Capítulo 7

Largo Antiks era una tienda de antigüedades pequeña e inclasificable situada en la esquina de la calle Beethoven y la Dreikánigstrasse de Zúrich. La regentaban dos hombres calvos y con gafas, cercanos a los cuarenta años, ninguno de los cuales se llamaba Largo. Sus extensos conocimientos sobre antigüedades la habían convertido en una de las tiendas de su clase más populares y rentables de todo el cantón. Los dos hombres trabajaban para la UNACO. La tienda era una pantalla del cuartel general en Europa de la UNACO. Había sido comprada con una subvención de las Naciones Unidas en 1980, a condición de que todos los beneficios se canalizaran con absoluta discreción al número de una cuenta bancaria suiza que sería utilizada exclusivamente por la UNACO.

Una campanilla sonó sobre la puerta cuando Philpott entró en la tienda, seguido por Sabrina y Kolchinsky. El empleado que aguardaba detrás del mostrador les saludó con un breve movimiento de cabeza, y sus ojos indicaron una parte de la tienda invisible desde la entrada. Philpott comprendió el gesto y curioseó entre los objetos hasta que el solitario cliente abandonó el local. Entonces el empleado les guió por la puerta que había detrás del mostrador, sacó un transmisor sónico del bolsillo y lo apuntó hacia una estantería vacía de la pared opuesta. Activó el transmisor y la estantería giró hacia fuera, revelando un pasadizo de hormigón. A Sabrina siempre le fascinaba la estantería giratoria; le recordaba las películas de Boris Karloff, pues resultaba mucho más atractiva que la vulgar pared de paneles del cuartel general de Philpott en las Naciones Unidas. Se internaron por el pasadizo y el empleado volvió a cerrarlo antes de regresar a la tienda.

En el pasadizo se alineaba media docena de puertas indistinguibles. Detrás de cada una había una habitación insonorizada en la que personal muy experto de la UNACO operaba con algunos de los sistemas informáticos más avanzados del mundo, luchando para detener la alarmante ascensión del crimen internacional. Philpott les condujo hasta una puerta de color azul pálido al final del pasadizo. Apretó un timbre eléctrico. Una cámara enfocó sus rostros uno a uno antes de que la puerta se abriera. Entraron en la elegante oficina de Jacques Rust, responsable de la rama europea de la UNACO.

Rust cerró la puerta por control remoto, activó después su silla de ruedas mecánicas y se acercó a ellos. Era un francés de cuarenta y dos años, de rostro atractivo y brillantes ojos azules. Había pasado catorce años en el Service de Documentation Extérieure et de Contre Espionage francés (SDECE), antes de convertirse en uno de los primeros agentes de Philpott cuando se fundó la UNACO en 1980. Formaba pareja con Philpott. Cuando éste recibió permiso oficial para elevar el número de sus agentes de veinte a treinta, mandó llamar a Sabrina para que formara con ellos la primitiva Fuerza de Choque Tres.

No hacía ni un año que Rust y Sabrina se encontraban en Marsella para una inspección rutinaria de los muelles. Una banda de traficantes de droga les tiroteó, hiriendo a Rust en la columna vertebral. Quedó paralizado de cintura para abajo. Al principio, le concedieron un cargo honorífico en el Comando Central de las Naciones Unidas, pero cuando el responsable de las operaciones en Europa murió en un accidente de coche (que luego se comprobó auténtico, y no un sabotaje, como se pensó inicialmente), Philpott sorprendió a casi todo su equipo nombrándole a él, y no a Kolchinsky, sucesor del fallecido. Fue una elección astuta, pues los lazos entre Zúrich y Nueva York se fortalecieron más que nunca.

—No le esperaba hasta mañana, coronel —dijo Rust mientras les estrechaba las manos—. Si me hubiera avisado de que llegaban antes, habría enviado un coche al aeropuerto.

Philpott se sentó en una butaca y apoyó su bastón en la pared. Después de graduarse en la Academia Militar de Sandhurst con la codiciada Espada de Honor, pasó al servicio activo en Corea, donde sufrió una grave herida en la pierna cuando intentaba rescatar a un compañero herido. Desde entonces cojeaba de la pierna izquierda.

—Tomamos el vuelo matinal de la Swiss Air. Sabrina se encontró con nosotros allí.

Sabrina le besó en ambas mejillas y le acarició suavemente el pelo.

—¡Cuántas veces tendré que decirte que no te cortes tanto el pelo! Descubre tus entradas.

—Tan halagadora como siempre —añadió Rust con sequedad.

—Ah, he traído algo para ti —dijo ella, dándole el cargador del FN FAL metido en una bolsa de plástico. Lleva impresas una serie de huellas dactilares. Tus chicos no tardarán mucho en identificarlas.

Rust telefoneó por la línea interna para que fueran a buscar el cargador. Colgó el teléfono y levantó la vista.

—¿Alguien quiere café antes de empezar?

Los tres declinaron la invitación.

—Se han producido nuevos acontecimientos desde que recibí vuestro télex de ayer. Un alud bloqueó la vía en las afueras de Sion, y las primeras informaciones indican que no será despejada antes del alba. Eso significa que el tren pasará allí toda la noche.

—Tengo la sensación de que se trata de algo más que una simple coincidencia —comentó Philpott, mientras golpeaba la cazoleta de la pipa contra el cenicero que había ante él.

—En esta época del año —sonrió Rust—, la nieve está muy suelta en el Wildhorn, y bastó una pequeña carga para que la bola se pusiera a rodar, y perdón por el juego de palabras. Pensé que necesitaríamos un tiempo de más para ayudarnos a consolidar nuestras posiciones, aunque, a juzgar por el télex, ya habéis localizado el plutonio.

—Tal vez —dijo Kolchinsky, interviniendo en la conversación por primera vez—. El contador Geiger indicó niveles de radiación, pero ya sabíamos que aquellos barriles habían sido depositados en ese vagón concreto. Ahora contiene una caja sellada perteneciente a Transportes Werner. Lo que ignoramos es si la caja contiene a su vez los barriles. Si nos pasamos de listos y acusamos a Stefan Werner sin pruebas suficientes, y se demuestra que estamos equivocados, tiene el suficiente poder para sacar a la UNACO en la primera plana de todos los periódicos de Europa.

Una luz destelló en el escritorio y, tras echar un vistazo a la cámara de vídeo, Rust activó la puerta. Entregó la bolsa de plástico al técnico y ordenó que le informaran en cuanto hubieran identificado las huellas.

—No creo que sea capaz de hacerlo —dijo Sabrina cuando el técnico salió.

—¿Quién?, preguntó Philpott, con el encendedor suspendido sobre la cazoleta de la pipa.

—Stefan. No es una persona vengativa. Si supiera que se le considera sospechoso de atentar contra la seguridad internacional, estoy segura que no pondría objeciones a que se abriera la caja.

—¿Stefan? —dijo Rust enarcando las cejas. No sabía que le llamaras por su nombre.

—Salí con él un par de veces cuando estudiaba en la Sorbona.

—Nunca me dijiste que le conocías —dijo Philpott con acritud.

—Asistí a un par de fiestas con él, eso es todo.

—¿Le llegaste a conocer bien?

—Si se refiere a eso, nunca me acosté con él, señor —le espetó Sabrina, irritada—. Éramos amigos y nada más. No le he visto desde que me fui de Suiza hace cinco años.

—¿Qué clase de persona es? —preguntó Kolchinsky.

—Ambicioso, muy ambicioso. Su trabajo era su vida. —El teléfono sonó, y Rust levantó el auricular. Alzó el pulgar, colgó y se desplazó en la silla de ruedas tras su escritorio, donde introdujo su código de seguridad en el ordenador IBM, conectado al banco central de datos que se hallaba en otro lugar del edificio.

—Tenemos trabajo —dijo cuando los datos aparecieron en la pantalla—. Las huellas dactilares corresponden a un tal Kurt Rauff.

—¿Qué información consta sobre él? —preguntó Philpott.

—Vosotros, los ingleses, tenéis un término que le sienta de maravilla: literalmente, «ladrón de leche internacional».

—En otras palabras, un redomado bribón —replicó Philpott con una pizca de irritación en la voz—. ¿En qué andaba mezclado?

—Un poco de todo. Le habían condenado varias veces por cosas de poca monta. Hurto, falsificación de cheques, desfalco.

—Nada que ver con un tirador a sueldo —dijo Sabrina.

—No tan deprisa, chérie —replicó Rust, alzando un dedo—. Parece que en los últimos cuatro años se dedicó a asuntos de mayor envergadura. Se vio implicado en contrabando de armas para tipos como Dauphin, Giselle y Umbretti.

—Lo bastante audaz para cualquiera de ellos —dijo Philpott, mordiendo el extremo de la pipa con aire pensativo—. ¿Ha habido suerte con los dos hombres que Mike vio en el tren?

—Hemos reducido la lista a unos cuantos nombres, la mayor parte correspondientes a la lista que tus chicos confeccionaron en las Naciones Unidas. Tengo algunos hombres dedicados a la investigación.

—¿Puedo ver ese télex? —preguntó Sabrina.

Rust, con el dedo, le indicó que estaba sobre el escritorio.

Ella lo leyó y luego miró a Philpott.

—Usted no ha mencionado que el hombre de pelo negro tiene cada ojo de un color diferente.

—¿Cómo? —preguntó Philpott, desconcertado.

—¿No se lo dijo C. W., señor?

—No hablé con él. Llamó por la noche y habló con el oficial de guardia. Ésa es la descripción que me pasó.

—Jacques, deberías… —se interrumpió al observar la sombría expresión de Rust.

—Uno pardo, el otro verde, n’estce pas?

Sabrina asintió lentamente.

Rust desvió la vista hacia la pantalla.

—Su nombre es Joachim Hendrique.

—Balashikha —susurró Kolchinsky, la cara cenicienta.

—¿Balashikha? ¿La escuela de entrenamiento del KGB para los terroristas del Tercer Mundo? —preguntó Philpott, mirando a Kolchinsky.

—Bajo el mando del Directorio S, la división más temida en el propio seno del KGB —asintió Kolchinsky.

—Aquí no se menciona para nada la Balashikha —anunció Rust después de examinar la pantalla.

—No me sorprende. La verdadera identidad de los graduados en la Balashikha sólo es conocida por los miembros más antiguos del Directorio S. Todo el lugar está rodeado del secreto más impenetrable.

—Entonces, ¿cómo le conoce? —preguntó Philpott.

—Se decía que Hendrique había sido el mejor estudiante que se graduó nunca en la Balashikha. Este tipo de información tiende a filtrarse a los demás miembros de la jerarquía del KGB. Como accidentalmente, pero a propósito, ¿me comprende?

—¿Estaba su nombre en la lista? —preguntó Philpott a Rust.

Rust denegó con la cabeza.

—Las únicas fotografías que se conocen de él es una serie de instantáneas borrosas tomadas por un funcionario de la CIA en Nicaragua. Los rasgos son demasiado confusos para programarlos en el ordenador. El identikit sólo puede duplicar rostros previamente almacenados en el banco de memoria.

—Pero supiste quién era en el momento que mencioné el detalle de los ojos —dijo Sabrina, inclinada hacia delante, muy interesada.

—Intentó matarme una vez. Sucedió cuando yo todavía trabajaba para el SDECE. Recibimos el soplo de que un alijo de cocaína llegaría a Niza a bordo de un carguero sudamericano, así que cuando lo desembarcaron, pudimos apresar a la banda sin muchas complicaciones. Dos hombres intentaron escapar. Acorralé a uno en un almacén, donde consiguió engañarme y atacarme por detrás. Me arrebató la pistola de un golpe y luego me empujó contra una pared, hundiendo su pistola en mi estómago. Llevaba un pasamontañas negro, así que le vi los ojos: uno pardo, el otro verde. Apretó el gatillo, pero el cargador estaba vacío. Casi todos los criminales se atemorizarían en un momento así. Él se limitó a reír. Después me golpeó en la cabeza con la culata de la pistola, y lo único que recuerdo es que recobré la conciencia rodeado de mis compañeros. Se había escapado. Jamás olvidaré aquellos ojos mientras viva.

—Pero si no le viste la cara…

—Tener los ojos de diferente color ya es bastante extraño, pero además su complexión era la de un culturista —dijo Rust, interrumpiendo a Kolchinsky—. Es el mismo hombre, Sergei; apostaría mi carrera.

—¿Qué dice de él? —preguntó Philpott, señalando el ordenador.

Rust leyó el texto, traduciendo los aspectos más sobresalientes del francés al inglés.

