacudiera bruscamente, y la Beretta se soltó. Los dedos de Graham arañaron el techo con desesperación, a escasos centímetros del arma, y lanzó una maldición cuando cayó por el borde. Se retorció para enfrentarse a Milchan. El dolor en el hombro era constante. Casi no podía mover el brazo izquierdo; colgaba como muerto a lo largo de su costado, lo que aumentaba su rabia y frustración. Dio un puntapié oblicuo y alcanzó a Milchan en un lado de la cara. Milchan se secó los labios ensangrentados con el dorso de la mano y sonrió. Graham le pateó de nuevo, pero esta vez Milchan se apoderó de su pie y le arrastró sin esfuerzo hacia la escalerilla.
Graham vio venir el golpe, pero su brazo izquierdo se negó a responder cuando intentó defenderse. Después se hizo la oscuridad.
Un seco golpeteo en la puerta interrumpió el sueño de Sabrina.
—¿Sí? —preguntó soñolienta, aferrando bajo la almohada la Beretta.
—Buon giorno. «Caffe» —preguntó el ayudante del revisor al otro lado de la puerta.
—No, grazie —echó una ojeada a su muñeca desnuda y recordó que le habían confiscado el reloj en Friburgo—. Che ore sono?
Hubo una pausa antes de la respuesta.
—Le otto e un quarto.
—¿Las ocho y cuarto? ¡Dios mío! —siseó—. Grave. Saltó de la litera y abrió la puerta de comunicación. El compartimento contiguo estaba vacío.
Gracias por despertarme, chicos murmuró con rabia, los brazos en jarras.
Se lavó a toda prisa, se puso el hábito y la toca y deslizó la Beretta en el bolsillo. Se encaminó directamente al vagón restaurante, y se detuvo en el umbral para examinar a los clientes. La suerte estaba de su lado. Werner, Hendrique y Kyle desayunaban en una mesa, y a juzgar por la comida que había en sus platos tardarían en terminar. Tendría la oportunidad de registrar sus compartimentos, en especial el de Werner. Tal vez fuera el cabecilla, pero también era el eslabón más débil. Hendrique y Kyle eran criminales redomados; Werner, un hombre de negocios. Sabía que sólo entre sus efectos podría hallar pistas concluyentes. Antes volvió a su compartimento para recoger las llaves que Kolchinsky había robado del revisor muerto.
Su intuición no le engañó: ambos compartimentos estaban cerrados con llave. Consciente de que no tenía mucho tiempo, decidió entrar primero en el de Werner. El pasillo estaba desierto. Abrió la puerta a toda prisa y penetró corriendo el cerrojo por dentro. Había dos maletas en el portaequipajes, una pequeña de color beige y un maletín esposado a la tubería que corría junto a la pared. Se izó a la litera y volvió el maletín hacia ella. Tenía una cerradura de combinación. Sabía que todas las probabilidades de acertar la combinación estaban en contra suya, aunque dispusiera del día entero, pero como había aprendido a no desistir jamás, intentó abrirla igualmente. Y se abrió. Su estupor se convirtió al instante en suspicacia. Hasta un hombre de negocios vulgar y corriente dejaría puesta la combinación antes de abandonar la maleta sin vigilancia. Debía de ser una trampa. Sacó una lima de uñas del bolsillo y recorrió con el instrumento la juntura, buscando cables. No había ninguno. Buscó por el compartimento algo que sirviera de palanca para levantar la tapa. Lo único que vio fue un periódico; lo enrolló, se colocó a un lado, alargó el brazo al máximo y levantó la tapa varios centímetros con la ayuda del periódico. No ocurrió nada. Exhaló una larga bocanada de aire. Descartó el periódico y abrió la tapa. La maleta sólo contenía una caja plateada y una consola en miniatura. Justamente cuando trataba de levantar la caja oyó que insertaban una llave en la cerradura de la puerta del compartimento. Saltó de la litera y apuntó la Beretta hacia la puerta.
La puerta se abrió y Werner se inmovilizó, desconcertado por un momento ante la visión de la monja armada. Sonrió un segundo después, al reconocerla, y dio un indeciso paso adelante con las manos alzadas. Kyle le siguió, pero con los brazos caídos a los costados.
—Cierra la puerta con llave —ordenó ella.
—Haz lo que dice —dijo Werner, sin desviar los ojos de la Beretta que apuntaba a su pecho.
Kyle cerró la puerta con el cerrojo. Sabrina miró de reojo la puerta de comunicación.
—Si Hendrique intenta entrar por ahí, tú serás el primero en morir.