—Nació en el Chad en 1947, y fue educado por misioneros. Se escapó por mar a los quince años y consiguió cierto prestigio como boxeador, bueno pero sádico. Reapareció en Amsterdam en 1969 como uno de los más extremistas y sediciosos miembros de la comunidad hippy, y su papel fue fundamental en la provocación de enfrentamientos entre ellos y la policía. Nunca le detuvieron. Desapareció y no hay noticias de él hasta 1975, cuando la CIA recibió la información de que entrenaba a los soldados del Movimiento Popular para la Liberación de Angola (MPLA), de ideología marxista. Después de Angola pasó a Nicaragua, donde combatió al lado de los sandinistas hasta la caída de Somoza en 1980. Desde entonces se ha visto implicado en operaciones ilegales de contrabando de armas por toda Europa. También sabemos que trafica con drogas en Amsterdam y sus alrededores. Se rumorea que vive en una casa flotante en la zona de Jordaan. Sus armas favoritas son una Desert Eagle, que siempre lleva encima, y una escopeta Franchi Spas. Hay un detalle que no consta en el informe: nunca trabaja por su cuenta. Se limita a utilizar sus músculos y a asegurarse de que la operación se desarrolla según lo previsto.

—Habría que felicitarle por la elección de sus armas, en especial la Desert Eagle —comentó Sabrina.

—¿Sabe el nombre de su cómplice? —preguntó Kolchinsky.

Rust abrió la carpeta que había sobre el escritorio y repasó con el dedo la lista de los sospechosos. Un nombre le llamó la atención y lo programó en el ordenador.

—Akkid Milchan. Treinta y siete años. Un metro noventa centímetros. Egipcio. Mudo. Sufrió graves quemaduras en la cara provocadas por una explosión a bordo de un petrolero liberiano en 1979. También vive en Amsterdam y ha trabajado a intervalos para Hendrique desde 1982.

—Al menos, ahora tenemos una idea de contra quién luchamos. Jacques, has dicho que el tal Rauff estuvo mezclado con tipos como Dauphin, Giselle y Umbretti. Averigua si alguno de ellos ha establecido contacto con Hendrique en los últimos meses. También quiero que investiguéis a Werner, pero, por el amor de Dios, sed discretos —Philpott se dirigió hacia un mapa de Europa clavado en la pared, mientras Rust llamaba por teléfono para dar las órdenes. ¿Sabrina?

Ella se levantó como impulsada por un resorte y se acercó, con las manos en los bolsillos de los abolsados pantalones de camuflaje.

—El tren está parado en Sion —dijo Philpott, señalando el nombre sobre el mapa con el extremo de la pipa.

—Y lo estará hasta mañana —añadió ella.

—Exactamente —corroboró el otro, con la clase de mirada que dedicaría un gran actor a una novata que acabara de robarle la función—. Sé que ha sido un día muy duro, pero quiero que te vayas en coche a Sion esta noche. Te hemos reservado una cama en el tren, así que podrás dormir un poco cuando llegues. Es necesario informar a Mike de los últimos acontecimientos.

—Piensa que Stefan está complicado, ¿verdad?

—No necesariamente, pero creo que la caja contiene los barriles.

—¿Por qué está tan seguro, señor?

—Instinto.

—Ya habla igual que Mike —sonrió ella.

Rust se desplazó en su silla de ruedas hasta el centro de la habitación.

—¿Alguien tiene hambre? Conozco un pequeño restaurante en la esquina en el que sirven una deliciosa choucroute garnie.

—Estoy desfallecido —reconoció Philpott, y luego se volvió hacia Sabrina.

—Come con nosotros antes de irte.

—Gracias, señor, pero comeré un bocado de camino.

—¿Friture de perchettes servida con salsa de mantequilla? Tu plato favorito, chérie —dijo Rust, y luego juntó los dedos y se besó las yemas.

—En otra ocasión, Jacques. Quiero llegar a Sion lo antes posible.

Rust se puso la chaqueta, les guió al pasadizo y salieron a la calle por una puerta lateral, pues la tienda de antigüedades ya había cerrado. Sabrina se subió la cremallera del anorak al percibir el frío aire nocturno, y buscó en los bolsillos las llaves del Audi Coupé.

—Vamos, te escoltaremos hasta el coche.

Philpott la obsequió con una sonrisa tranquilizadora. Después, él y Kolchinsky desaparecieron en la esquina rumbo al restaurante.

—¿Quieres que te empuje?

—Será como en los viejos tiempos, cuando guardabas mis espaldas —replicó Rust con una sonrisa.

—Y ya ves lo que pasó —dijo con amargura Sabrina.

—¿Cuándo te darás cuenta de que no fue culpa tuya? Si hubieras interpuesto la cabeza para protegerme no estarías ahora empujando esta silla de ruedas. Sabes muy bien que nunca te he culpado por lo que sucedió aquella noche; son los riesgos del oficio. Además, ¿por qué discutimos siempre de lo mismo cuando nos vemos?

Ella permaneció en silencio.

—¿Cómo está Mike? —preguntó Rust para romper el silencio.

—Bien —respondió ella, distraída.

—Dale recuerdos —dijo él cuando llegaron al Audi Coupé.

—Lo haré.

Sabrina abrió la portezuela del conductor, le abrazó y subió a toda prisa.

Él esperó a que el Audi Coupé se hubiera mezclado con el tráfico nocturno para dirigirse al restaurante. Philpott y Kolchinsky estaban sentados a la mesa más próxima a la puerta enrejada del pequeño bar.

—No es preciso que os sentéis aquí por mí —dijo, saludando al camarero con el gesto habitual: significaba que tomaría lo de siempre.

—Así te ahorras abrirte paso entre todas esas mesas y sillas —explicó Kolchinsky.

—Mi Monza llega hasta aquí —dijo Rust, extendiendo el brazo.

—¿Cuánto tardarás en obtener información sobre Werner y los demás?, preguntó Philpott.

—Me la enviarán tan pronto como la tengan. Sospechas de Werner, ¿verdad?

—Creo, desde luego, que su compañía está metida en algo. Si resulta que él está personalmente comprometido, nos será muy difícil demostrarlo.

Herr Stefan Werner.

Las cabezas se volvieron automáticamente cuando el maestro de ceremonias pronunció el nombre.

Werner, próximo a la cincuentena, era un hombre bajo y corpulento, de escaso cabello castaño y un bigote de color bermejo muy bien delineado que se afilaba sobre la comisura de los labios. Su especial carisma le había convertido desde hacía mucho tiempo en uno de los solteros más codiciados de Europa. Entró en la suntuosa sala de baile y paseó la mirada a su alrededor, calculando a simple vista la riqueza de sus anfitriones. Ignoró el piso de mármol veteado, las columnas neodóricas y las complicadas filigranas del techo de roble. Lo único que le interesaba era la colección de cuadros que colgaba de las paredes revestidas de paneles de cedro. Las mansiones se podían comprar a plazos; los cuadros se pagaban al contado. Consideraba que era una forma muy elegante y apropiada de eliminar a quienes pretendían acceder a la crema de la opulenta élite de Europa.

La anfitriona se desprendió de un grupo de amigas y se bamboleó hacia él con los brazos abiertos. Se abrazaron un instante. Ella era la nieta de algún olvidado noble prusiano, y en otros tiempos había sido la propietaria, junto con su esposo, de un hermoso castillo del siglo XVI que dominaba la ciudad de Assmannshausen, en el valle del Rin, antes de venderla para instalarse en su actual mansión, en las afueras de Berlín. Insistían en que habían ascendido un peldaño en la escala social; Stefan, en secreto, no estaba de acuerdo.

—Me alegra que hayas podido venir esta noche, Stefan. Ya sabes lo muy popular que eres entre las damas solteras.

—Me halagas, Marisa —replicó Werner con una sonrisa afectada: Ya sabes lo mucho que disfruto en tus fiestas. Lo único que lamento es haber llegado un poco más tarde de lo previsto, a causa de una cita.

Dominaba desde hacía mucho tiempo el arte de mentir con tacto.

—Lo principal es que estés aquí. Si no me equivoco, estabas en el teatro, ¿verdad?

—En la Filarmónica. El Mesías de Haendel, interpretado por la Filarmónica de Berlín y el Coro Masculino de Schönberg. Me lo perdí la última vez.

—Parece que te gustó —dijo ella, guiándole por la sala.

—No sólo me gustó, sino que me extasió —replicó Werner, y se sirvió una copa de champaña de la bandeja que pasaba el camarero.

Captó el final de una discusión susurrada a sus espaldas acerca de su riqueza, y se quedó horrorizado al oír que el grupo la cifraba en ciento cincuenta millones de libras. No sólo era el dueño de Líneas Werner, un imperio naviero a escala mundial que contaba con más de ciento cuarenta barcos en activo, sino que se había introducido en la industria de transportes en los últimos cuatro años. Consiguió controlar una importante sección de ese mercado tan competitivo comprando una serie de pequeñas y esforzadas compañías y poniéndolas bajo la dirección conjunta de un equipo de directores bajo sus órdenes exclusivas. Con la compañía de transportes trabajando mano a mano con la empresa naviera, estaba en condiciones de oponerse a sus competidores ofreciendo a los clientes el tipo de venta de artículos en conjunto que ningún director de empresa podía resistir. Su porcentaje de éxitos resultaba patente por el número de encarnizados competidores, muchos de los cuales acababan cediendo a sus condiciones y pasaban a engrosar su imperio…

—Stefan, casi me olvido de decírtelo: alguien quiere verte.

Otro de sus invitados inesperados que siempre parecían hacerse un hueco en la lista de invitaciones cuando era seguro que Werner acudiría a una de sus fiestas. Aunque Marisa lo hacía por él, ya estaba harto de que le presentaran a mujeres más interesadas en su cuenta bancaria que en su persona. De todas formas, su posición en sociedad era demasiado elevada para que la mancillaran las indiscretas infidelidades de alguna esposa aburrida del éxito de su marido. Había visto a demasiados industriales europeos apeados de sus pedestales por revelaciones sensacionalistas acerca de la patética vanidad de sus esposas, que derrochaban el dinero de la familia en sucesivos gigolós hipersexuados. La soltería le sentaba de maravilla.

—Llegó hace media hora y dijo que quería verte urgentemente. Indicó que te dijera «Brasil, 1967», y que lo comprenderías enseguida.

—¿Dónde está, Marisa? —preguntó, asiéndola por los brazos.

—Le dejé en el estudio. ¿Es ruso? —preguntó, acentuando la última palabra.

—Sí, es un viejo amigo.

—Supongo que será el KGB —rio ella.

Los ojos de Werner se entornaron, amenazantes, pero se controló al instante y sonrió.

—Has visto demasiadas películas de madrugada. No, nos dedicamos a los mismos negocios.

—¿Está casado? —preguntó Marisa con un travieso brillo en los ojos.

—No, pero dudo que encuentres en esta sala a muchas pretendientes que deseen cambiar los placeres de Occidente por una dacha en Rusia.

—Quizá podríamos animarle a… desertar. ¿No es la palabra que utilizan?

—Sería difícil que lo consiguieras.

—Llamaré a un criado para que te guíe.

El criado le condujo a través del vestíbulo hasta una puerta chapada, que le abrió.

—¿Quiere beber algo, señor?

—No, gracias.

El criado se inclinó y cerró la puerta tras él.

Benin abrazó a Werner y luego le apartó un poco.

—Tienes un excelente aspecto, amigo mío.

—Me lo puedo permitir —respondió Werner con una sonrisa. Se dirigió al aparador. ¿Whisky?

—Sí, por favor —Benin descorrió las cortinas de terciopelo y contempló el jardín brillantemente iluminado—. Este lugar ¿es seguro para hablar?

Werner vertió whisky en dos vasos y le ofreció uno a Benin.

—Muy seguro. ¿Alguna noticia del hombre que vio Hendrique, o del que visitó la planta de Maguncia?

—Todavía nada, pero tengo un equipo trabajando las veinticuatro horas, de modo que encontrar respuestas es sólo cuestión de tiempo.

Benin caminó hacia el escritorio, miró distraído la foto familiar enmarcada y se volvió hacia Werner.

—He venido para pedirte que dirijas las operaciones a bordo del tren.

—¿Y Hendrique?, preguntó Werner.

—Obedecerá tus órdenes.

—Ya sabes lo muy independiente…

—¡Hará lo que se le diga! —le interrumpió Benin. Luego bajó la voz—: He tolerado sus insubordinaciones en el pasado, pero sabe exactamente lo que le ocurrirá si esta vez no obedece. Creo que le encontrarás muy cooperativo.

—Será la primera vez —se sorprendió Werner—. ¿Cómo lo has conseguido?

—Obra en mi poder un informe completo sobre sus actividades en el tráfico de armas y drogas en los últimos años. Si se aparta un pelo de las instrucciones, el informe irá a parar a las manos adecuadas.

—¿Las autoridades?

—¿Desde cuándo le ha asustado la ley? Sin duda habrás oído hablar del asalto a un carguero venezolano en Amsterdam, hace un par de años, cuando una banda que se hizo pasar por la policía portuaria se apoderó de un cargamento de marihuana valorado en un millón de libras.

—¿Hendrique?

—Correcto. Pensó que el cannabis era propiedad de un gánster holandés de segunda fila que pretendía introducirse en el sindicato de Amsterdam. Cometió un grave error. El cargamento pertenecía a la Mafia.

Werner silbó por lo bajo.

—La Mafia puso inmediatamente precio a la cabeza de la banda. La medida todavía sigue vigente —Benin contempló cómo Werner encendía un cigarrillo antes de proseguir. Hablé con Hendrique por teléfono antes de abandonar Berlín Este. El tren saldrá de Sion mañana por la mañana a las nueve. Su siguiente parada es Brig, la última estación antes del túnel del Simplon. Sube al tren allí; él te estará esperando.

—Un helicóptero de la compañía estará cargado de combustible y listo para despegar dentro de una hora.

—Hay algo más —dijo Benin, tomó una cartera oculta tras su butaca y se la tendió a Werner.

Werner supo lo que contenía, aunque nunca la había visto antes. Se agitó, nervioso, y la abrió. Después, casi a desgana, examinó su contenido: una caja plateada del tamaño de una calculadora de bolsillo, alojada en el centro de una capa de gomaespuma.

—Hay un ordenador en miniatura en la tapa. —Werner lo examinó. Una estrecha pantalla sobre una fila de números, ordenados del uno al nueve.

—¿Cuáles son las coordenadas?

—Uno-nueve-seis-siete —replicó Benin.

—Debería haberlo adivinado —dijo Werner, y se dispuso a teclear los dígitos.

—¡No lo toques!

Werner apartó la mano como si el teclado le hubiera dado una descarga eléctrica.

Benin sonrió como disculpándose.

—Sólo puede abrirse una vez.

Werner sintió que una oleada de sudor perlaba su frente, y la secó antes de que resbalara por su cara.

—Sólo debe utilizarse como último recurso.

—Lo tendré en cuenta —dijo Werner, y cerró la caja con llave después de memorizar la combinación. Benin alargó su mano, que Werner estrechó.

—Buena suerte, amigo.

Benin salió de la habitación. Werner colocó la cartera junto a la silla y después se sirvió una buena ración de whisky de la botella de cristal tallado.

Graham arrojó el periódico sobre el asiento de enfrente y se dirigió al vagón restaurante. Estaba desierto, a excepción del camarero de aspecto soñoliento, que le miró como si entrara en una propiedad privada.

—Café —pidió Graham mientras se sentaba.

El camarero le miró con indiferencia y desapareció a continuación por una de las puertas batientes.

El tren ya había salido de Sion cuando se produjo el alud, y ante la amenaza de derrumbamientos menores, retrocedió hacia el refugio de la estación. Los pasajeros fueron informados de que pasarían allí el resto de la noche. El restaurante de la estación prometió permanecer abierto hasta la medianoche, y el vagón restaurante ofrecería bocadillos y bebidas, todo por cuenta de la compañía, el resto de la noche.

Graham consultó su reloj. Casi la una de la mañana. El camarero depositó ante él la taza de café humeante, derramando un poco en el platillo.

—¿Pretende Dios con sus actos recordarnos cuán mísera es nuestra condición de mortales?

Graham miró a su alrededor, sorprendido por la voz que había sonado a su espalda.

Hendrique, que había vuelto a tomar el tren en la estación anterior, Vetroz, miraba por la ventanilla situada detrás de Graham.

—Lamento haberle sobresaltado. Imagino que habla inglés, ¿no es así?

—Sí.

—¿Le importa si le acompaño? —preguntó Hendrique, indicando las dos sillas que había frente a Graham.

—Siéntese.

Hendrique castañeteó los dedos para despertar al somnoliento camarero.

—¡Cameriere! Un cappuccino, per favore.

El camarero se apartó de la barra y desapareció por las puertas batientes.

—¿Es italiano?

Hendrique acercó una silla y tomó asiento.

—No, pero es uno de los idiomas que he aprendido a hablar en el curso de los años.

—Estoy impresionado —dijo Graham con apenas velado sarcasmo—. ¿Cuántos habla?

—Un montón —replicó Hendrique con un encogimiento de hombros. Creo que me llevo mejor con los nativos cuando hablo su idioma. ¿Le interesan los idiomas?

—Sólo uno. El inglés.

Hendrique esperó a que el camarero le trajera el café y abandonara el vagón restaurante para proseguir la conversación.

—Parece la clase de hombre que ama los desafíos.

—Tal vez —contestó Graham, intrigado.

—He ideado un juego de mesa para hacer más llevaderas estas situaciones tan aburridas. El objetivo es conseguir que el oponente se someta. Sin embargo, existe una dificultad. Se juega por dolor, no por dinero. Los débiles lo calificarían sin duda de sádico; yo lo entiendo como una prueba de carácter y de energía interna. ¿Le interesa?

—Como dijo antes, parezco la clase de hombre que ama los desafíos.

—Excelente —Hendrique se puso en pie—. Voy a buscarlo a mi compartimento. Vuelvo enseguida.

Apenas había terminado Graham su café, cuando Hendrique volvió con una cartera de cuero color pardo. La puso sobre la mesa y la abrió. Después de sacar lo que contenía cerró la tapa y colocó la cartera junto a su silla.

Consistía en un tablero de madera de cinco centímetros de espesor. La superficie, de treinta y ocho centímetros de largo por veinte de ancho, estaba dividida en dos secciones iguales por una escala a lo largo del tablero, con los números del uno al diez impresos. A cada lado de la escala había un conjunto de tres luces equidistantes entre sí y un mando metálico que se levantaba unos centímetros sobre el nivel del tablero. A cada lado de éste un brazalete metálico iba unido a un circuito conectado al mando respectivo mediante un cable eléctrico.

Hendrique, utilizando dos servilletas de papel para protegerse las manos, desenroscó la bombilla del techo, situada encima mismo de la mesa, y conectó a la corriente un cable mediante unas pinzas. El otro extremo del cable lo enchufó a un lado del tablero.

—Las reglas son muy sencillas. Cada uno se pone un brazalete en torno a la muñeca y después presiona la palma de la otra mano sobre el mando metálico. Cuando el mando queda paralelo al tablero activa el circuito eléctrico y el juego comienza —Hendrique pasó el dedo sobre el indicador—. Esto controla la intensidad de la corriente que pasa por el circuito en un momento dado. El número uno se iluminará automáticamente tan pronto como se active el circuito, y la corriente aumenta a medida que los números progresan. Del uno al cinco es de color verde, ámbar del seis al ocho, y rojo para el nueve y el diez. Creo que los colores son bastante explícitos. Gana el que resiste a su oponente y aguanta la mano sobre el mando más rato. Jugamos a tres partidas, de ahí las luces. En cuanto el perdedor suelta el mando, la luz de su lado se enciende. Eso es todo.

—¿Cuánto tardan los números en encenderse?

—Cinco o seis segundos. Es la única pega del juego: se termina muy deprisa.

—Es bastante ingenioso —reconoció Graham.

—Mucho más que el Monopoly.

Hendrique apartó el mantel y sujetó el tablero a la mesa mediante cuatro potentes ventosas. Los dos se rodearon una muñeca con cada brazalete y lo cerraron, colocando las diminutas llaves en el centro del tablero. Hendrique asintió con la cabeza y ambos presionaron las manos al mismo tiempo sobre el mando metálico. Graham sintió al instante un hormigueo en su mano, que se extendió con suma rapidez al brazo y al pecho. Aunque Hendrique tenía la vista fija en él, Graham estaba más interesado en observar los progresos del indicador. Cuando cambió de verde a ámbar la corriente se intensificó y, antes de que pudiera impedirlo, Graham levantó la mano del mando. No esperaba la desagradable descarga que recibió su otro brazo, pero la escasa longitud del cable le previno de apartarla más de la mesa.

—Lo siento —dijo Hendrique sin que su voz sonara muy convincente—. Olvidé decírselo: al perder la partida, como castigo complementario se produce una descarga transmitida mediante un electrodo situado en el interior del brazalete.

—No hace falta que me lo aclare —replicó secamente Graham.

—Hay algo más. Esas descargas suplementarias se triplican de intensidad cada vez. Si sufre del corazón, será mejor que abandone ahora. Una descarga nueve veces superior a la que acaba de recibir podría matarle. De hecho, ya ha sucedido en el pasado.

—Juguemos.

—Como no le expliqué bien las reglas al principio, lo mejor será que comencemos de nuevo…

—No necesito que me mimen —interrumpió Graham. Un juego a favor de usted.

—Como quiera —replicó Hendrique, y apoyó la mano en el mando.

Esta vez Graham aguantó la mirada de Hendrique. El color del indicador cambió de verde a ámbar y los ojos de Graham se entornaron, sin que la mirada disminuyera de intensidad. Hendrique fue incapaz de sostener el examen de Graham y, desorientado, desvió la vista, suavizando sin darse cuenta la presión sobre el mando. La descarga se propagó por su brazo, y se agarró al brazalete como si intentara arrancarlo de la muñeca. Cerró los ojos hasta que cesó el martilleo en su cabeza, y se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano.

—Empatados —dijo Graham con evidente satisfacción.

Hendrique inhaló aire varias veces, pero no hizo comentario alguno. Era la primera vez que perdía una partida desde que ideara el juego tres años antes. Se inclinó hacia delante y posó la mano sobre el mando. La palma todavía le hormigueaba a causa de la descarga.

La última partida había finalizado en el número ocho. Graham sabía ahora que podía llegar a diez sin soltar el mando. Hendrique tenía razón: era una prueba de energía interior.

Ambos presionaron los mandos. Hendrique, escarmentado por su error, no se concentró en la cara de Graham, sino en el indicador. Graham también lo miró, y dio un respingo de irritación cuando del cinco verde se pasó al ámbar seis. Si Hendrique le hubiera advertido al principio de que la corriente se intensificaba al cambiar de color, el juego ya habría terminado. Siete. Ocho. Apretó la mandíbula a medida que la barrera del dolor parecía resquebrajarse a cada segundo. Nueve rojo. Su mano empezó a temblar y sus ojos se humedecieron. Experimentó una súbita y fugaz sensación de camaradería con Hendrique. Diez rojo. La espalda de Graham se arqueó y utilizó cada átomo de energía interna para obligarse a no soltar el mando. Tuvo una rapidísima visión de Hendrique a través del distorsionado velo de dolor. La cabeza de Hendrique estaba echada hacia atrás, y un silencioso chillido escapaba de su boca abierta. Graham supo en esa fracción de segundo que había ganado. Hendrique se hallaba al borde de la derrota. Con esa absoluta seguridad, Graham se dio ánimos y luego soltó el mando.

No recordó nada más.

Graham estuvo sentado un rato en el desierto vagón restaurante después de recobrar el sentido. Se aplicó masajes en las sienes con sus dedos temblorosos, para calmarse las palpitaciones de la cabeza. Cuando por fin se levantó, las piernas le fallaron y necesitó apoyarse en las mesas para avanzar hacia la puerta. Pasó al siguiente vagón, asiéndose con fuerza a la barandilla, y se desplazó lentamente por el pasillo hasta llegar a su compartimento. Abrió la puerta y entró tambaleándose.

La puerta de comunicación se abrió al instante y Sabrina entró con la Beretta en la mano. Se asomó a la puerta del compartimento, comprobó que el pasillo estaba vacío y la cerró con llave.

—¿Has estado bebiendo? —fue lo primero que se le ocurrió cuando vio que Graham sepultaba la cabeza entre las manos.

Él levantó la cabeza bruscamente, sorprendido por su voz, y se encogió a causa del dolor que le produjo el movimiento.

—¿Qué haces aquí?

—Soy tu compañera, ¿recuerdas?

—Ya sabes a qué me refiero —espetó él, y de nuevo el dolor se expandió por su cabeza.

—El jefe me envió de vuelta —replicó Sabrina con indiferencia, y se agachó frente a él.

—¿Qué ha pasado?

—Mi cabeza —murmuró Graham.

Sabrina desapareció en su compartimento y regresó con un vaso de agua y dos paracetamoles.