—No tiene la menor intención de hacerlo, querida. Sin embargo, creo que te interesará saber lo que está haciendo ahí dentro. ¿Puedo enseñártelo? —Werner indicó la puerta con una de sus manos alzadas.
—¡No te muevas!
—Desde luego que no, pero pensé que tal vez te gustaría ver a tu compañero. Hendrique tiene la orden de matar a Graham si no recibe noticias de nosotros antes de dos minutos —Werner consultó su reloj—. Casi ha pasado un minuto. Quizá pienses que me estoy echando un farol, pero la muerte de Graham pesará sobre tu conciencia el resto de tus días.
—Tú, abre la puerta —le dijo Sabrina a Kyle sin apartar los ojos de Werner.
Kyle retiró el cerrojo y golpeó en la puerta cuatro veces. Como no estaba cerrada desde el otro lado, Kyle la abrió. Vieron a Graham atado y amordazado sobre la litera opuesta a la puerta, y a Hendrique de pie a su lado con una Franchi Spas apuntándole al pecho.
—¿Qué le habéis hecho? —preguntó Sabrina con ansiedad.
—Le hemos dormido con una droga, nada más —dijo Werner—. Se mostraba muy agresivo, incluso esposado. Te quedan treinta segundos para tirar tu arma. Hendrique es muy puntual, sobre todo en lo relativo a matar.
Los ojos hundidos de Hendrique brillaban, desafiantes, y sus labios se curvaron en una mueca de desprecio.
Sabrina vaciló. Si entregaba su arma violaría uno de los principios fundamentales de la UNACO: acceder a las exigencias de los criminales. Y Graham había sacrificado a su familia por abortar una serie de atentados con bombas. Sabía exactamente lo que debía hacer. Matar a Hendrique sería fácil. Pero ¿a qué precio si, a su vez, mataba a Graham? Como Werner había dicho, tendría que vivir con esa decisión el resto de su vida.
—Veinte segundos.
Sabrina empujó a Werner a un lado y apuntó la Beretta a la cabeza de Hendrique. Su respuesta fue apretar la escopeta contra el pecho de Graham.
Kyle dio un paso adelante para desarmarla.
—¡Déjala! —barbotó Hendrique—. Arreglaremos esto a mi manera.
Kyle retrocedió.
Sabrina miró a Graham, que tenía la cabeza caída sobre el pecho, y asió la Beretta con más firmeza.
—Diez segundos.
Ella agitó, nerviosa, los ojos concentrados en el rostro de Hendrique.
Siete segundos.
Su dedo se cerró sobre el gatillo y Hendrique dibujó una leve sonrisa.
Cuatro segundos. Tres, dos, uno…
Sabrina soltó la Beretta. Kyle la recogió y la hundió en su espalda.
Hendrique deslizó la escopeta por el pecho de Graham y la apoyó en el estómago.
—Me he rendido: ¿qué más quieres?
—Sí, lo has hecho —dijo Hendrique—, y apretó el gatillo.
Clic.
—Aprendo mucho sobre el carácter de las personas con este tipo de trucos. Eso hace que la respuesta sea un poco más interesante.
—Has puesto en peligro…
—No he puesto en peligro nada —Hendrique cortó en seco la protesta de Werner—. Sabía que se tiraría atrás. Existe una conmovedora lealtad entre los agentes secretos, especialmente si colaboran juntos.
—¿Quiere que la ate? —preguntó Kyle.
—Primero dame la pistola replicó Hendrique.
Sabrina eligió el momento a la perfección y lanzó un puntapié al diafragma de Kyle cuando alargaba la Beretta hacia Hendrique. Giró sobre sí misma para enfrentarse a Hendrique, pero se encontró ante el cañón de su automática Desert Eagle.
—Es cuestión de velocidad. ¿Podrás agarrarla antes de que apriete el gatillo?
—Si está cargada —replicó ella, sosteniendo todavía el borde del hábito sobre los tobillos.
—Aprendes con rapidez, pero ¿ya estás preparada para desenmascarar mi juego?
Sabrina soltó el borde del hábito, y Kyle, con el rostro contraído de dolor, le esposó las manos a la espalda y la tiró en la litera junto a Graham.
—¿Cómo sabías que me hallaba en tu compartimento? —preguntó la joven.
Werner se abrió la chaqueta y reveló un transmisor en miniatura fijado a su cinturón.
—Emite una señal en el momento en que se abre la maleta.
¿De modo que dejaste la maleta abierta a propósito?
—Ése era el cebo, aunque estoy muy sorprendido de volverte a ver. Pensé que enviarían a otro agente para sustituirte, pero por lo visto he subestimado los poderes persuasivos de la UNACO.
La sorpresa se reflejó en los ojos de Sabrina.