—Creía que nunca tomabas calmantes —dijo Graham, mirando su mano abierta.

—Pero tú sí, y apuesto a que no has traído ninguno. Graham aceptó las tabletas y las ingirió con un trago de agua. Luego se sentó y cerró los ojos.

Sabrina se sentó en la litera opuesta y tomó la novela que había encima. Otra de James Hadley Chase. No era el tipo de autor que le gustaba. Leía muy poca novela negra, pues le recordaba demasiado su profesión.

—No te gustaría.

—Ya lo sé. ¿Qué le ha pasado a tu cabeza?

Le contó su desafío con Hendrique.

Ella meneó la cabeza con incredulidad, cuando hubo finalizado.

—No es la primera vez que arriesgas tu vida por un reto, y seguro que no será la última.

—No lo entiendes, ¿verdad? No es el desafío lo que cuenta, sino la psicología subyacente. En ese tipo de confrontaciones cara a cara entre individuos de fuerza similar, siempre gana el que posee mayor fuerza de voluntad. Imagínate a dos boxeadores, por ejemplo. Ambos cuentan con fortaleza y peso semejantes, pero gana el que se preparó psicológicamente antes del combate. La pericia y la experiencia no sirven de nada si un boxeador no se mentaliza antes de subir al ring. La intimidación conduce siempre a la derrota.

—Perdiste, de modo que no sé para qué te sirve esa teoría.

—No perdí, le dejé ganar. Existe una gran diferencia. Me limité a invertir la teoría.

—Dicho de otro modo, cuando os enfrentéis de nuevo estarás seguro de derrotarle, pues él estará convencido de que puede ganarte.

—Por fin.

—Pero ¿qué pasaría si fuera yo quien se le enfrentara?

—Sólo tú puedes responder a esa pregunta.

Ella meditó sus palabras y se levantó.

—Déjame ver tu brazo.

—¿Mi brazo?

—Donde el electrodo entró en contacto con la piel.

—No es nada —musitó Graham, pero se subió la manga de la camisa para dejar al descubierto la zona inflamada de la cara interna de la muñeca.

Ella le contó los últimos acontecimientos de Zúrich mientras vendaba la herida, informándole sobre los antecedentes de Hendrique y Milchan, así como de las instrucciones de Philpott.

—Jacques te envía recuerdos —concluyó mientras aseguraba el vendaje con una tira de esparadrapo.

Graham se sentó y se masajeó las sienes, con los ojos cerrados.

—Le aprecias mucho, ¿verdad?

—Siempre, desde la primera vez que trabajamos juntos.

—¿Hubo…? Olvídalo.

Era un aspecto de Graham que desconocía. Parecía más extrovertido que de costumbre. Supuso que se trataba de un simple desliz, pero quiso continuar la conversación tanto como fuera posible.

—¿Lo que ibas a preguntar es si hubo algo entre Jacques y yo?

—No es asunto mío.

—¿Por qué no? ¡Eres mi compañero, por el amor de Dios!

—No grites.

—Lo siento —dijo con una sonrisa de disculpa—. Y no, no hubo nada entre nosotros. Era el hermano que nunca tuve, un confidente al que podía pedir consejo cuando lo necesitaba.

—¿Ha habido algún hombre importante en tu vida?

—Bueno, estuvo Rutger Hauer… —río—. Nadie en especial. Sostuve algunas relaciones ocasionales al abandonar la Sorbona. Actualmente el trabajo ocupa casi todo mi tiempo.

—¿Crees que te casarás alguna vez?

—El matrimonio no ocupa un lugar muy destacado en mi lista de prioridades, pero me parece que cambiaré de opinión en cuanto encuentre a la persona apropiada.

—Es lo único que cuenta: la persona idónea.

Sabrina sabía lo que pasaba por su mente. Jamás había hablado antes de su esposa y de su hijo.

—Carric era la persona idónea.

—¿Dónde la conociste?

—En Elaine’s.

—¿El bar de la Segunda Avenida?

—Sí. Yo estaba con unos compañeros de Delta. Nos dieron permiso después del fracaso de la Operación Garra de Águila, el así llamado intento de rescatar a los rehenes norteamericanos de nuestra embajada en Teherán, en 1980. Ella se encontraba allí con unas amigas de Van Cleef y Arpels, donde solía trabajar. Las convencimos de que fueran a sentarse con nosotros y ella se acomodó a mí lado. Bien, nos quedamos hablando y aceptó salir a cenar conmigo la noche siguiente. Nos casamos cinco meses más tarde —sonrió con tristeza—. Era muy tímida. Lo era desde la niñez, porque sus compañeros de clase se burlaban de su tartamudez. La superó a los dieciocho, pero reaparecía cuando se ponía nerviosa.

—¿Cuándo nació vuestro hijo?

—Casi al año justo de casarnos. Quería que Mike fuera de mayor a la universidad y se convirtiera en médico o abogado. Yo deseaba que creciera y se convirtiera en jugador de rugby. Cuando tenía tres años lo llevé a su primer partido de los Giants. Se sintió como pez en el agua, y desde entonces me preguntaba durante horas interminables acerca de los diferentes tipos de juegos, sobre todo cuando veíamos la tele. Siempre imaginé que algún día, en el estadio de los Giants, me volvería hacia el tipo de al lado y le diría: «Mi hijo está jugando ahí abajo». Habría sido el padre más orgulloso de toda la historia del deporte.

—¿Se parecía a ti?

—La viva imagen, según mi madre —sacó la cartera, la abrió y le tendió una foto—. Es la última fotografía de ellos que tomé. Aún estaba el carrete en la cámara cuando…, cuando los raptaron. Estuve a punto de no revelarla, pero ahora me alegro de haberlo hecho. Hay una ampliación sobre mi mesita de noche.

Ella examinó la fotografía y comprendió al instante por qué se había sentido atraído hacia Carrie. Estaba agachada, y Sabrina calculó que mediría algo más de metro sesenta. Era esbelta y de tez pálida, casi lechosa. Tenía el tipo de ojos pardos grandes y seductores que los autores de los años cincuenta habrían descrito como «lo bastante grandes para que un hombre se ahogara en ellos». El pequeño Mike estaba de pie junto a ella con una camiseta de los Giants y una pelota de rugby bajo el brazo. Su rostro era el del típico niño travieso, y el fino pelo rubio le caía casi hasta los hombros.

—Debe de haber sido muy travieso —dijo ella, devolviéndole la foto.

—Como todos los niños de cinco años. A veces aún me despierto por las noches y trato de justificar la decisión que tomé en Libia. Sacrifiqué a mi familia a cambio de siete terroristas que planeaban realizar atentados con bombas en algunas de las principales ciudades norteamericanas. Mi orden de atacar salvó sin duda miles de vidas inocentes, pero eso todavía no me reconforta. Moralmente, hice lo que debía, pero personalmente fue una equivocación. No hay término medio.

—Como dijiste antes, las únicas personas que conocen su verdadera energía interna son ellas. Deberás reconciliarte contigo mismo.

—Gracias.

—¿Gracias?

—Por no compadecerme, como los demás. Hablas con más sensatez que todos aquellos psiquiatras juntos —Graham consultó su reloj.

—Anda, es hora de que durmamos un poco.

Ella se puso en pie y ahogó un bostezo.

—¿Cómo va tu cabeza?

—Me zumba —replicó Graham, izándose hasta la estrecha cama.

—Nos veremos por la mañana —dijo Sabrina, dirigiéndose hacia la puerta de comunicación.

—¿Sabrina?

Ella se detuvo cuando estaba a punto de cerrar la puerta y le miró.

—El hombre que secuestró a Carric y a Mikey fue entrenado en la Balashikha.

—No sería…

—No, no fue Hendrique —dijo, mirándola de nuevo a sus ojos—. Me preguntaste antes qué pasaría si fueras tú la que terminara enfrentándose con él. No te preocupes, no tendrás ocasión. Es mío.

Ella sintió que un escalofrío recorría su espina dorsal cuando cerró la puerta a sus espaldas.

El hombre que se reunió con Hendrique para desayunar a la mañana siguiente era Eddie Kyle, un fornido londinense de cuarenta y ocho años, de piel pálida y pelo rojizo cortado a cepillo. En Scotland Yard constaba un grueso expediente sobre sus delitos, y estaba en la lista de personas buscadas por una serie de crímenes; el más grave era el asesinato de un gánster del East End. El crimen había sido ordenado por Hendrique, para quien Kyle había trabajado durante los últimos cinco años. También era un experto piloto de helicópteros y avionetas, y volaba exclusivamente para Hendrique, transportando armas y drogas dentro y fuera de Amsterdam.

—Todo está arreglado —dijo Kyle.

—Excelente —Hendrique miró a Sabrina cuando entró en el vagón restaurante—. ¿No es ésa la mujer que mató a Rauff?

Kyle fingió que paseaba la vista por el vagón, y sus ojos se detuvieron en ella un instante.

—No cabe la menor duda.

—¿Estás seguro? Me dijiste que la capucha del anorak le tapaba en parte la cara.

—No vi bien su cara —sonrió Kyle, pero no soy de los que olvidan con tanta facilidad una figura semejante. Es ella. Qué pena.

—¿Sentimentalismos a tu edad? —preguntó Hendrique con desdén.

Kyle contempló la imagen de Sabrina reflejada en la ventanilla de su lado.

—Lo que pasaba por mi mente no tiene nada que ver con el sentimentalismo.

—Mató a Rauff y te habría matado a ti de no haberte acompañado la buena suerte. Estamos tratando con una profesional, no con una de tus estúpidas putas de Amsterdam. Recuérdalo la próxima vez, podría salvarte la vida.

La rabia que reflejaba la voz de Hendrique bastó para borrar toda expresión de la cara de Kyle. Permaneció en silencio el resto del desayuno.

Karen Schendel levantó la vista y sonrió cuando Whitlock llamó con los nudillos en la puerta abierta.

—Buenos días —dijo con voz cordial, y señaló el escritorio para recordarle el micrófono.

—Buenos días.

Él hizo un gesto para que se apartara a un lado, a fin de examinar el micrófono. Karen echó la silla hacia atrás pero no se levantó, sino que continuó hablando mientras Whitlock se agachaba con la cabeza algo ladeada para mirar debajo del escritorio. Era tal como ella lo había descrito, el tipo de aparato que suele costar unos cien dólares en el mercado negro. Perfeccionado y muy pequeño. Sus ojos examinaron de refilón las piernas enfundadas en finas medias negras, exquisitamente torneadas, todavía mejores que las piernas de Carmen. Pensar en su esposa le hizo apartar la vista con cierto sentimiento de culpabilidad, y cuando miró a Karen ésta le sonrió. Iba a disculparse cuando recordó el micrófono, de modo que dio la vuelta al escritorio y se sentó.

—¿Café? —preguntó ella.

—He tomado en el hotel. Me gustaría empezar, si no le importa.

—En absoluto —replicó ella mientras ordenaba sus papeles en un montón.

Esperó a que estuvieran fuera del despacho para hablar de nuevo.

—¿Te duele el hombro todavía?

—De momento no percibo ninguna secuela. Tomé un buen baño caliente anoche; no creo que sufra más molestias. —Whitlock agitó el brazo.

—Estaba preocupada por ti.

La sinceridad de su voz le sorprendió.

Ya dentro del ascensor, ella apretó el botón de la planta a la que se dirigían y le tendió una hoja de papel doblada. Había una lista de cuatro nombres escritos con su bonita letra.

—Ésos son mis sospechosos, en especial el doctor Leitzig. Será la persona con la que te entrevistes primero.

—¿Qué cargo ocupa?

—Es el técnico jefe de la planta. Esto significa que supervisa toda la operación de reprocesamiento.

—¿Se encarga del inventario mensual?

—Junto con el director de la planta y otros miembros del equipo científico. El control es muy estricto.

—¿Colabora en la confección de los inventarios?

Las puertas se abrieron, y salieron a otro pasillo alfombrado.

—No, se hace por ordenador. Como te dije anoche, la diversión se opone a MNE. El plutonio fue robado antes de que las cifras llegaran a los ordenadores.

Whitlock la tomó por el brazo antes de que llamara a una puerta de cristal mate, situada a mitad del pasillo.

—Has formulado muchas acusaciones, pero careces de la menor prueba para apoyarlas.

—Ya te lo dije, no tengo pruebas…

—Entonces, ¿en qué se fundan tus sospechas?

—No me crees, ¿verdad? No me crees.

—En este momento no sé qué creer. Has de proporcionarme algo constructivo para empezar a trabajar, ¿no lo entiendes?

—Me bastaría una simple llamada telefónica al director de la planta para destruir tu falsa identidad —respondió Karen con los ojos llameantes.

—¿Y qué ganaríamos con ello? —respondió Whitlock con serenidad.

Ella suspiró profundamente y asintió con la cabeza.

—Lo siento, C. W., no estoy acostumbrada a confiar en la gente que me rodea. Te diré todo lo que sé después de tu entrevista con Leitzig. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —respondió él de mala gana, pues le habría gustado saber más antes de hablar con Leitzig.

Karen llamó con los nudillos a la puerta y la abrió sin esperar. Una empleada de edad madura levantó los ojos de la máquina de escribir y les sonrió. Las dos mujeres hablaron con gran rapidez en alemán, puntuando la conversación con carcajadas.

Karen se volvió después hacia Whitlock.

—Lamento utilizar el alemán. Esta mujer no habla inglés.

—¿Y Leitzig?

—Él sí, pero cuesta hacérselo hablar. A veces es muy obstinado. Nos veremos más tarde.

Whitlock intercambió una sonrisa de cortesía con la secretaria después de que Karen se marchara, tomó la única revista que había sobre la mesa de café y la hojeó: el manual para programar ordenadores escrito en alemán no contribuía demasiado a estimular su interés.

La puerta interior se abrió. El hombre que se asomó al umbral tendría cerca de sesenta años. Su pelo era gris y utilizaba gafas redondas con montura metálica.

Whitlock se puso en pie y estrechó la mano que le ofrecían, dispuesto a no hablar hasta saber el idioma que pretendía usar el doctor Leitzig.

—Soy el doctor Hans Leitzig.

Fue un alivio para Whitlock comprobar que no se expresaba en alemán.

—Voy de camino a la zona de procesamiento. ¿Quiere acompañarme y observar el funcionamiento de la planta?

—Gracias, con mucho gusto.

—¿En qué hotel se hospeda?

—En el Europa.

—Buena elección —comentó Leitzig, y luego conversó unos breves momentos con su secretaria.

Whitlock le examinó. Podría haber sido el conductor del Mercedes que les atacó en el hotel Hilton, pero la mayor parte de la población masculina de Maguncia se adaptaba a los escasos detalles de que disponía. Todo había ocurrido con mucha rapidez.

—Karen me ha dicho que usted tiene la intención de centrar el artículo en los trabajadores más que en el aspecto técnico de la planta. Me parece una buena idea, sobre todo considerando la mala publicidad de la industria desde Chernóbil.

—Es lo mismo que pienso yo —mintió Whitlock, con la esperanza de aparentar sinceridad.

Leitzig le guió hasta los vestuarios, donde se pusieron batas blancas. Hubo que recordarle a Whitlock la obligatoriedad de prenderse la placa medidora de radiación.

—¿Qué parte de la zona de reprocesamiento le enseñó Karen ayer?

—No estaba libre. Me acompañó su ayudante. No me trajo hasta aquí.

—¿Qué sabe sobre las operaciones de reprocesamiento? —le preguntó Leitzig al salir de los vestuarios.

—Me temo que no mucho —mintió.

—No es difícil de comprender. Venga, le enseñaré dónde empieza todo.

Leitzig le guió por una serie de pasillos hasta que llegaron a una zona donde, en un letrero, se leía «DEPÓSITOS DE AGUA». Al lado, figuraba la señal de prohibido entrar, y debajo las palabras «SOLO PERSONAL AUTORIZADO», con letras negras. Leitzig introdujo su tarjeta de identidad en una de las puertas de acero. Se abrió y reveló una caverna verdosa de unos cien metros de largo y unos veinticinco de altura sobre el nivel del agua. El agua, según le informó Leitzig, tenía una profundidad de diez metros. Dos estrechos puentes elevados recorrían la longitud de la caverna, y cuatro más pequeños se hundían en el agua, todos protegidos por barandillas.

Leitzig señaló las filas de contenedores metálicos sumergidos, y describió cómo habían sido transportados hasta la planta en cajas de cien toneladas y paredes de treinta y cinco centímetros de espesor.

—¿Cuánto tiempo llevan almacenados?

—Nueve días aquí, y previamente otros nueve en la central nuclear.

—Debo suponer que el agua actúa como elemento refrigerante… —comentó Whitlock mientras se inclinaba sobre la barandilla para contemplar el agua a dieciséis metros bajo sus pies.

—Así es. Actúa como coraza para los trabajadores. Todos estaríamos ya irradiados si el agua no absorbiera la radiación emitida por el combustible.

—Sombría perspectiva —murmuró Whitlock mientras seguía a Leitzig fuera de la caverna.

A continuación penetraron en el edificio principal, donde tenía lugar parte del ciclo de reprocesamiento. Observaron los trabajos, protegidos por una mampara de cristal protector, cuyo propósito aparente era resguardar al público visitante de los dañinos rayos gamma. Leitzig explicó que en realidad servía para aislar los ruidos externos que pudieran distraer a los experimentados operadores de su delicado trabajo. Todas las tareas se realizaban mediante aparatos manejados por control remoto, y se inspeccionaban con ayuda de circuitos cerrados de televisión.

—Una vez finalizado el período obligatorio de cuarentena —prosiguió Leitzig, en el tono de estar simplificando un proceso de incomprensible complejidad—, los contenedores son trasladados a la caverna de vaciado a través de una serie de subestanques que parten del estanque de almacenamiento principal. Ya en el interior de la caverna, construida con muros de hormigón de dos metros y medio de espesor, el combustible puede ser observado mediante circuitos cerrados de televisión y a través de ventanas especialmente diseñadas y encastradas en los muros. Cada ventana se rellena de una solución de bromuro de cinc que, aunque casi transparente, es capaz de absorber las longitudes de onda corta de los rayos gamma. El combustible se coloca primero en la separadora, donde se cercena el revestimiento metálico contaminado, y luego se deposita en una cinta transportadora para que sea almacenado bajo el agua en silos de hormigón.

»Las barras de combustible no aislado son introducidas después en una recámara con capacidad para treinta y ocho barras al mismo tiempo, y disueltas en ácido nítrico. La solución de ácido nítrico se mezcla luego con un disolvente orgánico, y se separan el uranio y el plutonio de los residuos. Estos residuos, que contienen productos de la fisión radiactiva, hierro de la maquinaria de la planta e impurezas químicas del combustible, son reducidos por evaporación y almacenados en las cercanías de la planta en tanques sometidos a una temperatura de cincuenta grados. La solución ácida entra en otra sección de la planta, donde pasa a través de un segundo disolvente orgánico para eliminar cualquier residuo que haya podido quedar; luego, al ponerse en contacto con una solución de base acuosa, el uranio y el plutonio se separan, el plutonio vuelve a la solución acuosa y el uranio permanece en el disolvente. Surgen como nitrato de uranio y nitrato de plutonio, listos para ser utilizados de nuevo en el ciclo del combustible.

Dos horas después regresaron al despacho de Leitzig. Éste ordenó a su secretaria que les trajera café, cerró la puerta y se sentó tras su escritorio.

—¿Qué porcentaje de uranio y de plutonio queda cuando los elementos han sido reprocesados? —preguntó Whitlock.

—Por lo general se recupera el noventa y nueve por ciento de uranio y el cero coma cinco de plutonio. El otro cero coma cinco se compone de residuos radiactivos. Puede variar en una o dos centésimas, pero nunca sobrepasa estas cifras.

—Y estos datos, ¿son introducidos en el ordenador?

—Por supuesto, pero no sé a qué viene esta pregunta.

—Lo siento —sonrió Whitlock—, mi entrenamiento periodístico me lleva siempre a preguntarlo todo. ¿Podemos hablar de usted ahora?

—Adelante —respondió Leitzig, uniendo las manos sobre el escritorio.

—¿Algunos datos biográficos?

—Me temo que son muy vulgares. Nací en una pequeña ciudad llamada Tettnang, muy cercana a la frontera austríaca. Cuenta apenas quince mil habitantes y se halla situada en el corazón de una zona rica en espárragos. Recuerdo lo muy feliz que me sentí cuando la Universidad de Hamburgo me aceptó, porque por fin pude escaparme de los platos de espárragos que preparaba mi madre —rio para sí, alcanzó su paquete de cigarrillos y encendió uno—. Después de graduarme fui a trabajar a Inglaterra. Primero a Calder Hall, después a Sellafield. Dejé la industria a principios de los setenta y vine aquí para trabajar en el Instituto de Química Max Planck. Pasé varios años en el instituto antes de volver a la industria. Nunca me he arrepentido de la decisión.

—¿Desde cuándo es el técnico jefe de la planta?

—Desde hace dos años y medio.

—¿Y qué hace en su tiempo libre?

—Sobre todo pescar. No hay nada más tranquilizador que conducir el Land Rover al campo para pasar el día pescando.

—¿Casado?

—No —replicó Leitzig a la defensiva, y luego levantó las manos como disculpándose—. Soy viudo.

—Lo siento.

—La muerte de mi mujer fue el principal motivo de que volviera a la industria. Me zambullí en el trabajo, y eso me ayudó a olvidar el hecho de que ella ya no estaba. Ir a casa por la noche me aterrorizaba; el silencio y la soledad eran casi insoportables.

—¿Por qué no cambió de vivienda?

La pregunta pareció sorprender a Leitzig.

—No podía darle la espalda a mi hogar. Está lleno de recuerdos.

—Claro —aprobó Whitlock—.

—¿Tiene hijos?

—Ninguno de los dos quisimos. Ahora me arrepiento.

Whitlock pensó en su propia situación. Si le sucedía algo a Carmen, ¿terminaría tan desolado y solitario como Leitzig?

La secretaria entró con la bandeja del café y le hizo sitio sobre el escritorio. Leitzig sirvió dos tazas y ofreció a Whitlock leche y azúcar.

Una luz azul parpadeó sobre el tablero de control del escritorio. Leitzig se levantó al instante.

—Tendrá que perdonarme, me requieren en la planta.

—Nada serio, espero.

—Desean consultarme sobre algo, eso es todo. —Señaló un botón rojo en el tablero de control—. Ése es el indicador de peligro. Se encendería si algo grave ocurriera en la planta. Parece ser que emite sin cesar un zumbido ensordecedor. Por fortuna, nunca lo he oído. Quédese y termine su café, por favor. Confío en que podamos finalizar nuestra conversación más tarde.

—Eso espero.

—Estupendo. Le diré a mi secretaria que llame a Karen; es muy fácil perderse en este laberinto si no se conoce el camino.

Karen llegó a los pocos minutos y caminaron en silencio hasta el ascensor.

—He estado pensando en lo que dijiste antes —señaló ella mientras se cerraban las puertas del ascensor—. Hemos de trabajar juntos; es la única forma de llegar al fondo de esto.

Las puertas se abrieron y una secretaria entró en el ascensor. Intercambiaron una sonrisa de cortesía y descendieron en silencio hasta que las puertas se abrieron de nuevo y Karen invitó a Whitlock a seguirla.

—¿Adónde vamos?

—A la sala de ordenadores replicó ella, y luego levantó la carpeta que llevaba consigo. Fotocopias de las hojas de inventario de los dos últimos años. He examinado las cifras con toda atención, pero no he descubierto ninguna discrepancia. Quizá tú puedas caer en la cuenta de algo que he descuidado.

Abrió un par de puertas batientes y entraron en la sala. Le recordó la sala de ordenadores del cuartel general de la UNACO, con el chirrido de las máquinas de télex y el incesante zumbido de las impresoras. Se sentaron frente a una de las pantallas. Apartó instintivamente los dedos de él mientras tecleaba su código personal de seguridad. Fue aceptado, y un menú de ocho opciones apareció en la pantalla. Escogió un número que a continuación se subdividió en otro menú. Le exigieron de nuevo un código de seguridad. Lo tecleó y la pantalla desplegó una serie de cifras. Oprimió el botón de «imprimir». Había diecisiete páginas de cifras y las hizo imprimir todas antes de recoger las hojas y guardarlas en la carpeta.

—Puedes verlas en mi despacho, aunque dudo que descubras discrepancias. Como ya te he dicho, las he examinado una por una.

Él la tomó por el brazo y se la llevó aparte, para que los analistas cercanos no les oyeran.

—Todavía no me has hablado de tus sospechas.

—Varias veces, cuando me he quedado a trabajar hasta tarde, he visto a Leitzig con un hombre fornido de pelo muy negro. Siempre va vestido con un mono blanco, como los utilizados por los conductores de la compañía. El detalle consiste en que no trabaja aquí.

—¿Cómo estás tan segura?

—Yo contrato a los conductores. Y además, le seguí una noche.