—Oh, sí, sabemos para quién trabajas —dijo Werner con aire de triunfo—. Nos costó bastante averiguarlo. UNACO no es precisamente un nombre familiar.
—¿Por qué haces esto, Stefan? Lo has conseguido todo: dinero, respeto y posees una de las empresas más rentables de Europa. ¿Y todos esos millones de niños necesitados que se han beneficiado de tus fundaciones de caridad? Recuerdo el documental que pasaron el año pasado en la NBC. Aquellos niños africanos te trataban como si fueras una especie de mesías enviado para darles fe en el futuro. Me sentí orgullosa de haberte conocido. ¿Era todo una farsa, la coartada perfecta? ¿Quién iba a sospechar que uno de los principales filántropos del mundo es un traficante de armas?
—¿Un traficante de armas? —rio Werner—. ¿Es eso lo que piensa la UNACO de mí? —su rostro se ensombreció—. Esas fundaciones empezaron como una pantalla, pero ahora se han convertido en algo cercano a una obsesión. Me dan la sensación de que, mientras siga en Occidente, estaré haciendo algo constructivo.
—Habla demasiado —advirtió Hendrique.
Werner se encogió de hombros con resignación.
—No tardará mucho en ser del dominio público.
Sabrina miró primero a Hendrique y después a Werner.
—¿Perteneces al KGB?
—Correcto —Werner dio unos golpecitos al maletín. Confiaba en que no sería necesario recurrir a esto, pero no me dejas otra elección. Ya sabes lo que hay dentro del maletín, pero ignoras lo que hay dentro de la caja plateada. Te lo enseñaré.
Tecleó cuatro cifras en la consola y aparecieron en la estrecha pantalla los números 1-9-6-7. La caja se abrió. En el interior había un radio transmisor, del tamaño de un mechero, fijado a una cadena de oro. Werner apartó a un lado el maletín y se inclinó hacia delante con el transmisor en la palma de su mano.
—No voy a insultar tu inteligencia yendo con rodeos. Hay seis barriles metálicos en el vagón de carga, como ya habrás adivinado. Cinco contienen plutonio. El sexto, un artefacto explosivo. Desconozco su potencia porque ni siquiera lo he visto. Todos los barriles pesan igual, de modo que ninguno de nosotros sabe cuál contiene el explosivo. Fue introducido al vacío, así que será inofensivo mientras permanezca sellado. El menor soplo de aire disparará el mecanismo interno —levantó la tapa del transmisor y dejó al descubierto un pequeño botón rojo—. Éste es el otro método de activar el artefacto. Aprieta el botón y… —alzó las manos al aire—. Provocarás una explosión nuclear comparable a la de Nagasaki, pero esta vez en el corazón de Europa. La precipitación radiactiva en la atmósfera conllevaría catastróficos resultados para las generaciones venideras.
Ella le miró horrorizada.
—¿Y tienes la audacia de afirmar que haces algo constructivo al ayudar a los niños desamparados?
Los ojos de Werner reflejaron auténtico dolor.
—¿De veras crees que quiero apretar el botón, sabiendo las consecuencias? ¿De veras lo crees? No ganaríamos nada destruyendo el plutonio después de lo que nos ha costado reunirlo. Queremos evitar la catástrofe tanto como tú. Al fin y al cabo, ninguno de nosotros sobreviviría.
—¿Y cuál es el precio?
—Todo cuanto pedimos es llegar sanos y salvos a nuestro destino final.
—¿Y me has elegido a mí para transmitir esta exigencia?
—No es una exigencia, sino una petición.
—¿Y destruirás la carga si la respuesta es negativa?
—Si me viera atrapado y acorralado, sí —cerró la tapa y deslizó la cadena alrededor de su cuello, ocultando el transmisor bajo la camisa— La hipodérmica.
Hendrique fue a buscarla, al compartimento contiguo y se la entregó a Werner. Éste subió la manga de Sabrina, encontró una vena en la parte interior del codo e introdujo con suavidad la aguja en la carne. Luego le quitó la toca, y la cabellera rubia le resbaló sobre los hombros.
—Tan angelical, tan hermosa… —dijo con cierta nostalgia, y luego le acarició la mejilla con la mano.
Ella apartó la cabeza con brusquedad.
—Adiós, mi querida Sabrina.
—Hasta la próxima —le corrigió ella.
Su voz empezaba a debilitarse.
—Quédate con ellos —le ordenó Hendrique a Kyle.
Sabrina agitó la cabeza, intentando desesperadamente impedir la somnolencia, pero sus párpados le pesaban cada vez más. El compartimento se engarzó en un caleidoscopio de confusos colores antes de que se desplomara de costado junto a Graham.