—¿Y?

—Fue a un almacén de la Rampenstrasse, a orillas del Rin. No vi lo que ocurrió en el interior, pero al final salió con dos hombres que nunca había visto. Se fueron en un Citroën. Intenté entrar en el almacén, pero estaba asegurado con un candado —se encogió de hombros con desesperación—. Ya sé que no es mucho.

—Es suficiente. Vamos, echemos un vistazo a esos datos.

Ninguno de los dos se dio cuenta de que Leitzig les observaba a través de la mirilla circular de las puertas batientes. Controló al segundo sus movimientos y se deslizó en la sala de ordenadores nada más la abandonaron y se dirigió al ordenador más próximo. Tecleó su propio código de seguridad y eligió una opción del submenú. Rezaba «TRANSACCIONES DE LOS EMPLEADOS». Tecleó el código de seguridad de Karen. Aparecieron sus transacciones del día: la última se refería a las diecisiete páginas de cifras concernientes al inventario. Nada más. Presionó el botón de «entrada» hasta que el menú principal reapareció en pantalla.

Había sospechado de Whitlock desde el primer momento que le vio. Whitlock sabía más sobre la industria nuclear de lo que aparentaba; las preguntas que había hecho durante la visita le delataban. Si era un simple periodista, ¿por qué le interesaban los datos de los inventarios de los dos últimos años, sobre todo si se suponía que iba a escribir un artículo sobre los trabajadores de la planta? ¿Y por qué le ayudaba Karen Schendel? ¿Cuánto sabía ella? Lo más sospechoso era la rápida aparición de Whitlock tan pronto fue robada la última carga de plutonio del almacén.

No podía ser mera coincidencia.

Leitzig sabía que debía borrar sus huellas. Tendría que matar a Whitlock.

Una ligera nevada había caído sobre el centro de Suiza durante la noche, y Werner casi resbaló cuando salió del taxi en la estación de Brig. Pagó al chófer, cruzó la calle con toda clase de precauciones, se detuvo en la entrada para secarse las suelas de los zapatos y se abrió paso entre los viajeros hasta el andén. La gente le miraba, con la seguridad de haber visto antes su rostro. Era así, puesto que le habían entrevistado en numerosos canales europeos, pero con el sombrero inclinado sobre la frente nadie podía adjudicar un nombre a su rostro.

El tren penetró en la estación unos minutos más tarde, con quince horas de retraso. Lo abordó y recorrió el pasillo hasta llegar a su compartimento reservado; la puerta del adyacente se abrió y asomó Hendrique.

—Buenos días —saludó Werner, entró en su compartimento, arrojó el sombrero sobre una de las literas, se desabrochó el abrigo, lo dobló con especial cuidado y lo depositó sobre el portaequipajes.

Hendrique seguía de pie en el umbral, con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón.

—Dejémonos de ceremonias y vayamos al grano. No estoy particularmente emocionado por recibir órdenes de alguien que se ha pasado toda la vida tras un escritorio, pero, como ya sabrá, el viejo hijo de puta me tiene agarrado por los huevos, así que no me queda otra elección. Una vez aclarada esta cuestión, mi hombre y yo haremos cuanto esté en nuestras manos para conseguir que el cargamento llegue a su destino. Para nosotros no es más que otro trabajo.

—No estoy particularmente emocionado por tener que trabajar con un traficante de drogas, pero las circunstancias han llegado a tal extremo que no me queda otra alternativa. Sugiero que dejemos a un lado nuestros sentimientos personales y trabajemos en equipo. Se supone que luchamos en el mismo bando. —Werner encendió un cigarrillo, apartó a Hendrique y cerró la puerta del compartimento—. Necesito un café. ¿Me acompaña?

Hendrique le guió por el pasillo y se detuvo antes de entrar en el vagón restaurante. Inclinó su cabeza casi imperceptiblemente y señaló a Sabrina, que estaba sentada a una de las mesas.

—Ésa es la mujer que mató a Rauff.

Werner la miró con los ojos abiertos de par en par.

—¡No es posible!

—¿La conoce?

—Era una de las jóvenes de la alta sociedad más populares en Europa hace unos años —asintió Werner—. ¿Está seguro de que es ella?

—Kyle nunca se equivoca.

Sabrina desvió la vista de la ventanilla cuando el tren salió de la estación y observó que Werner se acercaba a ella.

—¿Stefan?

Werner la abrazó y la besó en ambas mejillas.

—No puedo creerlo. Después de tantos años nos encontramos de nuevo. La verdad es que el mundo es un pañuelo —reparó en que sus ojos examinaban a Hendrique—. Perdona, te presento a Joe Hemmings, mi jefe de seguridad. Sabrina… —hizo una pausa con una sonrisa de desconcierto—. Lo siento, siempre he sido muy malo para los nombres.

Cassidy —dijo ella, aguantando la penetrante mirada de Hendrique—. Sabrina Cassidy.

—Mucho gusto —respondió Hendrique con frialdad, y luego se volvió hacia Werner—. Estoy seguro de que tienen muchas cosas de que hablar, así que les dejo a solas. Si me necesita, señor, estaré en mi compartimento.

—Debe de ser un tipo muy alegre —comentó Sabrina cuando Hendrique se hubo marchado.

—Se toma su trabajo muy en serio. ¿Puedo sentarme?

—Por supuesto.

Werner pidió un café al camarero, y luego se sentó frente a ella.

—Aún no me lo creo. Hará cuatro o cinco años que no nos vemos.

—Cinco precisó ella tras un rápido cálculo mental.

—Lo último que supe de ti es que intentabas hacerte un nombre en el mundo del automovilismo.

—Carreras de coches. Todo terminó de manera muy brusca en Le Mans, cuando di varias vueltas de campana en mi Porsche. Desde la perspectiva actual, el accidente fue lo mejor que pudo sucederme. Pasé casi cuatro meses en el Hospital Norteamericano de París.

—¿Qué quieres decir?

—Aprendí mucho sobre mí durante la convalecencia. Comprendí que mi vida no tenía sentido.

—¿Y qué haces ahora? —preguntó Werner después de pagar el café al camarero.

—Soy traductora en Nueva York.

—¿Te has casado?

Sabrina levantó la mano izquierda.

—Nadie me ama.

—No puedo creerlo.

—¿Y tú? ¿Existe una señora Werner?

—Pues es probable, pero todavía no me he topado con ella.

Bebió el café y miró por encima del borde de la taza. ¿Qué te ha traído a Suiza?

—Estoy de vacaciones —replicó ella, y luego se volvió hacia la ventanilla, velada de repente por la oscuridad.

—Estamos en el túnel del Simplon. Entras en Suiza y sales en Italia, quince kilómetros después.

—Me figuraba, Stefan, que con tus recursos ilimitados viajarías en avión, no en un pequeño y lento tren que tarda una eternidad en llegar a su destino.

Werner paseó la mirada a su alrededor y luego se inclinó hacia delante.

—Es lo que hago normalmente, pero se trata de un caso especial. Mi compañía ha patentado un nuevo diseño de contenedores, utilizando un nuevo material revolucionario. Es más resistente y económico, no puedo decirte nada más. Ha de llegar a Roma para someterlo a más pruebas sin que nuestros competidores averigüen cómo se transporta. Al principio lo íbamos a enviar por avión, pero nos dieron el soplo de que un miembro de nuestras líneas aéreas había sido sobornado por uno de nuestros principales competidores, para que le entregara los detalles antes de que subieran la carga al avión, de modo que nos vimos obligados a cambiar de planes en el último momento. Nos decantamos por el medio de transporte más inocente imaginable. Como dijiste antes, un pequeño y lento tren. Joe Hemmings ha estado a bordo desde que salió de Lausana, y tengo incluso a un hombre encerrado en el vagón que lo transporta, por si algo sucediera. No creo que pase nada, pero es mejor prevenir que curar.

—¿Y si ocurriera algo?

—Tomaríamos todas las medidas necesarias para impedirlo. El espionaje industrial es un asunto muy sucio.

—¿Así que irás en el tren hasta Roma?

—Ése es el plan. ¿Y tú?

—Igual. Tendremos la oportunidad de charlar sobre los viejos días, al menos.

—Me apetece mucho. ¿Cenamos juntos esta noche?

—Estupendo. ¿A las ocho?

—Reservaré una mesa, si es que en un tren es necesario —echó la silla hacia atrás y se levantó—. Tendrás que perdonarme, querida; tengo trabajo pendiente en la cartera.

—No hay descanso para los valientes.

—Hasta la noche.

Werner volvió a su compartimento y golpeó en la puerta de comunicación. Hendrique descorrió el cerrojo y abrió la puerta.

—¿Fue agradable la conversación?

—Corte el rollo —le espetó Werner. Sacó el plano del bolsillo de su abrigo y se sentó—. No se tragó la historia del contenedor.

—¿Y eso le sorprende? Es una profesional, no una aficionada de tres al cuarto enviada por alguno de sus rivales.

—¿Se ha encargado Kyle de…?

—Todo está preparado —cortó Hendrique—. Sólo hace falta su orden.

Werner abrió el plano y recorrió con el dedo la ruta del tren.

—La próxima parada es Domodossola. Luego se detiene de nuevo en Vergiate, a unos setenta y cinco kilómetros al norte de Milán. Tendrá que hacer la llamada en Domodossola; no podemos perder más tiempo.

—Excelente. Sólo quedará el otro. Me encargaré de él personalmente.

—No quiero tiroteos en el tren.

—¿Quién ha hablado de tiroteos? —Hendrique extendió la mano—. ¿Tiene el número?

Werner abrió la cremallera de su bolsa y sacó un periódico.

—Está escrito en la parte superior de la primera plana.

Hendrique tomó el periódico y volvió a su compartimento.

El revisor llamó a la puerta cuando el tren entraba en la estación de Domodossola, la primera parada después del túnel del Simplon.

Hendrique abrió.

—¿Qué pasa?

—Hablé con el conductor. Dice que le esperará cinco minutos y luego se marchará.

Hendrique le agarró por las solapas y le arrastró hacia el estrecho guardarropa.

—Le pago lo bastante bien como para que mis sencillas peticiones sean cumplidas sin impedimentos. Asegúrese de que el tren me espere, tarde lo que tarde.

—Pero el conductor…

—Me importa un huevo el conductor. El tren me esperará. ¿Comprendido?

El revisor asintió con nerviosismo, y luego se alejó trotando por el pasillo.

Hendrique se subió el cuello de su abrigo de piel mientras cruzaba el andén bajo la nieve hacia la cabina telefónica, instalada en un cubículo cercano a la cafetería de la estación. Marcó el número escrito en la parte superior de la primera plana del periódico e introdujo cuatrocientas liras en la ranura.

Alguien respondió al otro lado de la línea.

—Quisiera hablar con el capitán Frosser —dijo en alemán.

—El capitán Frosser está ocupado…

—Dígale que es sobre el asesinato de Rauff. Se trata de una conferencia internacional y le hablo desde una cabina.

—Un momento, señor.

—Hola, habla el capitán Frosser —dijo una voz segundos más tarde.

—La mujer que anda buscando en relación con el asesinato de Rauff se halla a bordo del tren que se dirige a Roma. Llegará a Vergiate dentro de una hora. Se llama Sabrina Cassidy.

Hendrique colgó el teléfono, y luego arrojó el periódico a la papelera del andén mientras regresaba al tren lentamente.

Bruno Frosser se quedó contemplando el auricular cuando la comunicación se hubo cortado, y después lo colgó a regañadientes.

¿Qué sucede, capitán?

Frosser volvió a sentarse y enlazó las manos en la nuca. Miró a su ayudante, el sargento Sepp Clausen, un policía con las mismas características que él había mostrado a su edad: ambición y determinación. Sólo que Clausen tenía más pelo. Frosser, de cuarenta y tres años, había perdido todo el cabello, excepto los rizos que le colgaban por encima de las orejas, hasta el cogote. Nunca le había molestado que el escaso cabello de su cabeza fuera de color castaño, ni que su espeso bigote fuera gris, ni que sus compañeros solieran darle palmaditas en la prominente barriga y le preguntaran cuándo nacería el bebé. Lo único que le preocupaba era su trabajo y las posibilidades de ascender de categoría.

—¿Dónde cojones está Vergiate? —preguntó Frosser con su voz grave.

Clausen no lo sabía, pero consideró más prudente no manifestarlo y buscó el atlas que guardaba en el cajón inferior de su mesa.

—Vergiate, Vergiate… —canturreó Clausen mientras recorría el índice con el dedo—. No consta.

Alargó el brazo hacia el teléfono.

—Me gustaría saberlo hoy, si fuera posible.

Clausen ignoró el sarcasmo. Había conseguido aprender que el sentido del humor de Frosser no daba para más.

Frosser se estiró el bigote mientras reflexionaba sobre el caso. Era el más desconcertante que había pasado por sus manos desde que le ascendieran al Departamento de Investigación Criminal de Friburgo cinco años antes. Se había iniciado con una llamada anónima, casi con toda seguridad de un angloparlante, que le había informado en un alemán inseguro sobre el cadáver del almacén. Después, transcurrida una hora desde que las emisoras locales de radio y televisión transmitieran los detalles del asesinato, se presentaron dos niños para informar de que habían visto el cadáver. También describieron a la mujer cuyo nombre pensaban que era «Katrina». Tenía a Sabrina muy cerca. Aún quedaban muchas preguntas sin responder, como, por ejemplo, quién era el hombre de pelo negro que los chicos habían visto cargar barriles de cerveza en un vagón vacío el día anterior al asesinato. Barriles que no estaban allí cuando Frosser llegó al almacén. ¿Por qué estaba la vagoneta acribillada a balazos? ¿Quién era el segundo confidente anónimo que le había llamado para decirle que ella se hallaba en el tren? Y, aun en el caso de que fuera una asesina, ¿dónde encajaban los dos hombres en el rompecabezas?

—Vergiate está en Italia, señor —anunció Clausen, con la mano sobre el teléfono—, a veintitrés kilómetros de Varese.

—Cerca de Milán, ¿verdad?

—Sí, muy cerca —confirmó Clausen, torciendo el rostro.

—Consiga un helicóptero enseguida. Quiero trasladarme a Vergiate lo antes posible.

—Tardaré un poco, señor.

—Al igual que sus esperanzas de un ascenso si no consigue ese helicóptero ya.

Frosser marcó el número privado de un jefe de detectives del Departamento de Investigación Criminal de Milán, con el que se había relacionado en los últimos doce años. Quería que una delegación estuviera preparada para abordar el tren en cuanto llegara a Vergiate.

—¿Quieres más café? —preguntó Sabrina, señalando la taza vacía de Graham.

—Sí, ¿por qué no? No hay mucho que hacer en este maldito tren.

Sabrina llamó al camarero.

Possiamo avere un altro eje, per favore?

El camarero volvió a llenar las dos tazas y les trajo una jarra de leche fresca. La calidad de la comida les había sorprendido. Aunque las raciones eran pequeñas, resultaban deliciosas. Le recordó a Sabrina un extraordinario restaurante que había descubierto en el Greenwich Village de Nueva York. La fachada del edificio era sombría y la decoración, impresentable, pero la preparación y presentación de la comida resistían la comparación con los mejores restaurantes de la ciudad. Era uno de los pocos lugares en que no se encontraba con sus amigos yuppies.

—Vergiate —anunció Graham cuando el tren rebasó uno de los primeros carteles de la estación.

—¿Cómo? —preguntó Sabrina, interrumpidos sus pensamientos por la voz de Graham.

—Estamos llegando a Vergiate.

—Me pregunto qué estarán haciendo aquí —comentó ella, señalando hacia la ventana.

—¿Quiénes? —preguntó Graham, estirando el cuello en la dirección de su dedo extendido.

—La polizia. Ahí, en el andén.

—Tal vez viaje un asesino a bordo. Animaría un poco la situación.

—Se me ocurren dos, excluyendo a mi acompañante, por supuesto.

—Por supuesto repitió Graham, fingiendo sobresalto.

Cuando el tren se detuvo, la parte posterior del vagón restaurante quedó de cara a los cuatro policías. Sabrina reparó de súbito en el desdén y el desprecio que se pintaba en el rostro de su compañero mientras les miraba por la ventana. Sabía que no le gustaba tratar con policías, pero nunca le había preguntado el motivo. Decidió hacerlo, sabiendo que podía repercutir en su contra.

—No me gusta la gente en la que no puedo confiar. Actualmente hay muchos polis engañados, sobre todo en nuestro país. Lo que más me enfurece es que esos polis no están protegiendo al público que paga sus salarios, sino a los criminales que les sobornan.

—Es una minoría…

—Una ¿qué? —interrumpió Graham con brusquedad—. Hasta que cumplan con su deber, aquí hay un tipo que tratará a los polis y a los criminales por un igual.

Dos policías habían entrado en el vagón restaurante y Graham observó cómo se dirigían hacia Sabrina, que les daba la espalda.

—¿Sabrina Cassidy? —preguntó el que llevaba los galones de sargento, tras comparar su rostro con la fotocopia del carnet de identidad que llevaba en la mano.

—Sí —asintió ella con cautela.

—Tengo orden de arrestarla —dijo el sargento, pronunciando cada palabra con un marcado acento italiano—. ¿Quiere acompañarnos, por favor?

—¿Dónde está la maldita orden de detención? —estalló Graham.

—Mike, por favor —Sabrina miró al sargento—. ¿Con qué cargos?

—Asesinato —el sargento extrajo del bolsillo la orden y la desdobló—. El asesinato en Friburgo de Karl Rauff. Será deportada a Suiza para que la juzguen —miró a Graham—. ¿Viaja usted con la señorita Cassidy?

Graham conocía las instrucciones; estaban pulcramente mecanografiadas en el manual de la UNACO: «El éxito de cualquier misión encomendada está por encima de la suerte personal de cualquier agente de las Fuerzas de Choque en el curso de la misión antedicha».

—No, denegó con la cabeza. Nos conocimos ayer en el tren. Ocupamos compartimentos contiguos.

—Me gustaría ver su pasaporte —dijo el sargento.

El sargento acompañó a Sabrina a su compartimento y envió a su joven ayudante a examinar el pasaporte de Graham.

Graham rebuscó en su bolsa y sacó el pasaporte de entre sus ropas.

El joven policía se lo arrebató de las manos y lo examinó. Se sintió satisfecho al comprobar que la foto era la de Graham.

—Mikel Green —leyó en voz alta el nombre que constaba en el pasaporte.

—¡«Maikel», por los clavos de Cristo! —estalló al momento Graham.

El policía le apartó a un lado y registró el contenido de las dos bolsas. Pareció algo decepcionado al no encontrar algo más letal que una navaja de afeitar. El contador estaba en el armario de la ropa, y Graham guardaba la llave en el bolsillo. El policía miró por un instante el armario, pero no se molestó en seguir investigando. Mientras Graham salía de su compartimento rezó para que no se notara el bulto de la Beretta bajo sus ropas. Si decidían cachearle…

Las manos de Sabrina estaban esposadas cuando Graham entró en su compartimento. El sargento sostenía la Beretta en el interior de una bolsa de plástico cerrada. Tomó el pasaporte que le tendía su ayudante y lo hojeó antes de guardarlo en el bolsillo.

—¿Qué están haciendo? —inquirió Graham.

—Puede viajar por Italia con total libertad, Nosotros decidiremos cuándo puede abandonar el país.

—Pensé que el fascismo había muerto aquí con Mussolini —gruñó Graham—. Supongo que la señorita Cassidy tendrá derecho a realizar la habitual llamada telefónica autorizada por el sistema judicial democrático.

—Se le permitirá hacer una llamada telefónica —confirmó el sargento con aspereza.

—¿Necesita alguna cosa? —le preguntó Graham a Sabrina.

—Una sierra —replicó ella con una sonrisa—. No me vendría mal. Me la proporcionarán en cuanto me ponga en contacto con las autoridades pertinentes.

Graham bajó el impermeable del portaequipajes y lo colocó sobre sus muñecas para ocultar las esposas.

—Gracias —dijo ella en voz baja.

—¿Dónde se alojará cuando llegue a Roma? —preguntó el sargento.

Graham se encogió de hombros.

—No tengo planes definidos. No me van a aceptar en ningún sitio sin mi pasaporte.

—Diríjase a cualquier comisaría de policía cuando llegue a Roma. La policía suiza ya sabrá en ese momento si se necesita o no que usted preste declaración. Entonces le será devuelto el pasaporte.

El policía joven se hizo cargo de las dos bolsas de Sabrina y desapareció en el pasillo. El sargento pasó su brazo bajo los de Sabrina y la escoltó afuera. Graham se derrumbó en la litera más próxima y se pasó las manos por la cara.

Sabrina miró atrás cuando bajaba del tren. Hendrique se hallaba de pie junto a una de las ventanillas del vagón restaurante, con una expresión satisfecha en el rostro.

Era la primera vez que Sabrina entraba en una sala de interrogatorios, y lo que encontró en Friburgo rompía en pedazos la imagen creada por Hollywood de las cuatro paredes despintadas, con una mesa y dos sillas de madera en el centro de un suelo desnudo de hormigón y una solitaria bombilla colgando de un trozo de cable eléctrico. Las paredes eran de color crema y hacían juego con la alfombra beige, sobre la que había una mesa y dos sillas forradas. Una luz fluorescente brillaba en el techo, y la placa calorífica que había a su espalda proporcionaba una calidez a la habitación de la que ni siquiera gozaba el compartimento del tren.

Se había negado a responder a las preguntas de Frosser mientras volaban en helicóptero hacia Friburgo. Una vez en la ciudad, y siguiendo las instrucciones de Philpott (su única llamada telefónica), siguió en silencio por temor a aportar pruebas en su contra. Frosser había pasado con ella treinta frustrantes minutos en la sala de interrogatorios, y la única respuesta que obtuvo su andanada de preguntas fue un tranquilo «ja» cuando le preguntó si comprendía el alemán. Él no hablaba inglés. Sabrina sintió pena por él. Sin duda era un policía competente y entregado a su profesión, pero se había metido en algo que sobrepasaba sus posibilidades. Había reunido suficientes pruebas contra ella, en especial la Beretta, pero aún trataba de establecer un motivo para el asesinato. Al mismo tiempo, se trataba de una prueba de fuego para Philpott. Era la primera vez que detenían a un agente de la UNACO bajo la acusación de asesinato en cualquier país de Europa.

Un agente había sido arrestado en Marruecos dos años atrás por matar de forma algo torpe a un agente doble chino, y tras el fracaso de las negociaciones, la Fuerza de Choque Tres, que todavía contaba con Rust, llevó a cabo un atrevido ataque nocturno a la prisión para liberar a su compañero. A instancias de Philpott, ningún marroquí resultó herido en el incidente. Sabrina sabía que su caso era muy diferente. Se necesitaría una mezcla de tacto y diplomacia, además de asegurar en todo momento el secreto de la UNACO. No le interesaba a nadie que la acusaran de asesinato ante los ojos de la opinión pública internacional. Si algún periodista llegaba a sospechar siquiera la existencia oficial de la UNACO…

La puerta se abrió y Frosser entró. Se había aflojado la corbata y desabrochado el chaleco, visible bajo su chaqueta abierta. Arrojó un expediente sobre la mesa y se sentó.

—Una de las balas extraídas del cuerpo de Rauff ha sido identificada sin ningún género de dudas: fue disparada por su arma. Esto proporciona mucha fuerza a la acusación. Permanecer en silencio no le reporta ningún beneficio.

Sabrina miró la pared que había frente a ella.

Frosser abrió el expediente y tableteó con los dedos sobre el pasaporte.

—Los especialistas han confirmado que es falso. El que se lo hizo es un auténtico experto. Da un nuevo sesgo a la investigación. Ya no creo que se trate de un crimen pasional.

Sabrina se sintió aliviada al oírlo. No sólo la había ofendido la idea de que hubiera accedido a encontrarse con un tipo como Rauff en un almacén abandonado, sino que algunas de las insinuaciones y deducciones de Frosser casi le habían provocado un estallido de cólera en más de una ocasión.

—Las otras balas corresponden al FN FAL descubierto en el almacén. Estaba limpio de huellas.

Ella estuvo a punto de hablar, pero se contuvo a tiempo. Hendrique había pensado en todo, hasta el punto de sustituir un FN FAL por el otro.

—¿Qué iba a decir?

Sabrina continuó con la vista fija en la pared.

—La he subestimado por completo. Cuando la vi pensé automáticamente: mujer hermosa, crimen pasional. Casi llegué a creer que aquellas llamadas anónimas formaban parte del eterno triángulo. Pero ya no. Usted, una norteamericana con pasaporte falso, y Rauff, un criminal relacionado con varios de los delincuentes más influyentes de Europa. Estaba ciego. No fue un crimen pasional; fue un golpe.

Ella prefería la idea de un golpe a la de haber matado a Rauff en un acceso de celos. Aun así, Frosser continuaba lanzando tiros al azar.

—Fue un golpe, ¿no es cierto?

Sabrina terminó su taza de café, cruzó los brazos sobre la mesa y miró de nuevo a la pared.

Hubo una llamada a la puerta y entró Clausen, el ayudante de Frosser.

—Todo está preparado, señor.

Frosser se levantó.

—Venga conmigo, por favor, señorita… Cassidy.

La escoltaron dos hombres mientras caminaban por el pasillo. Adivinó lo que iba a ocurrir en cuanto abrieron la puerta marrón disimulada. Otras ocho mujeres estaban de pie en silencio ante un fondo negro. Una rueda de identificación.

Frosser dejó que Clausen se encargara de formar la hilera y entró en una habitación contigua, donde se sentó en una silla de madera, repasando en su mente los últimos adelantos de la investigación.

—Listo, señor —anunció Clausen cuando entró en la habitación.

Frosser se puso en pie y miró desde detrás del espejo sin azogar. Un potente foco iluminaba ahora a las nueve mujeres, inmóviles ante el sombrío fondo negro.

—Traigan al primer chico ordenó Frosser.

Clausen abrió una puerta, y una mujer policía entró con uno de los niños.

—Marcel, ¿verdad? —sonrió Frosser.

El chico asintió con nerviosismo.

—No tienes por qué estar asustado, no pueden vernos —Frosser acercó a Marcel a la ventana—. Quiero que mires con mucha atención a esas señoras y me digas si ves a la que habló contigo en el almacén. No te apresures.

Marcel señaló con el dedo.

—Es ella. La chica guapa.

—¿Qué número?

—Tres.

—¿Estás seguro?

—Sí.

—Gracias, muchacho —dijo Frosser, y revolvió el pelo de Marcel.

Clausen acompañó a la salida a Marcel e hizo entrar a Jean Paul, que también señaló a Sabrina.

Clausen ordenó entrar al tercer testigo, un joven de enmarañado pelo rubio y un crucifijo colgando de una oreja.

Herr Dahn…

Clausen le presentó a Frosser.

—Creo que habló con el sargento Clausen sobre la foto del carnet de identidad aparecida en los periódicos. —Dahn asintió.

—Estoy seguro de que es la misma mujer que habló con Dieter el día antes de su muerte.

—Dieter Teufel. Según creo, trabajaba con él en la estación de Lausana.

—Dependía de los turnos, pero yo estaba allí la mañana que la mujer habló con él.

—Mire por el cristal y dígame si la ve.

—Es ella —afirmó Dahn sin vacilar—. La número tres.

—¿Está usted absolutamente seguro?

—¿Se olvidaría usted de ella? Iba con otro hombre, pero no me acuerdo de su aspecto.

—¿Sabe de qué hablaron? —preguntó Frosser.

—Dieter dijo que hablaron sobre horarios de trenes, pero conociéndole, lo más probable es que intentara ligársela.

—¿Y no la volvió a ver?

—No, no la volví a ver.

—Gracias por el tiempo que nos ha concedido —concluyó Frosser mientras abría la puerta.

Dahn se apartó a regañadientes del cristal y salió de la habitación.

Frosser le dijo a Clausen que disolviera la rueda de sospechosos, y después volvió con Sabrina a la sala de interrogatorios.

—Las pruebas contra usted se acumulan a cada momento —advirtió Frosser cuando Sabrina se hubo sentado—. Ha sido identificada por dos testigos como la mujer que se encontraba en el almacén cuando Rauff fue asesinado. ¿Le dice algo el nombre de Dieter Teufel?

De haber sido un policía menos experimentado, no habría captado el casi imperceptible destello que pasó por los ojos de Sabrina cuando reaccionó inconscientemente al oír el nombre. En lo que a él concernía, le servía igual que si lo hubiera admitido.

—Murió bajo las ruedas de un tren al día siguiente de que le vieran hablando con usted. Al principio se consideró un simple accidente, pero ahora ya no estoy seguro. Tal vez le empujaron —hizo una pausa mientras bajaba la intensidad de la placa calorífica—. Tengo bastantes pruebas para declararla culpable, pero todavía quedan muchas preguntas sin responder. Haré que mis colegas de Lausana reabran el caso Teufel. Si puedo acusarla de un segundo asesinato, pasará el resto de su vida entre rejas. Y he dicho el resto de su vida.

Sabrina se mordió la parte interior de la boca, nerviosa por primera vez desde que la detuvieran. Si la acusaban formalmente y el caso iba a los tribunales, una posibilidad que dependía de cómo Philpott intentara manejar la situación, había suficientes pruebas para condenarla al menos por herir a Rauff. La Beretta había sido hallada entre sus posesiones, pero al acusador le costaría muchísimo más relacionarla con el FN FAL encontrado en el almacén. Si, por otra parte, Frosser conseguía sembrar una semilla de sospecha en la mente del jurado sobre su supuesta implicación en la muerte de Teufel (era virtualmente imposible acusarla de ella), la prueba que dependía del FN FAL podría decantar al jurado en su contra. Podía significar la diferencia entre intento de asesinato y asesinato. Una condena por asesinato la arrojaría a una prisión de máxima seguridad, fuera del alcance de la UNACO.

Rezó para que Philpott guardara algunos ases en la manga.

—El comisario le recibirá ahora, coronel Philpott —dijo la bella secretaria rubia después de hablar por el intercomunicador del escritorio.

Philpott apoyó el bastón en la suave pelusa de la alfombra azul pálido y se levantó.

El hombre que se estaba calentando junto a la chimenea artificial cuando Philpott abrió la puerta del despacho tendría unos sesenta años, con el espeso pelo blanco peinado hacia atrás y el rostro surcado por las arrugas que le había proporcionado la responsabilidad de llevar dieciséis años al frente de la policía suiza. Reinhardt Kuhlmann se adelantó de inmediato para ofrecerle el brazo a Philpott.

—Basta de tonterías —dijo Philpott, irritado—. Sólo es una pierna rígida.

—No te molestaba la última vez que te vi.

—Porque estábamos en Miami en pleno verano. Me duele y me molesta por culpa del frío.

Philpott se sentó en la más próxima de las dos butacas.

—¿Café? —preguntó Kuhlmann.

—No, si todavía guardas algo de Hennessey por ahí —replicó Philpott, extendiendo las palmas de las manos hacia la rejilla de la chimenea.

—Tienes buena memoria, considerando que no te has dejado caer por aquí desde hace dieciocho meses —comentó Kuhlmann con una sonrisa.

—En la vida hay algunas cosas que vale la pena recordar. Tu coñac es una de ellas.

—Pareces la voz en off de un anuncio televisivo —dijo Kuhlmann, y le sirvió coñac en la copa.

—¿Tú no tomas? —preguntó Philpott mientras sostenía la copa.

—Nada de alcohol. Órdenes del médico.

—¿Qué pasa? —preguntó Philpott, frunciendo el entrecejo con cierta ansiedad.

—Úlceras —explicó Kuhlmann con un gesto de indiferencia.

—Te esfuerzas demasiado.

—Viniendo de ti, debo considerarlo un halago —dijo Kuhlmann, y se sentó en la otra butaca.

—¿Por qué no aceptas la jubilación, como todo el mundo? Tienes una esposa maravillosa, por no mencionar a tus dos hijos y sus familias. Sé que todos desean verte con más frecuencia.

—A ninguno de nosotros nos gusta jubilarnos, Malcolm, ya lo sabes.

—¿Cómo está Marlene?

Philpott contempló su coñac.

—Nos divorciamos a principios de año.

—Lo siento, amigo, es una mujer estupenda.

—Y estoy de acuerdo. Fue el tónico perfecto después de mi tormentoso divorcio de Carole. Al menos, esta vez no hubo desagradables escenas en los tribunales. Seguimos siendo buenos amigos.

—Eso es lo principal —Kuhlmann se retrepó en la butaca y cruzó las piernas—. He llevado a cabo algunas investigaciones preliminares sobre tu agente. No resultará fácil, Malcolm.

Philpott posó la copa sobre la mesa que tenía al lado.

—¿Qué significa eso?

—Significa que, de momento, no parece conveniente dejarla en libertad sin cargos. No sólo es uno de los principales detectives del país el oficial encargado de la investigación, sino que la prensa ha hincado el diente en el caso porque tu agente tiene aspecto de estrella de cine. Es un gran reportaje para las portadas.

—No imaginarás ni por un segundo que pienso sacrificar a una de mis mejores agentes para satisfacer a la prensa canallesca de este país.

—Mató a un hombre…

—Le hirió; su cómplice fue quien le mató.

—Pero le disparó. Esto es Suiza, no el rancho OK Corral.

—Él la estaba apuntando con una semiautomática. Qué debía hacer, ¿pedirle con buenos modales que la bajara? Volvemos a la misma vieja historia: te has opuesto a la UNACO desde su creación.

—Me he opuesto a que pistoleros extranjeros vinieran a disparar a mi país —replicó Kuhlmann con aspereza.

—Comprendo tu punto de vista. Después de todo, los financieros de tu ciudad no necesitan armas para blanquear el dinero negro.

Kuhlmann levantó las manos.

—Esto no nos lleva a ningún sitio. Has de tener en cuenta mi cargo, Malcolm. No puedo agitar una varita mágica y hacerla desaparecer. Incluso si pudiera obligar a Frosser a deponer los cargos, ¿cómo lo justificaría ante la opinión pública? Hay demasiadas pruebas contra ella. La prensa crucificaría todo el sistema judicial. Tengo las manos atadas.

Philpott consultó su reloj.

—Son las tres. Te aconsejo que te las desates antes de las seis.

Kuhlmann se puso en pie con los ojos llenos de furia.

—¿Es una amenaza?

—Lo es en caso de que te sientas amenazado. Eres el jefe superior de la policía, Reinhardt; usa un poco de la autoridad que se te ha conferido.

—Esto es Suiza, no Rusia. Frosser ha detenido a tu agente con todas las de la ley por intento de asesinato. No puedo desautorizarlo sin una razón válida, y no creo que te haga mucha gracia si voy y le cuento lo de la UNACO, ¿verdad?

Philpott bebió un poco de coñac y lo saboreó en la boca, después echó la cabeza hacia atrás y dejó que se deslizara suavemente por la garganta. El calor se extendió por todo su cuerpo.

—Ya veo que me obligas a jugar mis cartas, Reinhardt. Como ya sabes, sólo he de responder ante el secretario general, y si tú y yo no hemos llegado a un acuerdo satisfactorio para ambas partes antes de las seis, tengo la intención de llamarle personalmente para pedirle que intervenga en mi favor. Dudo que se moleste en consultar a vuestro embajador en las Naciones Unidas; llamará a vuestro presidente por la línea privada para recordarle con absoluta serenidad que Suiza es uno de los países signatarios de la Carta de la UNACO. Además, una vez cumplido este trámite a plena satisfacción, se enviarán informes detallados a los dirigentes de aquellas naciones en que nuestros agentes hayan entrado. Eso incluye a vuestro presidente. Yo me encargo de redactar el informe, y me siento algo tentado a subrayar las deficiencias de la seguridad suiza si una de mis agentes se pudre en vuestras cárceles por haberse defendido de un conocido criminal, que la atacó con un fusil semiautomático. De ti depende el enfoque de mi informe.

Kuhlmann caminó hacia la ventana de su despacho, que desde el sexto piso daba a la Bahnhofstrasse, el centro financiero de Zúrich, y miró el río Limmat, que atravesaba el corazón de la ciudad. Su voz era más amarga cuando habló:

—Intimidación, chantaje, amenazas, por no mencionar tu aparente placer en quebrantar la ley para adecuarla a tus propósitos. El mismo comportamiento de los criminales que la UNACO se empeña en combatir.

—No es por capricho, Reinhardt, sino la única forma de enfrentarse a esta nueva generación de criminales: combatirles con sus propias armas. Lamento haberme visto obligado a utilizar estas tácticas hoy, pero mis agentes son para mí algo más que empleados. Marlene solía decirme que yo amaba a la UNACO más que a ella. Estaba casi en lo cierto. No es la UNACO en sí, sino la gente que trabaja en ella, en especial mis agentes. Constituyen como una familia para mí. Sabrina es la encarnación de la clase de hija que me habría gustado tener; ahora tiene problemas, y removeré cielos y tierra para que vuelva sana y salva al redil.

—¿Hasta el punto de sacrificar nuestra amistad? —Philpott se puso en pie y tomó su bastón.

—Te llamaré a las seis en punto.

—No has respondido a mi pregunta —comentó Kuhlmann.

—¿De veras? —replicó Philpott, y salió del despacho cerrando la puerta en silencio tras él.